El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá

Capítulo introductorio. El escenario general, del dogmatismo a la incertidumbre

JAVIER MONSERRAT






Este capítulo introductorio, junto a los tres capítulos que siguen, más una Conclusión, son el cuerpo principal de este ensayo. En él ampliamos las ideas que ya hemos presentado en una primera aproximación en el Prólogo y en la Introducción. El estilo de este ensayo procede pues por círculos concéntricos. A medida que el circulo amplia su radio se reasume lo anterior que vuelve a surgir en un marco de mucho mayor contenido. Las ideas, por tanto, vuelven a salir a escena pero enriquecidas por nuevas consideraciones. En este capítulo introductorio hacemos el nexo entre lo anterior y el cuerpo fundamental del ensayo. Recordamos la aparición de la visión de Dios como problema en los tiempos en que la sociedad era todavía dogmática. Además, hacemos una ampliación de los argumentos dogmáticos, ya mencionados en lo anterior, que durante siglos avalaron al teísmo dogmático y al ateísmo dogmático. Teniendo por referencia esta imagen dogmática, en los tres capítulos que siguen veremos cómo la transformación de la ciencia ha permitido la superación del dogmatismo y, con ello, la aparición de una nueva forma de entender el teísmo, el ateísmo, las religiones naturales y el cristianismo. En este nexo, por tanto, recapitulamos lo que fue el tiempo del dogmatismo. En los tres capítulos siguientes se expondrá la forma de entender el ateísmo, la arreligiosidad, el teísmo, la religiosidad y las religiones en el tiempo nuevo de la modernidad crítica.


A medida que ha ido extendiéndose social y culturalmente el movimiento que se califica como modernidad –o sea, para entendernos, el mundo moderno que comienza a formarse desde el renacimiento, siglo XVI– han entrado en crisis las religiones establecidas desde antiguo. Puesto que el mundo moderno ha nacido y prosperado en los países occidentales, la crisis de la religión ha sido en ellos una crisis de la religión cristiana, del catolicismo y de las otras confesiones cristianas. Se trata de un hecho social que fácilmente se observa y es reconocido por todos.



Religión, religiosidad interior, arreligiosidad


No obstante, la crisis social de la religión no se identifica con la crisis de la religiosidad como tal, entendida como experiencia interna subjetiva y actitud individual ante lo divino. Muchas personas, en efecto, desconfían de la religión establecida en la sociedad, de sus líderes, de sus ritos y de su lenguaje (que no entienden y les parece anacrónico), y se desentienden más y más de la religión como organización social (se distancian de organizaciones o iglesias como son, por ejemplo, el luteranismo o el catolicismo en el cristianismo, o también de las otras religiones, arrastradas por un creciente proceso de crisis en todas las culturas). Pero, en el fondo, muchos hombres sin religión social no dejan de ser interiormente religiosos, lo manifiesten externamente ante los otros hombres o no lo hagan. Es decir, tienen la sensación interior de la vaga presencia de un Dios por el que se sienten apelados, al que se dirigen y en el que finalmente terminará su existencia más allá de la muerte. El hecho es que esta apertura subjetiva a Dios los consuela y los justifica interiormente, aunque hayan dado las espaldas a la religión social establecida en sus culturas.


Por ello está naciendo en nuestros días como una nueva religiosidad que responde a esa sensación interior de un Dios de la naturaleza. En el fondo tienen la intuición vaga de que Dios no puede tomarse en serio sistemas religiosos, o religiones sociales, tan poco atractivas como las que de hecho observan en la sociedad. A esta manera de ver nos referimos al hablar de experiencia religiosa o, en general, de religiosidad interior (para distinguirlo de la religión como organización social objetiva). Esta forma de religiosidad es hoy hasta tal punto importante que las personas que la tienen se dan cuenta reflexivamente de que, en efecto, son religiosas pero no son “fieles” de una religión. Aparecen por ello intentos de identificación, agrupación, o solidaridad de cuantos se hallan en esta situación y se trata de formular los principios que alentarían el fondo de esa forma de religiosidad subjetiva, natural, al margen de las religiones. A esto se refieren los nuevos paradigmas religiosos, que están intentando formularse hoy como forma de una religiosidad interior sin religión. Debemos también anotar que, si nos atenemos a lo que sucede de hecho, también es verdad que hay sectores religiosos muy amplios de la sociedad (preferentemente sectores populares sencillos, pero no sólo) que siguen en una visión dogmática sin fisuras. Viven su fe religiosa, normalmente integrada en religiones (así por ejemplo el catolicismo), sin fisuras y sin dudas. Su fe interior es tan potente que apenas se hacen eco de que la religión esté en crisis en el mundo moderno y, por descontado, en lo que a ellos respecta, ignoran por completo (o lo perciben borrosamente desde lejos) el enigma del universo y la cultura de la incertidumbre. Viven la experiencia de una poderosa patencia de Dios subjetivamente incuestionable. Es claro que muchas de las cosas que decimos en este ensayo les sonarán extrañas a primera vista, aunque acabarán por hallarles una significación que les ayudará a vivir con más profundidad el sentido de su religiosidad en el mundo que les rodea, sin necesidad ya de taparse la cabeza ante él, como el avestruz.


Arreligiosidad: indiferencia, ateísmo, agnosticismo


La indiferencia ante lo religioso es un fenómeno popular (social) que observamos también de forma inequívoca en la sociedad moderna. Ateísmo y agnosticismo, como opciones reflexivas ante el sentido último de la vida, son una parte sustancial de la manifestación moderna de la arreligiosidad. Indiferencia religiosa popular, ateísmo y agnosticismo manifiestan el alcance de la arreligiosidad actual. No obstante, para hablar con mayor precisión, debemos apuntar que la indiferencia popular no sólo lo es para con lo religioso sino también para con el ateísmo. En el fondo se trata de una indiferencia ante todo lo metafísico en general, bien sea una metafísica religiosa o atea. La indiferencia popular extendida, por tanto, es más bien un agnosticismo práctico, tanto para con lo religioso como para con lo ateo. No cabe duda de que esta indiferencia ante las grandes religiones ancestrales es un hecho manifiesto en la cultura de la modernidad. Pero es difícil interpretar lo que esta indiferencia esconde en el psiquismo profundo de quienes la tienen. En el ateísmo o en el agnosticismo reflexivos es obvia la posición vital que asumen porque la explican y la defienden de forma explícita (niegan a Dios o dudan claramente de su existencia). Pero no sucede así en la indiferencia religiosa popular que es la más extendida. Detrás de ella podría esconderse lo que antes hemos llamado una religiosidad interior (pensamos que en muchos casos es lo más probable). Pero no es seguro: podría ser que en el fondo la indiferencia escondiera más bien una posición más cercana al ateísmo o al agnosticismo. Los estudios sociológicos modernos y las estadísticas existentes no permiten llegar a matizar aspectos subjetivos, internos, de la persona que, sin embargo, no dejan por ello de ser reales.



Dios como problema en la cultura dogmática de la modernidad


El nacimiento de esta alternativa atea a un teísmo ancestral en la cultura religiosa convirtió a Dios en un problema. A lo largo de los primeros siglos de modernidad, llegando incluso a nuestros días, Dios pasó de ser una evidencia “no cuestionada” socialmente a ser un problema. Por ello, muchos autores, entre ellos Zubiri, han hablado del nacimiento de la cuestión de “Dios como problema”. Sin embargo, creemos importante advertir que Dios, en estos siglos, fue un problema filosófico y existencial porque existía un cuestionamiento mutuo entre un dogmatismo teísta (en Europa cristiano) y un dogmatismo ateo.


En el mundo religioso cristiano, el dogmatismo teísta, unido a la tradición antigua, estuvo capitaneado en la iglesia católica por la filosofía escolástica, de origen medieval. Esta representaba la última interpretación del paradigma greco-romano (la hermenéutica del cristianismo, teocéntrica y teocrática, fundada en la cultura greco- romana). En el mundo ateo, el dogmatismo se formuló a través del racionalismo ilustrado que llevó al ateísmo enciclopedista francés y, en conexión con el dogmatismo idealista alemán, a los tres grandes modelos ateos de la modernidad: a Marx, a Freud y a Nietzsche, que engendraron multitud de escuelas y seguidores, siempre en la línea de un ateísmo dogmático radical. A esto se sumó también el ateísmo que derivaba de la valoración de los resultados de la ciencia moderna. Así apareció el ateísmo propio de las corrientes del positivismo, desde Augusto Comte en el comienzo del XIX al ateísmo del Círculo de Viena en los años veinte del siglo XX.


El fin del dogmatismo y la aparición progresiva de la modernidad crítica. El resquebrajamiento del dogmatismo en la última parte del siglo XX ha ido abriéndose paso poco a poco (como ocurre siempre con las nuevas corrientes de pensamiento). Pero todavía no ha llegado a todos, ya que muchos siguen en el dogmatismo teísta o en el dogmatismo ateo de otros tiempos. No obstante, el tránsito desde una cultura dogmática a una cultura de la incertidumbre ha sido inevitable. Durante siglos, cuando el “problema de Dios” se planteaba en términos de una contraposición entre un teísmo dogmático y un ateísmo dogmático, fue muy difícil el diálogo y el mutuo respeto entre teísmo y ateísmo. Es lo que ha pasado en los últimos siglos. Ahora bien, esta nueva cultura moderna de la incertidumbre –nacida de la modernidad crítica– ha transformado la situación y ha tenido como consecuencia inmediata hacer posible una nueva forma de entender tanto el teísmo como el ateísmo en la nueva cultura. Las dudas y fisuras en el interior del ámbito de quienes eran hasta hace poco dogmáticos han ido surgiendo sin pausa. En la misma iglesia católica (que todavía no ha revocado oficialmente el paradigma antiguo que era teocéntrico y teocrático) han aparecido inseguridades en su dogmatismo y, para adaptarse al mundo moderno, ha hecho matizaciones, tanto en el teocentrismo como en el teocratismo. Además, muchos autores individuales se han distanciado explícitamente del dogmatismo ancestral. Este resquebrajamiento de la firmeza del dogmatismo se ha venido dando tanto en el teísmo como en el ateísmo. A todo ello nos referiremos con mayor amplitud y matices a lo largo de este ensayo.


Este cambio de perspectiva, de la modernidad dogmática a la modernidad crítica, ha sido expuesto matizadamente en el Prólogo e Introducción a este ensayo. En este nexo o capítulo introductorio recapitulamos todavía la manera de pensar en el tiempo en que se veía a “Dios como problema”, cuando la sociedad estaba todavía escindida en un dogmatismo teísta y un dogmatismo ateo.


Pero, superada ya la cultura dogmática, en los tres capítulos fundamentales que siguen, exponemos en detalle el teísmo crítico y el ateísmo crítico en la nueva cultura de la incertidumbre. En el capítulo primero estaca una cuestión crucial: por qué la ciencia en los dos últimos tercios del siglo XX promueve una filosofía que ve el universo como un enigma y al hombre sumido en incertidumbre, superándose con ello el dogmatismo ancestral. En el capítulo segundo estudiaremos cómo esta incertidumbre es la que permite entender el ateísmo, el teísmo y las religiones como toma de posición ante la posibilidad de creer o no creer en un Dios oculto/liberador. Por último, en el capítulo tercero, explicaremos por qué el logos de la religión natural, o sea, el universal religioso, permite entender la armonía del cristianismo con el universo y con el movimiento religioso universal.


Pero para exponer la novedad del tránsito moderno a la cultura de la incertidumbre, consideramos conveniente recapitular todavía aquí, por última vez, lo que se abandona: la forma de la argumentación dogmática ancestral de teísmo y ateísmo. En los capítulos siguientes matizaremos cómo estos argumentos se transformaron por el enfoque de la modernidad crítica.



El problema de Dios: la argumentación del teísmo religioso


Los argumentos clásicos a favor de la existencia de Dios y del sentido de la religiosidad responden a unos rasgos generales que debemos conocer. Durante el tiempo en que la cultura era dogmática –para el teísmo y para el ateísmo– los argumentos tuvieron un evidente sesgo dogmático. Estos argumentos, y en general la forma de pensar dogmática, fue más o menos similar en todas las religiones. Más adelante, cuando la modernidad dio el paso a la cultura de la incertidumbre, en la modernidad crítica, los argumentos se reinterpretaron de una forma no dogmática (no concluían en un conocimiento cierto, sino solo verosímil). Esto pasó, al menos, en las religiones cristianas, en un contacto más inmediato con la cultura moderna. Los argumentos clásicos del teísmo dogmático son tres. Sobre ellos, como decíamos, volveremos más adelante al producirse el cambio de la modernidad dogmática en modernidad crítica.


A) Para el dogmatismo Dios es congruente con el universo, con la razón y con la ciencia


Para argumentar racionalmente a favor de lo religioso, las grandes religiones han coincidido en parte, pero en parte han tenido también sus enfoques propios. Las religiones defendieron durante siglos una seguridad racional dogmática de la existencia de Dios como fondo metafísico del universo. A esta seguridad no sólo contribuyó la razón, sino también la seguridad de que tales religiones habían sido objeto de una revelación o manifestación de Dios. Existía, pues, una seguridad natural, pero también una seguridad “positiva” (la revelación). Pero las religiones no dudaron en lo más mínimo sobre la patencia del hecho de la existencia de Dios y esta seguridad se tradujo en sus filosofías, teologías y en la forma de concebir la inserción teocrática de la religión en la sociedad. Para ellas, la creencia en Dios fue congruente con la razón filosófica que ofrecía una visión última del universo que estaba además en armonía con los resultados del conocimiento en la ciencia moderna. Así, las grandes religiones trataron siempre de armonizar sus argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios con los modernos resultados de las ciencias, naturales y humanas (por ejemplo, en la escolástica católica, los llamados argumentos metafísicos, las cinco vías tomistas, el argumento de contingencia en Suárez, o las versiones modernas del tomismo transcendental).


El hombre religioso, por tanto, funda su seguridad de Dios en la razón natural. Pero, además, en su revelación y manifestación en las kratofanías (manifestación del poder) y en las hierofanías (manifestación de lo Santo) propias de las religiones. Aunque sabe que puede argumentar por la razón, con toda seguridad dogmática, la existencia de Dios, sin embargo, sabe que Dios no es evidente a los sentidos, aunque sea patente dogmáticamente a la razón humana. Sabe que hay ateos que niegan la existencia de Dios. Pero su dogmatismo le impide considerar que la no evidencia sensible de Dios permita poner en cuestión su existencia (de la que, en su religión, tiene una seguridad racional dogmática). El hecho de que haya ateos fue atribuido por el dogmatismo teísta, bien a un error intelectual, bien a una disposición moral, bien a una coordinación existencial de ambas cosas.


B) Para el dogmatismo Dios interesa al hombre y se transige con el drama de la historia


Otro aspecto esencial de la forma en que se nos presenta el hecho religioso es que la religión interesa al hombre: es sin duda un consuelo existencial ya que permite albergar la esperanza de que el camino de salvación diseñado por Dios conduzca finalmente al cumplimiento de la aspiración a la Vida, que es el motor de la existencia humana individual y de la especie en su conjunto. Esta necesidad psicológica de la religión fue siempre asumida por el dogmatismo religioso. La religión además fue siempre, por lo general, un factor de cohesión y una parte esencial de la organización social. Decimos por lo general porque en ciertas circunstancias individuales y sociales lo religioso fue de hecho causa de sufrimiento y de angustia (como sucede en las patologías psicológicas) o de conflicto y violencia social (en la represión religiosa o en las luchas religiosas). Pero en la mayor parte de los casos la religión fue un potente consuelo existencial y esto explica su inmensa presencia en la historia y su persistencia en el presente. El psicoanálisis de Freud reconoce, en efecto, que la religión (aunque sea vista como una ilusión) es vivida como un factor existencial de profundo consuelo (vivir religiosamente, para Freud, es hacerlo según el principio del placer). Si la religión no hubiera sido, y siguiera siendo, un profundo factor de consuelo para la existencia, sería muy difícil explicar su persistencia histórica, en el pasado y en la actualidad.


Para la metafísica teísta aparecida en la historia no sólo es que Dios exista con absoluta seguridad dogmática, sino que el potencial consuelo de la religión es tan grande que el hombre religioso transige con todo aquello que pudiera distanciarlo de Dios. Así, pasa por encima del hecho decepcionante de que el Dios creador, si efectivamente es responsable del universo, haya creado un mundo dramático de sufrimiento, personal y colectivo. ¿Es posible creer en un Dios responsable del sufrimiento y de la perversidad? No se puede dudar de la seguridad dogmática de que Dios existe. Por ello, el hombre religioso acepta lo que pasa (que el mundo sea como es) porque, en alguna manera, forma parte del plan de salvación de Dios, que en alguna manera debe admitirse porque no cabe duda de que Dios efectivamente existe. Podríamos decir que el hombre religioso concede un voto de confianza a Dios y cree que el drama de la historia sucede porque para Dios es parte de un plan que, en último término, juega a favor del hombre y de su salvación. El hombre religioso, instalado dogmáticamente en Dios, no puede sino transigir siempre con Dios a pesar del dramatismo del sufrimiento, confiando en que, a pesar de todo, el drama de la historia tiene un sentido.


C) Para el dogmatismo Dios está en la religiosidad interior, a pesar de la religión social


Por último, debemos observar que el hecho religioso incluye la religión como forma de organización social de la religiosidad, que produce las teologías, los ritos, simbolismos, reglas sociales, etc. (o sea, la religión en las diferentes tradiciones históricas de los pueblos), pero también incluye la pura experiencia religiosa. No es lo mismo religión que experiencia religiosa. Es verdad que la experiencia religiosa se ha vivido por lo general dentro del marco conceptual y social de las religiones. Pero no siempre. Hay quienes tienen experiencia religiosa, pero se distancian de las religiones sociales. En nuestro tiempo, las religiones han entrado en crisis, ciertamente, pero hay quienes, aun abandonando la religión social, permanecen todavía fieles a sus experiencias religiosas internas. Podría darse también el caso de quienes se han refugiado en un puro teísmo racional en que apenas se manifiesta el compromiso personal con una experiencia religiosa.


Pues bien, el hombre religioso en el tiempo del dogmatismo se apoyó también en ambas cosas, tanto en la experiencia religiosa como en las religiones, para argumentar que la religiosidad responde a una existencia real de Dios. Para él, tanto su misteriosa experiencia religiosa interna como el hecho de las religiones organizadas socialmente en su cultura son un signo de la presencia real de ese Dios que se manifiesta con toda seguridad dogmática por la razón en la naturaleza y al que se le da el voto de confianza de asumir que el drama de la historia tenga sentido en un plan de salvación diseñado a favor del hombre. El hombre se siente justificado ante Dios por la sinceridad de su experiencia religiosa interior. Por tanto, la experiencia religiosa es metafísica, misteriosa o mística, subjetiva y difícilmente inteligible para quienes no la tienen. Quizá esta experiencia sea un error, una ilusión (así piensan quienes defienden una metafísica atea). Pero, en todo caso, la religiosidad es un hecho subjetivo que está presente en la historia como muestra la impresionante tradición mística de todas las grandes religiones.


Además, las religiones aparecidas en la historia, que fueron dogmáticas en la seguridad de lo divino, tuvieron en la experiencia religiosa la gran confirmación subjetiva de la existencia y de la presencia de Dios. Sin embargo, las religiones establecidas, en efecto, por su larga permanencia en la historia, por lo común y en mayor o menor grado, se han corrompido, han buscado parcelas de poder y dominio social, no han aplicado aquellos principios religiosos y éticos que predicaban, y los clérigos han producido todo tipo de perversidades, desmanes morales, políticos y económicos. Dado el enorme poder social de las religiones, individuos perversos de todos los tiempos las han usado como medio para conseguir fines deshonestos. Pero las religiones, aun con todos sus defectos, han sido vistas también por el hombre religioso como un signo de la fuerza de la experiencia religiosa y de la presencia de Dios en la historia humana.


El sesgo dogmático del teísmo y el silencio-de-Dios. Mientras la cultura estuvo caracterizada por el dogmatismo (certeza absoluta de la existencia de Dios) no era posible –como consecuencia del mismo dogmatismo– entender el silencio-de-Dios en toda su fuerza real, ya que Dios, en último término, se había manifestado inequívoca e incuestionablemente por la razón natural y por la religión positiva (revelación). Esta seguridad absoluta de la existencia de Dios hacía que no pudiera ser puesta en cuestión ni por la ausencia de Dios en la experiencia inmediata del universo, ni por la existencia del drama de la historia, del sufrimiento y de la perversidad humana, ni por los rasgos “perversos” presentes en la historia de las religiones. Lo determinante para la razón era que Dios existía, fuera de toda duda, manifestándose en la experiencia religiosa personal y social. Cuando se hablaba del silencio-de-Dios se constataba el dolor de que a Dios no se lo podía ver inmediatamente y el dolor de que debían asumirse paso a paso todos los momentos del drama de la historia. Pero este silencio-de-Dios, que exigía una resignación ascética a sus planes, no ponía nunca en duda la seguridad de la patencia de Dios en el universo y en la historia.


Esta sensación de patencia absoluta de Dios se ha impuesto de hecho, artificial e ilusoriamente, en la experiencia religiosa de fieles de las grandes religiones, implantadas en culturas que fueron teocéntricas (y teocráticas) en su totalidad. De ahí la dificultad que cabe atribuir a los hombres de esas culturas para entender con rapidez las tesis que mantenemos en este ensayo (en definitiva, la tesis de la experiencia humana crucial del silencio-de-Dios). Tesis que, sin embargo, ya entendidas, les ayudarán a comprender con mayor profundidad el sentido de su experiencia religiosa, su armonía con el universo y con la cultura ambiente.



El problema de Dios: la argumentación del ateísmo arreligioso


Durante muchos siglos, la casi totalidad de la historia, las sociedades humanas fueron teocéntricas y, en consecuencia, también teocráticas. Respondían a la forma de entender que acabamos de explicar. La inercia histórica del teísmo dogmático fue tan grande que incluso hoy observamos con fuerza su presencia social, sobre todo en la religiosidad popular. Este teocentrismo social enmascaró la inevitable experiencia profunda de un Dios ausente del universo (por su silencio ante el conocimiento) y de la historia (por su silencio ante el sufrimiento). Pero el hecho es que el nuevo movimiento ideológico de la modernidad fue poniendo en duda poco a poco, más y más, el teocentrismo filosófico-teológico y el teocratismo socio- político. Esta nueva manera de pensar, en un tiempo en que el dogmatismo era la forma habitual de pensar en la cultura, dio origen al dogmatismo ateo de la modernidad, que duró hasta la aparición de la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX. Hay que entender lo que este dogmatismo ateo significó, su manera de sentir y juzgar lo religioso, tal como llega a nuestros días con una extensión social no despreciable.


Pero, ¿por qué aparecieron el ateísmo, el agnosticismo y la indiferencia metafísica en la modernidad, desde el siglo XVI, después de tantos siglos de consenso social en las metafísicas religiosas? Los argumentos para apoyar la vida atea y arreligiosa son simétricos a los que apoyan el teísmo, pero en sentido contrario: la razón impone un mundo sin Dios; el drama de la historia no hace admisible a Dios; el caos social y la perversidad de las religiones, y de los hombres religiosos, no es signo de Dios, sino lo contrario. Junto a los argumentos positivos, el ateísmo mostró también un inmenso cansancio de siglos y siglos en que la religión había sido un poder opresor, dogmático y agobiante. Gran parte de la sociedad, la más intelectual, tenía un inmenso deseo de emancipación frente a lo religioso. ¿Cuáles fueron, por tanto, los argumentos dogmáticos de la alternativa atea, arreligiosa, de la modernidad?


A) Es posible explicar racional, filosófica y científicamente, el universo sin Dios


Lo más importante fue que la ciencia y la filosofía moderna (en gran parte fundada en los resultados de la ciencia) permitieron concebir una explicación del universo, de la vida, del hombre y de la historia, sin referencia a Dios. En el mundo antiguo las filosofías y las teologías de las religiones (así el cristianismo) argumentaban que la razón humana imponía el reconocimiento de la existencia inequívoca de Dios. Era una seguridad dogmática. No había alternativa. Sin embargo, la filosofía moderna, argumentando sobre datos y teorías de la ciencia, construyó poco a poco nuevas explicaciones racionales de la existencia del universo, y de todos sus contenidos, sin necesidad de recurrir a postular la existencia de Dios. Esta explicación teórica de un posible universo sin Dios, o la misma consideración incluso de que debía ser así dogmáticamente fue el fundamento del ateísmo moderno. Los ateísmos siempre se han fundado racionalmente en la ciencia y en la filosofía. Sin argumentar que el universo, la materia, la vida, el hombre y la historia, pueden ser entendidos y explicados sin referencia a Dios, no sería viable la alternativa arreligiosa a la religión.


Al dogmatismo teísta antiguo, esta alternativa metafísica moderna le opuso un dogmatismo ateo, también instalado en la absoluta seguridad subjetiva de su propia verdad, fundada en la razón de la ciencia y de la filosofía. Así, un dogmatismo quedó contrapuesto a otro dogmatismo. La modernidad fue durante siglos un enfrentamiento entre dos visiones dogmáticas del universo. El ateísmo argumenta, pues, que la existencia real del universo se justifica porque la razón muestra que es autosuficiente en el tiempo, existiendo eternamente y con necesidad. Este universo eterno está constituido por una materia cuya evolución y propiedades internas explican suficientemente no sólo la formación del orden físico y biológico, la vida, sino también la emergencia de la conciencia animal y humana, especialmente la razón y las emociones humanas. Este hombre, cuyo origen conoce la ciencia dentro de la evolución de un universo eterno, es el que ha producido la historia humana en toda su amplitud: las sociedades con sus características políticas y económicas, la ciencia, la filosofía, la religión, las tecnologías, el arte, la literatura, la reflexión sobre lo metafísico. La imagen, pues, de un universo autosuficiente, sin Dios, fundada en la ciencia y en la filosofía, fue en los últimos siglos punto de partida, el presupuesto más básico, de la alternativa metafísica atea al teísmo tradicional. Si la cuestión de si existe Dios o no existe pudiera dilucidarse por el ejercicio de la razón, todo estaría resuelto y el universo no sería un misterio. Es lo que afirma el ateísmo: que está resuelto en un sentido ateo, sin Dios.


B) No es posible un Dios responsable del sufrimiento y del drama de la historia


La ciencia y la razón mostraban que no había razones para admitir que Dios existiera. Pero, ¿había algún otro indicio de que pudiera existir? La vida humana era un mar de sufrimiento. La aspiración a vivir entraba en contraste con la penosa experiencia de indigencia fáctica y el dramatismo de la existencia humana. Si Dios era autor de la creación había creado un mundo de sufrimiento y de perversidad, un mundo que imponía al hombre y a la especie humana la dolorosa indigencia existencial. Dios había creado el Mal de una naturaleza ciega. ¿Tenía sentido que un Dios benevolente fuera responsable del drama de la historia? Ciertamente, la experiencia de un mundo mal hecho, causa del sufrimiento y del caos de la historia, no parecía poder atribuírsele a un Dios responsable del Mal que, en caso de existir, parece que debiera haber creado algún otro tipo de universo. Las religiones hablaban de un Dios bueno, pero el caos del sufrimiento universal no era compatible con esta benevolencia. ¿Tenía sentido pensar que Dios existía? ¿Tenía sentido imaginar a un Dios que crea una naturaleza ciega que produce enormes sufrimientos a la humanidad? ¿Tenía sentido afirmar a un Dios en sorprendente silencio ante el drama de la historia humana, personal y colectiva?


El Mal fue así para el ateísmo moderno una razón que acudió en apoyo de la tesis de un universo puramente mundano, sin Dios. El Mal producido por una naturaleza ciega, el desorden del mundo, el sufrimiento y el drama de la historia, personal y colectiva, creaban un malestar profundo del hombre ante Dios. Esto impulsaba sin duda a olvidar a Dios y a vivir una vida sin religión. El ateísmo dogmático, nacido de una consideración racional, científica y filosófica, del universo, quedaba, por lo tanto, confirmado porque en la historia natural y humana no podían recogerse indicios de que existiera una Divinidad benevolente. Dios era incompatible con el drama de la historia, por el sufrimiento ciego y por la perversidad humana. El universo era un proceso ciego y cruel que generaba el sufrimiento (enfermedades, terremotos, catástrofes y por último la muerte). La perversidad de la actuación del hombre en la historia – producida también por esa naturaleza ciega– era tan grande que conllevaba inmensos sufrimientos a los hombres (violencia, explotación, dominio, injusticia, odio). La perversidad de la religión era sólo un caso de la perversidad general de la historia. ¿Tenía sentido pensar que un Dios benevolente había creado un mundo dominado por el drama de la historia, por el sufrimiento y por la perversidad humana?


C) El deseo de emancipación frente a religiones opresivas mueve a rechazar a Dios


Junto a la posibilidad racional de explicar el universo sin Dios, la modernidad permitió también el nacimiento de una crítica social a las religiones, nacida del nuevo contexto social, político, científico y filosófico de la cultura moderna. Durante siglos, e incluso miles de años, las religiones dominaron de hecho la sociedad, incluso en sus aspectos políticos, y por descontado se impuso un pensamiento religioso dogmático del que apenas se podía disentir. Muchos de los “perversos” que querían medrar sabían que debían hacerlo controlando desde dentro las religiones dominantes. Por ello, a medida que la imagen racional del mundo moderno, en la ciencia y en la filosofía, fue distanciándose de la imagen dogmática que se pretendía imponer desde aquellas instancias religiosas antiguas, fue produciéndose el apasionado proceso moderno de emancipación social frente a las religiones establecidas. Una visión del universo no religiosa era entonces posible y, con este apoyo, podía iniciarse el proceso de emancipación de una religión molesta y opresiva. Por tanto, aquella religión en que los clérigos fundaban su opresión no era la única posibilidad de entender el universo. La visión del universo, en que aquellos clérigos molestos y dogmáticos fundaban su sistema opresivo, no era obvia y podían oponérsele alternativas racionales, también igualmente dogmáticas y seguras de sí mismas. Era el dogmatismo ateo.


No cabe duda de que el ateísmo moderno prosperó como crítica de una religión opresiva y presentó altas dosis de anticlericalismo. Pero esta crítica religiosa y anticlerical, que iba dirigida primordialmente contra las religiones como formas de opresión social y dominio político, llevó consigo el impulso a rechazar la idea de Dios como fundamento del universo. Dios era el fundamento de las religiones y, en definitiva, Dios justificaba aquellas religiones tan molestas. El ateísmo dogmático, que se fundaba principalmente en la razón científica y filosófica, pudo confirmar su seguridad atea al constatar todo lo inicuo y perverso que se había producido en la realidad social de las religiones a lo largo de toda la historia. Un Dios real, si existiera, ¿hubiera permitido este caos social y perversidad de la religión? ¿Cómo explicar los excesos, el caos, el deseo de dominio, la inmoralidad, la perversidad, la violencia y los enfrentamientos interreligiosos, incluso las guerras, que, entre otras cosas, se habían manifestado y se seguían manifestando todavía en las religiones? Estas emociones intensamente vividas fueron causa de un inmenso anticlericalismo.


De una u otra manera, con mayor o menor profundidad, estos fueron siempre los argumentos racionales que, en los últimos siglos de modernidad y en el presente, fundaron el ateísmo, el agnosticismo y la indiferencia religiosa popular. Son paralelos a los argumentos del teísmo, pero en sentido contrario. Primero, se establece que el universo puede ser racionalmente explicado sin Dios, en la ciencia y en la filosofía. Segundo, el drama de la historia, el Mal ciego, no es compatible con la existencia de un Dios benevolente. Tercero, no es posible pensar que las religiones sean indicio de la existencia de un Dios real.



El escenario en la modernidad crítica: del dogmatismo a la incertidumbre


Durante siglos, el problema moderno de Dios –Dios como problema– consistió en que a la exclusividad dominante de una cultura teocéntrica, religiocéntrica y teocrática, se le comenzó a oponer la alternativa moderna naciente del ateísmo arreligioso dogmático. Se trató de una confrontación abierta, que duró siglos, entre dogmatismos: el dogmatismo teísta religioso frente al dogmatismo ateo arreligioso. La significación histórica de esta confrontación fue apuntada ya en el Prólogo y en la Introducción a este ensayo. Ahora, en este capítulo introductorio la hemos retomado para precisar algunos detalles. Constituye el punto de partida y de referencia que da sentido a los tres capítulos que siguen.


Sin embargo, la tesis que defendemos en este ensayo es que durante siglos de cultura de la modernidad las circunstancias concurrentes favorecían una manera de pensar dogmática. Por esto teísmo y ateísmo fueron dogmáticos durante siglos. Pero en los dos últimos tercios del siglo XX tuvieron lugar una serie de cambios que propiciaron el tránsito desde una cultura dogmática antigua a una nueva cultura de la incertidumbre. Se pasó de la modernidad dogmática a la modernidad crítica. Al entrar en esta nueva cultura moderna, el problema de Dios dejó de plantearse en términos de una discusión entre dogmatismos, teísta y ateo, para entenderse como una deliberación racional y existencial construida no desde la seguridad dogmática, sino desde la incertidumbre. Pasó a ser una discusión en torno al silencio-de-Dios. Es lo que hemos visto y seguiremos explicando.


Muchas personas se interesan hoy por estudiar las relaciones entre la ciencia y la religión. En nuestra opinión, como exponemos en este ensayo y en los tres capítulos que siguen, la Era de la Ciencia ha tenido una consecuencia crucial para entender el teísmo y el ateísmo: que los resultados objetivos de la ciencia en su imagen del universo, de la materia, de la vida y del hombre en la modernidad crítica, conducen a la filosofía a entender que el universo es un enigma y que el hombre debe orientar su vida ante una inquietante incertidumbre metafísica. En la cultura moderna – constituida por muchas dimensiones– la ciencia ha sido el factor determinante que ha propiciado el tránsito desde la cultura dogmática del pasado a la cultura moderna de la incertidumbre.


El silencio-de-Dios en la cultura de la incertidumbre


Todo esto ha llevado a algo que constituye también una de las tesis fundamentales que exponemos en este ensayo: que la cultura de la incertidumbre ha permitido una nueva forma, más radical y profunda, de sentir y entender el silencio-de-Dios, presente desde siempre en toda experiencia humana. Para el teísmo dogmático antiguo, en efecto, Dios se había manifestado en el universo con una certeza incuestionable (absoluta o metafísica); por ello, el silencio divino, por el hecho de que Dios no es una evidencia inmediata y por el hecho de que permite el drama de la historia, no cuestionaba su existencia, ya que ésta estaba “fuera de cuestión” y el hombre debía aceptar en todo caso la voluntad divina. Por otra parte, para el ateísmo arreligioso, era claro que no tenía sentido hablar del silencio-de-Dios porque Dios, simplemente, no existía, tal como mostraban los argumentos antes expuestos.


En cambio, en la cultura moderna de la incertidumbre, el teísmo sabe que existen numerosos argumentos, construibles por la razón natural, que hacen la existencia de Dios verosímil. Pero el teísmo crítico sabe que, en último término, es posible que la razón natural construya una hipótesis sin Dios. Por ello, en caso de existir, Dios ha creado un universo en que no se ha manifestado con absoluta certeza y evidencia. Por tanto, permanece en silencio. Por consiguiente, para el teísmo, Dios, en último término, “podría no existir”. Igualmente el ateísmo cree en la mayor verosimilitud de que Dios no exista, y explica el universo sin Dios. Pero el ateísmo crítico sabe también que Dios “podría existir”. Por ello, un posible Dios, para el ateísmo, si existiera, estaría también en silencio.


¿Qué significa pues la Era de la Ciencia para el entendimiento moderno del teísmo, del ateísmo, de las religiones y del cristianismo? Todo es muy sencillo y no tiene objeto “marear la perdiz” inútilmente. La Era de la Ciencia ha propiciado el giro hacia la conciencia del enigma y la incertidumbre. Esta hace ver el universo como ámbito del silencio-de-Dios. El ateísmo no cree que este tenga sentido. El teísmo, en cambio, cree que podría tener un sentido y acepta un Dios oculto y en silencio. A su vez, este universal religioso, presente en toda religiosidad humana, es el que permite entender la significación cósmica del Misterio de Cristo; significación que confirma que el Dios creador es un Dios oculto/liberador (por la Cruz/Resurrección). Pero, además, permite también entender la armonía entre el universal religioso y el universal cristiano, es decir, la armonía profunda de todas las religiones. Todo es así de sencillo. No hay vuelta de hoja.


Es muy difícil contraargumentar esta visión moderna de la cuestión de Dios. ¿Es posible argumentar que existieron, y existen, el dogmatismo teísta o ateo? Sin embargo, ¿es posible no ver que el hombre está instalado en el enigma y en la incertidumbre? Si estamos en la incertidumbre, ¿no es entonces que el posible Dios está en silencio? Si es así, entonces, ¿no son el teísmo y el ateísmo una toma de posición ante el silencio-de-Dios, es decir, ante el posible Dios oculto/liberador? Ahora bien, si el logos de la religión natural es el sentido del Dios oculto/liberador, ¿no es obvio entonces entender la armonía del kerigma cristiano, la Voz del Dios de la Revelación, con la Voz del Dios de la Creación que resplandece en el mundo moderno, es decir, con el logos de un universo enigmático y con el logos del universal religioso?


Los tres capítulos que siguen


En el primer capítulo abordaremos la gran cuestión básica que constituye el punto de partida inevitable para la reflexión actual sobre lo metafísico, sobre el teísmo y el ateísmo. Es la imagen del universo, de la materia, de la vida y del hombre, en la ciencia moderna, así como la filosofía o metafísica a que da lugar. El teísmo y el ateísmo dogmáticos buscaban su fundamentación en la ciencia. Pero la ciencia en el tiempo de la modernidad crítica no avala el dogmatismo sino la imagen de un universo enigmático que sitúa al hombre en una incertidumbre metafísica. Hasta ahora hemos hablado del tránsito desde el dogmatismo a la incertidumbre, pero no hemos argumentado en detalle por qué los resultados de la imagen moderna del universo en la ciencia no conducen a un dogmatismo teísta o ateo, sino a la imagen de un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre. ¿Qué es lo que realmente dice la ciencia en los últimos ochenta años de modernidad crítica?


En el segundo capítulo estudiaremos las dimensiones del silencio-de-Dios en esta cultura del enigma y de la incertidumbre: el silencio- de-Dios ante el conocimiento humano por el enigma del universo y el silencio-de-Dios ante el drama de la historia por el sufrimiento personal y colectivo, y por la perversidad humana. Como veremos, tanto ateísmo como teísmo son una toma de posición argumentada ante la cuestión crucial del silencio-de-Dios. Explicaremos la naturaleza de la religión natural (aquella que el hombre puede construir por sus medios naturales, ante todo por las emociones y por la razón). Toda religión natural, toda actitud religiosa del hombre ante Dios, se presentará necesariamente mediada por un voto de confianza a Dios, creyendo en la existencia de un Dios oculto y liberador. Creer y confiar, a pesar de su lejanía y de su silencio, en un Dios oculto y liberador será el logos, o razón interna profunda, que hace posible toda religiosidad natural. Este logos o sentido profundo es lo que llamaremos el universal religioso.


En el tercer capítulo la cuestión central será la naturaleza del cristianismo como religión. Tal como expondremos, siguiendo con rigor el contenido del kerigma cristiano, la imagen de Dios, del universo y del hombre, en el cristianismo presenta una gran armonía con la imagen del universo que conocemos por la razón natural. La Voz del Dios de la Creación se muestra en profunda armonía con la Voz del Dios de la Revelación. Es la armonía entre el universal religioso y el universal cristiano. El logos del universal religioso, en efecto, será armónico con el logos del universal cristiano contenido en la esencia del cristianismo: la revelación del plan de Dios para la salvación de los hombres en el Misterio de Cristo, el misterio de su ocultamiento en la cruz y el misterio de su futura liberación de la historia por la resurrección.


En el mundo moderno, en el universo de la libertad humana, ateísmo y teísmo son posibles y deben respetarse. Pero son posibles como una toma de posición ante la cuestión crucial del silencio-de- Dios. Es decir, en el fondo suponen creer o no creer en un Dios oculto y liberador, es decir, creer implícitamente en el Misterio de Cristo, creer en el Misterio de la Cruz y en el Misterio de la Resurrección. Pero estos conocimientos son sólo el marco de clarividencia que nos permite dominar la perplejidad. No implican o conducen necesariamente a una sola decisión metafísica sobre el sentido de nuestra existencia, que vendría impuesta por la naturaleza. El hombre es libre para configurar creativamente su imagen de lo metafísico. Por ello concluiremos reflexionando sobre qué significa elegir con competencia intelectual un camino metafísico u otro y sobre las razones que, en cada caso, lo avalan.





Nota introductoria y prólogo


El gran enigma. Introducción


Capítulo introductorio


1. Razón, ciencia, filosofía, ¿permiten salir con seguridad de la incertidumbre metafísica?


2. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador


3. El cristianismo


Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra


Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno