El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
Capítulo introductorio. El escenario general, del dogmatismo a la incertidumbre
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Este capítulo introductorio, junto a los tres
capítulos que siguen, más una Conclusión, son el cuerpo principal de
este ensayo. En él ampliamos las ideas que ya hemos presentado en una
primera aproximación en el Prólogo y en la Introducción. El estilo de
este ensayo procede pues por círculos concéntricos. A medida que el
circulo amplia su radio se reasume lo anterior que vuelve a surgir en
un marco de mucho mayor contenido. Las ideas, por tanto, vuelven a
salir a escena pero enriquecidas por nuevas consideraciones. En este
capítulo introductorio hacemos el nexo entre lo anterior y el cuerpo
fundamental del ensayo. Recordamos la aparición de la visión de Dios
como problema en los tiempos en que la sociedad era todavía dogmática.
Además, hacemos una ampliación de los argumentos dogmáticos, ya
mencionados en lo anterior, que durante siglos avalaron al teísmo
dogmático y al ateísmo dogmático. Teniendo por referencia esta imagen
dogmática, en los tres capítulos que siguen veremos cómo la
transformación de la ciencia ha permitido la superación del dogmatismo
y, con ello, la aparición de una nueva forma de entender el teísmo, el
ateísmo, las religiones naturales y el cristianismo. En este nexo, por
tanto, recapitulamos lo que fue el tiempo del dogmatismo. En los tres
capítulos siguientes se expondrá la forma de entender el ateísmo, la
arreligiosidad, el teísmo, la religiosidad y las religiones en el
tiempo nuevo de la modernidad crítica.
A medida que ha ido extendiéndose social y culturalmente el movimiento
que se califica como modernidad –o sea, para entendernos, el mundo
moderno que comienza a formarse desde el renacimiento, siglo XVI– han
entrado en crisis las religiones establecidas desde antiguo. Puesto que
el mundo moderno ha nacido y prosperado en los países occidentales, la
crisis de la religión ha sido en ellos una crisis de la religión
cristiana, del catolicismo y de las otras confesiones cristianas. Se
trata de un hecho social que fácilmente se observa y es reconocido por
todos.
Religión, religiosidad interior, arreligiosidad
No obstante, la crisis social de la religión no se identifica con la
crisis de la religiosidad como tal, entendida como experiencia interna
subjetiva y actitud individual ante lo divino. Muchas personas, en
efecto, desconfían de la religión establecida en la sociedad, de sus
líderes, de sus ritos y de su lenguaje (que no entienden y les parece
anacrónico), y se desentienden más y más de la religión como
organización social (se distancian de organizaciones o iglesias como
son, por ejemplo, el luteranismo o el catolicismo en el cristianismo, o
también de las otras religiones, arrastradas por un creciente proceso
de crisis en todas las culturas). Pero, en el fondo, muchos hombres sin
religión social no dejan de ser interiormente religiosos, lo
manifiesten externamente ante los otros hombres o no lo hagan. Es
decir, tienen la sensación interior de la vaga presencia de un Dios por
el que se sienten apelados, al que se dirigen y en el que finalmente
terminará su existencia más allá de la muerte. El hecho es que esta
apertura subjetiva a Dios los consuela y los justifica interiormente,
aunque hayan dado las espaldas a la religión social establecida en sus
culturas.
Por ello está naciendo en nuestros días como una nueva religiosidad que
responde a esa sensación interior de un Dios de la naturaleza. En el
fondo tienen la intuición vaga de que Dios no puede tomarse en serio
sistemas religiosos, o religiones sociales, tan poco atractivas como
las que de hecho observan en la sociedad. A esta manera de ver nos
referimos al hablar de experiencia religiosa o, en general, de
religiosidad interior (para distinguirlo de la religión como
organización social objetiva). Esta forma de religiosidad es hoy hasta
tal punto importante que las personas que la tienen se dan cuenta
reflexivamente de que, en efecto, son religiosas pero no son “fieles”
de una religión. Aparecen por ello intentos de identificación,
agrupación, o solidaridad de cuantos se hallan en esta situación y se
trata de formular los principios que alentarían el fondo de esa forma
de religiosidad subjetiva, natural, al margen de las religiones. A esto
se refieren los nuevos paradigmas religiosos, que están intentando
formularse hoy como forma de una religiosidad interior sin religión.
Debemos también anotar que, si nos atenemos a lo que sucede de hecho,
también es verdad que hay sectores religiosos muy amplios de la
sociedad (preferentemente sectores populares sencillos, pero no sólo)
que siguen en una visión dogmática sin fisuras. Viven su fe religiosa,
normalmente integrada en religiones (así por ejemplo el catolicismo),
sin fisuras y sin dudas. Su fe interior es tan potente que apenas se
hacen eco de que la religión esté en crisis en el mundo moderno y, por
descontado, en lo que a ellos respecta, ignoran por completo (o lo
perciben borrosamente desde lejos) el enigma del universo y la cultura
de la incertidumbre. Viven la experiencia de una poderosa patencia de
Dios subjetivamente incuestionable. Es claro que muchas de las cosas
que decimos en este ensayo les sonarán extrañas a primera vista, aunque
acabarán por hallarles una significación que les ayudará a vivir con
más profundidad el sentido de su religiosidad en el mundo que les
rodea, sin necesidad ya de taparse la cabeza ante él, como el avestruz.
Arreligiosidad: indiferencia, ateísmo, agnosticismo
La indiferencia ante lo religioso es un fenómeno popular (social) que
observamos también de forma inequívoca en la sociedad moderna. Ateísmo
y agnosticismo, como opciones reflexivas ante el sentido último de la
vida, son una parte sustancial de la manifestación moderna de la
arreligiosidad. Indiferencia religiosa popular, ateísmo y agnosticismo
manifiestan el alcance de la arreligiosidad actual. No obstante, para
hablar con mayor precisión, debemos apuntar que la indiferencia popular
no sólo lo es para con lo religioso sino también para con el ateísmo.
En el fondo se trata de una indiferencia ante todo lo metafísico en
general, bien sea una metafísica religiosa o atea. La indiferencia
popular extendida, por tanto, es más bien un agnosticismo práctico,
tanto para con lo religioso como para con lo ateo. No cabe duda de que
esta indiferencia ante las grandes religiones ancestrales es un hecho
manifiesto en la cultura de la modernidad. Pero es difícil interpretar
lo que esta indiferencia esconde en el psiquismo profundo de quienes la
tienen. En el ateísmo o en el agnosticismo reflexivos es obvia la
posición vital que asumen porque la explican y la defienden de forma
explícita (niegan a Dios o dudan claramente de su existencia). Pero no
sucede así en la indiferencia religiosa popular que es la más
extendida. Detrás de ella podría esconderse lo que antes hemos llamado
una religiosidad interior (pensamos que en muchos casos es lo más
probable). Pero no es seguro: podría ser que en el fondo la
indiferencia escondiera más bien una posición más cercana al ateísmo o
al agnosticismo. Los estudios sociológicos modernos y las estadísticas
existentes no permiten llegar a matizar aspectos subjetivos, internos,
de la persona que, sin embargo, no dejan por ello de ser reales.
Dios como problema en la cultura dogmática de la modernidad
El nacimiento de esta alternativa atea a un teísmo ancestral en la
cultura religiosa convirtió a Dios en un problema. A lo largo de los
primeros siglos de modernidad, llegando incluso a nuestros días, Dios
pasó de ser una evidencia “no cuestionada” socialmente a ser un
problema. Por ello, muchos autores, entre ellos Zubiri, han hablado del
nacimiento de la cuestión de “Dios como problema”. Sin embargo, creemos
importante advertir que Dios, en estos siglos, fue un problema
filosófico y existencial porque existía un cuestionamiento mutuo entre
un dogmatismo teísta (en Europa cristiano) y un dogmatismo ateo.
En el mundo religioso cristiano, el dogmatismo teísta, unido a la
tradición antigua, estuvo capitaneado en la iglesia católica por la
filosofía escolástica, de origen medieval. Esta representaba la última
interpretación del paradigma greco-romano (la hermenéutica del
cristianismo, teocéntrica y teocrática, fundada en la cultura greco-
romana). En el mundo ateo, el dogmatismo se formuló a través del
racionalismo ilustrado que llevó al ateísmo enciclopedista francés y,
en conexión con el dogmatismo idealista alemán, a los tres grandes
modelos ateos de la modernidad: a Marx, a Freud y a Nietzsche, que
engendraron multitud de escuelas y seguidores, siempre en la línea de
un ateísmo dogmático radical. A esto se sumó también el ateísmo que
derivaba de la valoración de los resultados de la ciencia moderna. Así
apareció el ateísmo propio de las corrientes del positivismo, desde
Augusto Comte en el comienzo del XIX al ateísmo del Círculo de Viena en
los años veinte del siglo XX.
El fin del dogmatismo y la aparición progresiva de la modernidad
crítica. El resquebrajamiento del dogmatismo en la última parte del
siglo XX ha ido abriéndose paso poco a poco (como ocurre siempre con
las nuevas corrientes de pensamiento). Pero todavía no ha llegado a
todos, ya que muchos siguen en el dogmatismo teísta o en el dogmatismo
ateo de otros tiempos. No obstante, el tránsito desde una cultura
dogmática a una cultura de la incertidumbre ha sido inevitable. Durante
siglos, cuando el “problema de Dios” se planteaba en términos de una
contraposición entre un teísmo dogmático y un ateísmo dogmático, fue
muy difícil el diálogo y el mutuo respeto entre teísmo y ateísmo. Es lo
que ha pasado en los últimos siglos. Ahora bien, esta nueva cultura
moderna de la incertidumbre –nacida de la modernidad crítica– ha
transformado la situación y ha tenido como consecuencia inmediata hacer
posible una nueva forma de entender tanto el teísmo como el ateísmo en
la nueva cultura. Las dudas y fisuras en el interior del ámbito de
quienes eran hasta hace poco dogmáticos han ido surgiendo sin pausa. En
la misma iglesia católica (que todavía no ha revocado oficialmente el
paradigma antiguo que era teocéntrico y teocrático) han aparecido
inseguridades en su dogmatismo y, para adaptarse al mundo moderno, ha
hecho matizaciones, tanto en el teocentrismo como en el teocratismo.
Además, muchos autores individuales se han distanciado explícitamente
del dogmatismo ancestral. Este resquebrajamiento de la firmeza del
dogmatismo se ha venido dando tanto en el teísmo como en el ateísmo. A
todo ello nos referiremos con mayor amplitud y matices a lo largo de
este ensayo.
Este cambio de perspectiva, de la modernidad dogmática a la modernidad
crítica, ha sido expuesto matizadamente en el Prólogo e Introducción a
este ensayo. En este nexo o capítulo introductorio recapitulamos
todavía la manera de pensar en el tiempo en que se veía a “Dios como
problema”, cuando la sociedad estaba todavía escindida en un dogmatismo
teísta y un dogmatismo ateo.
Pero, superada ya la cultura dogmática, en los tres capítulos
fundamentales que siguen, exponemos en detalle el teísmo crítico y el
ateísmo crítico en la nueva cultura de la incertidumbre. En el capítulo
primero estaca una cuestión crucial: por qué la ciencia en los dos
últimos tercios del siglo XX promueve una filosofía que ve el universo
como un enigma y al hombre sumido en incertidumbre, superándose con
ello el dogmatismo ancestral. En el capítulo segundo estudiaremos cómo
esta incertidumbre es la que permite entender el ateísmo, el teísmo y
las religiones como toma de posición ante la posibilidad de creer o no
creer en un Dios oculto/liberador. Por último, en el capítulo tercero,
explicaremos por qué el logos de la religión natural, o sea, el
universal religioso, permite entender la armonía del cristianismo con
el universo y con el movimiento religioso universal.
Pero para exponer la novedad del tránsito moderno a la cultura de la
incertidumbre, consideramos conveniente recapitular todavía aquí, por
última vez, lo que se abandona: la forma de la argumentación dogmática
ancestral de teísmo y ateísmo. En los capítulos siguientes matizaremos
cómo estos argumentos se transformaron por el enfoque de la modernidad
crítica.
El problema de Dios: la argumentación del teísmo religioso
Los argumentos clásicos a favor de la existencia de Dios y del sentido
de la religiosidad responden a unos rasgos generales que debemos
conocer. Durante el tiempo en que la cultura era dogmática –para el
teísmo y para el ateísmo– los argumentos tuvieron un evidente sesgo
dogmático. Estos argumentos, y en general la forma de pensar dogmática,
fue más o menos similar en todas las religiones. Más adelante, cuando
la modernidad dio el paso a la cultura de la incertidumbre, en la
modernidad crítica, los argumentos se reinterpretaron de una forma no
dogmática (no concluían en un conocimiento cierto, sino solo
verosímil). Esto pasó, al menos, en las religiones cristianas, en un
contacto más inmediato con la cultura moderna. Los argumentos clásicos
del teísmo dogmático son tres. Sobre ellos, como decíamos, volveremos
más adelante al producirse el cambio de la modernidad dogmática en
modernidad crítica.
A) Para el dogmatismo Dios es congruente con el universo, con la razón y con la ciencia
Para argumentar racionalmente a favor de lo religioso, las grandes
religiones han coincidido en parte, pero en parte han tenido también
sus enfoques propios. Las religiones defendieron durante siglos una
seguridad racional dogmática de la existencia de Dios como fondo
metafísico del universo. A esta seguridad no sólo contribuyó la razón,
sino también la seguridad de que tales religiones habían sido objeto de
una revelación o manifestación de Dios. Existía, pues, una seguridad
natural, pero también una seguridad “positiva” (la revelación). Pero
las religiones no dudaron en lo más mínimo sobre la patencia del hecho
de la existencia de Dios y esta seguridad se tradujo en sus filosofías,
teologías y en la forma de concebir la inserción teocrática de la
religión en la sociedad. Para ellas, la creencia en Dios fue congruente
con la razón filosófica que ofrecía una visión última del universo que
estaba además en armonía con los resultados del conocimiento en la
ciencia moderna. Así, las grandes religiones trataron siempre de
armonizar sus argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios
con los modernos resultados de las ciencias, naturales y humanas (por
ejemplo, en la escolástica católica, los llamados argumentos
metafísicos, las cinco vías tomistas, el argumento de contingencia en
Suárez, o las versiones modernas del tomismo transcendental).
El hombre religioso, por tanto, funda su seguridad de Dios en la razón
natural. Pero, además, en su revelación y manifestación en las
kratofanías (manifestación del poder) y en las hierofanías
(manifestación de lo Santo) propias de las religiones. Aunque sabe que
puede argumentar por la razón, con toda seguridad dogmática, la
existencia de Dios, sin embargo, sabe que Dios no es evidente a los
sentidos, aunque sea patente dogmáticamente a la razón humana. Sabe que
hay ateos que niegan la existencia de Dios. Pero su dogmatismo le
impide considerar que la no evidencia sensible de Dios permita poner en
cuestión su existencia (de la que, en su religión, tiene una seguridad
racional dogmática). El hecho de que haya ateos fue atribuido por el
dogmatismo teísta, bien a un error intelectual, bien a una disposición
moral, bien a una coordinación existencial de ambas cosas.
B) Para el dogmatismo Dios interesa al hombre y se transige con el drama de la historia
Otro aspecto esencial de la forma en que se nos presenta el hecho
religioso es que la religión interesa al hombre: es sin duda un
consuelo existencial ya que permite albergar la esperanza de que el
camino de salvación diseñado por Dios conduzca finalmente al
cumplimiento de la aspiración a la Vida, que es el motor de la
existencia humana individual y de la especie en su conjunto. Esta
necesidad psicológica de la religión fue siempre asumida por el
dogmatismo religioso. La religión además fue siempre, por lo general,
un factor de cohesión y una parte esencial de la organización social.
Decimos por lo general porque en ciertas circunstancias individuales y
sociales lo religioso fue de hecho causa de sufrimiento y de angustia
(como sucede en las patologías psicológicas) o de conflicto y violencia
social (en la represión religiosa o en las luchas religiosas). Pero en
la mayor parte de los casos la religión fue un potente consuelo
existencial y esto explica su inmensa presencia en la historia y su
persistencia en el presente. El psicoanálisis de Freud reconoce, en
efecto, que la religión (aunque sea vista como una ilusión) es vivida
como un factor existencial de profundo consuelo (vivir religiosamente,
para Freud, es hacerlo según el principio del placer). Si la religión
no hubiera sido, y siguiera siendo, un profundo factor de consuelo para
la existencia, sería muy difícil explicar su persistencia histórica, en
el pasado y en la actualidad.
Para la metafísica teísta aparecida en la historia no sólo es que Dios
exista con absoluta seguridad dogmática, sino que el potencial consuelo
de la religión es tan grande que el hombre religioso transige con todo
aquello que pudiera distanciarlo de Dios. Así, pasa por encima del
hecho decepcionante de que el Dios creador, si efectivamente es
responsable del universo, haya creado un mundo dramático de
sufrimiento, personal y colectivo. ¿Es posible creer en un Dios
responsable del sufrimiento y de la perversidad? No se puede dudar de
la seguridad dogmática de que Dios existe. Por ello, el hombre
religioso acepta lo que pasa (que el mundo sea como es) porque, en
alguna manera, forma parte del plan de salvación de Dios, que en alguna
manera debe admitirse porque no cabe duda de que Dios efectivamente
existe. Podríamos decir que el hombre religioso concede un voto de
confianza a Dios y cree que el drama de la historia sucede porque para
Dios es parte de un plan que, en último término, juega a favor del
hombre y de su salvación. El hombre religioso, instalado dogmáticamente
en Dios, no puede sino transigir siempre con Dios a pesar del
dramatismo del sufrimiento, confiando en que, a pesar de todo, el drama
de la historia tiene un sentido.
C) Para el dogmatismo Dios está en la religiosidad interior, a pesar de la religión social
Por último, debemos observar que el hecho religioso incluye la religión
como forma de organización social de la religiosidad, que produce las
teologías, los ritos, simbolismos, reglas sociales, etc. (o sea, la
religión en las diferentes tradiciones históricas de los pueblos), pero
también incluye la pura experiencia religiosa. No es lo mismo religión
que experiencia religiosa. Es verdad que la experiencia religiosa se ha
vivido por lo general dentro del marco conceptual y social de las
religiones. Pero no siempre. Hay quienes tienen experiencia religiosa,
pero se distancian de las religiones sociales. En nuestro tiempo, las
religiones han entrado en crisis, ciertamente, pero hay quienes, aun
abandonando la religión social, permanecen todavía fieles a sus
experiencias religiosas internas. Podría darse también el caso de
quienes se han refugiado en un puro teísmo racional en que apenas se
manifiesta el compromiso personal con una experiencia religiosa.
Pues bien, el hombre religioso en el tiempo del dogmatismo se apoyó
también en ambas cosas, tanto en la experiencia religiosa como en las
religiones, para argumentar que la religiosidad responde a una
existencia real de Dios. Para él, tanto su misteriosa experiencia
religiosa interna como el hecho de las religiones organizadas
socialmente en su cultura son un signo de la presencia real de ese Dios
que se manifiesta con toda seguridad dogmática por la razón en la
naturaleza y al que se le da el voto de confianza de asumir que el
drama de la historia tenga sentido en un plan de salvación diseñado a
favor del hombre. El hombre se siente justificado ante Dios por la
sinceridad de su experiencia religiosa interior. Por tanto, la
experiencia religiosa es metafísica, misteriosa o mística, subjetiva y
difícilmente inteligible para quienes no la tienen. Quizá esta
experiencia sea un error, una ilusión (así piensan quienes defienden
una metafísica atea). Pero, en todo caso, la religiosidad es un hecho
subjetivo que está presente en la historia como muestra la
impresionante tradición mística de todas las grandes religiones.
Además, las religiones aparecidas en la historia, que fueron dogmáticas
en la seguridad de lo divino, tuvieron en la experiencia religiosa la
gran confirmación subjetiva de la existencia y de la presencia de Dios.
Sin embargo, las religiones establecidas, en efecto, por su larga
permanencia en la historia, por lo común y en mayor o menor grado, se
han corrompido, han buscado parcelas de poder y dominio social, no han
aplicado aquellos principios religiosos y éticos que predicaban, y los
clérigos han producido todo tipo de perversidades, desmanes morales,
políticos y económicos. Dado el enorme poder social de las religiones,
individuos perversos de todos los tiempos las han usado como medio para
conseguir fines deshonestos. Pero las religiones, aun con todos sus
defectos, han sido vistas también por el hombre religioso como un signo
de la fuerza de la experiencia religiosa y de la presencia de Dios en
la historia humana.
El sesgo dogmático del teísmo y el silencio-de-Dios. Mientras la
cultura estuvo caracterizada por el dogmatismo (certeza absoluta de la
existencia de Dios) no era posible –como consecuencia del mismo
dogmatismo– entender el silencio-de-Dios en toda su fuerza real, ya que
Dios, en último término, se había manifestado inequívoca e
incuestionablemente por la razón natural y por la religión positiva
(revelación). Esta seguridad absoluta de la existencia de Dios hacía
que no pudiera ser puesta en cuestión ni por la ausencia de Dios en la
experiencia inmediata del universo, ni por la existencia del drama de
la historia, del sufrimiento y de la perversidad humana, ni por los
rasgos “perversos” presentes en la historia de las religiones. Lo
determinante para la razón era que Dios existía, fuera de toda duda,
manifestándose en la experiencia religiosa personal y social. Cuando se
hablaba del silencio-de-Dios se constataba el dolor de que a Dios no se
lo podía ver inmediatamente y el dolor de que debían asumirse paso a
paso todos los momentos del drama de la historia. Pero este
silencio-de-Dios, que exigía una resignación ascética a sus planes, no
ponía nunca en duda la seguridad de la patencia de Dios en el universo
y en la historia.
Esta sensación de patencia absoluta de Dios se ha impuesto de hecho,
artificial e ilusoriamente, en la experiencia religiosa de fieles de
las grandes religiones, implantadas en culturas que fueron teocéntricas
(y teocráticas) en su totalidad. De ahí la dificultad que cabe atribuir
a los hombres de esas culturas para entender con rapidez las tesis que
mantenemos en este ensayo (en definitiva, la tesis de la experiencia
humana crucial del silencio-de-Dios). Tesis que, sin embargo, ya
entendidas, les ayudarán a comprender con mayor profundidad el sentido
de su experiencia religiosa, su armonía con el universo y con la
cultura ambiente.
El problema de Dios: la argumentación del ateísmo arreligioso
Durante muchos siglos, la casi totalidad de la historia, las sociedades
humanas fueron teocéntricas y, en consecuencia, también teocráticas.
Respondían a la forma de entender que acabamos de explicar. La inercia
histórica del teísmo dogmático fue tan grande que incluso hoy
observamos con fuerza su presencia social, sobre todo en la
religiosidad popular. Este teocentrismo social enmascaró la inevitable
experiencia profunda de un Dios ausente del universo (por su silencio
ante el conocimiento) y de la historia (por su silencio ante el
sufrimiento). Pero el hecho es que el nuevo movimiento ideológico de la
modernidad fue poniendo en duda poco a poco, más y más, el teocentrismo
filosófico-teológico y el teocratismo socio- político. Esta nueva
manera de pensar, en un tiempo en que el dogmatismo era la forma
habitual de pensar en la cultura, dio origen al dogmatismo ateo de la
modernidad, que duró hasta la aparición de la modernidad crítica en los
dos últimos tercios del siglo XX. Hay que entender lo que este
dogmatismo ateo significó, su manera de sentir y juzgar lo religioso,
tal como llega a nuestros días con una extensión social no despreciable.
Pero, ¿por qué aparecieron el ateísmo, el agnosticismo y la
indiferencia metafísica en la modernidad, desde el siglo XVI, después
de tantos siglos de consenso social en las metafísicas religiosas? Los
argumentos para apoyar la vida atea y arreligiosa son simétricos a los
que apoyan el teísmo, pero en sentido contrario: la razón impone un
mundo sin Dios; el drama de la historia no hace admisible a Dios; el
caos social y la perversidad de las religiones, y de los hombres
religiosos, no es signo de Dios, sino lo contrario. Junto a los
argumentos positivos, el ateísmo mostró también un inmenso cansancio de
siglos y siglos en que la religión había sido un poder opresor,
dogmático y agobiante. Gran parte de la sociedad, la más intelectual,
tenía un inmenso deseo de emancipación frente a lo religioso. ¿Cuáles
fueron, por tanto, los argumentos dogmáticos de la alternativa atea,
arreligiosa, de la modernidad?
A) Es posible explicar racional, filosófica y científicamente, el universo sin Dios
Lo más importante fue que la ciencia y la filosofía moderna (en gran
parte fundada en los resultados de la ciencia) permitieron concebir una
explicación del universo, de la vida, del hombre y de la historia, sin
referencia a Dios. En el mundo antiguo las filosofías y las teologías
de las religiones (así el cristianismo) argumentaban que la razón
humana imponía el reconocimiento de la existencia inequívoca de Dios.
Era una seguridad dogmática. No había alternativa. Sin embargo, la
filosofía moderna, argumentando sobre datos y teorías de la ciencia,
construyó poco a poco nuevas explicaciones racionales de la existencia
del universo, y de todos sus contenidos, sin necesidad de recurrir a
postular la existencia de Dios. Esta explicación teórica de un posible
universo sin Dios, o la misma consideración incluso de que debía ser
así dogmáticamente fue el fundamento del ateísmo moderno. Los ateísmos
siempre se han fundado racionalmente en la ciencia y en la filosofía.
Sin argumentar que el universo, la materia, la vida, el hombre y la
historia, pueden ser entendidos y explicados sin referencia a Dios, no
sería viable la alternativa arreligiosa a la religión.
Al dogmatismo teísta antiguo, esta alternativa metafísica moderna le
opuso un dogmatismo ateo, también instalado en la absoluta seguridad
subjetiva de su propia verdad, fundada en la razón de la ciencia y de
la filosofía. Así, un dogmatismo quedó contrapuesto a otro dogmatismo.
La modernidad fue durante siglos un enfrentamiento entre dos visiones
dogmáticas del universo. El ateísmo argumenta, pues, que la existencia
real del universo se justifica porque la razón muestra que es
autosuficiente en el tiempo, existiendo eternamente y con necesidad.
Este universo eterno está constituido por una materia cuya evolución y
propiedades internas explican suficientemente no sólo la formación del
orden físico y biológico, la vida, sino también la emergencia de la
conciencia animal y humana, especialmente la razón y las emociones
humanas. Este hombre, cuyo origen conoce la ciencia dentro de la
evolución de un universo eterno, es el que ha producido la historia
humana en toda su amplitud: las sociedades con sus características
políticas y económicas, la ciencia, la filosofía, la religión, las
tecnologías, el arte, la literatura, la reflexión sobre lo metafísico.
La imagen, pues, de un universo autosuficiente, sin Dios, fundada en la
ciencia y en la filosofía, fue en los últimos siglos punto de partida,
el presupuesto más básico, de la alternativa metafísica atea al teísmo
tradicional. Si la cuestión de si existe Dios o no existe pudiera
dilucidarse por el ejercicio de la razón, todo estaría resuelto y el
universo no sería un misterio. Es lo que afirma el ateísmo: que está
resuelto en un sentido ateo, sin Dios.
B) No es posible un Dios responsable del sufrimiento y del drama de la historia
La ciencia y la razón mostraban que no había razones para admitir que
Dios existiera. Pero, ¿había algún otro indicio de que pudiera existir?
La vida humana era un mar de sufrimiento. La aspiración a vivir entraba
en contraste con la penosa experiencia de indigencia fáctica y el
dramatismo de la existencia humana. Si Dios era autor de la creación
había creado un mundo de sufrimiento y de perversidad, un mundo que
imponía al hombre y a la especie humana la dolorosa indigencia
existencial. Dios había creado el Mal de una naturaleza ciega. ¿Tenía
sentido que un Dios benevolente fuera responsable del drama de la
historia? Ciertamente, la experiencia de un mundo mal hecho, causa del
sufrimiento y del caos de la historia, no parecía poder atribuírsele a
un Dios responsable del Mal que, en caso de existir, parece que debiera
haber creado algún otro tipo de universo. Las religiones hablaban de un
Dios bueno, pero el caos del sufrimiento universal no era compatible
con esta benevolencia. ¿Tenía sentido pensar que Dios existía? ¿Tenía
sentido imaginar a un Dios que crea una naturaleza ciega que produce
enormes sufrimientos a la humanidad? ¿Tenía sentido afirmar a un Dios
en sorprendente silencio ante el drama de la historia humana, personal
y colectiva?
El Mal fue así para el ateísmo moderno una razón que acudió en apoyo de
la tesis de un universo puramente mundano, sin Dios. El Mal producido
por una naturaleza ciega, el desorden del mundo, el sufrimiento y el
drama de la historia, personal y colectiva, creaban un malestar
profundo del hombre ante Dios. Esto impulsaba sin duda a olvidar a Dios
y a vivir una vida sin religión. El ateísmo dogmático, nacido de una
consideración racional, científica y filosófica, del universo, quedaba,
por lo tanto, confirmado porque en la historia natural y humana no
podían recogerse indicios de que existiera una Divinidad benevolente.
Dios era incompatible con el drama de la historia, por el sufrimiento
ciego y por la perversidad humana. El universo era un proceso ciego y
cruel que generaba el sufrimiento (enfermedades, terremotos,
catástrofes y por último la muerte). La perversidad de la actuación del
hombre en la historia – producida también por esa naturaleza ciega– era
tan grande que conllevaba inmensos sufrimientos a los hombres
(violencia, explotación, dominio, injusticia, odio). La perversidad de
la religión era sólo un caso de la perversidad general de la historia.
¿Tenía sentido pensar que un Dios benevolente había creado un mundo
dominado por el drama de la historia, por el sufrimiento y por la
perversidad humana?
C) El deseo de emancipación frente a religiones opresivas mueve a rechazar a Dios
Junto a la posibilidad racional de explicar el universo sin Dios, la
modernidad permitió también el nacimiento de una crítica social a las
religiones, nacida del nuevo contexto social, político, científico y
filosófico de la cultura moderna. Durante siglos, e incluso miles de
años, las religiones dominaron de hecho la sociedad, incluso en sus
aspectos políticos, y por descontado se impuso un pensamiento religioso
dogmático del que apenas se podía disentir. Muchos de los “perversos”
que querían medrar sabían que debían hacerlo controlando desde dentro
las religiones dominantes. Por ello, a medida que la imagen racional
del mundo moderno, en la ciencia y en la filosofía, fue distanciándose
de la imagen dogmática que se pretendía imponer desde aquellas
instancias religiosas antiguas, fue produciéndose el apasionado proceso
moderno de emancipación social frente a las religiones establecidas.
Una visión del universo no religiosa era entonces posible y, con este
apoyo, podía iniciarse el proceso de emancipación de una religión
molesta y opresiva. Por tanto, aquella religión en que los clérigos
fundaban su opresión no era la única posibilidad de entender el
universo. La visión del universo, en que aquellos clérigos molestos y
dogmáticos fundaban su sistema opresivo, no era obvia y podían
oponérsele alternativas racionales, también igualmente dogmáticas y
seguras de sí mismas. Era el dogmatismo ateo.
No cabe duda de que el ateísmo moderno prosperó como crítica de una
religión opresiva y presentó altas dosis de anticlericalismo. Pero esta
crítica religiosa y anticlerical, que iba dirigida primordialmente
contra las religiones como formas de opresión social y dominio
político, llevó consigo el impulso a rechazar la idea de Dios como
fundamento del universo. Dios era el fundamento de las religiones y, en
definitiva, Dios justificaba aquellas religiones tan molestas. El
ateísmo dogmático, que se fundaba principalmente en la razón científica
y filosófica, pudo confirmar su seguridad atea al constatar todo lo
inicuo y perverso que se había producido en la realidad social de las
religiones a lo largo de toda la historia. Un Dios real, si existiera,
¿hubiera permitido este caos social y perversidad de la religión? ¿Cómo
explicar los excesos, el caos, el deseo de dominio, la inmoralidad, la
perversidad, la violencia y los enfrentamientos interreligiosos,
incluso las guerras, que, entre otras cosas, se habían manifestado y se
seguían manifestando todavía en las religiones? Estas emociones
intensamente vividas fueron causa de un inmenso anticlericalismo.
De una u otra manera, con mayor o menor profundidad, estos fueron
siempre los argumentos racionales que, en los últimos siglos de
modernidad y en el presente, fundaron el ateísmo, el agnosticismo y la
indiferencia religiosa popular. Son paralelos a los argumentos del
teísmo, pero en sentido contrario. Primero, se establece que el
universo puede ser racionalmente explicado sin Dios, en la ciencia y en
la filosofía. Segundo, el drama de la historia, el Mal ciego, no es
compatible con la existencia de un Dios benevolente. Tercero, no es
posible pensar que las religiones sean indicio de la existencia de un
Dios real.
El escenario en la modernidad crítica: del dogmatismo a la incertidumbre
Durante siglos, el problema moderno de Dios –Dios como problema–
consistió en que a la exclusividad dominante de una cultura
teocéntrica, religiocéntrica y teocrática, se le comenzó a oponer la
alternativa moderna naciente del ateísmo arreligioso dogmático. Se
trató de una confrontación abierta, que duró siglos, entre dogmatismos:
el dogmatismo teísta religioso frente al dogmatismo ateo arreligioso.
La significación histórica de esta confrontación fue apuntada ya en el
Prólogo y en la Introducción a este ensayo. Ahora, en este capítulo
introductorio la hemos retomado para precisar algunos detalles.
Constituye el punto de partida y de referencia que da sentido a los
tres capítulos que siguen.
Sin embargo, la tesis que defendemos en este ensayo es que durante
siglos de cultura de la modernidad las circunstancias concurrentes
favorecían una manera de pensar dogmática. Por esto teísmo y ateísmo
fueron dogmáticos durante siglos. Pero en los dos últimos tercios del
siglo XX tuvieron lugar una serie de cambios que propiciaron el
tránsito desde una cultura dogmática antigua a una nueva cultura de la
incertidumbre. Se pasó de la modernidad dogmática a la modernidad
crítica. Al entrar en esta nueva cultura moderna, el problema de Dios
dejó de plantearse en términos de una discusión entre dogmatismos,
teísta y ateo, para entenderse como una deliberación racional y
existencial construida no desde la seguridad dogmática, sino desde la
incertidumbre. Pasó a ser una discusión en torno al silencio-de-Dios.
Es lo que hemos visto y seguiremos explicando.
Muchas personas se interesan hoy por estudiar las relaciones entre la
ciencia y la religión. En nuestra opinión, como exponemos en este
ensayo y en los tres capítulos que siguen, la Era de la Ciencia ha
tenido una consecuencia crucial para entender el teísmo y el ateísmo:
que los resultados objetivos de la ciencia en su imagen del universo,
de la materia, de la vida y del hombre en la modernidad crítica,
conducen a la filosofía a entender que el universo es un enigma y que
el hombre debe orientar su vida ante una inquietante incertidumbre
metafísica. En la cultura moderna – constituida por muchas dimensiones–
la ciencia ha sido el factor determinante que ha propiciado el tránsito
desde la cultura dogmática del pasado a la cultura moderna de la
incertidumbre.
El silencio-de-Dios en la cultura de la incertidumbre
Todo esto ha llevado a algo que constituye también una de las tesis
fundamentales que exponemos en este ensayo: que la cultura de la
incertidumbre ha permitido una nueva forma, más radical y profunda, de
sentir y entender el silencio-de-Dios, presente desde siempre en toda
experiencia humana. Para el teísmo dogmático antiguo, en efecto, Dios
se había manifestado en el universo con una certeza incuestionable
(absoluta o metafísica); por ello, el silencio divino, por el hecho de
que Dios no es una evidencia inmediata y por el hecho de que permite el
drama de la historia, no cuestionaba su existencia, ya que ésta estaba
“fuera de cuestión” y el hombre debía aceptar en todo caso la voluntad
divina. Por otra parte, para el ateísmo arreligioso, era claro que no
tenía sentido hablar del silencio-de-Dios porque Dios, simplemente, no
existía, tal como mostraban los argumentos antes expuestos.
En cambio, en la cultura moderna de la incertidumbre, el teísmo sabe
que existen numerosos argumentos, construibles por la razón natural,
que hacen la existencia de Dios verosímil. Pero el teísmo crítico sabe
que, en último término, es posible que la razón natural construya una
hipótesis sin Dios. Por ello, en caso de existir, Dios ha creado un
universo en que no se ha manifestado con absoluta certeza y evidencia.
Por tanto, permanece en silencio. Por consiguiente, para el teísmo,
Dios, en último término, “podría no existir”. Igualmente el ateísmo
cree en la mayor verosimilitud de que Dios no exista, y explica el
universo sin Dios. Pero el ateísmo crítico sabe también que Dios
“podría existir”. Por ello, un posible Dios, para el ateísmo, si
existiera, estaría también en silencio.
¿Qué significa pues la Era de la Ciencia para el entendimiento moderno
del teísmo, del ateísmo, de las religiones y del cristianismo? Todo es
muy sencillo y no tiene objeto “marear la perdiz” inútilmente. La Era
de la Ciencia ha propiciado el giro hacia la conciencia del enigma y la
incertidumbre. Esta hace ver el universo como ámbito del
silencio-de-Dios. El ateísmo no cree que este tenga sentido. El teísmo,
en cambio, cree que podría tener un sentido y acepta un Dios oculto y
en silencio. A su vez, este universal religioso, presente en toda
religiosidad humana, es el que permite entender la significación
cósmica del Misterio de Cristo; significación que confirma que el Dios
creador es un Dios oculto/liberador (por la Cruz/Resurrección). Pero,
además, permite también entender la armonía entre el universal
religioso y el universal cristiano, es decir, la armonía profunda de
todas las religiones. Todo es así de sencillo. No hay vuelta de hoja.
Es muy difícil contraargumentar esta visión moderna de la cuestión de
Dios. ¿Es posible argumentar que existieron, y existen, el dogmatismo
teísta o ateo? Sin embargo, ¿es posible no ver que el hombre está
instalado en el enigma y en la incertidumbre? Si estamos en la
incertidumbre, ¿no es entonces que el posible Dios está en silencio? Si
es así, entonces, ¿no son el teísmo y el ateísmo una toma de posición
ante el silencio-de-Dios, es decir, ante el posible Dios
oculto/liberador? Ahora bien, si el logos de la religión natural es el
sentido del Dios oculto/liberador, ¿no es obvio entonces entender la
armonía del kerigma cristiano, la Voz del Dios de la Revelación, con la
Voz del Dios de la Creación que resplandece en el mundo moderno, es
decir, con el logos de un universo enigmático y con el logos del
universal religioso?
Los tres capítulos que siguen
En el primer capítulo abordaremos la gran cuestión básica que
constituye el punto de partida inevitable para la reflexión actual
sobre lo metafísico, sobre el teísmo y el ateísmo. Es la imagen del
universo, de la materia, de la vida y del hombre, en la ciencia
moderna, así como la filosofía o metafísica a que da lugar. El teísmo y
el ateísmo dogmáticos buscaban su fundamentación en la ciencia. Pero la
ciencia en el tiempo de la modernidad crítica no avala el dogmatismo
sino la imagen de un universo enigmático que sitúa al hombre en una
incertidumbre metafísica. Hasta ahora hemos hablado del tránsito desde
el dogmatismo a la incertidumbre, pero no hemos argumentado en detalle
por qué los resultados de la imagen moderna del universo en la ciencia
no conducen a un dogmatismo teísta o ateo, sino a la imagen de un
universo enigmático que nos instala en la incertidumbre. ¿Qué es lo que
realmente dice la ciencia en los últimos ochenta años de modernidad
crítica?
En el segundo capítulo estudiaremos las dimensiones del
silencio-de-Dios en esta cultura del enigma y de la incertidumbre: el
silencio- de-Dios ante el conocimiento humano por el enigma del
universo y el silencio-de-Dios ante el drama de la historia por el
sufrimiento personal y colectivo, y por la perversidad humana. Como
veremos, tanto ateísmo como teísmo son una toma de posición argumentada
ante la cuestión crucial del silencio-de-Dios. Explicaremos la
naturaleza de la religión natural (aquella que el hombre puede
construir por sus medios naturales, ante todo por las emociones y por
la razón). Toda religión natural, toda actitud religiosa del hombre
ante Dios, se presentará necesariamente mediada por un voto de
confianza a Dios, creyendo en la existencia de un Dios oculto y
liberador. Creer y confiar, a pesar de su lejanía y de su silencio, en
un Dios oculto y liberador será el logos, o razón interna profunda, que
hace posible toda religiosidad natural. Este logos o sentido profundo
es lo que llamaremos el universal religioso.
En el tercer capítulo la cuestión central será la naturaleza del
cristianismo como religión. Tal como expondremos, siguiendo con rigor
el contenido del kerigma cristiano, la imagen de Dios, del universo y
del hombre, en el cristianismo presenta una gran armonía con la imagen
del universo que conocemos por la razón natural. La Voz del Dios de la
Creación se muestra en profunda armonía con la Voz del Dios de la
Revelación. Es la armonía entre el universal religioso y el universal
cristiano. El logos del universal religioso, en efecto, será armónico
con el logos del universal cristiano contenido en la esencia del
cristianismo: la revelación del plan de Dios para la salvación de los
hombres en el Misterio de Cristo, el misterio de su ocultamiento en la
cruz y el misterio de su futura liberación de la historia por la
resurrección.
En el mundo moderno, en el universo de la libertad humana, ateísmo y
teísmo son posibles y deben respetarse. Pero son posibles como una toma
de posición ante la cuestión crucial del silencio-de- Dios. Es decir,
en el fondo suponen creer o no creer en un Dios oculto y liberador, es
decir, creer implícitamente en el Misterio de Cristo, creer en el
Misterio de la Cruz y en el Misterio de la Resurrección. Pero estos
conocimientos son sólo el marco de clarividencia que nos permite
dominar la perplejidad. No implican o conducen necesariamente a una
sola decisión metafísica sobre el sentido de nuestra existencia, que
vendría impuesta por la naturaleza. El hombre es libre para configurar
creativamente su imagen de lo metafísico. Por ello concluiremos
reflexionando sobre qué significa elegir con competencia intelectual un
camino metafísico u otro y sobre las razones que, en cada caso, lo
avalan.
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