El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá

Capítulo segundo. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador

JAVIER MONSERRAT






La incertidumbre nace de la precariedad misma del conocimiento, presente en la ciencia. Nos impone tener que decidirnos entre hipótesis verosímiles. Pero la inevitable incertidumbre no excusa deber afrontar la toma de posición personal y libre ante lo metafísico: ser teístas o ateos, ser creyentes o increyentes, agnósticos o indiferentes. Por ello, tanto teísmo como ateísmo deben aprender a construir sus argumentos admitiendo que son precarios y contando con el hecho de la incertidumbre metafísica que la realidad impone. Esto quiere decir que la cultura occidental lleva hoy a una nueva manera de entender, tanto el teísmo como el ateísmo. Debemos decidir y es inevitable afrontar un compromiso. ¿De qué depende la decisión? ¿Cuáles son los factores que influyen en ella? La clara conciencia de que la incertidumbre, en nuestra época crítica e ilustrada, es inevitable, hace que todos los argumentos y las valoraciones a favor o en contra de un teísmo o ateísmo dogmático, deban superarse y reinterpretarse en el marco de la incertidumbre. Es ésta la que induce a entender, para teístas y ateos, que el posible Dios, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio en el universo. Es la apertura definida al hecho del silencio-de-Dios. Por ello, ser teísta o ateo depende de dos hechos cruciales (porque deciden la actitud metafísica), hechos que nacen de la incertidumbre misma: el silencio-de-Dios por el enigma del conocimiento del universo y el silencio-de- Dios por el enigma del drama de la historia. Por ello, no puede sino admitirse que el Dios real, de existir, está oculto y en silencio. Es decir, ser teísta o ateo, en último término, depende de creer o no creer en un Dios oculto y liberador. El hombre universal, todo hombre, está abierto a este Dios misterioso, que podría estar oculto pero podría querer una relación liberadora con el hombre. Esto explica la esencia de la actitud religiosa de todo hombre, bien sea creyente o increyente. Toda religión, lo universal religioso, la religiosidad o religión universal supone un universal religioso, presente en las grandes religiones de la historia. Todo hombre es religioso, o no lo es, porque admite, o no admite, el universal religioso.


Por consiguiente, el compromiso metafísico ante el más allá es inevitable y debemos afrontarlo de una forma u otra en la cultura de la incertidumbre, ¿cómo orientar el sentido de la vida ante lo metafísico? ¿Debemos vivir con Dios o sin Dios nuestra existencia en el mundo? ¿Cuál es la metafísica correcta que debemos asumir? Estas preguntas afloran en la conciencia existencial de todo hombre, bien de forma plenamente reflexiva, por la ciencia y por la filosofía, bien en la intuición ordinaria que se impone en el curso mismo de la vida. Estas preguntas pueden responderse siguiendo un discurso racional que se hace posible por las circunstancias nuevas que acompañan a la cultura de la incertidumbre, siguiendo el curso de la ciencia moderna y de la filosofía en ella fundada. Pero todo hombre en el mundo, aun sin ser un científico o un filósofo intuye el enigma del universo en que no vemos a Dios y en que estamos viviendo el drama de la historia. Desde la incertidumbre todo hombre debe decidir qué hace con su vida y qué actitud toma ante lo último, ante lo metafísico, ante el más allá. Estas cuestiones han sido anticipadas en el Prólogo y en la Introducción, y ahora entraremos en ellas con mayor profundidad.



El hombre en el universo, abierto a una inquietante dimensión metafísica


El hecho crucial que hace entrar en la modernidad crítica ha sido, pues, la cultura de la incertidumbre. Es lo que hay, debemos admitirlo sin titubeo y reconocer que todos estamos afectados por ella. Los intelectuales y la gente sencilla, todos estamos envueltos en la incertidumbre propia de nuestro tiempo. El hombre en el universo, el hombre universal, situado en la incertidumbre, es el punto de partida para el análisis de la cuestión metafísica en el mundo moderno.


El hombre universal, protagonista radical de la inquietud metafísica


¿Qué entendemos aquí por hombre universal? Sería el hombre con aquellas características y propiedades comunes que afectan igualmente a todo hombre en el mundo. Así, los caracteres antropológicos (propios del hombre) atribuibles al ser humano en la naturaleza –su naturaleza y sus facultades– definirían lo que es el hombre universal. Habría otros rasgos que serían humanos, pero que no pertenecerían necesariamente a todo hombre: así, en principio, ser ateo o creyente, cristiano, islámico, hinduista o budista, médico o ingeniero, europeo o asiático, definiría ciertos rasgos especiales que no serían propios de todos, sino de una “clase” de hombres. Descendiendo hacia lo más y más especial, llegaríamos hasta el nivel de la individualidad en que cada individuo tendría, además de lo universal y lo especial compartido, sus rasgos propios e intransferibles, definitorios de su idiosincrasia individual. Hemos distinguido, pues, entre el hombre universal (propio de todo hombre), el especial (una clase de hombres) y el individual (propio de uno).


Es siempre el hombre universal quien produce las formas especiales de existencia. Así, es el hombre universal el que comienza a crear las religiones en la prehistoria. Poco a poco, en unas regiones y en otras, irán apareciendo las diversas religiones, cada una de ellas con sus historicismos propios (reglas, creencias, rituales, teologías, etc.). Es también el hombre universal el que configura su existencia como atea y el que lleva la vida individual a los rasgos individuales intransferibles de cada biografía. Todo tiene su origen en el hombre universal, pero este produce clases especiales de hombres e individuos con una biografía personal e intransferible.


El hombre universal y la inquietud metafísica. ¿Quién es pues el hombre universal? Es aquel constituido en los caracteres más básicos –generales, universales– de su ser en el mundo. Es la experiencia de un cuerpo y de sus facultades básicas, de un ser psíquico, de una mente racional que construye las inferencias básicas de todo hombre, de una sensación perceptiva del mundo por los sentidos, de la vivencia de ser una conciencia integrada y un sujeto psíquico, de un impulso a la vida, de la conciencia de la responsabilidad de afrontar por esfuerzo personal la tarea de vivir y conseguir la satisfacción vital, de la pertenencia a una especie y a una sociedad... Todo eso es universal, en principio, y constituye al hombre en el mundo.


Pero incluso el hombre universal llega a ser especializado e individualizado. Lo es en el curso de la vida: cada uno tiene su cuerpo propio, sus sentidos, su experiencia del mundo, su mente y su conciencia como sujeto, sus intereses y valores propios, su forma de afrontar la responsabilidad de vivir en un marco especial de la sociedad y de las decisiones individuales... Así, el hombre vive su condición de hombre universal de una forma especial e individualizada. Todos tienen una experiencia especial, e incluso individualizada, del mundo, aunque todos los seres humanos tienen universalmente un “mundo”. Cada uno tiene su estructura psíquica y su razón, en un ámbito especial e individual, pero todos tienen un psiquismo y una razón. En un solo hombre conviven lo universal, lo especial y lo individual.


Pues bien, quien hace surgir la inquietud metafísica es el hombre universal. La constitución de la especie humana en apertura a un mundo, las apetencias vitales, el uso básico de la razón... imponen siempre a todos, universalmente, la inquietud ante el mundo circundante porque debe sobrevivirse en él inmediatamente; pero imponen también a todos la inquietud metafísica ante el más allá, el fondo último metafísico del universo en que se está existiendo. Se trata de una inquietud porque el más allá es confuso, oscuro, borroso. Lo último, lo que está más allá al final del camino, ¿es un ser, o son unos seres personales, que dominan en alguna manera la naturaleza? ¿Es un fondo último sin “dioses”, un puro mundo impersonal? La respuesta es incierta, borrosa, y, por ello, en todo hombre, en el hombre universal, se produce una inevitable inquietud metafísica. Así, por la razón universal, el hombre sabe que no solo depende de lo inmediato, sino también de lo que constituye la verdad metafísica última, el más allá del universo. La inquietud metafísica es la inquietud ante el enigma del universo, la borrosidad del final, la penosa inquietud de estar andando un camino en la oscuridad.


Pero hay algo que debe entenderse con precisión. La inquietud metafísica es, en efecto, universal. Pero, como antes decíamos, lo universal es vivido siempre de una forma especial e incluso individual. La inquietud metafísica de todo hombre es vivida por cada uno especial e individualmente. Además, las respuestas dadas a la inquietud metafísica son también especiales y, más en concreto, singulares e individuales. El teísmo, la religiosidad, las religiones, el ateísmo, el agnosticismo, el indiferentismo, son respuestas individuales que pueden encuadrarse quizá en algunas clases especiales (por ejemplo, para los miembros de una religión que defienden un credo común). Pero nunca habría respuestas individuales diferenciadas si no surgieran de una previa inquietud metafísica universal que afecta a todos los hombres sin excepción.


Universo y hombre, ¿están diseñados para la religiosidad? Hagamos el supuesto de que existe un Dios que ha diseñado el universo para que le fuera posible al hombre relacionarse con Él y ser religioso (en este supuesto hipotético pueden situarse creyentes e increyentes). Supongamos también que Dios hubiera diseñado el universo para que el hombre libremente pudiera asumir, o no, esta relación con Dios. Entonces cabría pensar que las condiciones que harían posible esta relación con Dios deberían ser universales, ya que Dios debería hacer posible la religiosidad a todos los hombres, sin excluir a nadie. Por ello, aquellos factores que hicieran posible la religiosidad debieran pertenecer al hombre universal, creando las condiciones antropológicas universales para el acceso a lo metafísico y a la religiosidad, similares en todos los hombres. Así, teísmo, religiosidad, religiones, ateísmo, agnosticismo, indiferencia metafísica o religiosa, serían respuestas especiales (de “clase”) – además siempre individualizadas en cada biografía– a una inquietud metafísica de fondo que pertenecería al hombre universal.


Hombre universal, universal religioso, universal cristiano. Hemos introducido aquí el término hombre universal, pero en el Prólogo y en la Introducción, hablamos ya de universal religioso y de universal cristiano. Es claro que deberemos ahora explicar la diferencia y la interconexión entre estos relevantes términos. El término más universal es el de hombre universal, entendido tal como acabamos de exponer. El hombre universal incluye la inquietud metafísica que también es universal y que abre ya a un oscuro más allá que pudiera ser con-Dios o sin-Dios. A esto nos referiremos más adelante.


Pero, si hablamos de universal religioso, estamos ya dentro de una respuesta especial a la inquietud metafísica del hombre universal. También podríamos hablar, simétricamente, del universal arreligioso. Puede haber respuestas a la inquietud metafísica que sean religiosas (cuyas contenido universal sería el universal religioso) y que no sean religiosas (cuyo contenido universal sería el universal arreligioso). Por tanto, si hablamos del universal religioso nos estamos refiriendo obviamente a una universalidad que incluye sólo las respuestas religiosas. Además, hemos mencionado también el término universal cristiano. Este término podría querer sólo nombrar aquel contenido universal común a toda religiosidad cristiana (lo que todos los cristianos tienen en común). Pero podría también querer significar que el universal religioso está contenido en lo cristiano o, en otras palabras, que el contenido del universal religioso está presente en el cristianismo. Es lo que hemos explicado en el Prólogo y en la Introducción, y seguiremos explicando aquí con mayor profundidad. En el mismo sentido también podríamos hablar de universal hinduista en el sentido de que hay algo hinduista que estaría dentro del universal religioso o, simplemente, que el universal religioso estaría dentro de la religión hinduista. En principio, según vimos, el universal religioso es algo que está dentro de toda religiosidad y de toda religión, siendo por ello mismo universal.


En la explicación que sigue –así como también en el capítulo tercero sobre la religión cristiana– deberemos pues aprender a distinguir con precisión entre hombre universal, universal religioso y universal cristiano (y términos similares como pudiera ser universal hinduista). En todo caso, cabe observar que la gran inquietud metafísica tiene siempre relación con lo universal, con lo que afecta a todos los hombres, forma parte de la condición humana y de su posible teísmo o ateísmo, religiosidad o arreligiosidad. Pensemos que la mayor parte de los seres humanos no han conocido el cristianismo (lo mismo puede decirse de otras religiones, como el hinduismo, ignoradas también por la mayoría). Por tanto, el diseño hecho por Dios para su relación del hombre, si quiere estar abierto a la libertad de todos los hombres, sin exclusión, no puede depender de lo particular, de conocer una u otra religión especial, con sus historicismos propios, sino que debe de tener una relación con lo universal, bien sea hombre universal, universal religioso, universal cristiano, o universal hinduista.


En este capítulo segundo hablaremos precisamente de lo universal, de los factores humanos universales que abren a la inquietud metafísica y a las posibles respuestas en teísmo, religiosidad, religiones, ateísmo, agnosticismo e indiferencia metafísica y religiosa. Mostraremos cómo en este contexto universal nace no sólo la posibilidad del ateísmo, sino también la posibilidad de las religiones y por qué constituye la esencia profunda de las grandes religiones de la historia. Igualmente, en el capítulo tercero, veremos cómo y por qué la naturaleza del cristianismo lo sitúa en el marco de la religión universal.


La penosa carga emocional de la incertidumbre metafísica: la inquietud metafísica universal


No cabe duda de que el esfuerzo por vivir ha sido siempre sufriente. En los animales y en el hombre. La evolución llega a perfeccionar la vida por el paso de un estado a otro y por la muerte de lo envejecido. El dolor, el sufrimiento y la experiencia final de la muerte de los seres queridos y de uno mismo, han estado siempre presentes, ya desde el hombre prehistórico. Por ello, ante la dureza de los hechos que sobrevienen a toda biografía, la dureza de una existencia fáctica dolorosamente indigente, es lógico que los seres humanos orientaran su razón y sus emociones hacia la última salida para hallar la plenitud de la vida: la enigmática y misteriosa dimensión metafísica del universo. No sólo interesaba lo inmediato, sino también lo que estaba más allá. La precariedad del tiempo de vida hizo volver pronto la mirada hacia lo metafísico: ¿no podría ser que aquel misterioso universo –con la Tierra como hermoso y dramático escenario de la vida– tuviera su origen y fundamento en un Ser Personal, o seres personales divinos, o que dependiera en alguna manera de ellos, de tal manera que el hombre pudiera hallar en esos seres, no inmediatamente visibles, su ayuda, e incluso la salvación final, para conseguir la vida? Todo esto es lógico, congruente con las condiciones de vida. La inquietud humana en torno al propio hombre se convirtió pronto en una inquietud metafísica ante el enigma del más allá. Esto es tan congruente que precisamente es lo que de hecho aconteció realmente, tal como la historia, y la historia de las religiones, muestran inequívocamente. Como veremos, la inquietud metafísica pertenece al hombre universal.


No conocemos a ciencia cierta cuál es la verdad última del universo. De ahí que esta incertidumbre cognitiva se traduzca en una grave alteración emocional. El hombre siente, en consecuencia, cómo se le despierta de inmediato una emoción que lo altera profundamente: es la molesta y angustiosa inquietud que hemos descrito, a saber, que debe asumirse una actitud personal ineludible ante lo metafísico, pero estando sometidos a la presión siempre presente del enigma y de la ambivalencia metafísica. Por ello podría cometerse el error más importante en el gran negocio de la vida. En efecto, podría estar viviéndose la religión como no debe ser vivida o podría estar asumiéndose una vida sin Dios cuando en realidad Dios quizá existe. Es la inquietud emocional que hemos descrito repetidamente en este ensayo.


El hombre arreligioso, indiferente, ateo o agnóstico, está también afectado por un similar desajuste emocional derivado de la inevitable inquietud metafísica. Por el riesgo que asume frente al consenso religioso cuasiuniversal, tiene quizá todavía una mayor avidez de un conocimiento seguro y firme de la verdad del universo, para justificar moralmente su ateísmo con mayor fuerza. El dogmatismo, aunque sea ilusorio, parece que descarga de la propia responsabilidad. Por ello incluso hoy son muchos los científicos y filósofos ateos que se resisten a abandonar el dogmatismo, aceptando la incertidumbre metafísica conforme con el criticismo ilustrado de la cultura de nuestro tiempo. Ciertamente el ateísmo se juega mucho más que el hombre religioso. El futuro es para él inevitablemente mucho más incierto y de imprevisibles consecuencias. No debe de ser fácil situarse enfrente de la inmensa mayoría de la humanidad, de grandes intelectuales religiosos, y afrontar las consecuencias de lo que se proclama en las creencias de la mayoría de las religiones.


Inquietud metafísica en la modernidad dogmática y en la modernidad crítica. En el tiempo de la modernidad dogmática la inquietud metafísica estaba enmascarada por la ilusoria persuasión dogmática de poseer la verdad absoluta, bien en el teísmo, bien en el ateísmo. Sin embargo, como repetidamente hemos establecido, el tránsito a la modernidad crítica, en los dos últimos tercios del siglo XX, ha sido la gran ocasión histórica que ha permitido reflexionar de una forma nueva sobre el enigma, sobre la incertidumbre y sobre la inquietud metafísica que pertenecen a los contenidos antropológicos del hombre universal. Pero cabe suponer que lo que históricamente ha constituido el planteamiento reflexivo del problema de Dios en la modernidad crítica (enigma y ambivalencia metafísica del universo, incertidumbre, inquietud metafísica, silencio-de-Dios, la posibilidad del Dios oculto y liberador), estuviera enmascarado borrosamente en las épocas del dogmatismo en las diversas culturas. Por ello, cabe especular con fundamento, que los grandes contenidos del hombre universal y de su inquietud metafísica no pudieron ser eliminados de la experiencia humana profunda por efecto de una cultura dogmática que no era un reflejo correcto de lo que estaba aconteciendo en la conciencia interior más profunda del hombre universal.



El giro existencial y el juicio moral humano sobre Dios: el problema metafísico desde la incertidumbre moderna


El problema de la Verdad metafísica última siempre había sido resuelto al indagar racionalmente por el fundamento de la realidad y del ser del universo. El hecho era que el universo existía y era real. ¿Cómo entender su autosuficiencia o fundamento absoluto? En el paradigma greco-romano del cristianismo eran los argumentos metafísicos los que llevaban a la filosofía a establecer que el universo sólo podía tener su suficiencia en el ser absoluto y necesario de Dios. La existencia de Dios se imponía a la razón filosófica y, por ello, el problema metafísico estaba ya resuelto con toda seguridad y certeza porque el universo no podía explicar su realidad existente sin postular la existencia del Ser Necesario o Dios.


Prevalencia del argumento cosmológico en el dogmatismo


Por consiguiente, para el teísmo nada podía poner en cuestión la existencia de Dios porque la razón natural imponía filosóficamente su existencia absolutamente cierta. Este dogmatismo, que dominó durante siglos el pensamiento antiguo cristiano, se reafirmó en el tiempo de la modernidad entre los creyentes. Se quiso entender entonces que los avances de la ciencia moderna también avalaban los argumentos metafísicos antiguos, que siempre se habían defendido. Por tanto, las características emocionales de la vida humana –el drama de la historia, el sufrimiento, la perversidad humana general, y en especial la perversidad en el mundo de las religiones– nunca podían poner en cuestión la persuasión racional básica de que Dios era real y existía. Por ello, el teísmo concibió argumentos para “exculpar” a Dios de los Males del mundo. Había que asumir que, de una u otra manera, el drama de la historia se explicaba por el plan de salvación establecido por Dios. Dios de hecho existía y, por tanto, debía postularse que la historia, tal como era, tenía un sentido en el plan de Dios. No podía ser de otra manera.


El ateísmo moderno había resuelto también el problema de la Verdad metafísica por la indagación racional, científica y filosófica, acerca del fundamento de la realidad y del ser último del universo. El ateísmo fue dogmático durante siglos y creyó poder responder con seguridad y certeza que el universo era un sistema ciego, impersonal, autosuficiente, que se mantenía eternamente de una forma dinámica y evolutiva. El universo era un puro mundo sin Dios. La ciencia y la filosofía, es decir, la razón, no permitían pensar que existiera algo así como el Dios de que se hablaba desde antiguo en la historia de las religiones. La razón permitía conocer con seguridad y certeza que Dios no existía. Podía deducirlo por la forma misma de estar hecho el universo real. Que el universo no permitía hablar de la existencia de Dios era lo fundamental: era la base en la que se cimentaba el dogmatismo ateo que se defendió durante siglos en la modernidad, y que todavía muchos defienden en la actualidad.


Por consiguiente, la reflexión sobre las dimensiones existenciales de la vida humana –el drama de la historia, el sufrimiento, la perversidad humana general, y en especial la perversidad en el mundo de las religiones– era, sin duda, importante porque mostraba que la creencia en un Dios benevolente era contradictoria con la historia real. Pero el argumento decisivo y fundamental del ateísmo era la explicación científica y filosófica de la autosuficiencia del universo para ser real y existente. El ateísmo estaba ya resuelto por este argumento cosmológico. Todo lo demás, aunque pudiera ser psicológicamente importante, era complementario.


La incertidumbre y el giro moderno del discurso metafísico


Sin embargo, ¿cuándo y dónde se produce la aparición histórica de la incertidumbre metafísica de la modernidad? El cambio cultural, transcendental, que lleva desde el dogmatismo al criticismo, a la incertidumbre metafísica, se produjo precisamente en la discusión sobre la Verdad metafísica del universo, es decir, en el cambio de la forma de entender la realidad y el ser del universo. La causa de que la diáfana claridad racional dogmática de teístas y ateos se transformara de pronto en incertidumbre metafísica fue la comprensión de que tanto la hipótesis teísta (Dios fundamento del universo) como la hipótesis ateísta (autosuficiencia del universo sin Dios) no eran certezas sino hipótesis verosímiles. A esta persuasión condujo la atención a los resultados de la ciencia en los dos últimos tercios del siglo XX y su proyección sobre el discurso filosófico- metafísico. La ciencia, como se ha explicado en el capítulo anterior, ofrece una imagen borrosa y ambivalente del universo que da pie legítimamente tanto a la argumentación filosófica del teísmo como a la del ateísmo. Por tanto, lo que la entrada en la incertidumbre moderna significa es muy claro: que la naturaleza de la verdad metafísica no puede conocerse con seguridad por la sola reflexión racional científico-filosófica sobre el universo. De ahí que la incertidumbre moderna signifique ante todo que hemos caído en la cuenta del enigma del universo.


En otras palabras: que la verdad metafísica no podrá ser nunca conocida por más que demos vueltas y vueltas, por la razón, por la ciencia y por la filosofía, a la forma en que es real y existente el universo que nos contiene. Por ello quedó cortada la vía de razonamiento fundamental que llevó al dogmatismo durante siglos, bien fuera en el teísmo o en el ateísmo. La vía de razonamiento cosmológico tradicional, tanto para el teísmo como para el ateísmo, se resolvía irremediablemente en el enigma y en la incertidumbre.


Esto no significaba que la reflexión científica y filosófica sobre el universo no fuera importante. Al contrario, era fundamental y básica porque establecía el punto de partida del discurso metafísico: sólo por ella sabemos que el universo es enigmático y nos deja en incertidumbre. Por esto precisamente entendemos que este tipo de reflexión cosmológica no es crucial para dilucidar entre teísmo y ateísmo. Sólo una vez que somos conscientes del enigma del universo y de la incertidumbre metafísica en que nos instala, estamos en condiciones de advertir que el lugar en que deberá decidirse en discurso metafísico que conduzca a teísmo o ateísmo es la reflexión crucial sobre las condiciones existenciales de la vida humana, a saber, el drama de la historia, el sufrimiento producido por una naturaleza ciega y por la perversidad humana general, y en especial la perversidad de las religiones. Al ver que la cosmología (la filosofía que piensa sobre los datos de la ciencia) es un callejón sin salida, el camino hacia la metafísica se reorienta inmediatamente en otras direcciones. Si lo cosmológico no era crucial (decisivo), había que buscar y discutir otros indicios que pudieran apoyar el teísmo o el ateísmo con la mayor fuerza posible, una fuerza que, a ser posible, se desearía que fuera crucial (ya que el anhelo ilusorio por el dogmatismo siguió y sigue estando presente).


Ante la ambivalencia cosmológica, ¿existen indicios de lo metafísico en la historia?


Lo existencial era secundario mientras se pensaba que el universo permitía conocer dogmáticamente la Verdad del universo. Pero, desde el momento en que se cayó en la cuenta del enigma del universo y de la incertidumbre que provoca, el peso crucial del discurso metafísico se desplazó inevitablemente hacia lo que antes era sólo secundario: el drama de la historia. Aquí es donde se produce el giro moderno del discurso metafísico: desde lo cosmológico a lo antropológico y a lo moral. Aquí es donde, el eje del discurso sobre lo metafísico acaba centrándose en una reflexión o juicio moral de la obra de un posible Dios en la creación.


El giro existencial y el teísmo moral de la metafísica


Por tanto, desde la conciencia del enigma del universo y de la incertidumbre, el discurso deliberativo sobre la verdad metafísica última se dirigió a lo que antes era secundario: el drama de la historia, el sufrimiento, por el Mal y por la perversidad humana, y en especial por la perversidad en el mundo de las religiones. El quicio esencial de la reflexión giraba en torno a la cuestión de si el drama de la historia (del que había que tomar plena conciencia para describir su contenido y su alcance) podía ser atribuido causal y moralmente a Dios (había que reflexionar sobre el sentido que podía tener considerar que Dios fuera el responsable moral de una creación tan dramática como el universo en efecto era). El giro existencial significaba pasar de lo cosmológico (básico, pero que sólo situaba al hombre en la incertidumbre) a lo antropológico, es decir, a la valoración moral, existencial y emocional, del drama de la historia. El teísmo moral de la metafísica significaba que afirmar o negar la existencia metafísica de Dios podía depender crucialmente de una reflexión moral sobre la obra divina: a saber, si tenía sentido moral, o era sin-sentido, en Dios crear este universo como escenario del drama de la historia.


Situado el problema de Dios y el discurso sobre su existencia en la deliberación existencial sobre el drama de la historia y su sentido moral, o sin-sentido, en Dios, tanto teísmo como ateísmo han reflexionado en profundidad sobre la vida humana y sus circunstancias dramáticas, así como sobre el sentido de entender que ese mundo dramático hubiera podido ser diseñado, querido y creado por el Dios benevolente responsable del universo. Ha pasado al primer plano de la conciencia humana el Mal, producido por una naturaleza ciega y por la voluntad humana: el sufrimiento, las enfermedades, las catástrofes naturales como terremotos, epidemias y muertes, la pobreza, la angustia, la oscuridad desesperante de la existencia, el abandono personal ante los otros y ante la sociedad, muertes violentas, guerras, injusticias, odios y malquerencias humanas, la perversidad humana en la historia y sus nefastos efectos sobre la felicidad de los individuos y de las sociedades, la perversidad de los hombres religiosos y de las religiones... Desde esta conciencia analítica, existencial y emocional, del drama de la historia, ¿tiene sentido pensar que haya sido Dios la causa creadora que ha hecho posible este mundo de tribulación y de angustia? ¿Sería moralmente atribuible a un Dios, en principio benevolente, la responsabilidad por la creación de un universo tan dramático como el nuestro?


La pretendida resolución racional del problema de la existencia de Dios, en los dogmatismos teístas y ateístas de los últimos siglos de modernidad, por la sola vía cosmológica no daba expresión a la verdadera vivencia, existencial y emocional, del problema de Dios en el ser humano. La gente ha vivido intuitivamente –sin hacer un discurso científico y filosófico organizado– que Dios era posible solución de un universo enigmático, pero las grandes experiencias y emociones humanas, que han condicionado y decidido siempre la actitud ante el posible Dios, han sido el sufrimiento, la aspiración a la felicidad y al consuelo, la enfermedad, el abandono absoluto en el drama de la vida, la angustia por la ceguera cruel del curso inexorable hacia el fracaso y la muerte, la desolación ante la continua tribulación de constatar la perversidad de la historia general de los hombres e incluso de las religiones. Por ello habíamos dicho que cabía inferir que el tránsito desde el dogmatismo cosmológico a la incertidumbre, en la modernidad de la segunda parte del siglo XX, fue sólo la ocasión histórica para que se abandonara el dogmatismo ilusorio (el que se fundaba en la razón cosmológica) y pasaran reflexivamente a primer plano las grandes vivencias existenciales y emocionales que siempre han constituido, para todos los hombres de la historia, para el hombre universal, la quintaesencia del problema y de la deliberación metafísica sobre Dios.


En este capítulo, dejando el dogmatismo nacido de la reflexión sobre el cosmos en la ciencia y la filosofía (capítulo primero), sin otra salida ya que la incertidumbre metafísica, comenzamos a abordar la deliberación existencial y emocional que se abre en la modernidad ante el problema de Dios. Nunca se habría llegado a esta deliberación existencial –instalándonos reflexivamente en lo que siempre ha sido la vivencia del problema religioso en el hombre universal– sin haber sido capaces de habernos distanciado previamente del dogmatismo cosmológico, haciendo ver que la ciencia y la filosofía (la imagen científico-filosófica de la materia, del universo, de la vida, del hombre y de la historia) no resuelven el problema de la metafísica, sino que nos instalan en la incertidumbre y obligan a buscar, más allá de lo cosmológico, otros indicios antropológicos, en la historia natural y en la humana, de la posible existencia, o no-existencia, de Dios.



La cultura de la incertidumbre induce el sentimiento cósmico del silencio-de-Dios


En todo esto hay algo muy importante que constituye un factor decisivo en el análisis del problema de Dios y de su posible existencia, dentro de la cultura de la modernidad. Se trata de que el enigma del universo y la incertidumbre metafísica transforman la realidad en un dramático escenario del silencio divino. En efecto, en los tiempos del dogmatismo teísta, cuando el razonamiento cosmológico imponía sin lugar a dudas la existencia fundante de Dios, el drama de la historia era un hecho desconcertante con el que había que transigir y al que había que hallarle un sentido, pero que, en ningún caso, podía poner en duda que el Dios creador hubiera hablado inequívocamente en la naturaleza. A su vez, en el dogmatismo ateo, el discurso científico y filosófico imponía que Dios no existía, porque no había ni argumentos cosmológicos (materia, universo, vida, hombre e historia) ni mucho menos morales que justificaran pensar en su existencia real.


Como debemos explicar, la pista esencial que guía el discurso metafísico es la conciencia de que el posible Dios está en silencio. ¿Qué significa esto? ¿En qué ayuda el silencio divino a iluminar la decisión metafísica que debemos tomar ante la existencia o no existencia del posible Dios? El silencio-de-Dios en la incertidumbre permite rehacer las pistas sobre el alcance de los argumentos de cada opción metafísica y a ponderar qué es lo que hacemos –o sea, qué aceptamos y qué rechazamos, qué y por qué creemos, qué y por qué no creemos– en cada una de las opciones metafísicas. Son pistas que no permiten salir de la incertidumbre, pero suponen “hacer luz” al hacernos conscientes reflexivamente del significado, del fundamento y del alcance racional, moral, existencial y emocional de las decisiones metafísicas. Bajo esta luz desaparecen en parte el desconcierto y la oscuridad, pues ya somos reflexivamente  conscientes, por ello auténticos y responsables, cuando optamos por una decisión metafísica, conociendo su significado y sus riesgos, así como el alcance de los argumentos en uno y otro sentido.


El silencio-de-Dios, hecho crucial para la decisión metafísica en la incertidumbre


El teísta moderno sabe que, por el ejercicio de su razón natural, Dios es sólo una conjetura verosímil (la mejor conjetura, sin duda, para el teísta), pero no es algo que se imponga a la razón con una certeza dogmática. En último término podría ser que Dios no existiera. No podría excluirse. Este universo, de verdad última incierta, nos sume en una desconcertante incertidumbre ante Lo Último.


En este universo el hombre es capaz de darse cuenta de que el posible Dios está en silencio. Silencio significa que no es cierto ni que exista, ni que no exista. Sólo es cierto que ese posible Dios, en caso de que exista, está en silencio. Así deben reconocerlo tanto el teísmo crítico como el ateísmo crítico. Esto quiere decir que la cultura de la incertidumbre induciría al hombre a caer en la cuenta de que Dios –en caso de existir– no se habría manifestado con evidencia impositiva y su silencio cósmico se extendería en toda la creación.


¿Es posible, tiene sentido, creer en un Dios que permanece en silencio? La posición ante lo metafísico, en la cultura de la incertidumbre, dependerá de la respuesta a esta pregunta. Por esto decimos que la experiencia del silencio-de-Dios es un hecho crucial para la decisión metafísica. El hecho del silencio cósmico de Dios es el hecho crucial (la pista a que antes apuntábamos) que permite entender el significado natural tanto del teísmo crítico como del ateísmo crítico, de la creencia y de la increencia, de la religiosidad y de la arreligiosidad, en el mundo moderno. El hombre puede hacer luz en sus decisiones metafísicas –y salir de la oscuridad desconcertante de obrar a ciegas al margen de la razón– cuando cae en la cuenta de que lo que está haciendo, al ser teísta o ateo, creyente o no-creyente, no es otra cosa que tomar una posición ante la posibilidad de creer o no-creer en un Dios que permanece en silencio, o sea, en un Dios oculto que podría ser liberador.


Se tiene la impresión de haber llegado a un punto crucial que permite hacer luz reflexiva sobre lo que significa ser o no-ser religioso: en definitiva, sentirse movido personal y libremente a creer o no-creer en un Dios oculto y liberador. La gran cuestión del hombre ante Dios se resume, pues, en el problema del silencio-de- Dios, su silencio ante el conocimiento (el enigma del universo) y su silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento y la perversidad humana). ¿Tiene sentido creer en un Dios que permanece oculto y en silencio? Si lo que le interesa al hombre es si existe un Dios que quiera salvar y liberar la historia personal y colectiva, ¿tiene sentido creer en un Dios oculto y liberador? Esta es la cuestión crucial, anticipada en la Introducción, que seguiremos explicando en este capítulo.


Los argumentos metafísicos reformulados: silencio-de-Dios e incertidumbre


Al consolidarse la cultura crítica e ilustrada de la segunda mitad del siglo XX e imponerse la cultura de la incertidumbre, la conciencia del enigma del universo y de la incertidumbre metafísica, el teísmo crítico y el ateísmo crítico han tenido que hacer una interpretación nueva de sus antiguos argumentos dogmáticos. No es que los argumentos antiguos (formulados antes desde el dogmatismo antiguo) hayan desaparecido, pero se han reinterpretado desde una cultura de la incertidumbre. Esta nueva reinterpretación es la que ha permitido entender que la incertidumbre metafísica significa, en último término, el silencio cósmico del posible Dios en su eventual obra creadora. Por tanto, los argumentos que antes eran dogmáticos, han debido reformularse para girar en torno a la cuestión de si es posible creer en un Dios que está en silencio ante el enigma del universo y que está en silencio ante el drama de la historia.


Desde la argumentación dogmática se ha pasado a una nueva argumentación fundada sólo en la verosimilitud racional. La conciencia de la incertidumbre es la que hace entender que los argumentos en torno a la verdad metafísica última no son dogmas ciertos absolutamente seguros, sino sólo conjeturas científico- filosóficas verosímiles y que el hecho crucial para inclinarse a unas u otras decisiones metafísicas es si tiene sentido, o no, creer, o no creer, en un Dios oculto y liberador. Es decir, en el sentido, o sin- sentido, de admitir a un Dios que permanece en el silencio cósmico que hemos descrito. El tránsito desde el dogmatismo (modernidad dogmática) a la cultura de la incertidumbre moderna (modernidad critica) ha hecho entender, por primera vez en la historia, el verdadero alcance cósmico del silencio divino y ha hecho de este silencio-de-Dios el centro de la reflexión humana en torno a Dios. Lo que era ya una intuición de todo hombre por su inserción inmediata y natural en la experiencia de la vida –el sentimiento del silencio-de- Dios en el cosmos– ha pasado a ser objeto de una reflexión explícita en la cultura. ¿Cómo se han replanteado los argumentos metafísicos desde la nueva cultura del enigma y de la incertidumbre?


1. Argumentos científico-filosóficos


Los argumentos cosmológicos (sobre la forma de ser real la materia, el universo, la vida, el hombre y la historia) fueron siempre decisivos, cruciales. En ellos se fundó el dogmatismo. Si la razón, en efecto, permitiera con certeza absoluta conocer si Dios existe o no existe, entonces el problema metafísico estaría resuelto. No habría ya alternativa metafísica. Se creyó que esta certeza cosmológica absoluta era posible, y así lo entendieron teísmo y ateísmo, cada uno a su manera.


Pero la incertidumbre enigmática sobre la verdad del universo y su ambivalencia metafísica, no puede ser resuelta hoy ni por la ciencia ni por la filosofía. Cuando decimos esto no establecemos una afirmación “de principio” en el sentido de “no podrán nunca resolver”. Lo único que decimos es que hasta ahora no han podido resolver (y parece que así seguirá). Pero, en todo caso, la incertidumbre actual es resultado de la reflexión científico-filosófica y además es intuida naturalmente por el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Esta incertidumbre lleva a la conciencia de que Dios –de ser existente y haber creado el universo– es un Dios oculto ante la razón humana. Esto quiere decir que la forma de creación del universo no hace posible conocer con seguridad dogmática que Dios existe. La incertidumbre hoy avalada por la ciencia y la filosofía (capítulo primero) hace ver que teísmo y ateísmo son argumentables como hipótesis metafísicas verosímiles. Pero no como verdades dogmáticas evidentes y absolutas. Por ello se induce la conciencia del factum del silencio-de-Dios en el enigma del universo. Así como la ciencia y la filosofía, en otros tiempos, llevaban a la seguridad dogmática, en la cultura crítica actual son el principal factor que lleva a la incertidumbre. La razón científica y filosófica, como hemos visto, apoya hoy la cultura de la incertidumbre moderna y hace entender que el Dios real, de existir, está en silencio ante el conocimiento humano. Los argumentos dogmáticos antiguos a favor del teísmo y del ateísmo se reinterpretan hoy en términos de verosimilitud e incertidumbre.


Pero la nueva cultura de la incertidumbre en la modernidad ha propiciado la aparición de un sesgo nuevo en la discusión del problema de Dios. Si Dios, en efecto, está en silencio (puesto que ya no es evidente que exista o no exista), ¿tiene sentido considerar que exista ese posible Dios oculto y en silencio? La profundidad y alcance de esta pregunta se entiende porque Dios es la Verdad metafísica última y, si a Dios cabe atribuirle la veracidad, entonces, ¿por qué se oculta en el universo? ¿Por qué está en silencio y oculta su Verdad, faltando a la veracidad que debería tener como Dios? ¿Por qué Dios parece “jugar” a esconderse del hombre? El silencio-de-Dios en un universo enigmático es un silencio ante el conocimiento humano: el hombre advierte que no tiene un punto de apoyo absoluto (como se pensaba en los racionalismos antiguos y en el fundamentalismo moderno) para conocer la Verdad última, no sabe a ciencia cierta si Dios existe o no existe. Ahora bien, que Dios haya creado un universo en que oculta su verdad, ¿es moralmente atribuible a un Dios que debería ser veraz, no ocultarse y no jugar con la vida humana, poniéndola en el riesgo grave de incurrir en el error?


Tanto teísmo como ateísmo deberán, por tanto, tomar posición ante un problema que no existía en el marco del dogmatismo: si tiene sentido un Dios en silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo. El teísmo, como veremos, argumentará que ese silencio cósmico tiene un sentido. Pero el ateísmo entenderá que no tiene sentido pensar que sea verosímil creer en la existencia de un Dios inveraz, oculto y en silencio. El cuestionamiento moral de Dios por la ambivalencia metafísica del universo no se planteaba en el dogmatismo antiguo. Es resultado de la conciencia del enigma, de la incertidumbre y del silencio-de-Dios en el universo.


En conclusión: teísmo y ateísmo críticos saben que, cada uno, puede construir una hipótesis racional, científico-filosófica, que ofrece verosimilitud, pero nunca certeza absoluta.


2. Drama de la historia, sufrimiento, perversidad humana y religiones


Para argumentar la existencia o no existencia de Dios no sólo se debía estudiar el universo para conocer sus causas y su fundamento último. Había otras “pistas” o factores argumentativos relacionados con la experiencia humana de la existencia, de sus emociones y de sus valores. En realidad se trataba de relacionar la existencia humana con la historia natural y la historia humana. ¿Podían hallarse indicios de que Dios existiera? El principal argumento era el drama de la historia, el sufrimiento producido por una naturaleza ciega (la historia natural ciega) y el sufrimiento producido por la perversidad humana en la historia civil y, en especial, en la historia religiosa (la historia humana). La perversidad manifiesta en la historia de las religiones parecía contradecir con fuerza la posibilidad de creer en la existencia de un Dios moral. Estos argumentos cobraron una nueva fuerza porque, una vez decaídos los argumentos cosmológicos, se convertían en los factores decisivos, cruciales, decisivos, para inclinar la incertidumbre hacia el teísmo o hacía el ateísmo.


El teísta crítico, en efecto, se ve más afectado e inquieto por la proyección del drama de la historia sobre la responsabilidad divina. El hombre moderno se hacía sin duda más consciente de que los argumentos de la existencia de Dios tenían aspectos débiles incuestionables. La incertidumbre se hace mucho más profunda en la experiencia del drama de la historia. En la nueva cultura de la incertidumbre, en que Dios no es ya evidente como fundamento del universo, el creyente se siente más inseguro ante el Mal atribuible al posible Dios. La hipótesis cosmológica solo verosímil de Dios (que ya no es una cuestión dogmática) se hacía mucho más débil ante el drama de la historia.


Para el ateísmo crítico era obvio igualmente que el argumento del drama de la historia cobraba más valor, puesto que reforzaba la verosimilitud de la posición atea en la explicación del universo. No es que la elevara a nivel de certeza absoluta, pero sí ciertamente le confería más fuerza. El ateo no daba un voto de confianza al posible Dios y no transigía en absoluto con la eventualidad de que el sufrimiento fuera conciliable en alguna manera con Dios. En todo caso, el hecho constatable del drama de la historia, personal y colectiva, mostraba que el Dios real, en caso de existir, era un Dios que no sólo estaba en silencio por el enigma del universo ante el conocimiento humano, sino que, además, estaba también en silencio ante el enigma existencial del sufrimiento humano. Todo concordaba en mostrar la dificultad de pensar a Dios como real y en presentar el ateísmo como la inferencia más obvia e inmediata, más atenida a lo que objetivamente se veía, a saber, el inmenso vacío-de-Dios en el universo, en la historia natural y en la historia humana.


3. Dios ante la degradación de las religiones en la historia


El argumento de la historia de las religiones ha sido determinante como factor de anticlericalismo en la época del dogmatismo y lo sigue siendo en la cultura de la incertidumbre. Los aspectos negativos del comportamiento social de las religiones establecidas, ya mencionados repetidamente, eran indudablemente reales. Afectaban a aspectos esenciales de la religión: a sus teologías, a su “decadente” imagen filosófica del universo, a las prácticas morales opresivas e inhumanas, al control social dominante sobre las masas creyentes, a la utilización de lo religioso como estrategia de dominio económico y beneficio social, etc. Por ello tenía sentido, y respondía a hechos objetivos, que las religiones se hubieran convertido, a lo largo de la historia, en un argumento real en contra de la idea de Dios, tal como había sido esgrimido por unos y otros en diferente sentido.


Sin embargo, en la cultura de la incertidumbre propia de la modernidad, el factor social de la crítica de las religiones no se veía ya dentro de ideologías dogmáticas. Pero seguía siendo un factor que debía ser tenido en cuenta dentro del nuevo marco de la cultura de la incertidumbre. Tanto el teísmo como el ateísmo, la creencia como la increencia, en efecto, observaban el enigma de las religiones y en él se constataba de nuevo una manifestación del silencio divino. Las religiones tenían muchos aspectos positivos, y en ellos insistía el pensamiento teísta. Pero el caos religioso de la historia oscurecía la imagen de Dios y parecía predominar, por ser lo más llamativo. El teísmo excusaba el caos, la perversidad de la religión y de los hombres religiosos. El ateísmo no lo hacía y entendía que, si Dios existiera, debería haber inducido en las religiones sociales un comportamiento moralmente más admisible. Pero parecía que, en la cultura de la incertidumbre, teístas y ateos debían reconocer que el hecho de las religiones no era, sin embargo, una evidencia o exclusión crucial de lo divino. Ni la perversidad humana general, ni la perversidad de las religiones permitían afirmar o excluir crucialmente la existencia de Dios, que había creado la libertad humana.


Pero lo fundamental es que el posible Dios quizá pudiera ser real, pero la cultura de la incertidumbre moderna hace entender que ha permanecido en silencio porque no se ha hecho evidente, a) ni en el conocimiento del universo, b) ni en la permisión del drama de la historia, del sufrimiento por el Mal ciego y por la perversidad humana, c) ni en las manifestaciones degradadas de la religión en las sociedades humanas. La cuestión crucial no son los detalles del silencio divino, sino si ese silencio tiene en absoluto sentido en Dios. Es decir, si tiene “sentido teológico” (en Dios).



Las dimensiones del silencio-de-Dios: el enigma del universo y el drama de la historia


La modernidad ha sido la ocasión histórica para caer en la cuenta reflexiva de un silencio-de-Dios que probablemente, como es legítimo inferir, fue siempre intuido desde la experiencia existencial y cognitivo-emocional de todo hombre. Puede decirse que el hombre intuyó siempre el silencio-de-Dios, aunque estuviera viviendo en las culturas dogmáticas del pasado. Pero, en la modernidad crítica, el siempre ya sentido por todo hombre silencio-de-Dios pasó a constituirse en un hecho objetivo, en la cultura y en la reflexión científico-filosófica, cuyas consecuencias debían ser evaluadas en relación con lo metafísico. Era un silencio-de-Dios que se manifestaba en dos dimensiones que constituían los hechos cruciales que debían decidir la actitud ante lo metafísico. El silencio divino era patente como enigma del universo y como drama de la historia. Por ello, ser religioso o no serlo iba a depender de la actitud ante estos dos hechos cruciales. Entender con precisión el papel que estos factores cruciales juegan en la valoración metafísica de la existencia es un elemento esencial para explicar la naturaleza del teísmo, del ateísmo y de las religiones.


Silencio-de-Dios ante el conocimiento humano: el enigma del universo


Desde el momento en que se acepta la modernidad como cultura de la incertidumbre metafísica, en realidad no se sabe, por los puros argumentos científico-filosóficos sobre el universo (cosmológicos), si Dios verdaderamente existe. Se puede tener, en efecto, la persuasión de la verosimilitud de la metafísica teísta; pero no existe la seguridad y Dios “podría no existir”. Por ello, el hombre siente que Dios, de ser efectivamente real, no se ha manifestado con evidencia a la razón humana. Se ha hecho verosímil a la razón, pero no evidente, hasta el punto de que “pudiera no existir”. Esta es la dimensión cognitiva del silencio divino, manifiesta en el enigma del universo. En definitiva, es éste el que deja abierta dos posibles interpretaciones o conjeturas hipotéticas sobre su verdad última, Dios y la pura mundanidad sin Dios. Por ello el universo es un enigma metafísico. Si Dios, en efecto, existe es el que ha querido crear este universo ambivalente para la mirada de la razón humana y es, en consecuencia, el que ha querido imponer su silencio en el universo.


Malestar humano ante el enigma del universo. Dios, de ser real y existir, debería pensarse entonces como creador de ese universo que se presenta como enigma. Ello querría decir que Dios crea y mantiene el enigma. Dios pretendería, pues, su silencio en el enigma del universo. Dios, intencionalmente (porque quiere), al producir el enigma y mantenerlo, permanecería en silencio ante un hombre que, por otra parte, necesitaría perentoriamente conocer la verdad para tomar las decisiones correctas sobre su vida. Parecería que la Verdad debiera ser la actitud moral correcta de Dios ante el hombre en la creación. El hombre desearía conocer la verdad de sí mismo que es la verdad del universo y siente que la incertidumbre descoloca su equilibrio existencial, sumiéndolo en el desconcierto.


El hombre no entiende el silencio divino. En la hipótesis de que Dios fuera real y existente (hipótesis que cuenta con argumentos científico-filosóficos, cosmológicos, a su favor que la hacen verosímil), cabría entonces pensar que Dios debería ser veraz, fiel a la verdad. Sin embargo, de un Dios que crea y mantiene el enigma, ¿cabe pensar que es veraz? ¿Tiene sentido pensar que Dios se mantenga en silencio ante un hombre que necesita perentoriamente la verdad para existir-en-verdad? No le es fácil al hombre, ciertamente, hacerse al silencio divino. En principio, no lo entiende y queda desconcertado ante él. No se entiende un silencio que oscurece la verdad, constituida por el mismo Dios, y que pone en grave riesgo el sentido de la existencia humana, que queda sumida en un desconcierto angustioso e inquietante. Con su silencio Dios parece jugar frívolamente con la realidad y no comportarse como fiel-a-la-realidad, cuya verdad sería El mismo, en caso de que existiera realmente. ¿Tiene sentido el silencio-de-Dios para una hipotética “moralidad divina”, para un comportamiento conforme con lo que cabe pensar que Dios hiciera en una eventual creación?


Intuición universal del silencio divino en el enigma del universo


La modernidad ha sido sin duda la condición objetiva que ha hecho posible que la conciencia precisa de la incertidumbre metafísica se haya extendido entre los intelectuales y que haya transcendido más y más, con rasgos nítidos, a la conciencia popular. Sin embargo, aun siendo esto así, como antes decíamos, defendemos la tesis de que, a pesar del dogmatismo de los sistemas de pensamiento de épocas pasadas, incluyendo los siglos de modernidad en que dominaba dogmatismo, ha habido siempre lo que podríamos llamar una especie de intuición universal del enigma del universo y del silencio divino implicado en él. Esta intuición pertenecería al hombre universal. Afirmarlo, supone recordar el principio (razonado en epistemología) de que el conocimiento organizado y explícito que da lugar a las ideologías, que evolucionan en diversos momentos de la cultura dominándola socialmente (como fue el dogmatismo), no siempre se corresponde con la intuición profunda que los seres humanos tienen de lo que constituye la verdad de la vida. Es decir, una cosa es lo que la cultura induce a decir objetivamente (en otras épocas fue el dogmatismo) y otra cosa distinta es lo que verdaderamente los hombres sienten en su intuición profunda directa de las cosas (dicho en términos epistemológicos: una cosa es, en los seres humanos, la representación consciente y otra la representación subconsciente o profunda).


La intuición real de la gente llevaba a percibir el enigma profundo del universo, la ausencia de Dios en la experiencia inmediata de la vida y, por ello mismo, a sentir el hecho real del silencio divino. El que la gente haya sido religiosa en culturas dogmáticas no quiere decir que no estuviera viviendo su religiosidad desde dentro de una vivencia inmediata, dramática, de la incertidumbre de la vida y del silencio divino. Esta incertidumbre, universalmente presente como aspecto esencial de la vida, fue el humus en que se construyó la religiosidad.


Ahora bien, ¿por qué asumimos que siempre se dio en todos los hombres esta intuición universal del enigma, de la incertidumbre y del silencio-de-Dios en el universo? Es claro que la existencia del dogmatismo ideológico puede probarse como un hecho histórico objetivo: observamos textos, organizaciones culturales, religiones históricas, etc., que atestiguan que, en efecto, existió realmente. Sin embargo, esta presencia universal de la percepción existencial del enigma y del silencio divino es algo interior, que forma parte de las representaciones profundas, y no puede probarse. Por ello decimos que es una inferencia. Pero una inferencia que queda avalada por argumentos que muestran que es una inferencia verosímil.


El hombre universal: inquietud metafísica, enigma y silencio divino


El argumento es que, en todas las personas, incluso en intelectuales que conocen las ideologías dogmáticas, tiene siempre más fuerza la experiencia intuitiva inmediata y personal de la vida. La vida se impone con crudeza y dramatismo en su dura realidad, más allá de las “ideas” que tratan de camuflarla. Y la vida, en el fondo, impone la penosa experiencia existencial de la ausencia de Dios. La ausencia es el silencio divino en el enigma del universo. A Dios no lo vemos, está lejano y ausente del mundo objetivo. Esta experiencia de ausencia es intuida en la vida ordinaria y en todas las circunstancias de la biografía personal. Es una ausencia en la vida singular de cada individuo que se funda en la intuición de la ausencia universal de Dios en el universo. El hombre querría conocer a Dios y desvelar su misterio, pero el hecho es que Dios no responde al vehemente deseo humano de conocimiento natural.


El impacto de las hierofanías (manifestaciones de lo santo) y las kratofanías (manifestaciones de fuerza y poder) de muchos rituales de las religiones dogmáticas establecidas, dadas en la representación consciente social, ha jugado, esto es evidente, una función de enmascaramiento del silencio-de-Dios. La experiencia existencial de la ausencia de Dios en el universo objetivo estaba enmascarada por el dogmatismo que daba forma a la cultura e imponía un ilusorio “Dios teocéntrico”. Sin embargo, la cultura dogmática, aunque estaba ahí, no llegó nunca a imponerse a la experiencia vital singular de la ausencia divina, vivida existencialmente en todas las circunstancias de la vida y presente en la representación subconsciente profunda de las personas.


Por consiguiente, en nuestra opinión, factores universales de la condición humana, o sea, del hombre universal, como son la experiencia inmediata de sí mismo y del universo objetivo, el impulso a la vida heredado como instinto de las especies animales, el uso de la razón, la intuición racional inmediata de que ese universo dinámico objetivo tiene un “fondo metafísico” que nos desborda en el tiempo y en el espacio (mirando en profundidad a lo microscópico y a lo macroscópico)..., permiten la inferencia, legítimamente fundada en la antropología, de que pertenece al hombre universal la inquietud metafísica. Es la inquietud universal ante un universo de fondo mistérico, que podría ser algo personal (y entonces podría negociarse la ayuda y la salvación con esa dimensión personal “divina”) o podría ser algo impersonal, cósmico, sin Dios o dioses, puramente mundano (y entonces cabría buscar la salvación hallando los ritmos cosmobiológicos de vida en los ciclos de un intuitivo eterno retorno del universo). Esta visión del universo como misterio que deja abierto un enigma pertenece a todo hombre, es propio de los procesos racionales básicos del hombre universal. Cuando se produce una respuesta, que es inevitable en uno u otro sentido, el hombre universal, en el teísmo o en el ateísmo entra ya en lo especial y en lo individual.


Silencio-de-Dios ante el drama de la historia: el sufrimiento, el mal de la naturaleza ciega y de la perversidad humana


Pero el silencio-de-Dios tiene otra dimensión que se manifiesta con mayor evidencia en la cultura de la incertidumbre. Así como antes hablábamos de un silencio referido al conocimiento, ahora en cambio podría hablarse con más fuerza todavía de un silencio moral de Dios: Dios calla ante el drama de la historia, el sufrimiento por la naturaleza ciega y por la perversidad humana, presente también en las religiones. Es el silencio-de-Dios ante el Mal en todas sus manifestaciones dramáticas en la historia. Desde el momento en que la cultura de la incertidumbre deja abierta la puerta a que Dios existiera, o no existiera, como fundamento del universo, el problema del silencio-de-Dios ante el drama de la historia, el sufrimiento, el Mal y la perversidad humana, cobra mucha mayor importancia, ya que podría convertirse en una cuestión crucial, decisiva, para asumir la actitud ante lo metafísico. Una cuestión que, además, llevará consigo la potente carga emocional de un hombre existencialmente molesto ante el silencio-de-Dios.


El hombre nunca entendió que un Dios real y existente, al que debería atribuirse la bondad y la benevolencia para con un mundo creado por Él, haya permitido la existencia del dramático sufrimiento humano, personal y colectivo. Es el drama de la historia que se manifiesta en el sufrimiento humano por una naturaleza ciega y por la perversidad de los hombres, especialmente hiriente en las religiones. Por ello, el drama de la historia ha sido siempre un factor incomprensible en Dios que ha dejado la vida humana, abierta ya al enigma del universo ante el conocimiento, asolada por el profundo desconcierto sobrevenido por el silencio-de-Dios ante la angustia y el sufrimiento humano. Es sorprendente que exista Dios, que produzca una creación en que se da el drama de la historia y que sea responsable moral de cuanto significa el dramatismo de la existencia humana.


El hombre ha solicitado ayuda, pero ha respondido siempre el silencio divino. El grado, la gravedad de esta sorpresa y desconcierto no puede medirse hasta que el hombre tiene la experiencia personal de la angustia desgarradora de los episodios del drama personal y familiar que acaban por imponerse por el sufrimiento y por la frustración final de la muerte. Angustia desgarradora que se palpa también con desconcierto y perplejidad cuando el sufrimiento asola a pueblos enteros por las guerras, la violencia, el hambre, las enfermedades, los terremotos y diluvios, y otras catástrofes naturales de dimensión desbordante, es decir, cada vez que la humanidad se encuentra fatalmente con los cuatro jinetes del Apocalipsis.


El teísmo dogmático debía ingeniar la justificación de Dios y su disculpa ante el drama de la historia. El ateísmo tenía en el Mal, por el hecho fáctico del sufrimiento y por la perversión humana, especialmente la religiosa, la gran confirmación de que no era racionalmente justificable considerar como real y existente a un eventual Ser divino. Si existiera, debería considerarse un Dios sádico y cruel, cosa que evidentemente no tendría sentido en un Dios que se postula como benevolente. Es verdad que el silencio-de-Dios ante el drama de la historia estaba en parte velado, enmascarado, neutralizado, por una metafísica teísta dogmática incuestionable que se impuso en culturas antiguas. La valoración, sin embargo, cambió desde el punto de vista de la nueva cultura de la incertidumbre.


El silencio-de-Dios en el hombre universal


Sin embargo, aun siendo así, como antes decíamos, cabe suponer también que, en la representación profunda de los individuos, en cambio, el silencio-de-Dios ante el drama de la historia, en especial ante el sufrimiento producido por la fuerza ciega de la naturaleza y por la perversidad de los otros hombres, estuvo presente siempre de forma intuitiva. En ocasiones incluso explícita, desde los primeros momentos de la reflexión metafísica en las culturas humanas (piénsese, como ejemplo, en el papel del sufrimiento en la tragedia griega, en la filosofía y teología budista, que después mencionaremos, o, modernamente, en la llamada filosofía y teología del proceso en América).


Todo hombre debió de intuir siempre el desconcertante silencio- de-Dios ante el drama de la historia. Por ello, la inquietud metafísica del hombre universal es la inquietud ante un misterioso universo, que es enigmático y ambivalente porque ese fondo metafísico podría responder a algo personal –Dios o dioses– o a algo impersonal puramente mundano, sin Dios. Esta ambivalencia enigmática es vivida intuitivamente por todo hombre en el mundo como consecuencia directa de aquellos factores que constituyen esencialmente su condición humana. Pero hay algo más. Esta inquietud metafísica del hombre universal hace también que todo hombre intuya el gran enigma de que esa posible dimensión personal metafísica está en silencio. El hombre universal intuye que un ser personal divino, como verdad metafísica última del universo,


sería posible. Pero lo único que constata como evidencia objetiva es la sorprendente ausencia de ese Ser en la experiencia del universo y en el abandono indigente con que el hombre debe afrontar su dramática existencia en el universo. Por ello, el hombre universal, vive en su intuición transcendental (es decir, que se da en todo hombre, que es común a todos) que el universo es el escenario misterioso de la inmensa ausencia o silencio-de-Dios.



El silencio de Dios


En realidad, el silencio-de-Dios ante el conocimiento y el silencio-de- Dios ante el drama de la historia son dos aspectos, o dimensiones, no separables, de una misma y unitaria experiencia del silencio divino en el universo. Por ello, incluso en las culturas en que había tomado forma explícita una metafísica teísta dogmática, en la experiencia real de las personas se imponía la representación profunda interior de que el hombre debía afrontar su vida dentro de un universo en que el posible Dios callaba, estaba lejano y en silencio ante la avidez humana de conocimiento, para salir de la oscuridad y de la incertidumbre metafísica. Pero también en todos se imponía la representación interna de que ese Dios oculto en el enigma del universo era también el Dios oculto y en silencio ante la desesperada y atormentada avidez humana de soporte divino, para salir de la angustiosa pesadumbre existencial del drama personal y de la historia, por el sufrimiento nacido de la naturaleza ciega y de la perversidad humana. En todo hombre, el hombre universal, acababa siempre imponiéndose la dramática vivencia del silencio divino.


Estas dos grandes dimensiones del ocultamiento divino, constituyen el gran enigma del silencio divino. Es el mismo enigma. Enigma del Dios que se oculta, o sea, no se manifiesta, porque no ilumina el conocimiento humano del universo y porque, al mismo tiempo, desampara al hombre que queda sumido en el drama de la historia. El ocultamiento ante el conocimiento y el ocultamiento ante el sufrimiento son dos silencios que se refuerzan bidireccionalmente y son el mismo silencio cósmico de Dios. El desamparo divino de la historia humana, personal y colectiva, es un factor esencial del ocultamiento global de Dios ante el conocimiento. Por consiguiente, la experiencia de silencio divino en el conocimiento se hace más profunda en la experiencia del drama de la historia. Es una faceta del drama de la vida humana, porque el hombre “sufre” por el desconcierto final, metafísico, de su existencia ante el conocimiento. La experiencia de silencio divino en el drama de la historia es una experiencia de desconcierto cognitivo metafísico porque el conocimiento final de Dios queda “velado” por el sin-sentido del sufrimiento, que “oscurece” y enmascara el conocimiento del posible Dios.


Esta experiencia integral de las dos dimensiones del silencio-de- Dios ha sido el verdadero fondo de la problemática existencial del hombre ante Dios. En el fondo es un único enigma: el enigma del silencio de un Dios que parece haber creado un mundo autónomo, que puede ser entendido sin Dios y que produce el proceso evolutivo que engendra el sufrimiento.


Silencio-de-Dios, teísmo y ateísmo en el hombre universal


¿En qué consistirán entonces teísmo y ateísmo? Si la incertidumbre y el silencio-de-Dios son un hecho, teísmo y ateísmo sólo serán posibles como una toma de posición ante el problema del silencio divino. Si se es teísta y religioso, es que se admitirá que el silencio- de-Dios tiene un sentido teológico (cabe justificar por qué Dios está en silencio). En alguna manera se aceptará el silencio-de-Dios y no por ello se cerrará la esperanza de que Dios pudiera ser real y salvar la historia humana. Las religiones serán así, ante todo, un discurso sobre el silencio divino. En el fondo, supondrán siempre la creencia en un Dios oculto, por ausencia del universo, por su lejanía y por su silencio. Pero también la creencia en que ese Dios oculto tiene una última intención de liberar la historia humana. La religión natural – posible por las condiciones del hombre en el mundo– no podrá nunca dejar de ser la creencia en un Dios, al mismo tiempo, oculto y liberador.


El ateísmo y la arreligiosidad, en cambio, supondrán siempre negarse a la creencia en un Dios oculto y liberador. El ateo crítico entiende que, para él, el supuesto más verosímil es que Dios no existe, que no tiene sentido racional admitir que un Dios en silencio pueda existir. Ser ateo es lo más obvio e inmediato y el ateo no tiene responsabilidad moral por aceptar lo que parece imponerse por la fuerza misma de un universo en que no vemos a Dios. Pero el ateo sabe también que pudiera ser que el silencio-de-Dios tuviera un sentido-en-Dios, es decir, que hubiera una explicación que hiciera inteligible que Dios hubiera permanecido en silencio. El ateo crítico sabe que Dios, en último término, “podría existir”. Podría darse el caso de que existiera un Dios oculto y liberador, tal como cree el hombre religioso. Pero el ateo no lo admite. El ateo rechaza siempre la posibilidad abierta de admitir la existencia de un Dios oculto y liberador. Teísmo y ateísmo suponen siempre inevitablemente una toma de posición ante el posible Dios oculto y liberador.


La modernidad crítica, en los dos últimos tercios del siglo XX, ha sido, por tanto, la gran ocasión histórica para caer reflexivamente en la cuenta de la inquietud metafísica, del enigma del universo y de la incertidumbre metafísica, de la posibilidad de que ese fondo mistérico, metafísico, fuera algo personal (Dios o dioses) o algo impersonal (un puro mundo sin Dios). Está también contenida en la experiencia radical del hombre universal como ser en el mundo: forma parte de la vivencia radical de todo hombre al verse instalado en un misterioso universo que podría ser escenario del silencio-de- Dios. La experiencia universal de ese ámbito mistérico, que podría ser un ser personal o un fondo sin-Dios, lleva asociada la intuición de que ese posible Ser está en silencio por la misma ambivalencia de la experiencia cósmica. En este sentido, la modernidad crítica habría puesto en orden la experiencia vivencial ya presente en el hombre universal.


La doble pregunta natural por el Dios oculto y liberador


En efecto, los hechos cruciales no pueden alterarse, ya que son los que son: son un hecho la incertidumbre, la angustia humana por el silencio-de-Dios, ante el conocimiento (por el enigma del universo) y ante el drama de la historia (por el sufrimiento y por la perversidad humana). En consecuencia, nacen las grandes preguntas que se hace el hombre en el mundo sobre la verdad metafísica, tal como surgen de la experiencia cósmica universal del silencio-de-Dios. Son dos preguntas inevitables que nacen en el escenario mundano de la existencia por la naturaleza racional del hombre. Son preguntas que pertenecen al hombre universal. Son dos preguntas que acompañan siempre a la condición humana a lo largo del curso completo de su existencia temporal. Son, en el fondo, la expresión de las grandes incógnitas que nacen en la inquietud metafísica del hombre universal por las posibilidades abiertas a la razón humana para concebir la verdad metafísica última del universo.


La primera pregunta es si cabe aceptar que ese Dios oculto por su silencio (ante el conocimiento y ante el drama de la historia) sea real y existente. La segunda pregunta es si ese Dios oculto es un Dios que tiene tanto la voluntad de desvelar el enigma del universo y manifestar su Verdad metafísica última, como la voluntad de liberar a la estirpe humana del drama de la historia, manifestándose como salvador (ya que el sufrimiento es una realidad fáctica y no cabe sino liberar al hombre del drama de la historia ya consumado). De ahí que la gran pregunta que decidirá la metafísica que el hombre quiera libremente asumir, teísta o atea, será la pregunta acerca de si tiene sentido (esto es, armonía racional con la experiencia global del universo, así como de la historia natural y de la humana) aceptar la existencia real de un Dios oculto y un Dios liberador. Es la pregunta unitaria por la existencia de un Dios oculto/liberador.


Esta doble pregunta tiene una enorme importancia para comprender quién es el hombre en el mundo. Puede decirse que, en último término, es un ser racional abierto a la pregunta por la verdad metafísica del universo. Un ser que debe vivir su vida interrogándose, en lo profundo de su conciencia racional y emocional, si será en verdad existente un Dios oculto que, sin embargo, alberga la intención liberadora de la historia. Esta doble pregunta por un posible Dios oculto y liberador es la incógnita que acompaña siempre necesariamente toda existencia humana. No puede ser de otra manera, dadas las condiciones que concurren para el hombre universal en el escenario del universo.


La apertura reflexiva a esta doble pregunta viene a centrar la forma de describir la inquietud metafísica a que lleva la imagen de la realidad en la modernidad crítica. Pero forma parte también el paquete de vivencias radicales del hombre universal. Todo hombre, de cualquier cultura historicista, de cualquier tiempo y condición, de cualquier preparación intelectual, por los factores que concurren en su condición esencial de hombre-en-el-mundo, es decir, el hombre universal vive el misterio de su inserción en el mundo como el misterio de un posible silencio-de-Dios. La inquietud metafísica se traduce terminalmente en inquietud ante un misterioso posible silencio-de-Dios. A partir de aquí no caben sino las respuestas personales. Comienza la respuesta especial (en grupos humanos) e individual (en la contextura personal de cada hombre individual). Esta respuesta, gestada en la inquietud metafísica del hombre universal abierto al posible silencio divino, es la que conduce al teísmo, a la religiosidad, a las religiones, pero también al ateísmo, al agnosticismo y a la indiferencia metafísica o religiosa.



El ateísmo y la arreligiosidad como increencia en el Dios oculto y liberador


El ateísmo, y en su nivel toda otra forma de increencia, ve que el hombre religioso está de hecho aceptando a Dios y creyendo tener con Él una relación interior misteriosa (experiencia religiosa). Ese hombre es religioso a pesar de conocer que Dios está en silencio ante el conocimiento (por esto es viable el ateísmo) y está en silencio ante el drama de la historia, es decir, ante el sufrimiento por el Mal de una naturaleza ciega y por la perversidad humana (sobre todo en las religiones). Pero, pesar de ello, de la lejanía y del silencio-de-Dios, los creyentes aceptan a Dios y son religiosos. Las religiones son siempre, en sus teologías, una justificación de que Dios haya aceptado el silencio cósmico universal de la Divinidad. El ateísmo no puede dejar de verlo y sólo por ello es ya consciente de que es posible aceptar y creer en un Dios oculto y liberador. No es irracional que el silencio-de-Dios pudiera tener un sentido teológico, un sentido-en-Dios. Esto es, en definitiva, lo que han aceptado los creyentes. Y esto es precisamente lo que no es aceptado en el ateísmo que se cierra a la posibilidad de hallar un sentido al silencio- de-Dios.


En consecuencia, la arreligiosidad, por su parte, bien sea atea, agnóstica o la pura indiferencia del hombre de nuestro tiempo, supondrá también de una u otra manera la increencia en el Dios oculto y liberador. El ateo considera que el hecho de que el universo pueda ser verosímilmente explicado sin Dios, de que muestre el inmenso drama de la historia por el sufrimiento, el Mal y la perversidad humana, presente también en las manifestaciones religiosas, no hace aceptable a la razón creer en la existencia de un Dios en silencio. Esto significa que no cree posible aceptar un Dios oculto y liberador, como hacen las religiones. No puede negar la evidencia de lo que ha pasado en la historia de las religiones. Por ello puede decirse que la increencia, en cualquiera de sus manifestaciones, es siempre estar cerrado al posible Dios, cuya existencia, en último término, no puede excluirse, ya que podría estar oculto y en silencio, y cuya existencia podría explicar la importancia del fenómeno objetivo de la historia de las religiones. No puede ser de otra manera.


Por ello, puede decirse, para todo hombre, que la toma de posición metafísica, que siempre deberá darse, no podrá nunca dejar de ser una actitud o toma de posición ante el posible Dios oculto y liberador (esto forma parte del paquete de inferencias que nacen de la inquietud metafísica en el hombre universal). En este sentido, al igual que hablamos de un universal religioso, también podríamos hablar de un universal ateo (o universal arreligioso) que consistiría en estar cerrado a la posibilidad de que el silencio-de-Dios se explicara por el misterio de un Dios oculto y liberador. Toda existencia arreligiosa supondría siempre necesariamente, por las circunstancias antropológicas concurrentes, asumir el universal arreligioso.


Por consiguiente, de acuerdo con la problemática suscitada por la condición natural del hombre, la arreligiosidad puede describirse, en contraste con la religiosidad, como la increencia en el Dios oculto y liberador. El increyente, en efecto, al igual que el creyente, tiene  una experiencia radical de incertidumbre nacida de la naturaleza misma del universo. Por la pura razón podrían ser verosímiles tanto el teísmo como el ateísmo. Pero el increyente se inclina por el ateísmo porque no cree que tenga sentido aceptar la existencia de un Dios oculto y en silencio. El ateísmo se produce siempre por no otorgar a Dios el voto de confianza que es propio de la creencia. El ateo no admite un Dios que se haya ocultado y que haya permitido también el drama de la historia. El agnóstico entiende también que no es fácil hacer lo que hacen los creyentes, a saber, confiar en la existencia del Dios oculto y liberador. Por ello, tampoco se compromete en la aceptación de ese Dios. Al indiferente metafísico –sumido probablemente en la perplejidad metafísica de que antes hablábamos– le pasa algo similar: no se decide por la creencia, ignora el mundo de las preocupaciones metafísicas, incluyendo tanto lo religioso como lo ateo, y se centra sólo en vivir la inmediatez de la vida.


Puede decirse, por tanto, que no es posible una increencia que no sea rechazo del posible Dios oculto y liberador. El increyente observa que el creyente, a pesar del silencio-de-Dios, cree en un Dios oculto/liberador. Por ello entiende que su ateísmo consiste precisamente en no aceptar esa creencia en el Dios oculto y liberador. Pero este rechazo libre y personal es legítimo. El hombre es libre y tiene derecho natural a construir su vida como quiera. El ateísmo parte siempre del paquete universal de la inquietud metafísica. El hombre universal está siempre inmerso en la inquietud metafísica que se expresa finalmente en la incertidumbre ante el misterio de un posible silencio-de-Dios. El ateísmo sería siempre una posible forma de respuesta a esa inquietud metafísica radical del hombre universal.



Teísmo y religiosidad como creencia en el Dios oculto y liberador


En la cultura de la incertidumbre solo será posible creer en un Dios oculto, del que al mismo tiempo postulemos que deberá ser, en el futuro, un Dios liberador. Quizá, como muestra la historia, cuando la religiosidad humana acaba produciendo las religiones, sus teologías terminan formulando reflexivamente una metafísica teísta dogmática, con marcadas diferencias historicistas entre unas religiones y otras. Pero esto no eliminará nunca la experiencia radical de la condición humana en el hombre universal: a saber, la experiencia radical de ocultamiento divino dada en su silencio cósmico. La apertura al posible Dios, desde el interior del universo, es para todo hombre una apertura dramática. Esto es, en efecto, lo que todo hombre advierte inequívocamente en el contexto de su existencia inmediata. Este Dios oculto es el que se concibe además como el Dios liberador del drama de la historia.


El “universal religioso”, origen radical de toda religiosidad


La religiosidad humana no es universal (tampoco lo es la arreligiosidad). No pertenece al hombre universal. Nace de la inquietud metafísica del hombre universal y es siempre en su raíz experiencia del silencio cósmico de un posible Dios que podría estar oculto y en silencio. Por ello mismo, en el hombre universal dispuesto a ella como posibilidad, la aceptación de la existencia real de ese Dios oculto y liberador es precisamente la esencia de la religiosidad humana. Este hecho inevitable, además, implica que toda existencia tiene siempre, por la misma condición humana, al verse a sí misma en el interior del universo, una cierta experiencia enigmática de desconcierto e incertidumbre. De esta inquietud metafísica radical puede nacer la voluntad religiosa decidida a creer en la existencia de un Dios oculto y liberador. Esta creencia hace nacer la religiosidad interior que acabará produciendo, en unos y otros lugares, la religión social. Pero no elimina nunca la “incertidumbre radical” que constituye la naturaleza humana en su esencia profunda. De ahí que, por lo dicho, ni teísmo ni ateísmo son universales, sino especiales (religiones) e individuales (religiosidad individual). Lo universal es la inquietud metafísica del hombre universal cuyas inferencias derivadas llevan a la inquietud ante el silencio-de-Dios y a la intuición de que, como trasfondo del enigma del universo, pudiera haber un Dios oculto y liberador.


La religiosidad no es pues universal. Pero toda posible religiosidad desde el interior de un universo como el nuestro, donde Dios calla y permanece en silencio, responde siempre a una inquietud metafísica universal que abre a la posibilidad de un Dios oculto y liberador. El contenido universal de toda posible religiosidad es la respuesta positiva a la posibilidad del Dios oculto y liberador. Esta aceptación positiva es lo que llamamos el universal religioso, el logos o sentido radical de toda religión que nace de la inquietud metafísica del hombre universal.


La religiosidad como superación del malestar existencial ante Dios


Debemos advertir que esta apertura a la creencia religiosa teísta no es en absoluto fácil para el hombre. Apropiándonos un término del relevante teólogo Urs von Balthasar, podríamos decir que la relación del hombre con Dios es borrascosa, es siempre una teodramática (eludimos matizar el término). El hombre siente un gran malestar ante lo divino porque siente la angustia de su profundo desconcierto por el enigma último de la verdad del universo; el hombre camina a tientas, palpando en la oscuridad de un universo profundamente enigmático, y se siente incómodo en una situación en que Dios, de existir, sería el responsable de que el hombre real, sólo con un voluntarismo decidido, pueda salir de la incertidumbre para situarse en la creencia. El hombre, en el fondo, desearía la certidumbre y la seguridad. Por ello es desmoralizador contemplar el panorama de una historia moderna en que se ha impuesto una incertidumbre social fundada en que Dios no es evidente.


Pero, además, es incluso más desmoralizadora todavía la experiencia angustiosa del drama de la historia, por el sufrimiento producido por la naturaleza ciega y por la perversidad humana. Sentirse abandonado por Dios en el sufrimiento personal y de los seres queridos, ver cómo la vida se desmorona y se acerca la experiencia final de la muerte, contemplar el caos de la historia con millones de seres humanos que apenas tienen qué comer y se sienten humillados de forma infamante, constatar las grandes catástrofes y tribulaciones colectivas que infligen sufrimientos ingentes a masas inmensas de pobre gente sufriente, contemplar la perversidad humana en la sociedad y en las religiones como causa de profundo dolor, llamar a Dios y recibir sólo la respuesta del silencio, es ciertamente muy duro. Por ello, el hombre religioso hace un esfuerzo voluntarista muy grande para creer en Dios y confiar en la liberación a pesar de todo...


Los hombres que se sienten injustamente zarandeados por el drama de la historia, ven en Dios la última esperanza de ayuda y recurren a Él en su interior. Al no recibir la eficaz respuesta que se ha demandado fervientemente, surge un inmenso malestar existencial y emocional ante Dios. Muchas de estas personas no le perdonan a Dios su silencio, el no verlo en su Verdad, y el estar desamparados, abandonados ante la concatenación ciega y sin control de los acontecimientos. La causalidad ciega de la naturaleza hace a los hombres víctimas del sufrimiento natural y de la perversidad humana. Muchos ateísmos, e indiferencias religiosas, son siempre un “ajuste de cuentas” emocional con el Dios en silencio.


En último término, la religiosidad humana es transigir con todo y darle a Dios un voto de confianza. Este voto significa que, a pesar de todo, se confía en que una realidad cósmica tan desconcertante tiene un sentido en Dios, responde a un plan divino de salvación. Es decir, se acepta que Dios ha hecho el mundo así por razones ocultas, su eterno designio, pero que, aunque no las sepamos entender, al dar a Dios el voto de confianza, se asume que responden a un misterioso plan de benevolencia para con toda la humanidad.


Por qué el hombre supera el malestar ante Dios, último posible horizonte liberador


Religiosidad es así aceptar vivir en la incertidumbre del conocimiento y en la penosa incertidumbre del drama de la historia, pero sin que ello suponga dejar de confiar en que todo tiene un sentido en Dios. Ahora bien, ¿por qué el hombre tiende, y así lo ha hecho en la historia, a conceder a Dios este voto de confianza? La única explicación es que al hombre le va mucho en que Dios exista o no exista. Si no existe, todo está perdido y ya sólo queda la frustración final. Sólo si existe, le caben al hombre personal y a la historia en su conjunto una esperanza final de posible liberación. Al hombre, por tanto, no le es trivial que Dios exista o no exista. El hombre tendría un alto interés en que Dios existiera y pudiera esperarse un final feliz y liberador de la historia. El impulso humano hacia la vida es tan grande que el hombre religioso llega a superar incluso su inevitable malestar existencial ante el Dios que calla y éste se convierte incluso (como diría Whitehead) en un compañero que consuela y ayuda a superar la angustia del sufrimiento. Este interés por lo religioso se describe en antropología y psicoanálisis, y permite explicar por qué, en efecto, las religiones han tenido tanto éxito a lo largo de la historia y dentro de las más variadas culturas humanas.


¿Un plan de salvación que explica el silencio-de-Dios? ¿Cuál es ese plan? Creer en el Dios oculto y liberador, es un compromiso arriesgado, pero no es irracional. No se puede excluir que el silencio- de-Dios respondiera a un plan divino salvador que le confiriera un sentido teológico. Es una opción racional por una forma metafísica posible, verosímil, de entender el sentido final de la existencia del universo. Es una creencia que, además, cuenta con el apoyo de las múltiples formas de religiosidad aparecidas en el curso de la historia que han aportado explicaciones imaginativas para dar precisamente razón del plan de salvación que explica ese silencio divino. El cristianismo es una propuesta intelectualmente densa para explicar el sentido del silencio divino en la historia. El Dios oculto y liberador se podrá aceptar o no, pero, en ningún caso, es un supuesto irracional, no congruente e imposible según nuestra experiencia de la realidad.


Hay algún momento en la atormentada vida de todo hombre en que lo teatral, las “burbujas ilusorias de realidad”, el juego con la propia vida, la absolutización ilusoria de lo inmediato, la inercia inmediata de la vida que parecía ser eterna, el alibi de la perplejidad metafísica “políticamente correcta”, se corta de pronto, dramáticamente, y se cae en la cuenta de que todavía está pendiente la necesidad de afrontar en autenticidad personal la decisión metafísica final de la vida. Es el tiempo en que todo hombre advierte con claridad existencial que puede ser teísta o ateo, pero que sólo admitiendo a Dios la historia podría acabar en plenitud.


Karl Jaspers ha puesto nombre a esos momentos de la existencia en que tenemos una clarividencia diáfana para entender lo que la vida “da de sí” y en que caemos en la cuenta de que debemos afrontar la decisión final de la vida ante la incertidumbre metafísica (ante la Cifra, el enigma del universo, en terminología de Jaspers). Jaspers ha llamado a estos momentos decisivos e iluminadores las experiencias existenciales en el límite. Con su estilo propio, Martin Heidegger ha explicado también, después de una pormenorizada analítica de la existencia, que cuando el hombre llega a tener la experiencia existencial impactante de sí mismo como ser-para-la- muerte, es cuando se ve abocado por la fuerza imperiosa de la existencia a reflexionar con autenticidad sobre el sentido de su Ser en el universo. Durante una gran parte de su existencia los hombres viven quizá sus vidas perdidos en lo superficial. Pero para todos llega un tiempo, para unos antes y para otros después, en que se impone el peso de la persuasión de que la tarea esencial de la vida es tomar responsablemente una decisión metafísica ante el sentido último de la vida. El hombre está abierto a la Cifra (enigma en los términos de Jaspers) o al misterio del Ser del Universo (Heidegger) y se impone asumir una actitud personal, aunque sea la indiferencia metafísica o religiosa. La decisión que sea, religiosa o arreligiosa, pero no se puede vivir con autenticidad humana sin tomarla responsablemente.


Cuando el hombre advierte que debe afrontar en autenticidad la decisión final que la existencia le impone, Dios aparece siempre en el horizonte. En el fondo, la decisión metafísica es decidir si se vive abierto o cerrado a Dios. Pero la comprensión realista de lo que da de sí la existencia en el mundo, es decir, la indigencia de la condición humana, personal y colectiva, hace que Dios aparezca en el horizonte como el único posible horizonte liberador del hombre y de la historia. Esto explica la importancia del fenómeno religioso a lo largo de las épocas. Los hombres han sido religiosos porque han entrado en juego intereses profundos, de plenitud y felicidad.


Los hombres no se han aferrado a la religiosidad irracionalmente, porque siempre han intuido que la posibilidad de Dios estaba abierta por la razón cosmológica, por la posibilidad de un Dios oculto y liberador que explicara el silencio-de-Dios, y por la presencia de un Dios misterioso en la experiencia religiosa y en las religiones históricas de todos los tiempos.



Las religiones históricas y la esencia del universal religioso


¿Qué son las religiones? Son efectivamente un hecho objetivo incuestionable que muestra con evidencia que la respuesta teísta a la inquietud metafísica ha sido la gran protagonista de la historia. Religiosidad y religiones son la respuesta positiva a la inquietud metafísica del hombre universal en el universal religioso. Pero hay religiones de diversas facturas sociales y con creencias sobre el universo, sobre Dios o los dioses, también muy diferentes. Han existido numerosas religiones, muchas extinguidas, y existen todavía en nuestro tiempo. Las grandes religiones siguen siendo el hinduismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Podríamos añadir además otras importantes, aunque menos elaboradas, como el confucionismo, el taoísmo, o las numerosas religiones animistas de pueblos y tribus primitivas, esenciales en la espiritualidad africana. Habría también religiones que serían cruces o sectas nacidas a partir de las grandes religiones. Todo en conjunto ha dado lugar a extensos diccionarios sobre la religión, del pasado y del presente, con miles de entradas referentes a innumerables religiones y grupos religiosos.


El problema de las religiones


Dejando al margen las acciones inicuas generadas por la religión, que ya hemos comentado, se presenta también otra consideración importante. Si un Dios existente estuviera alentando en el interior de las religiones, cabría pensar que la idea del universo, de Dios y de los rituales, en las diversas religiones, debería tener mayor congruencia y unidad. Debería aparecer una armonía que mostrara cómo el mismo Dios es Aquel en quien creen las diversas religiones.


Sin embargo, el hecho es que frente a esta presumible armonía religiosa, la consideración comparada de las creencias, teologías, rituales, normas morales, en las diversas religiones, aunque presenta convergencias, se muestra más bien como un caos contradictorio. Cada una de las religiones tiene su visión cuasi excluyente de lo religioso, y además se considera como la verdad absoluta, dogmática, frente a las demás. En ocasiones incluso han existido entre las religiones no sólo conflictos ideológicos, sino también guerras, persecuciones e innumerables acciones violentas. ¿Cómo explicar todo esto? ¿Es congruente con pensar que Dios existe?


Por tanto, si consideramos el conjunto de la historia de las religiones, ¿cómo dar sentido a tanto enfrentamiento, exclusión y falta de armonía entre sus teologías y su existencia conflictiva en la historia? ¿Cómo explicar que, aunque también haya habido una santidad incuestionable, se haya manifestado, y se siga manifestando, tanta perversidad religiosa en la historia de los pueblos? Ciertamente estas preguntas y otras similares han sido parte importante de la reflexión humana sobre la religión.


La religiosidad radical respuesta del hombre universal: el Dios oculto/liberador


La tesis que defendemos pone de relieve que en todo hombre, por su situación en el mundo como ser natural, se repiten ciertas experiencias y circunstancias derivadas inevitablemente de los factores que concurren en la naturaleza. Esto es lo que llamamos la “condición natural” del hombre, o sea, la inquietud metafísica radical del hombre universal. El hombre no puede ahogar la aspiración biológica a la vida. Ejerce su razón y la angustia ante la propia indigencia lo abre a las incógnitas metafísicas. Vive el misterio de su experiencia radical del mundo como enigma y en él se trasluce el silencio del posible Dios, silencio ante el conocimiento y silencio ante el drama de la historia. Es este hombre universal el que entiende que su inquietud metafísica radical se resuelve creyendo (teísmo) o no creyendo (ateísmo) en un Dios oculto y liberador.


De ahí que, como decíamos, le sea posible al hombre tener la voluntad libre de creer en la existencia de un Dios oculto y liberador. O, lo que es lo mismo, creer en un poder personal oculto que salvará la historia personal y colectiva. Esta es la religiosidad radical, aquella de que nace y de la que se deriva posteriormente toda religiosidad personal específica y toda religión. Todo hombre religioso que vive el enigma del universo y la incertidumbre metafísica, cuando cree en Dios, no puede dejar de hacerlo sino a pesar de su lejanía y de su silencio, esto es, tras la aceptación del silencio divino en la creencia en un Dios oculto y liberador. Esta forma de religiosidad radical –lo que llamamos universal religioso– está presente en la profundidad de cualquier forma de religiosidad concreta.


¿En qué nos apoyamos para decir que, en efecto, es así? Pues simplemente en los argumentos anteriormente expuestos que muestran que, dada la condición natural del hombre, no es posible una religiosidad que no brote desde una experiencia radical de incertidumbre y no nazca germinalmente de la voluntad de aceptar y creer en un Dios oculto/liberador. En esta referencia radical al Dios oculto y liberador coinciden de forma armónica todas las religiosidades naturales subjetivas de los individuos, y las religiones derivadas de esa religiosidad, las grandes religiones y las menores. Las incongruencias y desarmonías entre las religiones no están nunca producidas por esta religiosidad radical, que es el universal religioso, sino por su historicismo posterior. Todas las religiones tienen un fondo profundo, radical, de convergencia que da al movimiento religioso universal una sorprendente armonía.


El historicismo de religiosidad y de religiones


El hecho es que inmediatamente se produce la interpretación (o traducción) de esa experiencia religiosa radical, de apertura al Dios oculto y liberador, a contenidos teológicos, rituales, morales, sociales, etc., que nacen de la historia misma de los pueblos. A medida que pasan los años, y la religión se hace estable en sus grupos humanos, aparecen entonces poco a poco los rasgos historicistas diferenciados. Lo que llamamos historicismo religioso es, por tanto, la forma en que las religiones generan en la historia sus rasgos propios y diferenciales al organizarse socialmente a partir de la obra inicial de los “grandes fundadores”. Historia que va llenando de contenidos las religiones en sus diversos contextos geográficos, políticos, filosóficos y culturales (historias, profetas, santos y predicadores, mitos, símbolos, teologías, explicaciones cosmogónicas y antropológicas, sacerdotes, órdenes clericales, reglas de comportamiento social y moral, etc.).


En este proceso historicista se pueden haber incluso alterado, o mal interpretado, aspectos importantes de la religiosidad radical. Por ejemplo, es lo que pasa cuando el historicismo, así como la potente implantación de la religión en la cultura de sus sociedades respectivas, hace nacer teologías o metafísicas dogmáticas que, en el fondo, habrían “mal interpretado” la experiencia de incertidumbre que acompaña siempre a la religiosidad radical presente en el hombre universal. El esfuerzo por expresar mítica, simbólica o conceptualmente, estas experiencias muy radicales produce una cierta diversidad en la idea de Dios, o de los dioses, del poder personal que salva, y de las circunstancias socio-culturales que acompañan la implantación de la religión como vivencia colectiva organizada en cada grupo cultural. El universal religioso habría sido interpretado por la imaginación humana en las diversas tradiciones historicistas. Estas podrían llegar a “enmascarar” la presencia del universal religioso como vivencia profunda de la esencia de la religión. Pero en el fondo de toda conciencia humana seguiría estando siempre presente la experiencia de incertidumbre, de silencio divino y de entrega a la creencia en el Dios oculto y liberador. En otras palabras, la inserción del hombre en las tradiciones historicistas de cada religión –como pueden ser hinduismo, budismo, judaísmo, islamismo, o incluso cristianismo– es compatible con que ese mismo hombre esté viviendo en profundidad la inquietud metafísica, la ambivalencia metafísica del universo, el silencio-de-Dios y la aceptación de Dios en el universal religioso que lo une, como hombre universal, al movimiento universal de la religiosidad humana.


Cabe entender, pues, que la derivación de las religiones a lo perverso, o su falta de armonía unitaria como referencia a un único Dios, son una consecuencia de procesos historicistas avanzados que las han ido dotando de su implantación social excesiva y de un sentido de rivalidad que nace de sus mismas diferencias políticas, culturales e historicistas. La historia civil influyó en la conformación historicista de las religiones que fueron arrastradas por las circunstancias de cada pueblo incluso a la violencia entre ellas.


Religiosidad universal, universal religioso o esencia armónica de la religiosidad natural


Por consiguiente, lo que estamos queriendo explicar es que, por encima del caos y diversificación excluyente y extraña del mundo de la religión, existe una unidad esencial profunda que aúna toda manifestación humana de lo religioso. Nace de la condición natural del hombre en el mundo y es sentida por todo hombre en lo profundo de su ser. La aspiración natural a la vida, la angustia ante el drama de la existencia, la inquisición racional de lo metafísico, hacen que todo hombre religioso, por los factores necesarios que concurren en la condición humana del hombre universal, esté abierto inevitablemente a lo religioso, lo acepte o no lo acepte.


De ahí que podamos hablar de una religiosidad universal, o esencia armónica de la religiosidad natural, presente en todas las religiones. Las religiones tienen siempre inevitablemente un fondo común que depende de su condición humana. La religión nace de hombres que viven la incertidumbre de un universo enigmático, el drama de su vida, la aspiración a vivir, así como la inquieta apertura a las posibilidades de plenitud que pudieran esconderse en lo metafísico. No puede ser de otra manera. Por ello, por otra parte, la religiosidad nace cuando esos hombres intuyen por la razón que es verosímil aceptar y creer en la existencia de un Dios oculto y liberador (un poder personal metafísico que puede liberar y liberará la historia humana). Así, el logos, o razón profunda, de la religiosidad humana, que produce las religiones, es la creencia en un Dios oculto y liberador. Este logos natural es lo que en este ensayo llamamos el universal religioso. Sólo desde esa creencia radical, como humus inevitable que no puede dejar de darse, es posible el nacimiento de las religiones.



Las religiones históricas: universal religioso e historicismo


De ahí que, en todas las religiones históricas –hinduismo, budismo, judaísmo, cristianismo e islamismo, y en las otras religiones menores–, descubramos un fondo común que refleja la presencia de la religiosidad universal. Aunque en ellas parece que nos impactan más sus diferencias historicistas, el hecho es que se muestran como manifestación del universal religioso, es decir, de la religiosidad o religión universal. Los hinduistas, budistas, judíos o islamistas, son ante todo hombres en el mundo que sienten la ausencia de Dios en el escenario del mundo. Dios no es evidente a su conocimiento natural y esto no puede dejar de sentirse. Atraviesan la tribulación del drama de la historia y viven el desamparo de todo hombre ante su indigencia. En estas circunstancias inevitables dadas en el hombre universal creer en el Dios cuya creación del universo y cuyo plan de salvación les vienen narrados por las teologías historicistas de sus religiones, es siempre sin duda una creencia en el Dios oculto y liberador. En ellos, la adhesión a su religión es al mismo tiempo la adhesión existencial y emocional al Dios oculto y liberador.


El hinduismo


Por hinduismo no sólo se entiende una religión, sino un complejo entramado de elementos culturales y filosóficos formados en los pueblos que habitaban la cuenca del río Indo y que acabaron por extenderse en toda la península del Indostán. Nace con el Vedismo, la religión de los antiguos pueblos indoeuropeos que estaban arribando a la región en torno a unos 2000 años A.C. El hinduismo no es una religión fundada en “revelaciones”, sino en una formulación filosófica de una experiencia religiosa ancestral. De ahí su gran apertura.


Desde entonces una enorme variedad de creencias religiosas, unidas a aspectos sociales, económicos, políticos, culturales, folklóricos, etc., se fue formando y coexistiendo. Una cosa son las teologías cultas con sistemas filosóficos bien construidos y otra muy distinta las variedades de la religiosidad popular donde aparece una compleja amalgama religiosa de dioses locales y universales, más o menos personales, demonios y fetichismos, prácticas de ascetismo y misticismo, variadas creencias reencarnatorias y esoterismos de todo tipo. El pueblo suele ser consciente de la creencia en una divinidad superior que sería el origen de todo, incluidas las deidades locales.


El hinduismo es esencialmente tolerante. Admite todo tipo de creencias y trata de coordinarlas, sin tratar de excluirlas y negarlas. Es raro encontrar doctrinas que deban ser excluidas. Lo religioso está más allá de las definiciones verbales y por ello excluyen todo dogmatismo, no existiendo organizaciones, jerarquías o autoridades centrales. Para ellos cabe incluso la posibilidad de aceptar otra religión sin dejar de ser hindú. Detrás de esta actitud se esconde, en el fondo, una intuición del misterio, del ocultamiento de la verdad, y de que todas las religiones son complementarias.


La creencia fundamental del hinduismo es la existencia de un principio eterno, infinito, transcendente y omnipresente, que es la única realidad, causa última y fundamento, ontología profunda de todo, fuente y objetivo de la existencia. Esta realidad última es llamada Brahman. Todos los seres son una emanación suya y el universo es una transformación de su esencia. Brahman es impersonal, aunque es la sustancia universal que constituye el origen de todo ser. Brahman está presente en todos los seres y constituye el alma interior de todo; es el Atman (alma) en el hombre. El Brahman es así el profundo origen creador, preservador, transformador y reabsorbedor de toda realidad: todo nace del Brahman y acaba terminalmente en él. Sin embargo, aunque el Brahman es impersonal, el hinduismo entiende que en el Brahman se han producido unas deidades personales últimas que, en el fondo, están hechas de Brahman. El Brahman se hace persona en las deidades que en él se engendran. La personificación más fundamental es Brahma que se entiende como el trasfondo creador de todo. Pero, junto a Brahma, el Brahman ha producido también otras dos deidades personales supremas que establecen una relación con el hombre y son objeto de culto en la religión. Son Visnú y Siva los dioses personales supremos que fundan la religiosidad y culto de los fieles hinduistas.


La concepción hinduista de Dios es extraordinariamente actual. Su idea del Brahman muestra una intuición de la imagen holística del cosmos en la ciencia actual que, como explicábamos (capítulo primero), permite a la metafísica teísta entender mejor cómo y por qué la realidad holística de Dios podría ser el fondo holístico del universo, es decir, la ontología holística profunda de Dios en que el universo es creado. El fondo ontológico unitario en que todo es generado y finalmente reabsorbido está más cercano al espíritu, a la conciencia, que a la materia griega. El cristianismo –además de su curiosa coincidencia con una imagen trinitaria de Dios– tiene en el fondo esta misma imagen holística de Dios, pero la verdad es que su conexión con el dualismo griego no le permitió formulaciones holísticas tan impactantes como las que hallamos desde antiguo en el pensamiento hindú.


La doctrina de la transmigración, o de la reencarnación, unida a la doctrina complementaria del Karma es comúnmente aceptada por todas las tradiciones hinduistas. Tras la muerte el Atman (alma) sufre una transmigración que la hace reencarnarse en otro ser. La totalidad del proceso de reencarnaciones se llama el sámsara: no tiene comienzo y en muchos casos tampoco tendrá final.


No es necesariamente un proceso de purificación de final feliz, ya que el Atman puede estar esclavizada en el mundo de forma indefinida en ciclos de vida que retornan una y otra vez. El karma está constituido por la naturaleza de los actos propios, realizados por uno mismo, bajo la propia responsabilidad, y es el factor que determina la condición en que se producirá la reencarnación. El karma ata sin remisión a los Atman de los seres a recorrer una agobiante serie de muertes y nacimientos sin fin. Esta concepción ha derivado a un cierto fatalismo de la sociedad india y a la creencia en que las desgracias individuales se producen por el propio karma, por las propias acciones; igualmente se reconoce la existencia de un karma colectivo, obra de todos, que determina el curso de la historia.


La salvación está así dirigida a lograr una interrupción del proceso de karma-transmigración que conduce a una emancipación final o moksa. El hinduismo, al describir el camino de liberación que debe atravesar el hombre, entiende que el Atman está atrapado en el mundo, pero su verdadera existencia debe huir de la existencia mundana. Sólo ha entendido el sentido de esta liberación final quien tiene la experiencia de que el Atman humano es en realidad Brahman (el principio originario) en el que debe ser reintegrado. El fin de la emancipación es volver al Santo, a Dios, a Brahman. Es el estado de salvación y paz eterna (por influencia del budismo algunos hinduistas llaman también a este estado final el Nirvana). La atadura a los objetos mundanos retrasa –y puede ser eternamente– la reintegración en el Brahman. Nadie tiene garantizada la salvación y depende de la propia libertad de acción.


Basta recordar estos elementos básicos de la religión hinduista para que sea fácil concluir en que, por encima de todos sus numerosos factores historicistas, la religiosidad hinduista muestra lo universal religioso y aparece a todas luces como religiosidad o religión universal. Es clara su referencia a un poder personal (Brahma, Visnú y Siva que son engendrados en el fondo holístico del Brahman) que salva, cuando cada una de las existencias personales queda finalmente reabsorbida en la realidad divina del Brahman que constituye la ontología misma del alma o Atman humana. El creyente hinduista cree en esa liberación a pesar de que el Brahman es un fondo oculto y de la misma dureza del camino de sufrimiento o sámsara. El hinduismo es creyente en una deidad oculta y liberadora que constituye la esperanza de la vida. La vida se entiende como un camino de salvación que depende de la libertad humana, que no siempre necesariamente acabará bien y que finalmente conduce a que el alma quede reabsorbida en la vida de la Divinidad.


El budismo


El budismo es una escisión del hinduismo que, junto a otra religión llamada jainismo, fundada por Mahavira, se asienta en toda la India entre los años 600-300 A.C. Por tanto, muchos de sus conceptos son repetición y reinterpretación de la tradición hinduista, aunque otros conceptos hinduistas son rechazados. En conjunto, el budismo es una religión que ofrece importantes novedades, representando una visión nueva, original, religiosamente profunda, frente a lo que hasta entonces había sido el simple hinduismo. El budismo es la confianza total de un hombre sufriente en una futura salvación o Nirvana en que el hombre hallará la felicidad deseada. Para ello deberá seguir un camino de salvación.


La religión de Buda es una profunda reflexión sobre el sufrimiento. Parece ser que la explicación de la experiencia religiosa de Buda depende del estado de crisis en que se encontraban el hinduismo védico y brahmánico. El vedismo, sobre todo en el ámbito de la religiosidad popular (presa de una religiosidad elemental o mágica), hacía prevalecer la idea de sacrificio. Los fieles ofrecían sacrificios, en ocasiones humanos, para obtener beneficios o prevenir angustias o males. Los ritos hinduistas tenían un carácter mecánico, engendrando la confianza ciega en que puras acciones rituales mecánicas alcanzaban la benevolencia automática de los dioses.


Buda entendió, también por propia experiencia, que la esencia de la vida humana era el sufrimiento que oprimía la existencia de todos. Pero la solución no era una religiosidad basada en el negociado con los dioses. Para Buda la idea de un Dios personal, y de los dioses intermedios, era incompatible con la existencia del Mal, del sufrimiento humano. No era posible pensar en un Dios personal si existía el Mal. Por ello, el budismo es así una religión atea, sin dioses (aunque esto hay que entenderlo con ciertas matizaciones que más adelante haremos). Buda entendió su doctrina como la predicación de un camino que conducía sin dioses a la salvación; es decir, a la eliminación de la existencia (fuente del sufrimiento) y el acceso a la salvación. La doctrina de Buda se transmitió primero oralmente, pero los Concilios Budistas Antiguos trataron de fijar definitivamente su contenido.


La doctrina de Buda suele resumirse en las cuatro grandes verdades del Sermón de Benarés. La tercera verdad es la supresión del sufrimiento. Para lograrlo es necesario suprimir la causa, a saber, el deseo. Así, al suprimir el deseo, podemos liberarnos del Karma (el deseo de lo falso y efímero) y, libres del Karma, se estará liberado del Sámsara (el ciclo de muertes y nacimientos). La supresión del sufrimiento es la liberación de la existencia que equivale a la entrada en una dimensión nueva, el Nirvana.


La cuarta verdad es el camino que conduce a suprimir el sufrimiento. Saber en qué consiste suprimir el sufrimiento no significa conocer el final al que el camino nos conduce. Debemos conocer, pues, el camino hacia el Nirvana. En definitiva es la práctica de la no- vinculación, o sea, la eliminación del deseo. El deseo proviene de la falsa ilusión de la consistencia permanente de las realidades fenoménicas, que son siempre perecederas, sobre todo la gran ilusión de la consistencia y el apego al propio Yo.


El budismo es una doctrina sobre el Nirvana. Nirvana es el estado en que se entra una vez que se ha conseguido eliminar el Karma y romper el Sámsara. Para entender el pensamiento budista hay que decir que Nirvana no es existencia (ya que ésta es siempre fenoménica, perecedera): es, pues, otra cosa. Sin embargo, el hombre personal, digamos, entra en el Nirvana como una realidad transformada. Si no fuera así el budismo no sería una doctrina de salvación para el hombre personal concreto. Buda no explica positivamente qué es el Nirvana o, negativamente, qué no es. La teología budista dice que el Nirvana está más-allá, transcendente, y no puede ser comprendido y explicado desde el más-acá.


Además, hay que tener en cuenta que no se afirma que el Nirvana sea Dios, o que en el Nirvana haya un Dios, o dioses; aunque tampoco puede excluirse porque, en definitiva, el Nirvana es un enigma. Decir que no hay Dios equivaldría a saber qué es el Nirvana. Destaca, no obstante, que el budismo desarrolla toda su teoría religiosa como un proceso de purificación, al margen de los dioses personales propios de la religión hinduista y, en este sentido, se habla del budismo como una religión atea. La religación, la esperanza religiosa de salvación en el budismo, es así una entrega confiada a una dimensión transcendente enigmática y misteriosa, el Nirvana. El budismo es la confianza en un futuro salvador desconocido y enigmático. En este sentido el budismo es una auténtica religión porque confía en la existencia de un poder salvador, que en el fondo no niega que pueda ser personal y que liberará definitivamente la existencia del hombre que acceda al Nirvana.


El budismo es una religión en que aparecen con fuerza extraordinaria tanto la experiencia del ocultamiento divino como la experiencia del sufrimiento. El sufrimiento es incomprensible en Dios y esta es la causa fundamental de su ocultamiento. Dios, hasta tal punto está oculto que no se sabe si la liberación producida en el Nirvana será protagonizada por Él. Pero, a pesar de todo, la religiosidad budista acepta y cree en que la realidad se explica por la existencia de un poder salvador último, quizá personal y divino, que producirá la liberación final del Nirvana. Por ello, el budismo es religioso a pesar del ocultamiento de Dios –el budismo es la religión que vive con más intensidad este ocultamiento– que en todo caso se transformará en la liberación final, o Nirvana.


En este sentido, el budismo es la religión que cree en el Nirvana (quizá Dios) oculto y liberador. Pero, además, el budismo, como el hinduismo, cree también que llegar al Nirvana no es automático sino que depende de las libres decisiones humanas y, por ello, no siempre llegará a consumarse. Nadie tiene la seguridad de llegar al Nirvana y depende de la configuración libre de sus acciones. Por ello, el ocultamiento de Dios –impensable por el sufrimiento y el Mal–, así como la creencia en una dimensión transcendente liberadora, el Nirvana, son la esencia de la religiosidad budista. En ella vemos la presencia inequívoca de la vivencia dramática de la posible realidad de un Dios oculto/liberador.


El judaísmo


Un aspecto importante de la religión de Israel es que se entiende causada por una iniciativa divina. Es Dios quien se ha dirigido a Abrahán y se ha revelado, estableciendo una Alianza. Ahora bien, la revelación ha quedado plasmada en unos libros y, por ello, los judíos creen que Dios ha inspirado eficazmente esos libros para que contengan correctamente La Ley, el contenido de la Alianza. Este concepto de revelación es propio de Israel y está más-allá del concepto de libro sagrado que encontramos también en otras religiones. La revelación de Dios se contiene en dos libros santos: la Biblia y el Talmud.


La Biblia está compuesta por La Torá (Génesis, Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio), los Profetas (comprende los libros históricos y los profetas) y las Hagiografías (Sabiduría, Proverbios, Job y otros); más o menos equivale al Antiguo Testamento cristiano, pero con otra forma de agrupación. El Talmud es el segundo libro santo, constituido por tradiciones orales que describían aspectos de la teología y rituales judíos. Al producirse la diáspora y temer que pudiera perderse la tradición oral se fue poniendo progresivamente por escrito; abarca sobre todo leyes rituales referentes a las bendiciones y la vida agrícola, festividades, familia y relaciones conyugales, código moral y civil judío, leyes de pureza y purificación, sobre todo en la alimentación. El estudio científico, tanto de la Biblia como del Talmud, es altamente complejo y da lugar a numerosas especialidades universitarias. En la Biblia se denomina el estudio histórico- crítico. Desde el punto de vista de la fe religiosa judía se estudia la forma, los sentidos, en que debe leerse la Biblia para interpretarla y entender desde ella la revelación: sentidos aparente, alegórico, moral o metafísico, místico, etc.


Los escritos cabalísticos, la llamada Cábala, surgidos del siglo II al XVI, no son libros sagrados del judaísmo, pero son altamente valorados como manifestación de especulaciones filosóficas, teológicas, simbólicas, rituales, pero siempre un tanto esotéricas, especulativas, que se produjeron en las distintas comunidades judías de la diáspora. La escuela de la Cábala sigue viva en la actualidad, aunque no sea seguida por todos.


Monoteísmo. Frente a las otras religiones, el judaísmo destaca por un riguroso y absoluto monoteísmo. No está claro desde el principio, ya que se necesitará una larga evolución hasta que se cae en la cuenta de que Yahvé se ha revelado como el Dios único y absoluto. Es un Dios personal que interpela al hombre y que se manifiesta como Padre; el judío se relaciona personalmente con él por las oraciones y los rituales. Es un Dios que ama al hombre y quiere ser amado por el hombre (recordemos la mística judía de todas las épocas, presente ya en la Biblia, verbigracia, en el Cantar de los Cantares, cuyo sentido se refiere a la relación con Dios, o en las mismas tradiciones místicas de la Cábala). Es un Dios que se preocupa por los individuos y por el pueblo de Israel. Es, además, transcendente al universo (no es una parte del universo); pero es, al mismo tiempo creador y fundamento ontológico del universo, no sólo en un primer momento, sino en una creación desde la nada y fundamento continuo de su permanecer en el tiempo. El perfeccionamiento de esta idea de Dios se va produciendo poco a poco a lo largo de la historia bíblica. Aunque es transcendente es, sin embargo, cercano a todos los seres, presente en el espíritu del hombre, omnipresente y omnisciente, ya que lo abarca todo y lo contiene. Puede ser también un Dios que se ofende por las acciones humanas y que castiga.


La tradición filosófico-teológica de la Cábala contiene preciosas exposiciones sobre cómo entender que Dios sea transcendente y, al mismo tiempo, creador del universo desde la nada. La pregunta era entender cómo Dios había creado el universo desde sí mismo. Las ideas de Luria, judío sefardí de comienzos del XVII, asentado en Palestina, reinterpretaron ideas de la Cábala por medio de la imagen del Tzim-Tzum: Dios es luz que hace en sí la oscuridad por un proceso interno de retracción o autovacío que hace nacer el universo; en esa ontología del mundo como oscuridad van produciéndose partículas de luz que configuran poco a poco el mundo físico hasta la emergencia de los seres vivos y del hombre, ser ya plenamente abierto a la luz de Dios. De esta manera, la Cábala enlaza la apertura a la luz como la inmersión mística en la luz divina como forma de espiritualidad unida a una concepción ontológica holística del universo como luz. Una concepción en extremo interesante a la luz de la ciencia moderna y sus tendencias holísticas actuales (capítulo primero).


Es importante la antropología judía y su concepción de la historia de salvación. El judaísmo no es dualista. El alma humana es el principio vital, el hálito viviente, el espíritu que brota del cuerpo. No responde al dualismo griego en ninguna de sus formas, aunque la Cábala se vio influida por el neoplatonismo y en ella aparecieron ideas del alma cuya congruencia con las tradiciones más antiguas de la antropología hebrea habría que estudiar. El hombre, a través de Abrahán y del pueblo judío, está llamado a la Alianza que garantiza la realización de la Promesa de Bendición.


Por ello, la religión judaica concibe la historia de forma lineal: es la historia de salvación que se va realizando poco a poco; la historia es un camino hacia la salvación prometida en la Alianza. La realización de la Promesa es la constitución del Reino de Dios, la nueva monarquía de David, que es un estado de bendición en el más-acá, en la Tierra. El judaísmo es, pues, una religión orientada esencialmente a lo terreno. Pero reconoce también una vida más-allá de la muerte. El alma, tras la muerte, entra en el Jardín de Edén, pero sólo si está purificada; si es impura irá al Sheol. De esta manera, toda la humanidad camina hacia la bendición conducida por el testimonio de Israel, primero el reino terreno y después el Jardín de Edén. La humanidad se agrupa así en cuatro grandes círculos: todos los hombres, el pueblo escogido o Israel, los sacerdotes de Israel y el gran sacerdote judío que representa a la humanidad ante Dios. Todos los hombres están llamados a la bendición, pero llegar al Jardín de Edén depende de las propias acciones libres.


Tampoco cabe duda de que la religión de Israel responde también a los grandes principios del universal religioso y en ella se realiza la religiosidad o religión universal. En ella se reconoce la existencia de un poder personal representado por el Dios único y transcendente, al que nadie ha visto nunca. Pero la fe de Israel cree que ese Dios mistérico se ha dirigido (ha hablado) a la estirpe de Abrahán y ha prometido el cumplimiento de la Bendición (la salvación), condicionada al cumplimiento de la Alianza. Israel no sólo acepta y cree en la existencia de un poder personal que salva, sino además en la palabra de ese Dios que se ha dirigido a Israel.


La existencia de Yahvé y su Palabra a Abrahán es una creencia en la oscuridad que no es fácil aceptar y creer. ¿Por qué? Pues porque la experiencia ordinaria que Israel tiene de su vida es una constatación constante de que al Dios real no se lo ve, Dios es un enigma oculto ante el conocimiento humano y ante la experiencia de sufrimiento que atraviesa Israel continuamente en la historia. La historia de Israel es una dramática sucesión de episodios en que su fe es sometida a prueba por el silencio divino, en el enigma del universo y en el enigma del sufrimiento. Dios aparece oculto y lejano, pero la fe de Israel se esfuerza en aceptar y creer a pesar de su silencio.


La penosa historia de Israel, que atraviesa innumerables tribulaciones a lo largo de los siglos, es sin duda una incuestionable experiencia del abandono y silencio de Dios, en el que, sin embargo, se cree. La historia de Israel, dentro de sus peculiaridades historicistas, es sin duda otra historia de la religiosidad humana universal. La vivencia de la incertidumbre, del enigma, del misterio y del desconcierto, que, sin embargo, lleva a aceptar y creer en la existencia de un Dios oculto y liberador. Esta es, en efecto, la esencia del universal religioso, la religiosidad o religión universal.


El islamismo


El islamismo como religión se funda en El Corán o revelación islámica. El Corán es el libro sagrado que descendió prodigiosamente la Noche del Destino, en el monte Hira, y fue completado poco a poco a lo largo de los años. Sus últimos contenidos fueron dictados por el Profeta en su peregrinación a La Meca, poco antes de su muerte. Es la Palabra no creada, eterna, del propio Dios, dirigida por Mahoma a los creyentes que quieran realizar sus vidas en torno a ella. Para el musulmán Dios lo ha dicho todo en El Corán y nadie puede añadir ni cambiar nada en absoluto. Salmodiando y meditando sus palabras el musulmán las transfiere del escrito al corazón por medio de la palabra. De esta manera la sensibilidad del creyente va del sentido aparente (zahir) al sentido oculto (batim) del mensaje eterno de Dios pronunciado en el tiempo por Mahoma. Al contenido escrito de El Corán añade el creyente el ejemplo del Profeta Mahoma: hombre perfecto y profeta escogido... Mahoma se inspiró en la religión judía y es también una religión fundada en un Libro, incluso de una forma más radical.


Los primeros discípulos recogieron el ejemplo de sus obras y la forma en que vivió e interiorizó las palabras de El Corán que él mismo había transmitido por mandato divino. La tradición sobre la santidad de Mahoma está recogida en el Sello de los Profetas. El Hadiz recoge la tradición de los dichos del Profeta y la Sunna recoge sus comportamientos para resolver problemas sociales concretos. El Hadiz y la Sunna son, junto al Corán, fundamentos de la ley islámica. La comunidad islámica entiende la vivencia de su fe como una actualización de la vivencia religiosa de Mahoma al contemplar las enseñanzas de El Corán. De esta manera, la revelación islámica presenta tres facetas: El Corán, el Profeta y la Comunidad Islámica. El creyente llega a la revelación por la palabra escrita, el ejemplo viviente del Profeta y la participación comunitaria de la experiencia religiosa en el islam. La diferencia entre sanitas y chiitas consiste en que los primeros se reducen a las enseñanzas del Profeta; en cambio, los segundos las completan con las enseñanzas de Alí, primo y yerno del Profeta, así como de otros familiares señalados. Por otra parte, todos los musulmanes coinciden en las grandes enseñanzas teológicas contenidas en la fe de Mahoma.


Para el islam, Alá es el Dios único. En el islam el contenido más esencial de las creencias religiosas es la proclamación ante la sociedad de la unicidad de Dios, dentro del más estricto monoteísmo. Mahoma conocía el monoteísmo judío y cristiano, pero su intención fue radicalizar todavía más el monoteísmo, rechazando la confusión trinitaria cristiana en torno al monoteísmo y, por descontado, el politeísmo anterior de las tribus árabes de su entorno. Dios es creador absoluto, fundamento de todo, misericordioso, omnipotente, todo lo sabe, todo lo entiende, todo lo ve. Así, el islam admite como profetas a todos los personajes del antiguo testamento y al mismo Jesús, pero sin reconocerlo como Dios ya que esto iría en contra de la pureza monoteísta. La religión islámica se cree la verdadera religión que proclama en el mundo la doctrina más absolutamente monoteísta que ha sido revelada por Dios en El Corán. El Islam cree en otros libros revelados como La Torá, los Salmos, los Evangelios, pero sólo El Corán es la revelación final y definitiva del Dios único.


En el islamismo la salvación final se realiza por la resurrección y el Juicio Final. El Dios único es creador del universo para conseguir la salvación del hombre. Pero ésta se produce escatológicamente, más allá de la muerte. La descripción de los sucesos escatológicos tiene una gran importancia en el islam; en ella se descubre una innegable influencia del pensamiento judío y cristiano. El islam es así una religión intensamente volcada hacia una esperanza de la salvación final que, en El Corán, se describe con lujo de detalles. El más- allá comienza por los acontecimientos tras la muerte (se concibe como separación del alma y del cuerpo). Después se produce inmediatamente el interrogatorio ante la tumba o juicio intermedio, realizado por ángeles. La gran catástrofe es el escenario en que se produce el Juicio Final (un potente resonar de trompeta, el temblor de la tierra, fenómenos cósmicos...). Antes del Juicio se producirá la gran resurrección de todos los muertos: Dios es omnipotente y puede llamar a los hombres a una nueva vida por la resurrección. Dios será entonces el único y supremo juez. Pronunciada la sentencia unos irán a un paradero neutral, otros al infierno y otros al paraíso.


El Corán describe con imágenes fastuosas los placeres inefables del paraíso, la felicidad serena en el maravilloso jardín de Dios con sus ríos de agua, leche, vino y miel, con su abundancia de frutos y de cuanto contribuye al bienestar corporal, con su paz y felicidad absoluta, con las relaciones sexuales con las jóvenes de rasgados ojos o Huríes, etc. Las mujeres creyentes compartirán también esas delicias y hallarán en el paraíso la benevolencia divina. Siguiendo al Corán que dice, refiriéndose a Dios, que las miradas no lo alcanzan, los mutazilíes rechazan en el paraíso la posibilidad de contemplación divina. Pero los asharíes, por el contrario, ven en la visión de Dios la felicidad suprema que Dios ha concedido a los creyentes y a las creyentes. Pero, en todo caso, no cabe duda de que la religión del islam concibe también, de forma similar al judaísmo y cristianismo, que Dios, como se revela en el Corán, ha establecido para la humanidad un camino de salvación que sólo se consumará con la participación libre del hombre.


El hombre islámico responde, pues, a la condición natural propia de todo hombre. Su experiencia de la vida en el universo le hace vivir el enigma del conocimiento y el enigma del sufrimiento humano. Desde esta experiencia se abre a aceptar y creer en la revelación de ese Dios mistérico realizada en Mahoma. El hombre islámico es, pues, quien, dentro de las peculiaridades de su historicismo religioso, de acuerdo con su condición humana, se abre a la aceptación y creencia, a través de la proclamación religiosa de Mahoma, en la Palabra de un Dios que, en último término, es oculto y liberador. La esencia del universal religioso, la religiosidad o religión universal se refleja igualmente en la religión del islam. El islam es una faceta historicista de la religión universal, como religión radical presente en todo hombre.



Conclusión: unidad de sentido de la religiosidad humana


El fenómeno religioso se ha presentado en la historia de forma universal. Siendo así que a Dios no lo vemos, a pesar de la fuerza disuasoria de su silencio radical ante el conocimiento y ante el drama de la historia, aun teniendo al parecer justificación moral el prescindir de un Dios ausente, sin embargo, a pesar de todo ello, los seres humanos se han esforzado siempre en vivir sus vidas con un profundo sentido religioso.


La mayor parte de los hombres han sentido una religiosidad interior, íntima, con frecuencia no confesada a los demás, que les ha hecho tener confianza en un futuro conocimiento de esa misteriosa deidad transcendente, de su poder, y de su voluntad liberadora. Esta experiencia religiosa de estar abiertos a un Poder que salva y al que podemos referirnos personalmente –bien sea un Dios monoteístico, bien sea un Dios acompañado de otros dioses– es la esencia de la religión. Como fundamento de todas las religiones de la historia debemos situar esta experiencia religiosa interior de los seres humanos que ha conducido en las diversas culturas, geografías y tradiciones históricas, al nacimiento de las grandes religiones, y de todas las otras religiones menores, muchas de ellas extinguidas.


¿Por qué los hombres, en contra de la evidencia objetiva de la ausencia de Dios, se han empeñado en ser religiosos y han hecho nacer la inmensa variedad de formas religiosas de la historia? Es evidente que, si lo han hecho ha sido por algo. Las cosas, sobre todo fenómenos tan importantes y extendidos como la religión, si suceden de hecho es porque tienen siempre causas que las producen. El enorme interés de los seres humanos en que Dios existiera –porque era la única posibilidad de vivir en una esperanza final de salvación y de hallar un consuelo en la existencia– se hacía viable a) porque el universo enigmático abría, ya por la intuición natural inmediata, a un fondo metafísico que hacía posible que Dios pudiera existir en el más-allá, b) porque, a pesar de su lejanía y de su silencio, era posible asumir que podía existir un Dios oculto y liberador, que albergara un misterioso plan de salvación de la estirpe humana, y c) porque la experiencia religiosa interior de los individuos, que se organizaba en las religiones, era un indicio místico, misterioso, de la presencia de ese enigmático Dios oculto y liberador.


Dadas las circunstancias que pesan inexorablemente sobre la existencia de todo hombre en el mundo –la experiencia del silencio- de-Dios ante el conocimiento y el drama de la historia–, la religiosidad no pudo nunca dejar de construirse sino desde el fundamento de asumir la existencia de un Dios oculto y liberador. Es lo que hemos venido explicando en este capítulo. Este universal religioso está presente en todas las religiones, de una u otra manera, y es compatible con el historicismo peculiar con que los hombres han interpretado su religiosidad en cada cultura. Por ello, las religiones han intentado siempre ofrecer una explicación del silencio divino en el universo. En la mayor parte de los casos se ha hecho desde el supuesto de que Dios era creador de ese universo. En otros asumiendo que Dios se encuentra con un mundo hecho que se constituye en la causa del Mal y que Dios debe contribuir a superar ayudando al hombre.


Pero, en todo caso, el estudio racional del fenómeno religioso muestra que, lejos de ser algo irracional, totalmente disperso y contradictorio, responde a una profunda unidad de sentido que se funda en la profundidad de las grandes experiencias del universal religioso. Toda religiosidad, desde la más íntima a la que se manifiesta en las grandes religiosidades de la historia, responde a la creencia en un Dios oculto y liberador. Supone confiar en un Dios salvador a pesar d su silencio. Como vamos a ver, el cristianismo se integra también con profundidad sorprendente en el sentido universal de toda posible religiosidad y de las religiones.


Debemos concluir este capítulo indicando que lo importante es el hombre universal. Si el posible Dios oculto y liberador es creador del universo y ha concebido un plan de salvación, éste debe ir dirigido al hombre universal y sus vestigios deben de poder rastrearse en el hombre universal. Este, como veíamos, está abierto por su naturaleza misma a la inquietud metafísica ante el enigma borroso del universo y del silencio de un posible Dios. La religiosidad humana es una respuesta libre, no la única, a esta inquietud metafísica del hombre universal. Las religiones historicistas (judaísmo, hinduismo, budismo, islamismo, e incluso cristianismo), en su puro historicismo, tienen una importancia restringida. Estas religiones no han sido conocidas por la mayor parte de los hombres (incluido el cristianismo) y, por tanto, como tales, en su historicismo propio, no pueden ser la clave para entender la forma universal en que el hombre universal, todo hombre, queda abierto a la inquietud metafísica y a lo religioso.





Nota introductoria y prólogo


El gran enigma. Introducción


Capítulo introductorio


1. Razón, ciencia, filosofía, ¿permiten salir con seguridad de la incertidumbre metafísica?


2. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador


3. El cristianismo


Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra


Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno