El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
Capítulo segundo. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no
creer en el Dios oculto y liberador
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La incertidumbre nace de la precariedad misma del
conocimiento, presente en la ciencia. Nos impone tener que decidirnos
entre hipótesis verosímiles. Pero la inevitable incertidumbre no excusa
deber afrontar la toma de posición personal y libre ante lo metafísico:
ser teístas o ateos, ser creyentes o increyentes, agnósticos o
indiferentes. Por ello, tanto teísmo como ateísmo deben aprender a
construir sus argumentos admitiendo que son precarios y contando con el
hecho de la incertidumbre metafísica que la realidad impone. Esto
quiere decir que la cultura occidental lleva hoy a una nueva manera de
entender, tanto el teísmo como el ateísmo. Debemos decidir y es
inevitable afrontar un compromiso. ¿De qué depende la decisión? ¿Cuáles
son los factores que influyen en ella? La clara conciencia de que la
incertidumbre, en nuestra época crítica e ilustrada, es inevitable,
hace que todos los argumentos y las valoraciones a favor o en contra de
un teísmo o ateísmo dogmático, deban superarse y reinterpretarse en el
marco de la incertidumbre. Es ésta la que induce a entender, para
teístas y ateos, que el posible Dios, en caso de existir, es un Dios
que permanece en silencio en el universo. Es la apertura definida al
hecho del silencio-de-Dios. Por ello, ser teísta o ateo depende de dos
hechos cruciales (porque deciden la actitud metafísica), hechos que
nacen de la incertidumbre misma: el silencio-de-Dios por el enigma del
conocimiento del universo y el silencio-de- Dios por el enigma del
drama de la historia. Por ello, no puede sino admitirse que el Dios
real, de existir, está oculto y en silencio. Es decir, ser teísta o
ateo, en último término, depende de creer o no creer en un Dios oculto
y liberador. El hombre universal, todo hombre, está abierto a este Dios
misterioso, que podría estar oculto pero podría querer una relación
liberadora con el hombre. Esto explica la esencia de la actitud
religiosa de todo hombre, bien sea creyente o increyente. Toda
religión, lo universal religioso, la religiosidad o religión universal
supone un universal religioso, presente en las grandes religiones de la
historia. Todo hombre es religioso, o no lo es, porque admite, o no
admite, el universal religioso.
Por consiguiente, el compromiso metafísico ante el más allá es
inevitable y debemos afrontarlo de una forma u otra en la cultura de la
incertidumbre, ¿cómo orientar el sentido de la vida ante lo metafísico?
¿Debemos vivir con Dios o sin Dios nuestra existencia en el mundo?
¿Cuál es la metafísica correcta que debemos asumir? Estas preguntas
afloran en la conciencia existencial de todo hombre, bien de forma
plenamente reflexiva, por la ciencia y por la filosofía, bien en la
intuición ordinaria que se impone en el curso mismo de la vida. Estas
preguntas pueden responderse siguiendo un discurso racional que se hace
posible por las circunstancias nuevas que acompañan a la cultura de la
incertidumbre, siguiendo el curso de la ciencia moderna y de la
filosofía en ella fundada. Pero todo hombre en el mundo, aun sin ser un
científico o un filósofo intuye el enigma del universo en que no vemos
a Dios y en que estamos viviendo el drama de la historia. Desde la
incertidumbre todo hombre debe decidir qué hace con su vida y qué
actitud toma ante lo último, ante lo metafísico, ante el más allá.
Estas cuestiones han sido anticipadas en el Prólogo y en la Introducción, y ahora entraremos en ellas con mayor profundidad.
El hombre en el universo, abierto a una inquietante dimensión metafísica
El hecho crucial que hace entrar en la modernidad crítica ha sido,
pues, la cultura de la incertidumbre. Es lo que hay, debemos admitirlo
sin titubeo y reconocer que todos estamos afectados por ella. Los
intelectuales y la gente sencilla, todos estamos envueltos en la
incertidumbre propia de nuestro tiempo. El hombre en el universo, el
hombre universal, situado en la incertidumbre, es el punto de partida
para el análisis de la cuestión metafísica en el mundo moderno.
El hombre universal, protagonista radical de la inquietud metafísica
¿Qué entendemos aquí por hombre universal? Sería el hombre con aquellas
características y propiedades comunes que afectan igualmente a todo
hombre en el mundo. Así, los caracteres antropológicos (propios del
hombre) atribuibles al ser humano en la naturaleza –su naturaleza y sus
facultades– definirían lo que es el hombre universal. Habría otros
rasgos que serían humanos, pero que no pertenecerían necesariamente a
todo hombre: así, en principio, ser ateo o creyente, cristiano,
islámico, hinduista o budista, médico o ingeniero, europeo o asiático,
definiría ciertos rasgos especiales que no serían propios de todos,
sino de una “clase” de hombres. Descendiendo hacia lo más y más
especial, llegaríamos hasta el nivel de la individualidad en que cada
individuo tendría, además de lo universal y lo especial compartido, sus
rasgos propios e intransferibles, definitorios de su idiosincrasia
individual. Hemos distinguido, pues, entre el hombre universal (propio
de todo hombre), el especial (una clase de hombres) y el individual
(propio de uno).
Es siempre el hombre universal quien produce las formas especiales de
existencia. Así, es el hombre universal el que comienza a crear las
religiones en la prehistoria. Poco a poco, en unas regiones y en otras,
irán apareciendo las diversas religiones, cada una de ellas con sus
historicismos propios (reglas, creencias, rituales, teologías, etc.).
Es también el hombre universal el que configura su existencia como atea
y el que lleva la vida individual a los rasgos individuales
intransferibles de cada biografía. Todo tiene su origen en el hombre
universal, pero este produce clases especiales de hombres e individuos
con una biografía personal e intransferible.
El hombre universal y la inquietud metafísica.
¿Quién es pues el hombre universal? Es aquel constituido en los
caracteres más básicos –generales, universales– de su ser en el mundo.
Es la experiencia de un cuerpo y de sus facultades básicas, de un ser
psíquico, de una mente racional que construye las inferencias básicas
de todo hombre, de una sensación perceptiva del mundo por los sentidos,
de la vivencia de ser una conciencia integrada y un sujeto psíquico, de
un impulso a la vida, de la conciencia de la responsabilidad de
afrontar por esfuerzo personal la tarea de vivir y conseguir la
satisfacción vital, de la pertenencia a una especie y a una sociedad...
Todo eso es universal, en principio, y constituye al hombre en el mundo.
Pero incluso el hombre universal llega a ser especializado e
individualizado. Lo es en el curso de la vida: cada uno tiene su cuerpo
propio, sus sentidos, su experiencia del mundo, su mente y su
conciencia como sujeto, sus intereses y valores propios, su forma de
afrontar la responsabilidad de vivir en un marco especial de la
sociedad y de las decisiones individuales... Así, el hombre vive su
condición de hombre universal de una forma especial e individualizada.
Todos tienen una experiencia especial, e incluso individualizada, del
mundo, aunque todos los seres humanos tienen universalmente un “mundo”.
Cada uno tiene su estructura psíquica y su razón, en un ámbito especial
e individual, pero todos tienen un psiquismo y una razón. En un solo
hombre conviven lo universal, lo especial y lo individual.
Pues bien, quien hace surgir la inquietud metafísica es el hombre
universal. La constitución de la especie humana en apertura a un mundo,
las apetencias vitales, el uso básico de la razón... imponen siempre a
todos, universalmente, la inquietud ante el mundo circundante porque
debe sobrevivirse en él inmediatamente; pero imponen también a todos la
inquietud metafísica ante el más allá, el fondo último metafísico del
universo en que se está existiendo. Se trata de una inquietud porque el
más allá es confuso, oscuro, borroso. Lo último, lo que está más allá
al final del camino, ¿es un ser, o son unos seres personales, que
dominan en alguna manera la naturaleza? ¿Es un fondo último sin
“dioses”, un puro mundo impersonal? La respuesta es incierta, borrosa,
y, por ello, en todo hombre, en el hombre universal, se produce una
inevitable inquietud metafísica. Así, por la razón universal, el hombre
sabe que no solo depende de lo inmediato, sino también de lo que
constituye la verdad metafísica última, el más allá del universo. La
inquietud metafísica es la inquietud ante el enigma del universo, la
borrosidad del final, la penosa inquietud de estar andando un camino en
la oscuridad.
Pero hay algo que debe entenderse con precisión. La inquietud
metafísica es, en efecto, universal. Pero, como antes decíamos, lo
universal es vivido siempre de una forma especial e incluso individual.
La inquietud metafísica de todo hombre es vivida por cada uno especial
e individualmente. Además, las respuestas dadas a la inquietud
metafísica son también especiales y, más en concreto, singulares e
individuales. El teísmo, la religiosidad, las religiones, el ateísmo,
el agnosticismo, el indiferentismo, son respuestas individuales que
pueden encuadrarse quizá en algunas clases especiales (por ejemplo,
para los miembros de una religión que defienden un credo común). Pero
nunca habría respuestas individuales diferenciadas si no surgieran de
una previa inquietud metafísica universal que afecta a todos los
hombres sin excepción.
Universo y hombre, ¿están diseñados para la religiosidad?
Hagamos el supuesto de que existe un Dios que ha diseñado el universo
para que le fuera posible al hombre relacionarse con Él y ser religioso
(en este supuesto hipotético pueden situarse creyentes e increyentes).
Supongamos también que Dios hubiera diseñado el universo para que el
hombre libremente pudiera asumir, o no, esta relación con Dios.
Entonces cabría pensar que las condiciones que harían posible esta
relación con Dios deberían ser universales, ya que Dios debería hacer
posible la religiosidad a todos los hombres, sin excluir a nadie. Por
ello, aquellos factores que hicieran posible la religiosidad debieran
pertenecer al hombre universal, creando las condiciones antropológicas
universales para el acceso a lo metafísico y a la religiosidad,
similares en todos los hombres. Así, teísmo, religiosidad, religiones,
ateísmo, agnosticismo, indiferencia metafísica o religiosa, serían
respuestas especiales (de “clase”) – además siempre individualizadas en
cada biografía– a una inquietud metafísica de fondo que pertenecería al
hombre universal.
Hombre universal, universal religioso, universal cristiano.
Hemos introducido aquí el término hombre universal, pero en el Prólogo
y en la Introducción, hablamos ya de universal religioso y de universal
cristiano. Es claro que deberemos ahora explicar la diferencia y la
interconexión entre estos relevantes términos. El término más universal
es el de hombre universal, entendido tal como acabamos de exponer. El
hombre universal incluye la inquietud metafísica que también es
universal y que abre ya a un oscuro más allá que pudiera ser con-Dios o
sin-Dios. A esto nos referiremos más adelante.
Pero, si hablamos de universal religioso, estamos ya dentro de una
respuesta especial a la inquietud metafísica del hombre universal.
También podríamos hablar, simétricamente, del universal arreligioso.
Puede haber respuestas a la inquietud metafísica que sean religiosas
(cuyas contenido universal sería el universal religioso) y que no sean
religiosas (cuyo contenido universal sería el universal arreligioso).
Por tanto, si hablamos del universal religioso nos estamos refiriendo
obviamente a una universalidad que incluye sólo las respuestas
religiosas. Además, hemos mencionado también el término universal
cristiano. Este término podría querer sólo nombrar aquel contenido
universal común a toda religiosidad cristiana (lo que todos los
cristianos tienen en común). Pero podría también querer significar que
el universal religioso está contenido en lo cristiano o, en otras
palabras, que el contenido del universal religioso está presente en el
cristianismo. Es lo que hemos explicado en el Prólogo y en la
Introducción, y seguiremos explicando aquí con mayor profundidad. En el
mismo sentido también podríamos hablar de universal hinduista en el
sentido de que hay algo hinduista que estaría dentro del universal
religioso o, simplemente, que el universal religioso estaría dentro de
la religión hinduista. En principio, según vimos, el universal
religioso es algo que está dentro de toda religiosidad y de toda
religión, siendo por ello mismo universal.
En la explicación que sigue –así como también en el capítulo tercero
sobre la religión cristiana– deberemos pues aprender a distinguir con
precisión entre hombre universal, universal religioso y universal
cristiano (y términos similares como pudiera ser universal hinduista).
En todo caso, cabe observar que la gran inquietud metafísica tiene
siempre relación con lo universal, con lo que afecta a todos los
hombres, forma parte de la condición humana y de su posible teísmo o
ateísmo, religiosidad o arreligiosidad. Pensemos que la mayor parte de
los seres humanos no han conocido el cristianismo (lo mismo puede
decirse de otras religiones, como el hinduismo, ignoradas también por
la mayoría). Por tanto, el diseño hecho por Dios para su relación del
hombre, si quiere estar abierto a la libertad de todos los hombres, sin
exclusión, no puede depender de lo particular, de conocer una u otra
religión especial, con sus historicismos propios, sino que debe de
tener una relación con lo universal, bien sea hombre universal,
universal religioso, universal cristiano, o universal hinduista.
En este capítulo segundo hablaremos precisamente de lo universal, de
los factores humanos universales que abren a la inquietud metafísica y
a las posibles respuestas en teísmo, religiosidad, religiones, ateísmo,
agnosticismo e indiferencia metafísica y religiosa. Mostraremos cómo en
este contexto universal nace no sólo la posibilidad del ateísmo, sino
también la posibilidad de las religiones y por qué constituye la
esencia profunda de las grandes religiones de la historia. Igualmente,
en el capítulo tercero, veremos cómo y por qué la naturaleza del
cristianismo lo sitúa en el marco de la religión universal.
La penosa carga emocional de la incertidumbre metafísica: la inquietud metafísica universal
No cabe duda de que el esfuerzo por vivir ha sido siempre sufriente. En
los animales y en el hombre. La evolución llega a perfeccionar la vida
por el paso de un estado a otro y por la muerte de lo envejecido. El
dolor, el sufrimiento y la experiencia final de la muerte de los seres
queridos y de uno mismo, han estado siempre presentes, ya desde el
hombre prehistórico. Por ello, ante la dureza de los hechos que
sobrevienen a toda biografía, la dureza de una existencia fáctica
dolorosamente indigente, es lógico que los seres humanos orientaran su
razón y sus emociones hacia la última salida para hallar la plenitud de
la vida: la enigmática y misteriosa dimensión metafísica del universo.
No sólo interesaba lo inmediato, sino también lo que estaba más allá.
La precariedad del tiempo de vida hizo volver pronto la mirada hacia lo
metafísico: ¿no podría ser que aquel misterioso universo –con la Tierra
como hermoso y dramático escenario de la vida– tuviera su origen y
fundamento en un Ser Personal, o seres personales divinos, o que
dependiera en alguna manera de ellos, de tal manera que el hombre
pudiera hallar en esos seres, no inmediatamente visibles, su ayuda, e
incluso la salvación final, para conseguir la vida? Todo esto es
lógico, congruente con las condiciones de vida. La inquietud humana en
torno al propio hombre se convirtió pronto en una inquietud metafísica
ante el enigma del más allá. Esto es tan congruente que precisamente es
lo que de hecho aconteció realmente, tal como la historia, y la
historia de las religiones, muestran inequívocamente. Como veremos, la
inquietud metafísica pertenece al hombre universal.
No conocemos a ciencia cierta cuál es la verdad última del universo. De
ahí que esta incertidumbre cognitiva se traduzca en una grave
alteración emocional. El hombre siente, en consecuencia, cómo se le
despierta de inmediato una emoción que lo altera profundamente: es la
molesta y angustiosa inquietud que hemos descrito, a saber, que debe
asumirse una actitud personal ineludible ante lo metafísico, pero
estando sometidos a la presión siempre presente del enigma y de la
ambivalencia metafísica. Por ello podría cometerse el error más
importante en el gran negocio de la vida. En efecto, podría estar
viviéndose la religión como no debe ser vivida o podría estar
asumiéndose una vida sin Dios cuando en realidad Dios quizá existe. Es
la inquietud emocional que hemos descrito repetidamente en este ensayo.
El hombre arreligioso, indiferente, ateo o agnóstico, está también
afectado por un similar desajuste emocional derivado de la inevitable
inquietud metafísica. Por el riesgo que asume frente al consenso
religioso cuasiuniversal, tiene quizá todavía una mayor avidez de un
conocimiento seguro y firme de la verdad del universo, para justificar
moralmente su ateísmo con mayor fuerza. El dogmatismo, aunque sea
ilusorio, parece que descarga de la propia responsabilidad. Por ello
incluso hoy son muchos los científicos y filósofos ateos que se
resisten a abandonar el dogmatismo, aceptando la incertidumbre
metafísica conforme con el criticismo ilustrado de la cultura de
nuestro tiempo. Ciertamente el ateísmo se juega mucho más que el hombre
religioso. El futuro es para él inevitablemente mucho más incierto y de
imprevisibles consecuencias. No debe de ser fácil situarse enfrente de
la inmensa mayoría de la humanidad, de grandes intelectuales
religiosos, y afrontar las consecuencias de lo que se proclama en las
creencias de la mayoría de las religiones.
Inquietud metafísica en la modernidad dogmática y en la modernidad crítica.
En el tiempo de la modernidad dogmática la inquietud metafísica estaba
enmascarada por la ilusoria persuasión dogmática de poseer la verdad
absoluta, bien en el teísmo, bien en el ateísmo. Sin embargo, como
repetidamente hemos establecido, el tránsito a la modernidad crítica,
en los dos últimos tercios del siglo XX, ha sido la gran ocasión
histórica que ha permitido reflexionar de una forma nueva sobre el
enigma, sobre la incertidumbre y sobre la inquietud metafísica que
pertenecen a los contenidos antropológicos del hombre universal. Pero
cabe suponer que lo que históricamente ha constituido el planteamiento
reflexivo del problema de Dios en la modernidad crítica (enigma y
ambivalencia metafísica del universo, incertidumbre, inquietud
metafísica, silencio-de-Dios, la posibilidad del Dios oculto y
liberador), estuviera enmascarado borrosamente en las épocas del
dogmatismo en las diversas culturas. Por ello, cabe especular con
fundamento, que los grandes contenidos del hombre universal y de su
inquietud metafísica no pudieron ser eliminados de la experiencia
humana profunda por efecto de una cultura dogmática que no era un
reflejo correcto de lo que estaba aconteciendo en la conciencia
interior más profunda del hombre universal.
El giro existencial y el juicio moral humano sobre Dios: el problema metafísico desde la incertidumbre moderna
El problema de la Verdad metafísica última siempre había sido resuelto
al indagar racionalmente por el fundamento de la realidad y del ser del
universo. El hecho era que el universo existía y era real. ¿Cómo
entender su autosuficiencia o fundamento absoluto? En el paradigma
greco-romano del cristianismo eran los argumentos metafísicos los que
llevaban a la filosofía a establecer que el universo sólo podía tener
su suficiencia en el ser absoluto y necesario de Dios. La existencia de
Dios se imponía a la razón filosófica y, por ello, el problema
metafísico estaba ya resuelto con toda seguridad y certeza porque el
universo no podía explicar su realidad existente sin postular la
existencia del Ser Necesario o Dios.
Prevalencia del argumento cosmológico en el dogmatismo
Por consiguiente, para el teísmo nada podía poner en cuestión la
existencia de Dios porque la razón natural imponía filosóficamente su
existencia absolutamente cierta. Este dogmatismo, que dominó durante
siglos el pensamiento antiguo cristiano, se reafirmó en el tiempo de la
modernidad entre los creyentes. Se quiso entender entonces que los
avances de la ciencia moderna también avalaban los argumentos
metafísicos antiguos, que siempre se habían defendido. Por tanto, las
características emocionales de la vida humana –el drama de la historia,
el sufrimiento, la perversidad humana general, y en especial la
perversidad en el mundo de las religiones– nunca podían poner en
cuestión la persuasión racional básica de que Dios era real y existía.
Por ello, el teísmo concibió argumentos para “exculpar” a Dios de los
Males del mundo. Había que asumir que, de una u otra manera, el drama
de la historia se explicaba por el plan de salvación establecido por
Dios. Dios de hecho existía y, por tanto, debía postularse que la
historia, tal como era, tenía un sentido en el plan de Dios. No podía
ser de otra manera.
El ateísmo moderno había resuelto también el problema de la Verdad
metafísica por la indagación racional, científica y filosófica, acerca
del fundamento de la realidad y del ser último del universo. El ateísmo
fue dogmático durante siglos y creyó poder responder con seguridad y
certeza que el universo era un sistema ciego, impersonal,
autosuficiente, que se mantenía eternamente de una forma dinámica y
evolutiva. El universo era un puro mundo sin Dios. La ciencia y la
filosofía, es decir, la razón, no permitían pensar que existiera algo
así como el Dios de que se hablaba desde antiguo en la historia de las
religiones. La razón permitía conocer con seguridad y certeza que Dios
no existía. Podía deducirlo por la forma misma de estar hecho el
universo real. Que el universo no permitía hablar de la existencia de
Dios era lo fundamental: era la base en la que se cimentaba el
dogmatismo ateo que se defendió durante siglos en la modernidad, y que
todavía muchos defienden en la actualidad.
Por consiguiente, la reflexión sobre las dimensiones existenciales de
la vida humana –el drama de la historia, el sufrimiento, la perversidad
humana general, y en especial la perversidad en el mundo de las
religiones– era, sin duda, importante porque mostraba que la creencia
en un Dios benevolente era contradictoria con la historia real. Pero el
argumento decisivo y fundamental del ateísmo era la explicación
científica y filosófica de la autosuficiencia del universo para ser
real y existente. El ateísmo estaba ya resuelto por este argumento
cosmológico. Todo lo demás, aunque pudiera ser psicológicamente
importante, era complementario.
La incertidumbre y el giro moderno del discurso metafísico
Sin embargo, ¿cuándo y dónde se produce la aparición histórica de la
incertidumbre metafísica de la modernidad? El cambio cultural,
transcendental, que lleva desde el dogmatismo al criticismo, a la
incertidumbre metafísica, se produjo precisamente en la discusión sobre
la Verdad metafísica del universo, es decir, en el cambio de la forma
de entender la realidad y el ser del universo. La causa de que la
diáfana claridad racional dogmática de teístas y ateos se transformara
de pronto en incertidumbre metafísica fue la comprensión de que tanto
la hipótesis teísta (Dios fundamento del universo) como la hipótesis
ateísta (autosuficiencia del universo sin Dios) no eran certezas sino
hipótesis verosímiles. A esta persuasión condujo la atención a los
resultados de la ciencia en los dos últimos tercios del siglo XX y su
proyección sobre el discurso filosófico- metafísico. La ciencia, como
se ha explicado en el capítulo anterior, ofrece una imagen borrosa y
ambivalente del universo que da pie legítimamente tanto a la
argumentación filosófica del teísmo como a la del ateísmo. Por tanto,
lo que la entrada en la incertidumbre moderna significa es muy claro:
que la naturaleza de la verdad metafísica no puede conocerse con
seguridad por la sola reflexión racional científico-filosófica sobre el
universo. De ahí que la incertidumbre moderna signifique ante todo que
hemos caído en la cuenta del enigma del universo.
En otras palabras: que la verdad metafísica no podrá ser nunca conocida
por más que demos vueltas y vueltas, por la razón, por la ciencia y por
la filosofía, a la forma en que es real y existente el universo que nos
contiene. Por ello quedó cortada la vía de razonamiento fundamental que
llevó al dogmatismo durante siglos, bien fuera en el teísmo o en el
ateísmo. La vía de razonamiento cosmológico tradicional, tanto para el
teísmo como para el ateísmo, se resolvía irremediablemente en el enigma
y en la incertidumbre.
Esto no significaba que la reflexión científica y filosófica sobre el
universo no fuera importante. Al contrario, era fundamental y básica
porque establecía el punto de partida del discurso metafísico: sólo por
ella sabemos que el universo es enigmático y nos deja en incertidumbre.
Por esto precisamente entendemos que este tipo de reflexión cosmológica
no es crucial para dilucidar entre teísmo y ateísmo. Sólo una vez que
somos conscientes del enigma del universo y de la incertidumbre
metafísica en que nos instala, estamos en condiciones de advertir que
el lugar en que deberá decidirse en discurso metafísico que conduzca a
teísmo o ateísmo es la reflexión crucial sobre las condiciones
existenciales de la vida humana, a saber, el drama de la historia, el
sufrimiento producido por una naturaleza ciega y por la perversidad
humana general, y en especial la perversidad de las religiones. Al ver
que la cosmología (la filosofía que piensa sobre los datos de la
ciencia) es un callejón sin salida, el camino hacia la metafísica se
reorienta inmediatamente en otras direcciones. Si lo cosmológico no era
crucial (decisivo), había que buscar y discutir otros indicios que
pudieran apoyar el teísmo o el ateísmo con la mayor fuerza posible, una
fuerza que, a ser posible, se desearía que fuera crucial (ya que el
anhelo ilusorio por el dogmatismo siguió y sigue estando presente).
Ante la ambivalencia cosmológica, ¿existen indicios de lo metafísico en la historia?
Lo existencial era secundario mientras se pensaba que el universo
permitía conocer dogmáticamente la Verdad del universo. Pero, desde el
momento en que se cayó en la cuenta del enigma del universo y de la
incertidumbre que provoca, el peso crucial del discurso metafísico se
desplazó inevitablemente hacia lo que antes era sólo secundario: el
drama de la historia. Aquí es donde se produce el giro moderno del
discurso metafísico: desde lo cosmológico a lo antropológico y a lo
moral. Aquí es donde, el eje del discurso sobre lo metafísico acaba
centrándose en una reflexión o juicio moral de la obra de un posible
Dios en la creación.
El giro existencial y el teísmo moral de la metafísica
Por tanto, desde la conciencia del enigma del universo y de la
incertidumbre, el discurso deliberativo sobre la verdad metafísica
última se dirigió a lo que antes era secundario: el drama de la
historia, el sufrimiento, por el Mal y por la perversidad humana, y en
especial por la perversidad en el mundo de las religiones. El quicio
esencial de la reflexión giraba en torno a la cuestión de si el drama
de la historia (del que había que tomar plena conciencia para describir
su contenido y su alcance) podía ser atribuido causal y moralmente a
Dios (había que reflexionar sobre el sentido que podía tener considerar
que Dios fuera el responsable moral de una creación tan dramática como
el universo en efecto era). El giro existencial significaba pasar de lo
cosmológico (básico, pero que sólo situaba al hombre en la
incertidumbre) a lo antropológico, es decir, a la valoración moral,
existencial y emocional, del drama de la historia. El teísmo moral de
la metafísica significaba que afirmar o negar la existencia metafísica
de Dios podía depender crucialmente de una reflexión moral sobre la
obra divina: a saber, si tenía sentido moral, o era sin-sentido, en
Dios crear este universo como escenario del drama de la historia.
Situado el problema de Dios y el discurso sobre su existencia en la
deliberación existencial sobre el drama de la historia y su sentido
moral, o sin-sentido, en Dios, tanto teísmo como ateísmo han
reflexionado en profundidad sobre la vida humana y sus circunstancias
dramáticas, así como sobre el sentido de entender que ese mundo
dramático hubiera podido ser diseñado, querido y creado por el Dios
benevolente responsable del universo. Ha pasado al primer plano de la
conciencia humana el Mal, producido por una naturaleza ciega y por la
voluntad humana: el sufrimiento, las enfermedades, las catástrofes
naturales como terremotos, epidemias y muertes, la pobreza, la
angustia, la oscuridad desesperante de la existencia, el abandono
personal ante los otros y ante la sociedad, muertes violentas, guerras,
injusticias, odios y malquerencias humanas, la perversidad humana en la
historia y sus nefastos efectos sobre la felicidad de los individuos y
de las sociedades, la perversidad de los hombres religiosos y de las
religiones... Desde esta conciencia analítica, existencial y emocional,
del drama de la historia, ¿tiene sentido pensar que haya sido Dios la
causa creadora que ha hecho posible este mundo de tribulación y de
angustia? ¿Sería moralmente atribuible a un Dios, en principio
benevolente, la responsabilidad por la creación de un universo tan
dramático como el nuestro?
La pretendida resolución racional del problema de la existencia de
Dios, en los dogmatismos teístas y ateístas de los últimos siglos de
modernidad, por la sola vía cosmológica no daba expresión a la
verdadera vivencia, existencial y emocional, del problema de Dios en el
ser humano. La gente ha vivido intuitivamente –sin hacer un discurso
científico y filosófico organizado– que Dios era posible solución de un
universo enigmático, pero las grandes experiencias y emociones humanas,
que han condicionado y decidido siempre la actitud ante el posible
Dios, han sido el sufrimiento, la aspiración a la felicidad y al
consuelo, la enfermedad, el abandono absoluto en el drama de la vida,
la angustia por la ceguera cruel del curso inexorable hacia el fracaso
y la muerte, la desolación ante la continua tribulación de constatar la
perversidad de la historia general de los hombres e incluso de las
religiones. Por ello habíamos dicho que cabía inferir que el tránsito
desde el dogmatismo cosmológico a la incertidumbre, en la modernidad de
la segunda parte del siglo XX, fue sólo la ocasión histórica para que
se abandonara el dogmatismo ilusorio (el que se fundaba en la razón
cosmológica) y pasaran reflexivamente a primer plano las grandes
vivencias existenciales y emocionales que siempre han constituido, para
todos los hombres de la historia, para el hombre universal, la
quintaesencia del problema y de la deliberación metafísica sobre Dios.
En este capítulo, dejando el dogmatismo nacido de la reflexión sobre el
cosmos en la ciencia y la filosofía (capítulo primero), sin otra salida
ya que la incertidumbre metafísica, comenzamos a abordar la
deliberación existencial y emocional que se abre en la modernidad ante
el problema de Dios. Nunca se habría llegado a esta deliberación
existencial –instalándonos reflexivamente en lo que siempre ha sido la
vivencia del problema religioso en el hombre universal– sin haber sido
capaces de habernos distanciado previamente del dogmatismo cosmológico,
haciendo ver que la ciencia y la filosofía (la imagen
científico-filosófica de la materia, del universo, de la vida, del
hombre y de la historia) no resuelven el problema de la metafísica,
sino que nos instalan en la incertidumbre y obligan a buscar, más allá
de lo cosmológico, otros indicios antropológicos, en la historia
natural y en la humana, de la posible existencia, o no-existencia, de
Dios.
La cultura de la incertidumbre induce el sentimiento cósmico del silencio-de-Dios
En todo esto hay algo muy importante que constituye un factor decisivo
en el análisis del problema de Dios y de su posible existencia, dentro
de la cultura de la modernidad. Se trata de que el enigma del universo
y la incertidumbre metafísica transforman la realidad en un dramático
escenario del silencio divino. En efecto, en los tiempos del dogmatismo
teísta, cuando el razonamiento cosmológico imponía sin lugar a dudas la
existencia fundante de Dios, el drama de la historia era un hecho
desconcertante con el que había que transigir y al que había que
hallarle un sentido, pero que, en ningún caso, podía poner en duda que
el Dios creador hubiera hablado inequívocamente en la naturaleza. A su
vez, en el dogmatismo ateo, el discurso científico y filosófico imponía
que Dios no existía, porque no había ni argumentos cosmológicos
(materia, universo, vida, hombre e historia) ni mucho menos morales que
justificaran pensar en su existencia real.
Como debemos explicar, la pista esencial que guía el discurso
metafísico es la conciencia de que el posible Dios está en silencio.
¿Qué significa esto? ¿En qué ayuda el silencio divino a iluminar la
decisión metafísica que debemos tomar ante la existencia o no
existencia del posible Dios? El silencio-de-Dios en la incertidumbre
permite rehacer las pistas sobre el alcance de los argumentos de cada
opción metafísica y a ponderar qué es lo que hacemos –o sea, qué
aceptamos y qué rechazamos, qué y por qué creemos, qué y por qué no
creemos– en cada una de las opciones metafísicas. Son pistas que no
permiten salir de la incertidumbre, pero suponen “hacer luz” al
hacernos conscientes reflexivamente del significado, del fundamento y
del alcance racional, moral, existencial y emocional de las decisiones
metafísicas. Bajo esta luz desaparecen en parte el desconcierto y la
oscuridad, pues ya somos reflexivamente conscientes, por ello
auténticos y responsables, cuando optamos por una decisión metafísica,
conociendo su significado y sus riesgos, así como el alcance de los
argumentos en uno y otro sentido.
El silencio-de-Dios, hecho crucial para la decisión metafísica en la incertidumbre
El teísta moderno sabe que, por el ejercicio de su razón natural, Dios
es sólo una conjetura verosímil (la mejor conjetura, sin duda, para el
teísta), pero no es algo que se imponga a la razón con una certeza
dogmática. En último término podría ser que Dios no existiera. No
podría excluirse. Este universo, de verdad última incierta, nos sume en
una desconcertante incertidumbre ante Lo Último.
En este universo el hombre es capaz de darse cuenta de que el posible
Dios está en silencio. Silencio significa que no es cierto ni que
exista, ni que no exista. Sólo es cierto que ese posible Dios, en caso
de que exista, está en silencio. Así deben reconocerlo tanto el teísmo
crítico como el ateísmo crítico. Esto quiere decir que la cultura de la
incertidumbre induciría al hombre a caer en la cuenta de que Dios –en
caso de existir– no se habría manifestado con evidencia impositiva y su
silencio cósmico se extendería en toda la creación.
¿Es posible, tiene sentido, creer en un Dios que permanece en silencio?
La posición ante lo metafísico, en la cultura de la incertidumbre,
dependerá de la respuesta a esta pregunta. Por esto decimos que la
experiencia del silencio-de-Dios es un hecho crucial para la decisión
metafísica. El hecho del silencio cósmico de Dios es el hecho crucial
(la pista a que antes apuntábamos) que permite entender el significado
natural tanto del teísmo crítico como del ateísmo crítico, de la
creencia y de la increencia, de la religiosidad y de la arreligiosidad,
en el mundo moderno. El hombre puede hacer luz en sus decisiones
metafísicas –y salir de la oscuridad desconcertante de obrar a ciegas
al margen de la razón– cuando cae en la cuenta de que lo que está
haciendo, al ser teísta o ateo, creyente o no-creyente, no es otra cosa
que tomar una posición ante la posibilidad de creer o no-creer en un
Dios que permanece en silencio, o sea, en un Dios oculto que podría ser
liberador.
Se tiene la impresión de haber llegado a un punto crucial que permite
hacer luz reflexiva sobre lo que significa ser o no-ser religioso: en
definitiva, sentirse movido personal y libremente a creer o no-creer en
un Dios oculto y liberador. La gran cuestión del hombre ante Dios se
resume, pues, en el problema del silencio-de- Dios, su silencio ante el
conocimiento (el enigma del universo) y su silencio ante el drama de la
historia (el sufrimiento y la perversidad humana). ¿Tiene sentido creer
en un Dios que permanece oculto y en silencio? Si lo que le interesa al
hombre es si existe un Dios que quiera salvar y liberar la historia
personal y colectiva, ¿tiene sentido creer en un Dios oculto y
liberador? Esta es la cuestión crucial, anticipada en la Introducción,
que seguiremos explicando en este capítulo.
Los argumentos metafísicos reformulados: silencio-de-Dios e incertidumbre
Al consolidarse la cultura crítica e ilustrada de la segunda mitad del
siglo XX e imponerse la cultura de la incertidumbre, la conciencia del
enigma del universo y de la incertidumbre metafísica, el teísmo crítico
y el ateísmo crítico han tenido que hacer una interpretación nueva de
sus antiguos argumentos dogmáticos. No es que los argumentos antiguos
(formulados antes desde el dogmatismo antiguo) hayan desaparecido, pero
se han reinterpretado desde una cultura de la incertidumbre. Esta nueva
reinterpretación es la que ha permitido entender que la incertidumbre
metafísica significa, en último término, el silencio cósmico del
posible Dios en su eventual obra creadora. Por tanto, los argumentos
que antes eran dogmáticos, han debido reformularse para girar en torno
a la cuestión de si es posible creer en un Dios que está en silencio
ante el enigma del universo y que está en silencio ante el drama de la
historia.
Desde la argumentación dogmática se ha pasado a una nueva argumentación
fundada sólo en la verosimilitud racional. La conciencia de la
incertidumbre es la que hace entender que los argumentos en torno a la
verdad metafísica última no son dogmas ciertos absolutamente seguros,
sino sólo conjeturas científico- filosóficas verosímiles y que el hecho
crucial para inclinarse a unas u otras decisiones metafísicas es si
tiene sentido, o no, creer, o no creer, en un Dios oculto y liberador.
Es decir, en el sentido, o sin- sentido, de admitir a un Dios que
permanece en el silencio cósmico que hemos descrito. El tránsito desde
el dogmatismo (modernidad dogmática) a la cultura de la incertidumbre
moderna (modernidad critica) ha hecho entender, por primera vez en la
historia, el verdadero alcance cósmico del silencio divino y ha hecho
de este silencio-de-Dios el centro de la reflexión humana en torno a
Dios. Lo que era ya una intuición de todo hombre por su inserción
inmediata y natural en la experiencia de la vida –el sentimiento del
silencio-de- Dios en el cosmos– ha pasado a ser objeto de una reflexión
explícita en la cultura. ¿Cómo se han replanteado los argumentos
metafísicos desde la nueva cultura del enigma y de la incertidumbre?
1. Argumentos científico-filosóficos
Los argumentos cosmológicos (sobre la forma de ser real la materia, el
universo, la vida, el hombre y la historia) fueron siempre decisivos,
cruciales. En ellos se fundó el dogmatismo. Si la razón, en efecto,
permitiera con certeza absoluta conocer si Dios existe o no existe,
entonces el problema metafísico estaría resuelto. No habría ya
alternativa metafísica. Se creyó que esta certeza cosmológica absoluta
era posible, y así lo entendieron teísmo y ateísmo, cada uno a su
manera.
Pero la incertidumbre enigmática sobre la verdad del universo y su
ambivalencia metafísica, no puede ser resuelta hoy ni por la ciencia ni
por la filosofía. Cuando decimos esto no establecemos una afirmación
“de principio” en el sentido de “no podrán nunca resolver”. Lo único
que decimos es que hasta ahora no han podido resolver (y parece que así
seguirá). Pero, en todo caso, la incertidumbre actual es resultado de
la reflexión científico-filosófica y además es intuida naturalmente por
el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Esta incertidumbre
lleva a la conciencia de que Dios –de ser existente y haber creado el
universo– es un Dios oculto ante la razón humana. Esto quiere decir que
la forma de creación del universo no hace posible conocer con seguridad
dogmática que Dios existe. La incertidumbre hoy avalada por la ciencia
y la filosofía (capítulo primero) hace ver que teísmo y ateísmo son
argumentables como hipótesis metafísicas verosímiles. Pero no como
verdades dogmáticas evidentes y absolutas. Por ello se induce la
conciencia del factum del silencio-de-Dios en el enigma del universo.
Así como la ciencia y la filosofía, en otros tiempos, llevaban a la
seguridad dogmática, en la cultura crítica actual son el principal
factor que lleva a la incertidumbre. La razón científica y filosófica,
como hemos visto, apoya hoy la cultura de la incertidumbre moderna y
hace entender que el Dios real, de existir, está en silencio ante el
conocimiento humano. Los argumentos dogmáticos antiguos a favor del
teísmo y del ateísmo se reinterpretan hoy en términos de verosimilitud
e incertidumbre.
Pero la nueva cultura de la incertidumbre en la modernidad ha
propiciado la aparición de un sesgo nuevo en la discusión del problema
de Dios. Si Dios, en efecto, está en silencio (puesto que ya no es
evidente que exista o no exista), ¿tiene sentido considerar que exista
ese posible Dios oculto y en silencio? La profundidad y alcance de esta
pregunta se entiende porque Dios es la Verdad metafísica última y, si a
Dios cabe atribuirle la veracidad, entonces, ¿por qué se oculta en el
universo? ¿Por qué está en silencio y oculta su Verdad, faltando a la
veracidad que debería tener como Dios? ¿Por qué Dios parece “jugar” a
esconderse del hombre? El silencio-de-Dios en un universo enigmático es
un silencio ante el conocimiento humano: el hombre advierte que no
tiene un punto de apoyo absoluto (como se pensaba en los racionalismos
antiguos y en el fundamentalismo moderno) para conocer la Verdad
última, no sabe a ciencia cierta si Dios existe o no existe. Ahora
bien, que Dios haya creado un universo en que oculta su verdad, ¿es
moralmente atribuible a un Dios que debería ser veraz, no ocultarse y
no jugar con la vida humana, poniéndola en el riesgo grave de incurrir
en el error?
Tanto teísmo como ateísmo deberán, por tanto, tomar posición ante un
problema que no existía en el marco del dogmatismo: si tiene sentido un
Dios en silencio ante el conocimiento humano por el enigma del
universo. El teísmo, como veremos, argumentará que ese silencio cósmico
tiene un sentido. Pero el ateísmo entenderá que no tiene sentido pensar
que sea verosímil creer en la existencia de un Dios inveraz, oculto y
en silencio. El cuestionamiento moral de Dios por la ambivalencia
metafísica del universo no se planteaba en el dogmatismo antiguo. Es
resultado de la conciencia del enigma, de la incertidumbre y del
silencio-de-Dios en el universo.
En conclusión: teísmo y ateísmo críticos saben que, cada uno, puede
construir una hipótesis racional, científico-filosófica, que ofrece
verosimilitud, pero nunca certeza absoluta.
2. Drama de la historia, sufrimiento, perversidad humana y religiones
Para argumentar la existencia o no existencia de Dios no sólo se debía
estudiar el universo para conocer sus causas y su fundamento último.
Había otras “pistas” o factores argumentativos relacionados con la
experiencia humana de la existencia, de sus emociones y de sus valores.
En realidad se trataba de relacionar la existencia humana con la
historia natural y la historia humana. ¿Podían hallarse indicios de que
Dios existiera? El principal argumento era el drama de la historia, el
sufrimiento producido por una naturaleza ciega (la historia natural
ciega) y el sufrimiento producido por la perversidad humana en la
historia civil y, en especial, en la historia religiosa (la historia
humana). La perversidad manifiesta en la historia de las religiones
parecía contradecir con fuerza la posibilidad de creer en la existencia
de un Dios moral. Estos argumentos cobraron una nueva fuerza porque,
una vez decaídos los argumentos cosmológicos, se convertían en los
factores decisivos, cruciales, decisivos, para inclinar la
incertidumbre hacia el teísmo o hacía el ateísmo.
El teísta crítico, en efecto, se ve más afectado e inquieto por la
proyección del drama de la historia sobre la responsabilidad divina. El
hombre moderno se hacía sin duda más consciente de que los argumentos
de la existencia de Dios tenían aspectos débiles incuestionables. La
incertidumbre se hace mucho más profunda en la experiencia del drama de
la historia. En la nueva cultura de la incertidumbre, en que Dios no es
ya evidente como fundamento del universo, el creyente se siente más
inseguro ante el Mal atribuible al posible Dios. La hipótesis
cosmológica solo verosímil de Dios (que ya no es una cuestión
dogmática) se hacía mucho más débil ante el drama de la historia.
Para el ateísmo crítico era obvio igualmente que el argumento del drama
de la historia cobraba más valor, puesto que reforzaba la verosimilitud
de la posición atea en la explicación del universo. No es que la
elevara a nivel de certeza absoluta, pero sí ciertamente le confería
más fuerza. El ateo no daba un voto de confianza al posible Dios y no
transigía en absoluto con la eventualidad de que el sufrimiento fuera
conciliable en alguna manera con Dios. En todo caso, el hecho
constatable del drama de la historia, personal y colectiva, mostraba
que el Dios real, en caso de existir, era un Dios que no sólo estaba en
silencio por el enigma del universo ante el conocimiento humano, sino
que, además, estaba también en silencio ante el enigma existencial del
sufrimiento humano. Todo concordaba en mostrar la dificultad de pensar
a Dios como real y en presentar el ateísmo como la inferencia más obvia
e inmediata, más atenida a lo que objetivamente se veía, a saber, el
inmenso vacío-de-Dios en el universo, en la historia natural y en la
historia humana.
3. Dios ante la degradación de las religiones en la historia
El argumento de la historia de las religiones ha sido determinante como
factor de anticlericalismo en la época del dogmatismo y lo sigue siendo
en la cultura de la incertidumbre. Los aspectos negativos del
comportamiento social de las religiones establecidas, ya mencionados
repetidamente, eran indudablemente reales. Afectaban a aspectos
esenciales de la religión: a sus teologías, a su “decadente” imagen
filosófica del universo, a las prácticas morales opresivas e inhumanas,
al control social dominante sobre las masas creyentes, a la utilización
de lo religioso como estrategia de dominio económico y beneficio
social, etc. Por ello tenía sentido, y respondía a hechos objetivos,
que las religiones se hubieran convertido, a lo largo de la historia,
en un argumento real en contra de la idea de Dios, tal como había sido
esgrimido por unos y otros en diferente sentido.
Sin embargo, en la cultura de la incertidumbre propia de la modernidad,
el factor social de la crítica de las religiones no se veía ya dentro
de ideologías dogmáticas. Pero seguía siendo un factor que debía ser
tenido en cuenta dentro del nuevo marco de la cultura de la
incertidumbre. Tanto el teísmo como el ateísmo, la creencia como la
increencia, en efecto, observaban el enigma de las religiones y en él
se constataba de nuevo una manifestación del silencio divino. Las
religiones tenían muchos aspectos positivos, y en ellos insistía el
pensamiento teísta. Pero el caos religioso de la historia oscurecía la
imagen de Dios y parecía predominar, por ser lo más llamativo. El
teísmo excusaba el caos, la perversidad de la religión y de los hombres
religiosos. El ateísmo no lo hacía y entendía que, si Dios existiera,
debería haber inducido en las religiones sociales un comportamiento
moralmente más admisible. Pero parecía que, en la cultura de la
incertidumbre, teístas y ateos debían reconocer que el hecho de las
religiones no era, sin embargo, una evidencia o exclusión crucial de lo
divino. Ni la perversidad humana general, ni la perversidad de las
religiones permitían afirmar o excluir crucialmente la existencia de
Dios, que había creado la libertad humana.
Pero lo fundamental es que el posible Dios quizá pudiera ser real, pero
la cultura de la incertidumbre moderna hace entender que ha permanecido
en silencio porque no se ha hecho evidente, a) ni en el conocimiento
del universo, b) ni en la permisión del drama de la historia, del
sufrimiento por el Mal ciego y por la perversidad humana, c) ni en las
manifestaciones degradadas de la religión en las sociedades humanas. La
cuestión crucial no son los detalles del silencio divino, sino si ese
silencio tiene en absoluto sentido en Dios. Es decir, si tiene “sentido
teológico” (en Dios).
Las dimensiones del silencio-de-Dios: el enigma del universo y el drama de la historia
La modernidad ha sido la ocasión histórica para caer en la cuenta
reflexiva de un silencio-de-Dios que probablemente, como es legítimo
inferir, fue siempre intuido desde la experiencia existencial y
cognitivo-emocional de todo hombre. Puede decirse que el hombre intuyó
siempre el silencio-de-Dios, aunque estuviera viviendo en las culturas
dogmáticas del pasado. Pero, en la modernidad crítica, el siempre ya
sentido por todo hombre silencio-de-Dios pasó a constituirse en un
hecho objetivo, en la cultura y en la reflexión científico-filosófica,
cuyas consecuencias debían ser evaluadas en relación con lo metafísico.
Era un silencio-de-Dios que se manifestaba en dos dimensiones que
constituían los hechos cruciales que debían decidir la actitud ante lo
metafísico. El silencio divino era patente como enigma del universo y
como drama de la historia. Por ello, ser religioso o no serlo iba a
depender de la actitud ante estos dos hechos cruciales. Entender con
precisión el papel que estos factores cruciales juegan en la valoración
metafísica de la existencia es un elemento esencial para explicar la
naturaleza del teísmo, del ateísmo y de las religiones.
Silencio-de-Dios ante el conocimiento humano: el enigma del universo
Desde el momento en que se acepta la modernidad como cultura de la
incertidumbre metafísica, en realidad no se sabe, por los puros
argumentos científico-filosóficos sobre el universo (cosmológicos), si
Dios verdaderamente existe. Se puede tener, en efecto, la persuasión de
la verosimilitud de la metafísica teísta; pero no existe la seguridad y
Dios “podría no existir”. Por ello, el hombre siente que Dios, de ser
efectivamente real, no se ha manifestado con evidencia a la razón
humana. Se ha hecho verosímil a la razón, pero no evidente, hasta el
punto de que “pudiera no existir”. Esta es la dimensión cognitiva del
silencio divino, manifiesta en el enigma del universo. En definitiva,
es éste el que deja abierta dos posibles interpretaciones o conjeturas
hipotéticas sobre su verdad última, Dios y la pura mundanidad sin Dios.
Por ello el universo es un enigma metafísico. Si Dios, en efecto,
existe es el que ha querido crear este universo ambivalente para la
mirada de la razón humana y es, en consecuencia, el que ha querido
imponer su silencio en el universo.
Malestar humano ante el enigma del universo.
Dios, de ser real y existir, debería pensarse entonces como creador de
ese universo que se presenta como enigma. Ello querría decir que Dios
crea y mantiene el enigma. Dios pretendería, pues, su silencio en el
enigma del universo. Dios, intencionalmente (porque quiere), al
producir el enigma y mantenerlo, permanecería en silencio ante un
hombre que, por otra parte, necesitaría perentoriamente conocer la
verdad para tomar las decisiones correctas sobre su vida. Parecería que
la Verdad debiera ser la actitud moral correcta de Dios ante el hombre
en la creación. El hombre desearía conocer la verdad de sí mismo que es
la verdad del universo y siente que la incertidumbre descoloca su
equilibrio existencial, sumiéndolo en el desconcierto.
El hombre no entiende el silencio divino. En la hipótesis de que Dios
fuera real y existente (hipótesis que cuenta con argumentos
científico-filosóficos, cosmológicos, a su favor que la hacen
verosímil), cabría entonces pensar que Dios debería ser veraz, fiel a
la verdad. Sin embargo, de un Dios que crea y mantiene el enigma, ¿cabe
pensar que es veraz? ¿Tiene sentido pensar que Dios se mantenga en
silencio ante un hombre que necesita perentoriamente la verdad para
existir-en-verdad? No le es fácil al hombre, ciertamente, hacerse al
silencio divino. En principio, no lo entiende y queda desconcertado
ante él. No se entiende un silencio que oscurece la verdad, constituida
por el mismo Dios, y que pone en grave riesgo el sentido de la
existencia humana, que queda sumida en un desconcierto angustioso e
inquietante. Con su silencio Dios parece jugar frívolamente con la
realidad y no comportarse como fiel-a-la-realidad, cuya verdad sería El
mismo, en caso de que existiera realmente. ¿Tiene sentido el
silencio-de-Dios para una hipotética “moralidad divina”, para un
comportamiento conforme con lo que cabe pensar que Dios hiciera en una
eventual creación?
Intuición universal del silencio divino en el enigma del universo
La modernidad ha sido sin duda la condición objetiva que ha hecho
posible que la conciencia precisa de la incertidumbre metafísica se
haya extendido entre los intelectuales y que haya transcendido más y
más, con rasgos nítidos, a la conciencia popular. Sin embargo, aun
siendo esto así, como antes decíamos, defendemos la tesis de que, a
pesar del dogmatismo de los sistemas de pensamiento de épocas pasadas,
incluyendo los siglos de modernidad en que dominaba dogmatismo, ha
habido siempre lo que podríamos llamar una especie de intuición
universal del enigma del universo y del silencio divino implicado en
él. Esta intuición pertenecería al hombre universal. Afirmarlo, supone
recordar el principio (razonado en epistemología) de que el
conocimiento organizado y explícito que da lugar a las ideologías, que
evolucionan en diversos momentos de la cultura dominándola socialmente
(como fue el dogmatismo), no siempre se corresponde con la intuición
profunda que los seres humanos tienen de lo que constituye la verdad de
la vida. Es decir, una cosa es lo que la cultura induce a decir
objetivamente (en otras épocas fue el dogmatismo) y otra cosa distinta
es lo que verdaderamente los hombres sienten en su intuición profunda
directa de las cosas (dicho en términos epistemológicos: una cosa es,
en los seres humanos, la representación consciente y otra la
representación subconsciente o profunda).
La intuición real de la gente llevaba a percibir el enigma profundo del
universo, la ausencia de Dios en la experiencia inmediata de la vida y,
por ello mismo, a sentir el hecho real del silencio divino. El que la
gente haya sido religiosa en culturas dogmáticas no quiere decir que no
estuviera viviendo su religiosidad desde dentro de una vivencia
inmediata, dramática, de la incertidumbre de la vida y del silencio
divino. Esta incertidumbre, universalmente presente como aspecto
esencial de la vida, fue el humus en que se construyó la religiosidad.
Ahora bien, ¿por qué asumimos que siempre se dio en todos los hombres
esta intuición universal del enigma, de la incertidumbre y del
silencio-de-Dios en el universo? Es claro que la existencia del
dogmatismo ideológico puede probarse como un hecho histórico objetivo:
observamos textos, organizaciones culturales, religiones históricas,
etc., que atestiguan que, en efecto, existió realmente. Sin embargo,
esta presencia universal de la percepción existencial del enigma y del
silencio divino es algo interior, que forma parte de las
representaciones profundas, y no puede probarse. Por ello decimos que
es una inferencia. Pero una inferencia que queda avalada por argumentos
que muestran que es una inferencia verosímil.
El hombre universal: inquietud metafísica, enigma y silencio divino
El argumento es que, en todas las personas, incluso en intelectuales
que conocen las ideologías dogmáticas, tiene siempre más fuerza la
experiencia intuitiva inmediata y personal de la vida. La vida se
impone con crudeza y dramatismo en su dura realidad, más allá de las
“ideas” que tratan de camuflarla. Y la vida, en el fondo, impone la
penosa experiencia existencial de la ausencia de Dios. La ausencia es
el silencio divino en el enigma del universo. A Dios no lo vemos, está
lejano y ausente del mundo objetivo. Esta experiencia de ausencia es
intuida en la vida ordinaria y en todas las circunstancias de la
biografía personal. Es una ausencia en la vida singular de cada
individuo que se funda en la intuición de la ausencia universal de Dios
en el universo. El hombre querría conocer a Dios y desvelar su
misterio, pero el hecho es que Dios no responde al vehemente deseo
humano de conocimiento natural.
El impacto de las hierofanías (manifestaciones de lo santo) y las
kratofanías (manifestaciones de fuerza y poder) de muchos rituales de
las religiones dogmáticas establecidas, dadas en la representación
consciente social, ha jugado, esto es evidente, una función de
enmascaramiento del silencio-de-Dios. La experiencia existencial de la
ausencia de Dios en el universo objetivo estaba enmascarada por el
dogmatismo que daba forma a la cultura e imponía un ilusorio “Dios
teocéntrico”. Sin embargo, la cultura dogmática, aunque estaba ahí, no
llegó nunca a imponerse a la experiencia vital singular de la ausencia
divina, vivida existencialmente en todas las circunstancias de la vida
y presente en la representación subconsciente profunda de las personas.
Por consiguiente, en nuestra opinión, factores universales de la
condición humana, o sea, del hombre universal, como son la experiencia
inmediata de sí mismo y del universo objetivo, el impulso a la vida
heredado como instinto de las especies animales, el uso de la razón, la
intuición racional inmediata de que ese universo dinámico objetivo
tiene un “fondo metafísico” que nos desborda en el tiempo y en el
espacio (mirando en profundidad a lo microscópico y a lo
macroscópico)..., permiten la inferencia, legítimamente fundada en la
antropología, de que pertenece al hombre universal la inquietud
metafísica. Es la inquietud universal ante un universo de fondo
mistérico, que podría ser algo personal (y entonces podría negociarse
la ayuda y la salvación con esa dimensión personal “divina”) o podría
ser algo impersonal, cósmico, sin Dios o dioses, puramente mundano (y
entonces cabría buscar la salvación hallando los ritmos cosmobiológicos
de vida en los ciclos de un intuitivo eterno retorno del universo).
Esta visión del universo como misterio que deja abierto un enigma
pertenece a todo hombre, es propio de los procesos racionales básicos
del hombre universal. Cuando se produce una respuesta, que es
inevitable en uno u otro sentido, el hombre universal, en el teísmo o
en el ateísmo entra ya en lo especial y en lo individual.
Silencio-de-Dios ante el drama de la historia: el sufrimiento, el mal de la naturaleza ciega y de la perversidad humana
Pero el silencio-de-Dios tiene otra dimensión que se manifiesta con
mayor evidencia en la cultura de la incertidumbre. Así como antes
hablábamos de un silencio referido al conocimiento, ahora en cambio
podría hablarse con más fuerza todavía de un silencio moral de Dios:
Dios calla ante el drama de la historia, el sufrimiento por la
naturaleza ciega y por la perversidad humana, presente también en las
religiones. Es el silencio-de-Dios ante el Mal en todas sus
manifestaciones dramáticas en la historia. Desde el momento en que la
cultura de la incertidumbre deja abierta la puerta a que Dios
existiera, o no existiera, como fundamento del universo, el problema
del silencio-de-Dios ante el drama de la historia, el sufrimiento, el
Mal y la perversidad humana, cobra mucha mayor importancia, ya que
podría convertirse en una cuestión crucial, decisiva, para asumir la
actitud ante lo metafísico. Una cuestión que, además, llevará consigo
la potente carga emocional de un hombre existencialmente molesto ante
el silencio-de-Dios.
El hombre nunca entendió que un Dios real y existente, al que debería
atribuirse la bondad y la benevolencia para con un mundo creado por Él,
haya permitido la existencia del dramático sufrimiento humano, personal
y colectivo. Es el drama de la historia que se manifiesta en el
sufrimiento humano por una naturaleza ciega y por la perversidad de los
hombres, especialmente hiriente en las religiones. Por ello, el drama
de la historia ha sido siempre un factor incomprensible en Dios que ha
dejado la vida humana, abierta ya al enigma del universo ante el
conocimiento, asolada por el profundo desconcierto sobrevenido por el
silencio-de-Dios ante la angustia y el sufrimiento humano. Es
sorprendente que exista Dios, que produzca una creación en que se da el
drama de la historia y que sea responsable moral de cuanto significa el
dramatismo de la existencia humana.
El hombre ha solicitado ayuda, pero ha respondido siempre el silencio
divino. El grado, la gravedad de esta sorpresa y desconcierto no puede
medirse hasta que el hombre tiene la experiencia personal de la
angustia desgarradora de los episodios del drama personal y familiar
que acaban por imponerse por el sufrimiento y por la frustración final
de la muerte. Angustia desgarradora que se palpa también con
desconcierto y perplejidad cuando el sufrimiento asola a pueblos
enteros por las guerras, la violencia, el hambre, las enfermedades, los
terremotos y diluvios, y otras catástrofes naturales de dimensión
desbordante, es decir, cada vez que la humanidad se encuentra
fatalmente con los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El teísmo dogmático debía ingeniar la justificación de Dios y su
disculpa ante el drama de la historia. El ateísmo tenía en el Mal, por
el hecho fáctico del sufrimiento y por la perversión humana,
especialmente la religiosa, la gran confirmación de que no era
racionalmente justificable considerar como real y existente a un
eventual Ser divino. Si existiera, debería considerarse un Dios sádico
y cruel, cosa que evidentemente no tendría sentido en un Dios que se
postula como benevolente. Es verdad que el silencio-de-Dios ante el
drama de la historia estaba en parte velado, enmascarado, neutralizado,
por una metafísica teísta dogmática incuestionable que se impuso en
culturas antiguas. La valoración, sin embargo, cambió desde el punto de
vista de la nueva cultura de la incertidumbre.
El silencio-de-Dios en el hombre universal
Sin embargo, aun siendo así, como antes decíamos, cabe suponer también
que, en la representación profunda de los individuos, en cambio, el
silencio-de-Dios ante el drama de la historia, en especial ante el
sufrimiento producido por la fuerza ciega de la naturaleza y por la
perversidad de los otros hombres, estuvo presente siempre de forma
intuitiva. En ocasiones incluso explícita, desde los primeros momentos
de la reflexión metafísica en las culturas humanas (piénsese, como
ejemplo, en el papel del sufrimiento en la tragedia griega, en la
filosofía y teología budista, que después mencionaremos, o,
modernamente, en la llamada filosofía y teología del proceso en
América).
Todo hombre debió de intuir siempre el desconcertante silencio- de-Dios
ante el drama de la historia. Por ello, la inquietud metafísica del
hombre universal es la inquietud ante un misterioso universo, que es
enigmático y ambivalente porque ese fondo metafísico podría responder a
algo personal –Dios o dioses– o a algo impersonal puramente mundano,
sin Dios. Esta ambivalencia enigmática es vivida intuitivamente por
todo hombre en el mundo como consecuencia directa de aquellos factores
que constituyen esencialmente su condición humana. Pero hay algo más.
Esta inquietud metafísica del hombre universal hace también que todo
hombre intuya el gran enigma de que esa posible dimensión personal
metafísica está en silencio. El hombre universal intuye que un ser
personal divino, como verdad metafísica última del universo,
sería posible. Pero lo único que constata como evidencia objetiva es la
sorprendente ausencia de ese Ser en la experiencia del universo y en el
abandono indigente con que el hombre debe afrontar su dramática
existencia en el universo. Por ello, el hombre universal, vive en su
intuición transcendental (es decir, que se da en todo hombre, que es
común a todos) que el universo es el escenario misterioso de la inmensa
ausencia o silencio-de-Dios.
El silencio de Dios
En realidad, el silencio-de-Dios ante el conocimiento y el silencio-de-
Dios ante el drama de la historia son dos aspectos, o dimensiones, no
separables, de una misma y unitaria experiencia del silencio divino en
el universo. Por ello, incluso en las culturas en que había tomado
forma explícita una metafísica teísta dogmática, en la experiencia real
de las personas se imponía la representación profunda interior de que
el hombre debía afrontar su vida dentro de un universo en que el
posible Dios callaba, estaba lejano y en silencio ante la avidez humana
de conocimiento, para salir de la oscuridad y de la incertidumbre
metafísica. Pero también en todos se imponía la representación interna
de que ese Dios oculto en el enigma del universo era también el Dios
oculto y en silencio ante la desesperada y atormentada avidez humana de
soporte divino, para salir de la angustiosa pesadumbre existencial del
drama personal y de la historia, por el sufrimiento nacido de la
naturaleza ciega y de la perversidad humana. En todo hombre, el hombre
universal, acababa siempre imponiéndose la dramática vivencia del
silencio divino.
Estas dos grandes dimensiones del ocultamiento divino, constituyen el
gran enigma del silencio divino. Es el mismo enigma. Enigma del Dios
que se oculta, o sea, no se manifiesta, porque no ilumina el
conocimiento humano del universo y porque, al mismo tiempo, desampara
al hombre que queda sumido en el drama de la historia. El ocultamiento
ante el conocimiento y el ocultamiento ante el sufrimiento son dos
silencios que se refuerzan bidireccionalmente y son el mismo silencio
cósmico de Dios. El desamparo divino de la historia humana, personal y
colectiva, es un factor esencial del ocultamiento global de Dios ante
el conocimiento. Por consiguiente, la experiencia de silencio divino en
el conocimiento se hace más profunda en la experiencia del drama de la
historia. Es una faceta del drama de la vida humana, porque el hombre
“sufre” por el desconcierto final, metafísico, de su existencia ante el
conocimiento. La experiencia de silencio divino en el drama de la
historia es una experiencia de desconcierto cognitivo metafísico porque
el conocimiento final de Dios queda “velado” por el sin-sentido del
sufrimiento, que “oscurece” y enmascara el conocimiento del posible
Dios.
Esta experiencia integral de las dos dimensiones del silencio-de- Dios
ha sido el verdadero fondo de la problemática existencial del hombre
ante Dios. En el fondo es un único enigma: el enigma del silencio de un
Dios que parece haber creado un mundo autónomo, que puede ser entendido
sin Dios y que produce el proceso evolutivo que engendra el sufrimiento.
Silencio-de-Dios, teísmo y ateísmo en el hombre universal
¿En qué consistirán entonces teísmo y ateísmo? Si la incertidumbre y el
silencio-de-Dios son un hecho, teísmo y ateísmo sólo serán posibles
como una toma de posición ante el problema del silencio divino. Si se
es teísta y religioso, es que se admitirá que el silencio- de-Dios
tiene un sentido teológico (cabe justificar por qué Dios está en
silencio). En alguna manera se aceptará el silencio-de-Dios y no por
ello se cerrará la esperanza de que Dios pudiera ser real y salvar la
historia humana. Las religiones serán así, ante todo, un discurso sobre
el silencio divino. En el fondo, supondrán siempre la creencia en un
Dios oculto, por ausencia del universo, por su lejanía y por su
silencio. Pero también la creencia en que ese Dios oculto tiene una
última intención de liberar la historia humana. La religión natural –
posible por las condiciones del hombre en el mundo– no podrá nunca
dejar de ser la creencia en un Dios, al mismo tiempo, oculto y
liberador.
El ateísmo y la arreligiosidad, en cambio, supondrán siempre negarse a
la creencia en un Dios oculto y liberador. El ateo crítico entiende
que, para él, el supuesto más verosímil es que Dios no existe, que no
tiene sentido racional admitir que un Dios en silencio pueda existir.
Ser ateo es lo más obvio e inmediato y el ateo no tiene responsabilidad
moral por aceptar lo que parece imponerse por la fuerza misma de un
universo en que no vemos a Dios. Pero el ateo sabe también que pudiera
ser que el silencio-de-Dios tuviera un sentido-en-Dios, es decir, que
hubiera una explicación que hiciera inteligible que Dios hubiera
permanecido en silencio. El ateo crítico sabe que Dios, en último
término, “podría existir”. Podría darse el caso de que existiera un
Dios oculto y liberador, tal como cree el hombre religioso. Pero el
ateo no lo admite. El ateo rechaza siempre la posibilidad abierta de
admitir la existencia de un Dios oculto y liberador. Teísmo y ateísmo
suponen siempre inevitablemente una toma de posición ante el posible
Dios oculto y liberador.
La modernidad crítica, en los dos últimos tercios del siglo XX, ha
sido, por tanto, la gran ocasión histórica para caer reflexivamente en
la cuenta de la inquietud metafísica, del enigma del universo y de la
incertidumbre metafísica, de la posibilidad de que ese fondo mistérico,
metafísico, fuera algo personal (Dios o dioses) o algo impersonal (un
puro mundo sin Dios). Está también contenida en la experiencia radical
del hombre universal como ser en el mundo: forma parte de la vivencia
radical de todo hombre al verse instalado en un misterioso universo que
podría ser escenario del silencio-de- Dios. La experiencia universal de
ese ámbito mistérico, que podría ser un ser personal o un fondo
sin-Dios, lleva asociada la intuición de que ese posible Ser está en
silencio por la misma ambivalencia de la experiencia cósmica. En este
sentido, la modernidad crítica habría puesto en orden la experiencia
vivencial ya presente en el hombre universal.
La doble pregunta natural por el Dios oculto y liberador
En efecto, los hechos cruciales no pueden alterarse, ya que son los que
son: son un hecho la incertidumbre, la angustia humana por el
silencio-de-Dios, ante el conocimiento (por el enigma del universo) y
ante el drama de la historia (por el sufrimiento y por la perversidad
humana). En consecuencia, nacen las grandes preguntas que se hace el
hombre en el mundo sobre la verdad metafísica, tal como surgen de la
experiencia cósmica universal del silencio-de-Dios. Son dos preguntas
inevitables que nacen en el escenario mundano de la existencia por la
naturaleza racional del hombre. Son preguntas que pertenecen al hombre
universal. Son dos preguntas que acompañan siempre a la condición
humana a lo largo del curso completo de su existencia temporal. Son, en
el fondo, la expresión de las grandes incógnitas que nacen en la
inquietud metafísica del hombre universal por las posibilidades
abiertas a la razón humana para concebir la verdad metafísica última
del universo.
La primera pregunta es si cabe aceptar que ese Dios oculto por su
silencio (ante el conocimiento y ante el drama de la historia) sea real
y existente. La segunda pregunta es si ese Dios oculto es un Dios que
tiene tanto la voluntad de desvelar el enigma del universo y manifestar
su Verdad metafísica última, como la voluntad de liberar a la estirpe
humana del drama de la historia, manifestándose como salvador (ya que
el sufrimiento es una realidad fáctica y no cabe sino liberar al hombre
del drama de la historia ya consumado). De ahí que la gran pregunta que
decidirá la metafísica que el hombre quiera libremente asumir, teísta o
atea, será la pregunta acerca de si tiene sentido (esto es, armonía
racional con la experiencia global del universo, así como de la
historia natural y de la humana) aceptar la existencia real de un Dios
oculto y un Dios liberador. Es la pregunta unitaria por la existencia
de un Dios oculto/liberador.
Esta doble pregunta tiene una enorme importancia para comprender quién
es el hombre en el mundo. Puede decirse que, en último término, es un
ser racional abierto a la pregunta por la verdad metafísica del
universo. Un ser que debe vivir su vida interrogándose, en lo profundo
de su conciencia racional y emocional, si será en verdad existente un
Dios oculto que, sin embargo, alberga la intención liberadora de la
historia. Esta doble pregunta por un posible Dios oculto y liberador es
la incógnita que acompaña siempre necesariamente toda existencia
humana. No puede ser de otra manera, dadas las condiciones que
concurren para el hombre universal en el escenario del universo.
La apertura reflexiva a esta doble pregunta viene a centrar la forma de
describir la inquietud metafísica a que lleva la imagen de la realidad
en la modernidad crítica. Pero forma parte también el paquete de
vivencias radicales del hombre universal. Todo hombre, de cualquier
cultura historicista, de cualquier tiempo y condición, de cualquier
preparación intelectual, por los factores que concurren en su condición
esencial de hombre-en-el-mundo, es decir, el hombre universal vive el
misterio de su inserción en el mundo como el misterio de un posible
silencio-de-Dios. La inquietud metafísica se traduce terminalmente en
inquietud ante un misterioso posible silencio-de-Dios. A partir de aquí
no caben sino las respuestas personales. Comienza la respuesta especial
(en grupos humanos) e individual (en la contextura personal de cada
hombre individual). Esta respuesta, gestada en la inquietud metafísica
del hombre universal abierto al posible silencio divino, es la que
conduce al teísmo, a la religiosidad, a las religiones, pero también al
ateísmo, al agnosticismo y a la indiferencia metafísica o religiosa.
El ateísmo y la arreligiosidad como increencia en el Dios oculto y liberador
El ateísmo, y en su nivel toda otra forma de increencia, ve que el
hombre religioso está de hecho aceptando a Dios y creyendo tener con Él
una relación interior misteriosa (experiencia religiosa). Ese hombre es
religioso a pesar de conocer que Dios está en silencio ante el
conocimiento (por esto es viable el ateísmo) y está en silencio ante el
drama de la historia, es decir, ante el sufrimiento por el Mal de una
naturaleza ciega y por la perversidad humana (sobre todo en las
religiones). Pero, pesar de ello, de la lejanía y del silencio-de-Dios,
los creyentes aceptan a Dios y son religiosos. Las religiones son
siempre, en sus teologías, una justificación de que Dios haya aceptado
el silencio cósmico universal de la Divinidad. El ateísmo no puede
dejar de verlo y sólo por ello es ya consciente de que es posible
aceptar y creer en un Dios oculto y liberador. No es irracional que el
silencio-de-Dios pudiera tener un sentido teológico, un
sentido-en-Dios. Esto es, en definitiva, lo que han aceptado los
creyentes. Y esto es precisamente lo que no es aceptado en el ateísmo
que se cierra a la posibilidad de hallar un sentido al silencio-
de-Dios.
En consecuencia, la arreligiosidad, por su parte, bien sea atea,
agnóstica o la pura indiferencia del hombre de nuestro tiempo, supondrá
también de una u otra manera la increencia en el Dios oculto y
liberador. El ateo considera que el hecho de que el universo pueda ser
verosímilmente explicado sin Dios, de que muestre el inmenso drama de
la historia por el sufrimiento, el Mal y la perversidad humana,
presente también en las manifestaciones religiosas, no hace aceptable a
la razón creer en la existencia de un Dios en silencio. Esto significa
que no cree posible aceptar un Dios oculto y liberador, como hacen las
religiones. No puede negar la evidencia de lo que ha pasado en la
historia de las religiones. Por ello puede decirse que la increencia,
en cualquiera de sus manifestaciones, es siempre estar cerrado al
posible Dios, cuya existencia, en último término, no puede excluirse,
ya que podría estar oculto y en silencio, y cuya existencia podría
explicar la importancia del fenómeno objetivo de la historia de las
religiones. No puede ser de otra manera.
Por ello, puede decirse, para todo hombre, que la toma de posición
metafísica, que siempre deberá darse, no podrá nunca dejar de ser una
actitud o toma de posición ante el posible Dios oculto y liberador
(esto forma parte del paquete de inferencias que nacen de la inquietud
metafísica en el hombre universal). En este sentido, al igual que
hablamos de un universal religioso, también podríamos hablar de un
universal ateo (o universal arreligioso) que consistiría en estar
cerrado a la posibilidad de que el silencio-de-Dios se explicara por el
misterio de un Dios oculto y liberador. Toda existencia arreligiosa
supondría siempre necesariamente, por las circunstancias antropológicas
concurrentes, asumir el universal arreligioso.
Por consiguiente, de acuerdo con la problemática suscitada por la
condición natural del hombre, la arreligiosidad puede describirse, en
contraste con la religiosidad, como la increencia en el Dios oculto y
liberador. El increyente, en efecto, al igual que el creyente,
tiene una experiencia radical de incertidumbre nacida de la
naturaleza misma del universo. Por la pura razón podrían ser
verosímiles tanto el teísmo como el ateísmo. Pero el increyente se
inclina por el ateísmo porque no cree que tenga sentido aceptar la
existencia de un Dios oculto y en silencio. El ateísmo se produce
siempre por no otorgar a Dios el voto de confianza que es propio de la
creencia. El ateo no admite un Dios que se haya ocultado y que haya
permitido también el drama de la historia. El agnóstico entiende
también que no es fácil hacer lo que hacen los creyentes, a saber,
confiar en la existencia del Dios oculto y liberador. Por ello, tampoco
se compromete en la aceptación de ese Dios. Al indiferente metafísico
–sumido probablemente en la perplejidad metafísica de que antes
hablábamos– le pasa algo similar: no se decide por la creencia, ignora
el mundo de las preocupaciones metafísicas, incluyendo tanto lo
religioso como lo ateo, y se centra sólo en vivir la inmediatez de la
vida.
Puede decirse, por tanto, que no es posible una increencia que no sea
rechazo del posible Dios oculto y liberador. El increyente observa que
el creyente, a pesar del silencio-de-Dios, cree en un Dios
oculto/liberador. Por ello entiende que su ateísmo consiste
precisamente en no aceptar esa creencia en el Dios oculto y liberador.
Pero este rechazo libre y personal es legítimo. El hombre es libre y
tiene derecho natural a construir su vida como quiera. El ateísmo parte
siempre del paquete universal de la inquietud metafísica. El hombre
universal está siempre inmerso en la inquietud metafísica que se
expresa finalmente en la incertidumbre ante el misterio de un posible
silencio-de-Dios. El ateísmo sería siempre una posible forma de
respuesta a esa inquietud metafísica radical del hombre universal.
Teísmo y religiosidad como creencia en el Dios oculto y liberador
En la cultura de la incertidumbre solo será posible creer en un Dios
oculto, del que al mismo tiempo postulemos que deberá ser, en el
futuro, un Dios liberador. Quizá, como muestra la historia, cuando la
religiosidad humana acaba produciendo las religiones, sus teologías
terminan formulando reflexivamente una metafísica teísta dogmática, con
marcadas diferencias historicistas entre unas religiones y otras. Pero
esto no eliminará nunca la experiencia radical de la condición humana
en el hombre universal: a saber, la experiencia radical de ocultamiento
divino dada en su silencio cósmico. La apertura al posible Dios, desde
el interior del universo, es para todo hombre una apertura dramática.
Esto es, en efecto, lo que todo hombre advierte inequívocamente en el
contexto de su existencia inmediata. Este Dios oculto es el que se
concibe además como el Dios liberador del drama de la historia.
El “universal religioso”, origen radical de toda religiosidad
La religiosidad humana no es universal (tampoco lo es la
arreligiosidad). No pertenece al hombre universal. Nace de la inquietud
metafísica del hombre universal y es siempre en su raíz experiencia del
silencio cósmico de un posible Dios que podría estar oculto y en
silencio. Por ello mismo, en el hombre universal dispuesto a ella como
posibilidad, la aceptación de la existencia real de ese Dios oculto y
liberador es precisamente la esencia de la religiosidad humana. Este
hecho inevitable, además, implica que toda existencia tiene siempre,
por la misma condición humana, al verse a sí misma en el interior del
universo, una cierta experiencia enigmática de desconcierto e
incertidumbre. De esta inquietud metafísica radical puede nacer la
voluntad religiosa decidida a creer en la existencia de un Dios oculto
y liberador. Esta creencia hace nacer la religiosidad interior que
acabará produciendo, en unos y otros lugares, la religión social. Pero
no elimina nunca la “incertidumbre radical” que constituye la
naturaleza humana en su esencia profunda. De ahí que, por lo dicho, ni
teísmo ni ateísmo son universales, sino especiales (religiones) e
individuales (religiosidad individual). Lo universal es la inquietud
metafísica del hombre universal cuyas inferencias derivadas llevan a la
inquietud ante el silencio-de-Dios y a la intuición de que, como
trasfondo del enigma del universo, pudiera haber un Dios oculto y
liberador.
La religiosidad no es pues universal. Pero toda posible religiosidad
desde el interior de un universo como el nuestro, donde Dios calla y
permanece en silencio, responde siempre a una inquietud metafísica
universal que abre a la posibilidad de un Dios oculto y liberador. El
contenido universal de toda posible religiosidad es la respuesta
positiva a la posibilidad del Dios oculto y liberador. Esta aceptación
positiva es lo que llamamos el universal religioso, el logos o sentido
radical de toda religión que nace de la inquietud metafísica del hombre
universal.
La religiosidad como superación del malestar existencial ante Dios
Debemos advertir que esta apertura a la creencia religiosa teísta no es
en absoluto fácil para el hombre. Apropiándonos un término del
relevante teólogo Urs von Balthasar, podríamos decir que la relación
del hombre con Dios es borrascosa, es siempre una teodramática
(eludimos matizar el término). El hombre siente un gran malestar ante
lo divino porque siente la angustia de su profundo desconcierto por el
enigma último de la verdad del universo; el hombre camina a tientas,
palpando en la oscuridad de un universo profundamente enigmático, y se
siente incómodo en una situación en que Dios, de existir, sería el
responsable de que el hombre real, sólo con un voluntarismo decidido,
pueda salir de la incertidumbre para situarse en la creencia. El
hombre, en el fondo, desearía la certidumbre y la seguridad. Por ello
es desmoralizador contemplar el panorama de una historia moderna en que
se ha impuesto una incertidumbre social fundada en que Dios no es
evidente.
Pero, además, es incluso más desmoralizadora todavía la experiencia
angustiosa del drama de la historia, por el sufrimiento producido por
la naturaleza ciega y por la perversidad humana. Sentirse abandonado
por Dios en el sufrimiento personal y de los seres queridos, ver cómo
la vida se desmorona y se acerca la experiencia final de la muerte,
contemplar el caos de la historia con millones de seres humanos que
apenas tienen qué comer y se sienten humillados de forma infamante,
constatar las grandes catástrofes y tribulaciones colectivas que
infligen sufrimientos ingentes a masas inmensas de pobre gente
sufriente, contemplar la perversidad humana en la sociedad y en las
religiones como causa de profundo dolor, llamar a Dios y recibir sólo
la respuesta del silencio, es ciertamente muy duro. Por ello, el hombre
religioso hace un esfuerzo voluntarista muy grande para creer en Dios y
confiar en la liberación a pesar de todo...
Los hombres que se sienten injustamente zarandeados por el drama de la
historia, ven en Dios la última esperanza de ayuda y recurren a Él en
su interior. Al no recibir la eficaz respuesta que se ha demandado
fervientemente, surge un inmenso malestar existencial y emocional ante
Dios. Muchas de estas personas no le perdonan a Dios su silencio, el no
verlo en su Verdad, y el estar desamparados, abandonados ante la
concatenación ciega y sin control de los acontecimientos. La causalidad
ciega de la naturaleza hace a los hombres víctimas del sufrimiento
natural y de la perversidad humana. Muchos ateísmos, e indiferencias
religiosas, son siempre un “ajuste de cuentas” emocional con el Dios en
silencio.
En último término, la religiosidad humana es transigir con todo y darle
a Dios un voto de confianza. Este voto significa que, a pesar de todo,
se confía en que una realidad cósmica tan desconcertante tiene un
sentido en Dios, responde a un plan divino de salvación. Es decir, se
acepta que Dios ha hecho el mundo así por razones ocultas, su eterno
designio, pero que, aunque no las sepamos entender, al dar a Dios el
voto de confianza, se asume que responden a un misterioso plan de
benevolencia para con toda la humanidad.
Por qué el hombre supera el malestar ante Dios, último posible horizonte liberador
Religiosidad es así aceptar vivir en la incertidumbre del conocimiento
y en la penosa incertidumbre del drama de la historia, pero sin que
ello suponga dejar de confiar en que todo tiene un sentido en Dios.
Ahora bien, ¿por qué el hombre tiende, y así lo ha hecho en la
historia, a conceder a Dios este voto de confianza? La única
explicación es que al hombre le va mucho en que Dios exista o no
exista. Si no existe, todo está perdido y ya sólo queda la frustración
final. Sólo si existe, le caben al hombre personal y a la historia en
su conjunto una esperanza final de posible liberación. Al hombre, por
tanto, no le es trivial que Dios exista o no exista. El hombre tendría
un alto interés en que Dios existiera y pudiera esperarse un final
feliz y liberador de la historia. El impulso humano hacia la vida es
tan grande que el hombre religioso llega a superar incluso su
inevitable malestar existencial ante el Dios que calla y éste se
convierte incluso (como diría Whitehead) en un compañero que consuela y
ayuda a superar la angustia del sufrimiento. Este interés por lo
religioso se describe en antropología y psicoanálisis, y permite
explicar por qué, en efecto, las religiones han tenido tanto éxito a lo
largo de la historia y dentro de las más variadas culturas humanas.
¿Un plan de salvación que explica el silencio-de-Dios? ¿Cuál es ese
plan? Creer en el Dios oculto y liberador, es un compromiso arriesgado,
pero no es irracional. No se puede excluir que el silencio- de-Dios
respondiera a un plan divino salvador que le confiriera un sentido
teológico. Es una opción racional por una forma metafísica posible,
verosímil, de entender el sentido final de la existencia del universo.
Es una creencia que, además, cuenta con el apoyo de las múltiples
formas de religiosidad aparecidas en el curso de la historia que han
aportado explicaciones imaginativas para dar precisamente razón del
plan de salvación que explica ese silencio divino. El cristianismo es
una propuesta intelectualmente densa para explicar el sentido del
silencio divino en la historia. El Dios oculto y liberador se podrá
aceptar o no, pero, en ningún caso, es un supuesto irracional, no
congruente e imposible según nuestra experiencia de la realidad.
Hay algún momento en la atormentada vida de todo hombre en que lo
teatral, las “burbujas ilusorias de realidad”, el juego con la propia
vida, la absolutización ilusoria de lo inmediato, la inercia inmediata
de la vida que parecía ser eterna, el alibi de la perplejidad
metafísica “políticamente correcta”, se corta de pronto,
dramáticamente, y se cae en la cuenta de que todavía está pendiente la
necesidad de afrontar en autenticidad personal la decisión metafísica
final de la vida. Es el tiempo en que todo hombre advierte con claridad
existencial que puede ser teísta o ateo, pero que sólo admitiendo a
Dios la historia podría acabar en plenitud.
Karl Jaspers ha puesto nombre a esos momentos de la existencia en que
tenemos una clarividencia diáfana para entender lo que la vida “da de
sí” y en que caemos en la cuenta de que debemos afrontar la decisión
final de la vida ante la incertidumbre metafísica (ante la Cifra, el
enigma del universo, en terminología de Jaspers). Jaspers ha llamado a
estos momentos decisivos e iluminadores las experiencias existenciales
en el límite. Con su estilo propio, Martin Heidegger ha explicado
también, después de una pormenorizada analítica de la existencia, que
cuando el hombre llega a tener la experiencia existencial impactante de
sí mismo como ser-para-la- muerte, es cuando se ve abocado por la
fuerza imperiosa de la existencia a reflexionar con autenticidad sobre
el sentido de su Ser en el universo. Durante una gran parte de su
existencia los hombres viven quizá sus vidas perdidos en lo
superficial. Pero para todos llega un tiempo, para unos antes y para
otros después, en que se impone el peso de la persuasión de que la
tarea esencial de la vida es tomar responsablemente una decisión
metafísica ante el sentido último de la vida. El hombre está abierto a
la Cifra (enigma en los términos de Jaspers) o al misterio del Ser del
Universo (Heidegger) y se impone asumir una actitud personal, aunque
sea la indiferencia metafísica o religiosa. La decisión que sea,
religiosa o arreligiosa, pero no se puede vivir con autenticidad humana
sin tomarla responsablemente.
Cuando el hombre advierte que debe afrontar en autenticidad la decisión
final que la existencia le impone, Dios aparece siempre en el
horizonte. En el fondo, la decisión metafísica es decidir si se vive
abierto o cerrado a Dios. Pero la comprensión realista de lo que da de
sí la existencia en el mundo, es decir, la indigencia de la condición
humana, personal y colectiva, hace que Dios aparezca en el horizonte
como el único posible horizonte liberador del hombre y de la historia.
Esto explica la importancia del fenómeno religioso a lo largo de las
épocas. Los hombres han sido religiosos porque han entrado en juego
intereses profundos, de plenitud y felicidad.
Los hombres no se han aferrado a la religiosidad irracionalmente,
porque siempre han intuido que la posibilidad de Dios estaba abierta
por la razón cosmológica, por la posibilidad de un Dios oculto y
liberador que explicara el silencio-de-Dios, y por la presencia de un
Dios misterioso en la experiencia religiosa y en las religiones
históricas de todos los tiempos.
Las religiones históricas y la esencia del universal religioso
¿Qué son las religiones? Son efectivamente un hecho objetivo
incuestionable que muestra con evidencia que la respuesta teísta a la
inquietud metafísica ha sido la gran protagonista de la historia.
Religiosidad y religiones son la respuesta positiva a la inquietud
metafísica del hombre universal en el universal religioso. Pero hay
religiones de diversas facturas sociales y con creencias sobre el
universo, sobre Dios o los dioses, también muy diferentes. Han existido
numerosas religiones, muchas extinguidas, y existen todavía en nuestro
tiempo. Las grandes religiones siguen siendo el hinduismo, el budismo,
el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Podríamos añadir además
otras importantes, aunque menos elaboradas, como el confucionismo, el
taoísmo, o las numerosas religiones animistas de pueblos y tribus
primitivas, esenciales en la espiritualidad africana. Habría también
religiones que serían cruces o sectas nacidas a partir de las grandes
religiones. Todo en conjunto ha dado lugar a extensos diccionarios
sobre la religión, del pasado y del presente, con miles de entradas
referentes a innumerables religiones y grupos religiosos.
El problema de las religiones
Dejando al margen las acciones inicuas generadas por la religión, que
ya hemos comentado, se presenta también otra consideración importante.
Si un Dios existente estuviera alentando en el interior de las
religiones, cabría pensar que la idea del universo, de Dios y de los
rituales, en las diversas religiones, debería tener mayor congruencia y
unidad. Debería aparecer una armonía que mostrara cómo el mismo Dios es
Aquel en quien creen las diversas religiones.
Sin embargo, el hecho es que frente a esta presumible armonía
religiosa, la consideración comparada de las creencias, teologías,
rituales, normas morales, en las diversas religiones, aunque presenta
convergencias, se muestra más bien como un caos contradictorio. Cada
una de las religiones tiene su visión cuasi excluyente de lo religioso,
y además se considera como la verdad absoluta, dogmática, frente a las
demás. En ocasiones incluso han existido entre las religiones no sólo
conflictos ideológicos, sino también guerras, persecuciones e
innumerables acciones violentas. ¿Cómo explicar todo esto? ¿Es
congruente con pensar que Dios existe?
Por tanto, si consideramos el conjunto de la historia de las
religiones, ¿cómo dar sentido a tanto enfrentamiento, exclusión y falta
de armonía entre sus teologías y su existencia conflictiva en la
historia? ¿Cómo explicar que, aunque también haya habido una santidad
incuestionable, se haya manifestado, y se siga manifestando, tanta
perversidad religiosa en la historia de los pueblos? Ciertamente estas
preguntas y otras similares han sido parte importante de la reflexión
humana sobre la religión.
La religiosidad radical respuesta del hombre universal: el Dios oculto/liberador
La tesis que defendemos pone de relieve que en todo hombre, por su
situación en el mundo como ser natural, se repiten ciertas experiencias
y circunstancias derivadas inevitablemente de los factores que
concurren en la naturaleza. Esto es lo que llamamos la “condición
natural” del hombre, o sea, la inquietud metafísica radical del hombre
universal. El hombre no puede ahogar la aspiración biológica a la vida.
Ejerce su razón y la angustia ante la propia indigencia lo abre a las
incógnitas metafísicas. Vive el misterio de su experiencia radical del
mundo como enigma y en él se trasluce el silencio del posible Dios,
silencio ante el conocimiento y silencio ante el drama de la historia.
Es este hombre universal el que entiende que su inquietud metafísica
radical se resuelve creyendo (teísmo) o no creyendo (ateísmo) en un
Dios oculto y liberador.
De ahí que, como decíamos, le sea posible al hombre tener la voluntad
libre de creer en la existencia de un Dios oculto y liberador. O, lo
que es lo mismo, creer en un poder personal oculto que salvará la
historia personal y colectiva. Esta es la religiosidad radical, aquella
de que nace y de la que se deriva posteriormente toda religiosidad
personal específica y toda religión. Todo hombre religioso que vive el
enigma del universo y la incertidumbre metafísica, cuando cree en Dios,
no puede dejar de hacerlo sino a pesar de su lejanía y de su silencio,
esto es, tras la aceptación del silencio divino en la creencia en un
Dios oculto y liberador. Esta forma de religiosidad radical –lo que
llamamos universal religioso– está presente en la profundidad de
cualquier forma de religiosidad concreta.
¿En qué nos apoyamos para decir que, en efecto, es así? Pues
simplemente en los argumentos anteriormente expuestos que muestran que,
dada la condición natural del hombre, no es posible una religiosidad
que no brote desde una experiencia radical de incertidumbre y no nazca
germinalmente de la voluntad de aceptar y creer en un Dios
oculto/liberador. En esta referencia radical al Dios oculto y liberador
coinciden de forma armónica todas las religiosidades naturales
subjetivas de los individuos, y las religiones derivadas de esa
religiosidad, las grandes religiones y las menores. Las incongruencias
y desarmonías entre las religiones no están nunca producidas por esta
religiosidad radical, que es el universal religioso, sino por su
historicismo posterior. Todas las religiones tienen un fondo profundo,
radical, de convergencia que da al movimiento religioso universal una
sorprendente armonía.
El historicismo de religiosidad y de religiones
El hecho es que inmediatamente se produce la interpretación (o
traducción) de esa experiencia religiosa radical, de apertura al Dios
oculto y liberador, a contenidos teológicos, rituales, morales,
sociales, etc., que nacen de la historia misma de los pueblos. A medida
que pasan los años, y la religión se hace estable en sus grupos
humanos, aparecen entonces poco a poco los rasgos historicistas
diferenciados. Lo que llamamos historicismo religioso es, por tanto, la
forma en que las religiones generan en la historia sus rasgos propios y
diferenciales al organizarse socialmente a partir de la obra inicial de
los “grandes fundadores”. Historia que va llenando de contenidos las
religiones en sus diversos contextos geográficos, políticos,
filosóficos y culturales (historias, profetas, santos y predicadores,
mitos, símbolos, teologías, explicaciones cosmogónicas y
antropológicas, sacerdotes, órdenes clericales, reglas de
comportamiento social y moral, etc.).
En este proceso historicista se pueden haber incluso alterado, o mal
interpretado, aspectos importantes de la religiosidad radical. Por
ejemplo, es lo que pasa cuando el historicismo, así como la potente
implantación de la religión en la cultura de sus sociedades
respectivas, hace nacer teologías o metafísicas dogmáticas que, en el
fondo, habrían “mal interpretado” la experiencia de incertidumbre que
acompaña siempre a la religiosidad radical presente en el hombre
universal. El esfuerzo por expresar mítica, simbólica o
conceptualmente, estas experiencias muy radicales produce una cierta
diversidad en la idea de Dios, o de los dioses, del poder personal que
salva, y de las circunstancias socio-culturales que acompañan la
implantación de la religión como vivencia colectiva organizada en cada
grupo cultural. El universal religioso habría sido interpretado por la
imaginación humana en las diversas tradiciones historicistas. Estas
podrían llegar a “enmascarar” la presencia del universal religioso como
vivencia profunda de la esencia de la religión. Pero en el fondo de
toda conciencia humana seguiría estando siempre presente la experiencia
de incertidumbre, de silencio divino y de entrega a la creencia en el
Dios oculto y liberador. En otras palabras, la inserción del hombre en
las tradiciones historicistas de cada religión –como pueden ser
hinduismo, budismo, judaísmo, islamismo, o incluso cristianismo– es
compatible con que ese mismo hombre esté viviendo en profundidad la
inquietud metafísica, la ambivalencia metafísica del universo, el
silencio-de-Dios y la aceptación de Dios en el universal religioso que
lo une, como hombre universal, al movimiento universal de la
religiosidad humana.
Cabe entender, pues, que la derivación de las religiones a lo perverso,
o su falta de armonía unitaria como referencia a un único Dios, son una
consecuencia de procesos historicistas avanzados que las han ido
dotando de su implantación social excesiva y de un sentido de rivalidad
que nace de sus mismas diferencias políticas, culturales e
historicistas. La historia civil influyó en la conformación
historicista de las religiones que fueron arrastradas por las
circunstancias de cada pueblo incluso a la violencia entre ellas.
Religiosidad universal, universal religioso o esencia armónica de la religiosidad natural
Por consiguiente, lo que estamos queriendo explicar es que, por encima
del caos y diversificación excluyente y extraña del mundo de la
religión, existe una unidad esencial profunda que aúna toda
manifestación humana de lo religioso. Nace de la condición natural del
hombre en el mundo y es sentida por todo hombre en lo profundo de su
ser. La aspiración natural a la vida, la angustia ante el drama de la
existencia, la inquisición racional de lo metafísico, hacen que todo
hombre religioso, por los factores necesarios que concurren en la
condición humana del hombre universal, esté abierto inevitablemente a
lo religioso, lo acepte o no lo acepte.
De ahí que podamos hablar de una religiosidad universal, o esencia
armónica de la religiosidad natural, presente en todas las religiones.
Las religiones tienen siempre inevitablemente un fondo común que
depende de su condición humana. La religión nace de hombres que viven
la incertidumbre de un universo enigmático, el drama de su vida, la
aspiración a vivir, así como la inquieta apertura a las posibilidades
de plenitud que pudieran esconderse en lo metafísico. No puede ser de
otra manera. Por ello, por otra parte, la religiosidad nace cuando esos
hombres intuyen por la razón que es verosímil aceptar y creer en la
existencia de un Dios oculto y liberador (un poder personal metafísico
que puede liberar y liberará la historia humana). Así, el logos, o
razón profunda, de la religiosidad humana, que produce las religiones,
es la creencia en un Dios oculto y liberador. Este logos natural es lo
que en este ensayo llamamos el universal religioso. Sólo desde esa
creencia radical, como humus inevitable que no puede dejar de darse, es
posible el nacimiento de las religiones.
Las religiones históricas: universal religioso e historicismo
De ahí que, en todas las religiones históricas –hinduismo, budismo,
judaísmo, cristianismo e islamismo, y en las otras religiones menores–,
descubramos un fondo común que refleja la presencia de la religiosidad
universal. Aunque en ellas parece que nos impactan más sus diferencias
historicistas, el hecho es que se muestran como manifestación del
universal religioso, es decir, de la religiosidad o religión universal.
Los hinduistas, budistas, judíos o islamistas, son ante todo hombres en
el mundo que sienten la ausencia de Dios en el escenario del mundo.
Dios no es evidente a su conocimiento natural y esto no puede dejar de
sentirse. Atraviesan la tribulación del drama de la historia y viven el
desamparo de todo hombre ante su indigencia. En estas circunstancias
inevitables dadas en el hombre universal creer en el Dios cuya creación
del universo y cuyo plan de salvación les vienen narrados por las
teologías historicistas de sus religiones, es siempre sin duda una
creencia en el Dios oculto y liberador. En ellos, la adhesión a su
religión es al mismo tiempo la adhesión existencial y emocional al Dios
oculto y liberador.
El hinduismo
Por hinduismo no sólo se entiende una religión, sino un complejo
entramado de elementos culturales y filosóficos formados en los pueblos
que habitaban la cuenca del río Indo y que acabaron por extenderse en
toda la península del Indostán. Nace con el Vedismo, la religión de los
antiguos pueblos indoeuropeos que estaban arribando a la región en
torno a unos 2000 años A.C. El hinduismo no es una religión fundada en
“revelaciones”, sino en una formulación filosófica de una experiencia
religiosa ancestral. De ahí su gran apertura.
Desde entonces una enorme variedad de creencias religiosas, unidas a
aspectos sociales, económicos, políticos, culturales, folklóricos,
etc., se fue formando y coexistiendo. Una cosa son las teologías cultas
con sistemas filosóficos bien construidos y otra muy distinta las
variedades de la religiosidad popular donde aparece una compleja
amalgama religiosa de dioses locales y universales, más o menos
personales, demonios y fetichismos, prácticas de ascetismo y
misticismo, variadas creencias reencarnatorias y esoterismos de todo
tipo. El pueblo suele ser consciente de la creencia en una divinidad
superior que sería el origen de todo, incluidas las deidades locales.
El hinduismo es esencialmente tolerante. Admite todo tipo de creencias
y trata de coordinarlas, sin tratar de excluirlas y negarlas. Es raro
encontrar doctrinas que deban ser excluidas. Lo religioso está más allá
de las definiciones verbales y por ello excluyen todo dogmatismo, no
existiendo organizaciones, jerarquías o autoridades centrales. Para
ellos cabe incluso la posibilidad de aceptar otra religión sin dejar de
ser hindú. Detrás de esta actitud se esconde, en el fondo, una
intuición del misterio, del ocultamiento de la verdad, y de que todas
las religiones son complementarias.
La creencia fundamental del hinduismo es la existencia de un principio
eterno, infinito, transcendente y omnipresente, que es la única
realidad, causa última y fundamento, ontología profunda de todo, fuente
y objetivo de la existencia. Esta realidad última es llamada Brahman.
Todos los seres son una emanación suya y el universo es una
transformación de su esencia. Brahman es impersonal, aunque es la
sustancia universal que constituye el origen de todo ser. Brahman está
presente en todos los seres y constituye el alma interior de todo; es
el Atman (alma) en el hombre. El Brahman es así el profundo origen
creador, preservador, transformador y reabsorbedor de toda realidad:
todo nace del Brahman y acaba terminalmente en él. Sin embargo, aunque
el Brahman es impersonal, el hinduismo entiende que en el Brahman se
han producido unas deidades personales últimas que, en el fondo, están
hechas de Brahman. El Brahman se hace persona en las deidades que en él
se engendran. La personificación más fundamental es Brahma que se
entiende como el trasfondo creador de todo. Pero, junto a Brahma, el
Brahman ha producido también otras dos deidades personales supremas que
establecen una relación con el hombre y son objeto de culto en la
religión. Son Visnú y Siva los dioses personales supremos que fundan la
religiosidad y culto de los fieles hinduistas.
La concepción hinduista de Dios es extraordinariamente actual. Su idea
del Brahman muestra una intuición de la imagen holística del cosmos en
la ciencia actual que, como explicábamos (capítulo primero), permite a
la metafísica teísta entender mejor cómo y por qué la realidad
holística de Dios podría ser el fondo holístico del universo, es decir,
la ontología holística profunda de Dios en que el universo es creado.
El fondo ontológico unitario en que todo es generado y finalmente
reabsorbido está más cercano al espíritu, a la conciencia, que a la
materia griega. El cristianismo –además de su curiosa coincidencia con
una imagen trinitaria de Dios– tiene en el fondo esta misma imagen
holística de Dios, pero la verdad es que su conexión con el dualismo
griego no le permitió formulaciones holísticas tan impactantes como las
que hallamos desde antiguo en el pensamiento hindú.
La doctrina de la transmigración, o de la reencarnación, unida a la
doctrina complementaria del Karma es comúnmente aceptada por todas las
tradiciones hinduistas. Tras la muerte el Atman (alma) sufre una
transmigración que la hace reencarnarse en otro ser. La totalidad del
proceso de reencarnaciones se llama el sámsara: no tiene comienzo y en
muchos casos tampoco tendrá final.
No es necesariamente un proceso de purificación de final feliz, ya que
el Atman puede estar esclavizada en el mundo de forma indefinida en
ciclos de vida que retornan una y otra vez. El karma está constituido
por la naturaleza de los actos propios, realizados por uno mismo, bajo
la propia responsabilidad, y es el factor que determina la condición en
que se producirá la reencarnación. El karma ata sin remisión a los
Atman de los seres a recorrer una agobiante serie de muertes y
nacimientos sin fin. Esta concepción ha derivado a un cierto fatalismo
de la sociedad india y a la creencia en que las desgracias individuales
se producen por el propio karma, por las propias acciones; igualmente
se reconoce la existencia de un karma colectivo, obra de todos, que
determina el curso de la historia.
La salvación está así dirigida a lograr una interrupción del proceso de
karma-transmigración que conduce a una emancipación final o moksa. El
hinduismo, al describir el camino de liberación que debe atravesar el
hombre, entiende que el Atman está atrapado en el mundo, pero su
verdadera existencia debe huir de la existencia mundana. Sólo ha
entendido el sentido de esta liberación final quien tiene la
experiencia de que el Atman humano es en realidad Brahman (el principio
originario) en el que debe ser reintegrado. El fin de la emancipación
es volver al Santo, a Dios, a Brahman. Es el estado de salvación y paz
eterna (por influencia del budismo algunos hinduistas llaman también a
este estado final el Nirvana). La atadura a los objetos mundanos
retrasa –y puede ser eternamente– la reintegración en el Brahman. Nadie
tiene garantizada la salvación y depende de la propia libertad de
acción.
Basta recordar estos elementos básicos de la religión hinduista para
que sea fácil concluir en que, por encima de todos sus numerosos
factores historicistas, la religiosidad hinduista muestra lo universal
religioso y aparece a todas luces como religiosidad o religión
universal. Es clara su referencia a un poder personal (Brahma, Visnú y
Siva que son engendrados en el fondo holístico del Brahman) que salva,
cuando cada una de las existencias personales queda finalmente
reabsorbida en la realidad divina del Brahman que constituye la
ontología misma del alma o Atman humana. El creyente hinduista cree en
esa liberación a pesar de que el Brahman es un fondo oculto y de la
misma dureza del camino de sufrimiento o sámsara. El hinduismo es
creyente en una deidad oculta y liberadora que constituye la esperanza
de la vida. La vida se entiende como un camino de salvación que depende
de la libertad humana, que no siempre necesariamente acabará bien y que
finalmente conduce a que el alma quede reabsorbida en la vida de la
Divinidad.
El budismo
El budismo es una escisión del hinduismo que, junto a otra religión
llamada jainismo, fundada por Mahavira, se asienta en toda la India
entre los años 600-300 A.C. Por tanto, muchos de sus conceptos son
repetición y reinterpretación de la tradición hinduista, aunque otros
conceptos hinduistas son rechazados. En conjunto, el budismo es una
religión que ofrece importantes novedades, representando una visión
nueva, original, religiosamente profunda, frente a lo que hasta
entonces había sido el simple hinduismo. El budismo es la confianza
total de un hombre sufriente en una futura salvación o Nirvana en que
el hombre hallará la felicidad deseada. Para ello deberá seguir un
camino de salvación.
La religión de Buda es una profunda reflexión sobre el sufrimiento.
Parece ser que la explicación de la experiencia religiosa de Buda
depende del estado de crisis en que se encontraban el hinduismo védico
y brahmánico. El vedismo, sobre todo en el ámbito de la religiosidad
popular (presa de una religiosidad elemental o mágica), hacía
prevalecer la idea de sacrificio. Los fieles ofrecían sacrificios, en
ocasiones humanos, para obtener beneficios o prevenir angustias o
males. Los ritos hinduistas tenían un carácter mecánico, engendrando la
confianza ciega en que puras acciones rituales mecánicas alcanzaban la
benevolencia automática de los dioses.
Buda entendió, también por propia experiencia, que la esencia de la
vida humana era el sufrimiento que oprimía la existencia de todos. Pero
la solución no era una religiosidad basada en el negociado con los
dioses. Para Buda la idea de un Dios personal, y de los dioses
intermedios, era incompatible con la existencia del Mal, del
sufrimiento humano. No era posible pensar en un Dios personal si
existía el Mal. Por ello, el budismo es así una religión atea, sin
dioses (aunque esto hay que entenderlo con ciertas matizaciones que más
adelante haremos). Buda entendió su doctrina como la predicación de un
camino que conducía sin dioses a la salvación; es decir, a la
eliminación de la existencia (fuente del sufrimiento) y el acceso a la
salvación. La doctrina de Buda se transmitió primero oralmente, pero
los Concilios Budistas Antiguos trataron de fijar definitivamente su
contenido.
La doctrina de Buda suele resumirse en las cuatro grandes verdades del
Sermón de Benarés. La tercera verdad es la supresión del sufrimiento.
Para lograrlo es necesario suprimir la causa, a saber, el deseo. Así,
al suprimir el deseo, podemos liberarnos del Karma (el deseo de lo
falso y efímero) y, libres del Karma, se estará liberado del Sámsara
(el ciclo de muertes y nacimientos). La supresión del sufrimiento es la
liberación de la existencia que equivale a la entrada en una dimensión
nueva, el Nirvana.
La cuarta verdad es el camino que conduce a suprimir el sufrimiento.
Saber en qué consiste suprimir el sufrimiento no significa conocer el
final al que el camino nos conduce. Debemos conocer, pues, el camino
hacia el Nirvana. En definitiva es la práctica de la no- vinculación, o
sea, la eliminación del deseo. El deseo proviene de la falsa ilusión de
la consistencia permanente de las realidades fenoménicas, que son
siempre perecederas, sobre todo la gran ilusión de la consistencia y el
apego al propio Yo.
El budismo es una doctrina sobre el Nirvana. Nirvana es el estado en
que se entra una vez que se ha conseguido eliminar el Karma y romper el
Sámsara. Para entender el pensamiento budista hay que decir que Nirvana
no es existencia (ya que ésta es siempre fenoménica, perecedera): es,
pues, otra cosa. Sin embargo, el hombre personal, digamos, entra en el
Nirvana como una realidad transformada. Si no fuera así el budismo no
sería una doctrina de salvación para el hombre personal concreto. Buda
no explica positivamente qué es el Nirvana o, negativamente, qué no es.
La teología budista dice que el Nirvana está más-allá, transcendente, y
no puede ser comprendido y explicado desde el más-acá.
Además, hay que tener en cuenta que no se afirma que el Nirvana sea
Dios, o que en el Nirvana haya un Dios, o dioses; aunque tampoco puede
excluirse porque, en definitiva, el Nirvana es un enigma. Decir que no
hay Dios equivaldría a saber qué es el Nirvana. Destaca, no obstante,
que el budismo desarrolla toda su teoría religiosa como un proceso de
purificación, al margen de los dioses personales propios de la religión
hinduista y, en este sentido, se habla del budismo como una religión
atea. La religación, la esperanza religiosa de salvación en el budismo,
es así una entrega confiada a una dimensión transcendente enigmática y
misteriosa, el Nirvana. El budismo es la confianza en un futuro
salvador desconocido y enigmático. En este sentido el budismo es una
auténtica religión porque confía en la existencia de un poder salvador,
que en el fondo no niega que pueda ser personal y que liberará
definitivamente la existencia del hombre que acceda al Nirvana.
El budismo es una religión en que aparecen con fuerza extraordinaria
tanto la experiencia del ocultamiento divino como la experiencia del
sufrimiento. El sufrimiento es incomprensible en Dios y esta es la
causa fundamental de su ocultamiento. Dios, hasta tal punto está oculto
que no se sabe si la liberación producida en el Nirvana será
protagonizada por Él. Pero, a pesar de todo, la religiosidad budista
acepta y cree en que la realidad se explica por la existencia de un
poder salvador último, quizá personal y divino, que producirá la
liberación final del Nirvana. Por ello, el budismo es religioso a pesar
del ocultamiento de Dios –el budismo es la religión que vive con más
intensidad este ocultamiento– que en todo caso se transformará en la
liberación final, o Nirvana.
En este sentido, el budismo es la religión que cree en el Nirvana
(quizá Dios) oculto y liberador. Pero, además, el budismo, como el
hinduismo, cree también que llegar al Nirvana no es automático sino que
depende de las libres decisiones humanas y, por ello, no siempre
llegará a consumarse. Nadie tiene la seguridad de llegar al Nirvana y
depende de la configuración libre de sus acciones. Por ello, el
ocultamiento de Dios –impensable por el sufrimiento y el Mal–, así como
la creencia en una dimensión transcendente liberadora, el Nirvana, son
la esencia de la religiosidad budista. En ella vemos la presencia
inequívoca de la vivencia dramática de la posible realidad de un Dios
oculto/liberador.
El judaísmo
Un aspecto importante de la religión de Israel es que se entiende
causada por una iniciativa divina. Es Dios quien se ha dirigido a
Abrahán y se ha revelado, estableciendo una Alianza. Ahora bien, la
revelación ha quedado plasmada en unos libros y, por ello, los judíos
creen que Dios ha inspirado eficazmente esos libros para que contengan
correctamente La Ley, el contenido de la Alianza. Este concepto de
revelación es propio de Israel y está más-allá del concepto de libro
sagrado que encontramos también en otras religiones. La revelación de
Dios se contiene en dos libros santos: la Biblia y el Talmud.
La Biblia está compuesta por La Torá (Génesis, Éxodo, Números, Levítico
y Deuteronomio), los Profetas (comprende los libros históricos y los
profetas) y las Hagiografías (Sabiduría, Proverbios, Job y otros); más
o menos equivale al Antiguo Testamento cristiano, pero con otra forma
de agrupación. El Talmud es el segundo libro santo, constituido por
tradiciones orales que describían aspectos de la teología y rituales
judíos. Al producirse la diáspora y temer que pudiera perderse la
tradición oral se fue poniendo progresivamente por escrito; abarca
sobre todo leyes rituales referentes a las bendiciones y la vida
agrícola, festividades, familia y relaciones conyugales, código moral y
civil judío, leyes de pureza y purificación, sobre todo en la
alimentación. El estudio científico, tanto de la Biblia como del
Talmud, es altamente complejo y da lugar a numerosas especialidades
universitarias. En la Biblia se denomina el estudio histórico- crítico.
Desde el punto de vista de la fe religiosa judía se estudia la forma,
los sentidos, en que debe leerse la Biblia para interpretarla y
entender desde ella la revelación: sentidos aparente, alegórico, moral
o metafísico, místico, etc.
Los escritos cabalísticos, la llamada Cábala, surgidos del siglo II al
XVI, no son libros sagrados del judaísmo, pero son altamente valorados
como manifestación de especulaciones filosóficas, teológicas,
simbólicas, rituales, pero siempre un tanto esotéricas, especulativas,
que se produjeron en las distintas comunidades judías de la diáspora.
La escuela de la Cábala sigue viva en la actualidad, aunque no sea
seguida por todos.
Monoteísmo. Frente a las otras religiones, el judaísmo destaca por un
riguroso y absoluto monoteísmo. No está claro desde el principio, ya
que se necesitará una larga evolución hasta que se cae en la cuenta de
que Yahvé se ha revelado como el Dios único y absoluto. Es un Dios
personal que interpela al hombre y que se manifiesta como Padre; el
judío se relaciona personalmente con él por las oraciones y los
rituales. Es un Dios que ama al hombre y quiere ser amado por el hombre
(recordemos la mística judía de todas las épocas, presente ya en la
Biblia, verbigracia, en el Cantar de los Cantares, cuyo sentido se
refiere a la relación con Dios, o en las mismas tradiciones místicas de
la Cábala). Es un Dios que se preocupa por los individuos y por el
pueblo de Israel. Es, además, transcendente al universo (no es una
parte del universo); pero es, al mismo tiempo creador y fundamento
ontológico del universo, no sólo en un primer momento, sino en una
creación desde la nada y fundamento continuo de su permanecer en el
tiempo. El perfeccionamiento de esta idea de Dios se va produciendo
poco a poco a lo largo de la historia bíblica. Aunque es transcendente
es, sin embargo, cercano a todos los seres, presente en el espíritu del
hombre, omnipresente y omnisciente, ya que lo abarca todo y lo
contiene. Puede ser también un Dios que se ofende por las acciones
humanas y que castiga.
La tradición filosófico-teológica de la Cábala contiene preciosas
exposiciones sobre cómo entender que Dios sea transcendente y, al mismo
tiempo, creador del universo desde la nada. La pregunta era entender
cómo Dios había creado el universo desde sí mismo. Las ideas de Luria,
judío sefardí de comienzos del XVII, asentado en Palestina,
reinterpretaron ideas de la Cábala por medio de la imagen del
Tzim-Tzum: Dios es luz que hace en sí la oscuridad por un proceso
interno de retracción o autovacío que hace nacer el universo; en esa
ontología del mundo como oscuridad van produciéndose partículas de luz
que configuran poco a poco el mundo físico hasta la emergencia de los
seres vivos y del hombre, ser ya plenamente abierto a la luz de Dios.
De esta manera, la Cábala enlaza la apertura a la luz como la inmersión
mística en la luz divina como forma de espiritualidad unida a una
concepción ontológica holística del universo como luz. Una concepción
en extremo interesante a la luz de la ciencia moderna y sus tendencias
holísticas actuales (capítulo primero).
Es importante la antropología judía y su concepción de la historia de
salvación. El judaísmo no es dualista. El alma humana es el principio
vital, el hálito viviente, el espíritu que brota del cuerpo. No
responde al dualismo griego en ninguna de sus formas, aunque la Cábala
se vio influida por el neoplatonismo y en ella aparecieron ideas del
alma cuya congruencia con las tradiciones más antiguas de la
antropología hebrea habría que estudiar. El hombre, a través de Abrahán
y del pueblo judío, está llamado a la Alianza que garantiza la
realización de la Promesa de Bendición.
Por ello, la religión judaica concibe la historia de forma lineal: es
la historia de salvación que se va realizando poco a poco; la historia
es un camino hacia la salvación prometida en la Alianza. La realización
de la Promesa es la constitución del Reino de Dios, la nueva monarquía
de David, que es un estado de bendición en el más-acá, en la Tierra. El
judaísmo es, pues, una religión orientada esencialmente a lo terreno.
Pero reconoce también una vida más-allá de la muerte. El alma, tras la
muerte, entra en el Jardín de Edén, pero sólo si está purificada; si es
impura irá al Sheol. De esta manera, toda la humanidad camina hacia la
bendición conducida por el testimonio de Israel, primero el reino
terreno y después el Jardín de Edén. La humanidad se agrupa así en
cuatro grandes círculos: todos los hombres, el pueblo escogido o
Israel, los sacerdotes de Israel y el gran sacerdote judío que
representa a la humanidad ante Dios. Todos los hombres están llamados a
la bendición, pero llegar al Jardín de Edén depende de las propias
acciones libres.
Tampoco cabe duda de que la religión de Israel responde también a los
grandes principios del universal religioso y en ella se realiza la
religiosidad o religión universal. En ella se reconoce la existencia de
un poder personal representado por el Dios único y transcendente, al
que nadie ha visto nunca. Pero la fe de Israel cree que ese Dios
mistérico se ha dirigido (ha hablado) a la estirpe de Abrahán y ha
prometido el cumplimiento de la Bendición (la salvación), condicionada
al cumplimiento de la Alianza. Israel no sólo acepta y cree en la
existencia de un poder personal que salva, sino además en la palabra de
ese Dios que se ha dirigido a Israel.
La existencia de Yahvé y su Palabra a Abrahán es una creencia en la
oscuridad que no es fácil aceptar y creer. ¿Por qué? Pues porque la
experiencia ordinaria que Israel tiene de su vida es una constatación
constante de que al Dios real no se lo ve, Dios es un enigma oculto
ante el conocimiento humano y ante la experiencia de sufrimiento que
atraviesa Israel continuamente en la historia. La historia de Israel es
una dramática sucesión de episodios en que su fe es sometida a prueba
por el silencio divino, en el enigma del universo y en el enigma del
sufrimiento. Dios aparece oculto y lejano, pero la fe de Israel se
esfuerza en aceptar y creer a pesar de su silencio.
La penosa historia de Israel, que atraviesa innumerables tribulaciones
a lo largo de los siglos, es sin duda una incuestionable experiencia
del abandono y silencio de Dios, en el que, sin embargo, se cree. La
historia de Israel, dentro de sus peculiaridades historicistas, es sin
duda otra historia de la religiosidad humana universal. La vivencia de
la incertidumbre, del enigma, del misterio y del desconcierto, que, sin
embargo, lleva a aceptar y creer en la existencia de un Dios oculto y
liberador. Esta es, en efecto, la esencia del universal religioso, la
religiosidad o religión universal.
El islamismo
El islamismo como religión se funda en El Corán o revelación islámica.
El Corán es el libro sagrado que descendió prodigiosamente la Noche del
Destino, en el monte Hira, y fue completado poco a poco a lo largo de
los años. Sus últimos contenidos fueron dictados por el Profeta en su
peregrinación a La Meca, poco antes de su muerte. Es la Palabra no
creada, eterna, del propio Dios, dirigida por Mahoma a los creyentes
que quieran realizar sus vidas en torno a ella. Para el musulmán Dios
lo ha dicho todo en El Corán y nadie puede añadir ni cambiar nada en
absoluto. Salmodiando y meditando sus palabras el musulmán las
transfiere del escrito al corazón por medio de la palabra. De esta
manera la sensibilidad del creyente va del sentido aparente (zahir) al
sentido oculto (batim) del mensaje eterno de Dios pronunciado en el
tiempo por Mahoma. Al contenido escrito de El Corán añade el creyente
el ejemplo del Profeta Mahoma: hombre perfecto y profeta escogido...
Mahoma se inspiró en la religión judía y es también una religión
fundada en un Libro, incluso de una forma más radical.
Los primeros discípulos recogieron el ejemplo de sus obras y la forma
en que vivió e interiorizó las palabras de El Corán que él mismo había
transmitido por mandato divino. La tradición sobre la santidad de
Mahoma está recogida en el Sello de los Profetas. El Hadiz recoge la
tradición de los dichos del Profeta y la Sunna recoge sus
comportamientos para resolver problemas sociales concretos. El Hadiz y
la Sunna son, junto al Corán, fundamentos de la ley islámica. La
comunidad islámica entiende la vivencia de su fe como una actualización
de la vivencia religiosa de Mahoma al contemplar las enseñanzas de El
Corán. De esta manera, la revelación islámica presenta tres facetas: El
Corán, el Profeta y la Comunidad Islámica. El creyente llega a la
revelación por la palabra escrita, el ejemplo viviente del Profeta y la
participación comunitaria de la experiencia religiosa en el islam. La
diferencia entre sanitas y chiitas consiste en que los primeros se
reducen a las enseñanzas del Profeta; en cambio, los segundos las
completan con las enseñanzas de Alí, primo y yerno del Profeta, así
como de otros familiares señalados. Por otra parte, todos los
musulmanes coinciden en las grandes enseñanzas teológicas contenidas en
la fe de Mahoma.
Para el islam, Alá es el Dios único. En el islam el contenido más
esencial de las creencias religiosas es la proclamación ante la
sociedad de la unicidad de Dios, dentro del más estricto monoteísmo.
Mahoma conocía el monoteísmo judío y cristiano, pero su intención fue
radicalizar todavía más el monoteísmo, rechazando la confusión
trinitaria cristiana en torno al monoteísmo y, por descontado, el
politeísmo anterior de las tribus árabes de su entorno. Dios es creador
absoluto, fundamento de todo, misericordioso, omnipotente, todo lo
sabe, todo lo entiende, todo lo ve. Así, el islam admite como profetas
a todos los personajes del antiguo testamento y al mismo Jesús, pero
sin reconocerlo como Dios ya que esto iría en contra de la pureza
monoteísta. La religión islámica se cree la verdadera religión que
proclama en el mundo la doctrina más absolutamente monoteísta que ha
sido revelada por Dios en El Corán. El Islam cree en otros libros
revelados como La Torá, los Salmos, los Evangelios, pero sólo El Corán
es la revelación final y definitiva del Dios único.
En el islamismo la salvación final se realiza por la resurrección y el
Juicio Final. El Dios único es creador del universo para conseguir la
salvación del hombre. Pero ésta se produce escatológicamente, más allá
de la muerte. La descripción de los sucesos escatológicos tiene una
gran importancia en el islam; en ella se descubre una innegable
influencia del pensamiento judío y cristiano. El islam es así una
religión intensamente volcada hacia una esperanza de la salvación final
que, en El Corán, se describe con lujo de detalles. El más- allá
comienza por los acontecimientos tras la muerte (se concibe como
separación del alma y del cuerpo). Después se produce inmediatamente el
interrogatorio ante la tumba o juicio intermedio, realizado por
ángeles. La gran catástrofe es el escenario en que se produce el Juicio
Final (un potente resonar de trompeta, el temblor de la tierra,
fenómenos cósmicos...). Antes del Juicio se producirá la gran
resurrección de todos los muertos: Dios es omnipotente y puede llamar a
los hombres a una nueva vida por la resurrección. Dios será entonces el
único y supremo juez. Pronunciada la sentencia unos irán a un paradero
neutral, otros al infierno y otros al paraíso.
El Corán describe con imágenes fastuosas los placeres inefables del
paraíso, la felicidad serena en el maravilloso jardín de Dios con sus
ríos de agua, leche, vino y miel, con su abundancia de frutos y de
cuanto contribuye al bienestar corporal, con su paz y felicidad
absoluta, con las relaciones sexuales con las jóvenes de rasgados ojos
o Huríes, etc. Las mujeres creyentes compartirán también esas delicias
y hallarán en el paraíso la benevolencia divina. Siguiendo al Corán que
dice, refiriéndose a Dios, que las miradas no lo alcanzan, los
mutazilíes rechazan en el paraíso la posibilidad de contemplación
divina. Pero los asharíes, por el contrario, ven en la visión de Dios
la felicidad suprema que Dios ha concedido a los creyentes y a las
creyentes. Pero, en todo caso, no cabe duda de que la religión del
islam concibe también, de forma similar al judaísmo y cristianismo, que
Dios, como se revela en el Corán, ha establecido para la humanidad un
camino de salvación que sólo se consumará con la participación libre
del hombre.
El hombre islámico responde, pues, a la condición natural propia de
todo hombre. Su experiencia de la vida en el universo le hace vivir el
enigma del conocimiento y el enigma del sufrimiento humano. Desde esta
experiencia se abre a aceptar y creer en la revelación de ese Dios
mistérico realizada en Mahoma. El hombre islámico es, pues, quien,
dentro de las peculiaridades de su historicismo religioso, de acuerdo
con su condición humana, se abre a la aceptación y creencia, a través
de la proclamación religiosa de Mahoma, en la Palabra de un Dios que,
en último término, es oculto y liberador. La esencia del universal
religioso, la religiosidad o religión universal se refleja igualmente
en la religión del islam. El islam es una faceta historicista de la
religión universal, como religión radical presente en todo hombre.
Conclusión: unidad de sentido de la religiosidad humana
El fenómeno religioso se ha presentado en la historia de forma
universal. Siendo así que a Dios no lo vemos, a pesar de la fuerza
disuasoria de su silencio radical ante el conocimiento y ante el drama
de la historia, aun teniendo al parecer justificación moral el
prescindir de un Dios ausente, sin embargo, a pesar de todo ello, los
seres humanos se han esforzado siempre en vivir sus vidas con un
profundo sentido religioso.
La mayor parte de los hombres han sentido una religiosidad interior,
íntima, con frecuencia no confesada a los demás, que les ha hecho tener
confianza en un futuro conocimiento de esa misteriosa deidad
transcendente, de su poder, y de su voluntad liberadora. Esta
experiencia religiosa de estar abiertos a un Poder que salva y al que
podemos referirnos personalmente –bien sea un Dios monoteístico, bien
sea un Dios acompañado de otros dioses– es la esencia de la religión.
Como fundamento de todas las religiones de la historia debemos situar
esta experiencia religiosa interior de los seres humanos que ha
conducido en las diversas culturas, geografías y tradiciones
históricas, al nacimiento de las grandes religiones, y de todas las
otras religiones menores, muchas de ellas extinguidas.
¿Por qué los hombres, en contra de la evidencia objetiva de la ausencia
de Dios, se han empeñado en ser religiosos y han hecho nacer la inmensa
variedad de formas religiosas de la historia? Es evidente que, si lo
han hecho ha sido por algo. Las cosas, sobre todo fenómenos tan
importantes y extendidos como la religión, si suceden de hecho es
porque tienen siempre causas que las producen. El enorme interés de los
seres humanos en que Dios existiera –porque era la única posibilidad de
vivir en una esperanza final de salvación y de hallar un consuelo en la
existencia– se hacía viable a) porque el universo enigmático abría, ya
por la intuición natural inmediata, a un fondo metafísico que hacía
posible que Dios pudiera existir en el más-allá, b) porque, a pesar de
su lejanía y de su silencio, era posible asumir que podía existir un
Dios oculto y liberador, que albergara un misterioso plan de salvación
de la estirpe humana, y c) porque la experiencia religiosa interior de
los individuos, que se organizaba en las religiones, era un indicio
místico, misterioso, de la presencia de ese enigmático Dios oculto y
liberador.
Dadas las circunstancias que pesan inexorablemente sobre la existencia
de todo hombre en el mundo –la experiencia del silencio- de-Dios ante
el conocimiento y el drama de la historia–, la religiosidad no pudo
nunca dejar de construirse sino desde el fundamento de asumir la
existencia de un Dios oculto y liberador. Es lo que hemos venido
explicando en este capítulo. Este universal religioso está presente en
todas las religiones, de una u otra manera, y es compatible con el
historicismo peculiar con que los hombres han interpretado su
religiosidad en cada cultura. Por ello, las religiones han intentado
siempre ofrecer una explicación del silencio divino en el universo. En
la mayor parte de los casos se ha hecho desde el supuesto de que Dios
era creador de ese universo. En otros asumiendo que Dios se encuentra
con un mundo hecho que se constituye en la causa del Mal y que Dios
debe contribuir a superar ayudando al hombre.
Pero, en todo caso, el estudio racional del fenómeno religioso muestra
que, lejos de ser algo irracional, totalmente disperso y
contradictorio, responde a una profunda unidad de sentido que se funda
en la profundidad de las grandes experiencias del universal religioso.
Toda religiosidad, desde la más íntima a la que se manifiesta en las
grandes religiosidades de la historia, responde a la creencia en un
Dios oculto y liberador. Supone confiar en un Dios salvador a pesar d
su silencio. Como vamos a ver, el cristianismo se integra también con
profundidad sorprendente en el sentido universal de toda posible
religiosidad y de las religiones.
Debemos concluir este capítulo indicando que lo importante es el hombre
universal. Si el posible Dios oculto y liberador es creador del
universo y ha concebido un plan de salvación, éste debe ir dirigido al
hombre universal y sus vestigios deben de poder rastrearse en el hombre
universal. Este, como veíamos, está abierto por su naturaleza misma a
la inquietud metafísica ante el enigma borroso del universo y del
silencio de un posible Dios. La religiosidad humana es una respuesta
libre, no la única, a esta inquietud metafísica del hombre universal.
Las religiones historicistas (judaísmo, hinduismo, budismo, islamismo,
e incluso cristianismo), en su puro historicismo, tienen una
importancia restringida. Estas religiones no han sido conocidas por la
mayor parte de los hombres (incluido el cristianismo) y, por tanto,
como tales, en su historicismo propio, no pueden ser la clave para
entender la forma universal en que el hombre universal, todo hombre,
queda abierto a la inquietud metafísica y a lo religioso.

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