Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
Introducción. Tiempos excepcionales
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- El enigma de la existencia en el universo
- El drama de la existencia en el dinamismo universal
- El reto de una existencia enigmática y dramática
- La conjetura teísta en las religiones
- La conjetura atea en la modernidad
- El agnosticismo y el comportamiento
arreligioso
- Crisis de lo religioso en la modernidad y la tesis
de este ensayo
- Pero, ¿de qué cambios estamos hablando?
- Vivimos tiempos excepcionales: la responsabilidad
histórica de la sociedad civil
- Vivimos tiempos excepcionales: el cambio de
paradigma en el cristianismo
- El paradigma de la modernidad: un universo
kenótico para la libertad
- Hacia el nuevo concilio
- Justificación personal
- Observaciones sobre el estilo y la forma de
lectura de este ensayo
Que el universo exista es sorprendente,
enigmático, misterioso. Estamos ya hechos a que sea así y aceptamos
pragmáticamente nuestra existencia. El hecho es que existimos y lo que
urge es vivir con pragmatismo adaptándonos a lo que nos está dado
objetivamente. Pero, aunque estamos arrastrados por el vértigo de la
facticidad inmediata, todos -en un momento u otro de la vida, con mayor
o menor intensidad, cuando se abren esos paréntesis de paz interior que
nos dejan mirar y sentir qué somos y dónde estamos- tenemos el
sentimiento de asombro y de emoción por vernos en la existencia; ver
nuestra vida como un momento de la historia del universo.
El enigma de la
existencia en el universo
Es la admiración emocional que los filósofos griegos entendieron ya
como el comienzo de la filosofía. Baltasar Gracián señaló con su
habitual ingenio -en las formidables páginas iniciales de El
Criticón-
que cuando el hombre nace y se introduce en el universo no tiene
capacidad de juicio para ponderar el mundo maravilloso y sorprendente
que se abre a sus sentidos. Pero, cuando es adulto y la razón le
permitiría sentir el impacto emocional de su existencia y del universo
que enigmáticamente le ha producido, el hombre ya está acostumbrado a
vivir y está atrapado por las circunstancias inmediatas de su mundo. La
costumbre quita así al hombre la sensibilidad para ponderar emocional y
racionalmente el hecho de que en realidad haya un universo que se
constata por el sorprendente ejercicio de los sentidos. Gracián quiso
reconstruir literariamente qué pudiera haber sido la experiencia
repentina del universo en un ser humano adulto que no hubiera sido
insensibilizado por la adaptación irreflexiva a la vida desde la niñez.
En las primeras páginas de El Criticón -en mi opinión de las más bellas
y profundas de la literatura española- concibió para ello Gracián la
historia del encuentro entre el náufrago Critilo y Andrenio, habitante
solitario de una isla abandonada. Cuando llega el momento de las
confidencias, Andrenio relata a Critilo con dramatismo el inicio de su
existencia atrapado en el interior de la gruta hasta que, ya adulto,
puede acceder al exterior por la apertura producida por un movimiento
de tierras. Es el momento emotivo en que Andrenio relata cuál fue su
experiencia repentina de la luz, de los colores, del espacio, de la
tierra, del mar y de las especies vivientes en toda su variedad.
Andrenio, en su angustiosa vida en el fondo de la caverna no se había
acostumbrado al esplendor sorprendente del universo, y describe en
tonos emocionales cuanto sintió en su experiencia primordial del
universo. Ya en la caverna, aunque en un espacio angosto y opresivo,
tuvo Andrenio una real experiencia de la vida. Sin embargo, la ficción
literaria de su salida como adulto a la luz, le sirve a Gracián para
describir la sorpresa y la emoción que supone la experiencia del
universo, de la vida y de los sentidos.
Baltasar Gracián advirtió, pues, con acierto que el encadenamiento de
los actos de vida desde el nacimiento, en que la inmadurez impide
ponderar lo que en realidad está pasando, acostumbran o insensibilizan
ante lo maravilloso de la existencia. Es lo que acontece a la mayoría
de los hombres, durante períodos extensos de su existencia. La
adaptación y respuesta al hecho de la existencia de la vida, nos induce
a creer que es normal la existencia de un universo productor de la
vida. Sin embargo, que el universo viviente exista no es "obvio": es un
hecho sorprendente y maravilloso. Es un factum que impresiona y nos
hace sentir la emoción de que nosotros mismos somos algo sorprendente.
Lo que nos impresiona es la forma factual en que de hecho somos: el
hecho de que seamos seres con razón emocional capaces de advertir que
la existencia del universo es, al mismo tiempo, sorprendente y
maravillosa.
Lo que produce sorpresa, sentimiento, emoción y admiración es resultado
del ejercicio de la razón. Por eso, sin capacidad racional, el niño se
acostumbra y se insensibiliza ante la existencia del universo. Pero el
hombre adulto genera la emoción racional del sentimiento de su
existencia, bien sea de forma natural espontánea o intuitiva, bien sea
de forma reflexiva como aconteció primero en el pensamiento
mítico-religioso y después en la filosofía, griega u oriental. La razón
producida en la especie humana supone que el hombre ya no solo debe
vivir respondiendo instintiva, y automáticamente, a los estímulos
naturales más inmediatos, sino que debe analizarlos para formar en su
mente representaciones creativas sobre la realidad inmediata en que hay
que sobrevivir. Esta ponderación racional le ha conducido a preguntarse
cuál es la verdad última del universo porque es la verdad que "confiere
verdad a la condición humana" (pues "lo que el hombre es" depende de la
verdad última del universo que le contiene). Así, la naturaleza ha
hecho al hombre racional y este debe buscar el "sentido", es decir, su
forma de existencia responsable adecuada a la verdad última del
universo que es también "la verdad humana" que el hombre debe
autorrealizar.
La facticidad, por tanto, de la naturaleza impele al hombre a ser
auténtico, esto es, a vivir de acuerdo con su idea racionalmente
construida del "sentido" de su existencia en el universo. Este
inevitable impulso humano a la autenticidad, a la verdad, sin embargo,
rebota en la oscuridad metafísica del universo. Este, en efecto, no
hace patente a la razón humana su verdad última y por ello es oscuro
metafísicamente. Esta borrosidad metafísica instala al hombre en la
sensación de enigma, de sorpresa, de misterio, ante la existencia
fáctica del universo. Los hombres deben así vivir su existencia entre
dos emociones relacionadas: por una parte el deseo de verdad (para
poder vivir auténticamente, "en verdad") y, por otra, la sensación de
enigma y misterio metafísico impuesta por la borrosidad última del
universo. Esta sensación de enigma ha acompañado siempre a la vida
humana, ya desde tiempos prehistóricos.
El drama de la existencia
en el dinamismo
universal
Pero junto al enigma tiene también el hombre una vivencia de
dramatismo. Se explica porque el fuerte instinto por la vida, heredado
del mundo animal, al ser reformulado por la razón, le impulsa a buscar
la vida y a mantenerla. Vivir es un valor que se persigue. Ser feliz es
lograr vivir en plenitud. Por ello, el drama de la vida aparece cuando
no puede alcanzarse la vida que se desearía conseguir. Cuando se ve
frustrada la apetencia a vivir el hombre "sufre" y su vida se convierte
en un drama. La tragedia griega es un formidable eco de esta
experiencia humana. El hombre sufre y hace de su vida un drama cuando
tiene la experiencia de dolor, de enfermedad, de enemistad, de pobreza,
de violencia, del "destino" y de la muerte. El hombre es así un ser
que, apoyado en la razón, debe construir su existencia luchando por la
vida. Esta lucha hace de su vida un drama, una tragedia que - aunque
haya momentos maravillosos de felicidad- no puede sino acabar en la
frustración final de la muerte. Una muerte que va ya anunciándose
dramáticamente en las pequeñas "muertes" y tropiezos que se van
presentando premonitoriamente en el camino de la vida.
La inevitabilidad del drama se intuye naturalmente en la forma misma de
la naturaleza. El drama de la existencia está ya programado en la
naturaleza del universo. Este ofrece al hombre la posibilidad de vivir,
pero un vivir trabajoso y dramático. Por ello, la verdad que el hombre
desearía conocer es la verdad de ese universo dramático: que produce la
vida, pero la destruye. La borrosidad metafísica que se le impone le
abre así al enigma de un universo dramático.
Dos son las experiencias naturales que hacen entender al hombre el
drama inevitable de la existencia en el universo. La filosofía
occidental, que nace con los griegos, y la filosofía oriental,
hinduista y budista, muestran que, en efecto, el argumento de los
balbuceos filosóficos de la humanidad se construyó sobre estas
experiencias. Me refiero tanto a la experiencia de la existencia misma,
del ser, de la estabilidad, como a la experiencia del cambio, del
movimiento, de la transformación, del dinamismo y de la energía
desbordante del universo.
La primera experiencia es la existencia, el ser, la estabilidad. El
hombre es real y existe, puede aspirar a construir su propia vida
porque tiene un cuerpo estable que le permite afrontarla. La vida es
así posible porque el universo ha creado "momentos de estabilidad" que
permiten la permanencia. Si miramos un paisaje tenemos una sensación de
estabilidad y equilibrio: las montañas, las rocas, los árboles, nuestro
propio cuerpo biológico que observa. La identidad en el tiempo de estas
entidades estables hace posible la existencia.
Pero la segunda experiencia -cambio, dinamismo, energía- supone intuir
que la estabilidad es solo un "momento" del proceso universal. Como
fondo de un paisaje estable, el movimiento de las nubes y el viento que
agita la tierra y la vegetación son signos premonitorios de una energía
universal que acabará en la transformación de todo. La dinámica
trabajosa del propio cuerpo, el día y la noche, la vida y la muerte,
nos hacen sentir dentro de un proceso universal que nos crea y nos
destruye. La realidad parece luchar para lograr la estabilidad en el
ser y en la vida. El hombre constata que su propia vida es una lucha
desde la precariedad del nacimiento hacia la perfección deseada. El
escenario del mundo es un proceso dinámico, imperfecto e inacabado
donde el hombre lucha apasionadamente por la perfección estable de la
vida.
El dramatismo de la existencia es vivido así como la tensión entre el
ideal de vivir (lograr la estabilidad y perfección de la vida en este
proceso dinámico del universo) y la energía incontrolada del proceso
que va destruyendo aquellos "momentos de estabilidad y de vida" que él
mismo ha ido produciendo. En esta tensión entre Ser permanente y
Energía destructora es donde la existencia se nos manifiesta como
drama: la tragedia de haber recibido la aspiración a la vida por el
proceso dinámico del universo y de estar por ello abocado
irremediablemente a perderla.
Así, la sorpresa ante la existencia y la perfección del universo
responde a la facticidad, al mismo tiempo, de la existencia en el
espacio-tiempo universal de los cuerpos celestes, físicos y vivientes
que muestran el Ser estable producido y la facticidad también de la
existencia del proceso dinámico que todo lo arrastra y lo destruye. Es
la sorpresa de ser parte de un universo dramático: que camina hacia la
perfección por la tragedia de la vida y de la muerte. El hombre que
busca ser auténtico, fiel a la verdad humana como verdad del universo,
entiende que debe ser fiel a la lucha cósmica universal por conseguir
la estabilidad del Ser. Pero cuando se pregunta por la verdad última
del universo que le contiene, la respuesta se le escapa en la
inmensidad del espacio y del tiempo que le desbordan en el pasado,
presente y futuro. Este universo dramático escapa a su conocimiento y
le deja instalado en una sensación inevitable de borrosidad, de
oscuridad y de enigma.
De ahí que estas dos palabras, drama y enigma, describan el estado en
que queda la razón emocional del hombre al constatar la existencia
sorprendente del universo. La dinámica universal de un Proceso que crea
el Ser, pero instala al hombre en la inquietud del drama y del enigma
de su existencia.
El reto de una existencia
enigmática y
dramática
El universo fáctico se constituye, pues, en un impulso a vivir: a
conseguir la perfección creciente del Ser por medio de la lucha y del
esfuerzo. Cuando el hombre entra en la existencia recibe el impulso del
universo hacia la vida dado ya en la evolución cósmica y que ha sido
registrado en los instintos animales. La existencia es así un reto al
que se debe responder individual y socialmente. El impulso a la vida no
es solo a vivir como individuos, sino como miembros de la especie
humana sometida al mismo destino.
Este reto tiene dos dimensiones. Por una parte es hacer frente al drama
de la existencia para alcanzar la vida en plenitud. Pero, por otra, es
el reto de hacer frente al enigma de la existencia. El objetivo es
siempre vivir, alcanzar la vida en la mayor plenitud posible dentro del
proceso dinámico universal, haciéndolo como individuos y como miembros
de una especie. Para ello, de inmediato, se debe luchar por consolidar
la vida en el drama de la existencia; pero, además, se debe indagar y
tomar posición ante el enigma metafísico del universo, que es el enigma
final de la vida. Responder al drama inmediato y tomar posición ante el
enigma apuntan al mismo objetivo: alcanzar la plenitud de la vida. En
el entorno inmediato se debe luchar por lograr una mayor calidad de
vida en el perentorio drama diario de la supervivencia; pero la
inquietud última en relación al enigma final del universo es
consecuencia de la llamada a ser auténtico y a conocer lo que puede
esperarse finalmente de la vida.
La orientación a la vida y el compromiso activo por alcanzarla en medio
del drama y del enigma han sido expresados en la filosofía y en la
sociología alemana del siglo XIX en términos de "valor" y de "interés".
Creemos que su enfoque puede ayudarnos a perfilar correctamente los
retos que debe afrontar nuestra existencia en su busca de la vida. En
el escenario inmediato, por consiguiente, el hombre se interesa por la
resolución del drama de la vida. Pero en un plano de fondo aparece
también el interés por la verdad última, metafísica, que responda al
enigma final del universo para concebir qué puede esperarse últimamente
de la vida.
Hegel, en efecto, quiso describir el sentido de la vida humana abierta
a la tarea de reconstruir su posición correcta en el interior del
universo (del Absoluto hegeliano). El hombre, como una chispa de
conciencia perdida en el interior del mundo -al igual que el Andrenio
de Gracián sorprendido al constatarse en el interior del universo
infinito- emprende su vida como búsqueda de la verdad. Hegel propone
una fenomenología para reconstruir la historia de la conciencia en la
realización de la vida y en su búsqueda de la verdad de sí misma. Pero
en sus primeros pasos queda el hombre "alienado", fuera de su propia
verdad, por dos errores cometidos, en su relación con el mundo y en su
relación con los otros hombres. La historia es así el camino hacia la
"desalienación" o, dicho con otras palabras, hacia la reconciliación
con el mundo y hacia la reconciliación interhumana con los otros
hombres. La reconciliación con el mundo supone su creciente dominio por
la razón. La reconciliación interhumana lleva poco a poco a constituir
el "Espíritu", o estado en que los hombres administran el dominio del
mundo en un estado de equilibrio entre personalismo y comunitarismo. Un
estado en que "el yo es el nosotros y el nosotros es el yo". Pero el
avance en la realización de estos dos grandes intereses humanos (el
dominio y la solidaridad) permite finalmente que la Fenomenología del
Espíritu se resuelva en ofrecer una respuesta a la pregunta decisiva
del ser humano por la verdad metafísica del universo. Hegel, pues, nos
dice que el hombre, a través del "interés de dominio" y del "interés de
comunión interhumana", llega finalmente a satisfacer el interés
metafísico de conocer su verdad en el universo.
Interpretando a Hegel, podemos así ver la historia como respuesta
humana al reto de hacer frente al drama cósmico por el dominio y por la
comunión y, al mismo tiempo, hacer frente al enigma cósmico por la
metafísica que perfila el horizonte final de nuestras esperanzas y del
sentido de la vida. La historia es así el impulso humano a responder al
interés de dominio y al interés de comunión interhumana, pero sin
olvidar la respuesta final al interés metafísico que traza el horizonte
de nuestra autenticidad existencial. Por ello podríamos decir que los
grandes valores que mueven la vida humana son dos: primero el valor
inmediato del "dominio en comunión" y segundo el valor del sentido
metafísico. Lo que el hombre ha perseguido y persigue en la historia es
responder a estos dos grandes valores o intereses.
Carlos Marx se inspiró en la fenomenología de Hegel para su análisis de
la esencia ideal del hombre. El movimiento de reconciliación con el
mundo hacia el dominio lo expresó Marx en términos de "superación de
las contradicciones en relación con la naturaleza". El movimiento de
reconciliación con los otros lo entendió como "superación de las
contradicciones entre los hombres". También, como Hegel, Marx ofreció
una filosofía, en su caso naturalista, que satisficiera el interés
metafísico. Dilthey, de acuerdo con Hegel y Marx, dividió las ciencias
(que son la respuesta a estos dos movimientos o intereses humanos) en
"ciencias de la naturaleza" que "explican" el universo en orden al
dominio y en "ciencias humanas" que "comprenden" al hombre y hacen
posible la comunión. Ya en el siglo XX, Jürgen Habermas se situó en
esta misma tradición filosófica al considerar que la vida humana se
orienta por dos grandes intereses: el interés técnico-instrumental
orientado al dominio del mundo (que produce las ciencias naturales) y
el interés comunicativo orientado a la comunión interhumana (que
produce las ciencias humanas). Sin embargo, Habermas -quizá influido
por el talante antimetafísico del siglo XX- olvidó mencionar el interés
metafísico presente en la naturaleza humana, pero al que Hegel y Marx
dieron cabida en su antropología filosófica.
Si consideramos la vida humana como ideal, diríamos que el "ideal" es
la respuesta plena a estos dos grandes retos. Primero el ideal
natural
de la especie que consiste en la respuesta inmediata al drama de la
vida: dar realidad al valor del dominio del mundo en comunión
interhumana. Segundo el ideal metafísico que consiste en hacer
frente
al enigma del universo que hace borroso el sentido último de la
existencia. La historia nos narra el esfuerzo humano por alcanzar la
realización de estos dos grandes ideales humanos. Pero la misma
historia nos dice que es un esfuerzo inconcluso. El ideal natural de la
especie está muy lejos de haberse alcanzado y el drama de la historia
llega hoy a límites que ofenden a la dignidad humana. El ideal
metafísico está también lejos de la luz y el hombre se ve sumido
todavía hoy, quizá con más intensidad que antes, en la penumbra, en la
borrosidad, en el enigma final del universo. La humanidad de hoy, como
siempre, debe seguir cargando con el drama y el enigma de la
existencia. Se ha avanzado hacia la perfección, pero el drama y el
enigma son todavía principales protagonistas de la historia.
Los hombres, por tanto, se han visto abocados por la facticidad del
mundo a intentar resolver el drama inmediato de la existencia, personal
y colectiva. A lo largo de los siglos el avance del conocimiento y,
sobre todo, de la ciencia han permitido progresar en el dominio del
mundo por la razón. Innumerables formas de dominio fueron ingeniadas y,
en la actualidad, el progreso tecnológico está en un nivel altísimo en
todos los órdenes. La racionalidad que se ha querido infundir a las
relaciones interhumanas en ese dominio ha dado lugar a variados modelos
de convivencia socio-política, en que se ha tratado de realizar el
ideal ético-utópico de cada época. Sin embargo, el ideal natural de la
especie frente al reto del drama de la existencia sigue sin alcanzarse.
El dominio del mundo se ha repartido mal y gran parte de la humanidad
sigue hoy ajena al progreso. Las relaciones de comunión interhumana
tampoco se han alcanzado y, para verlo, basta recordar las luchas,
violencias, injusticias del pasado, del presente y de un oscuro futuro
en que no se vislumbra el horizonte final de la paz universal. En el
momento de escribir esta introducción la ONU ha dado a conocer que ya
se han alcanzado en el mundo los mil millones de hambrientos. Habría
que sumarles los millones y millones de pobres, de enfermos, de
abandonados, de víctimas de injusticia y de explotación, de violencia,
del odio y del desamor. La humanidad sigue siendo hoy un mar inmenso de
sufrimiento producido por el drama de la vida en el universo.
Pero los hombres, a lo largo de los siglos, se han visto también
abocados a intentar resolver el enigma de un universo fáctica y
metafísicamente borroso. El ideal metafísico ha sido perseguido desde
tiempos prehistóricos, a lo largo de la historia y sigue siendo hoy una
vertiente esencial de la cultura contemporánea. Multitud de religiones,
sistemas filosóficos, cosmovisiones, ideologías, culturas, han
respondido al deseo humano de tomar una posición metafísica que realice
el ideal metafísico de conocer dónde estamos y qué podemos esperar del
curso del universo. Nadie escapa a la necesidad de vivir de acuerdo con
una metafísica. Incluso aquellos que parecen ignorar el problema y
preocuparse solo por el drama inmediato de la vida, viviendo en
apariencia solo movidos por el ideal natural de la especie, hacen de su
"indiferencia metafísica" una forma real de metafísica. Por tanto,
tampoco el ideal metafísico ha sido alcanzado y lo que de hecho vemos
es una gran diversidad de religiones, filosofías, cosmovisiones,
ideologías y culturas que toman posiciones diferenciadas ante un enigma
del universo que sigue planteado y sin resolverse.
Miremos ahora hacia la sociedad contemporánea, el mundo que nos rodea,
y tratemos de observar cómo se sigue persiguiendo apasionadamente
responder a estos dos grandes ideales, el ideal natural de la especie
(alcanzar el dominio en comunión interhumana) y el ideal metafísico de
vivir en autenticidad de acuerdo con la idea metafísica última de la
realidad y del horizonte de esperanza que esto nos permite. La historia
ha avanzado hacia el progreso, pero constatar dónde sigue estando hoy
la humanidad en relación a estos dos grandes ideales es descorazonador.
Este ensayo, sin embargo, nace de la persuasión de que hoy se está
fraguando un excepcional cambio histórico en que podrían converger
diversos factores que harían posible una mejora sustancial en las
expectativas de realizar ambos ideales. Se trataría de un cambio
cualitativo excepcional cuya viabilidad relacionaría, tal como debemos
exponer en este ensayo, el cambio en el ideal metafísico con el cambio
en las perspectivas de alcanzar el ideal natural de la especie.
La conjetura teísta en
las religiones
Es un hecho histórico incuestionable que el enigma metafísico fue
resuelto por la inmensa totalidad de las culturas humanas (no sabría
decir si se conocen excepciones) por una conjetura teísta en las
religiones. Así ha sido miles y miles de años, y en la actualidad
también en la inmensa mayoría de la humanidad. Sin embargo, en los
últimos siglos han crecido también no solo una metafísica atea o
agnóstica, sino además el incompromiso metafísico de sectores amplios
de la población en los países desarrollados. Pero incluso en estos
países sigue siendo todavía religiosa la mayor parte de la sociedad.
La que aquí llamamos modestamente "conjetura religiosa" (lo decimos
porque la religión ha sido socialmente una convicción firme y segura,
incluso fanática en muchos momentos) consiste en la persuasión de que
el universo se resuelve últimamente en un Ser Divino Supremo (aunque
quizá relacionado con un panteón de dioses menores, en algunas
religiones) con el que se quiere tener una relación y al que se
"religa" la existencia. En la mayoría de las religiones el mundo es
creado -o se deriva en alguna manera de Dios- para ser escenario de un
"camino de salvación" que el hombre debe recorrer. Dios es así
diseñador de un proceso de salvación humana que el hombre debe
apropiarse.
Las religiones son, por tanto, una respuesta al ideal metafísico.
Muestran que la idea metafísica última de la realidad en que vivimos es
determinante para conocer qué podemos esperar de la existencia, hasta
dónde puede llegar nuestro impulso natural a la vida. En las religiones
se desvela el enigma metafísico y los creyentes viven en la firme
persuasión de que el "camino de salvación" ofrecerá una plenitud final
de la vida. Si es así es porque, en alguna manera, el hombre ha intuido
que considerar a Dios como real y existente no es contradictorio con su
experiencia del mundo. Esta armonía entre experiencia natural y
experiencia religiosa, ya intuida por la naturaleza, se ha explicado en
las teologías religiosas de diversa manera.
Pero debemos también atender a una circunstancia importante. Me refiero
a la forma de armonización de la idea de Dios con la facticidad del
drama de la vida en el universo. Si Dios es creador y controlador del
universo, entonces la vida es dramática porque Dios ha querido. En
tanto en cuanto una religión tenga una idea de Dios más fuerte como
creador omnipotente y omnisciente, con tanta mayor fuerza debe
atribuirse entonces a Dios la responsabilidad de haber creado un
universo de dramático sufrimiento humano. Las religiones, las
teologías, con una idea débil de Dios, que no controla el universo y
debe someterse a ciertos condicionamientos que no dependen de Él,
podría exonerar a Dios, al menos en parte, del drama de la existencia.
Pero, en todo caso, de una u otra forma, las religiones que aceptan la
existencia de un Dios y siguen un camino de salvación lo hacen "a pesar
de" el dolor, el sufrimiento y el drama individual y colectivo de la
vida. Es decir, para las religiones el drama no supone nunca una
dificultad en aceptar la creencia en Dios: lo aceptan y, a pesar de la
dureza de la vida, están abiertas a la esperanza de salvación. La
creencia en la salvación hace soportable la dureza de la vida y se
confía en que, en tanto en cuanto el diseño dramático del universo sea
querido o permitido por Dios, todo tiene un sentido final para el
"camino de salvación". Las religiones se fundan así en un voto de
confianza en la Divinidad, dado desde la oscuridad. Precisamente porque
el universo y la experiencia de la vida son dramáticos, y ningún hombre
se escapa al drama, creer en un Dios salvador no puede hacerse sin
aceptarlo siempre "a pesar de" el sufrimiento humano que oprime. Lo
mismo es decir que la religiosidad humana, abierta a un poder salvador
último, supone siempre dar un "voto de confianza ciego" a Dios, a pesar
del enigma y del drama universal. Este carácter de la religiosidad
humana es importante y jugará un papel esencial a lo largo del ensayo
que estamos introduciendo.
La religión, en efecto, a lo largo de tantos siglos, ha ayudado a vivir
con un mayor equilibrio, aceptando el drama de la vida, soportándolo,
confiando en que la existencia se resuelve en una salvación final y
sintiéndose amparados por la presencia providencial de Dios. En la
religión el hombre ha hallado "sentido" y su mente ha "soñado" en un
futuro salvador que ha inspirado su imaginación con la misma potencia
enriquecedora con que los niños "sueñan" la realidad. En las religiones
los hombres han vivido en la esperanza de que la felicidad final es
posible.
El papel social de las religiones ha sido inmenso. La fuerza colectiva
de la religiosidad ha sido tan grande que las sociedades se han
estructurado siempre en torno a las ideas religiosas. La religión ha
respondido al ideal metafísico del hombre y, en consecuencia, el
compromiso por realizar el ideal natural de la especie (el dominio en
comunión) se ha puesto en parte en función de las ideas religiosas. Ha
habido un trasvase bidireccional entre los impulsos naturales al
dominio y a la cohesión humana, por una parte, y, por otra, la
religión. Esta ha contaminado las formas socio-políticas (los diseños
de dominio en comunión), pero lo sociopolítico ha contaminado la
religión. De hecho, a lo largo de la historia, se han formado sistemas
político-religiosos en que los hombres, al mismo tiempo, han tratado de
luchar por vencer en el drama de la existencia por el dominio en la
comunión interhumana y vivir el camino de salvación que resuelve el
enigma metafísico. Las religiones han satisfecho la necesidad humana de
"sentido" y han contribuido al sentido socio-político en la lucha por
el dominio/comunión.
La presencia social de la religión ha hecho inevitable la corrupción.
No ha sido por ello posible evitar que la seguridad y la firmeza
dogmática con que las religiones han vivido su "verdad" haya dado lugar
a diversas formas de opresión de los individuos y al nacimiento de
variadas "estructuras de dominación". La religión ha impuesto su ley en
las sociedades humanas, al mismo tiempo que, en compensación, transigía
en los desmanes del poder, y cuando no colaboraba con ellos. Durante
siglos y siglos las religiones han impuesto la naturaleza de lo que hoy
se llama "lo políticamente correcto". Pocos podían atreverse a
contravenir este rígido "orden" religioso-político. Además, las
religiones, contaminadas por lo político, han luchado entre sí,
ideológica y realmente, ofreciendo un penoso espectáculo al observador
que a duras penas puede distinguir entonces en ellas algo que
manifieste la presencia del Dios real. Además, la conducta personal de
los creyentes, en las diversas religiones, se ha dejado arrastrar con
frecuencia por la corrupción y por la inmoralidad más indigna.
Cabe observar también que existe una religiosidad teísta que no se
identifica con ninguna religión. No es lo mismo religiosidad que
"religión". Es posible la posición de personas que dan sentido a sus
vidas con una esperanza religiosa pero que no se sienten identificados
con ninguna de las religiones constituidas en la historia.
La conjetura atea en la
modernidad
Las cosas, como sabemos, comenzaron a cambiar tras aparecer en Europa
el movimiento ideológico y cultural de la modernidad (siglos XVI-XVII).
Este movimiento afectó a las sociedades cristianas y supuso reconstruir
desde sus raíces los fundamentos de la sociedad medieval. Esta
reconstrucción se dio en primer lugar en las ideas filosóficas
(apoyadas también por el nacimiento de la ciencia moderna) y en segundo
lugar en las ideas socio-políticas. Por ello, frente al mundo antiguo,
la modernidad produjo dos grandes "segundas navegaciones" del
pensamiento occidental. Frente al teocentrismo antropológico de la
tradición cristiana comenzó la segunda gran navegación de la ciencia y
de la filosofía de la modernidad; poco a poco fue configurándose la
posibilidad objetiva de una explicación racional del universo sin Dios,
como sistema real autónomo eterno y autosuficiente. Fue creciendo así
una nueva antropología humanista sin Dios que llevó al ateísmo y al
agnosticismo modernos. Frente al teocratismo socio-político de la
sociedad medieval apareció también otra segunda gran navegación de la
modernidad constituida por el nuevo discurso que llevaba a concebir la
neutralidad ideológica del estado moderno como sistema de convivencia,
es decir, que conducía a la ideología laicista y a la separación entre
la iglesia y el estado. Con la modernidad apareció una nueva manera de
hacer frente al enigma del universo y al drama personal o colectivo de
la existencia.
La modernidad, por tanto, retiró a la religión el monopolio como
sistema de sentido. El ideal metafísico no solo se satisfacía por la
conjetura religiosa, sino también por otras alternativas, como el
ateísmo, el agnosticismo o la increencia en general. Además,
entrando
ya en lo socio-político, el ideal natural de la especie (el domino en
comunión) dependía de un discurso que no tenía por qué ser
necesariamente religioso. Es más: debía ser un discurso meramente
natural porque la sociedad civil estaba constituida por diversas
religiones e ideologías, sin que ninguna pudiera ser considerada válida
para todos. Con la modernidad nacieron nuevos discursos alternativos
que eran legítimos "sistemas de sentido" naturales al margen de la
religión, tanto en lo científico-filosófico como en lo socio-político.
La modernidad ha afectado principalmente a los países occidentales
donde estaba implantado históricamente el cristianismo. Otras
religiones se han visto afectadas con menor fuerza, aunque la
modernidad va hoy extendiéndose poco a poco a todas las culturas. El
ateísmo y el agnosticismo militante se fundan, a nuestro entender, en
tres clases de argumentos diferentes, pero también en alguna manera
complementarios.
1) El argumento fundamental ha sido que la ciencia y la filosofía, o
mejor, la filosofía construida a partir de los resultados de la
ciencia, ha permitido una explicación del universo sin Dios. En la
cultura antigua la filosofía fue siempre teocéntrica y no se concebía
una alternativa racional viable a la explicación teísta clásica del
universo. Pero la modernidad fue mostrando con justificación creciente
que esta alternativa era posible. En el ateísmo muchos exageraron la
seguridad de su posición atea (como se hizo también en el teísmo
religioso), considerándola como si fuera algo así como una evidencia.
Digamos, al menos, que la conjetura atea se construyó de una forma
consistente, aunque en ciertos momentos trató de imponerse con el mismo
dogmatismo con que antes lo hacía el teísmo religioso. Por tanto, el
ideal metafísico de ofrecer una respuesta al enigma del universo había
hallado un camino no teísta. Sobre ello hablaremos ampliamente a lo
largo de este ensayo.
2) El segundo argumento se relaciona con la imposibilidad de hacer a
Dios responsable de la creación de un universo dramático que genera el
sufrimiento humano y el Mal en general. ¿Cómo es posible que Dios
permita el terremoto de Lisboa que devastó en el siglo XVIII toda la
costa atlántica de la península ibérica? ¿Cómo es posible su
indiferencia ante un sunami que produce 20.000 víctimas e inmenso
sufrimiento? Estas preguntas, tan repetidas, concluyen en el absurdo de
aceptar un Dios indiferente ante el sufrimiento y el sin-sentido de la
vida. Este argumento fríamente formulado se vive con gran emotividad en
la experiencia personal de los seres humanos cuando se ven abandonados
por Dios en medio de la crueldad del sufrimiento. La experiencia de la
vida produce una profunda amargura en relación a la idea de un posible
Dios. Decíamos antes que la creencia da un voto de confianza a Dios
ante el drama del universo y formula explicaciones teológicas del
sufrimiento. Pero el increyente no otorga confianza a Dios y renuncia
por ello a la idea de un posible Dios. Despechado, dolido y molesto
ante el posible Dios, emprende entonces en solitario la realización de
su ideal natural de la especie hacia el dominio/comunión al margen de
la idea metafísica de Dios y de lo religioso.
3) El tercer argumento se conoce comúnmente como anticlericalismo. Es
un hecho que las religiones, en concreto el cristianismo, se sintieron
molestas con el cambio de ideas producido por la modernidad. Eran ya
muchos años creyendo en los principios del mundo antiguo. Las
religiones son organismos lentos que no cambian con agilidad. Los roces
en lo filosófico y en lo socio-político fueron frecuentes. Hoy todavía
se mantienen, tal como ponderaremos en este ensayo. De ahí que las
religiones, vistas desde la modernidad, aparezcan como ancladas en el
pasado, luchando entre ellas y considerándose "falsas" unas a otras,
defendiendo posiciones superadas, reacias al cambio, intentando seguir
en las posiciones ancestrales de privilegio y de dominio social
sostenidas durante miles de años. Es comprensible que el mundo de los
clérigos sea entonces para muchos molesto y deleznable. El mundo de la
religión organizada se mira con antipatía, desprecio y se impone una
sensación de estar por encima desde una cultura superior. El increyente
piensa que si quienes deberían presentar los argumentos que hicieran
verosímil la existencia de Dios ofrecen una imagen tan pobre e
inadaptada a la razón en la modernidad, entonces este hecho se
constituye en un refuerzo de la increencia. La crítica inmisericorde de
clérigos y religiones, así como de sus manifiestas conductas indignas,
puede llevar a la soledad de la experiencia religiosa "sin religión",
pero también al ateísmo o al agnosticismo.
Que el mundo de la increencia existe y responde, más o menos, a estos
tres tipos de argumentos no puede ponerse en duda. Es un hecho social
evidente. La increencia vive en la experiencia subjetiva del orgullo de
haberse liberado de un mundo arcaico, de ideas opresivas, liderado por
clérigos ultramontanos a los que se tiene la satisfacción de no seguir
y de despreciar. Es inverosímil un Dios que crea el drama de la vida y,
además, la ciencia explica con solvencia el enigma del universo al
describir el mundo como un sistema autosuficiente. El increyente tiene
así una sensación de orgullo interior al sentir que ha sido valiente
para no someterse a un mundo inaceptable para la razón moderna y de ser
capaz de hacer frente con arrojo al futuro de muerte que le espera.
Cree que está justificado moralmente (la moralidad del racionalismo
crítico) en su opción atea.
Sin embargo, es un hecho evidente que el increyente vive en el drama de
la existencia y solo dispone de una conjetura para resolver el enigma
del universo. El ateísmo no es "evidente": es solo una "conjetura"
(aunque de hecho haya ateos "dogmáticos" que hacen una incorrecta
valoración epistemológica del valor de su posición). Para ser ateo se
necesita "fe" y por ello la increencia es también una forma de
"creencia metafísica". El ateo no está nunca seguro de haber resuelto
correctamente el enigma del universo que la inmensa mayoría de la
humanidad ha resuelto religiosamente, en el pasado y en el presente.
Por otra parte, el ateo, aunque puede vivir contento disfrutando hoy
del dominio sobre el mundo y de la comunión interhumana que se hayan
alcanzado, sabe que no tiene futuro. Su futuro es la muerte. Una muerte
que se le mostrará poco a poco a medida que la vida natural (en el
dominio y en la comunión) se le vaya desmoronando. El ateísmo no hace
posible "soñar" la felicidad, como hace la religión. Constatar estos
hechos no es ofender a nadie porque esta es la realidad. El ateísmo
sabe que el drama de la existencia no podrá ser nunca vencido. La
"apuesta" religiosa confiere tranquilidad en el presente y esperanza en
el futuro. Pero la "apuesta" del ateísmo lleva consigo inseguridad y
desesperanza, aunque el hombre pueda asumirla con toda honestidad.
El agnosticismo y
el comportamiento arreligioso
El agnosticismo no es una conjetura propiamente dicha. Es, más bien,
una ausencia intencional de conjetura metafísica. El agnóstico
considera que no es para él posible asumir una conjetura metafísica: no
se atreve a considerar verdad ni la conjetura teísta o religiosa, ni la
conjetura atea sin Dios. Esta retención de juicio metafísico
(agnosticismo o incompromiso cognitivo) supone que acepta como
verosímiles tanto la conjetura religiosa como la atea. Si no fuera así
se inclinaría a una u otra. Concede el beneficio de la duda a ambas
conjeturas. En la sociedad actual hay pocos ateos; hay en cambio muchos
creyentes. Pero entre los increyentes hay muchos agnósticos, ya que el
agnosticismo es la posición predominante entre la increencia de la
sociedad actual. Sin embargo, el horizonte de expectativas vitales del
agnóstico es similar al del ateo. Vive igualmente colgado en la
incertidumbre del enigma y ante la inexorable victoria del drama de la
existencia sobre él.
Pero el verdadero fenómeno social generado por la modernidad es lo que
podría llamarse "pragmatismo arreligioso" de gran parte de la población
en los países desarrollados. El ateísmo y el agnosticismo -asumidos
formal, reflexiva y argumentadamente- son cosa de minorías de
intelectuales; pero también de individuos que, aunque sean
intelectualmente incultos e incapaces de tomar una posición "seria"
ante el problema de la creencia o increencia, se ven forzados a
someterse a lo "políticamente correcto" en determinados ambientes
(verbi gratia, en un partido político, en una universidad o en un grupo
de amigos).
El fenómeno de masas que ha sido generado por la modernidad es el
pragmatismo arreligioso. Consiste en que muchas personas viven de hecho
sin religión, al margen de las religiones establecidas socialmente. No
tienen opción reflexiva y formal ni por el ateísmo ni por el
agnosticismo (si la tuvieran serían ateos o agnósticos). Simplemente
viven al margen de lo religioso, tal como se constata externa y
objetivamente. ¿Qué se esconde detrás de esa aparente falta de conexión
con lo religioso? Es difícil saberlo y solo cabe especular. Es posible
que se esconda el ateísmo; es lo que parece intuirse cuando a la vida
sin religión se une el lenguaje soez, la blasfemia contra Dios y lo
religioso, en una especie de eclosión de la experiencia de malestar y
de absurdo ante la vida. Es posible que se esconda el agnosticismo, la
simple falta de compromiso por falta de motivos y de razones para
ninguna conjetura metafísica. Es posible que se esconda una
religiosidad existencial no exteriorizada que se satisface en la pura
interioridad y rechaza la conexión con las religiones establecidas. Es
posible que se esconda simplemente la irresponsabilidad infantil de
quien se siente arrastrado por la urgencia de lo inmediato, de las
necesidades perentorias de la vida, y no tiene ni tiempo para afrontar
el enigma metafísico que se aparca de día en día hacia otro momento más
propicio de la vida. Es posible incluso que haya una mezcla de todo
esto. Estas diversas formas de pragmatismo arreligioso están extendidas
en las culturas desarrolladas, aunque la religiosidad siga siendo
mayoritaria.
Pero en todo caso el pragmatismo arreligioso como fenómeno de masas es
un efecto de la cultura de la modernidad. El hombre arreligioso, aunque
no sea un intelectual, simplemente por contacto con la cultura moderna,
sabe que "lo religioso" no está claro; sabe que hay ateos, agnósticos e
increyentes en general, así como multitud de religiones que disputan
entre sí. Ante el caos sorprendente de este desconcierto ideológico se
explica la actitud del hombre de la calle que parece decir con una
cierta lógica: no soy responsable de esta situación que me sume en la
perplejidad y, por ello, lo mejor que puedo hacer es simplemente
"vivir". Es como si el hombre normal descargara moralmente su
conciencia al optar por un comportamiento natural, al margen de
inquietudes metafísicas.
Además, la sociedad moderna ha alcanzado altos niveles de desarrollo
que permiten ofrecer consumo y entretenimiento. Lo inmediato atrae y
puede casi absorber totalmente el interés superficial de los
individuos. Llega un momento en que la sociedad de consumo es como una
droga que -como han advertido ya numerosos pensadores, como Popper,
Habermas, Heidegger, el anarquismo o el republicanismo en filosofía
política- priva a los ciudadanos de la capacidad de atender a los
grandes intereses éticos, morales y políticos, necesarios para el
progreso de la sociedad. Esta misma insensibilización general afecta
también a los intereses y valores religiosos. El hombre queda
"atrapado" en consumir solo el presente.
Crisis de lo religioso en
la modernidad y la
tesis de este ensayo
La modernidad ha arrastrado, por tanto, una colosal crisis de la
religión. El mundo antiguo había resuelto el ideal metafísico por una
conjetura religiosa y el ideal natural de la especie (lograr el dominio
en comunión interhumana) daba lugar a los sistemas político-religiosos
que organizaban la forma de hacer frente colectivamente al drama de la
existencia. En el mundo moderno el monopolio del "sentido" en poder de
las religiones se vio cuestionado por la aparición de alternativas
metafísicas que llevaron consigo el replanteamiento del papel de lo
religioso en los sistemas socio-políticos, pasando del teocratismo del
mundo antiguo a la neutralidad ideológico-metafísica en la concepción
del estado. Todo ello ha producido una colosal crisis en el mundo
religioso que ha sido descrita en mil lugares y que se produce en el
trasfondo de una falta de adecuación de lo religioso al mundo moderno,
tanto en lo metafísico corno en lo socio-político. La crisis es
evidente sobre todo en el mundo occidental, en países de tradición
cristiana, pero se va extendiendo poco a poco inevitablemente a países
de otras tradiciones religiosas (judaísmo, islam, budismo, hinduismo).
La crisis del hecho religioso cristiano es tanto más patente cuanta
mayor atención prestarnos a la experiencia existencial de la gente de
nuestro tiempo (y no tanto a las pequeñas minorías de intelectuales).
El pragmatismo arreligioso se ha extendido ampliamente en la sociedad
occidental, antes monolíticamente religioso-cristiana. Incluso muchos
creyentes viven de hecho al margen de lo religioso como si fueran
arreligiosos. La incultura religiosa es inmensa. Solo las minorías de
creyentes comprometidos tienen una cierta idea intelectual de la fe
cristiana. La mayor parte del apoyo popular a la religión depende de
que los individuos tienen realmente experiencias religiosas internas,
viviendo emocional y subjetivamente una relación con lo Transcendente
fundada en las tradiciones familiares y culturales. Incluso los
creyentes tienen una mínima formación religiosa que está por lo común
desfasada y responde a esquemas explicativos insuficientes.
Pero lo peor es que las iglesias cristianas no pueden ofrecer
explicaciones verosímiles de sí mismas que respondan a los desafíos de
la modernidad. Esto es lo mismo que constatar que, en el fondo, el
problema es la falta de adaptación de la fe cristiana (y de las otras
religiones) a la modernidad. La consecuencia es doble. Primero la falta
de competencia de las religiones para alumbrar el ideal metafísico que
apunta a resolver el enigma del universo. Segundo la incapacidad de la
religión para hallar su puesto en orden a realizar el ideal natural de
la especie afrontando el drama de la existencia. La crisis de la
religión se mide por su ineficiencia en contribuir a iluminar el ideal
metafísico y el ideal natural de la especie para dominar el drama de la
existencia.
Llegados a este punto estamos ya en condiciones de explicar qué
significa este ensayo y cuáles son las tesis fundamentales que defiende.
Frente al proceso de la modernidad y frente a la crisis de la religión
en el mundo moderno, este ensayo argumenta que se están produciendo
cambios que afectan sustancialmente a los dos grandes ideales humanos
que han servido de hilo conductor en nuestra exposición anterior.
Afectan en primer lugar al ideal metafísico por responder al enigma; en
segundo lugar afectan al ideal natural de la especie por responder al
drama de la existencia. Les afecta porque el cambio permitirá hacer
nueva luz sobre las conjeturas metafísicas que responden al ideal
metafísico y porque permitirá también mejorar nuestra lucha para hacer
realidad el ideal natural de la especie hacia el dominio en comunión.
Lo que se argumenta es que se están produciendo cambios que no están
consumados. Son procesos que están naciendo y, por tanto, nuestros
argumentos se orientan solo a mostrar la verosimilitud de que esos
cambios acaben por producirse. En nuestra propuesta intelectual se
describe como una "maqueta" del cambio que debería suceder y nuestros
argumentos consisten en mostrar que ya están dados en el ámbito
intelectual, como flotando en el talante de nuestro tiempo, los
elementos esenciales de la trama que en cualquier momento podrían
conjuntarse para hacer posibles los cambios que apuntamos.
Pero, ¿de qué cambios
estamos hablando?
Creemos que se trata de dos cambios transcendentales que conectan entre
sí de la forma que explicaremos. Es, en definitiva, el argumento de
este ensayo.
El primer cambio afecta al compromiso humano con el ideal natural de la
especie orientado al dominio en comunión. En nuestro tiempo se estaría,
pues, produciendo la emergencia de un nuevo ideal ético-utópico, una
nueva forma de ver cómo debería entenderse el dominio/comunión. Este
nuevo ideal conduciría por su propia lógica a un nuevo diseño del
proyecto de acción en común que podría realizarlo. Todo ello conduciría
a la emergencia del nuevo protagonismo histórico de la sociedad civil
como actor que podría impulsar la génesis de un Nuevo Mundo que nos
acercara con eficiencia a la realización del dominio en comunión como
ideal natural de la especie. Por consiguiente, en nuestro tiempo se
estaría gestando un cambio socio-político de dimensiones históricas
colosales cuya viabilidad dependería de la capacidad de organización de
la sociedad civil.
El segundo cambio afectaría a la religión. Las religiones, en efecto, y
entre ellas el cristianismo, ancladas por necesidad de su larga
historia en el mundo antiguo, habrían visto con perplejidad el proceso
científico-filosófico y socio-político de la modernidad. Una gran parte
de sus problemas derivarían de la inadaptación de la religión a la
cultura de la modernidad. Durante cinco siglos el cristianismo habría
permanecido desconcertado ante el mundo moderno, sin acertar en el
rumbo que debería conducirle a reconciliarse con la modernidad. Pues
bien, el segundo cambio transcendental consistiría en que por primera
vez se estarían cumpliendo aquellas condiciones objetivas que podrían
hacer posible en nuestro tiempo la necesaria, y esperada durante
siglos, reconciliación de la religión con la modernidad. Sería el
cambio desde el paradigma antiguo al paradigma de la modernidad. Este
tránsito, pues, a una profundización en la teología cristiana en
congruencia con el fondo ideológico de la modernidad estaría
percibiéndose en nuestra época como posible e inmediato. Este tránsito
debería producirse en la iglesia católica, pero llevaría consigo un
cambio decisivo en dos direcciones: en las relaciones
interconfesionales cristianas y en el diálogo interreligioso, dando
lugar así a un transcendental giro en el proceso de convergencia
interreligiosa.
Estos dos cambios históricos estarían discurriendo hoy en paralelo. Por
una parte la emergencia del protagonismo de la sociedad civil con la
esperanza de que pudiera hacer posible el nacimiento de un Nuevo Mundo,
más eficaz en la prosecución del ideal natural de la especie en el
dominio/comunión. Por otra parte la maduración de las condiciones
históricas que por fin harían posible en el cristianismo un cambio de
paradigma, de la antigüedad a la modernidad, que llevaría consigo un
excepcional proceso de convergencia interreligiosa. Pero entre estos
dos procesos de cambio, en principio independientes, se establecería
una conexión histórica relevante.
¿En qué consistiría? ¿Cuál sería el punto de encuentro en que
confluirían la emergencia del protagonismo de la sociedad civil con la
reforma paradigmática del cristianismo y el proceso de convergencia
religiosa?
La esencia de las religiones contiene siempre la exigencia moral de
afrontar la consecución del ideal natural de la especie en el
dominio/comunión. Pero, ¿cómo hacerlo? El cambio de paradigma
mencionado permitiría pasar desde el teocratismo antiguo a situar en la
conciencia individual del ciudadano cristiano (y del ciudadano
religioso en general) la responsabilidad de actuación en orden a lograr
el dominio/comunión. Por consiguiente, el movimiento nacido en la
lógica de la modernidad hacia el protagonismo de la sociedad civil
abriría un horizonte de posibilidades a la actuación civil del
ciudadano cristiano (religioso) en respuesta a la exigencia de la
propia fe. Ahora bien, dada la dificultad de la organización del
movimiento civil que pudiera influir realmente en reconducir la
historia hacia un Nuevo Mundo, la presencia del compromiso civil nacido
de los ciudadanos cristianos (y religiosos) podría ser un factor
determinante. En otras palabras: la historia habría puesto en manos del
compromiso civil de los cristianos (religiosos) la consecución de los
ideales humanísticos de la nueva época que estaría emergiendo. Pues
bien, el cambio de paradigma colocaría al movimiento religioso,
intercristiano e interreligioso, en condiciones de jugar un papel
determinante en hacer posible un Nuevo Mundo. Lo explicamos con más
detención en lo que sigue.
Vivimos tiempos
excepcionales: la
responsabilidad histórica de la sociedad civil
En otros sitios he expresado mi convicción de que hoy están
concurriendo un conjunto de factores que, por su propia naturaleza,
conducen a producir un cambio sustancial en la sensibilidad
ético-utópica de la gente. Entiendo por tal la forma en que una
sociedad concreta concibe cómo realizar el ideal natural de la
especie.
Concibe ciertos ideales éticos de "dominio en comunión" que abren a esa
sociedad un horizonte de progreso hacia un futuro de plenitud
(utópico). Por ello lo he llamado horizonte ético-utópico. En
cada
tiempo, la forma del ideal ético-utópico concibió también ciertos
proyectos de acción en común que representaban un diseño apropiado de
convivencia que realizara su ideal ético-utópico. Así cada tipo de
sociedad produjo sus protagonistas propios: monarcas, reyes, caudillos,
emperadores, nobles, ciudadanos, pueblo soberano, burgueses,
proletarios, capitalistas, partidos políticos, etc. Cada época produjo
también sus estrategias políticas propias para llegar a los ideales
propuestos.
A lo largo de la historia no se habrían producido muchos cambios en lo
que hemos llamado sensibilidad ético-utópica. La aspiración ideal a la
vida buena en sociedades arcaicas dio origen pragmático al gobierno
unipersonal, sostenido con diversas versiones hasta la Edad media, e
incluso después en las monarquías residuales. En el Renacimiento
emergió una nueva sensibilidad ético-utópica que revivió los ensayos
democráticos de Grecia y Roma: la modernidad instauró la nueva idea de
los derechos humanos, hasta desembocar en el constitucionalismo y la
democracia, al tiempo en que se identificaba con la burguesía y la
doctrina liberal-capitalista. En el siglo XIX apareció una alternativa
a la modernidad: el comunitarismo, en su versión historicista,
anarquista y socialista-marxista. Esta alternativa se fundaba en una
nueva sensibilidad ético-utópica que acentuaba la fraternidad. A fines
del siglo XX, en nuestra opinión, tanto la modernidad como el
comunitarismo habrían tocado fondo, estarían exhaustos, y estaría
naciendo una nueva sensibilidad ético-utópica, la cuarta en el curso de
la historia. Y esta nueva sensibilidad sería el motor que estaría
impulsando el nacimiento de un Nuevo Mundo, convirtiendo nuestro tiempo
en una de las épocas de creatividad histórica excepcional. Estaríamos
viviendo en un tiempo privilegiado.
Esta nueva sensibilidad no respondería ya ni a la pura modernidad
liberal ni al comunitarismo, en alguna de sus versiones. Sería una
confluencia de ambos ideales ético-utópicos, en que se sintetizaría el
personalismo de la modernidad con la solidaridad interhumana del
comunitarismo. Así como la modernidad y el comunitarismo tuvieron sus
proyectos de acción en común (constitucionalismo, democracia, estados
historicista o marxista, y sociedad anarquista), ¿cuál sería entonces
el proyecto de acción en común que correspondería a esta
hipotética
nueva sensibilidad emergente en el siglo XXI? En nuestra opinión
debería responder a lo que hemos llamado el proyecto universal de
desarrollo solidario (proyecto UDS). Pero supuesto que este
proyecto
representara la realización actual de los ideales humanos de
dominio/comunión, dentro del personalismo liberal y la solidaridad
comunitarista, ¿cuál sería la vía eficiente para promover la
realización del proyecto UDS? Nuestra tesis consiste en afirmar que en
la actualidad se estaría produciendo la emergencia del nuevo
protagonismo de la sociedad civil. Este protagonismo completamente
nuevo sería la organización de la sociedad civil, distinta e
independiente de los partidos políticos, en orden a forzar la
realización del proyecto UDS. La sociedad civil, al tomar conciencia de
sí misma y organizarse, estaría en condiciones de controlar y promover
el curso de la historia.
Estas ideas han sido expuestas ya ampliamente en dos obras que deben
ser consideradas como el prólogo al presente ensayo. La primera es
literaria y lleva por título Dédalo. La revolución americana del
siglo
XXI (Biblioteca Nueva, Madrid 2002). La segunda es un ensayo de
filosofía política: Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del
protagonismo histórico emergente de la sociedad civil
(Publicaciones
Universidad Comillas, Madrid 2005). En este último ensayo explico con
argumentos cómo debería organizarse el movimiento de acción civil Nuevo
Mundo para que pudiera controlar efectivamente el curso de la historia
hacia la implantación del proyecto UDS. Aunque en este ensayo me
referiré a ello sumariamente (capítulo VII), me remito a estos dos
libros para quien quiera una mayor profundización en mis ideas sobre la
filosofía de la historia. En ellas hay algo que a mí me parece evidente
y quiero dejar sentado con claridad.
Me refiero a que la historia está incuestionablemente en nuestras
manos, en las manos de la sociedad civil, si es capaz de organizarse.
La totalidad de los grandes países del mundo occidental son hoy
democráticos y, por tanto, no hay duda de que el gobierno pertenece a
aquellos en quienes los ciudadanos libres ponen su confianza. Por
tanto, es evidente que la organización civil de estos ciudadanos podría
imponer un rumbo humanista de la historia, hacia el dominio en comunión
(y libertad) de acuerdo con el proyecto UDS. ¿Es que no es así? Lo
único que se necesita es que la sociedad civil se organice de acuerdo
con las ideas que den consistencia a la acción (nosotros creemos haber
contribuido a ello como intelectuales) y mediante el compromiso de
líderes civiles que sean capaces de promover una excepcional aventura
histórica. Nuevo Mundo y el proyecto UDS serían posibles y supondrían
una excepcional contribución a la lucha contra el sufrimiento humano.
No promoverlos significaría indiferencia ética y moral ante el problema
del sufrimiento humano.
En Hacia un Nuevo Mundo, al analizar las condiciones que harían
posible
que Nuevo Mundo llegara al nivel de desarrollo internacional requerido
como para poder forzar el rumbo de la historia, observamos que su
crecimiento podría verse frenado y no llegar a alcanzar nunca el nivel
crítico necesario. Por ello, se argumentaba que Nuevo Mundo necesitaría
un valedor implantado ampliamente en la sociedad que apoyara y
prestigiara su actuación. Al pensar qué posibles valedores podrían
prestarle este aval concluíamos que las religiones respondían al perfil
requerido. No es que las religiones debieran hacer política como tales.
Además, Nuevo Mundo sería un movimiento puramente civil, abierto a
todos, tanto a creyentes como a increyentes. Pero el claro apoyo moral
externo de las religiones (cristianas y no cristianas), tal como
explicábamos con detención en otros lugares, podría ser el detonante
que confiriera al movimiento civil Nuevo Mundo la fuerza y el prestigio
social requerido para emprender una explosión final de crecimiento
inflacionario.
Ahora bien, para que esto pudiera suceder, el cristianismo (y las
religiones) deberían estar en condiciones de afrontar esta decisiva
responsabilidad histórica. Pero la verdad es que, frente a esto, la
observación del panorama actual del mundo religioso nos lleva al
pesimismo: en un ambiente de fundamentalismos sería muy difícil que las
religiones pudieran asumir conjuntamente el papel que la historia les
demanda. Aquí es donde el movimiento de protagonismo emergente de la
sociedad civil entraría en confluencia con un proceso paralelo de
cambio de paradigma en el cristianismo. El cambio transcendental que
podría producirse en la religión cristiana podría impulsar la
convergencia intercristiana, así como el diálogo interreligioso,
creando las condiciones que hicieran posible el compromiso civil de los
ciudadanos cristianos y religiosos, en apoyo del movimiento
internacional Nuevo Mundo orientado a cumplir el ideal natural de la
especie. El cambio paradigmático en el mundo religioso podría ser, por
tanto, la gran ocasión que pusiera en condiciones al movimiento
religioso universal de jugar un nuevo papel determinante en la historia
humana.
Vivimos tiempos
excepcionales: el cambio de
paradigma en el cristianismo
Pero nuestro tiempo no es solo escenario de un excepcional proceso
hacia la emergencia del protagonismo histórico de la sociedad civil que
abriría nuevas esperanzas en la lucha contra el sufrimiento. Es también
escenario del proceso paralelo, no menos excepcional, de cambio de
paradigma en el cristianismo. La modernidad, como veíamos, creó desde
el siglo XVI un marco conceptual que difería sustancialmente del mundo
antiguo, en lo científico-filosófico y en lo socio-político. El
cristianismo vivió durante siglos en el paradigma antiguo y se entendió
a sí mismo - también en lo filosófico-teológico y en lo socio-político
de acuerdo con una hermenéutica fundada en los criterios del mundo
grecorromano. Es explicable, por tanto, que aquella súbita
transformación ideológica acontecida en la modernidad supusiera para la
teología cristiana una traumática experiencia de inadaptación. El
trauma fue progresivo y se fue notando más y más en los siglos XIX y
XX. La ruptura fue mayor que en los primeros siglos tras el
renacimiento: basta recordar hasta dónde llegó el integrismo católico
en el siglo XIX (verbi gratia, en el pontificado de Pio IX). Al entrar
en la segunda mitad del siglo XX, la iglesia católica -sin duda la
principal iglesia en el mundo cristiano- seguía instalada en una
hermenéutica teológica que no difería sustancialmente de la mantenida a
lo largo de veinte siglos de historia cristiana.
Este ensayo defiende la tesis de que en la actualidad la iglesia
católica está todavía instalada en el paradigma antiguo, o
grecorromano. Frente a este, en la modernidad, la ciencia y la
filosofía, también las ciencias humanas, han llegado a un conocimiento
más preciso y exacto de cómo son realmente el universo, la vida y el
hombre creados por Dios. Sin embargo, no se ha producido todavía la
necesaria reinterpretación del cristianismo desde el mundo moderno, ni
en lo filosófico-teológico ni en lo socio-político, siguiendo el
cristianismo instalado, en alguna manera, en el teocentrismo y en el
teocratismo clásicos. Nuestra tesis es que en la actualidad todo ha
madurado suficientemente para que se produzca el cambio de paradigma
pendiente desde hace varios siglos. Por consiguiente, tras veinte
siglos de permanencia en el paradigma grecorromano, es indudable que
nos hallamos en un momento excepcional de la historia del cristianismo.
La tesis de que la iglesia todavía se halla en el paradigma antiguo
debe ser matizada. Solo en la segunda mitad del siglo XX se han
advertido en la iglesia signos y decisiones de que se está imponiendo
la conciencia de que, en efecto, el paradigma antiguo no permite
responder a los desafíos racionales y de sentido común que impone la
modernidad. Esto ha llevado a dos consecuencias que se comentarán a lo
largo de este ensayo. Por tanto, hoy se están produciendo poco a poco
más y más fisuras en la hermenéutica del paradigma antiguo.
Por una parte, la iglesia ha ido aceptando ciertas puntuales
adaptaciones ad hoc sobre cuestiones en que la presión de la
modernidad
se hacía más evidente. Pongamos dos ejemplos claros, uno
científico-filosófico y otro socio-político. Uno es la teoría de la
evolución, antes inquietante para la hermenéutica antigua y hoy
aceptada por la iglesia. Otro ejemplo es la aceptación del laicismo y
de la neutralidad ideológica de los estados modernos. En las
adaptaciones ad hoc se aceptan pragmáticamente exigencias de la
modernidad, pero se hace con toda discreción, sin preguntarse si estas
adaptaciones obligan a rehacer el paradigma. Da la impresión de que
asumirlas no supone nada y que la iglesia puede seguir estando donde ha
siempre ha estado, a saber, en el paradigma antiguo. Por otra parte, la
conciencia creciente de que el paradigma antiguo ya no responde ha
llevado a una tendencia teológica que he llamado el "incompromiso
hermenéutico". Consiste en que la iglesia tiende a reducir sus mensajes
al mero enunciado de los grandes contenidos del kerigma cristiano que
expresan cuál es la esencia de la fe, haciéndolo de tal manera que se
presenten sin contaminar por la hermenéutica antigua. Se trata solo de
una tendencia, ya que en muchas ocasiones vuelve a presentarse con toda
evidencia el perfil de la hermenéutica antigua. Lo vemos en el discurso
de clérigos y obispos, en documentos oficiales de todo tipo, en
encíclicas, discursos papales y en el mismo catecismo, y, por
descontado, en numerosos teólogos.
Por consiguiente, la tesis de este ensayo consiste en afirmar que la
iglesia no ha emprendido todavía el cambio integral de paradigma que
demanda la historia moderna. Pero afirma algo más: que se percibe en el
ambiente que el cambio es posible y pudiera producirse en un futuro
próximo. Una razón de que hasta ahora no se haya producido el cambio
requerido es que nunca se ha tenido clara la alternativa. Si se cambia
es para sustituir una cosa por otra. Pero si no se dispone de
alternativa, se produce una inercia a permanecer en lo que se tiene
para no caer en el vacío. Esta situación está hoy cambiando y por ello
nuestro tiempo es excepcional: porque en él comienzan a conectar entre
sí los elementos que hacen inteligible cuál sería la alternativa que
debería asumirse. Al tener ya en el horizonte el perfil claro de la
alternativa hermenéutica el impulso hacia el cambio se hace mucho más
potente. Hasta el grado de que se llegará a un punto en que ya no se
podrá frenar la dinámica de la historia.
En este ensayo, tras un capítulo introductorio en que se estudia el
hecho religioso y la crisis de la religión (capítulo I), se expone el
contenido esencial del kerigma cristiano que la primera comunidad y la
iglesia quisieron transmitir a la historia de acuerdo con su adhesión a
la persona de Jesús y a su doctrina (capítulo II). En el siguiente
capítulo se emprende una reconstrucción histórica del proceso que llevó
a la configuración del paradigma grecorromano, como hermenéutica del
kerigma cristiano desde la cultura antigua. De acuerdo con esto se
concluye con una precisa exposición, punto por punto, de las
características generales del paradigma grecorromano y de la visión
hermenéutica del cristianismo que promovió (capítulo III). Frente a
esta visión antigua, se aborda un estudio de la nueva imagen del
universo, de la vida y del hombre, producida por la ciencia y la
filosofía de la modernidad. De la misma forma que en el capítulo
anterior, se concluye con una exposición precisa, punto por punto·, de
los trazos esenciales de esta nueva imagen científico-filosófica de la
realidad, comparándola con los contenidos del paradigma antiguo
(capítulo IV). El paso siguiente de nuestro ensayo es esencial en la
lógica de nuestras argumentaciones: la nueva imagen de la realidad en
el mundo moderno conduce a perfilar los principios de una nueva
hermenéutica del kerigma cristiano, que lo asume íntegramente y lo
interpreta de una forma más profunda que ilumina el sentido de la
religión en nuestro tiempo.
Por tanto, más allá de las meras adaptaciones ad hoc y de un
insuficiente "incompromiso hermenéutico", el cristianismo necesita hoy
un cambio integral de paradigma que permita claridad teológica y
permita salir de una situación de penosa incertidumbre. La propuesta
que nosotros argumentamos es clara: no se puede seguir en una
incertidumbre que no nos permite saber dónde estamos, sino que es
necesario que el cristianismo afronte explícitamente el cambio
histórico de paradigma. La declaración explícita del cambio es un
elemento necesario para que produzca el efecto deseado y contribuya a
la extensión masiva de la idea de que el cristianismo ha entrado en una
nueva época. Al hilo de la lógica de nuestras argumentaciones este
ensayo mostrará con toda precisión dónde estábamos y dónde deberíamos
estar. Con toda claridad podrá ponderarse el contenido de nuestras
argumentaciones y la conclusión esencial a la que nos abocan: el perfil
del nuevo paradigma de la modernidad.
El paradigma de la
modernidad: un universo
kenótico para la libertad
Una aportación, a nuestro entender importante, de este ensayo consiste
en la propuesta de una alternativa al paradigma antiguo. No solo se
exponen con todo detalle las propiedades de este último, mostrando su
origen histórico y su persistencia en la actualidad, sino que se
explica también en detalle cuál es la alternativa que imponen las
condiciones objetivas de la imagen de la realidad en el mundo moderno.
Lo que llamamos el paradigma de la modernidad (capítulo V) es
la forma
de entender el kerigma cristiano desde la imagen moderna de la
realidad. Si el conocimiento humano progresa en la historia, es
evidente que la imagen moderna del mundo representará una imagen más
profunda de las cosas que en el mundo antiguo. Por tanto, si el kerigma
que proclama la revelación en Jesús proviene del Dios creador de la
realidad, debe presumirse que estará en congruencia con la realidad
conocida por la modernidad. Así el paradigma de la modernidad es la
hermenéutica del cristianismo construida desde la imagen de la realidad
en nuestros días, resultado del proceso iniciado por la modernidad ya
hace varios siglos.
El conocimiento actual del universo, de la vida y del hombre, permitirá
un conocimiento más profundo del mundo real creado por Dios: nos hará
entender cómo ha querido Dios que sea la creación: cuál es, en
definitiva, el orden o ley natural creada y cuál el designio o ley
divina que Dios ha infundido en el orden creado. Así la Voz del Dios de
la Creación, profundizada en la modernidad, nos ilumina en la
hermenéutica de la Voz del Dios de la Revelación. Este ensayo delimita
con precisión en qué consiste esa profundización excepcional en la
explicación teológica del kerigma cristiano hoy permitida por la
modernidad. Frente a lo que fue el paradigma antiguo se dibujan con
precisión los perfiles fundamentales de la imagen congruente del
cristianismo, y de la religión, en los tiempos modernos. Nuestro ensayo
formula con toda precisión el contenido de la alternativa paradigmática
pendiente desde hace varios siglos.
No debe ser objetivo de una introducción desarrollar en detalle el
contenido de los capítulos que constituyen este ensayo. Pero sí debemos
anticipar ahora la intuición esencial de cuanto deberemos profundizar
después.
Frente al teocentrismo constitutivo del paradigma antiguo -que se
convierte en teocratismo al aplicarse al discurso socio-político-, en
que se imponía a la razón natural la verdad metafísica última de la
Divinidad de forma inequívoca, la modernidad muestra en cambio un
universo oscuro, borroso, enigmático, ambivalente, constituido por una
ontología monista, dinámica, autónoma o autosuficiente, evolutiva,
insospechada por la ontología antigua. Una nueva idea de la materia y
de la vida obliga a un replanteamiento de la ontología en que se había
fundado la visión del mundo antiguo. Este universo enigmático no impone
una metafísica última. El hombre, al contrario, queda abierto a
conjeturar por argumentos objetivos construibles por la razón que sería
posible una hipótesis metafísica última de naturaleza teísta, o sea,
una Divinidad fundante y creadora; pero que ese universo enigmático
permite también otra hipótesis metafísica, también argumentable, a
saber, la hipótesis de un puro mundo sin Dios, o sea, el ateísmo. El
hombre, cargado, además de la razón, con todos los elementos
emocionales de su existencia, debe hacer frente al enigma del universo
y decidir el sentido de su vida. Debe siempre hacerlo en función de dos
grandes preguntas existenciales, insertas en el núcleo mismo de la
conciencia del hombre moderno: les real y existente el posible Dios a
pesar de su ocultamiento en un universo enigmático, de su lejanía y de
su silencio? Es decir, les posible un Dios, oculto e impotente, que
funda el enigma de lo real y crea el drama de la existencia? El posible
Dios existente, ¿tiene una voluntad real de relación con el hombre y de
liberación de la historia humana?
El hombre tiene conciencia de que el universo real, tal como se le
presenta, si ha sido creado por Dios, lo ha sido como universo para la
libertad creativa. Es enigmático y no impone su verdad metafísica
última, ya que el hombre debe instalarse en su metafísica por decisión
personal libremente asumida (racional y emocionalmente fundada).
Igualmente, el universo no está hecho sino que se hace en su dinámica
evolutiva abierta. Así, el universo diseñado por el posible Dios es un
universo para la libertad creativa: la libertad metafísica y la
libertad participativa en el proceso cósmico. El hombre es cocreador de
sí mismo, en lo metafísico y en lo existencial. En la respuesta ante el
enigma y en las decisiones libres para combatir el drama de la
existencia. Podríamos expresarlo diciendo que la ley natural impresa
por Dios en la creación, tal como la modernidad constata, es la ley de
la libertad creativa. Así resuena en la naturaleza, conocida por la
razón moderna, la Voz del Dios de la Creación.
Si la modernidad nos lleva, por tanto, a un entendimiento en
profundidad de la experiencia existencial del hombre real, abierto al
enigma desde el interior de un universo enigmático, entonces, desde el
punto de vista cristiano, la pregunta es inmediata: ¿cuál es la
hermenéutica del kerigma cristiano y a qué visión del hombre moderno
nos lleva? El concepto paradigma de la modernidad responde precisamente
a la forma de entender el kerigma cristiano, en toda su amplitud y
detalles, que se configura desde el presupuesto de que el universo, la
vida y el hombre realmente creados por Dios son los que ha descrito la
modernidad. Notemos que la expectativa teológica es: a un mejor
conocimiento de la Voz del Dios de la Creación, un mejor conocimiento y
comprensión de la Voz del Dios de la Revelación.
Esta nueva hermenéutica del cristianismo es la que hoy está ya madura y
en condiciones de dar sus frutos. Como decíamos, durante siglos no se
perfiló con nitidez la alternativa hermenéutica que los tiempos estaban
exigiendo. Pero hoy la situación ha cambiado. Podemos ya percibir en
toda su fuerza la potencia de la nueva hermenéutica y vislumbrar su
capacidad de iluminar la experiencia del hombre moderno. Entendemos de
forma excepcional la extraordinaria armonía entre la Voz del Dios de la
Creación y la Voz del Dios de la Revelación. Es una congruencia
derivada del hecho de que la modernidad permite un nuevo y más profundo
entendimiento de la teología de la kénosis. Esta teología protagonizará
nuestro ensayo de principio a fin, pero tracemos un perfil breve de su
contenido en estas anotaciones introductorias.
El kerigma cristiano proclama la centralidad de la figura de
Cristo
como el contenido esencial de la doctrina revelada por Jesús. Todo el
cristianismo viene a resumirse en el Misterio de la Muerte y
Resurrección de Cristo, que revela y, al mismo tiempo, realiza el plan
eterno de Dios para la creación y la salvación del hombre. La teología
sobre Cristo consideró siempre el concepto de kénosis introducido por
san Pablo en el Himno de filipenses, pero lo aplicó al hecho de la
encarnación del Verbo (que se despojaba de su gloria divina al hacerse
"carne"). Pues bien, la hermenéutica desde la antropología de la
modernidad nos lleva a extender el concepto de kénosis a la
creación.
El Misterio de la Muerte y de la Resurrección de la Divinidad, revelado
y consumado en Cristo, se convierte así en la clave lógica para
entender en qué consiste el plan de Dios en la Creación y en la
Salvación del hombre. El lagos de la creación, del universo conocido
por la modernidad, es así el Misterio de Cristo. La muerte de la
Divinidad en la cruz responde a la experiencia de un Dios oculto en el
enigma del universo que constituye el escenario de la libertad humana
que llega hasta el pecado y la santidad. La resurrección de Cristo es
la respuesta a la pregunta por el posible Dios liberador, ya que
anticipa en la resurrección de Cristo la liberación final de la
historia. El Misterio de Cristo responde a las grandes preguntas
existenciales insertas en la condición humana, manifiesta en la
experiencia de la modernidad: la pregunta por el posible Dios oculto
(la cruz) y la pregunta por el posible Dios liberador (la
resurrección). El cristianismo se entiende así como la religión de la
libertad en armonía con la ley natural de la libertad obrada por Dios
en la creación.
El mensaje contenido en el Misterio de Cristo toca los dos puntos
cruciales de la inquietud humana, aludidos en esta introducción: el
enigma del universo y el drama de la existencia. Nos dice que el
universo enigmático es el designio divino para la libertad. Nos dice
que el universo dramático forma parte también del designio divino para
la libertad. En el misterio de la cruz la persona divina de Cristo, en
su naturaleza humana, asume con todo dramatismo el sufrimiento humano.
En alguna manera, la cruz nos dice que Dios "asume el sufrimiento" y
"sufre por el sufrimiento de la historia". Dios no es indiferente al
sufrimiento y al dolor: nos lo dice en el profundo mensaje de la cruz.
Nos dice que crea la libertad y asume el pecado; pero también que crea
el sufrimiento y lo asume, lo "sufre". Por ello, creer en Dios es la
confianza total en el designio divino, sintiéndonos perdonados y
sintiéndonos acompañados en el dramático dolor que desaparecerá en la
liberación plenificadora que culminará el proceso abierto de la
historia. Así, ser religioso, desde el interior de la creación obrada
por Dios, es creer en su Amor Liberador a pesar del drama de su lejanía
y de su silencio. Creer es aceptar el diseño divino de un mundo con
sufrimiento. El creyente asume así el designio divino en el enigma y en
el drama de la historia.
¿Qué circunstancias han propiciado que hoy estemos ya en condiciones de
vislumbrar el paradigma de la modernidad como alternativa al paradigma
grecorromano? Recordemos que, como antes decíamos, el cambio
paradigmático no se produjo antes porque no había alternativa. Pero,
¿por qué hoy ya tenemos una alternativa, tal como este ensayo quiere
defender?
En mi opinión hay una respuesta verosímil a estas preguntas. Hoy
tenemos ya una alternativa porque se han producido algunos hechos de
transcendencia. En primer lugar, la ciencia moderna fue durante siglos
"reduccionista" y no cabía diálogo con la religión. Hoy en día, sin
embargo, la ciencia ha dejado de ser "reduccionista" (en un proceso de
cambio no cerrado, todavía en curso) para orientarse hacia un enfoque
vitalista y holístico. Este cambio, que será expuesto en este ensayo,
ha hecho posible conocer el tipo de universo que ha sido creado por
Dios. En segundo lugar, esta nueva visión de la realidad ha llevado a
reconocer un universo donde Dios no se impone: un universo, en
definitiva, ajeno al teocentrismo del paradigma antiguo. Por último, en
tercer lugar, este hecho ha llevado a quienes reflexionaban sobre la
teología desde la ciencia a intuir que el eje central para una
hermenéutica del cristianismo debía ser la teología de la kénosis. Un
concepto teológico de kénosis que debía ampliarse a la kénosis de la
Divinidad en la Creación.
Hace ya muchos años, en un tiempo en que todo sonaba a teocentrismo, a
religiocentrismo y a teocratismo, en el marco hermenéutico escolástico,
advertí con toda claridad la distorsión hiriente de la hermenéutica del
cristianismo al uso. Entendí con claridad que Dios había creado un
universo donde no quería imponerse y donde la pura mundanidad era
naturalmente viable, al tiempo en que la teología de la kénosis debía
constituirse en eje de la interpretación del cristianismo. En el año
1973 publiqué mi obra titulada Existencia, Mundanidad, Cristianismo en
el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid. En esta
obra (al igual que en otra menor titulada Nuestra Fe. Introducción
al
Cristianismo, publicada en la BAC en 1974, Madrid) defendía ya el
enfoque hermenéutico que se repite en este ensayo de 2010. Componer y
publicar Existencia, Mundanidad, Cristianismo, un volumen de
750
páginas, no fue fácil y, por ello, se entiende que ya en la década de
los años sesenta, cuando yo era muy, muy joven, todas estas ideas
estaban ya perfectamente definidas en mi cabeza. Es evidente que hoy
cambiaría cosas, pero en conjunto aquellas ideas siguen siendo
correctas y me admiro retrospectivamente de la creatividad y de la
densidad conceptual de aquella composición. No me considero responsable
del reducido eco que estas obras tuvieron; quizá algún día la historia
se lo pregunte. Tengo, naturalmente, mi propia interpretación que quizá
exponga en otro momento (si creyera que fuera útil para recoger las
enseñanzas de la historia). La publicación de Dédalo. La revolución
americana del siglo XXI (Biblioteca Nueva, Madrid 2002), Hacia
un Nuevo
Mundo. Filosofía Política del protagonismo histórico emergente de la
sociedad civil (Publicaciones Universidad Comillas, Madrid 2005) y
finalmente de Hacia el Nuevo Concilio. El paradigma de la
modernidad en
la Era de la Ciencia, ofrecen la versión completa de mi pensamiento
sobre la hermenéutica del cristianismo.
En la década de los sesenta comenzaba a madurar en América la filosofía
del proceso, en continuidad con la obra de Whitehead, que para mí era
en aquel tiempo completamente desconocida. En los años setenta pude
conocer la obra de Moltmann sobre El Dios Crucificado, poco
después de
publicar Existencia, Mundanidad, Cristianismo. Años después, en
el
marco del diálogo entre ciencia y religión, fueron ganando notoriedad
autores como Ian Barbour (ya en los setenta), Arthur Peacocke y John
Polkinghorne (desde entrados los ochenta) que introdujeron poco a poco
la teología de la kénosis. A ellos me he referido en tres artículos
publicados en la revista Pensamiento y en el libro editado por
Christine Heller del Riego God Seen by Science (Publicaciones
Universidad Comillas, Madrid 2008), donde presento y discuto su
teología de la kénosis desde mi punto de vista. La importancia que hoy
se concede a la kénosis de Dios en la creación queda atestiguada por el
libro editado por Polkinghorne The Work of Love. Creation as
Kenosis
que recoge artículos de una variedad de autores que hoy, entre otros
muchos, han entendido la importancia de esta teología. El mismo papa
Juan Pablo II, en su encíclica Fides et Ratio se hacía también
eco de
esta corriente al decir que "un objetivo primario de la teología es la
comprensión de la kénosis de Dios, verdadero gran misterio de la mente
humana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte
puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio". Para mí ha
sido una gran satisfacción ver cómo poco a poco las tendencias
dominantes en la lógica de la historia han producido una inflexión
evidente sobre intuiciones que, desde hace años, he considerado
esenciales para la adaptación del cristianismo al mundo moderno. El
ambiente intelectual de 2009 no es ya el mismo que en 1973.
Hacia el nuevo concilio
Tras la exposición sistemática de la naturaleza del nuevo paradigma
de
la modernidad (capítulo V), este ensayo estudia también sus
repercusiones en dos vertientes hoy de relevancia excepcional. Primero
en relación a la convergencia interconfesional cristiana y al diálogo
interreligioso ( capítulo VI). Segundo en relación a la repercusión del
paradigma en la filosofía de la historia (capítulo VII). El proceso de
convergencia interreligiosa, por una parte, potenciará la presencia
social de las religiones, al facilitar una nueva hermenéutica desde la
modernidad, y las pondrá en condiciones de asumir en unidad compromisos
excepcionales en la lucha contra el sufrimiento humano. Pero, por otra
parte, la nueva filosofía de la historia hará confluir la emergencia de
la responsabilidad de la sociedad civil en el proceso de la historia
con la nueva filosofía cristiana de la modernidad que centrará la lucha
contra el sufrimiento en el compromiso civil de los ciudadanos
cristianos y religiosos.
Por tanto, de acuerdo con los supuestos argumentados en este ensayo, en
nuestro tiempo estarían teniendo lugar los dos procesos paralelos de
excepcional importancia histórica que acabamos de introducir: la
emergencia de un nuevo protagonismo histórico de la sociedad civil que
podría conducirnos a un Nuevo Mundo (estudiado principalmente en Dédalo
y en Hacia un Nuevo Mundo, pero también mencionado en este ensayo)
y la
inminencia del cambio de paradigma en la hermenéutica del cristianismo,
pendiente durante siglos (estudiado en este ensayo, Hacia el Nuevo
Concilio). Ambos procesos podrían confluir por cuanto la viabilidad
del
movimiento de acción civil Nuevo Mundo podría depender del compromiso
civil del movimiento religioso mundial, que podría estar preparado para
asumir su responsabilidad histórica excepcional como resultado del
cambio paradigmático acontecido en el cristianismo, esencial tanto para
la convergencia interconfesional como para el diálogo interreligioso.
Por consiguiente, el análisis de la lógica interna de nuestro tiempo,
en la dinámica civil y en la dinámica religioso-cristiana, tal como
será expuesto a lo largo de los diferentes capítulos de este ensayo, se
constituye en fundamento argumentativo para apelar a la necesidad de un
nuevo concilio. En la historia de la iglesia han sido los concilios
respuestas excepcionales exigidas por tiempos excepcionales. Ningún
tiempo tan excepcional como el nuestro si consideramos la
transcendencia del cambio de paradigma que se avecina, tras veinte
siglos en el paradigma antiguo, y si consideramos que la emergencia del
protagonismo de la sociedad civil podría hacer hoy posible el Nuevo
Mundo del dominio-en-comunión al que aspira ancestralmente la
humanidad, si las religiones tomaran la responsabilidad excepcional en
que la historia las ha colocado.
La iglesia debería ser consciente de su responsabilidad histórica, que
no es otra que hacer presente el kerigma en cada momento de la
historia. Esto exige un esfuerzo hermenéutico que la iglesia siempre
afrontó y de ahí nació el paradigma grecorromano. De la misma manera
que la iglesia se sintió asistida por la providencia de Dios para
cumplir con la responsabilidad histórica de la hermenéutica, así
igualmente debería sentirse asistida en la actualidad, ya que el
Espíritu de los primeros siglos sigue actuante en los tiempos
presentes. Pero debería ser también consciente la iglesia cristiana de
que la historia civil está entrando en una coyuntura en que la
participación comprometida de las religiones podría jugar un papel
esencial en hacer posible el Nuevo Mundo al que se aspira desde hace
siglos. Debería sentir la responsabilidad de que la lucha contra el
sufrimiento depende, sin duda, en la sociedad democrática de los
ciudadanos, de que la inmensa mayoría de los ciudadanos son religiosos.
La coyuntura histórica ofrece a las religiones el reto de cumplir su
deuda pendiente con la historia humana: ser finalmente el factor
decisivo de humanización exigido por la misma fe religiosa. Por
consiguiente, los argumentos que fundan nuestra apelación al concilio
nacen de la lógica de la historia. En los primeros capítulos veremos
cómo esta lógica nos permite reconstruir qué fue el paradigma antiguo,
qué es la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia y cómo se
perfila lógicamente lo que sería el nuevo paradigma de la modernidad
como hermenéutica del cristianismo (y de las religiones). La historia
presiona hacia un inevitable cambio paradigmático de transcendencia
incalculable. Este cambio abriría así nuevos horizontes para la
convergencia interconfesional y para el diálogo religioso. El
cristianismo y las religiones entrarían en una etapa de am1onía y
seguridad ideológica que se traduciría en un frente común en la
responsabilidad de contribuir a la historia civil. La iglesia debería
percibir y sentirse interpelada por esta lógica histórica que irá
incrementándose. Debería persuadirse de que ya no es posible seguir
mirando hacia otro lado, introduciendo discretamente las adaptaciones ad
hoc inevitables, pero sin afrontar el necesario, explícito y
socialmente patente, sin camuflajes, "ajuste de cuentas con la
historia". Es una ilusión, de consecuencias sin duda muy negativas,
creer posible la superación de la crisis sin afrontar el dolor del
"ajuste" debido.
A través del concilio la iglesia cristiana debería liderar el proceso
histórico de cambios excepcionales. La lógica y el contenido del
concilio nacería de la dinámica histórica que le da sentido. En los
diferentes capítulos de este ensayo se hallarían en germen los grandes
temas que debería afrontar el concilio. En el capítulo final haremos
una apelación al concilio, presentaremos los argumentos que la avalan y
perfilaremos una simulación de los documentos en que debería
desplegarse la aportación del concilio. La celebración del concilio no
solo sería una exigencia de la historia, en el sentido comentado, sino
que también sería una actuación estratégica colosal para escenificar la
conexión del cristianismo con la cultura y para potenciar la presencia
de codas las religiones en el mundo moderno.
Recuerdo que no hace mucho oí un comentario a un teólogo prestigioso en
la línea de que muchos decían hoy que en la iglesia no se hacían las
cosas bien, que había que cambiar, adaptarse a la sociedad actual, pero
que, sin embargo, ninguno decía con claridad qué se hacía mal, cómo y
en qué se debía cambiar. No se puede atribuir tal indefinición a este
ensayo. Estudiamos con precisión qué fue el paradigma grecorromano, en
qué difiere de la imagen moderna del mundo en la Era de la Ciencia, en
qué debería consistir el paradigma de la modernidad o la nueva
hermenéutica del cristianismo, qué consecuencia tendría este paradigma
en la convergencia interconfesional cristiana y en el diálogo
interreligioso, en qué forma un cristianismo así reformado, en unidad
con el movimiento religioso mundial, podría contribuir en hacer posible
la emergencia del protagonismo civil que impulsara la historia humana
hacia el Nuevo Mundo del deseado dominio-en- comunión. Del nuevo
concilio se hace finalmente una simulación precisa que nos ofrece una
imagen de lo que pudiera ser realmente. Por consiguiente, todo está
dicho con claridad, aunque sea con complejidad conceptual, y por ello
es fácil entender con precisión cuáles son nuestras propuestas y tomar
posición ante ellas.
La trilogía mencionada -Dédalo, Hacia un Nuevo Mundo y Hacia
el Nuevo
Concilio- constituye un esfuerzo considerable para describir la
lógica
de dos movimientos paralelos que en nuestra opinión deberían converger:
por una parte, la dinámica del cambio paradigmático centrado en la
teología de la kénosis; por otra parte, la dinámica del cambio en la
historia civil centrado en la emergencia del nuevo protagonismo de
la
sociedad civil. En conjunto esta trilogía tiene un carácter único.
Lo
digo porque no conozco -hasta donde llega mi información- nada que
pueda comparársele, ni en precisión (por ejemplo, en la simulación de
lo que debería ser la construcción del concilio al que apelamos o en el
análisis de la organización del movimiento civil Nuevo Mundo) ni en
amplitud (ya que hemos conectado el movimiento de cambio paradigmático
en el mundo de las religiones con el proceso de cambio en la historia
civil). Nuestra obra es un reto excepcional a la creatividad humana: en
la dinámica del mundo religioso y en la dinámica de la historia civil
de las naciones. A esto haremos referencia en la conclusión de este
ensayo. Quien afronte el esfuerzo requerido para estudiar nuestra obra,
el "esfuerzo del concepto" hegeliano, podrá persuadirse de que no
exageramos.
Justificación
personal
Es este un ensayo de ciencia, de filosofía y de teología. Está
construido en nuestro tiempo y, por ello, tiene una intencionalidad
creativa. Es la creatividad que siempre se ha atribuido a la teología
en la tradición cristiana. La teología es, por una parte, adhesión a la
doctrina de Jesús, tal como ha sido transmitida en el kerigma
cristiano. Por otra, es el esfuerzo hermenéutico para explicar cómo el
kerigma (la Voz del Dios de la Revelación) es congruente con la
experiencia natural (la Voz del Dios de la Creación). Entre otros
teólogos, san Agustín, santo Tomás, Francisco Suárez, propusieron
hermenéuticas del cristianismo -en sus respectivas épocas- que no
coincidían entre sí, pero que eran congruentes con el kerigma
(patrimonium fidei).
En ocasiones, la iglesia misma, al
proclamar el
kerigma, lo ha hecho valiéndose de ciertos sistemas hermenéuticos de
referencia (verbi gratia, desde algunos sistemas del paradigma
grecorromano). En este ensayo hacemos, pues, una propuesta hermenéutica
del cristianismo desde la lógica de nuestro tiempo, que es la lógica de
la modernidad.
El contenido de nuestra propuesta es, como toda hermenéutica, aceptable
o no, y desde luego no tiene pretensión de verdad (pretensión que tiene
para la fe el contenido del kerigma cristiano), como tampoco la
tuvieron otras propuestas hermenéuticas del pasado o del presente. En
todo caso debemos indicar que lo que proponemos es por completo
compatible con la dogmática cristiana. Incluso cuando proponemos lo que
la iglesia debiera hacer en nuestra opinión (verbi gratia, en la
convergencia interconfesional, en el diálogo interreligioso o en el
concilio cuya simulación proponemos) se trata de propuestas teológicas
que, si la iglesia las quisiera asumir, serían también conformes con la
dogmática católica, es decir, con el kerigma cristiano. En otras
palabras, proponer tales o cuales actuaciones sería en principio
posible para la dogmática cristiana. Esta obra ha sido revisada y no
hay en ella problemas de ortodoxia teológica; si los hubiera estaríamos
dispuestos a retirarlos, ya que nuestra intención es proceder dentro de
la ortodoxia teológica, que, como todo teólogo sabe, no es incompatible
con la libertad hermenéutica (siempre condicionada, para la fe
cristiana, por el factum histórico del kerigma).
Quiero también dejar constancia, al comenzar este ensayo, de que
conozco perfectamente que nuestras propuestas se dan en una zona
neutral donde, en un primer momento, apenas hay observadores. Unos
están en el conservadurismo a ultranza, es decir, en la defensa del
persistente paradigma antiguo, y lo que aquí decimos les sonará a
arriesgado y sospechoso. Otros están en el radicalismo y tendrán la
sensación de que nuestras propuestas están fuera de la onda en la que
el izquierdismo teológico cristiano ha oscilado en los últimos tiempos.
Nuestro ensayo es, además, complejo y toca cuestiones de ciencia, de
filosofía y de teología. No es fácil seguir todo cuanto irá saliendo en
capítulos posteriores. Si una obra densa (en realidad una trilogía),
tan ambiciosa como esta es, pudiera ser fácilmente criticada, sin duda
que unos y otros se echarían sobre ella para devorarla. Pero, si, como
es el caso, ofrece una impresión inmediata de seriedad, rigor,
profundidad, complejidad, lo más fácil es el silencio, ya que no es
fácil meterse en ella sin un riesgo intelectual. Oigo esto porque no
querría dar la impresión de ingenuidad. En la trilogía he argumentado
una trama intelectual que, en mi opinión, es pertinente, pero que no se
ha escrito desde la ingenuidad de ignorar las dificultades que le
obstaculizarán llegar a alcanzar sus objetivos. Estas obras, esta es la
verdad, han sido escritas desde una gran oscuridad y solo responden a
la intención subjetiva de obrar de acuerdo con la propia conciencia que
te impele siempre moralmente a decir lo que debes decir. No soy un
profeta persuadido del alcance de sus palabras. La verdad es que la
experiencia me lleva a ser escéptico, pero no hasta el punto de pensar
que la lógica imparable de la historia, y para los creyentes del
aliento divino, no puedan acabar haciendo posible, por caminos
imprevistos y sorprendentes, lo que en principio pudiera parecer
improbable. En la conclusión de este ensayo volveré sobre algunas de
estas cuestiones y me preguntaré qué debiera pasar para que el curso
lógico de la historia -expuesto con honestidad y compromiso personal en
esta trilogía- pudiera hacerse realidad.
Pero tampoco quiero concluir esta introducción sin una palabra dirigida
a los no creyentes, ateos, agnósticos o indiferentes ante lo religioso,
y más habida cuenta de que algunos de ellos se cuentan entre mis
grandes amigos personales. Esta obra, como es obvio, no va dirigida
preferentemente a no creyentes. Pero, si cae en manos de no creyentes,
como probablemente sucederá, les resultará útil para entender qué es el
mundo intelectual cristiano, al menos en el enfoque propio de este
ensayo. Podrán ponderar qué problemas, qué preguntas, qué se podría
vislumbrar para la posible evolución futura del cristianismo. Quiero
que desde el principio se entienda sin lugar a dudas que en este ensayo
no se afirma que la increencia no sea posible racionalmente, que sea
inhonesta humanamente o que no pueda construir un sentido de la vida
asumible dignamente. Nada más alejado de las intenciones de este
ensayo, ya que las persuasiones defendidas en él nos dicen, más bien,
que el universo es un enigma en que el ser humano libre debe decidir el
sentido de su existencia y el marco de las opciones metafísicas en que
quiera situarlo. Es lo que, además, constatamos sociológicamente. De
parte de la creencia, por tanto, no es que haya solo lo que nombramos
como "tolerancia" ante la increencia. No se trata, pues, de "tolerar"
(cosa que sería arrogancia intelectual), sino de respetar.
Pero, como contrapartida a este respeto, la creencia pediría a la
increencia una actitud similar. No como concesión misericordiosa, sino
como actitud que responde a la persuasión de que el universo es un
enigma que permite también la creencia como hipótesis asumible racional
y honestamente. En el fondo, esta actitud es la única sensata, y sé que
es la que tienen las personas no creyentes que me son cercanas. En la
cultura actual; crítica e ilustrada, no tienen sentido ni el teísmo ni
el ateísmo dogmáticos. El dogmatismo va en contra de todos los
principios epistemológicos que con tanta fuerza han influido en el
siglo XX. En este ensayo se podrá seguir la lógica con que hoy, en la
cultura moderna que ha determinado el pensamiento de los últimos
siglos, puede repensarse la religión cristiana y el fenómeno religioso
en general. El paradigma de la modernidad se presentará como la
hermenéutica hoy posible del sentido de las religiones en concordancia
con la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la
Ciencia. Este ensayo permitirá un conocimiento profundo de la
naturaleza de la fe cristiana que ayudará a los no creyentes a no
argumentar su increencia sobre interpretaciones del cristianismo
anacrónicas o mal construidas. En este ensayo no negarnos las
deficiencias de la hermenéutica en el paradigma grecorromano. Somos
conscientes de ellas y las denunciamos, así como otros muchos aspectos
de las religiones en la historia que no han impulsado, ciertamente, a
que la increencia pueda ver con simpatía a la creencia. Sin embargo, si
se sigue nuestro discurso podrá entenderse que es posible un
cristianismo integrado en la modernidad. No es que conocer cuanto
decimos en este ensayo deba conducir necesariamente a la creencia del
increyente. Quiero decir simplemente que el increyente podrá entender
mejor y con modernidad el tipo de cristianismo que podría ser hoy
posible. Por tanto, en este sentido su increencia podrá ser más "fina"
y ajustada porque no responderá ya a una falta de comprensión de la
profundidad teológica del cristianismo.
Quiero también anticipar algo que después será mencionado en el ensayo.
Me refiero a que al colocar la creencia junto a la increencia, ni el
creyente ni el increyente deben pretender imponerse al otro mostrando
la superioridad de su discurso. La pretensión de Richard Dawkins de
constituirse en presidente de un imaginario tribunal de apelación donde
se decide qué metafísica, el teísmo o el ateísmo, es más seria y
probable, es una pretensión cuanto menos ingenua. Es evidente que un
tal tribunal no es posible, y menos si debe presidirlo el señor
Dawkins. El ateo piensa que su posición es la más seria, y por eso la
elige. Lo mismo piensa el agnóstico de la suya. El creyente también
piensa que su visión religiosa es, para él, la mejor construida. Esto
responde al sentido común: tanto creyentes como increyentes lo son
porque para ellos es lo más justificable, pero ambos saben que quien
asume la posición contraria también piensa que su opción metafísica es
la mejor justificada.
Más adelante hago también una observación que no creo pueda ofender a
ningún increyente. Me refiero a que el creyente tiene una metafísica
que le hace mirar al futuro con esperanza, incluso más allá de la
muerte. El increyente, en cambio, no tiene futuro. Este es un hecho que
difícilmente puede discutirse. El increyente podrá soñar el presente
cuanto quiera, pero dentro de unos límites temporales insalvables que
conducen a un desenlace final que todos conocemos. El creyente vive su
esperanza apoyado en la inmensa mayoría de los hombres a lo largo de la
historia, y del presente, que han dado sentido a sus vidas con las
multiformes creencias religiosas. El increyente debe ser tolerante con
el hombre religioso que, arrastrado por sus esperanzas de plenitud,
quisiera que nadie se cerrara con su legítima libertad a un futuro en
que se haga realidad la felicidad final que todos desean. El diálogo,
el estar abierto a la posición del otro para comprenderla, es la mejor
manera de mantener las propias convicciones con la dignidad que
requiere nuestra condición humana.
Observaciones sobre el
estilo y la forma de
lectura de este ensayo
Por ser un ensayo, su objetivo es explicar una manera personal de ver
las cosas. Todo va orientado, por tanto, a comunicar un cierto
entendimiento de la situación del cristianismo y lo que debiera ser su
evolución en los próximos años hacia lo que aquí llamamos el necesario
cambio de paradigma hermenéutico. El objetivo no es dialogar y discutir
artificialmente con autores (como se haría en una tesis) o exponer
sistemáticamente ciertos temas de forma escolar (como se haría en un
tratado, siempre con las referencias bibliográficas pertinentes),
intentando que cada página tenga el mayor número posible de "notas a
pie de página". No es un estudio habitual del estilo teológico
ordinario - con citas bíblicas, su exégesis, textos del magisterio,
discusión con los tratadistas clásicos- tal como se espera del
profesorado y de los investigadores y profesores universitarios. Por
ser un "ensayo personal" hemos prescindido de referencias
bibliográficas ya que el lector interesado en ampliar alguno de los
temas que nosotros tratamos deberá recurrir a las fuentes ordinarias de
información y de estudio. Apenas hemos hecho citas bíblicas (solo una,
la del himno de filipenses, ya que la cita de textos concretos nos
hubiera entretenido con las entonces necesarias discusiones
exegéticas). Sin embargo, a través de nuestras palabras resonarán en el
lector los grandes contenidos de la tradición bíblica y los temas
clásicos de la teología cristiana y católica, aunque aquí iluminados
desde la nueva perspectiva hermenéutica que constituye el verdadero
argumento de nuestro ensayo. Tampoco hemos hecho citas de textos o
documentos eclesiásticos por las mismas razones de mantenernos dentro
de nuestro estilo "ensayístico". Nuestro verdadero interlocutor no es
tal o cual autor, sino la iglesia en su conjunto que, a nuestro juicio,
todavía está atrapada en la hermenéutica del paradigma grecorromano,
sin acabar de hallar la alternativa que le haga entrar en la
modernidad. Pedimos, pues, que no se pida a este ensayo lo que
intencionalmente no pretende ser. Si se nos permite aportar el juicio
del autor sobre su propia obra, considero que su valor radica en
presentar los argumentos y la lógica interna que llevan a una nueva
hermenéutica del cristianismo (que hoy no ha sido abordada por la
teología ordinaria, de calidad profesional, pero refugiada en lo
puramente kerigmático) y a la profundización que, a su luz, podemos hoy
hacer de los grandes temas de la doctrina revelada en Jesús y
proclamada en el kerigma.
Al comenzar la redacción del ensayo teníamos más bien la intención de
elaborar un texto que fuera abordable sin problema por un amplio sector
de lectores. Sin embargo, el mismo tratamiento de las cuestiones
necesarias nos hizo entender que debíamos optar entre una exposición
fácil, pero que algunos podrían considerar poco profunda, y una
exposición más compleja que, sin embargo, mostrara que se está hablando
con competencia y se tocan los temas tratados con la profundidad
debida. Finalmente hemos optado por esto último. El resultado, por
tanto, es un ensayo escrito en profundidad. Quizá sea obstáculo para la
lectura inmediata, que se hará más trabajosa, pero a medio y largo
plazo le dará sin duda mayor consistencia y valor. El texto está muy
estructurado, con numerosas secciones y con párrafos encabezados por un
título en cursiva. Creemos que esta estructuración ayudará siempre a
entender dónde estamos y cuál es el hilo lógico que nos lleva de unas
cosas a otras. He procurado repetir frases e ideas de conexión, que
actualicen siempre el argumento discursivo, aunque en ocasiones pueda
ser algo repetitivo. Es mejor repetir que correr el riesgo de perder el
argumento del discurso. Hay bloques de temas que se repiten en uno y
otro momento de la obra (verbi gratia, en el capítulo II, en el V y en
el VIII). Pero la repetición de estos contenidos es necesaria porque en
cada capítulo juegan un papel distinto y adquieren sus matices propios.
Es necesario que una obra como esta posea algunos temas y melodías de
fondo que aparecen continuamente a lo largo de la sinfonía, hasta
plenificarse en el capítulo final.
El estilo es conceptualmente complejo, pero es lo que pide la altura de
los temas aquí tratados. El uso de mayúsculas, paréntesis, cursivas o
comillas, depende del énfasis que queramos dar en cada momento a
nuestras expresiones. Por ello, el lector verá que las mismas palabras,
conceptos o expresiones, no siempre están necesariamente en mayúscula,
cursiva o entre comillas. En algunos capítulos hay secciones que vienen
en un tipo de letra más pequeña. Este procedimiento responde a que
estas secciones, o son algo más difíciles o constituyen bloques de
información unitarios que se deben destacar por sí mismos. Esta
división en secciones permite un seguimiento más ligero del texto, si
es que se decide aplazar unas secciones u otras para una lectura
posterior. Somos conscientes de que el capítulo IV (sobre la ciencia)
será de difícil lectura para quienes se interesan por la teología. Por
ello, quiero indicar que, para alcanzar un entendimiento global de las
ideas fundamentales que este ensayo transmite, no es necesario estudiar
minuciosamente cada una de sus partes o capítulos en un proceso de
lectura continua ininterrumpida. El lector avezado sabrá seleccionar
por sí mismo, ayudándose del pormenorizado índice analítico final, qué
debe leer primero para formarse una visión introductoria de la obra,
para después ir completando con las secciones que presentan análisis
más especializados. Todos los capítulos pueden leerse de forma
independiente y tienen una congruencia por sí mismos, aunque es
evidente que la congruencia final solo puede lograrse ensamblando todos
los capítulos en el argumento general de nuestro ensayo.
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