Hacia el nuevo concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia

3. El cristianismo desde el paradigma grecorromano

JAVIER MONSERRAT





1. Kerigma, teologías, hermenéutica
2. El paradigma grecorromano
3. La visión filosófica grecorromana
4. Kerigma cristiano y paradigma grecorromano: la patrística
5. El paradigma grecorromano en la escolástica
6. El paradigma grecorromano en el siglo XX
7. La dimensión socio-política del paradigma grecorromano
8. El paradigma grecorromano y su pervivencia actual en la iglesia


Jesús proclamó una doctrina, un kerigma, que desvelaba los planes de Dios en la historia y ofrecía una guía para la salvación; es decir, para llegar a recibir la bendición que Yahvé había prometido a Abrahán. El cristianismo primitivo fue la adhesión por la fe a ese kerigma anunciado por Jesús. Sin embargo, ¿podía el ser humano ser fiel a su condición de hombre -descrita por la razón y por la cultura- y, al mismo tiempo, adherirse al kerigma cristiano? La iglesia de los primeros siglos trató ya de argumentar la armonía entre la razón-cultura y el kerigma cristiano. Como fruto de este inmenso proceso de reflexión -mantenido a lo largo de siglos y siglos- se constituyó el "paradigma grecorromano". Este paradigma llega a nuestros días y, en nuestra opinión, constituye todavía el eje vertebral de la explicación que el cristianismo sigue haciendo hoy de sí mismo ante la sociedad; sea dicho esto con todas las cautelas y matices que se expondrán. Pero la gran cuestión de fondo es hoy si ese paradigma grecorromano -de éxito incuestionable en el pasado- sigue siendo apropiado para entender la viabilidad de la fe como adhesión al kerigma cristiano en el mundo moderno. De momento, en este capítulo, exponemos solo la naturaleza del paradigma grecorromano -como forma de explicar el kerigma de la fe-, tanto en sus diversas versiones históricas como en la actualidad. Tienen especial importancia las huellas que este paradigma ha dejado en el entendimiento actual del cristianismo. Al describir el "hecho religioso" (capítulo I) constatábamos la crisis actual del "hecho religioso cristiano". Podría ser, decíamos entonces, que fuera la crisis de un cristianismo explicado residualmente desde el paradigma grecorromano. La crisis de la "religión" cristiana (mucho mayor que la crisis de la religiosidad) podría quizá estar causada en parte por la insuficiencia del paradigma grecorromano para dar razón del cristianismo en el mundo contemporáneo. En todo caso, no podemos formarnos una opinión fundada sobre lo que en realidad está pasando y sus causas: a) sin reconstruir qué ha sido y qué es hoy el paradigma grecorromano (lo hacemos en este capítulo) y b) sin reconstruir cuál es la imagen de la realidad en el mundo moderno (capítulo siguiente). Son pasos sucesivos de un proceso de análisis que, en definitiva, nos llevará más adelante al fondo de la cuestión: si en el mundo actual pueden mantenerse la fidelidad a la razón cultura y, al mismo tiempo, la adhesión al kerigma proclamado por Jesús y mantenido en la tradición de la iglesia cristiana. Los análisis finales del paradigma grecorromano nos llevarán a trazar el perfil de su contenido esencial (la síntesis de su imagen de la realidad y del cristianismo) y también a preguntamos hasta qué punto y cómo dichos perfiles siguen presentes en la iglesia actual. La tesis principal que defendemos es que el cristianismo como iglesia (no hablamos de filósofos/teólogos concretos) no ha hallado todavía una alternativa al paradigma grecorromano, sigue instalado en él como sistema de referencia final, aunque sea de una forma "difusa" que en detalle precisaremos.


Trayectoria de este capítulo. Como explicábamos al concluir el capítulo anterior, no debemos confundir, por tanto, el kerigma cristiano proclamado en la fe de la primera comunidad -cuya teología pretendía reflejar solo el puro mensaje revelado de Jesús- con las interpretaciones teológicas que pronto surgieron, dando lugar a la patrística, y que más adelante se extendieron en siglos posteriores hasta nuestros días. Estas nuevas hermenéuticas tenían en su punto de mira hallar la armonía entre lo dado en el kerigma y los resultados de la razón filosófica en la cultura grecorromana del tiempo. Pero la teología que aquí expondremos (ante todo patrística, escolástica y tomismo transcendental) no solo respondió a una hermenéutica antigua, sino que en gran parte proclamó el kerigma cristiano. Por ello, por ejemplo en los santos padres o en los grandes escolásticos, hallamos en estos veinte siglos de teología una vivencia religiosa profunda del kerigma cristiano que ha sido, y seguirá siendo, fuente de inspiración de las grandes experiencias religiosas del cristianismo y de su teología. Esto está fuera de toda duda. Sin embargo, nuestro objetivo es mostrar cómo este largo viaje de la filosofía y de la teología cristiana ha respondido al paradigma grecorromano. Paradigma que, como argumentaremos más adelante, ha quedado anticuado al producirse el tránsito de la historia al mundo moderno.


Para entender el paradigma grecorromano comenzaremos presentando la lógica interna que dio origen a la filosofía griega. La calidad y prestigio de esta impulsó el nacimiento de la interpretación del kerigma cristiano en clave grecorromana a través del movimiento conocido como "patrística" (hasta el siglo VIII). En la patrística se anticipan los rasgos esenciales del paradigma grecorromano como interpretación del cristianismo. La escolástica prosiguió el proceso de interpretación con un enfoque pronto determinante: la influencia preferente de Aristóteles frente a platonismo y neoplatonismos. En la historia más reciente de la escolástica debemos distinguir el tomismo clásico (siglos XV-XVI) de la llamada "segunda escolástica" de Francisco Suárez (siglos XVI-XVII). En el siglo XIX la iglesia seguía instalada sin duda en el marco patrístico y escolástico. Sin embargo, la necesidad de abrirse a la cultura de aquel tiempo propició el nacimiento de la neoescolástica: su fruto más importante fue el tomismo transcendental, inspirado en la filosofía de Maurice Blondel. Autores como Joseph Maréchal y Karl Rahner representan el tomismo transcendental más prestigioso; su influencia ha estado presente en la mayor parte de la teología cristiana de los años sesenta y setenta del siglo XX. La teología de estos años intentó también un diálogo apologético con la ciencia, inspirado en el vitalismo blondeliano y en la neoescolástica transcendental, cuyo principal representante fue Pierre Teilhard de Chardin. Además de la dimensión filosófico-teológica el paradigma grecorromano tuvo también una dimensión socio-política que deberá presentarse. Su característica principal es el teocratismo político que se instauró en el cristianismo tras la conversión de Constantino y que influyó en el rol que la iglesia comenzó a jugar en relación a la sociedad civil.


El paradigma grecorromano se mantuvo firme en la iglesia hasta, digamos, mitad del siglo XX en el pontificado de Pío XII. En ese tiempo comenzó a extenderse la llamada nouvelle theologie que supuso una fuerte crítica al estilo y al contenido habitual de la escolástica. Esta nueva teología kerigmática (que exponemos finalmente) influyó en el concilio Vaticano II, pero renunció, a nuestro juicio, al esfuerzo hermenéutico que había sido defendido en la tradición antigua. La tesis de este ensayo es precisamente que la teología necesita una hermenéutica para proclamar el kerigma en la cultura de nuestro tiempo. No hay duda de que el kerigma debe ser proclamado -y recogido de la tradición. Pero la Voz del Dios de la Revelación necesita una hermenéutica que muestra su congruencia con la Voz del Dios de la Creación: y esto debe hacerse desde dentro de la cultura moderna. Este ensayo describe la alternativa hermenéutica, hasta ahora ausente, que sería posible desde la modernidad. Pero antes de estudiar el paradigma grecorromano, insistamos primero en algunos conceptos introductorios.


1. Kerigma, teologías, hermenéutica


La lógica teológica cristiana llevó, por tanto, a creer en la Providencia de Dios para hacer presente su revelación en la historia. Apareció la creencia en la "inspiración" del Nuevo Testamento que contenía dicho kerigma y la creencia complementaria en la "asistencia" del Espíritu a la iglesia para reinterpretarlo en el curso de la historia. La "inspiración" se reducía a la Sagrada Escritura (Biblia) que contenía el kerigma esencial, transmitido por los testigos directos ·de la predicación de Jesús y por la primera comunidad, o sea, la esencia del patrimonium fidei (así se entenderá en la teología posterior, ya que el kerigma es lo que la iglesia debe salvaguardar); la "asistencia", en cambio, se daba en favor de la iglesia como proclamadora e intérprete en la historia de ese kerigma primordial expresado en las Escrituras. De esta manera, la lógica teológica de la Providencia de Dios a favor de la transmisión de la revelación a la historia se tradujo en la teología cristiana sobre la "inspiración" de la Escritura y la "asistencia" a la iglesia.


Kerigma y teologías. Las "interpretaciones teológicas" que surgieron poco a poco ni estaban inspiradas ni gozaban de la asistencia del Espíritu atribuida a la iglesia para mantener la presencia del anuncio kerigmático en la historia. La cultura humana seguía su curso, sin duda precario, en la historia antigua y de ella dependían las nuevas teologías que explicaban el kerigma cristiano para hacerlo inteligible. De ahí que las teologías pudieran ser más o menos acertadas, más o menos apropiadas para entender el cristianismo. Estaban en dependencia de la precariedad de la cultura en cada tiempo. Así, el paradigma grecorromano cuya explicación abordamos es la gran interpretación teológica que comenzó cuando el cristianismo salió del ámbito cultural hebreo para entrar en la cultura romana del Mediterráneo.


a) Cultura hebrea. Debemos entender, por consiguiente, que ni siquiera la proclamación del kerigma cristiano (proclamación de los hechos y de las palabras de Jesús) pudo librarse de depender de una "cultura interpretadora". El kerigma fue proclamado por la comunidad cristiana primitiva y era inevitable la presencia de una cultura de referencia; a saber, la cultura hebrea. No podía ser de otra manera. Los autores que escribieron el Nuevo Testamento lo hicieron, en efecto, usando conceptos propios de la cultura hebrea de su tiempo (e incluso en mucha menor medida de la cultura helenística). Pero la consideración del Nuevo Testamento y del Antiguo Testamento como "inspirados" no llevaba ni a considerar que el kerigma pudiera aislarse de la cultura hebrea circundante ni a entender que debiera considerarse también inspirada la cultura hebrea. Por ello la teología cristiana posterior desarrolló métodos para estudiar la Biblia, "separando" la revelación de las adherencias condicionadas por la cultura hebrea (esto fue la "hermenéutica"). La teología debía recoger la línea argumental "inspirada" de la revelación, en el Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento, desde dentro de escritos históricamente condicionados por una cultura hebrea concreta. Los escritos bíblicos, por tanto, no elevaban eo ipso la cultura hebrea a categoría de "verdad revelada". Por tanto, la cultura hebrea, en efecto, podía superarse, pero no el kerigma cristiano. Pero, ¿cómo acceder al contenido real de la revelación, o sea, al contenido del mensaje kerigmático anunciado por Jesús abierto a todas las culturas? Esto era misión de la teología, distinguiendo la esencia de la fe o kerigma y las interpretaciones teológicas posibles que estaban siendo propuestas; sabiendo siempre que la teología se hacía en comunión con una iglesia "asistida" por la Providencia divina para que el kerigma discurriera en la historia. Por tanto, en realidad, lo que pudiéramos llamar una proclamación "pura" del kerigma, incontaminada, es decir, sin depender de ninguna cultura, no se dio nunca. Ni siquiera hubiera podido darse, ya que el hombre está siempre inmerso necesariamente en una experiencia de sí mismo y de su cultura. Ni el mismo Jesús pudo desprenderse de la cultura hebrea; habló "desde dentro de ella" y sus conceptos y palabras "hebreas" fueron trasmitidas a la proclamación kerigmática de quienes creyeron en su mensaje. Sin embargo, que Jesús usara conceptos hebreos no era equivalente a consagrar para siempre su condición de verdad.


b) Otras culturas. Si esto puede decirse de la cultura hebrea, mucho más de otros contextos culturales y filosóficos posteriores, históricamente condicionados, que fueron produciendo nuevas interpretaciones teológicas del kerigma cristiano. Una inquietud profunda de la iglesia primitiva fue que la adhesión al kerigma (que era una adhesión existencial a la persona de Jesús y a su doctrina) no fuera incompatible con la cultura de su tiempo y con el uso prestigioso de la razón que en ella se había hecho. La fidelidad del hombre a sí mismo (a su razón) debía ser armónica con la adhesión existencial al kerigma cristiano. Por tanto, el objetivo era siempre explicar el cristianismo en las culturas en que debía expandirse; y el reto inicial fue armonizarse con la cultura grecorromana. Así, la vinculación del cristianismo a las culturas de su tiempo (helenismo, Edad media, renacimiento, ilustración, etc.) no pretendió conferir nunca a esas diversas culturas la categoría de verdad y menos de "verdad revelada".


El kerigma y las hermenéuticas. Por consiguiente, que la iglesia se moviera durante siglos y siglos bajo la influencia de una teología inspirada en la cultura grecorromana, no confirió a esta la categoría de verdad; y mucho menos de verdad revelada. De la misma manera que la Biblia se escribió en clave hebrea, así igualmente la iglesia se expresó en otras épocas en el lenguaje de la cultura griega. Es lo que pasó en las teologías patrísticas y en los concilios. Por ello, si la Biblia necesitó una "hermenéutica" al ir explicándose en las nuevas culturas (pasando de la lectura hebrea a otras lecturas), así también el lenguaje de los concilios, mezclado con las culturas de su tiempo, necesitó "su" hermenéutica propia (así ocurre, en efecto, cuando desde la actualidad, tratando de mantener la proclamación del kerigma, nos preguntamos cuál fue la presencia condicionante de la cultura escolástica en las formulaciones de los concilios del siglo XIV). Era, pues, necesaria una hermenéutica bíblica y otra teológica.


La iglesia tendió siempre, obviamente, a favorecer la "inculturación" de la teología en su tiempo. Lo hizo por un interés evidente en explicar la fe cristiana de forma que fuera entendida en congruencia con los términos de la cultura en que debía anunciar el evangelio de Jesús. No podía ser de otra manera. Cuando las "teologías" explicaban suficientemente el kerigma cristiano, el patrimonium fidei, no había problema. Podía darse incluso el caso de que diversas teologías se admitieran como "posibles", siempre que cada una a su manera fuera apta para explicar con armonía la esencia de la fe cristiana. Sin embargo, cuando alguna teología se distanciaba manifiestamente de alguno de los contenidos esenciales del kerigma germinal se planteaba de inmediato el problema: la reacción de la iglesia fue siempre la denuncia y el distanciamiento declarado de tales doctrinas (es lo que pasó con las "herejías" cristológicas de los primeros siglos, cuando la iglesia, sabiéndose "asistida" por Dios en los concilios, tomó las posiciones decisivas que iluminaron la forma de entender el kerigma transmitido por Jesús).


La historia es, pues, el escenario en que la iglesia se va acercando siempre a un entendimiento más y más perfecto del contenido de la revelación. Es un camino siempre abierto y nunca cerrado. Lo viejo se reinterpreta a la luz de lo nuevo (lo hebreo a la luz de lo griego, y lo grecorromano a la luz eventual de nuevas culturas). En esta dinámica nos preguntamos hoy si no será necesaria una reinterpretación desde la cultura moderna. Es este un proceso que bien puede calificarse como "dialéctico" (en el sentido de: explicación del kerigma, crítica de esta explicación por la evolución del conocimiento y tránsito hacia una nueva forma explicativa). El supuesto de este proceso es obvio: cabe suponer que el conocimiento humano, y la cultura en general, avanzan y se hacen cada vez más correctos y precisos; por consiguiente, la renovación reinterpretativa desde ese conocimiento renovado permitirá también un mejor entendimiento de lo que ya quedó expresado en las palabras y en los hechos de Jesús (el kerigma cristiano). No decimos que el kerigma cambie; lo que cambia es nuestro nivel teológico de profundización. De ahí que, en teología cristiana, siempre se ha considerado correcto hablar de evolución e historia de los dogmas.


Esto nos hace entender el acierto de la teología cristiana al considerar que, si Dios quería hacer presente la Revelación en la historia, debía velar por este proceso abierto y dialéctico "asistiendo" a la iglesia en el proceso interpretativo (o mejor, reimerpretativo) que permite hacerla presente en cada recodo de la historia. Es un acierto teológico creer que la Revelación no se ofrece solo por una lectura "estática" de la Biblia, sino por un proceso abierto de interpretación y reinterpretación en la historia. Es el equilibrio con que la teología cristiana ha entendido la unidad relacional complementaria entre lo estático de la Escritura (inspiración) y lo dinámico de la Tradición (asistencia). La Providencia de Dios que "inspira" la Biblia también "asiste" a la iglesia en su reinterpretación en las exigencias de cada momento histórico. La teología cristiana no es solo descubrir la revelación en la Escritura, sino ver reflejado el kerigma en la Tradición bajo una "asistencia" dialéctica del Espíritu de Dios a la iglesia. Es más: teología es seguir reinterpretando siempre el kerigma desde la misma actualidad abierta del conocimiento. Dios no solo "asistió" a la iglesia, sino que la "asiste" hoy.


Estos principios, considerados en el conjunto de la teología fundamental que exponíamos al concluir el capítulo anterior, son esenciales para abordar una exposición y valoración adecuada del paradigma grecorromano. Este paradigma ha llenado siglos de historia fecunda: pero no deja de ser un paradigma falible que quizá haya arrastrado la teología a hermenéuticas precarias que deban ser superadas. Es lo que debemos examinar.


2. El paradigma grecorromano


Sabemos, pues, lo que constituyó el kerigma cristiano: la recepción y la proclamación creyente de las palabras y de los hechos de Jesús. Sabemos que ese kerigma fue primero proclamado en la cultura hebrea. Sabemos que después el kerigma fue reformulado desde dentro de otras culturas: la primera de ellas fue la cultura grecorromana. Sabemos que para pasar desde la lectura hebrea del kerigma a esas nuevas lecturas fue necesario un proceso de "hermenéutica". La teología se separaba de la cultura superada (en principio, la hebrea) y trasladaba el kerigma a otra lectura de mayor prestigio (en principio, la grecorromana). En este proceso abierto de mantener y proclamar el kerigma frente a las nuevas culturas la iglesia se consideró "asistida" por el Espíritu. Dios había "inspirado" a la iglesia para expresar y proclamar el kerigma en las Escrituras Sagradas (en clave hebrea). Pero Dios, además, "asistía" también a la iglesia para mantener y reformular el kerigma cristiano a través de las nuevas condiciones culturales de la historia.


Por tanto, ¿dónde ha estado y dónde está hoy la iglesia? Nos atrevemos a dar una respuesta definida: ha estado y todavía está hoy, aunque "difusamente", en el paradigma grecorromano: o sea, en la interpretación del cristianismo hecha desde la cultura grecorromana (al final de este capítulo explicaremos por qué decimos ahora "difusamente"). Este paradigma comienza a construirse cuando el cristianismo primitivo sale de Palestina y se propaga con fuerza en la cultura mediterránea grecorromana. Defendemos aquí matizadamente la tesis de que el cristianismo actual todavía se halla inmerso -aunque sea "difusamente"- en el mundo cultural grecorromano. Según lo dicho, entender matizadamente en qué consiste este paradigma y explicar por qué la iglesia está todavía en él (aunque sea "difusamente") constituye el objetivo de este capítulo. Precisemos primero algunos conceptos básicos.


Paradigma. Es el conocido término epistemológico de Thomas S. Kuhn en su teoría de las revoluciones científicas. Paradigma es para Kuhn un cierto marco conceptual de referencia usado para coordinar e integrar el conocimiento producido sobre un cierto aspecto de la realidad. "Ciencia normal" es producir e integrar nuevos conocimientos en ese paradigma. Pero hay momentos en que los nuevos conocimientos no pueden integrarse ya armónicamente en el paradigma existente y debe construirse un nuevo marco general de referencia; o sea, pasar a reconstruir un nuevo paradigma. Así el paradigma newtoniano de la mecánica clásica fue sustituido por otros paradigmas científicos (la mecánica cuántica). Aplicando esto a la evolución del pensamiento cristiano diríamos que también se ha hecho teología dentro de "paradigmas" y que se ha pasado, en efecto, de unas teologías a otras y de unos paradigmas a otros. El paradigma hebreo dio paso al paradigma grecorromano; creemos que la iglesia está todavía en él.


Paradigma grecorromano. Es el marco general de la cultura grecorromana entendido como criterio explicativo de la teología cristiana. Es evidente que la cultura grecorromana fue muy amplia y no todos sus contenidos se admitieron para entender el cristianismo: por tanto se trata de un marco selectivo, un marco del que el cristianismo fue seleccionando lo que le servía para explicarse (el politeísmo tradicional, ciertas filosofías paganas y muchas costumbres morales fueron rechazadas). Muchas cosas se rechazaron y otras se aceptaron. Además, la cultura grecorromana no fue un todo uniforme: no eran igual el pitagorismo, Platón, Aristóteles, el gnosticismo helenista, los neoplatonismos y las teosofías, Plotino, el estoicismo, el epicureísmo y, entrando en el terreno socio-político, el hedonismo y el politeísmo oficial del imperio romano. Por ello, al hablar aquí de "paradigma griego" queremos solo decir que la cultura grecorromana es, en conjunto, el marco de referencia global del que la teología fue tomando de forma selectiva y diversificada criterios, contenidos filosóficos, políticos, morales, para entender y explicar el cristianismo. Es decir, la patrística griega y latina se inspiraron en distintos aspectos de la filosofía grecorromana: el gnosticismo, Platón, Aristóteles, los neoplatonismos, Plotino... San Agustín se inspiró en Platón y santo Tomás lo hizo a su vez más adelante en Aristóteles. Platón no es Aristóteles; no todo es lo mismo. Pero, de una u otra manera, por referencia a unos u otros contenidos, el marco general de referencia fue para el cristianismo el mundo diversificado de la cultura grecorromana en su conjunto. Aun dentro de su diversidad el mundo grecorromano presentaba unas coordenadas unitarias o perfiles de referencia que nos permiten hablar de él como "paradigma" global.


Un largo recorrido histórico de autores y escuelas. La forma en que aquí aplicamos el concepto de paradigma grecorromano es, por tanto, compatible con la existencia de diversas "teologías" dentro de ese mismo paradigma. No es un sistema rígido y preciso de doctrina filosófica al que se recurra inequívocamente para la interpretación del cristianismo. San Justino, san Ireneo o san Hilario no son lo mismo; san Agustín y santo Tomás de Aquino no son lo mismo. Pero todos reflejan de una u otra manera aspectos del mundo grecorromano: es decir, se mueven dentro del paradigma grecorromano. Tanto es así que la historia de las doctrinas que se han formulado dentro de este paradigma -sus autores y sus escuelas- nos llevan desde las patrísticas griega y latina, hasta la escolástica y las interpretaciones de esta en los siglos XIX y XX en un proceso armónico y en congruencia. Es decir, hasta nuestros días. Todo cabe en un paradigma grecorromano que, en conjunto, presenta unidad considerable.


Dimensiones filosófica y socio-política del paradigma grecorromano. En el mundo antiguo florecieron una gran variedad de doctrinas filosóficas que en su tiempo gozaron del mismo prestigio que hoy tiene para nosotros la ciencia. Esta filosofía representaba, de forma diversificada (ya que, por ejemplo, no eran lo mismo Aristóteles que Plotino), una imagen del universo, de la constitución ontológica de los seres, de la vida, del hombre e incluso en ocasiones de Dios (aunque la idea de Dios fue oscura para muchos autores griegos, como Platón y Aristóteles, que después fueron cristianizados). Pero, en todo caso, es claro que el mundo grecorromano fue una cantera de "filosofías" con la pretensión de ser la correcta descripción racional del universo, de la vida, del hombre y, en su caso, incluso del mismo Dios. Pues bien, el paquete selectivo y diversificado de doctrinas filosóficas que el cristianismo tomó del mundo antiguo constituye la dimensión filosófica del paradigma grecorromano. Es evidentemente lo más importante, ya que este "paquete doctrinal" influyó decisivamente en la forma en que la teología entendió el universo, la vida, el hombre, la sociedad y el papel que la iglesia cristiana debía asumir en la historia. Estas doctrinas filosófico-teológicas determinaron siempre las lecturas hermenéuticas que se hicieron del kerigma cristiano, al tiempo que se superaban los enfoques hebreos antiguos del pensamiento bíblico.


Pero el paradigma grecorromano no se redujo solo a las ideas filosóficas, por muy importante que esto fuera. Tuvo otra dimensión "socio-política" que estaba constituida por aquel conjunto de principios que influyeron en la forma de entender cómo la iglesia cristiana se relacionaba con la sociedad humana; la dimensión socio-política fue la más importante desde el punto de vista de la posición de la iglesia en la sociedad. Esta nueva dimensión socio-política del paradigma grecorromano se inspiró en muchas estructuras sociales, culturales, económicas, jurídicas y políticas, del mundo antiguo, también de forma selectiva y diversificada, pero recogiendo ciertas pautas de conducta, modelos, enfoques, principios y criterios que orientaron la posición de la iglesia ante la sociedad. La sociedad antigua precristiana fundaba su orden social en su idea filosófica y religiosa del hombre y de la sociedad. También el mundo cristiano fundó su forma de entender la relación cristianismo-sociedad en las antiguas filosofías sociales y en las teologías inspiradas en la "dimensión filosófica" del paradigma grecorromano. Hubo, pues, una lógica relación intrínseca entre la "dimensión filosófica" y la "dimensión socio-política". Primero nos referiremos aquí a la "dimensión filosófica", pero también dedicaremos un epígrafe final al estudio de la "dimensión socio-política". Entonces entenderemos la intrínseca conexión entre estas dos dimensiones como manifestaciones de un único paradigma.


Perfil histórico consolidado del paradigma. Lo dicho hasta ahora puede suscitar la falsa idea de que el paradigma grecorromano es un conjunto disperso de filosofías y teologías, inspiradas en el mundo antiguo, que no tienen relación entre sí y que presentan visiones paralelas del mundo cristiano. Es verdad que una cosa es san Agustín y otra santo Tomás de Aquino. Sin embargo, a lo largo de los siglos este paradigma grecorromano ha ido perfilando unos ciertos rasgos consolidados convergentes derivados de tendencias y orientaciones coincidentes desde los diversos enfoques (por otra parte diferenciados) del paradigma grecorromano. Estos perfiles caracterizan, pues, una cierta manera precisa de entender el cristianismo desde una filosofía-teología unitaria que coincide en un conjunto de perfiles. Así, por ejemplo, podemos decir que este paradigma -como en su momento explicaremos- fue, entre otras cosas, "teocéntrico". Más adelante, al concluir este capítulo, abordaremos la descripción precisa final de estos perfiles congruentes que permiten trazar una imagen de conjunto armónica de la visión del cristianismo en el paradigma grecorromano.


Estado actual del paradigma. Aunque este paradigma -representado por sus perfiles coincidentes- llega hasta nuestros días, la verdad es que se halla en un estado de debilidad "difusa" que deberemos explicar. Defendemos la tesis de que el mundo cristiano todavía se halla hoy en el paradigma grecorromano (nos referimos a la iglesia oficial y no a filósofos y a teólogos cristianos que puedan haberlo abandonado) y que no ha pasado hasta el momento a una alternativa definida que lo sustituya; sin embargo, la cultura cristiana es consciente al mismo tiempo -lo confiese o no- de que es difícil seguir manteniendo ese paradigma, dadas las circunstancias de la cultura moderna. Por ello, el paradigma grecorromano tiene hoy en la iglesia una forma de pervivencia "débil" que debe ser analizada en sus matices propios. Lo haremos en la parte final de este capítulo. Allí explicaremos la presencia residual "débil" del paradigma, las numerosas adaptaciones ad hoc que se han producido, así como la crisis en que inevitablemente se debate.


3. La visión filosófica grecorromana


La filosofía griega fue, pues, el referente que permite entender a qué tipo de filosofía trató de adaptarse el cristianismo primitivo. Constituyó lo que hemos llamado la dimensión filosófica del paradigma grecorromano. Recordemos, pues, cómo surgió esta filosofía y cuál fue el discurso racional que la justificó.


El problema del Ser y el Devenir: Parménides y Heráclito. En los albores de la filosofía griega nació el ideal del conocimiento racional: conocer a partir de una argumentación racional sobre los hechos de experiencia. Los primeros filósofos (conocidos como presocráticos) quisieron conocer el cosmos, el universo como totalidad productora de todo lo que vemos. La argumentación sobre la forma en que se presentaba el universo condujo pronto a un problema: el problema del Ser y del Devenir. El universo tenía Ser: existía y se mantenía a sí mismo en el tiempo; sin embargo, ese mismo universo estaba sometido al Devenir, al cambio y a la transformación; el cambio se entendió como un "dejar de ser", algo así como un "deshacerse" del Ser. La pregunta de fondo era: ¿cómo es posible un cosmos que tiene Ser (permanencia en sí mismo) pero que al mismo tiempo lo pierde, lo cambia o lo transforma por el Devenir?


La solución de Parménides consistió en negar que el cambio fuera real (era solo "apariencia"): la esencia (aquello que el cosmos verdaderamente es) es el Ser; es decir, la estabilidad y permanencia en sí mismo (el ser es lo que es y no puede dejar de ser). La solución de Heráclito fue la contraria: negar que el ser fuera real, afirmando que la esencia del universo es el Devenir (el ser era solo "apariencia"). La materia es para Heráclito no-ser; sin embargo, el cosmos en su conjunto responde al logion de "fuego eternamente viviente que se crea y se destruye según medidas". El logos sería para Heráclito la ley cósmica que rige el continuo fluir de la materia. Aparecen así dos formas antagónicas, irreductibles, de explicar la realidad: el ser y el no-ser. La idea griega de materia, desde Heráclito, fue ya siempre unida a la idea del no-ser. El antagonismo entre Parménides y Heráclito fue el antagonismo entre el ser y el no-ser que dio origen a un dualismo griego que se mantendrá durante siglos y que pasará al mundo cristiano.


Platón. Tras la etapa de predominancia de la sofística y de la reacción moral de Sócrates ante ella, Platón quiere resolver el problema del ser y del devenir; es decir, intenta armonizar a Parménides y Heráclito haciéndolos compatibles. La hipótesis platónica consistió en postular que existían dos mundos (metafísicos, más allá de nuestra experiencia) que respondían al ser de Parménides, uno, y al devenir de Heráclito, el otro. Por una parte, el mundo del Ser: el ser de las esencias inmutables, ordenadas en grados de perfección y culminando en la Idea de Bien. Por otra parte, el mundo del Devenir: la materia entendida como no-ser y puro cambio, puro devenir sin estabilidad ni ser alguno. El mundo real en que el hombre vive no es ni uno ni otro: es un tercer mundo, el mundo del cambio, producido por una suerte de intersección (interacción) entre los mundos del Ser y del No-ser. Platón hace intervenir un personaje, el Demiurgo (el Hacedor), que inspirándose en el modelo de las ideas inmutables y a partir de una materia preexistente, produce nuestro mundo real. Es el mundo del cambio en que las cosas no son ni Ser ni No-ser, sino una combinación de ambos principios (ideas y materia). De una manera extraña (que Platón no sabe explicar) se postula que las ideas inmutables "participan" en nuestro mundo y dan ser a las cosas. Por tanto, la ontología real de las cosas es dualista (idea más materia, dos principios reales absolutamente irreductibles). El hombre tiene también un alma (una psique o "idea") que pertenece al mundo del Ser: vive en un mundo imperfecto pero añora el mundo del Ser y la Verdad.


Aristóteles. Aun siendo discípulo de Platón en la Academia, Aristóteles no acepta la existencia de tres mundos distintos ni la teoría de la participación para explicar el ser del mundo del cambio. Propone una nueva solución al problema del Ser y del Devenir: la teoría hilemórfica. Solo existe un mundo real: aquel que vemos, nuestro mundo. Pero los seres que lo forman están siempre producidos por dos principios reales (o sea, coprincipios): la materia, hyle (no-ser, en el sentido clásico de la filosofía griega, asumido por Heráclito y por Platón) y la forma, morfé · (principio exclusivo del ser que responde a una cierta perfección limitada, aquella que es propia de su esencia, según la idea propia del ser en la filosofía griega desde Parménides y Platón). El hilemorfismo supuso situar en nuestro único mundo los dos mundos metafísicos de Platón: el Ser y el No-Ser. Es la base, por otra parte, para la teoría aristotélica Acto-Potencia: la forma, al estar unida a la materia (de por sí "pura potencialidad para ser") solo realiza en acto un cierto grado de su total perfección o esencia (que delimita su potencia ontológica plena). El movimiento físico es la oscilación real del acto condicionado por la presencia del lastre la materia. La ontología de Aristóteles, inspirada en Platón, responde al dualismo de la materia y de la forma (como principios irreductibles aunque unidos substancialmente en las cosas reales). La ontología humana es también un reflejo superior de esta ontología (la psique humana más la materia). El mundo, en consecuencia, no necesita un creador (como en Platón) y se debe postular su eternidad. La idea de Dios en Aristóteles (la Forma Pura que mueve a las otras formas como "objeto de Amor", cal como explica en su Metafísica) es muy difusa y, ciertamente, poco elaborada. Pero el gran problema lógico del intento aristotélico de superar a Platón fue el de la generación y de la corrupción de las formas. En efecto, si las formas respondían al ser de Parménides, al eidos o "idea" de Platón (el ser que dentro de su perfección o esencia "es lo que es" y "no puede dejar de ser"), ¿qué sentido tiene entonces pensar en la corrupción de las formas naturales? Cuando un ser vivo muere y se corrompe, ¿qué pasa con su forma? ¿Se corrompe? Dado que Aristóteles no admitía el mundo del Ser de Platón, el único supuesto posible era la corrupción. ¿Pero tenía esto sentido dentro de la lógica griega de Parménides y de Platón?


Otras escuelas de filosofía griega y grecorromana. Platón y Aristóteles no son toda la filosofía grecorromana. Anterior a Platón es la escuela pitagórica, presente en la corte del Tirano de Siracusa y que influyó en él. También quiso solucionar el problema del ser y del devenir por medio de la teoría de que los números eran el principio (arjé) que explicaba la arquitectura estable y dinámica del cosmos. La escuela atomista fue otra propuesta para explicar el ser y el devenir: los átomos eran el "ser estable" que permitía explicar el mundo por su movimiento e interacción. Después de Aristóteles acabó la filosofía clásica y aparecieron diversas escuelas que se extendieron en los tres siglos que preceden a Cristo y en los primeros de la era cristiana. Siguieron los discípulos de Platón en las diferentes etapas de la Academia y apareció la escuela peripatética en romo al Liceo, comentando la filosofía de Aristóteles. La escuela estoica y la escuela epicúrea tuvieron también un largo recorrido, conectando con otras filosofías pragmáticas y escépticas. No pocos platónicos y aristotélicos acabaron también en el pragmatismo, a impulsos del pragmatismo social propio de la sociedad romana, tal como se ve en Marco Tulio Cicerón. Se relativizó el valor del conocimiento y de las escuelas filosóficas, se combatió el dogmatismo y se buscaron aquellas ideas pragmáticas que ayudaran a vivir la vida dignamente; tal fue el caso de Sexto Empírico. Autores como Lucio Anneo Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio fueron una mezcla de estoicismo y escepticismo pragmático digno de consideración.


Sin embargo, para entender la conexión con el cristianismo es importante atender al proceso de sincretismo entre la filosofía grecorromana y las religiones orientales, tal como se produjo ya desde el siglo I después de Cristo. Sin embargo, siglos antes de Cristo, se constata la importante influencia de la religiosidad griega proveniente de los llamados mitos órficos. Aunque Platón, Aristóteles y la escuela estoica introducían la referencia a Dios, se trataba sin embargo de una referencia tibia; incluso en Platón no quedaba perfectamente clara la idea de Dios (confundida con la idea de Bien o con el Demiurgo). La influencia de las religiones orientales influyó profundamente en Roma, durante los primeros siglos de la era cristiana, y por ello comenzó una reformulación de la filosofía clásica en términos más religiosos y místicos con una idea de Dios más cercana al Dios de las religiones. El frío Dios de la filosofía se reinterpretó en términos de la calidez de las vivencias religiosas. Esta evolución religiosa de la filosofía clásica grecorromana propició sin duda su influencia sobre el cristianismo.


Estoicismo. La filosofía estoica representó desde antiguo (Zenón, 342-270 a.C.) una alternativa a la línea de pensamiento de Platón y Aristóteles. En el fondo el estoicismo representa una pervivencia y reinterpretación del "logos" de Heráclito, aunque con la tendencia sincrética a completarlo con elementos explicativos de otras filosofías. El conocimiento humano se construye a partir de las sensaciones (en la línea común de los nominalismos, sensismos, empirismos y positivismos posteriores). Toda realidad es corpórea o "material", teniendo la materia asociada una energía o "neuma" (espíritu). La realidad del cosmos es en su ontología profunda "neuma" y este explica el logos universal: el alma del mundo, el principio de la razón, de la unidad y de la consistencia de las cosas por la ley natural. El Dios estoico es inmanente al universo y forma parte de la necesidad inevitable del proceso cósmico. La ética estoica alcanzó también una gran altura. El "hacerse a sí mismo" es hacer la ley universal del cosmos, el logos que confiere sentido. La conformidad con la naturaleza es la autenticidad consigo mismo. Deben aceptarse, pues, los hechos naturales controlándolos por la razón y eliminando las pasiones. La práctica de la virtud se identifica con la sabiduría. La sabiduría estoica confluye así en una religiosidad panteísta: por la razón, aceptando y realizando el logos universal del cosmos, el sabio estoico halla la unidad con la naturaleza y con Dios. Esta tendencia estoica a la unidad se ve en el "cosmopolitismo" universal de su filosofía política, hoy tan valorada.


Neopitagorismo y neoplatonismo. Más allá de Aristóteles, el pitagorismo siguió existiendo pero se transformó en neopitagorismo. Enseñó un monismo mucho más puro, influido también por elementos platónicos. Las ideas divinas eran los números y se habían realizado en la ontología del cosmos. Dios había creado el universo por medio de eones o dioses inferiores (recordemos el concepto platónico del Demiurgo creador). También se dejaron influir por el dualismo, admitiendo que la materia era totalmente opuesta a la realidad divina. Pero lo más importante del neopitagorismo es que trató de fundar una vivencia religiosa profunda que ayudara realmente a la gente y la agrupara en sociedades creyentes; para ello estuvo bajo la influencia de la religión órfica, en aquel tiempo de gran influencia popular. Hubo también neoplatonismos, sin conexión con el pitagorismo, pero que buscaron también reinterpretar el platonismo para hacerlo más claramente religioso, logrando así una filosofía que diera salida a la búsqueda de vivencias religiosas que se constataban en la sociedad.


Plotino. La máxima expresión del neoplatonismo transformado hacia una filosofía religiosa fue el pensamiento de Plotino (204-270 d.C.). Plotino fue un hombre eminentemente religioso, como vemos en su biografía, y ofreció por ello una visión religiosa del universo. Con Platón y Aristóteles es el tercer gran filósofo griego. La base de su filosofía es Platón, pero asume también influencia aristotélica, estoica, de religiones órficas y mistéricas, así como gnóstica y cristiana. El Dios plotiniana es la Idea de Bien platónica, pero las "ideas" que dan ser al mundo están en el mismo mundo, al modo aristotélico, y proceden de Dios por "emanación" (es este un concepto difícil que, en nuestra opinión, debe entenderse de forma alegórica). La idea de Dios propuesta por Plotino como el Uno (por influencia pitagórica) va mucho más allá de Platón y de Aristóteles. El Dios Uno que nos describe podría ser perfectamente aceptado por los cristianos. Es el ser supremo del que dependen todas las esencias determinadas y finitas. No tiene en sí determinación alguna y está por encima de todo conocimiento: es inefable. No es estático sino dinámico y engendrador del ser. La riqueza de ser de la Divinidad es la causa de la emanación de los seres; sin embargo, Dios permanece igual a su propia perfección tras la procreación. Es transcendente e inmutable y Plotino no concibe la unidad Dios-mundo como panteísta.


Pero este proceso de emanación se realiza en diferentes estadios y por medio de entidades intermedias. Lo primero en emanar es la Inteligencia (Nous) que contempla la perfección del Uno que se refleja en las ideas que concibe en ella misma. Las ideas constituyen el modelo ejemplar del mundo sensible. De la Inteligencia emana después el Alma del Mundo productora del universo sensible (physis). Por tanto, el Uno, la Inteligencia y el Alma del Mundo constituyen la tríada que fundamenta el ser del universo. Del Alma proceden las almas o formas individuales de demonios, dioses, hombres, animales y plantas. El alma humana es independiente del cuerpo; este solo ofrece el instrumento de los sentidos para que el alma obre. También es un reflejo directo emanado de Dios al que pertenece la inmortalidad. El proceso emanativo termina en la materia (hyle) que Plotino concibe en los términos habituales de la filosofía griega: como no-ser y raíz del mal presente en el universo. Por las almas que emanan del Uno el mundo sensible se convierte en sombra del mundo de las ideas. La materia es también emanación del Uno, pero su grado de perfección es ya tan pobre que no tiene potencia de engendrar por sí misma al ser. En todo esto está presente, como vemos, el sincretismo entre Platón y Aristóteles.


El proceso emanativo no terminará hasta que el alma vuelva a Dios de donde procede. El camino que conduce a Dios es el cultivo de la razón, pero una razón encaminada a Dios. El cuerpo es prisión en contacto con la materia degradante y por ello la condición del retomo al Uno es la liberación de las pasiones y la purificación total de la existencia. Por la razón y el ejercicio de las virtudes asciende el hombre hacia el Uno: por la filosofía, el arte, la belleza, el amor, llega el hombre desde lo sensible a lo inteligible. Pero la plenitud del itinerario hacia Dios no se alcanza solo por el estadio de la razón sino por la unión directa del alma con Dios en que se tiene la intuición directa de lo divino. Esta unión mística es el éxtasis en que el hombre alcanza su unión real con Dios en este mundo, ya que la unión definitiva se cumplirá en la otra vida. No cabe duda, a nuestro entender, que en Plotino encontramos una versión religiosa y mística de la ética desarrollada por el estoicismo.


Basta esta breve síntesis del itinerario de la filosofía griega para entender la línea de conexión que debía establecerse con la teología cristiana. La ontología dualista consolidada por el binomio Platón/Aristóteles no dejó de influir a través de todas las escuelas posteriores, quizá con la excepción del estoicismo. Es claro que los mismos neopitagorismos y neoplatonismos, como la gran obra místico-filosófica de Plotino, siguieron bajo la influencia de una ontología dualista. Esta peculiar ontología, derivada a la cosmología, la antropología, la teodicea y en conexión con las corrientes místico-religiosas que venían de oriente, tuvo una influencia decisiva en determinar la hermenéutica cristiana que buscaba entrar en coherencia armónica con ese potente movimiento cultural de ideas y también de sentimientos místico-religiosos. Por otra parte, como veremos en el capítulo siguiente, la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia, en el tiempo de la modernidad, hace muy difícil seguir considerando admisible esta ontología. En el conocimiento y en los lenguajes ordinarios actuales de las sociedades que se han educado por siglos en la tradición cristiana existen todavía conceptos que provienen de la ontología griega (verbi gratia, cuerpo, alma, materia, espíritu, etc.). Para valorar críticamente el paradigma grecorromano en el cristianismo es decisivo tener un criterio bien formado sobre el origen de la filosofía griega: de dónde vienen y en qué argumentos racionales se fundaron estas ontologías que a través del cristianismo siguen influyendo en nuestros días. De ahí que esta laboriosa reconstrucción histórica no sea ociosa, ya que de ella dependen valoraciones que deberemos exponer más adelante.


4. Kerigma cristiano y paradigma grecorromano: la patrística


Para entender, por tanto, cómo se produjo la integración del cristianismo en el mundo grecorromano volvamos al capítulo anterior. La cultura hebrea no fue nunca filosófica en el sentido en que después lo fue la griega. Pero, aunque no había filosofía, sí había una idea del universo, de la vida y del hombre que se había formado desde antiguo en el marco del conocimiento ordinario y de las creencias religiosas. La primera comunidad cristiana reunió a quienes aceptaban el anuncio de las palabras y los hechos de Jesús. La adhesión firme y existencial a este anuncio kerigmático era la intuición de que en las palabras y en los hechos de Jesús estaba la verdad y de que en ellas se revelaba el camino de salvación que conducía a la bendición final prometida por Yahvé. De ahí surgió el deseo de hacer teología o explicación en la cultura ambiente del kerigma cristiano (del mensaje revelado por Jesús). Los escritos del Nuevo Testamento contenían tanto esta teología como la transmisión de las palabras y de los hechos de Jesús, expresadas desde el marco de la cultura hebrea.


La expansión del cristianismo fuera del ámbito cultural hebreo en el mundo mediterráneo respondió a este proceso de proclamación kerigmática y adhesión existencial. El kerigma anunciaba una visión de la realidad: de Dios, de la creación, de la naturaleza del mundo, del hombre, de la moral, etc. De ahí que la cosmovisión cristiana entrara en conflicto con otras cosmovisiones extendidas también desde antiguo en el mundo cultural grecorromano: la religión oficial de Roma, las sectas y grupos esotéricos religiosos, la filosofía, etc. Podía por ello preverse que este contacto produciría efectos tanto en el mundo cristiano como en el mundo grecorromano. El cristianismo se vio obligado a mostrar que la razón natural bien ejercida estaba en conformidad con el kerigma proclamado en la fe cristiana. De hecho el contacto con la cultura grecorromana produjo efectos muy importantes que determinaron el pensamiento cristiano por siglos y siglos hasta nuestros días.


4.1. Primeras reacciones y nacimiento de la filosofía cristiana


Los llamados Padres Apostólicos responden todavía a la teología que la primera comunidad produce al servicio de la pura proclamación del kerigma cristiano. Todavía no hay filosofía. Estos escritos y autores son la Didajé, san Clemente Romano, la Carta de Bernabé, san Ignacio de Antioquía y el Pastor de Hermas. Pero ya en el siglo II aparecen los primeros autores cristianos que reaccionan ante la cultura grecorromana.


Los Apologistas cristianos. Sus nombres son entre otros, como sabemos, Quadratus, Arístides, Aristón de Pella, Taciano, Atenágoras, Teófilo, Hermias y el autor de la Epístola a Diogneto. La lógica que hizo nacer esta primera apologética cristiana es clara. El hecho evidente era que cristianismo y cultura grecorromana ofrecían una imagen diferente del mundo real y de Dios. Hemos visto que la religión grecorromana, las religiones mistéricas y las muchas escuelas de la filosofía griega, defendían una imagen del universo, de la vida, del hombre y de Dios muy divergente entre sí, y al mismo tiempo contradictoria con las creencias que se proclamaban en el kerigma cristiano. Pensemos, entre otras cosas, en el politeísmo oficial del imperio o en las variadas imágenes de Dios, desde Platón y Aristóteles hasta el estoicismo, Plotino, neopitagorismos y neoplatonismos, donde la idea de creación era oscura y donde Dios era fuente de emanación mediada por extraños seres intermedios como el Nous, el Alma del Mundo y toda serie de eones, espíritus y demonios interpuestos.


Ahora bien, así como los cristianos proclamaban su adhesión existencial firme al kerigma proclamado por Jesús, la cultura grecorromana, en cambio, al menos en lo que afectaba a la filosofía y a las religiones filosófico-mistéricas, se presentaba como resultado del ejercicio de la razón. En Grecia, siglos antes, se había dado el tránsito del mito al logos y había nacido la cultura racional, primero filosófica, que con el tiempo acabaría produciendo el nacimiento de la ciencia. Este proceso de racionalización no se había producido en el mundo hebreo. El cristianismo era una creencia, pero la cultura grecorromana era producto de la razón. Era evidente que, dado el prestigio social de la razón, los cristianos no iban a renunciar a contar también ellos mismos con el aval de la razón: y para ello debieron introducirse en algo que no había hecho hasta entonces la comunidad cristiana, a saber, la filosofía. Se metieron, pues, en el ámbito de la razón -que la cultura grecorromana pretendía dominar- para discutir el ejercicio grecorromano de la razón y mostrar que la argumentación racional bien construida conducía, más bien, a la idea de la realidad y de Dios que estaba siendo ya proclamada por el kerigma cristiano. Frente a la cultura filosófico-racional grecorromana el cristianismo intentó apropiarse de la razón para superarla en su propio terreno.


Los primeros apologistas justificaron y apoyaron el uso de la razón en la filosofía y lo vieron compatible con el kerigma cristiano. Se debía cultivar la razón y en ello no podía encontrarse sino un apoyo a la fe. En este sentido se opusieron a las formas de escepticismo y defendieron la capacidad de la razón para hallar la verdad; esta búsqueda de la verdad había sido el motor de los filósofos grecorromanos, ya desde la oposición de Sócrates a los sofistas y desde la filosofía de Platón. Estos filósofos cristianos se apoyaron en los grandes autores, Platón y Aristóteles, y en no pocos puntos estuvieron también bajo el influjo del estoicismo. Aportaron diversos argumentos, inspirados en la filosofía clásica, para mostrar tanto la existencia real de Dios como sus atributos, en conformidad con la idea cristiana de Dios: fundamento del ser, su unicidad, su perfección y belleza, su omnisciencia, su providencia, etc. La creación divina de todo lo existente, en cambio, incluida la materia, no siempre se declaró con claridad. Se tendió también a contemporizar con la existencia matizada de los ángeles y demonios (recordemos la influencia de los poderes intermedios en el pensamiento de la época). La filosofía del hombre no fue siempre clara, aunque Platón fue casi siempre el punto de referencia, y en menos casos Aristóteles. Es evidente que se estaba ya en el proceso de apropiación de la racionalidad grecorromana con tal de que se hiciera en conformidad con el cristianismo. Esta acomodación no siempre se hizo bien, tal como ocurre en la idea de la creación, de la materia o de la misma naturaleza humana.


San Justino y el "logos seminal". El contexto social y religioso que movió a la primera comunidad cristiana hacia la filosofía está representado por la vida de san Justino. Un hombre culto que ha buscado la verdad y a Dios por las más diversas vías ofrecidas por la cultura grecorromana: estoicismo, aristotelismo peripatético y platonismo. Al convertirse al cristianismo entiende Justino que este es la mejor respuesta a las preguntas formuladas por la razón filosófica. Justino aprecia el trabajo filosófico de todo ser humano y de la cultura clásica precedente: la búsqueda filosófica de la razón es ya la búsqueda de la verdad y de Dios. Por ello, el ejercicio recto de la razón, tal como se hizo en la cultura grecorromana, no aparta de la plena razón que se alcanza en el cristianismo, sino que debe considerarse como "razón germinal" cuya dinámica desemboca por la misma fuerza natural de las cosas en la razón cristiana. Su concepto de "logos seminal" es filosófico pero queda conectado teológicamente con Cristo: Cristo es el logos que explica y da sentido a la creación. Por ello Justino intuyó de una forma profunda que el logos germinal de la razón debía de ser ya una semilla de la razón cristológica (a lo que podríamos añadir por nuestra parte que quizá solo en la modernidad estemos en condiciones de explicar el verdadero alcance de esta intuición de san Justino, tal como se verá en el argumento fundamental de este ensayo).


4.2. El pleno desarrollo de la patrística


La actitud de confianza ante la imagen filosófico-racional del mundo y la actitud de buscar en la cultura grecorromana, incluso en la profunda religiosidad que había aflorado en el helenismo, tuvo sus peligros. En ciertos casos, incluso grandes autores cristianos (por ejemplo Tertuliano), no hicieron una explicación apropiada del kerigma cristiano, tal como la crítica posterior advirtió. Se abrió sin embargo un proceso de tanteo y de aproximación que fue perfeccionándose con los años y que tenía tres objetivos: primero, producir filosofía para mostrar que había una coincidencia entre razón y teología cristiana; segundo, apropiarse de las aportaciones filosóficas grecorromanas que pudieran considerarse un "logos seminal"; tercero, mantener siempre el criterio fundamental de que no podían aceptarse afirmaciones filosóficas que no estuvieran en consonancia con el kerigma cristiano que se proclamaba. En este encuentro cultural muy amplio, de escuelas y autores, los Padres de la iglesia tuvieron ocasión de profundizar en la teología que interpretaba el kerigma cristiano: la idea del Dios único, de la trinidad, de la creación, del hombre, del pecado y de la Gracia, del Mal, de la iglesia, fue explicada en grados de profundidad extraordinarios. La apertura y discernimiento crítico de la cultura grecorromana dio ocasión para que se reflejaran nuevos aspectos de lo que constituía la esencia de la fe. Por tanto, la modulación calibrada de la cultura griega para adaptarla al cristianismo permitía medir y describir la naturaleza flexible del kerigma cristiano. Es evidente, por otra parte que, en este proceso de "modernización grecorromana", los principios de la cultura hebrea fueron siendo progresivamente olvidados (por ejemplo, la visión mucho más unitaria y vitalista del hombre en la cultura hebrea fue siendo sustituida por una antropología dominada por diversas formas de dualismo).


Las desviaciones filosóficas y teológicas: las herejías. La aproximación y la búsqueda de sincretismo con las doctrinas filosóficas y religiosas del mundo grecorromano podía poner en peligro, por tanto, la fidelidad al contenido del kerigma teológico cristiano. Ya el judío Filón de Alejandría había puesto en peligro la interpretación ortodoxa del judaísmo al tratar de adaptarlo al mundo helenístico neoplatónico (en el mismo tiempo en que comenzaban a darse los primeros pasos en el nacimiento de la kabalah judía). Es lo que también pasó, por ejemplo, con la teosofía gnóstica que tuvo en Valentín su principal defensor hacia la mitad del siglo II, el gnosticismo maniqueo derivado, la posterior herejía de Arria (muerto en el 336) o la de Pelagio al comenzar el siglo V Hubo también otras muchas herejías que fueron denunciadas y combatidas por quienes querían el recto mantenimiento del kerigma cristiano.


La filosofía de los Padres. La gran variedad de autores, escuelas, tiempos, lugares y contextos sociales en que los Padres elaboraron su pensamiento hace entender que también el marco filosófico debía de ser muy diferenciado. Las escuelas de pensamiento que inspiraron la patrística fueron principalmente las platónicas y neoplatónicas, incluyendo también la influencia tardía de Plotino ya en el siglo III. Sin embargo, Aristóteles y la escuela peripatética influyeron puntualmente de forma más restrictiva. La Estoa influyó también con claridad. Es el caso de la antropología de Tertuliano, repetida en términos similares por san Hilario, donde hallamos huellas evidentes de los enfoques estoicos en ontología y antropología. En muchos autores se constata incluso la presencia simultánea de diversas fuentes filosóficas grecorromanas, no siempre bien armonizadas. Pero lo más importante es que los Padres no se limitan a asumir pasivamente ideas de la filosofía clásica, sino que producen un discurso filosófico propio, en ocasiones completamente original (como en san Agustín) y en otras construido desde un atenimiento más rígido a los presupuestos clásicos.


Las grandes síntesis de la filosofía y teología patrística. El tiempo histórico de la patrística -que llega al menos hasta el siglo VIII- produjo, pues, una variedad de autores y escuelas de diverso signo filosófico. Hubo grandes cristianos de inspiración filosófica grecorromana, como fueron Tertuliano y Orígenes, que produjeron teologías no congruentes en algunos puntos con el kerigma cristiano. Clemente de Alejandría (145-215) fue un gran admirador de la filosofía griega. San Ireneo fue el principal baluarte cristiano contra la filosofía gnóstica de Valentín, así como lo fueron Atanasio el Grande (295-375), Hilario de Poitiers (320-366), Basilio el Grande (330-379), Gregorio Nacianceno (329-390) y Gregario de Nisa (335- 394). En occidente san Ambrosio (340-397) y san Jerónimo (340-420) fueron más teólogos que filósofos. Después del siglo V la filosofía-teología patrística siguió abundando en los mismos temas, aunque no surgieron síntesis comparables a las anteriores. Quizá merezca la pena solo destacar a Manlio Boecio (480-524), en alguna manera el anuncio prematuro de lo que más tarde sería la escolástica. Su obra De consolatione philosophiae, que tuvo una enorme influencia en toda la Edad media, propugnaba la síntesis final entre la filosofía clásica de Platón y de Aristóteles con el pensamiento cristiano. Es evidente que no podemos aquí abordar una presentación más pormenorizada del pensamiento patrístico, tan amplio y conceptualmente complejo, tanto en lo filosófico como en lo teológico.


4.3. San Agustín de Hipona


No podemos, sin embargo, olvidar una mención breve de san Agustín de Hipona (354-430) que, junto al escolástico santo Tomás de Aquino, es uno de los pensadores de influencia más universal en la historia del cristianismo. Agustín es, al mismo tiempo, un clásico que hunde sus ideas en la tradición grecorromana más válida, un pensador original que piensa por sí mismo y aporta infinidad de nuevos análisis filosóficos, un gran teólogo cristiano que sorprende con su portentosa profundización en el contenido del kerigma proclamado por la comunidad de la iglesia. La cosmovisión agustiniana -teniendo en cuenta su inmensa influencia posterior- es un punto crucial para calibrar cómo se produjo y asentó la síntesis patrística entre cultura clásica y kerigma cristiano. Todos los autores posteriores estuvieron bajo la influencia de San Agustín.


El platonismo de san Agustín. Platón, como dijimos, no presentó una visión perfectamente definida -e inmediatamente asimilable por el cristianismo- de la idea de Dios. La idea de Bien era imprecisa y el Demiurgo tenía poca entidad para considerarse el Dios cristiano. Pero el esquema esencial del platonismo era profundamente religioso. Más allá de nuestro mundo sensible (más allá del frustrante cambio y de la transitoriedad) existe un Mundo del Ser transcendente, eterno, inmutable, en que se realiza la perfección anhelada por el ser humano. Este -es decir, el alma humana- pertenece al Mundo del Ser y su huella interior es el impulso que mueve la vida intelectual hacia la Verdad y lo Absoluto, el impulso hacia la Belleza, hacia el Amor y hacia la Moral. El Demiurgo (en alguna manera surgido del Mundo del Ser) crea el mundo sensible, inspirándose en el modelo de las esencias inmutables; el hombre, a su vez, está inmerso en un proceso misterioso de hundimiento en la caducidad pero destinado a una inmortalidad permanente en el Mundo del Ser. La creación es un designio misterioso para purificar y reinstalar el alma en la perfección final del Ser. Es claro para Platón de dónde proviene el alma, pero no el designio que produce la creación y su vuelta al Ser. Pero la vida humana es, en todo caso, un penoso camino iluminado por el anhelo a la Perfección a que el hombre pertenece.


Aunque Platón no tenga, pues, un teísmo claro, sí es incuestionable la religiosidad profunda de su antropología: una ontología en que el hombre pertenece a una dimensión transcendente que ilumina, impulsa constantemente su vida y a la que se siente "religado". Puede decirse que solo ese Absoluto transcendente (en el fondo el Ser parmenídeo) es la condición o supuesto que hace posible entender la realidad experiencia! del hombre (su condición de posibilidad). Este esquema profundamente religioso fue interiorizado y reformulado en clave cristiana por Agustín. Dios constituye la dimensión transcendente de lo Absoluto, la realidad y fundamento del Ser. Las ideas platónicas no tienen subsistencia por sí mismas en el más-allá, sino que son solo las ideas que subsisten en la mente divina como modelos de realidad, de verdad, de belleza, de amor. Así lo entendieron también otros padres de inspiración platónica; lo vemos, corno muestra, en Eusebio de Cesarea. Es el Dios cristiano omnipotente y omnisciente que crea el mundo y al hombre libre, sin mediación de Demiurgo alguno, para ofrecerle participar en la perfección transcendente: este es el designio que Platón no conoció, pero que aporta el cristianismo. Por ello, el alma humana es ontológicamente "de Dios" y vive en el mundo "como en una cárcel" anhelando el momento de descansar "en Dios".


La "iluminación" y la metafísica de la luz. La luz hace posible que veamos el mundo físico inmediato de experiencia. Pero Dios es también la luz que hace posible el acceso a lo inteligible, a la verdad, a la belleza, a la moral. Hay algo más: para san Agustín Dios es luz no solo en sentido figurado sino en sentido propio. En alguna manera la ontología divina es luz. El hombre es también en su propia ontología interior luz por cuanto participa en la ontología divina. Así, el hombre está "iluminado" por la ontología interior de su ser que es la misma ontología "luminosa" de Dios. Está, pues, realmente "iluminado" por la luz de Dios. Para Platón el alma puede conocer lo inteligible, verdadero, bello y moral porque postula que ha estado en un previo estado de contemplación de las ideas (reminiscencia). Agustín no puede admitir esto, pero la teoría de la iluminación cumple aquí la función de la reminiscencia platónica: el alma es la luz y queda ontológicamente "religada" a la luz basal de la Divinidad. Esta luz es la fuente iluminadora que hace posible ver lo inteligible, lo verdadero, lo bello, lo moral.


Esta metafísica de la luz, asumida por san Agustín, tiene una presencia reseñable en las mitologías, religiones y filosofías anteriores a él, pero también igualmente en las posteriores. Sale repetidamente en el Antiguo Testamento y Nuevo Testamento en diversos sentidos. También en los Vedas, en los estoicos, y antes en Heráclito (a través del arjé como "fuego") y en el mismo Platón, pasando después en general a los neoplatonismos. Es un elemento esencial en la ontología y metafísica judía de Filón de Alejandría, del misticismo judío que se forma en los primeros siglos en contacto con la filosofía griega, iniciándose así la tradición que conduce a la kabalah (y su posterior metafísica de la luz que culmina en Luria, ya en el siglo XVII). En la alta y baja Edad media fue también común en la filosofía judía y árabe. La plenitud neoplatónica de la metafísica de la luz se halla en Plotino y en Proclo, su discípulo. Algunos santos Padres se distanciaron de esta metafísica porque sonaba a estoicismo y neoplatonismo pagano. Pero después del concilio de Nicea y, sobre todo, de san Agustín se hace común, como leemos en san Gregorio Nacianceno. Más adelante, participan de la metafísica de la luz otros muchos padres y escolásticos: citemos solo a Dionisio Areopagita, Juan Escoto Erígena, Alejandro de Halles o Dionisio Cartujano. Finalmente en el humanismo renacentista se repiten también versiones de la misma metafísica de la luz en Marsilio Ficino, Pico della Mirándola, Francisco Patrizzi e incluso Giordano Bruno. Todo ello tiene un origen platónico, neoplatónico y agustiniano.


Existencia de Dios y creación del mundo. La intuición básica de que parte la metafísica platónico-agustiniana hace explicable por qué y cómo demuestra san Agustín la existencia de Dios. Aunque el hombre en el mundo no tiene una experiencia directa de Dios, no puede hacer sino reconocer por la razón que el mundo objetivo y él mismo no pueden explicarse -justificar racionalmente su existencia experiencia!- sino es desde el supuesto de la existencia de Dios. Los argumentos antropológicos agustinianos apuntan a que el hombre solo halla el fundamento absoluto de su espíritu consciente, de la inteligibilidad, de la verdad, de la belleza, del amor y de la moral, en el momento en que postula el absoluto transcendente del Ser Divino y las ideas esenciales de la mente divina. Por otra parte, el mundo creado exige que su transitoriedad, contingencia, cambio, orden, finalidad, tengan su fundamento absoluto en el designio creador guiado por la mente divina.


El mundo, pues, solo se entiende como creación obrada por Dios. Por tanto, no existe un Demiurgo, sino una creación libre, hecha desde la nada (ex nihilo), para realizar un designio "comunicativo" que solo el kerigma cristiano llega a explicar plenamente. Pero la creación supone la ontología y el ser de Dios: Dios alienta en todo de forma inmanente (que distingue del panteísmo y de filosofías emanantistas neoplatónicas), mantiene el mundo en su ser activamente (creatio continua). Dios quiso crear el mundo por un designio eterno, pero la creación nace en un punto en que produce el nacimiento del espacio y el tiempo. Agustín no logra, sin embargo, desprenderse de la influencia platónica. Recordemos que para Platón era necesario explicar por qué la materia (siendo no-ser) podía tener el ser que aparece en el mundo: por ello Platón postuló la presencia participada y misteriosa en el mundo de las ideas como principio de ser de las cosas reales ( teoría de la participación en el diálogo Parménides). San Agustín conoce por la razón filosófica que Dios crea la materia de la nada: pero la concibe bajo la influencia de la idea griega, y platónica, como no-ser. Pero, ¿cuál puede ser la causa del orden del mundo, no atribuible a la materia como no-ser? San Agustín recurrió en este punto a una teoría ingeniosa: establecer el supuesto de que Dios al crear infundió en la materia las por él llamadas "razones seminales" (digamos una "semilla racional" o un "logos de orden y ser"). Estas "razones seminales" (que suplen la teoría platónica de la participación) explican la aparición tanto del orden físico como orgánico (de los seres vivientes). Algunos han visto en las "razones seminales" la postulación de un proceso de generación progresivo del orden creado que podría ser interpretado desde la teoría de la evolución.


Antropología y principios éticos. El caso del alma humana es para Agustín único y no debe confundirse con los seres vivientes que habían surgido del plan de Dios a través de las "razones seminales". Su doctrina sobre el alma responde también a la idea platónica: es inmaterial, simple, racional e inmortal por su propia naturaleza. Cuerpo y alma son dos sustancias completas y distintas que se entienden desde el trasfondo griego y platónico sobre el ámbito del ser y el del no-ser (materia). Sin embargo, no está clara la doctrina agustiniana sobre el origen del alma; problema que Agustín sin duda complicó al tratar de resolverlo de acuerdo con la teología cristiana del pecado original. El aspecto más esencial de la doctrina ética agustiniana se funda en su filosofía de la libertad. El hombre ha sido creado por Dios libre y el hombre mismo reconoce en sí racionalmente la facultad de obrar libremente. El hombre es libre para guiarse por la razón o para moverse por las pasiones y afectos inferiores. Es libre para ir a Dios: para reconocer el orden racional ontológico interior y exterior que Dios ha creado; pero es libre también para ignorarlo y vivir al margen de él. Pero en todo caso san Agustín describe el formidable orden ontológico que Dios ha creado: orden en que resplandece la obra creadora de Dios y la "fontalidad" ontológica divina que funda el ser de todo lo existente. Por ello, el hombre, al ejercer la razón, no puede sino reconocer a Dios, fundamento del ser interior y exterior; la "luz fontanal" del ser a que antes aludíamos. Pero Dios ha hecho al hombre capaz de situarse al margen de la luz, al margen del bien y del orden racional. En la vía que lleva hacia Dios cuenta el hombre con su naturaleza interior y el orden de la naturaleza exterior: pero para responder plenamente a la llamada divina no basta su propia naturaleza, sino que debe responder a la llamada interior de la Gracia divina. San Agustín, como sabemos, discutió las doctrinas de Pelagio y defendió dos de los grandes principios que se anunciaban en el kerigma cristiano: la libertad del hombre ante Dios y la doctrina de la Gracia.


La doctrina de las dos ciudades: la verdad agustiniana. San Agustín, de acuerdo con estas ideas, interpretó la historia humana desde la figura de las dos ciudades. Es la historia que nos muestra cómo unos hombres se han afanado en construir una ciudad sin Dios, al margen de Dios, ejerciendo su libertad ante el bien y el mal. Pero otros hombres se han afanado en construir la ciudad de Dios en que se hallan todos aquellos que han ejercicio su libertad para reconocer y aceptar, ejerciendo la razón pero movidos también por la Gracia, el orden interior y exterior creado por Dios para que este se conduzca a sí libremente hacia la amistad ofrecida por Dios, ya proclamada en el orden de la creación. El tema filosófico de la Verdad es también constante en la filosofía y teología de san Agustín. Dios es la Verdad y Dios ha colocado al hombre ante la Verdad a través de la creación. La creación es el designio de Dios para que el hombre se integre libremente en la Verdad. Solo la Verdad le hará libre y feliz.


4.4. Configuración inicial del paradigma grecorromano en la patrística


San Agustín es autor rico y complejo, con multitud de análisis filosóficos ingeniosos y originales. Valga lo dicho solo como una aproximación global a sus grandes intuiciones. Sin embargo, Agustín es la mejor vía para entender cómo se reinterpretó en la patrística el kerigma cristiano: cómo se mantuvo su doctrina esencial, pero cómo, al mismo tiempo, el paradigma hebreo fue sustituyéndose poco a poco por el nuevo paradigma grecorromano. Cuando la patrística concluía ya como ciclo histórico para dejar paso a la escolástica (que también continuó en parte las grandes intuiciones de la patrística), es decir, considerando el ciclo histórico que llega al menos hasta el siglo VIII d.C., ¿qué imagen global del universo, de la vida, del hombre y del kerigma cristiano tuvo la iglesia en aquel tiempo? Podemos establecer que concordó con el paradigma grecorromano, antes comentado: una forma de entender y de explicar el kerigma cristiano desde la referencia diversificada al mundo grecorromano. Pero, ¿qué perfiles iniciales presentaba ya en ese tiempo el paradigma grecorromano como forma de entender al hombre y el kerigma cristiano? Creemos que presentaba unos perfiles muy definidos que irán confirmándose en siglos posteriores y que, todavía en la actualidad constituyen el paradigma tradicional del que es difícil desprenderse por haberse apropiado de la forma de pensamiento común que se ha transmitido y se ha interiorizado en la hermenéutica cristiana.


a) Kerigma. La iglesia era consciente de que el punto de referencia esencial o criterio fundamental de la fe era el contenido tradicional del kerigma cristiano: el cristianismo era la adhesión existencial de la fe a las palabras y a los hechos de Jesús. Era la adhesión al mensaje revelado por Jesús y transmitido por los primeros discípulos. El patrimonium fidei estaba inspirado en las Escrituras y era proclamado por la iglesia asistida por el Espíritu y por la Providencia divina, a través de las vicisitudes de la historia. La Verdad revelada estaba en el kerigma inicial por inspiración y por asistencia divina. Pero el reto de la iglesia era entender y explicar el kerigma en la historia. El olvido del paradigma hebreo y el nacimiento del nuevo paradigma grecorromano nació cuando la iglesia cristiana en conjunto respondió a este reto.


b) Razón. Al abrirse a la cultura grecorromana la iglesia descubrió algo que no se daba en la cultura hebrea (que hasta entonces era el punto de referencia para entender el mensaje revelado): el uso de la razón como forma natural de orientar la vida. Pues bien, un perfil básico y esencial de este paradigma fue aceptar el uso de la razón porque: a) era natural y bueno, b) porque llevaba a un resultado que se acercaba a la doctrina predicada en el kerigma y c) porque permitía una explicación mejor del kerigma ante la sociedad grecorromana y era la forma más prestigiosa de presentar el cristianismo en la cultura del tiempo.


c) Verdad. La iglesia estaba persuadida de que el kerigma predicado era la Verdad. En el nuevo paradigma se llegó también a la convicción de que la razón llevaba también aproximativamente hacia la misma Verdad. Por tanto, la convergencia de kerigma y de filosofía (razón) reforzaba la presentación de una única Verdad cristiana ante la sociedad. Por ello la patrística se convirtió en la gran defensora de la razón filosófica frente a los sofismos, los escepticismos y los relativismos que también habían surgido en la cultura grecorromana, desde el mismo Protágoras de Abdera a Sexto Empírico o Marco Aurelio, además de su poderosa presencia popular en el teatro y la poesía satírica. El mundo cristiano se unió a una corriente tradicional de la filosofía grecorromana clásica (Platón, Aristóteles, Plotino) que proclamaba una epistemología (teoría del conocimiento humano) fundada en que la ontología del universo era racional y en que esta racionalidad podía ser conocida con certeza por la razón humana.


d) Error. Sin embargo, esta convergencia cristiana de religión (kerigma) y de razón (filosofía) no significaba para los santos padres: a) que la religión fuera siempre necesariamente cristiana (podía darse, y de hecho se daba, el error en la religión) y 6) que la filosofía ejerciera siempre la razón correctamente llegando a conocer necesariamente la Verdad (podía darse una filosofía errónea, y de hecho se daba en la cultura grecorromana). Era evidente la existencia de muchas religiones (paganas) en las más diversas culturas: unas más aceptables y otras menos, entre estas últimas el politeísmo del panteón de la religión oficial grecorromana. Por otra parte era también no menos evidente que la razón se había ejercido con mayor o menor corrección: de forma aceptable (pero insuficiente) en los grandes autores como Platón, Aristóteles, Plotino y la Estoa; no aceptable en los escepticismos y en la mayor parte de los materialismos atomistas, en los neopitagorismos y neoplatonismos. Además, habían también errado numerosas conexiones entre religión y filosofía, tal como se veía en los ritos órficos, en la gnosis, en el maniqueísmo y en numerosas religiones mistéricas de intenso sabor emanantista y neoplatónico.


e) Libertad. Pero conocer esta Verdad convergente entre religión (kerigma) y razón (filosofía) no era un automatismo determinista (necesario) en el ser humano. La realidad social y la presencia del error en la sociedad grecorromana lo hacían evidente. El kerigma había transmitido un contenido esencial dado en el mensaje de Jesús: la libertad humana. El hombre era libre para dejarse llevar por el error en la religión y en la filosofía; podía haber atenuantes, pero la responsabilidad final era siempre atribuible al uso personal de la libertad. Esta manera de entender se expresó en la imagen agustiniana de las dos ciudades: la de aquellos que libremente han construido una ciudad sobre los cimientos del error y la de aquellos que la han construido sobre la verdad. Para Agustín la primera ciudad lleva al egoísmo; la segunda lleva a la renuncia al egoísmo para entregarse al amor de Dios. La concepción patrística de la libertad tuvo un carácter "racionalista" (no muy distante de los racionalismos aparecidos en otros momentos de la historia): el orden racional subjetivo y objetivo es inequívoco; el hombre es libre para autointegrarse "libremente" en esa razón inevitable; si no se integra queda fuera de la razón y vive en el error. La libertad que niega la razón objetiva es posible, pero asume la carga de "vivir en el error".


f) Religiocentrismo y teocentrismo. En todo caso debemos advertir que la cultura patrística creyó en la razón, asumió lo más válido de la razón grecorromana, la desarrolló en profundidad, la hizo converger con la Verdad kerigmática del cristianismo y se llegó a la firme convicción de que se había conocido la verdadera esencia del universo, de la vida y del hombre. Desde diversos enfoques (los diversos padres) se construyó una imagen del hombre como ser ontológicamente religioso: que descubría a Dios en su interior y que descubría a Dios en la naturaleza objetiva. Dios era la Verdad, Dios era el autor de la creación y era evidente que el uso correcto de la razón no podía sino conducir al conocimiento de la única Verdad: la verdad de un Dios creador, fundamento del Ser. La verdad interior (el espíritu) y la verdad natural exterior (la naturaleza) conducían inevitablemente a la razón humana al religiocentrismo cristiano y al teocentrismo del Dios cristiano. Era posible el error religioso y el error filosófico (gran parte de la humanidad era "pagana", tal como hemos comentado). Pero la fuerza inevitable de la razón que se atenía a la realidad del espíritu y de la naturaleza impulsaría la civilización hacia la Verdad haciendo que el hombre alcanzara su punto de equilibrio en el universo.


g) Ontología grecorromana: dualismo. La filosofía patrística se inspiró en la filosofía grecorromana siempre que pudo. En la idea de Dios y en la filosofía del proceso creador era más difícil atenerse de cerca a Platón, Aristóteles, al cuasipanteísmo de la Estoa o a los emanantismos neopitagóricos y neoplatónicos; sin embargo, el mundo subsistente de las ideas platónicas se metió dentro de la mente divina y desde ella orientó modélicamente la creación obrada por Dios. Esto supuesto, la ontología de ese mundo creado por Dios se entendió en conformidad con las ideas dualistas que constituían el hilo conductor de la filosofía griega desde la disputa entre Heráclito y Parménides. La cosmología y la antropología de la Estoa fueron olvidadas (con pequeñas excepciones como, al parecer, pudieran ser los casos de Tertuliano o de san Hilario). La materia se conceptuó siempre como el no-ser; el orden físico y biológico no podía ser producido por ella; quizá por las "razones seminales" de san Agustín o algún tipo de "forma" aristotélica o neoplatónica. La racionalidad de la patrística se decantó claramente por una estricta ontología y antropología dualista de origen platónico que sería especialmente aplicada al alma humana. Con las debidas correcciones (sobre todo en cosmología), el mundo patrístico siguió reflejando el universo de la filosofía grecorromana.


h) Teocratismo ético-social. El mundo patrístico entendió -en conformidad con el racionalismo de la filosofía clásica- que la forma legítima de conducir la vida individual era atenerse al dictado de la razón. Lo mismo acontecía con la vida social. Integrarse en la razón, sin embargo, era una prerrogativa propia del hombre libre; por esto había quienes ignoraban la verdad filosófica y la verdad religiosa (en todo caso, la verdad congruente de razón y religión cristiana). Sin embargo, era inevitable que el uso creciente de la razón impusiera la Verdad filosófico-religiosa del cristianismo en la sociedad. Aunque hubiera, pues, quien no admitiera individualmente la Verdad, la sociedad tenía derecho, un derecho natural, a organizarse en conformidad con los dictámenes de la razón. Ahora bien, si no había otro camino racional que la razón filosófico-religiosa cristiana que se había impuesto socialmente por su misma fuerza, era evidente que la sociedad tenía derecho (y obligación moral) a organizarse según estos principios filosófico-religiosos. Por ello, cuando la expansión social creciente, así como la superioridad racional y moral, del cristianismo llevó a la conversión del imperio romano al cristianismo por obra de Constantino (313) comenzó una larga etapa de teocratismo ético-social que constituyó una de las principales herencias de la cultura grecorromana sobre el cristianismo. A esta "dimensión socio-política" del paradigma grecorromano nos referiremos más adelante en otro epígrafe de este capítulo.


Conclusión. En la filosofía y teología patrística respondió el cristianismo a su primera toma de contacto con una cultura distinta a la hebrea y esta respuesta configuró ya los rasgos esenciales del paradigma grecorromano como lectura específica del kerigma cristiano. Sabemos que esa lectura fue solo una lectura: no era el patrimonium fidei contenido en el kerigma al que cabía atribuir la "inspiración" de la Escritura y la "asistencia" del Espíritu. Sin embargo, en los trazos iniciales de este paradigma se dibujan ya los perfiles que se consolidarán y seguirán su camino hasta la teología cristiana actual. Como argumentaremos, en nuestra opinión, el cristianismo todavía se halla dentro del paradigma grecorromano.


Queremos mencionar, para concluir, tres problemas que irán saliendo a lo largo de nuestro ensayo. a) ¿Era correcto el constructo racional grecorromano? b) El resultado del ejercicio grecorromano de la razón filosófica, ¿describió con corrección el tipo de universo y de hombre creado por Dios? Si el mundo que la filosofía clásica creyó entender no fuera el real, es evidente que Dios no habría creado el mundo imaginado por ella. c) El paradigma grecorromano admitió un factor esencial del kerigma cristiano: la libertad humana y dio de ella, como hemos visto, una interpretación racionalista conforme con su imagen de lo real, pero, ¿fue correcta esta forma grecorromana de entender la libertad?


5. El paradigma grecorromano en la escolástica


Es opinión común de muchos autores que después de los Padres capadocios en oriente -san Basilio, Gregario Nacianceno y Gregario de Nisa- y de san Agustín en occidente, si seguimos la pista de la patrística hasta el siglo VII1, no hallamos ya padres de categoría similar. En realidad se trata de aportaciones de "mantenimiento" que compilan, sistematizan y también en parte desarrollan con más o menos originalidad, los grandes contenidos de la filosofía patrística de los primeros siglos. Cabe mencionar en oriente a san Juan Damasceno o san Juan Crisóstomo (muerto en 754), en occidente a san Isidoro de Sevilla (muerto en 636) y, sobre todo, al cónsul romano Manlio Boecio (480-5 24) , de gran influjo en siglos posteriores. Ya a partir del siglo VIII suele aceptarse el comienzo de un nuevo ciclo de filosofía cristiana conocido como "escolástica".


Etapas de la filosofía escolástica. No toda la Edad media fue escolástica, pero esta fue ciertamente la filosofía cristiana más importante del tiempo. Su origen dependió de la superación del desorden social producido por el derrumbe del imperio y las invasiones bárbaras. Una vez que el reino cristiano de los francos se asentó -sobre todo después de Carlomagno y Alcuino de York- el apoyo regio permitió la fundación de escuelas y universidades, contribuyendo a ello también los crecientes asentamientos monásticos y, más tarde, la aportación de las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. La nueva filosofía nació, pues, en un nuevo contexto social (las "escuelas"), pero en sus comienzos no hizo sino comentar con mayor o menor originalidad la filosofía patrística, con una orientación preferentemente agustiniana y platónica.


La primera etapa lleva desde el siglo VIII al siglo XIII. En este tiempo destacan Juan Escoto Eriúgena (o Erígena, 810-877), en que reaparece un neoplatonismo de dudosa ortodoxia, san Anselmo de Canterbury (1033-1109), Pedro Abelardo (1079-1142), Juan de Salisbury (entre 1115-1180), san Bernardo (1091-1153), Hugo de San Víctor ( 1096-1141) y Ricardo de San Víctor (muerto en 1173).


La segunda etapa abarca el siglo XIII, principalmente la filosofía de santo Tomás de Aquino (1225 -1274). Estuvo precedida por el descubrimiento de las obras de Aristóteles, primero a través de la traducción desde el árabe hecha en España y después por otras traducciones directas del griego hechas en diversas escuelas europeas. En el siglo XIII son notorios también una serie importante de escolásticos, que en parte comenzaron ya a reconducir el platonismo habitual hacia Aristóteles. Recordemos a Domingo Gundisalvo, Guillermo de Alvernia, los franciscanos Alejandro de Hales y san Buenaventura, así como el dominico san Alberto Magno, entre otros muchos.


La tercera etapa discurre en los siglos XIV-XV, representando la expansión y al mismo tiempo crisis de la escolástica tomista, albergando también el desarrollo definitivo del nominalismo, que tuvo a Guillermo de Ockam como principal impulsor. A fines del XVI y comienzos del XVII tuvo lugar la aparición de la llamada segunda escolástica, por obra del jesuita español Francisco Suárez, donde el nominalismo renacentista hizo mella en la escolástica propiciando una transformación profunda.


Considerada en su conjunto, en la filosofía escolástica destacan dos grandes sistemas: el tomismo y el suarismo (también el escotismo, en menor grado). A lo largo de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, estos sistemas se han enseñado sin cesar en la iglesia católica. En lo que sigue, ante la imposibilidad de abarcar en detalle los infinitos vericuetos de la escolástica, nos limitamos a comentar solo el tomismo y el suarismo. Son los dos eslabones esenciales para entender cómo el paradigma grecorromano llega desde la patrística hasta nuestros días.


La disputa escolástica de los universales. Se trata de un problema que en el fondo responde a los planteamientos platónicos (y poco a poco aristotélicos) de la filosofía escolástica. Para Platón, como hemos ya comentado, en el mundo del Ser existían las esencias inmutables, distintas entre sí, pero cada una igual a la perfección de la especie: por ejemplo, la idea de "hombre" como realización ideal de la perfección máxima propia de la especie "hombre". Los hombres de la vida real son casos individualizados, diferentes entre sí, de la misma especie "hombre". Según el análisis de la lógica aristotélica, si "animal" es un género, entonces la diferencia específica "racional" (animal racional) constituiría la especie "hombre". Después estarían los hombres individuales. Pues bien, ciertos textos de Porfirio (autor del aristotelismo peripatético) y de Boecio dieron lugar a plantear el problema de si las entidades platónicas género y especie tenían algún grado de presencia como tales en la constitución real de los individuos. En los individuos humanos reales, por ejemplo, ¿estaba presente de algún modo la idea platónica de la especie "hombre" que como tal era universal, o sea común a todos los individuos humanos? Los realistas, como es Fredegiso (discípulo de Alcuino) o como el mismo Juan Escoto Eriúgena, defendían la existencia real de los universales y su presencia en las cosas individuales. En cambio, los antirrealistas pensaban que los universales eran solo nombres, conceptos o voces (flatus vocis) que se aplicaban a los individuos de una misma especie. Esta disputa dio lugar al nominalismo del siglo XIV y está presente en la disputa entre los sistemas escolásticos tomista y suarista. El que esta discusión pudiera producirse es un indicio evidente de hasta qué punto la ontología grecorromana siguió presente en los fundamentos de la filosofía escolástica.


5.1. El sistema tomista clásico


Después de santo Tomás comenzaron dos siglos de expansión de su doctrina que estuvieron también acompañados de una profunda crisis. Fue causada por la falta de calidad de muchos de los comentadores y, al mismo tiempo, por críticas provenientes del nominalismo. Es importante advertir que ya en el renacimiento la doctrina tomista tuvo una revitalización dirigida por nuevos comentadores de mayor calidad. Nos referimos a Francisco Silvestre Ferrariense (1474-1528) y, sobre todo, a Tomás Cayetano de Vio (1469-1534). Cayetano fue dominico y, después de relevantes cargos en su orden, llegó a cardenal. Es el fundador de una determinada manera de ordenar lógicamente y exponer la doctrina de santo Tomás que conocemos como tomismo puro o clásico. Su síntesis influyó en la renovación tomista española del XVI por Francisco de Vitoria (1480-1546), Domingo de Soto (1494-1560) y Melchor Cano (1509-1560), y se mantuvo como guía esencial de la enseñanza tomista en los siglos siguientes. Aquí voy a sintetizar la doctrina del tomismo puro que, a mi entender, es al menos una aproximación bastante correcta a la doctrina aristotélica real del propio santo Tomás. El objetivo es que percibamos hasta qué punto la filosofía grecorromana estuvo en la base misma de la estructura conceptual del tomismo.


Hilemorfismo tomista: dualismo ontológico. La explicación aristotélica del cambio es el primer fundamento, más radical, de la filosofía tomista. Los seres reales son al mismo tiempo ser y devenir porque están causados por dos ca-principios reales, pero absolutamente irreductibles entre sí: la materia entendida como no-ser, según la tradición griega, y la fo1ma entendida como ser de una determinada especie o perfección. La forma es y permanece en el ser, "es lo que es" según el límite establecido por la perfección de esa especie: el "árbol" es árbol, el "hombre" hombre, etc. La materia, en efecto, es no-ser en el sentido en que el mismo Aristóteles la entiende como "pura potencialidad para ser": de por sí no tiene ningún ser y solo será "asumida" en el ser de las formas, tal como explicaremos. El hilemorfismo nos permite medir el alcance con que la filosofía tomista hunde sus raíces en la cosmovisión ontológica de los griegos (con más precisión, en el dualismo platónico-aristotélico).


La teoría acto-potencia y la "cohartatio formae per materiam". Al igual que en Aristóteles, la nueva teoría hilemórfica tomista permite concluir que el movimiento, el equilibrio entre el ser y el devenir presente en las cosas reales, se explica por el hecho de que las cosas constituidas hilemórficamente están en potencia (en relación a la máxima perfección propia de cada forma, ya que esta perfección podría alcanzarse y estaría por ello "en potencia"). Pero también porque están en acto: porque realizan un cierto grado del ser posible delimitado por la perfección de sus formas. Así, el acto es el grado de ser que realizan de hecho. Las formas no tienen en acto toda su potencia o perfección porque la unión a la materia es siempre un impedimento para que la forma realice toda la perfección de su ser. Es lo que el tomismo llama la cohartatio formae per materiam. Las circunstancias variables de esta cohartatio o impedimento obrada por la materia explican la oscilación del acto y esto es el movimiento o devenir.


Unión substancial y distinción real. Aun siendo la materia y la forma dos substancias independientes (que pueden subsistir por sí mismas, aunque la materia no tenga ser) e irreductibles (la materia no puede producir ser y la forma no puede causar devenir), el tomismo establece que al estar unidas en las cosas reales forman una unión substancial (solo subsiste una sola entidad resultado de la unión de las dos substancias). Esta unión substancial fue esgrimida por el tomismo para acentuar la unidad ontológica de los seres, aun a pesar de sus presupuestos dualistas. Sin embargo, junto a esto, el tomismo completó además a Aristóteles aportando la teoría de la distinctio realis (distinción real): aunque la materia y la forma estén unidas substancialmente en las cosas reales, queda siempre remanente en las mismas cosas una última e irreductible, inevitable, distinción física entre la materia y la forma. La unión substancial no las hace desaparecer o diluirse, sino que siempre permanecen físicamente distintas. El tomismo, pues, no permitió que la unión substancial anulara el dualismo, ya que era consciente de que sin este no podría mantenerse el hilemorfismo y la explicación del movimiento por la teoría acto-potencia.


Ilimitación del acto, universales, individuación. De estos principios, que son clara replicación del pensamiento griego, el tomismo supo sacar sus últimas consecuencias lógicas. Primero la ilimitación del acto: el acto de una forma (actualmente limitado por la materia) se haría física y realmente ilimitado ( es decir, crecería hasta hacerse igual a la perfección potencial de la forma). Esto quería decir que una cierta "forma universal" (igual a la perfección universal de la especie) tenía una existencia real dentro de las cosas reales mismas: el tomismo aceptaba, por canto, el "realismo" en la disputa tradicional de los universales (universales in re). Por tanto, todas las formas eran iguales por ser iguales en la perfección ideal de la especie. La individuación (la diferencia entre individuos de una misma especie) se producía por causa de la materia: la individuación, decía el tomismo, no sin dejar de causar una sensación críptica, se producía por la materia signata quantitate (por la diferente "cantidad" de la materia).


Prevalencia del universal sobre el singular en el conocimiento. El tomismo asumió también el principio griego de la incognoscibilidad de la materia. Las cosas sensibles, las sensaciones, eran resultado producido por la materia y por la forma. La materia era incognoscible por sí misma (ya que no tenía ser alguno). Por tanto, el conocimiento se producía por la abstracción de la forma. En esta abstracción la forma se hacía universal en la mente del sujeto cognoscente. Por ello, la experiencia sensible producía primero el conocimiento del universal por abstracción. En cambio, el singular se conocía por concretización del universal previamente conocido. Un ejemplo: este singular (presente por los sentidos) es hombre (una individuación concreta del universal "hombre"). El conocimiento coloca al individuo (este hombre) en el horizonte previo del universal (hombre).


El ente como primer transcendental de la mente. El tomismo defendía la doctrina de que el universal se abstraía como ente. Al decir "ente" quería afirmar que el universal: a) suponía la atribución del ser y b) suponía la atribución de una esencia. Por ejemplo: la abstracción del universal "hombre" como ente suponía a) concebir la forma "hombre" en su perfección propia (su esencia) y, al mismo tiempo, b) conocer también su existencia (existencia real en acto). Los pares de conceptos "esencia-existencia" (ente), "materia-forma" (hilemorfismo) y "acto-potencia" (teoría acto-potencia) dieron lugar a una compleja discusión a lo largo de la historia de la escolástica, aunque demasiado compleja para exponerla aquí.


Formas corruptibles y forma humana: la psicología tomista. El problema o inconsistencia más importante de la filosofía aristotélica (antes mencionado) fue la corrupción de las formas. Santo Tomás pretendió haberlo resuelto postulando (a nuestro entender de manera puramente nominal) la existencia, por una parte, de formas compuestas que, en consecuencia, podían corromperse y, por otra, la existencia de la forma humana simple y, por tanto, incorruptible. El alma humana era la forma substancial del cuerpo humano (forma corporis): simple, espiritual e incorruptible, era creada directamente por Dios, siendo inmortal por su propia naturaleza. Es, pues, patente el esquema platónico de esta ontología del alma humana perteneciente, por así decirlo, al mundo-del-ser (es decir, de Dios). Apoyándose en estos principios ontológicos fundamentó santo Tomás una compleja psicología, tratando de sistematizar las consecuencias de la unión substancial de materia y forma en el hombre (siendo el alma humana simple). Baste recordar la ideogenia tomista (que sobrepasa el nivel de esta explicación) para tener una medida de esta complejidad.


Las cinco vías y la existencia de Dios. Por consiguiente, cuando la razón humana reflexiona filosóficamente sobre el mundo real, constituido tal como hemos descrito de acuerdo con el tomismo, se produce inevitablemente el conocimiento de Dios como fundamento del ser y como creador del universo. Las cinco vías describen los aspectos más importantes de la presentación tomista de este itinerarium mentís ad Deum. El continuo tránsito en las cosas reales de la potencia al acto exige postular la existencia de un acto fundamental, un acto puro fundamental que coincide con Dios. La causalidad eficiente exige postular una causa primera que es también Dios. La contingencia de los seres (esto es, la insuficiencia para ser por sí mismos, tal como muestra la experiencia del cambio y devenir) exige postular la existencia de un Ser Necesario (que sería, en el fondo, un ser que poseyera las propiedades absolutas del ser parmenídeo). La escala de perfección (también en último término platónica) exige una perfección suprema. Por último, el orden y la teleología dados en el mundo exige postular la existencia de un diseñador inteligente. Las cinco vías estuvieron influidas no solo por la ontología aristotélica, sino también por Avicena, Maimónides, el platonismo, san Agustín y san Anselmo. La razón humana, al contemplar el mundo creado, conoce inevitablemente la existencia fundante del creador. Para que sea así debe tratarse de una razón asumida libremente, pero no asumirla es instalarse racional y existencialmente en el error, tal como consideraba la tradición patrística más antigua y, por descontado, como veíamos, san Agustín. El estudio de conjunto que santo Tomás ofrece de la realidad divina, de la naturaleza de Dios y de sus atributos, alcanza la mayor perfección desde la patrística.


Cosmología tomista. El universo aristotélico -frente al platónico, creado por el Demiurgo- era una realidad que respondía a una forma construida que se mantenía eternamente de modo estable y permanente. Santo Tomás debía admitir -de acuerdo con la doctrina del kerigma cristiano- que el mundo había sido creado por Dios ex nihilo, de la nada. Sin embargo, la fidelidad a Aristóteles le llevó incluso a pensar en la posibilidad de una creación realizada por Dios "desde la eternidad" (creatio ab eterno). Pero, en todo caso, al considerar la razón este "constructo universal" se veía necesariamente (por la fuerza lógica de los hechos objetivos) abocada a reconocer su condición de creatura fundada en el Creador divino.


Teísmo ético, ley natural y orden social. ¿Cómo explicar la acción humana? Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y a la tradición patrística y agustiniana, ve en la libertad, el libre albedrío, su origen radical. Por su naturaleza el hombre busca la felicidad (la "vida buena" aristotélica) y por ello tiende a realizar el bien bajo la guía de la razón. Ahora bien, como hemos visto, la razón le muestra a Dios como fundamento del ser y como bien supremo. Dios es, pues, el fin natural de la vida humana: es el diseñador de la naturaleza y de cuanto supone el bien que esta necesita para realizarse. Dios es la fuente y punto de referencia esencial de las acciones humanas: vivir de acuerdo con la verdad última del universo que es la verdad divina. La inclinación racional humana a encontrar el bien en la naturaleza es, al mismo tiempo, la inclinación a seguir el designio divino que es creador de la naturaleza. La práctica de la vida racional conforme a la naturaleza creada es la virtud, ampliamente estudiada en la Summa. Santo Tomás desarrolla ampliamente el concepto de ley como ordenación de la razón orientada al bien y promulgada en cada caso por el legislador. Distingue la ley eterna de Dios (la ordenación de la razón por la mente divina para la creación), la ley natural (la ordenación de la razón en el mundo natural creado por Dios), así como también la ley humana y la ley divina positiva (por ejemplo, la derivada de la revelación). La ley natural obliga por la fuerza misma de la razón que descubre a posteriori su pertinencia racional, pero obliga también por el atenimiento del hombre a Dios que ha creado esa misma ley natural (la ley natural es así ley divina). Estos principios éticos son también el fundamento para entender el orden social y político. El orden social nace primariamente de la razón natural; pero esta descubre el orden racional creado por Dios y, en este sentido, el orden social es el orden querido por Dios. La autoridad tiene su origen en la autoridad divina, autora del orden de la creación. La autoridad ejercida por algunos en el gobierno de la sociedad es una participación de esa autoridad divina, querida y promovida por el mismo orden racional creado por Dios. En este sentido Tomás cree en la racionalidad de una sociedad monárquica y aristocrática organizada para gobernar en orden al bien común (cuando la autoridad se convierte en tiránica, por mal uso de la libertad del gobernante, Tomás explica cómo debe procederse, pero no admite el "tiranicidio").


Conclusión. Es patente cómo con santo Tomás quedan reafirmadas aquellos perfiles y tendencias que ya consideramos en la filosofía patrística como primera configuración del paradigma grecorromano del cristianismo. En santo Tomás se reafirman de nuevo los sistemas filosóficos grecorromanos -aunque en este caso de predominancia aristotélica, aunque con influencias platónicas- , destacando incluso la radicalización filosófica de su visión teocéntrica, religiocéntrica y, en consecuencia, incluso teocrática en lo que afecta al entendimiento del orden social. La libertad se entiende también en santo Tomás en el contexto de una concepción racionalista: el hombre es libre, pero esto no quiere decir que el orden racional inequívoco de su propio ser y de la naturaleza no esté ahí ante él, objetivamente, interpelándole para que el ejercicio de su libertad acepte el orden natural y le autointegre en ese orden universal de la razón. Ahí hallará el Bien y la Felicidad aristotélica.


5.2. La segunda escolástica de Francisco Suárez


La filosofía escolástica de Francisco Suárez (1548-1617), entre los siglos XVI y XVII, va a jugar en los siglos siguientes un papel comparable en influjo al del mismo tomismo. A mi entender, Suárez es un filósofo bastante ambiguo y polivalente por la misma dificultad de su posición histórica. Por una parte, no es fácil dejar de reconocer en él las huellas no solo del pensamiento nominalista, sino también del espíritu del renacimiento en general. El sistema filosófico que propuso representa un cambio esencial en relación a posiciones fundamentales del tomismo, y no solo del tomismo sino de las corrientes platónicas que habían sido predominantes en la patrística. Pero, por otra parte, Suárez quiso también mantenerse dentro del marco escolástico que había sido trazado por el tomismo. Trató los mismos tópicos, usó el método escolástico y en ciertas cuestiones no se salió de las doctrinas políticamente correctas de su tiempo. Se esforzó en decir que sus ideas propias eran la interpretación correcta de lo que quiso decir santo Tomás, pretensión que nosotros no consideramos adecuada a los hechos.


Su pensamiento es sumamente interesante porque permite comprobar cómo en la iglesia convivieron sistemas filosóficos muy distintos que, sin embargo, permitían entender y explicar el mismo kerigma cristiano que se transmitía desde la primera comunidad cristiana. El sistema de Suárez permanece también en el paradigma grecoescolástico, pero su filosofía estaría fuera de los principios del platonismo-aristotelismo, conectando quizá, más bien, con supuestos similares a la filosofía de la Estoa y, por descontado, del nominalismo. Suárez defiende un punto de vista que ya no es dualista, como el tomismo, en su ontología general, pero que sigue atado a un "dualismo" específico para el caso humano. Su idea del hombre es más moderna que la tomista, pero, en conjunto, Suárez seguirá en el marco teocéntrico y religiocéntrico, propio del paradigma grecorromano, tal como se comprueba con toda claridad en su concepción del orden socio-político que se justifica por referencia a la idea de Dios impuesta por la razón en el orden natural.


Prevalencia del singular e inducción universalizante. En el sistema tomista la explicación del conocimiento se fundaba en la teoría de la prevalencia del universal en el proceso cognitivo (ver anteriormente). El singular (mezcla sensible de ser y devenir) era incognoscible sin abstraer previamente la forma, que se universalizaba en la mente humana, para conocer desde ella el singular. Esta explicación implicaba ya -desde el conocimiento más radical- el dualismo entre la materia (no-ser, incognoscible) y la forma (ser, único objeto posible de conocimiento). Estaba ya abierto el camino a los "universales" en el sentido realista del tomismo. Suárez, en cambio, de acuerdo con la tradición nominalista anterior, establece que la experiencia sensible singular constituye una esencia objetiva, una aptitudo ad essendi, que puede ser conocida directamente en sí misma. El singular, pues, por sus propiedades sensibles, es cognoscible y abre el proceso de conocimiento. Se trata de un proceso inductivo: un singular, más otro singular, más otro... permite ir extrayendo propiedades comunes que constituyen los conceptos universales. El universal es, pues, un concepto, un "nombre" atribuible a diversos singulares. La propiedad más universal que se puede atribuir a toda realidad sensible es el "ser": por esto se dice que el ser es transcendental, porque transciende o abarca todo conocimiento. Se predica de todas las cosas pero no en el mismo sentido: el ser se atribuye a las cosas de forma analógica. Por esta razón el suarismo introdujo aquí, de acuerdo con su inductivismo, la teoría de la analogía por atribución intrínseca (todo ser tiene propiedades comunes) para sustituir la teoría tomista de la analogía, llamada de proporcionalidad (el ser se predica pero de manera proporcional a la perfección de sus formas: ver anteriormente la teoría tomista del ente).


Nociones transcendentales y primeros principios. El hombre, pues, desde la experiencia sensible, induce por generalización el concepto universal de ser. No está dicho, sin embargo, qué se contiene bajo el concepto "ser": ¿qué queremos decir cuando decimos que algo tiene "ser"? ¿Cuál es el contenido del concepto "ser"? A esto responde Suárez con su estudio de las nociones transcendentales del ser (aquellas nociones que siempre están incluidas en el concepto "ser"} y de los llamados "primeros principios" (aquellos principios que rigen siempre la constitución real del ser y, en consecuencia, los procesos de conocimiento del ser por la facultad humana de conocer). Entre las nociones transcendentales y los primeros principios existe una estrecha relación; en conjunto representan lo que se esconde detrás de la palabra "ser". Las nociones transcendentales nos dicen que todo ser es uno, verdadero y bueno (unum, verum, bonum). Más importancia tienen los primeros principios: el de no-contradicción, el de razón suficiente, el de causalidad y el de finalidad. De estas cosas había hablado ya el tomismo y muchas se hallaban también en Aristóteles. Suárez las encuadró con perfecta lógica en el conjunto de su metafísica en las Disputationes Metaphysicae.


Juicio objetivo de contingencia y razón suficiente. La intuición metafísica de Parménides determinó durante siglos la evolución de la filosofía griega. Si algo existía de hecho, pensaba Parménides, había que inferir su "suficiencia"; existía, por tanto, porque "podía existir" (por ser "suficiente"), ya que si no fuera así no existiría de hecho. De ahí afirma que "el ser es lo que es" y "permanece eternamente en sí mismo", existiendo necesariamente. Se debía, pues, postular la suficiencia del ser, inferida desde el hecho de la existencia fáctica. Parménides atribuyó esta suficiencia a su universo estático y permanente en sí mismo. Platón puso la suficiencia en el mundo-del-ser y en la pirámide de las ideas según los grados de perfección de sus esencias. Aristóteles situó la misma suficiencia en las formas, introduciéndolas en el interior del mundo. El tomismo siguió el camino de Aristóteles con la mayor cercanía posible; la suficiencia pertenecía a Dios, pero también a las formas según el dualismo hilemórfico (aunque siempre por participación).


Pues bien, en el conjunto de esta panorámica de la evolución de la idea de Parménides, Suárez viene a decirnos que el ser conocido desde el singular nos lleva a entender que el ser responde al principio de razón suficiente (además de a las nociones transcendentales y a los otros principios). A nuestro entender es aquí donde Suárez recoge la intuición de Parménides. Si el ser existe, debe fundarse en la suficiencia. Ahora bien, al ser los seres que constituyen el mundo "contingentes" (es decir, al no ser absolutos y no tener en sí mismos la razón suficiente de su existencia) , entonces debe postularse la existencia de un ser (que no forma parte del mundo) que posea en sí mismo la suficiencia y funde por participación la contingencia del mundo. Este ser es para Suárez, Dios y lo define como el ipsum esse subsistens, el ser que subsiste por sí mismo (los tomistas, en cambio, solían definir a Dios como aquel ser cuya esencia se identificaba con la existencia). Para Suárez, Dios es el Ser Subsistente que posee la razón suficiente de sí mismo y, por ende, existe por necesidad, sin poder dejar de existir, tal como postulaba ya la metafísica de Parménides. Con ello, Suárez reformulaba la tercera vía de santo Tomás que pasa a ocupar en la metafísica suareciana el lugar de la prueba esencial de la existencia de Dios. Un ser contingente que exige racionalmente postular una suficiencia y necesidad absoluta.


Creación, participación, materia, forma y distinción de razón. Por ello, la existencia de un mundo contingente se funda en el ser suficiente por la vía de creación: el ser contingente natural es un ser participado, solo así su existencia es racional, inteligible. Dios creó la materia, pero no como un no-ser (al estilo aristotélico-tomista), sino ya con un cierto grado de ser (la "materia prima" tiene ya para Suárez un cierto grado de ser). Lo que ocurre es que Dios ha creado seres finitos, limitados, correspondientes a una cierta esencia o perfección (según las ideas ejemplares en la mente divina, llamadas por Suárez los "posibles"). Esta finitud de lo contingente creado incluye el movimiento, el cambio y el devenir. Los seres contingentes naturales tienen también una forma que responde a sus diferentes esencias y perfecciones. Por consiguiente, entre la materia y la forma no existe una irreductibilidad real (no-ser y ser) que exija defender una distinctio realis (ver anteriormente), sino solo una distinctio rationis cum fundamento in re (distinción de razón con fundamento en la realidad). Es decir, una distinción hecha solo por la mente humana racional, pero que no existe en las cosas mismas. Suárez, pues, reinterpretó la teoría hilemórfica como un constructo de razón y, como los nominalistas, no admitió la existencia real de los "universales" en las cosas reales. Sin embargo, en este universo de seres contingentes, con esencias finitas sometidas al devenir y a la corrupción, por su propia naturaleza creada finita, solo existe una excepción: el alma humana, creada directamente por Dios como esencia simple o inmortal, dotada de todas sus propiedades espirituales, que existe unida a la materia substancialmente; en su tratado De anima, uno de los principales, estudió Suárez cómo entender la psicología humana constituida por la acción conjunta de la esencia finita de su cuerpo y de un alma inmortal simple. Suárez, por tanto, resolvió a su manera la presencia en el universo del ser y del devenir, pero sin recurrir a los supuestos dualistas platónico-aristotélico-tomistas. El universo de Suárez fue sin duda más moderno, más unitario y no dualista (con la excepción mencionada del alma humana), más congruente con el nominalismo y con las corrientes inductivistas que estaban formándose en el mundo renacentista.


El orden ético-moral y socio-político. Es patente que el universo creado por Dios posee un orden racional que responde a la mente y al designio divino. Es la ley eterna de Dios que se manifiesta en la ley natural del orden creado. La ley natural es así la ley divina y, como tal, se manifiesta a la razón humana. El hombre que ejerce la razón descubre, pues, la realidad fundante de Dios y el orden racional de las cosas, según su naturaleza creada. Este orden es natural, pero al mismo tiempo es voluntad divina, ya que la naturaleza es el designio divino según la ley eterna. La ley natural es a radice ley divina. Dentro de la tradición cristiana sabe Suárez, como santo Tomás, que el hombre ha sido creado libre por Dios. Es libre para autointegrarse en el orden racional creado por Dios. Pero puede construir en su mente razones que no responden a la Verdad de ese orden racional. La idea, pues, de libertad en Suárez es también racionalista: el hombre ejerce libremente la razón pero Dios ha dotado a la naturaleza de un orden racional inequívoco que la razón debe descubrir (a no ser que la voluntad libre lo impida).


La sociedad nace por la fuerza misma de la pura razón natural (no responde a un diseño y legislación divina positiva), tal como ya había dicho santo Tomás. Pero el hombre conoce que respetar el orden racional de la naturaleza humana es respetar la ley eterna y, en último término, el diseño de la ley eterna en la mente divina. Así, en un horizonte teocéntrico, el hombre sabe que el único y absoluto origen de la autoridad siempre es -en el orden natural, ético-moral, social, jurídico y político- inequívocamente Dios. Pero Dios, según Suárez, ha entregado la autoridad socio-política a los hombres: es el pueblo al que pertenece una soberanía que tiene origen divino y por ello tiene derecho a tomar las decisiones convenientes para el bien común. Suárez expone la mejor síntesis del Derecho de Gentes de su tiempo, fundamento de la filosofía política y del derecho internacional que orientó la Monarquía Hispánica en su conquista y colonización de América. Ahora bien, el pueblo puede entregar esta autoridad propia al Soberano, al Monarca, para que gobierne y represente a todos a favor del bien común. Cuando esto no sucede y el Soberano se convierte en tirano, el pueblo tiene derecho a retirar al Monarca la autoridad, llegando incluso a tener justificación moral para emprender el tiranicidio (cosa que santo Tomás se resistió a reconocer).


Conclusión. Suárez supuso, pues, un replanteamiento radical de la filosofía dualista griega, según lo explicado. Sin embargo, quedó atrapado por el enfoque escolástico tomista, aunque lo llenara de un contenido filosófico muy distinto, mucho más cercano a la idea natural de los seres propia del renacimiento y a la teoría nominalista del conocimiento en consonancia con la ciencia natural que en aquel tiempo estaba naciendo. Ahora bien, si consideramos su teocentrismo final, su religiocentrismo y su teocratismo, así como su racionalismo teísta ético-moral, vemos que Francisco Suárez representa en el fondo una nueva versión, formulada en circunstancias históricas distintas, del paradigma grecorromano establecido desde la patrística. Suárez describe filosóficamente un universo cuya explicación racional no puede darse sin fundarla en el Ser Subsistente que por vía de creación produce el universo que vemos, constituido por seres unitarios (sin el dualismo de materia y forma aristotélico-tomista), pero finitos por diseño divino en la creación según los "modelos" (los "posibles") contemplados en la mente de Dios. En ese universo la razón conduce inequívocamente a Dios como fundamento de todo y la existencia es naturalmente religiosa. El hombre es libre y puede contravenir la ley natural, o ley divina, impresa por Dios en el orden creado, pero cuando elude el reconocimiento natural de Dios se sitúa en el error, es decir, fuera del orden racional de la naturaleza.


6. El paradigma grecorromano en el siglo XX


Pero, al seguir el itinerario histórico del paradigma grecorromano, tal como estamos haciendo, ¿por qué pasamos desde la escolástica, en los comienzos del siglo XVII con Suárez, al siglo XX? ¿Por qué un salto tan grande? Pues simplemente porque en los siglos XVII, XVIII, XIX y XX la iglesia ha permanecido anclada en los sistemas escolásticos. Por ellos y por la iglesia cristiana se mantuvieron presentes las grandes líneas de la filosofía griega. En el siglo XX, e incluso en la actualidad (con las matizaciones que haremos al concluir este capítulo), la iglesia ha permanecido entendiéndose a sí misma en el marco de la filosofía-teología patrística y de los sistemas escolásticos posteriores, bien el tomismo, el suarismo (y de forma más restringida el escotismo, que aquí no hemos reseñado por brevedad). Patrística y escolástica representaron una lectura grecorromana del kerigma cristiano. Por ello podemos afirmar que el paradigma grecorromano del cristianismo, entonces iniciado, cuando la iglesia estaba en sus comienzos, se fue consolidando desde la patrística, se reafirmó en la escolástica, en todas sus escuelas, tanto tomistas como suaristas, y así ha llegado hasta la actualidad. Una característica esencial de este paradigma es que ofreció una idea del hombre en que este no tenía sentido sin fundarse en el reconocimiento de la Divinidad. El paradigma antiguo se fundamentó en una antropología y en una socio-política teocéntrica, religiocéntrica y teocrática en que Dios era siempre la piedra clave insustituible de la arquitectura de un orden natural teísta. Al reconstruir aquí la historia del paradigma grecorromano debemos percibir con precisión lo que en realidad significó (no estamos inventando nada, ya que así fue realmente la base filosófico-antropológica desde la que se hizo la hermenéutica del cristianismo durante siglos). Esta manera de pensar es la que hace hoy seguir repitiendo que "no es posible un humanismo sin Dios" (ni un orden moral, ni un orden social o político). Esta manera de pensar, sin embargo, chocará con el humanismo del renacimiento que conduce a la modernidad y en el que se es consciente de que es posible naturalmente la emancipación libre del orden religioso.


El hecho es, pues, que el entendimiento del cristianismo en la perspectiva que lleva desde la antigüedad hasta el catolicismo actual se presenta construido en el marco de un paradigma interpretativo que hemos llamado grecorromano. En el siglo XX este paradigma se ha visto afectado por tres circunstancias que pueden enunciarse lapidariamente: Kant, la evolución y la ciencia. Estos nuevos factores han inducido en la iglesia ciertos replanteamientos adaptativos que no han supuesto el abandono, sino más bien el replanteamiento enriquecido de las líneas esenciales del paradigma grecorromano. La persistencia en la enseñanza de los sistemas escolásticos en el siglo XX no siempre se ha visto afectada por estos, digamos, replanteamientos, sino que ha proseguido en la misma línea que en siglos anteriores (puro tomismo o suarismo, y en la actualidad más tomismo que suarismo). Sin embargo, no podemos valorar qué tipo de presencia ha tenido el paradigma grecorromano sin atender a la novedad que, en los siglos XIX-XX, han supuesto estos tres replanteamientos del paradigma.


6.1. Kant, Blondel y el neotomismo transcendental


Desde Kant hasta el llamado neotomismo transcendental, apoyándose en la filosofía de Maurice Blondel, se establece un puente que nos hace entender qué significa históricamente gran parte de la teología actual, sobre todo la de origen centroeuropeo. Esta escuela neotomista ha representado en el siglo XX una gran novedad: ha sido considerada durante décadas (hoy no tanto, aunque todavía en algunos círculos filosófico-teológicos católicos) la gran novedad progresista que rejuvenecía el antiguo pensamiento escolástico. Pero, en realidad, es una manera de pensar filosófica anclada todavía en el paradigma grecorromano antiguo y en la escolástica tomista tradicional. En muchos aspectos se produce incluso una forma más radical de teocentrismo transcendental constitutivo (que para algunos críticos de esta corriente no era compatible con la doctrina cristiana de la Gracia y de la libertad).


Kant. Es imposible entender esta manera de pensar sin haber entendido qué significa históricamente la epistemología (filosofía) de Kant. En los siglos XVI, XVII y XVIII, la teoría del conocimiento, primero sensista (renacimiento) y después empirista (ilustración), concluía en que, si el conocimiento se producía solo como constatación de los hechos empíricos, la ciencia era solo inductiva y no se podía justificar la seguridad absoluta del saber. La ciencia era solo opinión o creencia, una expectativa sobre las constancias del acontecer físico (la misma inseguridad era aplicable a la filosofía, la religión y la moral). El racionalismo quiso recuperar la seguridad del conocimiento postulando que este no solo se producía por los hechos sino también por la razón. La razón por sí misma (esto es a priori, o sea con independencia absoluta de los hechos) era fuente real de conocimiento. La seguridad se derivaba de la razón a priori: lo racional coincidía con la naturaleza de la realidad en sí misma (identificación entre razón y realidad). Kant, en la segunda mitad del XVIII, aportó una nueva teoría que era racionalista, pero corregía al racionalismo. El conocimiento se producía por la experiencia o sensación (a posteriori), pero las sensaciones eran organizadas por ciertos principios a priori que pertenecían a la razón. Pero, en contra de la teoría racionalista, estos principios no producían conocimiento sin la experiencia (o sea, solo cuando organizaban las sensaciones, aunque ellos eran a priori); junto a esto tampoco se podía afirmar que estos principios coincidieran con la realidad verdadera del mundo en sí mismo. Solo podíamos afirmar que estos principios a priori tenían un valor funcional o formal (servían para organizar la experiencia y en consecuencia para vivir con eficacia). Esto supuesto, Kant describió el conocimiento matemático, físico y metafísico, deduciendo los factores a priori y a posteriori que lo producían. La matemática y la física eran posibles como ciencia. La metafísica no: estaba formada solo por juicios que analizaban la idea a priori de Dios, del Alma o del Mundo. Pero no podíamos saber si los principios a priori de la matemática, de la física o de la metafísica coincidían con la realidad en sí misma (nouménica). No sabíamos, por tanto, si Dios existía. Kant llegó solo por el estudio del conocimiento moral a la existencia de Dios; pero no como resultado del análisis racional del mundo objetivo. Por la razón natural objetiva, por tanto, el hombre quedaba siempre encerrado en la pura formalidad de sus principios a priori (inmanencia). Dios no podía ser argumentado por la razón natural (razón pura), ya que cosmología, psicología racional y teodicea solo eran puro discurso a priori, al que no se podría atribuir congruencia con la realidad en sí misma.


El movimiento de la "vuelta a Kant" y la neoescolástica. Kant se olvidó por el empuje del hegelianismo y del marxismo. Pero el dogmatismo racionalista de estas dos filosofías alertó a las clases burguesas que en el último tercio del XIX buscaron algún autor que ayudara a combatir el dogmatismo hegeliano-marxista. Y creyeron hallarlo en el "criticismo" kantiano. Nació entonces el movimiento llamado de "vuelta a Kant", a un autor que había tratado de poner coto a las pretensiones abusivas del conocimiento. Durante siglos la filosofía escolástica había permanecido al margen de cuanto se hacía fuera de ella. Coincidió que, a fines del XIX, buscó el diálogo con la filosofía civil para justificarse y ganar prestigio: pero en ese tiempo la filosofía burguesa tenía a Kant como autor de máximo prestigio. El problema era, pues, que Kant negaba precisamente que fuera posible lo que la filosofía escolástica estaba pretendiendo durante siglos: conocer racionalmente el mundo objetivo y justificar la existencia real de Dios. Así, el problema fundamental de la filosofía "crítica" escolástica consistió en demostrar que el hombre podía conocer realmente el mundo objetivo, formar conceptos que correspondían a la realidad en sí misma y conocer la verdad. Numerosos filósofos escolásticos dedicaron su esfuerzo a mostrar la validez del conocimiento objetivo para salir del "inmanentismo" kantiano.


La antropología metafísica de Blondel. Kant había invalidado el uso de la razón objetiva de la escolástica como resultado del estudio del conocimiento. La crítica escolástica pretendió refutar la teoría del conocimiento kantiana. Pero un filósofo cristiano, no escolástico y que no formaba parte del clero, ensayó una vía apologética (orientada a mostrar la existencia de Dios) que se fundaba como Kant en una reflexión sobre el hombre. Era una antropología, que se situaba de principio en la inmanencia humana, pero que concluía mostrando que el hombre no podía entenderse sin ponerlo todo él en función de una realidad metafísica que se debía identificar con Dios. La fenomenología de la inmanencia humana (sobre todo el sugerente estudio de la volonté voulante y de la volonté voulu, o sea, del desajuste entre el deseo humano y la realidad frustrante que constituía la vida real) exigía como condición de posibilidad (como aquello que la hacía posible) entender al hombre como un ser cuya acción, cuyo pensamiento y cuyo ser estaba todo él encaminado hacia un "infinito atrayente" que se identificaba con Dios. La forma blondeliana de decirlo era afirmar que la Transcendencia era la condición de posibilidad de la forma en que el hombre advertía su propia inmanencia. No era, posible entender al hombre sin postular la existencia real de la Transcendencia.


Neoescolástica tomista transcendental: Maréchal y Rahner. Frente a la vía objetiva de la crítica escolástica para refutar a Kant (que buscaba justificar el valor objetivo del conocimiento), Blondel había abierto una vía argumentativa que se fundaba en el hombre: en el análisis antropológico. En el primer tercio del siglo XX muchos filósofos cristianos -sobre todo de habla francesa- vieron en Blondel una filosofía nueva y progresista que apoyaron Dumery y Rousselot, por ejemplo. En esta línea, el jesuita belga Joseph Maréchal fue el creador de una nueva interpretación del tomismo clásico en conexión con la filosofía de Kant, que hoy conocemos como neotomismo transcendental. Marechal siguió a Blondel, pero quiso pensar también a partir de Kant, al mismo tiempo que permanecía en el tomismo. En esencia, propuso una reconstrucción de la crítica de la razón pura. Kant había hecho la crítica transcendental (el estudio de los principios a priori y a posteriori) de la matemática, de la física y de la metafísica. Pero había olvidado hacerla del hecho de la "afirmación ontológica" (del hecho de que todo conocimiento era siempre conocimiento del ser, en la matemática, en la física y en la metafísica). Por tanto, el análisis transcendental kantiano de la afirmación ontológica le permitió concluir que la razón humana funcionaba ejerciendo un nuevo principio a priori no conocido por Kant: la apertura al Ser Absoluto, ilimitado, universal. Todo juicio era siempre una concretización del ser universal (recuérdese la teoría tomista de la prevalencia del universal). Ahora bien, según Maréchal, con inspiración blondeliana, el conocimiento del ser era una tendencia finalística que exigía la existencia real del correlato de la tendencia (y no ser un mero principio formal o funcional al estilo kantiano). La razón pura kantiana (el conocimiento del mundo objetivo) suponía, por tanto, afirmar la existencia real de Dios como correlato real de la naturaleza finalístico-tendencial del conocimiento humano.


Esta misma manera de pensar fue defendida por Karl Rahner, sobre todo en su obra básica Espíritu en el Mundo. A través de su estudio de la sensibilidad, la abstractio y la conversio ad phantasmata (que aquí no explicamos) defiende las mismas ideas que Maréchal, del que se considera seguidor. El tomismo de Rahner es el "tomismo clásico" en toda su radicalidad (verbi gratia, en el concepto de la "materia" y de la "fom1a", presentados en una perspectiva transcendental). El conocimiento no es inteligible sin aceptar la apertura transcendental apriórica e inobjetivable al Ser Absoluto, que debe aceptarse como realmente existente, por la misma razón que en Maréchal, a saber, por ser el necesario fundamento real de la apertura del conocimiento a priori al ser-en-absoluto divino. Esta apertura sería parte de una constitución ontológica previa (apriórica en el sentido kantiano) que se haría siempre presente en el conocimiento. Rahner, que concibe su metafísica como una "metafísica del conocimiento finito según santo Tomás de Aquino", parte de la interpretación de un artículo de la Summa Theologica y en todo caso hace una síntesis entre el enfoque kantiano y los principios del tomismo clásico.


Conclusión. Rahner considera que la única prueba posible de la existencia de Dios es esta prueba apriórico-transcendental. Las vías objetivas (por ejemplo, las cinco vías tomistas) en tanto tienen validez en cuanto se entiendan como una prolongación de la vía antropológica transcendental. Pero en todo caso queda fuera de duda que, detrás del tomismo transcendental (y por esto es "tomismo") se halla el entramado filosófico propio del paradigma grecorromano; con más exactitud, los principios radicales del "tomismo clásico". Por otra parte, dentro de esta concepción quedan radicalizados, o sea, llevados a una mayor intensidad, algunos de los principios más importantes del paradigma. Tanto el teocentrismo como el religiocentrismo patrístico y escolástico (recordemos el "iluminismo" agustiniano) se refuerzan al atribuir a la constitución ontológica previa, a priori, inevitable y existencial, la apertura del individuo a Dios. El hombre, por obra de una necesidad constitutiva (transcendental), se entiende siempre a sí mismo, desde el horizonte del mundo, como abierto a la realidad de Dios. Aunque quizá lo niegue, está siempre, sin embargo, necesariamente ante Dios como resultado de la constitución natural de su espíritu (el rahneriano "espíritu en el mundo"). La referencia a Dios es aquí, por tanto, tan radical que suscitó numerosas críticas teológicas, al ponerse en duda si permitía entender aceptablemente la libertad humana, constantemente afirmada en el kerigma cristiano. Estas mismas críticas se reiteraron también al considerar el sistema de Teilhard de Chardin. Rahner ha sido, sin duda, un gran teólogo (no kerigmático, sino sistemático, hermenéutico, filosófico) que ha aportado numerosas estudios teológicos de valor (trinidad, cristología, eclesiología, etc.). Aquí, sin embargo, solo hemos querido mostrar cómo los fundamentos de su teología responden plenamente al paradigma grecorromano.


6.2. La integración de la ciencia en el paradigma grecorromano


El crecimiento de la ciencia en los siglos XIX y XX produjo resultados que se imponían socialmente por el prestigio y por el rigor de la investigación, y que no podían ser ignorados por la cosmovisión cristiana configurada en el antiguo paradigma grecorromano. El objetivo era defender la verdad del paradigma: a) mostrando que los resultados de la ciencia lo confirmaban y b) poniendo en cuestión, o simplemente rechazando, los resultados que no fueran compatibles con él. La iglesia movilizó para ello un gran número de científicos cristianos que contribuyeron -y aún contribuyen- a mostrar que el mundo de la ciencia es compatible (e incluso enriquece) el paradigma grecorromano clásico mantenido durante siglos. Pero, les esto así? Lo responderemos en el próximo capítulo. Sin embargo, de momento, nos referimos a la forma en que la ciencia se integró en el paradigma existente.


Prevalencia de la metafísica. Se explicó siempre que el camino más seguro para conocer la esencia metafísica y la verdad última era la argumentación que se exponía en la filosofía escolástica. Los argumentos metafísicos acerca de la existencia de Dios lo presentaban, con una certeza metafísica absoluta, como el fundamento absoluto del que participaban los seres contingentes. La metafísica exigía una "necesidad" y esta solo podía atribuirse a Dios. La argumentación metafísica escolástica (la búsqueda de la necesidad y de una causa primera) era independiente de la ciencia y superior a ella. La ciencia trataba de lo categorial o, como decía la escolástica, de las "causas segundas"; se insistió así en que el método científico no llegaba por sí mismo a lo filosófico propiamente dicho; la filosofía como tal estaba en una posición superior. La metafísica representaba las inferencias básicas del conocimiento humano. Su superioridad (siempre incontaminada) no excluía que la ciencia aportara conocimientos correctos que pudieran ser la base para nuevos argumentos complementarios que confirmaran la verdad descubierta con mayor seguridad por la metafísica. La función de la ciencia era complementaria. La apologética cristiana trataba de ordenar estos argumentos científicos complementarios.


Los argumentos científicos. Con la intención de buscar complementariedad y, al mismo tiempo, desactivar las posibles disonancias, los defensores de los sistemas escolásticos clásicos o tomistas transcendentales (que en el siglo XX eran la forma final del paradigma grecoescolástico) centraron entonces su atención en una serie de argumentos preferentes. Recordemos los principales. En cosmología había un objetivo evidente: constatar que la ciencia describía un universo contingente que exigía postular la existencia de un ser suficiente, absoluto y necesario, a saber, Dios. Al mundo no podía atribuírsele nunca la necesidad, solo Dios podía ser considerado "necesario". Cuando la cosmología evolucionó hasta establecer la teoría del big bang la filosofía cristiana interpretó precisamente que se había descrito en la ciencia el momento de la creación del universo. En el universo, pues, en síntesis, solo podía hallarse la consistencia y la suficiencia real de su existencia (su causa primera y la necesidad fundante) por la inferencia filosófica de la existencia real de Dios (la ciencia permitía así complementar la clásica tercera vía de santo Tomás o, tal como se veía en la escolástica suareciana, el argumento del juicio objetivo de contingencia).


Además, la existencia en el universo del orden físico y del orden biológico fue uno de los argumentos usados para apoyar la visión escolástica (la quinta vía de santo Tomás sobre la "teleología"). Entrado ya el siglo XX el orden físico dio lugar a la formulación del principio antrópico; este permitía hacer la inferencia posible de que la razón divina (las ideas platónicas en la mente divina ya mencionadas por la patrística) era la explicación del diseño racional creado en el universo, dirigido al hombre por un diseño "milimétrico" (antrópico). El orden biológico mostraba además una complejidad infinitamente mayor que la física y por ello estaba justificado postular la existencia de un "diseño inteligente". La forma exacta de entender la presencia de la razón divina en el universo físico y biológico, habida cuenta de la llamada autonomía del mundo, ha sido objeto de discusión en la última parte del siglo XX. Pero queda fuera de toda duda que, de una u otra forma, siempre ha habido una apelación escolástica a la mente divina, causa de la razón presente en la creación (una forma moderna de los antiguos argumentos "teleológicos"). La racionalidad teleológica del orden natural exigía un diseñador racional del universo físico y biológico, a saber, la mente divina. En los últimos años, las críticas al llamado intelligent design propuesto por el protestantismo creacionista y fundamentalista americano (Dembski, Behe) han obligado a que la posición católica matizara sus puntos de vista tradicionales y se entrara por la vía de las necesarias adaptaciones ad hoc que se requerían en la situación (insistiendo, sobre todo, en que el diseño divino no se debe buscar en las causas segundas, ya que el mundo es autónomo, sino en el diseño global, antrópico, del universo).


La disonancia principal entre ciencia y escolástica fue quizá el monismo al que llevaba la ontología de la ciencia. La escolástica venía del paradigma grecorromano que transmitía una visión dualista en la constitución ontológica de los objetos físicos, de los seres vivientes y muy principalmente del hombre. No era posible revisar desde sus raíces el dualismo de tradición platónico-aristotélico-tomista porque hubiera sido salirse por completo de la tradición patrística y escolástica. Sin embargo, se trató entonces de suavizar, de ignorar e incluso de camuflar el dualismo del paradigma, insistiendo en aquellos aspectos de su ontología y de su antropología que permitían reducir la disonancia. El elemento fundamental se halló en la afirmación tomista de "unión substancial" entre materia y forma. El hombre era una realidad totalmente unitaria y la idea tradicional de "alma" en la tradición grecorromana era la forma corporis, la forma substancial del cuerpo humano. Al mismo tiempo se trató de hallar todos aquellos elementos presentes en las variadas opciones del paradigma grecorromano que fueran más cercanos a una visión no-dualista de la creación. Sin embargo, era evidente que, a pesar de las adaptaciones ad hoc, la mayor parte del paradigma (en lo platónico, neoplatónico, aristotélico y escolástico) estaba, y seguía estando, concebido en una clave ontológica y antropológica dualista, tal como se ha explicado en este capítulo.


La apologética cristiana. Esta actitud mantenida llevó a que, a lo largo del siglo XX, se fueran elaborando las directrices de la apologética cristiana. Hubo evidentemente formas de presentarla y matices que no podemos abordar aquí (sobre todo en relación al tomismo transcendental). Sin embargo, hablando en general (y refiriéndonos principalmente a la escolástica clásica, bien sea tomista o suarista), se consideraron tres capítulos básicos. a) Se mantuvo, primero, el bloque de argumentación metafísica, que incluía con frecuencia los argumentos fundados en la "espiritualidad" del alma (que mostraba, en clave "dualista" que el hombre pertenecía por su propia ontología a una dimensión transcendente de realidad identificada con Dios). b) El segundo bloque fue la argumentación científica fundada en los argumentos indicados, y en otros muchos. c) El tercer bloque fue una miscelánea de reflexiones agrupadas en torno a la argumentación antropológica sobre la experiencia religiosa, así como a la persistencia y a las formas universales del fenómeno religioso a lo largo de la historia.


Conclusión. La historia de la filosofía-teología católica de los siglos XIX y XX muestra, en efecto, que el colosal desarrollo de la ciencia moderna no hizo que el paradigma clásico grecorromano se desplazara un ápice de las posiciones que siempre había mantenido. La argumentación sobre la existencia de Dios que constituía la pieza clave de la arquitectura teocéntrica del paradigma, se siguió fundando en los argumentos metafísicos de la escolástica que aseguraban que la certeza teísta no sufriera menoscabo. En un nivel inferior de razonamiento la ciencia permitía reafirmar el teocentrismo del paradigma (bajo el lema, clásico en estos años, de "a Dios por la ciencia"). Puntualmente, se introdujeron en el paradigma aquellas adaptaciones ad hoc (a las que nos referiremos más adelante en este capítulo) que la ciencia exigía perentoriamente, pero se obvió la revisión global del paradigma. En el próximo capítulo nos referiremos a lo que la ciencia realmente dice y a las posibilidades de pervivencia del paradigma antiguo.


6.3. La evolución y Pierre Teilhard de Chardin


Teilhard es el gran autor que, dentro de la tradición católica, aborda la tarea de pensar el cristianismo en concordancia con la ciencia; ante todo con la visión evolutiva del universo, de la vida y del hombre que la ciencia imponía. Teilhard ofreció una gran síntesis científico-filosófico-teológica, muy original y mística, incluso poética, de altos vuelos, que supuso para la teología cristiana tradicional una innovación difícil de digerir. La "represión" a que Teilhard fue sometido por la iglesia habla por sí misma. El problema era la disonancia de la evolución con la ontología y con el dualismo del paradigma grecorromano. Pero la verdad es que Teilhard de Chardin, en el fondo, seguía respondiendo aún al movimiento blondeliano-tomista-transcendental de la época en que se educó como estudiante y, aunque tuviera algunas disonancias con el paradigma (verbi gratia, con el dualismo clásico escolástico), seguía todavía, sin embargo, en el paradigma grecorromano en su mayor parte. Teilhard no tuvo la intención su sustituir la visión teocéntrica que era propia del pensamiento católico; al contrario, aportó una nueva visión evolutiva que la entendía como una gran sinfonía cósmica de teocentrismo desde el Alfa cósmico germinal hasta el Omega final del Pleroma histórico.


La cosmovisión teilhardiana. La idea de Teilhard fue mostrar que la ciencia llevaba a una comprensión más profunda de la teología cristiana. Para ello, se instaló en un método fenomenológico-científico para describir la evolución que la ciencia moderna imponía. El estudio del fenómeno humano desde sus raíces cósmicas, a través de la aparición y de la evolución de la vida, le condujo a una idea de la materia y del monismo evolutivo que se distanciaba, ciertamente, de las visiones clásicas escolásticas fundadas en el dualismo grecorromano. El análisis fenomenológico permitía inferir la ley de la complejidad-conciencia como guía para entender el sentido de la evolución. El progresivo enriquecimiento de la conciencia por la complejidad mostraba una direccionalidad inequívoca hacia la socialización y la noosfera, apuntando a un término final -el Punto Omega- en que se daría el Pleroma o cumplimiento del impulso finalístico de la evolución, de la conciencia humana y de la historia. La argumentación de Teilhard en torno al Punto Omega le hizo postular la necesidad de concebirlo como, a la vez, algo inmanente y transcendente. Este Omega, identificado con Cristo, debía también entenderse como impulsor radical, primigenio, de la evolución: es decir, como Punto Alfa. Cristo (inmanencia y transcendencia divina) era el Alfa y el Omega de toda la evolución cósmica concluyente en el fenómeno humano. Es claro que esta portentosa cosmovisión cristiana (primer gran intento católico de diálogo con la ciencia para construir una nueva interpretación del cristianismo) debía ser discutida; y así lo fue. Lo primero que se discutió fue el carácter "científico" de la visión teilhardiana. Había que situarla, más bien, en la filosofía. Como tal, además, parecía que no podía irse más allá de los argumentos que hacían más verosímil postular como "opción libre" la existencia del Punto Alfa-Omega.


Teilhard y el paradigma grecorromano. La vinculación de Teilhard a los resultados de la ciencia evolutiva, como hemos dicho, lo sacaba del enfoque dualista propio de la filosofía grecoescolástica (por ello se salía del paradigma). Pero, en conjunto, el pensamiento teilhardiano se enmarca en lo que en los años veinte y treinta del siglo XX era el progresismo de la antropología blondeliana-marechaliana que él debió de conocer por sus estudios de filosofía y de teología. El infinito atrayente que explica la acción de los seres (Blondel) o el ser absoluto que orienta transcendentalmente al ser humano, era congruente con el "espíritu" de la obra teilhardiana: el Alfa-Omega transcendente impulsaba la evolución a radice y era el término natural hacia el que fluía "tendencialmente" (como ya dijeron Blondel, Rousselot y Maréchal) el proceso cósmico. En este sentido, la obra de Teilhard es una aportación nueva que, aunque con algunas disonancias, se enmarca en el teocentrismo propio del paradigma grecorromano. Dios está en la profundidad de la naturaleza humana y es la explicación de la historia. Teilhard es así una forma nueva del teísmo radical del paradigma grecorromano. Teilhard, en nuestra opinión, quiso sustituir la ontología escolástica (dualista y estática) por la ontología monista y dinámica (evolutiva) que la ciencia imponía, pero no tuvo en absoluto intención de sustituir el teocentrismo antropológico del antiguo paradigma, sino de profundizar en él.


Teilhard, Rahner y la interpretación "transcendental" de la evolución. En la idea de "evolución" había algo que disonaba profundamente en los oídos de la filosofía de corte grecoescolástico. Las formas aristotélico-tomistas habían sido entendidas de acuerdo con la idea parmenídeo-platónica del ser: el ser es lo que es y permanece en sí mismo (la "forma" tiene esencialmente un grado de perfección que limita sus posibilidades de ser, según la teoría potencia-acto). En otras palabras: la evolución de una forma a otra era difícil de explicar dentro de los principios de la ontología griega. Por tanto, ¿cómo se podía entender la idea darwiniana de la evolución de unas especies a otras en un proceso continuo? Aunque Teilhard de Chardin se inspiró sin duda en el movimiento blondeliano, esta dificultad afectaba también al tomismo transcendental. Sin embargo, en la década de los sesenta, la influencia y prestigio de Teilhard estaba en su punto más alto. Esto explica el intento de Rahner en aquel tiempo por conciliar el tomismo transcendental y la evolución.


Rahner, en efecto, puso un extenso Prólogo al libro sobre la evolución del jesuita biólogo alemán Overhage. Intentaba superar las dificultades escolásticas para entender la evolución. Su idea fue aprovechar las posibilidades que ofrecía la concepción transcendental: todo ser estaba orientado hacia el Ser Absoluto de una forma apriórica. Por tanto, desde el fondo apriórico-transcendental de toda forma surgía una dinámica que proyectaba por encima de su perfección propia. Esta tendencia "más allá de sí misma" hacia el Ser Absoluto podía explicar la capacidad de las formas para "autosuperarse a sí mismas", evolucionando hacia nuevos grados de perfección. Así, pretendió Rahner haber resuelto el problema de la llamada por él mismo "autosuperación del ser". Rahner, ciertamente, quiso reconciliar el tomismo con el teilhardismo y, en este Prólogo, ofreció además un concepto de materia como "espíritu congelado", más cercano al emergentismo monista de Teilhard. Rahner dejó caer estos enfoques al final de su vida, sin una elaboración suficiente. La pregunta, sin embargo, es hasta qué punto se trata de una conciliación aceptable. Tanto la "autosuperación del ser" como la expresión más bien retórica de un "espíritu congelado" podrían implicar, más bien, una revisión desde sus fundamentos del sistema tomista kantiano propuesto por Rahner. Por ejemplo, ¿podía seguir manteniéndose la idea tomista de materia en su obra primeriza Espíritu en el Mundo, concebida como no-ser? Los principios aprióricos que Rahner supone en la teoría de la "autosuperación del ser", ¿son compatibles con la idea evolutiva de que todo surge a posteriori? Para nosotros, la idea rahneriana (que era retórica filosófica o una simple adaptación ad hoc) del "espíritu congelado", debiera haberle conducido a una revisión lógica de lo que había mantenido durante décadas. Sin embargo, ya no le quedaba tiempo para ello. No sabemos ni siquiera que fuera consciente de que introducir ciertas afirmaciones pudiera estar en contradicción con su sistema.


Conclusión. Es evidente la incomodidad que el paradigma grecorromano tuvo desde el principio con el evolucionismo iniciado por Darwin. La represión inicial de Teilhard y la encíclica Humani generis del papa Pio XII en 1950, así parecen indicarlo. En 1996, el papa Juan Pablo II, en un discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, aceptó plenamente la evolución y el darwinismo. Este hecho, sin embargo, no supuso el replanteamiento del paradigma grecorromano, en que, por otra parte, se movía todavía por entero la doctrina católica. Se trata de nuevo un cambio puntual de actitud, ad hoc, que no se hace repercutir en cuestionamientos más de fondo. Es como si, en términos, kuhnianos, fuéramos aceptando unas tras otras nuevas "anomalías" -bajo la presión de la ciencia y de la cultura- pero sin llegar a preguntarnos nunca si esas anomalías exigen una revisión a fondo del antiguo paradigma en que todavía nos movemos. Esto fue produciendo en la iglesia, como después comentaremos en este capítulo, una sensación inevitable de "incoherencia" filosófico-teológica que fue derivando en una creciente inseguridad sobre el paradigma grecorromano.


7. La dimensión socio-política del paradigma grecorromano


Si el cristianismo primitivo trató de integrarse en la sociedad de su tiempo (la sociedad grecorromana), es obvio que esto supusiera también adaptarse a las estructuras socio-políticas vigentes. No solo se trataba, pues, de una adaptación filosófica que reinterpretara el kerigma cristiano (de la que hemos hablado hasta ahora): existía también una presión social para la adaptación socio-política. En lo ideológico el cristianismo estaba más constreñido e imponía condicionantes de importancia. Sin embargo, el kerigma no contenía una doctrina socio-política (solo quizá principios generales de tipo ético-moral, personal y comunitario). En este sentido, la adaptación socio-política era más libre y, evidentemente, estaba abierta a lo que constituía ya el orden socio-político establecido.


Esta dimensión socio-política del paradigma grecorromano constituye una parte esencial de su contenido y es imprescindible para entender la posición de la iglesia cristiana ante el mundo actual. Los primeros perfiles socio-políticos del paradigma comenzaron ya a formarse en los primeros siglos: poco a poco fue tomando forma una identificación, evolución, asentamiento, justificación racional, entre mundo griego y teología cristiana que llega hasta nuestros días (con los matices que indicaremos). Las causas, pues, de estos perfiles son dos: a) las características socio-políticas de la sociedad civil y del estado antiguo que, al margen de la responsabilidad del cristianismo, respondía a ciertos caracteres que se mantenían desde siglos y forzaron desde fuera la adaptación del cristianismo; b) el tipo de racionalidad que se estaba formando en paralelo cuando -según lo expuesto- la teología cristiana adaptaba el kerigma a la filosofía grecorromana. Esta racionalidad filosófico-teológica acabó haciendo verosímil y aceptable la forma de adaptación socio-política que estaba teniendo lugar.


Es importante advertir que entre la forma socio-política del cristianismo al quedar integrado en el mundo grecorromano y el pensamiento teológico que presentaba el orden racional de la creación existía una congruencia. Si no se hubiera dado esta congruencia, hubieran surgido tensiones y disonancias con el cristianismo que hubieran forzado la evolución hacia nuevas estructuras sociopolíticas. Pero el hecho es que la evolución histórica fue asentando los perfiles socio-políticos (matizados en las diversas épocas) del paradigma grecorromano. Todo ello se hizo con el asentimiento concordante del pensamiento patrístico, primero, y después de los sistemas escolásticos.


Tratemos de explicarlo en sus líneas generales. El itinerario recorrido por la filosofía política cristiana mantiene una línea constante que llega hasta nuestros días. La naturaleza humana está abierta con certeza metafísica inequívoca a la realidad fundante de la Divinidad y al reconocimiento racional de la ley natural que genera la lógica de los sistemas existenciales y convivenciales humanos. Por ello la lógica filosófico-teológica demanda el reconocimiento social de Dios. En el teocratismo de las sociedades antiguas se respondía a esta exigencia. Al entrar la modernidad en la escena se produce una emancipación progresiva de la sociedad frente a la religión. Pero la doctrina socio-política del paradigma grecorromano se sigue manteniendo, aunque la fuerza de las instituciones sociales impuestas por la modernidad obliga a aceptar ciertas adaptaciones ad hoc "pragmáticas" de la iglesia (verbi gratia, en la laicidad del estado).


La sociedad romana y la religión. Desde tiempo inmemorial, las sociedades primitivas se habían organizado de acuerdo con los principios pragmáticos de un "gobierno unipersonal", bien fuera de líderes, reyes, monarcas, tiranos, dictadores o emperadores. Solo muy tardíamente se dio el tránsito a formas participativas o democráticas de organización (fue así con el nacimiento de la modernidad en el renacimiento-ilustración). Roma renunció pronto al gobierno de los reyes y quiso organizarse democráticamente, pero las guerras civiles hicieron inviable el proyecto republicano y se cayó en el imperio de Augusto por pura necesidad pragmática de paz y de orden (al igual que Atenas tuvo que abandonar la democracia por la necesidad pragmática de entregarse al liderazgo de Alejandro para dirigir la defensa frente a los persas). Pero al tener las sociedades una religión intensamente vivida era inevitable la creencia de que los dioses debían proteger especialmente al pueblo creyente. Los dioses, pues, obraban a favor del pueblo y por ello, al depender el bienestar de todos del gobierno unipersonal del monarca, la protección se traducía en la protección al monarca que se constituyó así en el "ungido" por Dios: la especial protección divina caía sobre él para el bien del pueblo. En la etapa republicana los dioses protegían a la república y a sus magistrados; pero en el imperio fueron los emperadores quienes gozaron siempre de la unción y del amparo divino. Esta "sacralización" del emperador pasó por diversas etapas, dependiendo del grado de totalitarismo político del momento, llegándose incluso a su cuasidivinización.


Constantino y la cristianización del imperio (313). La primera expansión del cristianismo por el imperio romano fue minoritaria (como había sido ya en Israel). Fue sometido a persecuciones feroces a las que logró sobrevivir sin que se frenara su proceso de continuo crecimiento. La cristianización del imperio por obra de Constantino, oscuro personaje de cuestionada conversión a la fe cristiana, supuso un cambio inmediato con consecuencias de largo alcance. El cristianismo pasó a ser la religión de Roma en un tiempo en que ya constituía la principal religión del imperio; muy pronto desaparecería la antigua religión grecorromana y la totalidad del imperio sería cristiana. Al ocupar el cristianismo el papel de la religión romana existió sin duda una demanda social para que relevara a la religión pagana en su soporte del imperio y del emperador. La salida a escena con su nuevo rol socio-político coincidió además con una etapa del imperio en que el emperador, ya superada la época de la tetrarquía, unificó el imperio con máximo totalitarismo y autoritarismo. En pocas etapas el emperador había representado tanto como en el tiempo de Constantino.


Fue el santo padre Eusebio de Cesarea quien asumió la responsabilidad de convertir a Constantino en Imperator Christianissimus, convirtiéndose en su gran panegirista y creando una doctrina que se mantuvo por siglos. Nos dice Eusebio en su obra Historia Eclesiástica. ''Así, pues, a Constantino, que, como ya hemos dicho anteriormente, es emperador, hijo de emperador y varón piadoso, hijo de un padre piadoso y prudentísimo en todo, lo impulsó contra los impiísimos tiranos el emperador supremo, el Dios del universo y salvador[... ]. Después de invocar como aliado en sus oraciones al Dios del Cielo y a su Verbo, y aun al mismo Salvador de todo, Jesucristo, [Constantino] avanzó con todo su ejército, buscando alcanzar para los romanos la libertad ancestral" (HE, 9, 9, 1-3).


"Todos los errores del politeísmo -nos dice en otro lugar Eusebio- fueron destruidos y las obras del demonio se desvanecieron. No hubo ya más patres de la ciudad, ni poliarquías, ni tiranos, ni democracias. No hubo ya más guerras, sino un solo Dios [... ] un solo reino, el de los romanos, florece entre todos, y la enemistad secular entre los pueblos sin paz ni reconciliación se halla completamente terminada" (Teofanía, III, I).


Pero quizá en este otro texto se ve con mayor evidencia cómo Constantino es ungido por el Dios del cristianismo como conductor del pueblo. "En realidad solo el emperador es un filósofo, porque se conoce a sí mismo y tiene conciencia de la abundancia de las bendiciones que se extienden sobre él y que le vienen de una fuente exterior y que le vienen del Cielo [... ] y así nuestro emperador es como el sol que lanza sus rayos. Ilumina al más insignificante de sus súbditos y al más alejado a través de la presencia de sus Césares [... ]. Investido de la imagen de la monarquía celeste, levanta sus miradas al cielo y gobierna, arreglando los asuntos terrestres, de acuerdo con la idea de su arquetipo, animado por el hecho de que se afana en imitar la soberanía del Soberano celeste. Al rey único sobre la tierra corresponde el Dios único, rey único en el cielo, único Nomos (ley) y Logos real" (Triakontaeterikos, V, 5).


El orden teocrático del paradigma grecorromano en la patrística. Es obvio que el imperator christianissimus no es Dios, pero es el ungido que gobierna por derecho divino (la autoridad de gobierno que Dios directamente le confiere). La idea de responsabilidad divina que abruma al imperator se mantuvo en el imperio de oriente y, al caer este, se trasladó a los zares rusos (era vivísima en el Zar Nicolás II, en el siglo XX, al producirse la revolución bolchevique). Los santos Padres no hicieron "feos" a este papel teocrático diseñado por Eusebio de Cesarea. Incluso san Agustín vio bien la identificación de religión e imperio; su teoría de las dos ciudades, sin embargo, no se refería a imperios políticos, sino al ámbito diversificado, las dos ciudades, de quienes niegan a Dios y de quienes le aceptan de forma personal (diríamos que, dentro de su lógica, dentro del imperio romano existirían de forma latente las dos ciudades construidas en el interior del hombre). Es importante advertir que -aparte de las exageraciones, al parecer evidentes en Eusebio- la idea de un imperator christianissimus estaba en consonancia con el orden racional de la creación que estaba siendo descrito en el paradigma grecorromano de la patrística.


El tránsito desde el paradigma hebreo -donde la religión era asentimiento personal al kerigma proclamado por Jesús- al paradigma grecorromano supuso aceptar el nuevo protagonismo de la razón como valor positivo propio de la naturaleza humana. La Verdad contenida en el kerigma podía ser ya atisbada por la razón, como habían hecho los filósofos griegos. Kerigma y razón convergían así en la Verdad. De hecho, la luz de la fe permitía la plenitud racional de la filosofía cristiana. Por tanto, Dios había creado el universo según un orden racional que se develaba a la razón humana: la filosofía cristiana, en efecto, lo había descrito y presentaba a Dios en el centro originario de la realidad existente. Dios era Soberano de la realidad y la única fuente ético-moral de la vida personal y colectiva. Esta debía entenderse como encaminamiento hacia Dios, acatando la ley eterna manifiesta en la creación como ley natural, que era también ley divina por designio creador. Si en consecuencia atendíamos a la sociedad, el único origen concebible de la autoridad sobre los hombres era la Soberanía de Dios. De ahí la persuasión racional acerca del origen divino de la autoridad civil. Ahora bien, desde el momento en que la sociedad humana imponía pragmáticamente el gobierno de un monarca -tal como siempre había sido y el cristianismo aceptaba porque no poseía una teoría socio-política alternativa- la lógica del teocentrismo filosófico de la patrística debía concluir en el origen divino de la autoridad monárquica, su ejercicio en conformidad con la ley natural y la protección del monarca como "ungido" en orden al bienestar de su pueblo.


A lo largo, pues, de estos primeros siglos se fue consolidando la persuasión profunda, racional y religiosa, de la patencia de la Verdad originaria del universo y del sentido de la vida. Esta patencia teocéntrica ante el hombre es vista como resultado convergente de la razón natural, del kerigma cristiano y del consenso sin fisuras de una sociedad ya totalmente cristianizada. Es verdad que había otras religiones y hombres que no aceptaban a Dios (y vivían en la ciudad secular que había vislumbrado san Agustín). Pero la sociedad cristiana ya absolutamente mayoritaria tenía derecho -si la ley era la ordenación de la sociedad según la razón- a organizarse según el derecho divino (aunque hubiera todavía quienes estuvieran en el error). Organizar la sociedad según la ley divina era la única forma racional de responder a la ley de la naturaleza humana creada por Dios; no había ninguna alternativa racional al teísmo filosófico-teológico cristiano. La sociedad podía, pues, organizarse justamente por la ley de Dios de acuerdo con la Verdad. De ahí también que se considerara justo defender la Verdad frente al error. Se trataba de la defensa de una verdad metafísica y religiosa que se sostenía frente a quienes se mantenían en el error de las otras religiones o en el error de vivir en la ciudad secular agustiniana de quienes no aceptaban a Dios.


En esta defensa se tuvo una cierta tolerancia humanista en ciertos momentos (por ejemplo, en algunas circunstancias de la España medieval). Pero en otras épocas, la iglesia, alentada por posiciones fundamentalistas y radicales, propició las guerras de religión y la aparición de crueles sistemas represivos como la Inquisición. Son hechos históricos que todos conocemos. En la historia del cristianismo constatamos cómo, efectivamente, la persuasión incuestionable y racionalista de poseer la Verdad absoluta (característica del paradigma grecorromano) se convierte casi siempre en el alibi para justificar la opresión injusta de los demás. Esta opresión similar fundada en el racionalismo se vio también, por ejemplo, en la historia política del marxismo en los siglos XIX y XX; la persuasión fundamentalista de poseer la Verdad fue también la causa de la opresión instigada por muchas otras religiones.


Carlomagno y la filosofía política medieval. La caída del imperio romano produjo en Europa un tiempo de caos social y político que afectó a la iglesia de forma significativa. Los pueblos germánicos, muchos todavía no convertidos al cristianismo, vagaban por Europa y trataban de asentarse fundando las nuevas naciones. La aspiración de esos pueblos fue asimilar la cultura grecorromana que se consideraba a todas luces superior; cultura que había ya hecho propia la cosmovisión cristiana. La evolución de la filosofía política hasta fines de la Edad media en los siglos XV-XVI podría resumirse, a nuestro entender, en cuatro episodios que responden a una misma música de fondo (a saber, la idea teocrática de las relaciones entre la sociedad y la religión). a) La prosperidad de los francos en Centroeuropa permitió el liderazgo de Carlomagno y su proyecto de restaurar el imperio, con sus connotaciones teocrático-cristianas. La doctrina del cesaropapismo acentuó hasta tal punto el papel del emperador como ungido por Dios que su autoridad trató de extenderse incluso al gobierno de la iglesia. b) Una vez que el imperio de Carlomagno se trasladó más al centro de Europa y nació el Sacro Romano Imperio, los emperadores otonianos y sus gobernantes trataron de mantener su control sobre la iglesia. La disputa en torno a las investiduras fue la reacción de la iglesia frente al dominio del poder civil. c) Resuelto el conflicto a favor de la iglesia, se instauró en Europa la supremacía moral-religiosa, también política, de la iglesia que, en el papado de Inocencio III, dio origen a la entidad socio-política que conocemos como "cristiandad". d) La predominancia del poder eclesiástico-papal produjo pronto el nacimiento de la reacción antipapista que abogaba por la separación entre la iglesia y el estado, así como la autonomía del poder civil. Ya en 1100 apareció el "anónimo de York" insistiendo en que la voluntad de Dios, manifiesta en la consagración regia, es la superioridad del rey sobre el sacerdote. En una línea más "laica" (aunque con un uso impropio del concepto "laico") aparecen a fines de la Edad media autores tan importantes como Juan de Salisbury, Dante, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham (sin olvidar el pensamiento más original de Nicolás de Cusa).


En todo caso, queda claro que en la filosofía política medieval todos dan por supuesto que todo poder y autoridad descienden de Dios, según la visión teocéntrica y teocrática que venía de la patrística. De lo que se trataba era de mantener el sacerdotium y el impe1ium cada uno en su lugar apropiado según el designio divino. Sacerdotium e imperium tenían por encima a Dios como punto de referencia para argumentar el orden racional de la sociedad y de la iglesia.


Reforma, escolástica y iusnaturalismo ilustrado. La reforma protestante del XVI siguió aceptando el esquema teocéntrico-teocrático medieval, pero rompió definitivamente con la iglesia. La reforma entregó el poder, civil y religioso, en manos del imperium, pero el hombre seguía en un horizonte teocéntrico y la soberanía y autoridad divina seguía siendo origen de la autoridad socio-política. El estado velaba por la libertad de conciencia del súbdito en su interpretación de la Biblia: este era el designio divino manifiesto en la creación. La doctrina de Lutero sobre los dos reinos (de cristianos y de no cristianos) y sobre las dos gobernaciones (las correspondientes a uno y otro reino), al parecer inspirada en las ideas de san Agustín, trata de hallar un equilibrio que se mantiene en la idea del origen divino de la autoridad. La identificación entre la autoridad civil y la religiosa, dentro de un horizonte igualmente teocéntrico y teocrático es mucho mayor en Calvino; en nombre de la Verdad emprendió crueles persecuciones de herejes y de los incómodos anabaptistas. El teocentrismo se mantuvo también claramente en el anglicanismo inglés. Las colonias fundamentalistas en América eran también conscientes de su Verdad y de la justificación moral en su defensa (como se ve en el episodio de las brujas de Salem). La represión europea en nombre de la Verdad cristiana (verbi gratia, con la quema de brujas) fue mucho mayor en la Europa protestante que en la católica.


La escolástica supuso un avance considerable en filosofía social y política. Santo Tomás consideró a Dios como origen de la autoridad, según su filosofía teocéntrica y su doctrina sobre la ley natural. Pero el origen de la sociedad civil no era una ley divina positiva sino la luz de la razón natural (cuyo seguimiento era implícitamente aceptación de la ley divina). Las ideas de santo Tomás tienen una expresión más clara y radical en el derecho de gentes y filosofía del derecho en Francisco Suárez. El origen de la autoridad es Dios y su ley natural. Pero la sociedad nace a impulsos del uso de la razón natural. No existe una doctrina divina positiva sobre la sociedad sino la razón misma. Esta hace entender que Dios ha entregado su autoridad al pueblo, que posee la soberanía. Por el pactum subjectionis el pueblo entrega la autoridad al monarca y, si este no gobierna por aplicación de la ley natural, que es ley de Dios, está justificado a la rebelión e incluso al tiranicidio. Pero, en todo caso, en la escolástica, Dios sigue siendo el punto de referencia que da sentido al orden racional de la sociedad.


En el llamado iusnaturalismo europeo de la ilustración, siglos XVII-XVIII, se insistió más y más en la idea ya aportada por la escolástica: que el origen del orden social es el uso de la razón. Por una parte, esta racionalidad desciende de un orden teocéntrico que se sigue reconociendo; por otra parte, se rechaza que la iglesia católica haya actuado en la historia de acuerdo con el orden racional y la ley natural dimanados de Dios. Por tanto: razón teísta sí, pero iglesia no (de acuerdo con la tendencia general de la reforma). Johannes Althusius responde todavía al teocentrismo propio de la reforma, donde la sociedad cristiana refleja el derecho divino positivo de la Alianza veterotestamentaria. Pero en la línea de un creciente racionalismo teísta (no vinculado a la religión por el derecho divino positivo) están relevantes filósofos y juristas como Hugo Grocio, Samuel Pufendorf, Christian Thomasius y Christian Wolff, que ejercieron gran influencia en su tiempo.


La neutralidad ideológica y confesional de la modernidad. Esta evolución era ya un anticipo del próximo paso que debía tomar la filosofía política: fue el abandono del teísmo racionalista presente en la reforma, en la escolástica y en el iusnaturalismo, para concluir en un puro racionalismo naturalista. El orden social y político resultaba del ejercicio de la razón sobre las circunstancias de la naturaleza física, personal y social. Al mismo tiempo, al prescindir de Dios en la argumentación propia de la filosofía política no tenía sentido la autoridad del monarca como derecho divino, sino como resultado de un pactum con el pueblo poseedor de la soberanía. La desaparición de Dios y la naturalización racional del derecho se realiza poco a poco. La idea de Dios en los sistemas jurídicos queda primero como referencia residual en el constitucionalismo monárquico europeo, para desaparecer después completamente. Montesquieu, Locke, Hume, Adam Smith, los liberales y los utilitaristas, contribuyeron a relegar poco a poco lo religioso al ámbito privado. La Constitución americana fue el primer producto de la modernidad que mantuvo estricta neutralidad ideológica y confesional. La revolución francesa fue más allá que la americana en radicalismo antirreligioso. En el siglo XIX, poco a poco, más y más constituciones redujeron lo religioso a lo puramente residual o simplemente lo ignoraron, cuando no tomaron medidas en contra. En ciertos momentos, por ejemplo en el siglo XIX, hubo gran tensión entre la iglesia y la evolución de los sistemas políticos europeos; en parte, fue responsable el integrismo católico, beligerante para mantener la vigencia de la lógica del paradigma grecorromano (se ve en la lucha contra el liberalismo o en las circunstancias del pontificado de Pío IX).


El paradigma grecorromano ante la modernidad. Es evidente que al mirar al pasado desde la modernidad socio-política se tiene la impresión de que las circunstancias externas (la voluntad de los individuos que hacen la sociedad) ha sacado poco a poco tanto a Dios como a la iglesia cristiana del papel social que la doctrina socio-política del paradigma grecorromano le asignaba. Era un papel asignado a Dios, y a la iglesia (intérprete autorizado del orden natural y divino), que se fundaba en el orden racional creado por Dios que había sido descrito en la segura doctrina filosófico-teológica del paradigma grecorromano. Hubo un tiempo antiguo en que sociedad política e iglesia se coordinaban perfectamente aplicando el orden racional del paradigma grecorromano, aceptado por ambas partes. Este orden racional se había mantenido a través de siglos hasta entrar en el renacimiento. Desde entonces -a través de los nacionalismos europeos, de los constitucionalismos, las democracias, y otras filosofías políticas posteriores- el cristianismo se había quedado solo en la defensa del paradigma socio-político grecorromano. En realidad, la filosofía moderna no solo había procedido a un desmontaje del paradigma socio-político antiguo, sino también al desprestigio del más fundamental paradigma filosófico-teológico grecorromano. ¿Cuál fue la actitud de la iglesia católica ante este proceso? En el siguiente epígrafe, final de este capítulo, explicaremos nuestra opinión y lo que, a nuestro entender, es hoy la posición de la iglesia católica.


Conclusión. Intentemos recapitular la esencia de estas consideraciones. Es históricamente innegable que la iglesia asumió también una forma socio-política del paradigma grecorromano. Se identificó así con un papel teocrático que no solo fue coyuntural, sino forma coherente con la dimensión filosófico-teológica del mismo paradigma. No solo era que la iglesia asumía un papel integrante de la sociedad política, por fuerza de los hechos, sino que (y esto era mucho más importante) así debía ser de acuerdo con el orden creado descrito en la filosofía y en la teología del paradigma antiguo, primero en la patrística y después en los sistemas escolásticos, tanto tomismo como suarismo, que hemos tenido ocasión de estudiar. La iglesia se identificó con la lógica que la situaba en el marco de un orden socio-político teocrático. No creo posible poner seriamente en duda lo que se constata en la historia científica, desde el constantinismo de Eusebio de Cesarea, pasando por el teocratismo de Carlomagno y la Edad media, hasta el integrismo católico del siglo XIX (claramente manifiesto ya que su entusiasta identificación con el teocratismo antiguo le precavía de cualquier estrategia de ocultamiento y disimulo). Entrado el siglo XX la iglesia se hizo más prudente y contemporizadora. Por una parte, se mantuvo en los criterios esenciales de la lógica del paradigma grecorromano que instaba al reconocimiento de que solo Dios puede dar fundamento racional a la existencia personal y al orden sociopolítico y que, en consecuencia, la modernidad vivía en el error de promover un inviable "humanismo socio-político sin Dios ni religión". Pero, por otra parte, fue adoptando puntualmente, bajo presión de las circunstancias, una serie de adaptaciones ad hoc que preservaran las necesarias relaciones positivas con los regímenes políticos de la modernidad.


8. El paradigma grecorromano y su pervivencia actual en la iglesia


La tesis fundamental que defendemos es que el cristianismo primitivo, al integrarse en la cultura grecorromana, perfiló los rasgos de un paradigma (o sea, un marco general de referencia para explicar el cristianismo) que, aun variando a lo largo de los siglos al sufrir reformulaciones parciales, se ha mantenido hasta la actualidad. Por tanto, según nuestra tesis, el cristianismo actual seguiría en el paradigma grecorromano, tanto en la dimensión filosófico-teológica como en la dimensión socio-política. Al comenzar este capítulo ya hacíamos un enunciado de esta tesis. Advertíamos también que la sostenemos con ciertas matizaciones (hablábamos entonces de una pervivencia "difusa" del paradigma) que, tal como se anunciaba, deberíamos conclusivamente explicar. Ha llegado el momento de hacerlo.


Persistencia actual del paradigma antiguo. Antes de comenzar, hagamos una observación de principio. ¿Está la iglesia todavía realmente en el paradigma grecorromano? Si no lo estuviera, si lo hubiera superado, debería haber una alternativa percibible que fuéramos capaces de señalar y describir. ¿Existe esta alternativa en la actualidad? La verdad es que no la vemos. Si alguien piensa que esta alternativa existe, preguntaría, ¿cuál es? Nos referimos en general a la posición oficial de la iglesia y a la orientación de la mayor parte de la teología conservadora. Se hace por lo general una teología de amplia base patrística, siguen cultivándose los sistemas escolásticos en la mayoría de los seminarios y los grandes autores de amplia influencia, más progresistas, responden también al paradigma (así, el tomismo transcendental, Rahner o Teilhard, por ejemplo). Lo que sí existen son cambios, o adaptaciones ad hoc de la doctrina, nacidas de la presión inmediata de la ciencia y de la cultura; un ejemplo de estas adaptaciones son la aceptación de la teoría de la evolución, antes mencionada, o los matices que buscan suavizar por enmascaramiento el clásico dualismo griego. La línea de la iglesia se orienta a insistir en lo que ha sido el paradigma de la tradición y esto puede comprobarse al estudiar los supuestos filosófico-teológicos contenidos en los documentos oficiales. Hay, sin embargo, autores, o incluso escuelas, que han intentado enfoques nuevos, distanciándose del paradigma y han ensayado la propuesta de alternativas variadas, conocidas por todos. Pero estos autores no son la iglesia y apenas tienen influencia real en comparación con la dinámica oficial. Aquí hablamos de la iglesia y de su posición filosófico-teológica global. No obstante, es verdad que el cristianismo está sometido hoy a la presión externa de cambios en la política, en la sociedad, en la cultura, en la filosofía y en la ciencia, todos ellos promovidos por la modernidad. Por ello, primero, se ha extendido en la iglesia la sensación general de que el paradigma antiguo está anticuado y existe una tendencia a dejarlo en un segundo plano; por ello, en ocasiones, en personas más inteligentes (que no son todas), se nota una cierta resistencia a hacer uso del paradigma, limitándose a la pura proclamación del kerigma, en una pretendida búsqueda de algo así como un lenguaje kerigmático-teológico "puro". Pero, además, segundo, como decíamos, cuando la presión de la ciencia o la cultura es muy fuerte en algún punto concreto se realizan cambios novedosos ad hoc para salir airosos (pero sin replantearse nunca el paradigma en su conjunto, sea esto coherente o no). Todo ello produce la impresión de una presencia "difusa" e "insegura" del paradigma. A esto nos iremos refiriendo en lo que sigue.


8.1. Contenidos generales del paradigma grecorromano del cristianismo


El paradigma ha variado por escuelas, autores, épocas y debe entenderse de una forma general. Hay una serie de contenidos que describen en conjunto a qué perfil responde su visión del cristianismo. Las formas especiales que tomó (verbi gratia, san Agustín o santo Tomás) reflejan los principios generales; es posible que haya también versiones del paradigma en que deba hacerse alguna que otra excepción en relación a un contenido u otro (recordemos lo dicho antes sobre Teilhard de Chardin que se distancia de la ontología griega del paradigma pero se mantiene en su imagen teocéntrica). Cuando decimos que el paradigma pervive actualmente afirmamos que hoy -matizadamente, como explicaremos- mantiene con cierta flexibilidad estos perfiles. Nuestro recorrido anterior por la historia del paradigma grecorromano justifica, en efecto, el perfil general del paradigma que seguidamente exponemos con brevedad. Veamos, primero, los perfiles o contenidos generales, para después preguntarnos hasta qué punto y cómo se mantienen en la iglesia actual.


Autonomía de la razón filosófica natural. El paradigma reconoce y valora la existencia de la razón natural, previa a la adhesión al kerigma que constituye la fe. Este uso de la razón natural, asumido de la prestigiosa cultura grecorromana, consiste en conocer el mundo por medio de la argumentación sobre los hechos reales (bien construida por atenimiento a los principios lógicos). El uso de la razón es autónomo. Si se razona bien, el resultado no puede ser sino una aproximación a la Verdad que se proclama en el kerigma cristiano. Dada la naturaleza humana, el hombre debe procurar vivir según la razón, ya que esta legitima la conducta ético-moral de los individuos y de las sociedades humanas. La razón legitima también, por convergencia en una imagen final de las cosas, los contenidos básicos del kerigma cristiano. El paradigma entendió que la razón filosófica autónoma debía ser el gran aliado de la teología cristiana. El papel protagonista de la razón fue la gran aportación del paradigma grecorromano a la primera interpretación hebrea del kerigma. La autonomía de la razón natural y, al mismo tiempo, su convergencia con el kerigma fue defendida por la patrística desde las "razones seminales" de san Justino y fue patrimonio de la escolástica en el tomismo y en Suárez.


Epistemología racionalista garantista: la Verdad. La idea de la facultad de conocer y del uso de la razón, de acuerdo con la reflexión racional inspirada en la filosofía griega, permite la producción de conocimiento seguro y firme que instala al hombre en la Verdad. La razón no llega a conocer toda la Verdad en profundidad (la Verdad plena necesita del concurso del kerigma proclamado por Jesús), pero sitúa ya al hombre en la vía hacia la Verdad, con mayor o menor aproximación. El paradigma tiene, pues, una epistemología racionalista (que cree en la razón como fundamento del acceso humano a la Verdad); por ello es garantista (ofrece la garantía de que la razón es apta para conseguir sus fines y ofrece al hombre la seguridad que necesita). El paradigma rechazó todos los conatos de escepticismo que habían surgido en sectores filosóficos marginales de la cultura grecorromana (verbi gratia, Protágoras de Abdera). Igualmente, lo que se conoció durante siglos como las "censuras" de las tesis escolásticas (absoluta, metafísica, física, moral, lógica, etc.), y cómo se aplicaron a la calificación de las diferentes sentencias escolásticas, muestra el nivel de seguridad que fue propio del paradigma; incluso en el siglo XX la tesis escolástica de la existencia de Dios fue calificada con la censura de "certeza absoluta o metafísica". Este paradigma se movió en la seguridad racional de que en la naturaleza existía una "patencia de la Verdad", aunque la libertad humana pudiera negarla y situarse en el error. La seguridad de esta posesión de la verdad se tradujo en la seguridad de la organización socio-política fundada en la cosmovisión filosófico-teológica del paradigma.


Teocentrismo. El primer resultado de la razón es el conocimiento seguro de la existencia de Dios. La razón natural lo conoce como fundamento del Ser y origen creador del universo, de la vida y del hombre. La razón natural y el kerigma cristiano concuerdan en el reconocimiento de Dios como la Verdad. El hombre se ve así naturalmente en un universo que tiene por centro originario la realidad divina (teocentrismo). Este Dios personal crea el mundo de la nada, ex nihilo, y lo sostiene continuamente en el ser por su firme voluntad creadora que se extiende en el tiempo. La creación se produce de acuerdo con las ideas de las cosas, de los posibles y de los arquetipos racionales presentes ab aeterno en la mente divina. El conocimiento natural nos dice que Dios existe y que responde a ciertas propiedades. Pero, al apuntar a Dios por la razón (e incluso por el mismo kerigma cristiano) nos abrimos a la realidad divina desbordante como "misterio" transcendente e inabarcable. La razón no domina a Dios, sino que se hunde en el "misterio". Sabemos que Dios existe (que responde a las propiedades necesarias que le hagan ser "fundamento del ser") , pero no sabemos "cómo es la esencia divina en sí misma". Todo hombre está abierto al conocimiento natural de Dios y se mueve por ello en un horizonte "teocéntrico" que, al mismo tiempo es un misterio que el paradigma reconoce. Este teocentrismo abarca todas las escuelas de la patrística y, desde luego, es el eje de la filosofía escolástica. Sigue siendo un enfoque persistente en la actual versión del paradigma que insiste en que no es posible un "humanismo sin Dios", ya que Este es la pieza insustituible para entender la vida personal y colectiva de los hombres.


Ley natural. Dios al crear ha dotado al mundo de un orden racional que es reflejo de la Verdad eterna. Este orden racional objetivo nace de Dios y está realizado de acuerdo con las esencias de la mente divina (en el fondo una forma cristianizada de referirse a las ideas platónicas o neoplatónicas). El mundo tiene la forma esencial que Dios ha querido darle por su voluntad creadora. Por ello, la patencia natural de Dios como piedra angular del orden racional creado (teocentrismo) hace que el orden construido en el mundo se manifieste ante la razón como ley natural (lo que Dios ha querido establecer para la vida humana). Por ello mismo, por el teocentrismo en que el hombre se halla, la ley natural se convierte en ley divina. El orden natural refleja a la razón una ley divina que realiza el orden de la mente de Dios. El orden del universo ha sido diseñado por Dios y el hombre no puede alterarlo arbitrariamente sin contravenir la ley divina universal. El discurso filosófico, en la patrística, se halla principalmente en san Agustín, pero fue desarrollado plenamente por la escolástica. Hoy en día sigue siendo un elemento filosófico decisivo para entender el razonamiento católico oficial en muchas éticas y bioéticas.


El teocentrismo ético-moral. El hombre hace su vida por sus acciones: ser auténtico, vivir ética y moralmente, es ser fiel a su verdad humana, tal como es conocida por la razón natural. Es, pues, la razón la que hace conocer el orden teocéntrico de la realidad y la voluntad soberana de Dios al crear la ley natural. Ser auténticamente hombre -respondiendo a lo que la naturaleza humana es- consistirá en el acatamiento religioso de la realidad divina y en el sometimiento a la ley natural conocida por la razón. El cumplimiento del orden teocéntrico conocido racionalmente constituye para el hombre la realización ético-moral de su vida. Este orden teocéntrico es ya asequible a la razón natural y, por ello, pueden exigirse al hombre -al margen del asentimiento al kerigma proclamado por el cristianismo- el respeto racional a Dios y a la ley natural. La iglesia actual sigue argumentando, en armonía con el paradigma, que, sin este teocentrismo ético-moral fundado en un teocentrismo existencial más básico, no son posibles un humanismo real y un orden social bien fundado.


El teocratismo socio-político. El conocimiento del orden teocéntrico de la naturaleza no solo debe fundar la vida personal (religiocentrismo), sino también la organización socio-política (teocratismo). La razón impone el reconocimiento de la soberanía de Dios y del origen divino de la autoridad como fundamento del orden civil, así como el atenimiento socio-político a la naturaleza humana patente racionalmente en la ley natural. Este orden teocrático es independiente, pues, de la organización socio-política que la sociedad civil quiera libremente darse a sí misma (monárquica, constitucional, democrática... ), ya que en todas debe constituirse como fundamento justificativo. La seguridad natural absoluta del teocentrismo y de la ley natural-divina explica las vicisitudes socio-políticas de la iglesia a través del constantinismo, el imperio de Carlomagno, la disputa de las investiduras y de la cristiandad medieval, y la confesionalidad residual de los estados constitucionales monárquicos en los años de la modernidad. Solo una inmensa seguridad filosófica de poseer la Verdad, y de la patencia de esta en el orden natural, explica el control social de las costumbres hasta el grado en que se ejerció, la connivencia de la iglesia con los poderes civiles, los episodios de violencia y de guerra, los juicios y ejecuciones, el fanatismo (recordemos en la Edad media la historia de Juana de Arco), o la existencia de instituciones crueles como la inquisición romana o española. La historia es la que es y no puede ser negada, aunque sea penosa para la sensibilidad de los cristianos actuales. Puede decirse que la autoría intelectual de estos comportamientos, hoy vergonzosos, se debe atribuir al intenso sentimiento de teocratismo socio-político existente que iba unido al racionalismo dogmático del paradigma, radicalizado en algunos momentos de su historia (como fue en el medievo).


Ontología grecorromana. El que esto fuera así (epistemología racionalista, teocentrismo, religiocentrismo, teocratismo... ) se fundamenta en un pretendido conocimiento cierto de la ontología del universo, de la vida y del hombre tal como fue explicado en la filosofía grecorromana, perfeccionada después por el cristianismo, bien fuera platónico-neoplatónica (más en la patrística), bien fuera aristotélica (más en la escolástica). De acuerdo, pues, con esta ontología, el orden creado por Dios, el universo visible, respondía al modelo de las esencias presentes ab aeterno en la mente divina platónica; al entenderse el mundo creado según el nuevo modelo aristotélico en la escolástica (hilemorfismo, materia-forma), este apareció preferentemente como un mundo establemente construido, de seres con naturaleza definida por el diseño divino congruente con la ley natural. El mundo real era un mundo creado y estable en la forma en que había sido creado. En el paradigma grecorromano el sistema creado tendía a un cierto estaticismo, propio de la cosmovisión platónico-aristotélica (que se hizo algo más dinámica en algunos neoplatonismos, como en Plotino). Pero el mundo creado respondía también a una ontología dualista: así había sido hecho por Dios, tal como la ontología griega de Platón, Aristóteles y el neoplatonismo habían conocido. El dualismo recorre toda la patrística de principio a fin (con pocas excepciones de origen estoico), llega a la escolástica y se prolonga hasta nuestros días (Suárez eliminó en parte el dualismo, pero mantuvo el esquema aristotélico-tomista y consideró al alma humana como una ontología especial, simple y espiritual, creada directamente por Dios que fue también un esquema dualista limitado al hombre). La ontología racional griega -y más en general su cosmovisión- fue una parte integrante esencial del paradigma grecorromano en todas sus épocas. De esta ontología se derivaron con toda lógica los principios teocéntricos y teocráticos aplicados al entendimiento de la religión. El rescoldo de esta ontología, que ardió vivamente durante muchos siglos, todavía puede verse hoy en el mundo cristiano.


Convergencia entre razón y kerigma. Este paradigma consideró siempre la autonomía de la razón natural. Los resultados de esta apuntaban ya a la Verdad aunque por un camino puramente natural independiente; la razón podía conocer esta Verdad con certeza. El kerigma cristiano completaba esta Verdad natural y entraba en total congruencia con ella. Pero el kerigma dependía de la adhesión personal a la doctrina de Jesús y, para él, la Verdad era en último término el Misterio de Cristo. De esta manera el paradigma grecorromano se prolongaba hacia la explicación de los contenidos de fe propios del kerigma. Así pasa, por ejemplo, en la explicación de la Trinidad, abordada diversamente por san Agustín y por santo Tomás. El paradigma grecorromano influyó en explicaciones propias de los principales capítulos de la teología cristiana: creación, pecado original, antropología teológica, cristología, etc. El cristianismo no solo tuvo una filosofía grecorromana, sino también una teología consecuente que contenía una inmensa cantidad de "interpretación" sobrevenida al puro kerigma primitivo proclamado por los primeros cristianos. La huella del paradigma grecorromano abarcó así la totalidad del cristianismo y se extendió hacia una hermenéutica o lectura integral de la fe cristiana. El kerigma, el patrimonium fidei, se mantuvo, pero la hermenéutica condicionada por el paradigma antiguo introdujo en la teología deficiencias interpretativas que solo acabarán de superarse cuando la cultura cristiana salga del paradigma antiguo y entre en el nuevo paradigma de la modernidad.


Libertad racionalista y error humano. El paradigma mantuvo siempre un elemento esencial del kerigma cristiano: la libertad del hombre ante Dios. Los teólogos eran siempre conscientes de la importancia de la libertad humana para realizar el pecado y la santidad. La doctrina de Jesús transmitida en el kerigma proclamaba que Dios había creado un hombre libre y un orden natural que lo hacía posible. Sin embargo, al mismo tiempo, por la lógica de cuanto llevamos dicho, el paradigma mantuvo también la Verdad del orden racional teocéntrico manifiesto en la creación. Por ello, la libertad humana se entendió de forma racionalista: la Verdad es patente a la razón, pero el hombre tiene la capacidad de negarla. El ser humano posee un juego de libertad que debe ejercerse para autointegrarse en la racionalidad del orden objetivo, interior y exterior. Dios ha hecho al hombre libre para que "se autointegre libremente en el orden natural de la razón". Al negar el orden racional creado por Dios se coloca libremente en el "error". La razón sin Dios es un juego vano, ilusorio y erróneo. Por otra parte, la existencia de religiones no cristianas se consideraba también un error, aunque en parte justificable por la ignorancia, por falta de formación racional o por apego a las propias tradiciones e historia. Por tanto, el hecho de que hubiera increyentes (pertenecientes a la "ciudad sin Dios" de san Agustín o al "reino secular" de Lutero) y que hubiera religiones no cristianas planteaba un claro problema (ya visto por Lutero con su teoría acerca de las dos gobernaciones). Pero este hecho (la existencia de increyentes y no cristianos) no era una justificación suficiente, según el paradigma grecorromano, para que la sociedad cristiana creyente dejara de organizarse según los principios del orden racional instaurado por Dios y manifiesto en la ley natural. Una vez que la sociedad civil había conocido ya la Verdad (cristiana) no había argumentos para que no se organizara de acuerdo con la Verdad manifiesta en la creación para suscitar su reconocimiento. Aunque la Verdad no podía imponerse, porque debía ser asumida libremente, la sociedad sí podía tomar medidas represivas contra los impíos para que no alteraran con su impiedad el orden socio-político teocrático. Los comportamientos que la historia atestigua son, en efecto, congruentes con esta "lógica teocrática" porque en ella precisamente tuvieron su fundamento intelectual.


8.2. Pervivencia actual del paradigma grecorromano


Nuestra tesis es, pues, que este paradigma -respondiendo a los perfiles que han sido expuestos- pervive en la actualidad. En otras palabras: sigue siendo el presupuesto filosófico-antropológico desde el que se entiende el cristianismo, desde el que se toman las decisiones y desde el que se intenta explicar ante la sociedad la convergencia entre razón natural y kerigma cristiano. Pero, cuando decimos que "pervive", fa qué nos referimos? ¿Dónde pervive el paradigma? Lo hace, en nuestra opinión, a) en la línea teológica oficial de la iglesia católica, en documentos oficiales y en la actuación general de la jerarquía, b) en quienes, bien sean sacerdotes, teólogos, intelectuales católicos o pueblo creyente, siguen fielmente la línea oficial, apoyando la actuación unitaria de la iglesia ante la sociedad, c) en aquellas otras iglesias cristianas que, de forma similar aunque con peculiaridades, han mantenido también el mismo paradigma, al menos en algunos de sus perfiles. Por consiguiente, no ignoramos que haya filósofos y teólogos que se apartan del paradigma y tratan de proponerle alternativas. Aquí nos referimos ante todo a la pervivencia del paradigma en la doctrina oficial. Por otra parte, muchos cristianos, aunque no tienen formación ni preparación crítica (ver el capítulo I), tampoco se identifican vivencialmente con el paradigma y tienen la intuición vaga de que en realidad no es apropiado (o sea, que hay algo que "no funciona" en la explicación "al uso" del cristianismo, aunque no sepan concretar). Intuyen una iglesia anticuada porque arrastra el paradigma antiguo.


En todo caso, la forma en que el paradigma grecorromano pervive hoy en los espacios señalados (muy importantes porque representan la posición oficial de la iglesia) debe entenderse de acuerdo con algunos matices. No tiene, esto es evidente, la seguridad y nitidez que mantuvo hasta el siglo XIX y los primeros años del XX. El paradigma sigue vigente, es verdad, a nuestro entender, pero ya no con la fuerza de otros tiempos, sino con manifiesta inseguridad, suavidad, discreción y de forma débil o "difusa"; buscando, siempre que puede, su propio "camuflaje" e introduciendo las necesarias adaptaciones ad hoc. Al no confiar ya en el paradigma antiguo, aunque siga vigente y no derogado, se limita su uso a lo más esencial y la actuación de la iglesia se parece por ello cada vez más a la proclamación del kerigma en la iglesia primitiva, buscando algo así como una pura repetición de ese kerigma esencial. Es mejor el puro kerigma que una mala "interpretación". Pero, sin explicación, sin afrontar una teología desde la cultura de nuestro tiempo, el kerigma presenta inevitablemente signos manifiestos de debilidad y pierde fuerza de atracción. No es inteligible por la cultura moderna.


La inercia del corpus doctrinal grecorromano. La iglesia es consciente de que tiene tras sí un inmenso corpus de doctrina construida desde el paradigma grecorromano. La riqueza del pensamiento patrístico y de la escolástica son la gran herencia de una tradición interpretativa construida desde la racionalidad de la filosofía griega. La iglesia tiene la sensación de que ha estado en la Verdad y de que no puede dejar de enseñar lo mismo. Hay una grandísima resistencia psicológica a reconocer que ha habido deficiencias hermenéuticas y por ello la iglesia se sigue manteniendo con discreción en el paradigma antiguo, viéndose irremediablemente arrastrada por su inercia histórica de veinte siglos. ¿No es así? Si la iglesia ya no estuviera donde siempre ha estado durante siglos tras su inserción en la cultura grecorromana, deberíamos habernos enterado. Pero no hay ningún signo que nos alerte de que un cambio de paradigma de naturaleza tan importante se haya producido (las opiniones de teólogos individuales quedan aparte). Si, en efecto, se hubiera producido algún cambio en la posición oficial, deberíamos poder detectarla, pero, ¿dónde está la alternativa? ¿En qué consiste su contenido? ¿Dónde ha sido expuesta y cuáles son sus fuentes? En realidad la alternativa oficial, como decimos, simplemente no existe. Solo puede observarse la progresiva autolimitación a la proclamación del kerigma, en los términos comentados. En ocasiones hay silencios, pero de tanto en tanto aparecen signos inequívocos de que el paradigma sigue estando ahí. Pero, en todo caso, es claro que existe una colosal inercia que hace lógicamente pervivir el paradigma grecorromano por la gran riqueza de su incuestionable corpus doctrinal, pero al mismo tiempo con su incapacidad de conectar con la modernidad.


Signos positivos de presencia del paradigma. Son innumerables las pruebas de que el paradigma sigue estando vivo. Si recapitulamos lo acontecido hasta hace poco, no cabe duda de que en los siglos XIX y XX la escolástica ha sido la doctrina oficial tutelada por la iglesia: pensemos en la neoescolástica del XIX, la presencia de tomismo y de suarismo en el siglo XX (recordemos los nombres de Mattiussi, Manser o Fetscher), que siguen siendo todavía la doctrina oficial en la mayor parte de los seminarios. Los grandes filósofos y teólogos católicos más recientes se han movido también en el marco de referencia grecoescolástico: Gilson, Maritain, Prziwara, Von Balthasar, Fabro, etc. Además ni siquiera la renovación neotomista transcendental (integrada en el paradigma y en algunos sentidos incluso radicalizándolo, como antes vimos) o la filosofía evolutiva de Teilhard (en realidad también teocéntrica y bajo la órbita de influencia de la antropología tomista) se admitieron en la teología ordinaria; más bien fueron ignorados con reticencias críticas evidentes por la iglesia oficial instalada en una escolástica todavía más clásica. Piénsese que el heliocentrismo de Copérnico no fue oficialmente admitido por la iglesia hasta 1837 y la teoría de la evolución todavía era vista con sospechas y reticencias por el papa Pío XII en la encíclica Humani generis del año 1950 (aunque Juan Pablo II, en una hábil adaptación ad hoc, sí la admitiría sin ambages años después). Sin embargo, por otra parte, el mismo papa Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio se mantenía dentro del paradigma con toda claridad y proponía a santo Tomás como filosofía segura tutelada por la iglesia.


La posición oficial ha sido, y sigue siendo, que la razón humana ejercida correctamente conduce a la filosofía del paradigma tradicional. Igualmente se entiende que los resultados de la ciencia, correctamente valorados por la razón filosófica, son compatibles con el paradigma antiguo y lo refuerzan. Por lo general, el diálogo ciencia-teología tiene siempre el objetivo de mostrar que la ciencia es compatible con y refuerza el paradigma existente. Por otra parte, no olvidemos que el análisis de la doctrina moral de la iglesia (sobre todo cuanto atañe a la doctrina bioética actual) muestra también siempre una fundamentación lógica argumentativa construida desde los principios de la antropología fundada en el paradigma grecorromano. En general, un estudio más pormenorizado de la documentación eclesiástica mostraría con evidencia la pervivencia actual del paradigma. Muchos filósofos y teólogos se esfuerzan en apoyar el punto de vista oficial, conscientes de que defender las posiciones cristianas ante la sociedad es defender los principios que la iglesia todavía mantiene en concordancia con el paradigma oficial. Durante el pontificado de Juan Pablo II el paradigma antiguo ha reforzado su presencia en instituciones y centros universitarios católicos. Igualmente, los intentos de autojustificación teológica cristiana frente al mundo moderno apuntan siempre a mostrar que lo nuevo puede integrarse (interpretado correctamente por la razón filosófica) en el paradigma de siempre, reforzándolo desde nuevas perspectivas.


Signos pragmáticos de la iglesia ante la ciudad de los no creyentes o reino secular de la modernidad. Sectores muy amplios de la sociedad han dejado de reconocer el portentoso orden racional descrito por el paradigma grecorromano. La modernidad es un hecho que se ha impuesto al cristianismo, le guste o no, y está fuera de control. Los hombres han construido libremente órdenes racionales alternativos que les han separado de la iglesia. Hubo tiempos en que la seguridad de poseer la Verdad justificó subjetivamente a la iglesia para ejercer formas de control, incluso con la violencia, ante los disidentes que perturbaban el orden teocéntrico oficial. Es claro que la iglesia se sintió incómoda con el crecimiento de la ciudad agustiniana de los no creyentes. Pero con el tiempo (y sobre todo en la actualidad) la iglesia, progresivamente débil intelectual y socialmente, derivó a una aceptación pragmática de los hechos, asumiendo posiciones de tolerancia, e incluso de respeto, hacia las ideologías no cristianas de la modernidad. En último término, el ejercicio de la libertad humana, defendida esencialmente por el cristianismo, podía conducir a la ignorancia de la Verdad.


Pero la tolerancia y el respeto pragmático a la libertad no han mermado la persuasión eclesiástica de que se trata de "ídolos de la razón". Posiciones que cometen el error racional de no reconocer el orden teocéntrico natural objetivo, asequible al correcto ejercicio de la razón en todo hombre y testimoniado por el cristianismo. El hombre sin Dios está fuera de su Verdad ontológica, fuera de la Verdad racional cognoscible en las creaturas, y no es posible construir un "humanismo sin Dios". El hombre sin Dios está en el error antropológico, en un grave error en el sentido de la vida. Por ello, la iglesia se ha esforzado siempre en proclamar la "patencia de Dios" ante todo hombre y en hacer una llamada universal a que los hombres orienten su voluntad al reconocimiento libre del orden que Dios ha impuesto en la naturaleza. La iglesia ha llevado a todos los rincones del mundo su perplejidad ante el crecimiento de la "ciudad sin Dios", su denuncia como un error existencial y su llamada al reconocimiento libre del orden teocéntrico establecido por Dios como único camino para que el hombre halle su estabilidad, paz interior y felicidad. Esta actitud existencial religiosa puede seguirse con evidencia en el estudio de la documentación eclesiástica de los últimos siglos, incluyendo la más reciente.


Signos pragmáticos en la dimensión socio-política del paradigma. La perplejidad de la iglesia se ha extendido a la constatación de un hecho histórico incuestionable: la construcción libre de un orden socio-político al margen del reconocimiento de la realidad divina; es decir, al margen del orden racional que sitúa en Dios la soberanía primordial y el origen de la autoridad que ejercen los hombres en la sociedad civil. La emancipación socio-política, ignorando la realidad divina, ha sido progresiva. Comenzó ya en el renacimiento y tuvo sus primeras manifestaciones importantes en la constitución americana (primera constitución política de la modernidad) y en la revolución francesa. Pero en los siglos XVII, XVIII y XIX, la formación de algunas constituciones monárquicas siguió todavía por inercia mencionando lo religioso. Pero la iglesia aumentó su perplejidad viendo la deriva inevitable a la secularización política, ya definitiva en el siglo XX. También pragmáticamente se aceptó la situación de hecho con tolerancia y respeto a la libertad de opciones de la sociedad moderna. Pero se siguió denunciando la inviabilidad humana y social del orden político al margen del reconocimiento de Dios y del cumplimiento de la ley natural en que se manifiesta el orden racional diseñado por la voluntad divina. El orden político de la modernidad, si hubiera sido auténtico y fiel a la verdadera antropología humana, hubiera debido reconocer la realidad de Dios y los principios de la ley natural como origen y fundamento del orden político. Tolerancia no ha supuesto ceder en la persuasión de los principios fundamentales.


La firmeza que estas convicciones tuvieron hasta hace poco se hace patente cuando se estudian las discusiones que en el concilio Vaticano II tuvieron lugar en torno al decreto de libertad religiosa. Sectores conservadores, dirigidos por el entonces cardenal Ottaviani y apoyados por obispos españoles que defendían el estado confesional español en el régimen político del general Franco, trataban de argumentar a partir del principio de que "la Verdad no puede tener los mismos derechos que el error", todavía repetido por muchos padres conciliares. Esto sucedió hace muy poco tiempo. La "autonomía del orden temporal", según el concilio Vaticano II, no quería decir que el orden político -aun siendo autónomo frente a la iglesia en su campo- no debiera reconocer la Verdad natural de Dios. El orden político-constitucional de la modernidad estaba en el "error" de no reconocer a Dios como fundamento racional último del orden social y político; el laicismo consecuente cometía también el error de no reconocer a Dios. Haber reconocido a Dios no hubiera mermado la autonomía legítima del orden temporal. Sin embargo, aun considerando el error de un orden político sin Dios, la iglesia toleró, reconoció y respetó pragmáticamente lo que la sociedad política moderna había elegido en el ejercicio de su libertad. El laicismo fue poco a poco más y más aceptado como una manifestación evidente de adaptación ad hoc del pragmatismo de la doctrina socio-política cristiana.


"Testimonio de la Verdad" y "denuncia testimonial del Error". Por tanto, la posición de la iglesia a lo largo de los últimos siglos -de crecimiento de la ciudad sin Dios y de la sociedad políticamente secularizada- ha tenido como una doble vertiente. Por una parte, ha dado, desde su perspectiva, "testimonio de la verdad"; es decir, del orden racional teocéntrico, religiocéntrico y teocrático, tal como era racional y teológicamente justificado en el paradigma grecorromano sostenido durante siglos. Pero, por otra parte, este mismo testimonio positivo se convertía en una "denuncia testimonial del error" de la sociedad secular sin Dios, ya que esta no respondía debidamente al orden racional verdadero al defender el "antihumanismo" del "humanismo sin Dios", bien fuera personal o socio-político. Por consiguiente, en consecuencia, la iglesia fue percibida por muchos como el "aguafiestas" que con vehemencia denuncia a los individuos y a la misma sociedad política por estar erróneamente "fuera del orden racional". Por ello, tanto el testimonio como la denuncia tienen dos fundamentos: la razón natural autónoma (en clave grecorromana) y el kerigma cristiano convergente con la razón natural (en clave de fe y adhesión personal libre). Para el paradigma vigente ambos fundamentos (razón y fe) son convergentes y complementarios. Pero en parte son independientes. Tanto el testimonio como la denuncia pueden hacerse en nombre del orden racional autónomo dado en la ley natural. Por ejemplo, en denuncias morales que no pueden fundamentarse en la fe -ya que esta es solo aplicable a los creyentes-, pero que pueden fundarse en la razón natural aplicable al hombre y al orden social. La iglesia, pues, ha seguido testimoniando y denunciando que "el mundo secular" está sumido en el "error" por no estar ni en el orden racional de la naturaleza ni en el orden sobrenatural de la revelación cristiana.


Signos de camuflaje estratégico del paradigma. En la segunda parte del siglo XX, la iglesia presenta, en nuestra opinión, signos objetivos de actuar en conformidad con una estrategia de "camuflaje del paradigma". Se hace siempre a instancias pragmáticas de su actuación en una sociedad en que debe tolerarse y respetarse el "error" que, en definitiva, es resultado de una libertad humana y religiosa querida por Dios. Un ejemplo: la laicidad y aconfesionalidad estatal, ya presentes en las constituciones de la modernidad. El orden racional y teológico descrito en el paradigma no admitía el "humanismo social sin Dios" presente en estas constituciones, pero el pragmatismo obligaba a admitir, tolerar y respetar, tanto el estado laico como la aconfesionalidad (aunque el orden racional debiera reconocer la realidad de Dios). El cristianismo se ha visto finalmente obligado a convivir con la modernidad y ello ha impuesto sus servidumbres: silencios y adaptaciones ad hoc. En los últimos tiempos, se podrían reseñar muchas otras actitudes de la iglesia en que se manifiesta esta misma estrategia pragmática. La iglesia ha procurado obrar siempre con suavidad, discreción, respeto y de forma "difusa", sin agudizar nunca el radicalismo de sus propios principios, sino más bien tendiendo a olvidarlos y a camuflarlos en cuanto sea posible. Esto conduce a una tendencia al "camuflaje" de un paradigma que podría "herir" a personas y grupos ideológicos, instituciones y estados con los que deben mantenerse buenas relaciones pragmáticas.


La estrategia del "incompromiso hermenéutico". Estos comportamientos pragmáticos se apoyan, en el fondo, en algo que, al parecer, puede observarse "si sabemos leer correctamente entre líneas". Me refiero a la hipótesis de que la misma iglesia cristiana -aunque no pueda hacer de momento sino defender el paradigma grecorromano que constituye su rica tradición-, sin embargo, intuye que el paradigma está ya "fuera del tiempo" y, por tanto, procura sacarlo a relucir solo cuando no hay ya otro remedio, pero que se oculta (no se menciona) cuando es posible. Esto no siempre es así, ya que, por ejemplo, Juan Pablo II se movió siempre con soltura y sin complejos dentro de los rasgos más obvios del paradigma. Pero esta estrategia de "olvido del paradigma" lleva consigo que, en muchos casos, la palabra doctrinal de la iglesia (y de muchos cristianos) se vaya reduciendo más y más a la "pura proclamación del kerigma". Se trata de una proclamación que ignora (en lo que puede) el paradigma que hasta hace poco se exhibía sin complejos. Al proclamar solo el kerigma (poniendo entre paréntesis el paradigma grecorromano) se cae en un déficit explicativo que conlleva un "incompromiso hermenéutico". Hemos dicho que parte esencial de la misión de la iglesia al proclamar el mensaje kerigmático de Jesús era hacerlo inteligible desde la cultura del tiempo; a este principio respondió la iglesia primitiva y por ello se construyó el paradigma grecorromano. Por lo tanto, el "incompromiso hermenéutico" significa que la iglesia -al intuir que el único paradigma de que dispone "no vende"- renuncia a "explicarlo según la cultura humana" y se limita a "proclamarlo". El kerigma es suficiente, evidentemente, para suscitar en el hombre la adhesión existencial. Es lo que pasó en la iglesia primitiva. Pero, una pura proclamación que renuncia al logos de la cultura coetánea, no es lo que el cristianismo merece. Afrontar el esfuerzo hermenéutico es exigencia ineludible de la misma lógica de la fe, como siempre se hizo. Sin embargo, si se revisan los mensajes contenidos en muchos documentos eclesiásticos, vemos que cada vez más, en efecto, responden a esta actitud hermenéuticamente incomprometida. Esto tiene una consecuencia negativa: el cristianismo se parece más y más a un mensaje esotérico al margen de la racionalidad de la cultura.


Manifestaciones teológicas de la crisis del paradigma en el siglo XX: nouvelle theologie y teología kerigmática. Hemos afirmado en lo anterior que a lo largo del siglo XX ha ido in crescendo la crisis del paradigma antiguo y en la historia de la teología hallamos manifestaciones a nuestro entender evidentes de esta crisis. La forma que el paradigma oficial había tomado en los últimos tiempos (XIX y XX) se había centrado en una insistencia en su versión escolástica. Como hemos visto, la renovación neoescolástica, por una parte, que seguía instalada en los sistemas tomista o suarista, y, por otra, la línea de renovación inspirada en Blondel que acabaría conduciendo a Maréchal y, sobre todo, a Karl Rahner. La crisis se manifiesta en que numerosos círculos católicos comienzan a criticar la hermenéutica escolástica (bien sea neoescolástica tomista o tomismo transcendental) porque les parece inadecuada para presentar el cristianismo ante los tiempos modernos. Entonces, ¿qué alternativa se presenta? Podemos responder con precisión, ya que este enfoque aparece primero con menos entidad, pero se refuerza en el curso de la segunda mitad de siglo XX: en lugar de la hermenéutica escolástica se propone la pura presentación en toda su fuerza del kerigma cristiano. Para estos autores será la fuerza misma del kerigma, hasta ahora oscurecida por una teología (filosofía) inapropiada, la que arrastre hacia la fe y haga inteligible el cristianismo en nuestro tiempo. Recurrir a la proclamación del "puro kerigma" desde la conciencia de que el paradigma antiguo está en crisis, coincide con la actitud detectable en representantes de la iglesia que antes hemos calificado como "incompromiso hermenéutico". Quienes piensan así afirman que la proclamación del kerigma es la opción correcta para que el cristianismo sea entendido en nuestro tiempo. Por tanto, "incompromiso hermenéutico" quiere decir prescindir de marcos filosóficos (y más los antiguos al uso, o sea, la escolástica), pero no es prescindir del deseo de que el cristianismo se haga inteligible en la modernidad. Para ello, su mejor hermenéutica es entonces prescindir de las hermenéuticas filosóficas y presentarse en la fuerza proclamadora del puro kerigma. Todo esto muestra, en efecto, que parte de la iglesia ha percibido sin lugar a dudas que "lo hermenéutico antiguo" ya "no funciona". Y, al no disponer de hermenéuticas sustitutorias, se recurre a lo único que queda dentro de la auténtica lógica cristiana: la pura proclamación del kerigma. Sin embargo, para explicar con precisión qué queremos decir son necesarios todavía algunos matices.


Pero, ¿qué quiere decir "proclamar el kerigma" en nuestro tiempo? Es evidente que no puede querer decir sino proclamar la doctrina de Jesús, el mensaje de sus Palabras y de sus Hechos, y, al mismo tiempo, la adhesión existencial de la fe a la Persona de Jesús de Nazaret. En esta proclamación consiste precisamente el kerigma que toma forma en la iglesia primitiva y que se engrandece a medida que la Tradición de la iglesia lo ha ido profundizando al crear el corpus de la Tradición en el patrimonium fidei. En consecuencia, asumir esta proclamación en nuestro tiempo supone algunos principios. A) En su esencia es, por tanto, rehacer en toda su fuerza el kerigma primitivo, yendo a sus fuentes para entenderlo en su contexto histórico y en toda su fuerza existencial. Esto supone enriquecer los estudios de la teología bíblica y lo que fue la vivencia del kerigma en la iglesia primitiva. B) Para presentar a la cultura moderna la fuerza del kerigma no basta retrotraerse al nacimiento de la iglesia, sino que debe afrontarse la enriquecedora tarea de rehacer cómo ese kerigma ha sido vivido a lo largo de la historia. Lo importante no es hacer fuerza en los sistemas filosóficos como tales que en su tiempo fueron una perspectiva hermenéutica (grecorromana como hemos explicado), sino en descubrir cómo en ellos se vivía la esencia del kerigma y de la experiencia cristiana. Hacer teología desde esta "narrativa histórica", por tanto, es pasar por alto la presencia de lo circunstancial (el esquema grecorromano) para descubrir lo esencial, a saber, la vivencia del kerigma como fe en un contexto existencial. C) La proclamación de este kerigma, iluminado por la iglesia primordial, por la Tradición y por la fe actual de la iglesia, no es tanto una cuestión de conceptos como una "razón del corazón". Los primeros cristianos no abarcaban la riqueza conceptual vertida en la predicación de Jesús, pero vivían una intensa adhesión a Jesús "desde el corazón". Por ello, la proclamación del kerigma ante el mundo actual no debe ser vista solo como "razones conceptuales", sino como "razones del corazón" que hacen intuir vivencialmente que solo Jesús resuelve la angustia existencial de la vida. D) Por consiguiente, el objetivo de esta teología "proclamadora" deberá ser siempre presentar en toda su profundidad y grandeza en relación a la creación, a la existencia del hombre y a la sociedad, la plenitud, la emoción y la belleza estética del kerigma cristiano y de la adhesión existencial a él. Esta grandiosidad del kerigma deberá ser la fuerza de atracción que lo haga inteligible en nuestro tiempo. Por tanto, la crisis del cristianismo en nuestro tiempo no se superará por una "reducción de la fe" a los condicionamientos de la modernidad, sino por la "vuelta del cristianismo a sí mismo en toda su profundidad". E) Creo además que para entender cómo ve esta teología la proclamación del kerigma es necesario plantear una pregunta: ¿hasta dónde es posible hacer una teología desde el "incompromiso hermenéutico" (al margen de toda filosofía)? Esta teología, en efecto, se caracterizó por su distancia crítica de toda propuesta hermenéutica (de la grecorromana, pero cambien de la filosofía y de la ciencia actual). Sin embargo, a esta teología también le es inevitable el "realizar la proclamación" usando palabras, frases y contextos explicativos. ¿De dónde los saca, ya que no se identifica con un sistema filosófico "de fondo" que le permita construir explicaciones según una lógica definida? A mi entender, para clarificar este punto, debemos hacer dos observaciones. a) Usa el lenguaje ordinario (en el sentido de lo que es un "metalenguaje" de referencia en la teoría del conocimiento). En él halla una visión ordinaria del mundo, de la vida y de la existencia humana que aplica como criterio explicativo sin más profundización. B) Por otra parte usa también eclécticamente intuiciones filosóficas de uno u otro autor o escuela, pero de forma puntual que no hace fuerza en los sistemas. Así, para poner un ejemplo, se habla del "iluminismo" de san Agustín, pero sin hacer fuerza en su "sistema". Así, igualmente, se aplican criterios puntuales de santo Tomás, de san Ireneo o de la Estoa, sin que ello suponga compromiso con sistema filosófico alguno (teniendo en cuenta, además, como criterio general, que solo interesa en la narrativa histórica recoger la vivencia del kerigma y no los sistemas filosóficos que se aplicaron).


A fines del siglo XIX y comienzos del XX apareció un movimiento teológico que se denominó "modernismo" porque -con una intención sin duda buena- pretendía "modernizar" la iglesia católica. Fue un movimiento amplio, muy extendido, que tocaba con sus propuestas campos muy variados (cultura, filosofía, conexión de la fe con la ciencia, teología y exégesis bíblica, historia, iglesia, etc.) y que contaba con autores sobresalientes, como Alfred Loisy. Su propuesta de "cambio" no fue apropiada ni prudente, sembró desconcierto, y fue condenada por la iglesia, primero en un decreto del Santo Oficio y, poco después, por la encíclica de Pío X titulada Pascendi (1907), viéndose incluso obligado el mismo Pío X en 1910 a introducir el llamado "juramento antimodernista" que se mantuvo durante medio siglo. El modernismo no acertó en promover un acercamiento de la iglesia a la modernidad, pero es una prueba de lo que aquí decimos, a saber, que en el siglo XX fue creciendo en la iglesia la sensación de que era necesario un repensamiento del cristianismo en el nuevo tiempo de la modernidad. Por otra parte muestra hasta qué punto la iglesia se defendía aún con vehemencia en las trincheras ideológicas del paradigma grecorromano. Como en otros capítulos diremos es comprensible la actitud de la iglesia porque probablemente no había llegado el momento del cambio (aunque se demorara ya varios siglos) y, en realidad, no había alternativa viable (el modernismo no lo fue). En todo caso, debemos aclarar que el modernismo, aunque contenía algunos elementos de la posterior "teología proclamadora del puro kerigma" (como una cierta referencia al entendimiento del cristianismo como pura narrativa histórica), es algo distinto.


Este tipo de teología puramente kerigmática nace ya entrado el siglo XX y se configura poco a poco, quizá incluso sobre el rescoldo histórico del modernismo. Nació en Francia y, aunque a no todos les parezca bien, se conoce como Nouvelle Théologie. Marie-Dominique Chenu se formó como dominico en la tradición tomista de Le Saulchoir y nunca renunció a ella. Pero propugnó una interpretación no intelectualista de santo Tomás que se distanciaba de la escolástica al uso, como era la de su maestro Garrigou-Lagrange. Reaccionó por ello con gran vehemencia al intento de imposición de las famosas 24 tesis tomistas, redactadas por el jesuita Mattiussi, para controlar la enseñanza católica. Su teología, en principio una pura escucha de la palabra de Dios en la proclamación del kerigma, respondía ya a las tendencias antes expuestas. La historia era para Chenu la realidad en que se ha vivido la palabra de Dios y es la fuente de nuestra vivencia de la fe. Lo que en ella se descubre no son abstracciones conceptuales, sino la vivencia del encuentro con Dios. Solo este tipo de teología podía hacer presente el cristianismo en la historia del Cosmos (Teilhard) y en la historia humana. Fue en diversas ocasiones condenado por el Santo Oficio, acusado de modernista, pero al final rehabilitado. Sin duda en conexión con las ideas de Chenu, el jesuita Henri de Lubac es quizá el teólogo más representativo. Tras la encíclica Humani generis (1950), en que Pío XII quiso atajar las críticas de la Nouvelle Théologie al intelectualismo escolástico (que seguía siendo protegido por la iglesia), se le retiró la docencia, siendo más tarde rehabilitado por Juan XXIII al hacerlo teólogo del Vaticano II (y Juan Pablo II le hizo Cardenal). La inserción en la fe y la proclamación del kerigma es de nuevo existencialista, mística, personalista y recibida de la fe viviente en la Tradición de la iglesia (no de los sistemas filosóficos del pasado). Sus ideas tuvieron un protagonismo especial en la discusión en torno al problema de la naturaleza-Gracia que en su tiempo se planteó. Estuvo influido por Blondel, Maréchal y Teilhard, pero hizo de ellos una lectura mística concordante con su posición personal. En la misma línea hay que recordar a Jean Danielou (jesuita, también nombrado cardenal por Pablo VI en 1969). De nuevo un cristianismo entendido como experiencia existencial persona lista integrada en la vivencia de la fe en la Tradición: una tradición de experiencia, no de sistemas filosóficos. En su teología hay una incidencia en lo socio-político (la experiencia comunitaria cristiana como testimonio de la fe) y una importante referencia al diálogo interreligioso (con enfoques no del todo acertados, a nuestro entender). Sin embargo, la gran figura de este modo "puramente kerigmático" de entender la teología no es francesa sino el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar. Su teología, en efecto, es una majestuosa presentación de la grandeza y de la profundidad de la imagen del cosmos, de la vida y del hombre en el cristianismo. Hombre de una extraordinaria cultura eleva la vivencia de la fe en el kerigma cristiano a una experiencia mística y estética de extraordinaria fuerza de arrastre. Por ello estuvo Balthasar en una firme oposición de todo intento de adaptación de la cosmovisión cristiana a la modernidad que pudiera lesionar la verdadera esencia del kerigma. No podemos recapitular aquí el conjunto de su rico pensamiento, expuesto al estilo alemán en largas y complejas composiciones. Pero no quiero dejar de mencionar la "teología de la kénosis" en el marco de su obra Teodramática en que presenta el drama de la historia humana explicado desde la revelación cristiana. Es evidente que, dado el protagonismo que tiene también en nuestro ensayo esa misma "teología de la kénosis", debemos ver a Balthasar muy cercano, aunque desde su punto de vista propio, a las tesis que defendemos.


Es obvio que la Nouvelle Théologie y el impacto de la calidad de los teólogos que la han defendido debía influir en otros muchos autores similares (verbi gratia, Congar). Es imposible proceder a enumerarlos, ni siquiera interesa que lo hagamos. Pero sí es importante observar que el papa Juan Pablo II, Karol Wojtyla, se movió en un marco de filosofía personalista, abierto con simpatía a este tipo de teología, pero que siguió defendiendo equilibradamente el marco escolástico clásico con sus implicaciones racionalistas. En cambio, el papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, construyó su teología -como concluyen sus intérpretes identificándose con claridad con las posiciones de esta teología puramente proclamadora del kerigma. En sus tiempos criticó la intelectualización del cristianismo desde sistemas filosóficos escolásticos e hizo una lectura agustiniana y existencialista de la teología como experiencia vivencia! de la fe, también recogida desde la historia y la Tradición. En esta línea personalista y existencialista (no solo proposicional) entendió también Ratzinger la Revelación desde sus tiempos de perito del concilio Vaticano II. Para Benedicto XVI la racionalidad profunda del cristianismo es más su misma imagen revelada de la realidad en el kerigma, asumida personalmente como vivencia de sentido, que una conceptualización abstracta montada desde los sistemas escolásticos "racionalistas". Un lugar teológico muy importante que nos sirve para evaluar la influencia de la teología kerigmática es el mismo concilio Vaticano II. Es sabido que, una vez reunidos los padres conciliares retiraron el conjunto de documentos que habían sido preparados por el equipo del cardenal Ottaviani de acuerdo con los principios rigurosos de la teología escolástica grecorromana oficial y fueron sustituidos por los nuevos documentos, incomprometidos hermenéuticamente y más cercanos a lo que en aquellos años era la nueva teología puramente kerigmática que defendían los peritos conciliares más prestigiosos como eran Chenu, de Lubac, Danielou y el mismo Ratzinger.


Un tema teológico crucial en que la Nouvelle Théologie obligó a matizar tanto a quienes seguían en la neoescolástica clásica (tomismo o suarismo) como a los defensores del tomismo transcendental kantiano (Maréchal, Rahner), fue el entendimiento cristiano de la relación entre la naturaleza y la Gracia. Para la escolástica el mundo natural producía el conocimiento de Dios y, en consecuencia, la religiosidad, por un puro juicio ontológico sobre el mundo físico. En Rahner el excessus transcendental sobre el ser-en absoluto (Dios) o anticipación (Vor-Begriff) situaba al hombre ante Dios, esperando existencialmente en la historia que resonara su Palabra (Oyente de la Palabra). Parecía, pues, que la vida humana estaba abierta como a dos dimensiones de realidad paralelas: la naturaleza orientada por la razón y la Gracia producida por la presencia real de Dios en la historia (por el Espíritu y por Cristo). La síntesis de estas dos niveles cuasiparalelos debía unificarse ya que el hombre real debía vivir siempre su religiosidad desde la experiencia unitaria de la Gracia, en el Espíritu y en el logos de Cristo.


En todo caso hay que insistir en que en esta teología kerigmática de la proclamación de la pura Palabra de Dios se mantienen los rasgos fundamentales del paradigma grecorromano (tal como los hemos expuesto). Aunque se intente abandonar los sistemas filosóficos clásicos (y así manifiestan su crítica a los sistemas filosóficos), se mantienen los rasgos que habían sido inducidos por el paradigma antiguo en la teología cristiana: ante todo el teocentrismo y el religiocentrismo, donde el cristianismo se presenta corno la única cosmovisión que puede hacer al hombre "hombre", incluso obviamente en su condición natural. La imposibilidad de un "humanismo sin Dios", de una "ciudad sin Dios", lleva siempre inevitablemente al "drama del humanismo ateo" (de Lubac). También Teilhard de Chardin (corno antes se argumentaba), aunque ya no sostenía una ontología escolástica grecorromana, permaneció sin embargo en el teocentrismo del paradigma antiguo.


A nuestro juicio, la teología kerigmática ha hecho "virtud" de una "necesidad histórica". La historia había llevado a la iglesia cristiana a intuir que el paradigma antiguo ya no servía. El resultado era su camuflaje y el "incompromiso hermenéutico" (no comprometerse con los sistemas filosóficos en entredicho). Pues bien, esta teología ha hecho de la necesidad (la crisis filosófica del paradigma) la virtud de mirar al puro kerigma para aprender a describir su grandeza vivencia! desde una contemplación global de la historia y de la Tradición. Este engrandecimiento es sin duda una aportación enriquecedora (verbi gratia, la estética cristiana de von Balthasar). Si se es cristiano, por tanto, ¿qué sentido tiene no alegrarse en esta profundización en la vivencia del kerigma? Frente a un "compromiso hermenéutico" sin calidad (tal como se ve en la mayor parte de los casos), la teología kerigmática da de lado a la hermenéutica, pero mediante una proclamación del kerigma con una nueva calidad que lo enriquece (y que, apurando, se podría considerar como la intrínseca "fuerza hermenéutica" del puro kerigma).


Nuestro ensayo ante la teología kerigmática. Llegados a este punto parece conveniente exponer con precisión cuál es la posición de nuestro ensayo ante este tipo de teología. No hay duda de que aclarará nuestro punto de vista ante una tendencia actual de muchos teólogos. Al hacerlo deberemos apuntar anticipadamente a las tesis que más adelante se argumentarán en otros capítulos.


1) La tesis de nuestro ensayo se centra en denunciar que el paradigma grecorromano, en lo que tuvo de filosofía antigua y sus derivaciones (no en lo que aquella teología tuvo de vivencia kerigmática de la fe) no es hoy aceptable (capítulos IV y V). Por tanto, por cuanto la teología kerigmática es una profundización en el contenido mismo del kerigma (que prescinde de los contenidos filosóficos antiguos por principio, tal como hemos expuesto), mostrando su grandeza y profundidad desde la Tradición, nuestro ensayo no solo acepta esta nueva riqueza sino que puede ser integrada en la nueva hermenéutica del cristianismo que proponemos. Un ejemplo: la teología de la kénosis de von Balthasar, antes mencionada.


2) No obstante, en nuestro ensayo defendemos con firmeza que la opción por la teología puramente kerigmática (haciendo de necesidad virtud) no basta; por tanto, consideramos que no es la actitud teológica correcta y solo se entiende como talante teológico en una situación de emergencia (por la crisis del paradigma antiguo, como en realidad ha sido). De ahí que, aunque solo sea formalmente, estamos de acuerdo con lo antiguo, ya que consideramos que la teología cristiana debe afrontar el esfuerzo hermenéutico, tal como hizo la tradición cristiana al crear el paradigma grecorromano y vivir en él hasta nuestros días (la nouvelle théologie es solo de las últimas décadas y, además, el paradigma grecorromano sigue siendo la doctrina oficial). Ahora bien, si se impone la persuasión de que la hermenéutica antigua no sirve, entonces lo correcto es buscar la nueva hermenéutica que se hace posible en la modernidad (que "debe hacerse posible" si Dios es el autor de la creación que el mundo moderno conoce con mayor precisión). Nuestro ensayo es, en último término, una búsqueda consecuente de esa nueva hermenéutica.


3) Si la nueva hermenéutica todavía no existe y las que han sido propuestas son fragmentarias y no parecen ser aceptables (modernismo, Teilhard, teología de la liberación, teología del proceso, etc.), entonces quizá la única solución in vía sea un "incompromiso hermenéutico" de calidad (teología kerigmática). Sin embargo, la tesis fundamental de este ensayo es proponer la nueva hermenéutica a que conduce el mundo moderno: el paradigma de la modernidad. Si esta propuesta es aceptable, o no lo es, constituye precisamente lo que este ensayo somete a consideración, desde el soporte argumentativo que lo justifica.


4) Consideramos, además, que esta nueva hermenéutica científico-filosófica-teológica sería la forma debida de llevar a cabo el programa de la misma teología kerigmática (a saber, profundizar existencialmente en la vivencia del kerigma en la Tradición). Esta teología, en efecto, hace uso, inevitablemente, de una hermenéutica imprecisa y ecléctica (conocimiento y lenguaje ordinario o contenidos puntuales de los grandes autores, según lo antes dicho). Pero, frente a esto, lo correcto (como hizo a su manera el paradigma antiguo y oficialmente nadie ha derogado) es situarse en una imagen del universo, de la vida, del hombre y de la cultura, reflexionada con precisión hasta permitir construir un lenguaje ordenado que muestre cómo la Voz del Dios de la Revelación es la misma Voz del Dios de la Creación. Es esta hermenéutica la que daría acceso a proclamar en nuestro tiempo el kerigma en su verdadera grandeza intrínseca (este era el programa de la teología kerigmática). Un ejemplo: la teología de la kénosis de von Balthasar. Creemos que la hermenéutica propuesta por nuestro ensayo (como veremos en capítulos posteriores) es el marco para profundizar, desde la creación y desde la cultura, en el verdadero alcance de la teología kenótica propuesta por von Balthasar.


5) La teología kerigmática ha criticado lo que llaman "adaptación al mundo" (como se ve en von Balthasar y, al parecer, también en el papa Benedicto XVI). Frente a ello defienden que la forma de hacer inteligible el cristianismo en nuestro tiempo es profundizar en el mismo contenido intrínseco del kerigma. No se trata de adaptar la iglesia al mundo, sino de que el mundo entienda que solo en Cristo puede alcanzar, personal y socialmente, su plenitud. Es sabido que no pocos autores de esta corriente han criticado incluso algunos de los enfoques (por ellos considerados algo "simplistas") de la constitución Gaudium et Spes en el concilio Vaticano II. Pues bien, nuestra propuesta hermenéutica no es "adaptar el cristianismo al mundo moderno", sino escuchar la Voz del Dios de la Creación (desde el conocimiento que permite el mundo moderno) para profundizar desde allí en la hermenéutica intrínseca del kerigma. Es esta nueva hermenéutica la que, a nuestro entender, permitirá la proclamación inteligible de la integridad del kerigma ante el mundo moderno (que es lo que, en último término, responde al programa de la teología hermenéutica).


6) Por consiguiente, a nuestro juicio, la teología kerigmática tiene solo una justificación "de hecho" (coyuntural), pero no "de derecho" (no es lo debido en lógica teológica). Por ello, aunque fuera desde una filosofía insuficiente, la neoescolástica residual y el neotomismo transcendental del XIX-XX estaban formalmente en un enfoque más adecuado. Esta teología kerigmática responde con calidad al "incompromiso hermenéutico", ha sido una salida más bien coyuntural a la crisis del paradigma y, en el fondo, ha heredado del paradigma antiguo sus posiciones más características (como el teocentrismo y el religiocentrismo). Más adelante se explicará la nueva imagen de la realidad proporcionada por la ontología de la ciencia y en qué sentido científico-filosófico-teológico la nueva imagen de la obra del Dios de la Creación hace posible una nueva hermenéutica "filosófica" (para nosotros en todo caso inevitable) que nos instala en la profundización intrínseca del contenido del kerigma inteligible para nuestro tiempo. Que la iglesia salga de su actual indefinición, que encuentre la nueva hermenéutica buscada desde hace siglos y que se instale en ella con luz y taquígrafos, en la escenografía espectacular del nuevo concilio, es todavía la gran deuda cristiana pendiente con la historia, cuyo saldo tratamos de promover en este ensayo. Si el concilio Vaticano II fue un concilio de corte kerigmático y pastoral, el nuevo concilio que nosotros proponemos debería ser, por contraste, un concilio "hermenéutico" como en su momento explicaremos (capítulo VIII).


Conclusión: el paradigma antiguo y la modernidad. No creo que pueda ponerse en duda seriamente la presencia que el paradigma grecorromano ha tenido en la historia del cristianismo. La síntesis de su recorrido desde la patrística al diálogo con la ciencia en el siglo XX, tal como se ha presentado, y la selección de los rasgos propios del paradigma puede ser matizada, e incluso discutida. Es evidente cuando se trata de sintetizar algo tan complejo y que ha durado tantos siglos. Pero, en conjunto, dejando aparte los matices, veo muy difícil negar que el paradigma fue teocéntrico, religiocéntrico, teocrático, que se construyó desde el marco general de la ontología griega con su enfoque dualista (con los debidos matices), derivando a una idea marcadamente estaticista de la ley natural y de la ley divina. Veo incluso muy difícil negar que el paradigma se mantuvo firme hasta el siglo XIX y la primera mitad del XX. En nuestra opinión, hasta la actualidad, la iglesia oficial se mantiene todavía en el paradigma, aunque con una actitud más suave, débil, "difusa", tendente a lo que hemos calificado como "incompromiso hermenéutico" y a la introducción de las adaptaciones ad hoc que las circunstancias exijan. Desde nuestro análisis este cierto camuflaje no debe impedir reconocer que el paradigma antiguo sigue vigente en un segundo plano y se manifiesta continuamente para quienes tienen las antenas puestas y saben detectar sus efectos. Quizá haya quienes piensen que hoy se han integrado ya tantas adaptaciones ad hoc, y se es tan flexible y tan incomprometido hermenéuticamente, que en realidad estamos ya en "otra cosa". Mi opinión es que esa pretendida "otra cosa" es propiamente la "nada". Al mismo tiempo, estamos y no estamos en lo antiguo, pero no estamos definida y precisamente en ningún otro lugar cognoscible del futuro. Estamos en el aire. Estamos solo en el puro kerigma proclamado mediante una hermenéutica que no nos atrevemos a explicitar, llena de tantos parches y remiendos que se hace impresentable. Como vamos a seguir argumentando, el paradigma antiguo está ahí y debe ser sustituido con urgencia por una alternativa consistente y bien construida. Quizá el verdadero problema de la cultura cristiana en los últimos siglos haya sido la fuerza del paradigma antiguo (la persuasión con que había sido interiorizado por la tradición teológica), su crisis frente a la modernidad y la carencia de alternativa consistente. En los capítulos siguientes deberemos ver la crisis del paradigma antiguo, al contrastarla con la nueva imagen del universo en la modernidad, y la naturaleza del cambio paradigmático alternativo.


Considerar que la iglesia ha estado instalada en el paradigma grecorromano es una opinión defendible. Hacer una descripción del paradigma y preguntarse hasta qué punto el cristianismo sigue hoy instalado en él, formándose un criterio sobre todo ello, es una ocupación intelectual legítima que no contraviene para nada la fe cristiana. Al contrario es una exigencia derivada de la lógica de la fe. Solo hemos hecho un diagnóstico de la situación, ya que no es posible salir de la crisis sin saber con precisión dónde se está y hacia dónde se debe caminar. Este diagnóstico sobre la naturaleza y la persistencia del paradigma grecorromano es una propuesta diagnóstica que puede ser rechazada o aceptada, y, si esto último se impone, consensuada con matices o sin matices. En todo caso, la existencia y pervivencia del cristianismo en el paradigma antiguo grecorromano, dentro de la lógica de nuestro ensayo y los matices explicados, ocupa un lugar lógico esencial, puesto que argumentamos la necesidad del cambio paradigmático que debería jugar un papel relevante en el contenido del nuevo concilio.


Una última observación. Lo que en este ensayo defendemos es que no existe contradicción entre modernidad y cristianismo. Al contrario: que la modernidad permite una extraordinaria profundización en la Voz del Dios de la Revelación en Cristo. Por ello, la modernidad debió haber nacido de los mismos cristianos, al intuir que la vivencia auténtica de su fe les llevaba a la modernidad. Así fue, en efecto, en Erasmo o en John Locke. Sin embargo, el hecho histórico fue que entre la modernidad y el cristianismo se produjo un penoso malentendido de inmensas consecuencias. Un desencuentro que ha durado siglos. Nuestra tesis es precisamente que la historia está entrando hoy en tiempos excepcionales que conducen finalmente (esta es nuestra propuesta) a deshacer aquel traumático malentendido histórico que todavía perdura.    





Introducción. Tiempos exceptionales


1. La crisis de lo religioso en la modernidad


2. El kerigma cristiano


3. El cristianismo desde el paradigma grecorromano


4. La moderna imagen de la realidad en la era de la ciencia


5. El paradigma de la modernidad en el cristianismo


6. Paradigma de la modernidad y religiones


7. Paradigma de la modernidad y filosofía de la historia


8. El nuevo concilio


Conclusión. Responsabilidad histórica y creatividad cristiana