Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
3. El cristianismo desde el paradigma
grecorromano
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1. Kerigma, teologías,
hermenéutica
2. El
paradigma grecorromano
3. La visión
filosófica grecorromana
4.
Kerigma cristiano y paradigma grecorromano: la patrística
5. El
paradigma grecorromano en la escolástica
6. El
paradigma grecorromano en el siglo XX
7. La
dimensión socio-política del paradigma grecorromano
8. El
paradigma grecorromano y su pervivencia actual en la iglesia
Jesús proclamó una doctrina, un kerigma, que
desvelaba los planes de Dios en la historia y ofrecía una guía para la
salvación; es decir, para llegar a recibir la bendición que Yahvé había
prometido a Abrahán. El cristianismo primitivo fue la adhesión por la
fe a ese kerigma anunciado por Jesús. Sin embargo, ¿podía el ser humano
ser fiel a su condición de hombre -descrita por la razón y por la
cultura- y, al mismo tiempo, adherirse al kerigma cristiano? La iglesia
de los primeros siglos trató ya de argumentar la armonía entre la
razón-cultura y el kerigma cristiano. Como fruto de este inmenso
proceso de reflexión -mantenido a lo largo de siglos y siglos- se
constituyó el "paradigma grecorromano". Este paradigma llega a nuestros
días y, en nuestra opinión, constituye todavía el eje vertebral de la
explicación que el cristianismo sigue haciendo hoy de sí mismo ante la
sociedad; sea dicho esto con todas las cautelas y matices que se
expondrán. Pero la gran cuestión de fondo es hoy si ese paradigma
grecorromano -de éxito incuestionable en el pasado- sigue siendo
apropiado para entender la viabilidad de la fe como adhesión al kerigma
cristiano en el mundo moderno. De momento, en este capítulo, exponemos
solo la naturaleza del paradigma grecorromano -como forma de explicar
el kerigma de la fe-, tanto en sus diversas versiones históricas como
en la actualidad. Tienen especial importancia las huellas que este
paradigma ha dejado en el entendimiento actual del cristianismo. Al
describir el "hecho religioso" (capítulo I) constatábamos la crisis
actual del "hecho religioso cristiano". Podría ser, decíamos entonces,
que fuera la crisis de un cristianismo explicado residualmente desde el
paradigma grecorromano. La crisis de la "religión" cristiana (mucho
mayor que la crisis de la religiosidad) podría quizá estar causada en
parte por la insuficiencia del paradigma grecorromano para dar razón
del cristianismo en el mundo contemporáneo. En todo caso, no podemos
formarnos una opinión fundada sobre lo que en realidad está pasando y
sus causas: a) sin reconstruir qué ha sido y qué es hoy el paradigma
grecorromano (lo hacemos en este capítulo) y b) sin reconstruir cuál es
la imagen de la realidad en el mundo moderno (capítulo siguiente). Son
pasos sucesivos de un proceso de análisis que, en definitiva, nos
llevará más adelante al fondo de la cuestión: si en el mundo actual
pueden mantenerse la fidelidad a la razón cultura y, al mismo tiempo,
la adhesión al kerigma proclamado por Jesús y mantenido en la tradición
de la iglesia cristiana. Los análisis finales del paradigma
grecorromano nos llevarán a trazar el perfil de su contenido esencial
(la síntesis de su imagen de la realidad y del cristianismo) y también
a preguntamos hasta qué punto y cómo dichos perfiles siguen presentes
en la iglesia actual. La tesis principal que defendemos es que el
cristianismo como iglesia (no hablamos de filósofos/teólogos concretos)
no ha hallado todavía una alternativa al paradigma grecorromano, sigue
instalado en él como sistema de referencia final, aunque sea de una
forma "difusa" que en detalle precisaremos.
Trayectoria de este capítulo. Como
explicábamos al concluir el capítulo anterior, no debemos confundir,
por tanto, el kerigma cristiano proclamado en la fe de la primera
comunidad -cuya teología pretendía reflejar solo el puro mensaje
revelado de Jesús- con las interpretaciones teológicas que pronto
surgieron, dando lugar a la patrística, y que más adelante se
extendieron en siglos posteriores hasta nuestros días. Estas nuevas
hermenéuticas tenían en su punto de mira hallar la armonía entre lo
dado en el kerigma y los resultados de la razón filosófica en la
cultura grecorromana del tiempo. Pero la teología que aquí expondremos
(ante todo patrística, escolástica y tomismo transcendental) no solo
respondió a una hermenéutica antigua, sino que en gran parte proclamó
el kerigma cristiano. Por ello, por ejemplo en los santos padres o en
los grandes escolásticos, hallamos en estos veinte siglos de teología
una vivencia religiosa profunda del kerigma cristiano que ha sido, y
seguirá siendo, fuente de inspiración de las grandes experiencias
religiosas del cristianismo y de su teología. Esto está fuera de toda
duda. Sin embargo, nuestro objetivo es mostrar cómo este largo viaje de
la filosofía y de la teología cristiana ha respondido al paradigma
grecorromano. Paradigma que, como argumentaremos más adelante, ha
quedado anticuado al producirse el tránsito de la historia al mundo
moderno.
Para entender el paradigma grecorromano comenzaremos presentando la
lógica interna que dio origen a la filosofía griega. La calidad y
prestigio de esta impulsó el nacimiento de la interpretación del
kerigma cristiano en clave grecorromana a través del movimiento
conocido como "patrística" (hasta el siglo VIII). En la patrística se
anticipan los rasgos esenciales del paradigma grecorromano como
interpretación del cristianismo. La escolástica prosiguió el proceso de
interpretación con un enfoque pronto determinante: la influencia
preferente de Aristóteles frente a platonismo y neoplatonismos. En la
historia más reciente de la escolástica debemos distinguir el tomismo
clásico (siglos XV-XVI) de la llamada "segunda escolástica" de
Francisco Suárez (siglos XVI-XVII). En el siglo XIX la iglesia seguía
instalada sin duda en el marco patrístico y escolástico. Sin embargo,
la necesidad de abrirse a la cultura de aquel tiempo propició el
nacimiento de la neoescolástica: su fruto más importante fue el tomismo
transcendental, inspirado en la filosofía de Maurice Blondel. Autores
como Joseph Maréchal y Karl Rahner representan el tomismo
transcendental más prestigioso; su influencia ha estado presente en la
mayor parte de la teología cristiana de los años sesenta y setenta del
siglo XX. La teología de estos años intentó también un diálogo
apologético con la ciencia, inspirado en el vitalismo blondeliano y en
la neoescolástica transcendental, cuyo principal representante fue
Pierre Teilhard de Chardin. Además de la dimensión filosófico-teológica
el paradigma grecorromano tuvo también una dimensión socio-política que
deberá presentarse. Su característica principal es el teocratismo
político que se instauró en el cristianismo tras la conversión de
Constantino y que influyó en el rol que la iglesia comenzó a jugar en
relación a la sociedad civil.
El paradigma grecorromano se mantuvo firme en la iglesia hasta,
digamos, mitad del siglo XX en el pontificado de Pío XII. En ese tiempo
comenzó a extenderse la llamada nouvelle theologie que supuso
una fuerte crítica al estilo y al contenido habitual de la escolástica.
Esta nueva teología kerigmática (que exponemos finalmente) influyó en
el concilio Vaticano II, pero renunció, a nuestro juicio, al esfuerzo
hermenéutico que había sido defendido en la tradición antigua. La tesis
de este ensayo es precisamente que la teología necesita una
hermenéutica para proclamar el kerigma en la cultura de nuestro tiempo.
No hay duda de que el kerigma debe ser proclamado -y recogido de la
tradición. Pero la Voz del Dios de la Revelación necesita una
hermenéutica que muestra su congruencia con la Voz del Dios de la
Creación: y esto debe hacerse desde dentro de la cultura moderna. Este
ensayo describe la alternativa hermenéutica, hasta ahora ausente, que
sería posible desde la modernidad. Pero antes de estudiar el paradigma
grecorromano, insistamos primero en algunos conceptos introductorios.
1. Kerigma,
teologías, hermenéutica
La lógica teológica cristiana llevó, por tanto, a creer en la
Providencia de Dios para hacer presente su revelación en la historia.
Apareció la creencia en la "inspiración" del Nuevo Testamento que
contenía dicho kerigma y la creencia complementaria en la "asistencia"
del Espíritu a la iglesia para reinterpretarlo en el curso de la
historia. La "inspiración" se reducía a la Sagrada Escritura (Biblia)
que contenía el kerigma esencial, transmitido por los testigos directos
·de la predicación de Jesús y por la primera comunidad, o sea, la
esencia del patrimonium fidei (así se entenderá en la teología
posterior, ya que el kerigma es lo que la iglesia debe salvaguardar);
la "asistencia", en cambio, se daba en favor de la iglesia como
proclamadora e intérprete en la historia de ese kerigma primordial
expresado en las Escrituras. De esta manera, la lógica teológica de la
Providencia de Dios a favor de la transmisión de la revelación a la
historia se tradujo en la teología cristiana sobre la "inspiración" de
la Escritura y la "asistencia" a la iglesia.
Kerigma y teologías. Las "interpretaciones
teológicas" que surgieron poco a poco ni estaban inspiradas ni gozaban
de la asistencia del Espíritu atribuida a la iglesia para mantener la
presencia del anuncio kerigmático en la historia. La cultura humana
seguía su curso, sin duda precario, en la historia antigua y de ella
dependían las nuevas teologías que explicaban el kerigma cristiano para
hacerlo inteligible. De ahí que las teologías pudieran ser más o menos
acertadas, más o menos apropiadas para entender el cristianismo.
Estaban en dependencia de la precariedad de la cultura en cada tiempo.
Así, el paradigma grecorromano cuya explicación abordamos es la gran
interpretación teológica que comenzó cuando el cristianismo salió del
ámbito cultural hebreo para entrar en la cultura romana del
Mediterráneo.
a) Cultura hebrea. Debemos entender, por consiguiente, que ni
siquiera la proclamación del kerigma cristiano (proclamación de los
hechos y de las palabras de Jesús) pudo librarse de depender de una
"cultura interpretadora". El kerigma fue proclamado por la comunidad
cristiana primitiva y era inevitable la presencia de una cultura de
referencia; a saber, la cultura hebrea. No podía ser de otra manera.
Los autores que escribieron el Nuevo Testamento lo hicieron, en efecto,
usando conceptos propios de la cultura hebrea de su tiempo (e incluso
en mucha menor medida de la cultura helenística). Pero la consideración
del Nuevo Testamento y del Antiguo Testamento como "inspirados" no
llevaba ni a considerar que el kerigma pudiera aislarse de la cultura
hebrea circundante ni a entender que debiera considerarse también
inspirada la cultura hebrea. Por ello la teología cristiana posterior
desarrolló métodos para estudiar la Biblia, "separando" la revelación
de las adherencias condicionadas por la cultura hebrea (esto fue la
"hermenéutica"). La teología debía recoger la línea argumental
"inspirada" de la revelación, en el Antiguo Testamento y en el Nuevo
Testamento, desde dentro de escritos históricamente condicionados por
una cultura hebrea concreta. Los escritos bíblicos, por tanto, no
elevaban eo ipso la cultura hebrea a categoría de "verdad revelada".
Por tanto, la cultura hebrea, en efecto, podía superarse, pero no el
kerigma cristiano. Pero, ¿cómo acceder al contenido real de la
revelación, o sea, al contenido del mensaje kerigmático anunciado por
Jesús abierto a todas las culturas? Esto era misión de la teología,
distinguiendo la esencia de la fe o kerigma y las interpretaciones
teológicas posibles que estaban siendo propuestas; sabiendo siempre que
la teología se hacía en comunión con una iglesia "asistida" por la
Providencia divina para que el kerigma discurriera en la historia. Por
tanto, en realidad, lo que pudiéramos llamar una proclamación "pura"
del kerigma, incontaminada, es decir, sin depender de ninguna cultura,
no se dio nunca. Ni siquiera hubiera podido darse, ya que el hombre
está siempre inmerso necesariamente en una experiencia de sí mismo y de
su cultura. Ni el mismo Jesús pudo desprenderse de la cultura hebrea;
habló "desde dentro de ella" y sus conceptos y palabras "hebreas"
fueron trasmitidas a la proclamación kerigmática de quienes creyeron en
su mensaje. Sin embargo, que Jesús usara conceptos hebreos no era
equivalente a consagrar para siempre su condición de verdad.
b) Otras culturas. Si esto puede decirse de la cultura hebrea,
mucho más de otros contextos culturales y filosóficos posteriores,
históricamente condicionados, que fueron produciendo nuevas
interpretaciones teológicas del kerigma cristiano. Una inquietud
profunda de la iglesia primitiva fue que la adhesión al kerigma (que
era una adhesión existencial a la persona de Jesús y a su doctrina) no
fuera incompatible con la cultura de su tiempo y con el uso prestigioso
de la razón que en ella se había hecho. La fidelidad del hombre a sí
mismo (a su razón) debía ser armónica con la adhesión existencial al
kerigma cristiano. Por tanto, el objetivo era siempre explicar el
cristianismo en las culturas en que debía expandirse; y el reto inicial
fue armonizarse con la cultura grecorromana. Así, la vinculación del
cristianismo a las culturas de su tiempo (helenismo, Edad media,
renacimiento, ilustración, etc.) no pretendió conferir nunca a esas
diversas culturas la categoría de verdad y menos de "verdad revelada".
El kerigma y las hermenéuticas. Por
consiguiente, que la iglesia se moviera durante siglos y siglos bajo la
influencia de una teología inspirada en la cultura grecorromana, no
confirió a esta la categoría de verdad; y mucho menos de verdad
revelada. De la misma manera que la Biblia se escribió en clave hebrea,
así igualmente la iglesia se expresó en otras épocas en el lenguaje de
la cultura griega. Es lo que pasó en las teologías patrísticas y en los
concilios. Por ello, si la Biblia necesitó una "hermenéutica" al ir
explicándose en las nuevas culturas (pasando de la lectura hebrea a
otras lecturas), así también el lenguaje de los concilios, mezclado con
las culturas de su tiempo, necesitó "su" hermenéutica propia (así
ocurre, en efecto, cuando desde la actualidad, tratando de mantener la
proclamación del kerigma, nos preguntamos cuál fue la presencia
condicionante de la cultura escolástica en las formulaciones de los
concilios del siglo XIV). Era, pues, necesaria una hermenéutica bíblica
y otra teológica.
La iglesia tendió siempre, obviamente, a favorecer la "inculturación"
de la teología en su tiempo. Lo hizo por un interés evidente en
explicar la fe cristiana de forma que fuera entendida en congruencia
con los términos de la cultura en que debía anunciar el evangelio de
Jesús. No podía ser de otra manera. Cuando las "teologías" explicaban
suficientemente el kerigma cristiano, el patrimonium fidei, no había
problema. Podía darse incluso el caso de que diversas teologías se
admitieran como "posibles", siempre que cada una a su manera fuera apta
para explicar con armonía la esencia de la fe cristiana. Sin embargo,
cuando alguna teología se distanciaba manifiestamente de alguno de los
contenidos esenciales del kerigma germinal se planteaba de inmediato el
problema: la reacción de la iglesia fue siempre la denuncia y el
distanciamiento declarado de tales doctrinas (es lo que pasó con las
"herejías" cristológicas de los primeros siglos, cuando la iglesia,
sabiéndose "asistida" por Dios en los concilios, tomó las posiciones
decisivas que iluminaron la forma de entender el kerigma transmitido
por Jesús).
La historia es, pues, el escenario en que la iglesia se va acercando
siempre a un entendimiento más y más perfecto del contenido de la
revelación. Es un camino siempre abierto y nunca cerrado. Lo viejo se
reinterpreta a la luz de lo nuevo (lo hebreo a la luz de lo griego, y
lo grecorromano a la luz eventual de nuevas culturas). En esta dinámica
nos preguntamos hoy si no será necesaria una reinterpretación desde la
cultura moderna. Es este un proceso que bien puede calificarse como
"dialéctico" (en el sentido de: explicación del kerigma, crítica de
esta explicación por la evolución del conocimiento y tránsito hacia una
nueva forma explicativa). El supuesto de este proceso es obvio: cabe
suponer que el conocimiento humano, y la cultura en general, avanzan y
se hacen cada vez más correctos y precisos; por consiguiente, la
renovación reinterpretativa desde ese conocimiento renovado permitirá
también un mejor entendimiento de lo que ya quedó expresado en las
palabras y en los hechos de Jesús (el kerigma cristiano). No decimos
que el kerigma cambie; lo que cambia es nuestro nivel teológico de
profundización. De ahí que, en teología cristiana, siempre se ha
considerado correcto hablar de evolución e historia de los dogmas.
Esto nos hace entender el acierto de la teología cristiana al
considerar que, si Dios quería hacer presente la Revelación en la
historia, debía velar por este proceso abierto y dialéctico
"asistiendo" a la iglesia en el proceso interpretativo (o mejor,
reimerpretativo) que permite hacerla presente en cada recodo de la
historia. Es un acierto teológico creer que la Revelación no se ofrece
solo por una lectura "estática" de la Biblia, sino por un proceso
abierto de interpretación y reinterpretación en la historia. Es el
equilibrio con que la teología cristiana ha entendido la unidad
relacional complementaria entre lo estático de la Escritura
(inspiración) y lo dinámico de la Tradición (asistencia). La
Providencia de Dios que "inspira" la Biblia también "asiste" a la
iglesia en su reinterpretación en las exigencias de cada momento
histórico. La teología cristiana no es solo descubrir la revelación en
la Escritura, sino ver reflejado el kerigma en la Tradición bajo una
"asistencia" dialéctica del Espíritu de Dios a la iglesia. Es más:
teología es seguir reinterpretando siempre el kerigma desde la misma
actualidad abierta del conocimiento. Dios no solo "asistió" a la
iglesia, sino que la "asiste" hoy.
Estos principios, considerados en el conjunto de la teología
fundamental que exponíamos al concluir el capítulo anterior, son
esenciales para abordar una exposición y valoración adecuada del
paradigma grecorromano. Este paradigma ha llenado siglos de historia
fecunda: pero no deja de ser un paradigma falible que quizá haya
arrastrado la teología a hermenéuticas precarias que deban ser
superadas. Es lo que debemos examinar.
2.
El paradigma grecorromano
Sabemos, pues, lo que constituyó el kerigma cristiano: la recepción y
la proclamación creyente de las palabras y de los hechos de Jesús.
Sabemos que ese kerigma fue primero proclamado en la cultura hebrea.
Sabemos que después el kerigma fue reformulado desde dentro de otras
culturas: la primera de ellas fue la cultura grecorromana. Sabemos que
para pasar desde la lectura hebrea del kerigma a esas nuevas lecturas
fue necesario un proceso de "hermenéutica". La teología se separaba de
la cultura superada (en principio, la hebrea) y trasladaba el kerigma a
otra lectura de mayor prestigio (en principio, la grecorromana). En
este proceso abierto de mantener y proclamar el kerigma frente a las
nuevas culturas la iglesia se consideró "asistida" por el Espíritu.
Dios había "inspirado" a la iglesia para expresar y proclamar el
kerigma en las Escrituras Sagradas (en clave hebrea). Pero Dios,
además, "asistía" también a la iglesia para mantener y reformular el
kerigma cristiano a través de las nuevas condiciones culturales de la
historia.
Por tanto, ¿dónde ha estado y dónde está hoy la iglesia? Nos atrevemos
a dar una respuesta definida: ha estado y todavía está hoy, aunque
"difusamente", en el paradigma grecorromano: o sea, en la
interpretación del cristianismo hecha desde la cultura grecorromana (al
final de este capítulo explicaremos por qué decimos ahora
"difusamente"). Este paradigma comienza a construirse cuando el
cristianismo primitivo sale de Palestina y se propaga con fuerza en la
cultura mediterránea grecorromana. Defendemos aquí matizadamente la
tesis de que el cristianismo actual todavía se halla inmerso -aunque
sea "difusamente"- en el mundo cultural grecorromano. Según lo dicho,
entender matizadamente en qué consiste este paradigma y explicar por
qué la iglesia está todavía en él (aunque sea "difusamente") constituye
el objetivo de este capítulo. Precisemos primero algunos conceptos
básicos.
Paradigma. Es el conocido término
epistemológico de Thomas S. Kuhn en su teoría de las revoluciones
científicas. Paradigma es para Kuhn un cierto marco conceptual de
referencia usado para coordinar e integrar el conocimiento producido
sobre un cierto aspecto de la realidad. "Ciencia normal" es producir e
integrar nuevos conocimientos en ese paradigma. Pero hay momentos en
que los nuevos conocimientos no pueden integrarse ya armónicamente en
el paradigma existente y debe construirse un nuevo marco general de
referencia; o sea, pasar a reconstruir un nuevo paradigma. Así el
paradigma newtoniano de la mecánica clásica fue sustituido por otros
paradigmas científicos (la mecánica cuántica). Aplicando esto a la
evolución del pensamiento cristiano diríamos que también se ha hecho
teología dentro de "paradigmas" y que se ha pasado, en efecto, de unas
teologías a otras y de unos paradigmas a otros. El paradigma hebreo dio
paso al paradigma grecorromano; creemos que la iglesia está todavía en
él.
Paradigma grecorromano. Es el marco general de
la cultura grecorromana entendido como criterio explicativo de la
teología cristiana. Es evidente que la cultura grecorromana fue muy
amplia y no todos sus contenidos se admitieron para entender el
cristianismo: por tanto se trata de un marco selectivo, un marco del
que el cristianismo fue seleccionando lo que le servía para explicarse
(el politeísmo tradicional, ciertas filosofías paganas y muchas
costumbres morales fueron rechazadas). Muchas cosas se rechazaron y
otras se aceptaron. Además, la cultura grecorromana no fue un todo
uniforme: no eran igual el pitagorismo, Platón, Aristóteles, el
gnosticismo helenista, los neoplatonismos y las teosofías, Plotino, el
estoicismo, el epicureísmo y, entrando en el terreno socio-político, el
hedonismo y el politeísmo oficial del imperio romano. Por ello, al
hablar aquí de "paradigma griego" queremos solo decir que la cultura
grecorromana es, en conjunto, el marco de referencia global del que la
teología fue tomando de forma selectiva y diversificada criterios,
contenidos filosóficos, políticos, morales, para entender y explicar el
cristianismo. Es decir, la patrística griega y latina se inspiraron en
distintos aspectos de la filosofía grecorromana: el gnosticismo,
Platón, Aristóteles, los neoplatonismos, Plotino... San Agustín se
inspiró en Platón y santo Tomás lo hizo a su vez más adelante en
Aristóteles. Platón no es Aristóteles; no todo es lo mismo. Pero, de
una u otra manera, por referencia a unos u otros contenidos, el marco
general de referencia fue para el cristianismo el mundo diversificado
de la cultura grecorromana en su conjunto. Aun dentro de su diversidad
el mundo grecorromano presentaba unas coordenadas unitarias o perfiles
de referencia que nos permiten hablar de él como "paradigma" global.
Un largo recorrido histórico de autores y escuelas.
La forma en que aquí aplicamos el concepto de paradigma grecorromano
es, por tanto, compatible con la existencia de diversas "teologías"
dentro de ese mismo paradigma. No es un sistema rígido y preciso de
doctrina filosófica al que se recurra inequívocamente para la
interpretación del cristianismo. San Justino, san Ireneo o san Hilario
no son lo mismo; san Agustín y santo Tomás de Aquino no son lo mismo.
Pero todos reflejan de una u otra manera aspectos del mundo
grecorromano: es decir, se mueven dentro del paradigma grecorromano.
Tanto es así que la historia de las doctrinas que se han formulado
dentro de este paradigma -sus autores y sus escuelas- nos llevan desde
las patrísticas griega y latina, hasta la escolástica y las
interpretaciones de esta en los siglos XIX y XX en un proceso armónico
y en congruencia. Es decir, hasta nuestros días. Todo cabe en un
paradigma grecorromano que, en conjunto, presenta unidad considerable.
Dimensiones filosófica y socio-política del
paradigma grecorromano. En el mundo antiguo florecieron una gran
variedad de doctrinas filosóficas que en su tiempo gozaron del mismo
prestigio que hoy tiene para nosotros la ciencia. Esta filosofía
representaba, de forma diversificada (ya que, por ejemplo, no eran lo
mismo Aristóteles que Plotino), una imagen del universo, de la
constitución ontológica de los seres, de la vida, del hombre e incluso
en ocasiones de Dios (aunque la idea de Dios fue oscura para muchos
autores griegos, como Platón y Aristóteles, que después fueron
cristianizados). Pero, en todo caso, es claro que el mundo grecorromano
fue una cantera de "filosofías" con la pretensión de ser la correcta
descripción racional del universo, de la vida, del hombre y, en su
caso, incluso del mismo Dios. Pues bien, el paquete selectivo y
diversificado de doctrinas filosóficas que el cristianismo tomó del
mundo antiguo constituye la dimensión filosófica del paradigma
grecorromano. Es evidentemente lo más importante, ya que este "paquete
doctrinal" influyó decisivamente en la forma en que la teología
entendió el universo, la vida, el hombre, la sociedad y el papel que la
iglesia cristiana debía asumir en la historia. Estas doctrinas
filosófico-teológicas determinaron siempre las lecturas hermenéuticas
que se hicieron del kerigma cristiano, al tiempo que se superaban los
enfoques hebreos antiguos del pensamiento bíblico.
Pero el paradigma grecorromano no se redujo solo a las ideas
filosóficas, por muy importante que esto fuera. Tuvo otra dimensión
"socio-política" que estaba constituida por aquel conjunto de
principios que influyeron en la forma de entender cómo la iglesia
cristiana se relacionaba con la sociedad humana; la dimensión
socio-política fue la más importante desde el punto de vista de la
posición de la iglesia en la sociedad. Esta nueva dimensión
socio-política del paradigma grecorromano se inspiró en muchas
estructuras sociales, culturales, económicas, jurídicas y políticas,
del mundo antiguo, también de forma selectiva y diversificada, pero
recogiendo ciertas pautas de conducta, modelos, enfoques, principios y
criterios que orientaron la posición de la iglesia ante la sociedad. La
sociedad antigua precristiana fundaba su orden social en su idea
filosófica y religiosa del hombre y de la sociedad. También el mundo
cristiano fundó su forma de entender la relación cristianismo-sociedad
en las antiguas filosofías sociales y en las teologías inspiradas en la
"dimensión filosófica" del paradigma grecorromano. Hubo, pues, una
lógica relación intrínseca entre la "dimensión filosófica" y la
"dimensión socio-política". Primero nos referiremos aquí a la
"dimensión filosófica", pero también dedicaremos un epígrafe final al
estudio de la "dimensión socio-política". Entonces entenderemos la
intrínseca conexión entre estas dos dimensiones como manifestaciones de
un único paradigma.
Perfil histórico consolidado del paradigma. Lo
dicho hasta ahora puede suscitar la falsa idea de que el paradigma
grecorromano es un conjunto disperso de filosofías y teologías,
inspiradas en el mundo antiguo, que no tienen relación entre sí y que
presentan visiones paralelas del mundo cristiano. Es verdad que una
cosa es san Agustín y otra santo Tomás de Aquino. Sin embargo, a lo
largo de los siglos este paradigma grecorromano ha ido perfilando unos
ciertos rasgos consolidados convergentes derivados de tendencias y
orientaciones coincidentes desde los diversos enfoques (por otra parte
diferenciados) del paradigma grecorromano. Estos perfiles caracterizan,
pues, una cierta manera precisa de entender el cristianismo desde una
filosofía-teología unitaria que coincide en un conjunto de perfiles.
Así, por ejemplo, podemos decir que este paradigma -como en su momento
explicaremos- fue, entre otras cosas, "teocéntrico". Más adelante, al
concluir este capítulo, abordaremos la descripción precisa final de
estos perfiles congruentes que permiten trazar una imagen de conjunto
armónica de la visión del cristianismo en el paradigma grecorromano.
Estado actual del paradigma. Aunque este
paradigma -representado por sus perfiles coincidentes- llega hasta
nuestros días, la verdad es que se halla en un estado de debilidad
"difusa" que deberemos explicar. Defendemos la tesis de que el mundo
cristiano todavía se halla hoy en el paradigma grecorromano (nos
referimos a la iglesia oficial y no a filósofos y a teólogos cristianos
que puedan haberlo abandonado) y que no ha pasado hasta el momento a
una alternativa definida que lo sustituya; sin embargo, la cultura
cristiana es consciente al mismo tiempo -lo confiese o no- de que es
difícil seguir manteniendo ese paradigma, dadas las circunstancias de
la cultura moderna. Por ello, el paradigma grecorromano tiene hoy en la
iglesia una forma de pervivencia "débil" que debe ser analizada en sus
matices propios. Lo haremos en la parte final de este capítulo. Allí
explicaremos la presencia residual "débil" del paradigma, las numerosas
adaptaciones ad hoc que se han producido, así como la crisis en
que inevitablemente se debate.
3. La
visión filosófica grecorromana
La filosofía griega fue, pues, el referente que permite entender a qué
tipo de filosofía trató de adaptarse el cristianismo primitivo.
Constituyó lo que hemos llamado la dimensión filosófica del paradigma
grecorromano. Recordemos, pues, cómo surgió esta filosofía y cuál fue
el discurso racional que la justificó.
El problema del Ser y el Devenir: Parménides y
Heráclito. En los albores de la filosofía griega nació el ideal del
conocimiento racional: conocer a partir de una argumentación racional
sobre los hechos de experiencia. Los primeros filósofos (conocidos como
presocráticos) quisieron conocer el cosmos, el universo como totalidad
productora de todo lo que vemos. La argumentación sobre la forma en que
se presentaba el universo condujo pronto a un problema: el problema del
Ser y del Devenir. El universo tenía Ser: existía y se mantenía a sí
mismo en el tiempo; sin embargo, ese mismo universo estaba sometido al
Devenir, al cambio y a la transformación; el cambio se entendió como un
"dejar de ser", algo así como un "deshacerse" del Ser. La pregunta de
fondo era: ¿cómo es posible un cosmos que tiene Ser (permanencia en sí
mismo) pero que al mismo tiempo lo pierde, lo cambia o lo transforma
por el Devenir?
La solución de Parménides consistió en negar que el cambio fuera real
(era solo "apariencia"): la esencia (aquello que el cosmos
verdaderamente es) es el Ser; es decir, la estabilidad y permanencia en
sí mismo (el ser es lo que es y no puede dejar de ser). La solución de
Heráclito fue la contraria: negar que el ser fuera real, afirmando que
la esencia del universo es el Devenir (el ser era solo "apariencia").
La materia es para Heráclito no-ser; sin embargo, el cosmos en su
conjunto responde al logion de "fuego eternamente viviente que se crea
y se destruye según medidas". El logos sería para Heráclito la ley
cósmica que rige el continuo fluir de la materia. Aparecen así dos
formas antagónicas, irreductibles, de explicar la realidad: el ser y el
no-ser. La idea griega de materia, desde Heráclito, fue ya siempre
unida a la idea del no-ser. El antagonismo entre Parménides y Heráclito
fue el antagonismo entre el ser y el no-ser que dio origen a un
dualismo griego que se mantendrá durante siglos y que pasará al mundo
cristiano.
Platón. Tras la etapa de predominancia de la
sofística y de la reacción moral de Sócrates ante ella, Platón quiere
resolver el problema del ser y del devenir; es decir, intenta armonizar
a Parménides y Heráclito haciéndolos compatibles. La hipótesis
platónica consistió en postular que existían dos mundos (metafísicos,
más allá de nuestra experiencia) que respondían al ser de Parménides,
uno, y al devenir de Heráclito, el otro. Por una parte, el mundo del
Ser: el ser de las esencias inmutables, ordenadas en grados de
perfección y culminando en la Idea de Bien. Por otra parte, el mundo
del Devenir: la materia entendida como no-ser y puro cambio, puro
devenir sin estabilidad ni ser alguno. El mundo real en que el hombre
vive no es ni uno ni otro: es un tercer mundo, el mundo del cambio,
producido por una suerte de intersección (interacción) entre los mundos
del Ser y del No-ser. Platón hace intervenir un personaje, el Demiurgo
(el Hacedor), que inspirándose en el modelo de las ideas inmutables y a
partir de una materia preexistente, produce nuestro mundo real. Es el
mundo del cambio en que las cosas no son ni Ser ni No-ser, sino una
combinación de ambos principios (ideas y materia). De una manera
extraña (que Platón no sabe explicar) se postula que las ideas
inmutables "participan" en nuestro mundo y dan ser a las cosas. Por
tanto, la ontología real de las cosas es dualista (idea más materia,
dos principios reales absolutamente irreductibles). El hombre tiene
también un alma (una psique o "idea") que pertenece al mundo del Ser:
vive en un mundo imperfecto pero añora el mundo del Ser y la Verdad.
Aristóteles. Aun siendo discípulo de Platón en
la Academia, Aristóteles no acepta la existencia de tres mundos
distintos ni la teoría de la participación para explicar el ser del
mundo del cambio. Propone una nueva solución al problema del Ser y del
Devenir: la teoría hilemórfica. Solo existe un mundo real: aquel que
vemos, nuestro mundo. Pero los seres que lo forman están siempre
producidos por dos principios reales (o sea, coprincipios): la materia,
hyle (no-ser, en el sentido clásico de la filosofía griega, asumido por
Heráclito y por Platón) y la forma, morfé · (principio exclusivo del
ser que responde a una cierta perfección limitada, aquella que es
propia de su esencia, según la idea propia del ser en la filosofía
griega desde Parménides y Platón). El hilemorfismo supuso situar en
nuestro único mundo los dos mundos metafísicos de Platón: el Ser y el
No-Ser. Es la base, por otra parte, para la teoría aristotélica
Acto-Potencia: la forma, al estar unida a la materia (de por sí "pura
potencialidad para ser") solo realiza en acto un cierto grado de su
total perfección o esencia (que delimita su potencia ontológica plena).
El movimiento físico es la oscilación real del acto condicionado por la
presencia del lastre la materia. La ontología de Aristóteles, inspirada
en Platón, responde al dualismo de la materia y de la forma (como
principios irreductibles aunque unidos substancialmente en las cosas
reales). La ontología humana es también un reflejo superior de esta
ontología (la psique humana más la materia). El mundo, en consecuencia,
no necesita un creador (como en Platón) y se debe postular su
eternidad. La idea de Dios en Aristóteles (la Forma Pura que mueve a
las otras formas como "objeto de Amor", cal como explica en su
Metafísica) es muy difusa y, ciertamente, poco elaborada. Pero el gran
problema lógico del intento aristotélico de superar a Platón fue el de
la generación y de la corrupción de las formas. En efecto, si las
formas respondían al ser de Parménides, al eidos o "idea" de Platón (el
ser que dentro de su perfección o esencia "es lo que es" y "no puede
dejar de ser"), ¿qué sentido tiene entonces pensar en la corrupción de
las formas naturales? Cuando un ser vivo muere y se corrompe, ¿qué pasa
con su forma? ¿Se corrompe? Dado que Aristóteles no admitía el mundo
del Ser de Platón, el único supuesto posible era la corrupción. ¿Pero
tenía esto sentido dentro de la lógica griega de Parménides y de
Platón?
Otras escuelas de filosofía griega y grecorromana.
Platón y Aristóteles no son toda la filosofía grecorromana. Anterior a
Platón es la escuela pitagórica, presente en la corte del Tirano de
Siracusa y que influyó en él. También quiso solucionar el problema del
ser y del devenir por medio de la teoría de que los números eran el
principio (arjé) que explicaba la arquitectura estable y dinámica del
cosmos. La escuela atomista fue otra propuesta para explicar el ser y
el devenir: los átomos eran el "ser estable" que permitía explicar el
mundo por su movimiento e interacción. Después de Aristóteles acabó la
filosofía clásica y aparecieron diversas escuelas que se extendieron en
los tres siglos que preceden a Cristo y en los primeros de la era
cristiana. Siguieron los discípulos de Platón en las diferentes etapas
de la Academia y apareció la escuela peripatética en romo al Liceo,
comentando la filosofía de Aristóteles. La escuela estoica y la escuela
epicúrea tuvieron también un largo recorrido, conectando con otras
filosofías pragmáticas y escépticas. No pocos platónicos y
aristotélicos acabaron también en el pragmatismo, a impulsos del
pragmatismo social propio de la sociedad romana, tal como se ve en
Marco Tulio Cicerón. Se relativizó el valor del conocimiento y de las
escuelas filosóficas, se combatió el dogmatismo y se buscaron aquellas
ideas pragmáticas que ayudaran a vivir la vida dignamente; tal fue el
caso de Sexto Empírico. Autores como Lucio Anneo Séneca, Epicteto y el
emperador Marco Aurelio fueron una mezcla de estoicismo y escepticismo
pragmático digno de consideración.
Sin embargo, para entender la conexión con el cristianismo es
importante atender al proceso de sincretismo entre la filosofía
grecorromana y las religiones orientales, tal como se produjo ya desde
el siglo I después de Cristo. Sin embargo, siglos antes de Cristo, se
constata la importante influencia de la religiosidad griega proveniente
de los llamados mitos órficos. Aunque Platón, Aristóteles y la escuela
estoica introducían la referencia a Dios, se trataba sin embargo de una
referencia tibia; incluso en Platón no quedaba perfectamente clara la
idea de Dios (confundida con la idea de Bien o con el Demiurgo). La
influencia de las religiones orientales influyó profundamente en Roma,
durante los primeros siglos de la era cristiana, y por ello comenzó una
reformulación de la filosofía clásica en términos más religiosos y
místicos con una idea de Dios más cercana al Dios de las religiones. El
frío Dios de la filosofía se reinterpretó en términos de la calidez de
las vivencias religiosas. Esta evolución religiosa de la filosofía
clásica grecorromana propició sin duda su influencia sobre el
cristianismo.
Estoicismo. La filosofía estoica representó
desde antiguo (Zenón, 342-270 a.C.) una alternativa a la línea de
pensamiento de Platón y Aristóteles. En el fondo el estoicismo
representa una pervivencia y reinterpretación del "logos" de Heráclito,
aunque con la tendencia sincrética a completarlo con elementos
explicativos de otras filosofías. El conocimiento humano se construye a
partir de las sensaciones (en la línea común de los nominalismos,
sensismos, empirismos y positivismos posteriores). Toda realidad es
corpórea o "material", teniendo la materia asociada una energía o
"neuma" (espíritu). La realidad del cosmos es en su ontología profunda
"neuma" y este explica el logos universal: el alma del mundo, el
principio de la razón, de la unidad y de la consistencia de las cosas
por la ley natural. El Dios estoico es inmanente al universo y forma
parte de la necesidad inevitable del proceso cósmico. La ética estoica
alcanzó también una gran altura. El "hacerse a sí mismo" es hacer la
ley universal del cosmos, el logos que confiere sentido. La conformidad
con la naturaleza es la autenticidad consigo mismo. Deben aceptarse,
pues, los hechos naturales controlándolos por la razón y eliminando las
pasiones. La práctica de la virtud se identifica con la sabiduría. La
sabiduría estoica confluye así en una religiosidad panteísta: por la
razón, aceptando y realizando el logos universal del cosmos, el sabio
estoico halla la unidad con la naturaleza y con Dios. Esta tendencia
estoica a la unidad se ve en el "cosmopolitismo" universal de su
filosofía política, hoy tan valorada.
Neopitagorismo y neoplatonismo. Más allá de
Aristóteles, el pitagorismo siguió existiendo pero se transformó en
neopitagorismo. Enseñó un monismo mucho más puro, influido también por
elementos platónicos. Las ideas divinas eran los números y se habían
realizado en la ontología del cosmos. Dios había creado el universo por
medio de eones o dioses inferiores (recordemos el concepto platónico
del Demiurgo creador). También se dejaron influir por el dualismo,
admitiendo que la materia era totalmente opuesta a la realidad divina.
Pero lo más importante del neopitagorismo es que trató de fundar una
vivencia religiosa profunda que ayudara realmente a la gente y la
agrupara en sociedades creyentes; para ello estuvo bajo la influencia
de la religión órfica, en aquel tiempo de gran influencia popular. Hubo
también neoplatonismos, sin conexión con el pitagorismo, pero que
buscaron también reinterpretar el platonismo para hacerlo más
claramente religioso, logrando así una filosofía que diera salida a la
búsqueda de vivencias religiosas que se constataban en la sociedad.
Plotino. La máxima expresión del neoplatonismo
transformado hacia una filosofía religiosa fue el pensamiento de
Plotino (204-270 d.C.). Plotino fue un hombre eminentemente religioso,
como vemos en su biografía, y ofreció por ello una visión religiosa del
universo. Con Platón y Aristóteles es el tercer gran filósofo griego.
La base de su filosofía es Platón, pero asume también influencia
aristotélica, estoica, de religiones órficas y mistéricas, así como
gnóstica y cristiana. El Dios plotiniana es la Idea de Bien platónica,
pero las "ideas" que dan ser al mundo están en el mismo mundo, al modo
aristotélico, y proceden de Dios por "emanación" (es este un concepto
difícil que, en nuestra opinión, debe entenderse de forma alegórica).
La idea de Dios propuesta por Plotino como el Uno (por influencia
pitagórica) va mucho más allá de Platón y de Aristóteles. El Dios Uno
que nos describe podría ser perfectamente aceptado por los cristianos.
Es el ser supremo del que dependen todas las esencias determinadas y
finitas. No tiene en sí determinación alguna y está por encima de todo
conocimiento: es inefable. No es estático sino dinámico y engendrador
del ser. La riqueza de ser de la Divinidad es la causa de la emanación
de los seres; sin embargo, Dios permanece igual a su propia perfección
tras la procreación. Es transcendente e inmutable y Plotino no concibe
la unidad Dios-mundo como panteísta.
Pero este proceso de emanación se realiza en diferentes estadios y por
medio de entidades intermedias. Lo primero en emanar es la Inteligencia
(Nous) que contempla la perfección del Uno que se refleja en las ideas
que concibe en ella misma. Las ideas constituyen el modelo ejemplar del
mundo sensible. De la Inteligencia emana después el Alma del Mundo
productora del universo sensible (physis). Por tanto, el Uno, la
Inteligencia y el Alma del Mundo constituyen la tríada que fundamenta
el ser del universo. Del Alma proceden las almas o formas individuales
de demonios, dioses, hombres, animales y plantas. El alma humana es
independiente del cuerpo; este solo ofrece el instrumento de los
sentidos para que el alma obre. También es un reflejo directo emanado
de Dios al que pertenece la inmortalidad. El proceso emanativo termina
en la materia (hyle) que Plotino concibe en los términos
habituales de la filosofía griega: como no-ser y raíz del mal presente
en el universo. Por las almas que emanan del Uno el mundo sensible se
convierte en sombra del mundo de las ideas. La materia es también
emanación del Uno, pero su grado de perfección es ya tan pobre que no
tiene potencia de engendrar por sí misma al ser. En todo esto está
presente, como vemos, el sincretismo entre Platón y Aristóteles.
El proceso emanativo no terminará hasta que el alma vuelva a Dios de
donde procede. El camino que conduce a Dios es el cultivo de la razón,
pero una razón encaminada a Dios. El cuerpo es prisión en contacto con
la materia degradante y por ello la condición del retomo al Uno es la
liberación de las pasiones y la purificación total de la existencia.
Por la razón y el ejercicio de las virtudes asciende el hombre hacia el
Uno: por la filosofía, el arte, la belleza, el amor, llega el hombre
desde lo sensible a lo inteligible. Pero la plenitud del itinerario
hacia Dios no se alcanza solo por el estadio de la razón sino por la
unión directa del alma con Dios en que se tiene la intuición directa de
lo divino. Esta unión mística es el éxtasis en que el hombre alcanza su
unión real con Dios en este mundo, ya que la unión definitiva se
cumplirá en la otra vida. No cabe duda, a nuestro entender, que en
Plotino encontramos una versión religiosa y mística de la ética
desarrollada por el estoicismo.
Basta esta breve síntesis del itinerario de la filosofía griega para
entender la línea de conexión que debía establecerse con la teología
cristiana. La ontología dualista consolidada por el binomio
Platón/Aristóteles no dejó de influir a través de todas las escuelas
posteriores, quizá con la excepción del estoicismo. Es claro que los
mismos neopitagorismos y neoplatonismos, como la gran obra
místico-filosófica de Plotino, siguieron bajo la influencia de una
ontología dualista. Esta peculiar ontología, derivada a la cosmología,
la antropología, la teodicea y en conexión con las corrientes
místico-religiosas que venían de oriente, tuvo una influencia decisiva
en determinar la hermenéutica cristiana que buscaba entrar en
coherencia armónica con ese potente movimiento cultural de ideas y
también de sentimientos místico-religiosos. Por otra parte, como
veremos en el capítulo siguiente, la imagen de la realidad en la Era de
la Ciencia, en el tiempo de la modernidad, hace muy difícil seguir
considerando admisible esta ontología. En el conocimiento y en los
lenguajes ordinarios actuales de las sociedades que se han educado por
siglos en la tradición cristiana existen todavía conceptos que
provienen de la ontología griega (verbi gratia, cuerpo, alma, materia,
espíritu, etc.). Para valorar críticamente el paradigma grecorromano en
el cristianismo es decisivo tener un criterio bien formado sobre el
origen de la filosofía griega: de dónde vienen y en qué argumentos
racionales se fundaron estas ontologías que a través del cristianismo
siguen influyendo en nuestros días. De ahí que esta laboriosa
reconstrucción histórica no sea ociosa, ya que de ella dependen
valoraciones que deberemos exponer más adelante.
4.
Kerigma cristiano y paradigma grecorromano: la patrística
Para entender, por tanto, cómo se produjo la integración del
cristianismo en el mundo grecorromano volvamos al capítulo anterior. La
cultura hebrea no fue nunca filosófica en el sentido en que después lo
fue la griega. Pero, aunque no había filosofía, sí había una idea del
universo, de la vida y del hombre que se había formado desde antiguo en
el marco del conocimiento ordinario y de las creencias religiosas. La
primera comunidad cristiana reunió a quienes aceptaban el anuncio de
las palabras y los hechos de Jesús. La adhesión firme y existencial a
este anuncio kerigmático era la intuición de que en las palabras y en
los hechos de Jesús estaba la verdad y de que en ellas se revelaba el
camino de salvación que conducía a la bendición final prometida por
Yahvé. De ahí surgió el deseo de hacer teología o explicación en la
cultura ambiente del kerigma cristiano (del mensaje revelado por
Jesús). Los escritos del Nuevo Testamento contenían tanto esta teología
como la transmisión de las palabras y de los hechos de Jesús,
expresadas desde el marco de la cultura hebrea.
La expansión del cristianismo fuera del ámbito cultural hebreo en el
mundo mediterráneo respondió a este proceso de proclamación kerigmática
y adhesión existencial. El kerigma anunciaba una visión de la realidad:
de Dios, de la creación, de la naturaleza del mundo, del hombre, de la
moral, etc. De ahí que la cosmovisión cristiana entrara en conflicto
con otras cosmovisiones extendidas también desde antiguo en el mundo
cultural grecorromano: la religión oficial de Roma, las sectas y grupos
esotéricos religiosos, la filosofía, etc. Podía por ello preverse que
este contacto produciría efectos tanto en el mundo cristiano como en el
mundo grecorromano. El cristianismo se vio obligado a mostrar que la
razón natural bien ejercida estaba en conformidad con el kerigma
proclamado en la fe cristiana. De hecho el contacto con la cultura
grecorromana produjo efectos muy importantes que determinaron el
pensamiento cristiano por siglos y siglos hasta nuestros días.
4.1. Primeras reacciones y nacimiento de la
filosofía cristiana
Los llamados Padres Apostólicos responden todavía a la teología que la
primera comunidad produce al servicio de la pura proclamación del
kerigma cristiano. Todavía no hay filosofía. Estos escritos y autores
son la Didajé, san Clemente Romano, la Carta de Bernabé, san Ignacio de
Antioquía y el Pastor de Hermas. Pero ya en el siglo II aparecen los
primeros autores cristianos que reaccionan ante la cultura
grecorromana.
Los Apologistas cristianos. Sus nombres son
entre otros, como sabemos, Quadratus, Arístides, Aristón de Pella,
Taciano, Atenágoras, Teófilo, Hermias y el autor de la Epístola a
Diogneto. La lógica que hizo nacer esta primera apologética cristiana
es clara. El hecho evidente era que cristianismo y cultura grecorromana
ofrecían una imagen diferente del mundo real y de Dios. Hemos visto que
la religión grecorromana, las religiones mistéricas y las muchas
escuelas de la filosofía griega, defendían una imagen del universo, de
la vida, del hombre y de Dios muy divergente entre sí, y al mismo
tiempo contradictoria con las creencias que se proclamaban en el
kerigma cristiano. Pensemos, entre otras cosas, en el politeísmo
oficial del imperio o en las variadas imágenes de Dios, desde Platón y
Aristóteles hasta el estoicismo, Plotino, neopitagorismos y
neoplatonismos, donde la idea de creación era oscura y donde Dios era
fuente de emanación mediada por extraños seres intermedios como el
Nous, el Alma del Mundo y toda serie de eones, espíritus y demonios
interpuestos.
Ahora bien, así como los cristianos proclamaban su adhesión existencial
firme al kerigma proclamado por Jesús, la cultura grecorromana, en
cambio, al menos en lo que afectaba a la filosofía y a las religiones
filosófico-mistéricas, se presentaba como resultado del ejercicio de la
razón. En Grecia, siglos antes, se había dado el tránsito del mito al
logos y había nacido la cultura racional, primero filosófica, que con
el tiempo acabaría produciendo el nacimiento de la ciencia. Este
proceso de racionalización no se había producido en el mundo hebreo. El
cristianismo era una creencia, pero la cultura grecorromana era
producto de la razón. Era evidente que, dado el prestigio social de la
razón, los cristianos no iban a renunciar a contar también ellos mismos
con el aval de la razón: y para ello debieron introducirse en algo que
no había hecho hasta entonces la comunidad cristiana, a saber, la
filosofía. Se metieron, pues, en el ámbito de la razón -que la cultura
grecorromana pretendía dominar- para discutir el ejercicio grecorromano
de la razón y mostrar que la argumentación racional bien construida
conducía, más bien, a la idea de la realidad y de Dios que estaba
siendo ya proclamada por el kerigma cristiano. Frente a la cultura
filosófico-racional grecorromana el cristianismo intentó apropiarse de
la razón para superarla en su propio terreno.
Los primeros apologistas justificaron y apoyaron el uso de la razón en
la filosofía y lo vieron compatible con el kerigma cristiano. Se debía
cultivar la razón y en ello no podía encontrarse sino un apoyo a la fe.
En este sentido se opusieron a las formas de escepticismo y defendieron
la capacidad de la razón para hallar la verdad; esta búsqueda de la
verdad había sido el motor de los filósofos grecorromanos, ya desde la
oposición de Sócrates a los sofistas y desde la filosofía de Platón.
Estos filósofos cristianos se apoyaron en los grandes autores, Platón y
Aristóteles, y en no pocos puntos estuvieron también bajo el influjo
del estoicismo. Aportaron diversos argumentos, inspirados en la
filosofía clásica, para mostrar tanto la existencia real de Dios como
sus atributos, en conformidad con la idea cristiana de Dios: fundamento
del ser, su unicidad, su perfección y belleza, su omnisciencia, su
providencia, etc. La creación divina de todo lo existente, en cambio,
incluida la materia, no siempre se declaró con claridad. Se tendió
también a contemporizar con la existencia matizada de los ángeles y
demonios (recordemos la influencia de los poderes intermedios en el
pensamiento de la época). La filosofía del hombre no fue siempre clara,
aunque Platón fue casi siempre el punto de referencia, y en menos casos
Aristóteles. Es evidente que se estaba ya en el proceso de apropiación
de la racionalidad grecorromana con tal de que se hiciera en
conformidad con el cristianismo. Esta acomodación no siempre se hizo
bien, tal como ocurre en la idea de la creación, de la materia o de la
misma naturaleza humana.
San Justino y el "logos seminal". El contexto
social y religioso que movió a la primera comunidad cristiana hacia la
filosofía está representado por la vida de san Justino. Un hombre culto
que ha buscado la verdad y a Dios por las más diversas vías ofrecidas
por la cultura grecorromana: estoicismo, aristotelismo peripatético y
platonismo. Al convertirse al cristianismo entiende Justino que este es
la mejor respuesta a las preguntas formuladas por la razón filosófica.
Justino aprecia el trabajo filosófico de todo ser humano y de la
cultura clásica precedente: la búsqueda filosófica de la razón es ya la
búsqueda de la verdad y de Dios. Por ello, el ejercicio recto de la
razón, tal como se hizo en la cultura grecorromana, no aparta de la
plena razón que se alcanza en el cristianismo, sino que debe
considerarse como "razón germinal" cuya dinámica desemboca por la misma
fuerza natural de las cosas en la razón cristiana. Su concepto de
"logos seminal" es filosófico pero queda conectado teológicamente con
Cristo: Cristo es el logos que explica y da sentido a la creación. Por
ello Justino intuyó de una forma profunda que el logos germinal de la
razón debía de ser ya una semilla de la razón cristológica (a lo que
podríamos añadir por nuestra parte que quizá solo en la modernidad
estemos en condiciones de explicar el verdadero alcance de esta
intuición de san Justino, tal como se verá en el argumento fundamental
de este ensayo).
4.2. El pleno desarrollo de la patrística
La actitud de confianza ante la imagen filosófico-racional del mundo y
la actitud de buscar en la cultura grecorromana, incluso en la profunda
religiosidad que había aflorado en el helenismo, tuvo sus peligros. En
ciertos casos, incluso grandes autores cristianos (por ejemplo
Tertuliano), no hicieron una explicación apropiada del kerigma
cristiano, tal como la crítica posterior advirtió. Se abrió sin embargo
un proceso de tanteo y de aproximación que fue perfeccionándose con los
años y que tenía tres objetivos: primero, producir filosofía para
mostrar que había una coincidencia entre razón y teología cristiana;
segundo, apropiarse de las aportaciones filosóficas grecorromanas que
pudieran considerarse un "logos seminal"; tercero, mantener siempre el
criterio fundamental de que no podían aceptarse afirmaciones
filosóficas que no estuvieran en consonancia con el kerigma cristiano
que se proclamaba. En este encuentro cultural muy amplio, de escuelas y
autores, los Padres de la iglesia tuvieron ocasión de profundizar en la
teología que interpretaba el kerigma cristiano: la idea del Dios único,
de la trinidad, de la creación, del hombre, del pecado y de la Gracia,
del Mal, de la iglesia, fue explicada en grados de profundidad
extraordinarios. La apertura y discernimiento crítico de la cultura
grecorromana dio ocasión para que se reflejaran nuevos aspectos de lo
que constituía la esencia de la fe. Por tanto, la modulación calibrada
de la cultura griega para adaptarla al cristianismo permitía medir y
describir la naturaleza flexible del kerigma cristiano. Es evidente,
por otra parte que, en este proceso de "modernización grecorromana",
los principios de la cultura hebrea fueron siendo progresivamente
olvidados (por ejemplo, la visión mucho más unitaria y vitalista del
hombre en la cultura hebrea fue siendo sustituida por una antropología
dominada por diversas formas de dualismo).
Las desviaciones filosóficas y teológicas: las
herejías. La aproximación y la búsqueda de sincretismo con las
doctrinas filosóficas y religiosas del mundo grecorromano podía poner
en peligro, por tanto, la fidelidad al contenido del kerigma teológico
cristiano. Ya el judío Filón de Alejandría había puesto en peligro la
interpretación ortodoxa del judaísmo al tratar de adaptarlo al mundo
helenístico neoplatónico (en el mismo tiempo en que comenzaban a darse
los primeros pasos en el nacimiento de la kabalah judía). Es lo que
también pasó, por ejemplo, con la teosofía gnóstica que tuvo en
Valentín su principal defensor hacia la mitad del siglo II, el
gnosticismo maniqueo derivado, la posterior herejía de Arria (muerto en
el 336) o la de Pelagio al comenzar el siglo V Hubo también otras
muchas herejías que fueron denunciadas y combatidas por quienes querían
el recto mantenimiento del kerigma cristiano.
La filosofía de los Padres. La gran variedad
de autores, escuelas, tiempos, lugares y contextos sociales en que los
Padres elaboraron su pensamiento hace entender que también el marco
filosófico debía de ser muy diferenciado. Las escuelas de pensamiento
que inspiraron la patrística fueron principalmente las platónicas y
neoplatónicas, incluyendo también la influencia tardía de Plotino ya en
el siglo III. Sin embargo, Aristóteles y la escuela peripatética
influyeron puntualmente de forma más restrictiva. La Estoa influyó
también con claridad. Es el caso de la antropología de Tertuliano,
repetida en términos similares por san Hilario, donde hallamos huellas
evidentes de los enfoques estoicos en ontología y antropología. En
muchos autores se constata incluso la presencia simultánea de diversas
fuentes filosóficas grecorromanas, no siempre bien armonizadas. Pero lo
más importante es que los Padres no se limitan a asumir pasivamente
ideas de la filosofía clásica, sino que producen un discurso filosófico
propio, en ocasiones completamente original (como en san Agustín) y en
otras construido desde un atenimiento más rígido a los presupuestos
clásicos.
Las grandes síntesis de la filosofía y teología
patrística. El tiempo histórico de la patrística -que llega al
menos hasta el siglo VIII- produjo, pues, una variedad de autores y
escuelas de diverso signo filosófico. Hubo grandes cristianos de
inspiración filosófica grecorromana, como fueron Tertuliano y Orígenes,
que produjeron teologías no congruentes en algunos puntos con el
kerigma cristiano. Clemente de Alejandría (145-215) fue un gran
admirador de la filosofía griega. San Ireneo fue el principal baluarte
cristiano contra la filosofía gnóstica de Valentín, así como lo fueron
Atanasio el Grande (295-375), Hilario de Poitiers (320-366), Basilio el
Grande (330-379), Gregorio Nacianceno (329-390) y Gregario de Nisa
(335- 394). En occidente san Ambrosio (340-397) y san Jerónimo
(340-420) fueron más teólogos que filósofos. Después del siglo V la
filosofía-teología patrística siguió abundando en los mismos temas,
aunque no surgieron síntesis comparables a las anteriores. Quizá
merezca la pena solo destacar a Manlio Boecio (480-524), en alguna
manera el anuncio prematuro de lo que más tarde sería la escolástica.
Su obra De consolatione philosophiae, que tuvo una enorme influencia en
toda la Edad media, propugnaba la síntesis final entre la filosofía
clásica de Platón y de Aristóteles con el pensamiento cristiano. Es
evidente que no podemos aquí abordar una presentación más pormenorizada
del pensamiento patrístico, tan amplio y conceptualmente complejo,
tanto en lo filosófico como en lo teológico.
4.3. San Agustín de Hipona
No podemos, sin embargo, olvidar una mención breve de san Agustín de
Hipona (354-430) que, junto al escolástico santo Tomás de Aquino, es
uno de los pensadores de influencia más universal en la historia del
cristianismo. Agustín es, al mismo tiempo, un clásico que hunde sus
ideas en la tradición grecorromana más válida, un pensador original que
piensa por sí mismo y aporta infinidad de nuevos análisis filosóficos,
un gran teólogo cristiano que sorprende con su portentosa
profundización en el contenido del kerigma proclamado por la comunidad
de la iglesia. La cosmovisión agustiniana -teniendo en cuenta su
inmensa influencia posterior- es un punto crucial para calibrar cómo se
produjo y asentó la síntesis patrística entre cultura clásica y kerigma
cristiano. Todos los autores posteriores estuvieron bajo la influencia
de San Agustín.
El platonismo de san Agustín. Platón, como
dijimos, no presentó una visión perfectamente definida -e
inmediatamente asimilable por el cristianismo- de la idea de Dios. La
idea de Bien era imprecisa y el Demiurgo tenía poca entidad para
considerarse el Dios cristiano. Pero el esquema esencial del platonismo
era profundamente religioso. Más allá de nuestro mundo sensible (más
allá del frustrante cambio y de la transitoriedad) existe un Mundo del
Ser transcendente, eterno, inmutable, en que se realiza la perfección
anhelada por el ser humano. Este -es decir, el alma humana- pertenece
al Mundo del Ser y su huella interior es el impulso que mueve la vida
intelectual hacia la Verdad y lo Absoluto, el impulso hacia la Belleza,
hacia el Amor y hacia la Moral. El Demiurgo (en alguna manera surgido
del Mundo del Ser) crea el mundo sensible, inspirándose en el modelo de
las esencias inmutables; el hombre, a su vez, está inmerso en un
proceso misterioso de hundimiento en la caducidad pero destinado a una
inmortalidad permanente en el Mundo del Ser. La creación es un designio
misterioso para purificar y reinstalar el alma en la perfección final
del Ser. Es claro para Platón de dónde proviene el alma, pero no el
designio que produce la creación y su vuelta al Ser. Pero la vida
humana es, en todo caso, un penoso camino iluminado por el anhelo a la
Perfección a que el hombre pertenece.
Aunque Platón no tenga, pues, un teísmo claro, sí es incuestionable la
religiosidad profunda de su antropología: una ontología en que el
hombre pertenece a una dimensión transcendente que ilumina, impulsa
constantemente su vida y a la que se siente "religado". Puede decirse
que solo ese Absoluto transcendente (en el fondo el Ser parmenídeo) es
la condición o supuesto que hace posible entender la realidad
experiencia! del hombre (su condición de posibilidad). Este esquema
profundamente religioso fue interiorizado y reformulado en clave
cristiana por Agustín. Dios constituye la dimensión transcendente de lo
Absoluto, la realidad y fundamento del Ser. Las ideas platónicas no
tienen subsistencia por sí mismas en el más-allá, sino que son solo las
ideas que subsisten en la mente divina como modelos de realidad, de
verdad, de belleza, de amor. Así lo entendieron también otros padres de
inspiración platónica; lo vemos, corno muestra, en Eusebio de Cesarea.
Es el Dios cristiano omnipotente y omnisciente que crea el mundo y al
hombre libre, sin mediación de Demiurgo alguno, para ofrecerle
participar en la perfección transcendente: este es el designio que
Platón no conoció, pero que aporta el cristianismo. Por ello, el alma
humana es ontológicamente "de Dios" y vive en el mundo "como en una
cárcel" anhelando el momento de descansar "en Dios".
La "iluminación" y la metafísica de la luz. La
luz hace posible que veamos el mundo físico inmediato de experiencia.
Pero Dios es también la luz que hace posible el acceso a lo
inteligible, a la verdad, a la belleza, a la moral. Hay algo más: para
san Agustín Dios es luz no solo en sentido figurado sino en sentido
propio. En alguna manera la ontología divina es luz. El hombre es
también en su propia ontología interior luz por cuanto participa en la
ontología divina. Así, el hombre está "iluminado" por la ontología
interior de su ser que es la misma ontología "luminosa" de Dios. Está,
pues, realmente "iluminado" por la luz de Dios. Para Platón el alma
puede conocer lo inteligible, verdadero, bello y moral porque postula
que ha estado en un previo estado de contemplación de las ideas
(reminiscencia). Agustín no puede admitir esto, pero la teoría de la
iluminación cumple aquí la función de la reminiscencia platónica: el
alma es la luz y queda ontológicamente "religada" a la luz basal de la
Divinidad. Esta luz es la fuente iluminadora que hace posible ver lo
inteligible, lo verdadero, lo bello, lo moral.
Esta metafísica de la luz, asumida por san Agustín, tiene una presencia
reseñable en las mitologías, religiones y filosofías anteriores a él,
pero también igualmente en las posteriores. Sale repetidamente en el
Antiguo Testamento y Nuevo Testamento en diversos sentidos. También en
los Vedas, en los estoicos, y antes en Heráclito (a través del arjé
como "fuego") y en el mismo Platón, pasando después en general a los
neoplatonismos. Es un elemento esencial en la ontología y metafísica
judía de Filón de Alejandría, del misticismo judío que se forma en los
primeros siglos en contacto con la filosofía griega, iniciándose así la
tradición que conduce a la kabalah (y su posterior metafísica de la luz
que culmina en Luria, ya en el siglo XVII). En la alta y baja Edad
media fue también común en la filosofía judía y árabe. La plenitud
neoplatónica de la metafísica de la luz se halla en Plotino y en
Proclo, su discípulo. Algunos santos Padres se distanciaron de esta
metafísica porque sonaba a estoicismo y neoplatonismo pagano. Pero
después del concilio de Nicea y, sobre todo, de san Agustín se hace
común, como leemos en san Gregorio Nacianceno. Más adelante, participan
de la metafísica de la luz otros muchos padres y escolásticos: citemos
solo a Dionisio Areopagita, Juan Escoto Erígena, Alejandro de Halles o
Dionisio Cartujano. Finalmente en el humanismo renacentista se repiten
también versiones de la misma metafísica de la luz en Marsilio Ficino,
Pico della Mirándola, Francisco Patrizzi e incluso Giordano Bruno. Todo
ello tiene un origen platónico, neoplatónico y agustiniano.
Existencia de Dios y creación del mundo. La
intuición básica de que parte la metafísica platónico-agustiniana hace
explicable por qué y cómo demuestra san Agustín la existencia de Dios.
Aunque el hombre en el mundo no tiene una experiencia directa de Dios,
no puede hacer sino reconocer por la razón que el mundo objetivo y él
mismo no pueden explicarse -justificar racionalmente su existencia
experiencia!- sino es desde el supuesto de la existencia de Dios. Los
argumentos antropológicos agustinianos apuntan a que el hombre solo
halla el fundamento absoluto de su espíritu consciente, de la
inteligibilidad, de la verdad, de la belleza, del amor y de la moral,
en el momento en que postula el absoluto transcendente del Ser Divino y
las ideas esenciales de la mente divina. Por otra parte, el mundo
creado exige que su transitoriedad, contingencia, cambio, orden,
finalidad, tengan su fundamento absoluto en el designio creador guiado
por la mente divina.
El mundo, pues, solo se entiende como creación obrada por Dios. Por
tanto, no existe un Demiurgo, sino una creación libre, hecha desde la
nada (ex nihilo), para realizar un designio "comunicativo" que solo el
kerigma cristiano llega a explicar plenamente. Pero la creación supone
la ontología y el ser de Dios: Dios alienta en todo de forma inmanente
(que distingue del panteísmo y de filosofías emanantistas
neoplatónicas), mantiene el mundo en su ser activamente (creatio
continua). Dios quiso crear el mundo por un designio eterno, pero la
creación nace en un punto en que produce el nacimiento del espacio y el
tiempo. Agustín no logra, sin embargo, desprenderse de la influencia
platónica. Recordemos que para Platón era necesario explicar por qué la
materia (siendo no-ser) podía tener el ser que aparece en el mundo: por
ello Platón postuló la presencia participada y misteriosa en el mundo
de las ideas como principio de ser de las cosas reales ( teoría de la
participación en el diálogo Parménides). San Agustín conoce por la
razón filosófica que Dios crea la materia de la nada: pero la concibe
bajo la influencia de la idea griega, y platónica, como no-ser. Pero,
¿cuál puede ser la causa del orden del mundo, no atribuible a la
materia como no-ser? San Agustín recurrió en este punto a una teoría
ingeniosa: establecer el supuesto de que Dios al crear infundió en la
materia las por él llamadas "razones seminales" (digamos una "semilla
racional" o un "logos de orden y ser"). Estas "razones seminales" (que
suplen la teoría platónica de la participación) explican la aparición
tanto del orden físico como orgánico (de los seres vivientes). Algunos
han visto en las "razones seminales" la postulación de un proceso de
generación progresivo del orden creado que podría ser interpretado
desde la teoría de la evolución.
Antropología y principios éticos. El caso del
alma humana es para Agustín único y no debe confundirse con los seres
vivientes que habían surgido del plan de Dios a través de las "razones
seminales". Su doctrina sobre el alma responde también a la idea
platónica: es inmaterial, simple, racional e inmortal por su propia
naturaleza. Cuerpo y alma son dos sustancias completas y distintas que
se entienden desde el trasfondo griego y platónico sobre el ámbito del
ser y el del no-ser (materia). Sin embargo, no está clara la doctrina
agustiniana sobre el origen del alma; problema que Agustín sin duda
complicó al tratar de resolverlo de acuerdo con la teología cristiana
del pecado original. El aspecto más esencial de la doctrina ética
agustiniana se funda en su filosofía de la libertad. El hombre ha sido
creado por Dios libre y el hombre mismo reconoce en sí racionalmente la
facultad de obrar libremente. El hombre es libre para guiarse por la
razón o para moverse por las pasiones y afectos inferiores. Es libre
para ir a Dios: para reconocer el orden racional ontológico interior y
exterior que Dios ha creado; pero es libre también para ignorarlo y
vivir al margen de él. Pero en todo caso san Agustín describe el
formidable orden ontológico que Dios ha creado: orden en que
resplandece la obra creadora de Dios y la "fontalidad" ontológica
divina que funda el ser de todo lo existente. Por ello, el hombre, al
ejercer la razón, no puede sino reconocer a Dios, fundamento del ser
interior y exterior; la "luz fontanal" del ser a que antes aludíamos.
Pero Dios ha hecho al hombre capaz de situarse al margen de la luz, al
margen del bien y del orden racional. En la vía que lleva hacia Dios
cuenta el hombre con su naturaleza interior y el orden de la naturaleza
exterior: pero para responder plenamente a la llamada divina no basta
su propia naturaleza, sino que debe responder a la llamada interior de
la Gracia divina. San Agustín, como sabemos, discutió las doctrinas de
Pelagio y defendió dos de los grandes principios que se anunciaban en
el kerigma cristiano: la libertad del hombre ante Dios y la doctrina de
la Gracia.
La doctrina de las dos ciudades: la verdad
agustiniana. San Agustín, de acuerdo con estas ideas, interpretó la
historia humana desde la figura de las dos ciudades. Es la historia que
nos muestra cómo unos hombres se han afanado en construir una ciudad
sin Dios, al margen de Dios, ejerciendo su libertad ante el bien y el
mal. Pero otros hombres se han afanado en construir la ciudad de Dios
en que se hallan todos aquellos que han ejercicio su libertad para
reconocer y aceptar, ejerciendo la razón pero movidos también por la
Gracia, el orden interior y exterior creado por Dios para que este se
conduzca a sí libremente hacia la amistad ofrecida por Dios, ya
proclamada en el orden de la creación. El tema filosófico de la Verdad
es también constante en la filosofía y teología de san Agustín. Dios es
la Verdad y Dios ha colocado al hombre ante la Verdad a través de la
creación. La creación es el designio de Dios para que el hombre se
integre libremente en la Verdad. Solo la Verdad le hará libre y feliz.
4.4. Configuración inicial del paradigma
grecorromano en la patrística
San Agustín es autor rico y complejo, con multitud de análisis
filosóficos ingeniosos y originales. Valga lo dicho solo como una
aproximación global a sus grandes intuiciones. Sin embargo, Agustín es
la mejor vía para entender cómo se reinterpretó en la patrística el
kerigma cristiano: cómo se mantuvo su doctrina esencial, pero cómo, al
mismo tiempo, el paradigma hebreo fue sustituyéndose poco a poco por el
nuevo paradigma grecorromano. Cuando la patrística concluía ya como
ciclo histórico para dejar paso a la escolástica (que también continuó
en parte las grandes intuiciones de la patrística), es decir,
considerando el ciclo histórico que llega al menos hasta el siglo VIII
d.C., ¿qué imagen global del universo, de la vida, del hombre y del
kerigma cristiano tuvo la iglesia en aquel tiempo? Podemos establecer
que concordó con el paradigma grecorromano, antes comentado: una forma
de entender y de explicar el kerigma cristiano desde la referencia
diversificada al mundo grecorromano. Pero, ¿qué perfiles iniciales
presentaba ya en ese tiempo el paradigma grecorromano como forma de
entender al hombre y el kerigma cristiano? Creemos que presentaba unos
perfiles muy definidos que irán confirmándose en siglos posteriores y
que, todavía en la actualidad constituyen el paradigma tradicional del
que es difícil desprenderse por haberse apropiado de la forma de
pensamiento común que se ha transmitido y se ha interiorizado en la
hermenéutica cristiana.
a) Kerigma. La iglesia era consciente de que el punto de
referencia esencial o criterio fundamental de la fe era el contenido
tradicional del kerigma cristiano: el cristianismo era la adhesión
existencial de la fe a las palabras y a los hechos de Jesús. Era la
adhesión al mensaje revelado por Jesús y transmitido por los primeros
discípulos. El patrimonium fidei estaba inspirado en las Escrituras y
era proclamado por la iglesia asistida por el Espíritu y por la
Providencia divina, a través de las vicisitudes de la historia. La
Verdad revelada estaba en el kerigma inicial por inspiración y por
asistencia divina. Pero el reto de la iglesia era entender y explicar
el kerigma en la historia. El olvido del paradigma hebreo y el
nacimiento del nuevo paradigma grecorromano nació cuando la iglesia
cristiana en conjunto respondió a este reto.
b) Razón. Al abrirse a la cultura grecorromana la iglesia
descubrió algo que no se daba en la cultura hebrea (que hasta entonces
era el punto de referencia para entender el mensaje revelado): el uso
de la razón como forma natural de orientar la vida. Pues bien, un
perfil básico y esencial de este paradigma fue aceptar el uso de la
razón porque: a) era natural y bueno, b) porque llevaba a un resultado
que se acercaba a la doctrina predicada en el kerigma y c) porque
permitía una explicación mejor del kerigma ante la sociedad
grecorromana y era la forma más prestigiosa de presentar el
cristianismo en la cultura del tiempo.
c) Verdad. La iglesia estaba persuadida de que el kerigma
predicado era la Verdad. En el nuevo paradigma se llegó también a la
convicción de que la razón llevaba también aproximativamente hacia la
misma Verdad. Por tanto, la convergencia de kerigma y de filosofía
(razón) reforzaba la presentación de una única Verdad cristiana ante la
sociedad. Por ello la patrística se convirtió en la gran defensora de
la razón filosófica frente a los sofismos, los escepticismos y los
relativismos que también habían surgido en la cultura grecorromana,
desde el mismo Protágoras de Abdera a Sexto Empírico o Marco Aurelio,
además de su poderosa presencia popular en el teatro y la poesía
satírica. El mundo cristiano se unió a una corriente tradicional de la
filosofía grecorromana clásica (Platón, Aristóteles, Plotino) que
proclamaba una epistemología (teoría del conocimiento humano) fundada
en que la ontología del universo era racional y en que esta
racionalidad podía ser conocida con certeza por la razón humana.
d) Error. Sin embargo, esta convergencia cristiana de religión
(kerigma) y de razón (filosofía) no significaba para los santos padres:
a) que la religión fuera siempre necesariamente cristiana (podía darse,
y de hecho se daba, el error en la religión) y 6) que la filosofía
ejerciera siempre la razón correctamente llegando a conocer
necesariamente la Verdad (podía darse una filosofía errónea, y de hecho
se daba en la cultura grecorromana). Era evidente la existencia de
muchas religiones (paganas) en las más diversas culturas: unas más
aceptables y otras menos, entre estas últimas el politeísmo del panteón
de la religión oficial grecorromana. Por otra parte era también no
menos evidente que la razón se había ejercido con mayor o menor
corrección: de forma aceptable (pero insuficiente) en los grandes
autores como Platón, Aristóteles, Plotino y la Estoa; no aceptable en
los escepticismos y en la mayor parte de los materialismos atomistas,
en los neopitagorismos y neoplatonismos. Además, habían también errado
numerosas conexiones entre religión y filosofía, tal como se veía en
los ritos órficos, en la gnosis, en el maniqueísmo y en numerosas
religiones mistéricas de intenso sabor emanantista y neoplatónico.
e) Libertad. Pero conocer esta Verdad convergente entre
religión (kerigma) y razón (filosofía) no era un automatismo
determinista (necesario) en el ser humano. La realidad social y la
presencia del error en la sociedad grecorromana lo hacían evidente. El
kerigma había transmitido un contenido esencial dado en el mensaje de
Jesús: la libertad humana. El hombre era libre para dejarse llevar por
el error en la religión y en la filosofía; podía haber atenuantes, pero
la responsabilidad final era siempre atribuible al uso personal de la
libertad. Esta manera de entender se expresó en la imagen agustiniana
de las dos ciudades: la de aquellos que libremente han construido una
ciudad sobre los cimientos del error y la de aquellos que la han
construido sobre la verdad. Para Agustín la primera ciudad lleva al
egoísmo; la segunda lleva a la renuncia al egoísmo para entregarse al
amor de Dios. La concepción patrística de la libertad tuvo un carácter
"racionalista" (no muy distante de los racionalismos aparecidos en
otros momentos de la historia): el orden racional subjetivo y objetivo
es inequívoco; el hombre es libre para autointegrarse "libremente" en
esa razón inevitable; si no se integra queda fuera de la razón y vive
en el error. La libertad que niega la razón objetiva es posible, pero
asume la carga de "vivir en el error".
f) Religiocentrismo y teocentrismo. En todo caso debemos
advertir que la cultura patrística creyó en la razón, asumió lo más
válido de la razón grecorromana, la desarrolló en profundidad, la hizo
converger con la Verdad kerigmática del cristianismo y se llegó a la
firme convicción de que se había conocido la verdadera esencia del
universo, de la vida y del hombre. Desde diversos enfoques (los
diversos padres) se construyó una imagen del hombre como ser
ontológicamente religioso: que descubría a Dios en su interior y que
descubría a Dios en la naturaleza objetiva. Dios era la Verdad, Dios
era el autor de la creación y era evidente que el uso correcto de la
razón no podía sino conducir al conocimiento de la única Verdad: la
verdad de un Dios creador, fundamento del Ser. La verdad interior (el
espíritu) y la verdad natural exterior (la naturaleza) conducían
inevitablemente a la razón humana al religiocentrismo cristiano y al
teocentrismo del Dios cristiano. Era posible el error religioso y el
error filosófico (gran parte de la humanidad era "pagana", tal como
hemos comentado). Pero la fuerza inevitable de la razón que se atenía a
la realidad del espíritu y de la naturaleza impulsaría la civilización
hacia la Verdad haciendo que el hombre alcanzara su punto de equilibrio
en el universo.
g) Ontología grecorromana: dualismo. La filosofía patrística se
inspiró en la filosofía grecorromana siempre que pudo. En la idea de
Dios y en la filosofía del proceso creador era más difícil atenerse de
cerca a Platón, Aristóteles, al cuasipanteísmo de la Estoa o a los
emanantismos neopitagóricos y neoplatónicos; sin embargo, el mundo
subsistente de las ideas platónicas se metió dentro de la mente divina
y desde ella orientó modélicamente la creación obrada por Dios. Esto
supuesto, la ontología de ese mundo creado por Dios se entendió en
conformidad con las ideas dualistas que constituían el hilo conductor
de la filosofía griega desde la disputa entre Heráclito y Parménides.
La cosmología y la antropología de la Estoa fueron olvidadas (con
pequeñas excepciones como, al parecer, pudieran ser los casos de
Tertuliano o de san Hilario). La materia se conceptuó siempre como el
no-ser; el orden físico y biológico no podía ser producido por ella;
quizá por las "razones seminales" de san Agustín o algún tipo de
"forma" aristotélica o neoplatónica. La racionalidad de la patrística
se decantó claramente por una estricta ontología y antropología
dualista de origen platónico que sería especialmente aplicada al alma
humana. Con las debidas correcciones (sobre todo en cosmología), el
mundo patrístico siguió reflejando el universo de la filosofía
grecorromana.
h) Teocratismo ético-social. El mundo patrístico entendió -en
conformidad con el racionalismo de la filosofía clásica- que la forma
legítima de conducir la vida individual era atenerse al dictado de la
razón. Lo mismo acontecía con la vida social. Integrarse en la razón,
sin embargo, era una prerrogativa propia del hombre libre; por esto
había quienes ignoraban la verdad filosófica y la verdad religiosa (en
todo caso, la verdad congruente de razón y religión cristiana). Sin
embargo, era inevitable que el uso creciente de la razón impusiera la
Verdad filosófico-religiosa del cristianismo en la sociedad. Aunque
hubiera, pues, quien no admitiera individualmente la Verdad, la
sociedad tenía derecho, un derecho natural, a organizarse en
conformidad con los dictámenes de la razón. Ahora bien, si no había
otro camino racional que la razón filosófico-religiosa cristiana que se
había impuesto socialmente por su misma fuerza, era evidente que la
sociedad tenía derecho (y obligación moral) a organizarse según estos
principios filosófico-religiosos. Por ello, cuando la expansión social
creciente, así como la superioridad racional y moral, del cristianismo
llevó a la conversión del imperio romano al cristianismo por obra de
Constantino (313) comenzó una larga etapa de teocratismo ético-social
que constituyó una de las principales herencias de la cultura
grecorromana sobre el cristianismo. A esta "dimensión socio-política"
del paradigma grecorromano nos referiremos más adelante en otro
epígrafe de este capítulo.
Conclusión. En la filosofía y teología
patrística respondió el cristianismo a su primera toma de contacto con
una cultura distinta a la hebrea y esta respuesta configuró ya los
rasgos esenciales del paradigma grecorromano como lectura específica
del kerigma cristiano. Sabemos que esa lectura fue solo una lectura: no
era el patrimonium fidei contenido en el kerigma al que cabía atribuir
la "inspiración" de la Escritura y la "asistencia" del Espíritu. Sin
embargo, en los trazos iniciales de este paradigma se dibujan ya los
perfiles que se consolidarán y seguirán su camino hasta la teología
cristiana actual. Como argumentaremos, en nuestra opinión, el
cristianismo todavía se halla dentro del paradigma grecorromano.
Queremos mencionar, para concluir, tres problemas que irán saliendo a
lo largo de nuestro ensayo. a) ¿Era correcto el constructo racional
grecorromano? b) El resultado del ejercicio grecorromano de la razón
filosófica, ¿describió con corrección el tipo de universo y de hombre
creado por Dios? Si el mundo que la filosofía clásica creyó entender no
fuera el real, es evidente que Dios no habría creado el mundo imaginado
por ella. c) El paradigma grecorromano admitió un factor esencial del
kerigma cristiano: la libertad humana y dio de ella, como hemos visto,
una interpretación racionalista conforme con su imagen de lo real,
pero, ¿fue correcta esta forma grecorromana de entender la libertad?
5.
El paradigma grecorromano en la escolástica
Es opinión común de muchos autores que después de los Padres capadocios
en oriente -san Basilio, Gregario Nacianceno y Gregario de Nisa- y de
san Agustín en occidente, si seguimos la pista de la patrística hasta
el siglo VII1, no hallamos ya padres de categoría similar. En realidad
se trata de aportaciones de "mantenimiento" que compilan, sistematizan
y también en parte desarrollan con más o menos originalidad, los
grandes contenidos de la filosofía patrística de los primeros siglos.
Cabe mencionar en oriente a san Juan Damasceno o san Juan Crisóstomo
(muerto en 754), en occidente a san Isidoro de Sevilla (muerto en 636)
y, sobre todo, al cónsul romano Manlio Boecio (480-5 24) , de gran
influjo en siglos posteriores. Ya a partir del siglo VIII suele
aceptarse el comienzo de un nuevo ciclo de filosofía cristiana conocido
como "escolástica".
Etapas de la filosofía escolástica. No toda la
Edad media fue escolástica, pero esta fue ciertamente la filosofía
cristiana más importante del tiempo. Su origen dependió de la
superación del desorden social producido por el derrumbe del imperio y
las invasiones bárbaras. Una vez que el reino cristiano de los francos
se asentó -sobre todo después de Carlomagno y Alcuino de York- el
apoyo regio permitió la fundación de escuelas y universidades,
contribuyendo a ello también los crecientes asentamientos monásticos y,
más tarde, la aportación de las órdenes mendicantes, franciscanos y
dominicos. La nueva filosofía nació, pues, en un nuevo contexto social
(las "escuelas"), pero en sus comienzos no hizo sino comentar con mayor
o menor originalidad la filosofía patrística, con una orientación
preferentemente agustiniana y platónica.
La primera etapa lleva desde el siglo VIII al siglo XIII. En
este tiempo destacan Juan Escoto Eriúgena (o Erígena, 810-877), en que
reaparece un neoplatonismo de dudosa ortodoxia, san Anselmo de
Canterbury (1033-1109), Pedro Abelardo (1079-1142), Juan de Salisbury
(entre 1115-1180), san Bernardo (1091-1153), Hugo de San Víctor (
1096-1141) y Ricardo de San Víctor (muerto en 1173).
La segunda etapa abarca el siglo XIII, principalmente la
filosofía de santo Tomás de Aquino (1225 -1274). Estuvo precedida por
el descubrimiento de las obras de Aristóteles, primero a través de la
traducción desde el árabe hecha en España y después por otras
traducciones directas del griego hechas en diversas escuelas europeas.
En el siglo XIII son notorios también una serie importante de
escolásticos, que en parte comenzaron ya a reconducir el platonismo
habitual hacia Aristóteles. Recordemos a Domingo Gundisalvo, Guillermo
de Alvernia, los franciscanos Alejandro de Hales y san Buenaventura,
así como el dominico san Alberto Magno, entre otros muchos.
La tercera etapa discurre en los siglos XIV-XV, representando
la expansión y al mismo tiempo crisis de la escolástica tomista,
albergando también el desarrollo definitivo del nominalismo, que tuvo a
Guillermo de Ockam como principal impulsor. A fines del XVI y comienzos
del XVII tuvo lugar la aparición de la llamada segunda escolástica, por
obra del jesuita español Francisco Suárez, donde el nominalismo
renacentista hizo mella en la escolástica propiciando una
transformación profunda.
Considerada en su conjunto, en la filosofía escolástica destacan dos
grandes sistemas: el tomismo y el suarismo (también el escotismo, en
menor grado). A lo largo de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, estos
sistemas se han enseñado sin cesar en la iglesia católica. En lo que
sigue, ante la imposibilidad de abarcar en detalle los infinitos
vericuetos de la escolástica, nos limitamos a comentar solo el tomismo
y el suarismo. Son los dos eslabones esenciales para entender cómo el
paradigma grecorromano llega desde la patrística hasta nuestros días.
La disputa escolástica de los universales. Se
trata de un problema que en el fondo responde a los planteamientos
platónicos (y poco a poco aristotélicos) de la filosofía escolástica.
Para Platón, como hemos ya comentado, en el mundo del Ser existían las
esencias inmutables, distintas entre sí, pero cada una igual a la
perfección de la especie: por ejemplo, la idea de "hombre" como
realización ideal de la perfección máxima propia de la especie
"hombre". Los hombres de la vida real son casos individualizados,
diferentes entre sí, de la misma especie "hombre". Según el análisis de
la lógica aristotélica, si "animal" es un género, entonces la
diferencia específica "racional" (animal racional) constituiría la
especie "hombre". Después estarían los hombres individuales. Pues bien,
ciertos textos de Porfirio (autor del aristotelismo peripatético) y de
Boecio dieron lugar a plantear el problema de si las entidades
platónicas género y especie tenían algún grado de presencia como tales
en la constitución real de los individuos. En los individuos humanos
reales, por ejemplo, ¿estaba presente de algún modo la idea platónica
de la especie "hombre" que como tal era universal, o sea común a todos
los individuos humanos? Los realistas, como es Fredegiso (discípulo de
Alcuino) o como el mismo Juan Escoto Eriúgena, defendían la existencia
real de los universales y su presencia en las cosas individuales. En
cambio, los antirrealistas pensaban que los universales eran solo
nombres, conceptos o voces (flatus vocis) que se aplicaban a los
individuos de una misma especie. Esta disputa dio lugar al nominalismo
del siglo XIV y está presente en la disputa entre los sistemas
escolásticos tomista y suarista. El que esta discusión pudiera
producirse es un indicio evidente de hasta qué punto la ontología
grecorromana siguió presente en los fundamentos de la filosofía
escolástica.
5.1. El sistema tomista clásico
Después de santo Tomás comenzaron dos siglos de expansión de su
doctrina que estuvieron también acompañados de una profunda crisis. Fue
causada por la falta de calidad de muchos de los comentadores y, al
mismo tiempo, por críticas provenientes del nominalismo. Es importante
advertir que ya en el renacimiento la doctrina tomista tuvo una
revitalización dirigida por nuevos comentadores de mayor calidad. Nos
referimos a Francisco Silvestre Ferrariense (1474-1528) y, sobre todo,
a Tomás Cayetano de Vio (1469-1534). Cayetano fue dominico y, después
de relevantes cargos en su orden, llegó a cardenal. Es el fundador de
una determinada manera de ordenar lógicamente y exponer la doctrina de
santo Tomás que conocemos como tomismo puro o clásico. Su síntesis
influyó en la renovación tomista española del XVI por Francisco de
Vitoria (1480-1546), Domingo de Soto (1494-1560) y Melchor Cano
(1509-1560), y se mantuvo como guía esencial de la enseñanza tomista en
los siglos siguientes. Aquí voy a sintetizar la doctrina del tomismo
puro que, a mi entender, es al menos una aproximación bastante correcta
a la doctrina aristotélica real del propio santo Tomás. El objetivo es
que percibamos hasta qué punto la filosofía grecorromana estuvo en la
base misma de la estructura conceptual del tomismo.
Hilemorfismo tomista: dualismo ontológico. La
explicación aristotélica del cambio es el primer fundamento, más
radical, de la filosofía tomista. Los seres reales son al mismo tiempo
ser y devenir porque están causados por dos ca-principios reales, pero
absolutamente irreductibles entre sí: la materia entendida como no-ser,
según la tradición griega, y la fo1ma entendida como ser de una
determinada especie o perfección. La forma es y permanece en el ser,
"es lo que es" según el límite establecido por la perfección de esa
especie: el "árbol" es árbol, el "hombre" hombre, etc. La materia, en
efecto, es no-ser en el sentido en que el mismo Aristóteles la entiende
como "pura potencialidad para ser": de por sí no tiene ningún ser y
solo será "asumida" en el ser de las formas, tal como explicaremos. El
hilemorfismo nos permite medir el alcance con que la filosofía tomista
hunde sus raíces en la cosmovisión ontológica de los griegos (con más
precisión, en el dualismo platónico-aristotélico).
La teoría acto-potencia y la "cohartatio formae
per materiam". Al igual que en Aristóteles, la nueva teoría
hilemórfica tomista permite concluir que el movimiento, el equilibrio
entre el ser y el devenir presente en las cosas reales, se explica por
el hecho de que las cosas constituidas hilemórficamente están en
potencia (en relación a la máxima perfección propia de cada forma, ya
que esta perfección podría alcanzarse y estaría por ello "en
potencia"). Pero también porque están en acto: porque realizan un
cierto grado del ser posible delimitado por la perfección de sus
formas. Así, el acto es el grado de ser que realizan de hecho. Las
formas no tienen en acto toda su potencia o perfección porque la unión
a la materia es siempre un impedimento para que la forma realice toda
la perfección de su ser. Es lo que el tomismo llama la cohartatio
formae per materiam. Las circunstancias variables de esta cohartatio o
impedimento obrada por la materia explican la oscilación del acto y
esto es el movimiento o devenir.
Unión substancial y distinción real. Aun
siendo la materia y la forma dos substancias independientes (que pueden
subsistir por sí mismas, aunque la materia no tenga ser) e
irreductibles (la materia no puede producir ser y la forma no puede
causar devenir), el tomismo establece que al estar unidas en las cosas
reales forman una unión substancial (solo subsiste una sola entidad
resultado de la unión de las dos substancias). Esta unión substancial
fue esgrimida por el tomismo para acentuar la unidad ontológica de los
seres, aun a pesar de sus presupuestos dualistas. Sin embargo, junto a
esto, el tomismo completó además a Aristóteles aportando la teoría de
la distinctio realis (distinción real): aunque la materia y la forma
estén unidas substancialmente en las cosas reales, queda siempre
remanente en las mismas cosas una última e irreductible, inevitable,
distinción física entre la materia y la forma. La unión substancial no
las hace desaparecer o diluirse, sino que siempre permanecen
físicamente distintas. El tomismo, pues, no permitió que la unión
substancial anulara el dualismo, ya que era consciente de que sin este
no podría mantenerse el hilemorfismo y la explicación del movimiento
por la teoría acto-potencia.
Ilimitación del acto, universales, individuación.
De estos principios, que son clara replicación del pensamiento griego,
el tomismo supo sacar sus últimas consecuencias lógicas. Primero la
ilimitación del acto: el acto de una forma (actualmente limitado por la
materia) se haría física y realmente ilimitado ( es decir, crecería
hasta hacerse igual a la perfección potencial de la forma). Esto quería
decir que una cierta "forma universal" (igual a la perfección universal
de la especie) tenía una existencia real dentro de las cosas reales
mismas: el tomismo aceptaba, por canto, el "realismo" en la disputa
tradicional de los universales (universales in re). Por tanto, todas
las formas eran iguales por ser iguales en la perfección ideal de la
especie. La individuación (la diferencia entre individuos de una misma
especie) se producía por causa de la materia: la individuación, decía
el tomismo, no sin dejar de causar una sensación críptica, se producía
por la materia signata quantitate (por la diferente "cantidad" de la
materia).
Prevalencia del universal sobre el singular en el
conocimiento. El tomismo asumió también el principio griego de la
incognoscibilidad de la materia. Las cosas sensibles, las sensaciones,
eran resultado producido por la materia y por la forma. La materia era
incognoscible por sí misma (ya que no tenía ser alguno). Por tanto, el
conocimiento se producía por la abstracción de la forma. En esta
abstracción la forma se hacía universal en la mente del sujeto
cognoscente. Por ello, la experiencia sensible producía primero el
conocimiento del universal por abstracción. En cambio, el singular se
conocía por concretización del universal previamente conocido. Un
ejemplo: este singular (presente por los sentidos) es hombre (una
individuación concreta del universal "hombre"). El conocimiento coloca
al individuo (este hombre) en el horizonte previo del universal
(hombre).
El ente como primer transcendental de la mente.
El tomismo defendía la doctrina de que el universal se abstraía como
ente. Al decir "ente" quería afirmar que el universal: a) suponía la
atribución del ser y b) suponía la atribución de una esencia. Por
ejemplo: la abstracción del universal "hombre" como ente suponía a)
concebir la forma "hombre" en su perfección propia (su esencia) y, al
mismo tiempo, b) conocer también su existencia (existencia real en
acto). Los pares de conceptos "esencia-existencia" (ente),
"materia-forma" (hilemorfismo) y "acto-potencia" (teoría acto-potencia)
dieron lugar a una compleja discusión a lo largo de la historia de la
escolástica, aunque demasiado compleja para exponerla aquí.
Formas corruptibles y forma humana: la psicología
tomista. El problema o inconsistencia más importante de la
filosofía aristotélica (antes mencionado) fue la corrupción de las
formas. Santo Tomás pretendió haberlo resuelto postulando (a nuestro
entender de manera puramente nominal) la existencia, por una parte, de
formas compuestas que, en consecuencia, podían corromperse y, por otra,
la existencia de la forma humana simple y, por tanto, incorruptible. El
alma humana era la forma substancial del cuerpo humano (forma
corporis): simple, espiritual e incorruptible, era creada directamente
por Dios, siendo inmortal por su propia naturaleza. Es, pues, patente
el esquema platónico de esta ontología del alma humana perteneciente,
por así decirlo, al mundo-del-ser (es decir, de Dios). Apoyándose en
estos principios ontológicos fundamentó santo Tomás una compleja
psicología, tratando de sistematizar las consecuencias de la unión
substancial de materia y forma en el hombre (siendo el alma humana
simple). Baste recordar la ideogenia tomista (que sobrepasa el nivel de
esta explicación) para tener una medida de esta complejidad.
Las cinco vías y la existencia de Dios. Por
consiguiente, cuando la razón humana reflexiona filosóficamente sobre
el mundo real, constituido tal como hemos descrito de acuerdo con el
tomismo, se produce inevitablemente el conocimiento de Dios como
fundamento del ser y como creador del universo. Las cinco vías
describen los aspectos más importantes de la presentación tomista de
este itinerarium mentís ad Deum. El continuo tránsito en las cosas
reales de la potencia al acto exige postular la existencia de un acto
fundamental, un acto puro fundamental que coincide con Dios. La
causalidad eficiente exige postular una causa primera que es también
Dios. La contingencia de los seres (esto es, la insuficiencia para ser
por sí mismos, tal como muestra la experiencia del cambio y devenir)
exige postular la existencia de un Ser Necesario (que sería, en el
fondo, un ser que poseyera las propiedades absolutas del ser
parmenídeo). La escala de perfección (también en último término
platónica) exige una perfección suprema. Por último, el orden y la
teleología dados en el mundo exige postular la existencia de un
diseñador inteligente. Las cinco vías estuvieron influidas no solo por
la ontología aristotélica, sino también por Avicena, Maimónides, el
platonismo, san Agustín y san Anselmo. La razón humana, al contemplar
el mundo creado, conoce inevitablemente la existencia fundante del
creador. Para que sea así debe tratarse de una razón asumida
libremente, pero no asumirla es instalarse racional y existencialmente
en el error, tal como consideraba la tradición patrística más antigua
y, por descontado, como veíamos, san Agustín. El estudio de conjunto
que santo Tomás ofrece de la realidad divina, de la naturaleza de Dios
y de sus atributos, alcanza la mayor perfección desde la patrística.
Cosmología tomista. El universo aristotélico
-frente al platónico, creado por el Demiurgo- era una realidad que
respondía a una forma construida que se mantenía eternamente de modo
estable y permanente. Santo Tomás debía admitir -de acuerdo con la
doctrina del kerigma cristiano- que el mundo había sido creado por Dios
ex nihilo, de la nada. Sin embargo, la fidelidad a Aristóteles le llevó
incluso a pensar en la posibilidad de una creación realizada por Dios
"desde la eternidad" (creatio ab eterno). Pero, en todo caso, al
considerar la razón este "constructo universal" se veía necesariamente
(por la fuerza lógica de los hechos objetivos) abocada a reconocer su
condición de creatura fundada en el Creador divino.
Teísmo ético, ley natural y orden social.
¿Cómo explicar la acción humana? Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y
a la tradición patrística y agustiniana, ve en la libertad, el libre
albedrío, su origen radical. Por su naturaleza el hombre busca la
felicidad (la "vida buena" aristotélica) y por ello tiende a realizar
el bien bajo la guía de la razón. Ahora bien, como hemos visto, la
razón le muestra a Dios como fundamento del ser y como bien supremo.
Dios es, pues, el fin natural de la vida humana: es el diseñador de la
naturaleza y de cuanto supone el bien que esta necesita para
realizarse. Dios es la fuente y punto de referencia esencial de las
acciones humanas: vivir de acuerdo con la verdad última del universo
que es la verdad divina. La inclinación racional humana a encontrar el
bien en la naturaleza es, al mismo tiempo, la inclinación a seguir el
designio divino que es creador de la naturaleza. La práctica de la vida
racional conforme a la naturaleza creada es la virtud, ampliamente
estudiada en la Summa. Santo Tomás desarrolla ampliamente el concepto
de ley como ordenación de la razón orientada al bien y promulgada en
cada caso por el legislador. Distingue la ley eterna de Dios (la
ordenación de la razón por la mente divina para la creación), la ley
natural (la ordenación de la razón en el mundo natural creado por
Dios), así como también la ley humana y la ley divina positiva (por
ejemplo, la derivada de la revelación). La ley natural obliga por la
fuerza misma de la razón que descubre a posteriori su pertinencia
racional, pero obliga también por el atenimiento del hombre a Dios que
ha creado esa misma ley natural (la ley natural es así ley divina).
Estos principios éticos son también el fundamento para entender el
orden social y político. El orden social nace primariamente de la razón
natural; pero esta descubre el orden racional creado por Dios y, en
este sentido, el orden social es el orden querido por Dios. La
autoridad tiene su origen en la autoridad divina, autora del orden de
la creación. La autoridad ejercida por algunos en el gobierno de la
sociedad es una participación de esa autoridad divina, querida y
promovida por el mismo orden racional creado por Dios. En este sentido
Tomás cree en la racionalidad de una sociedad monárquica y
aristocrática organizada para gobernar en orden al bien común (cuando
la autoridad se convierte en tiránica, por mal uso de la libertad del
gobernante, Tomás explica cómo debe procederse, pero no admite el
"tiranicidio").
Conclusión. Es patente cómo con santo Tomás
quedan reafirmadas aquellos perfiles y tendencias que ya consideramos
en la filosofía patrística como primera configuración del paradigma
grecorromano del cristianismo. En santo Tomás se reafirman de nuevo los
sistemas filosóficos grecorromanos -aunque en este caso de
predominancia aristotélica, aunque con influencias platónicas- ,
destacando incluso la radicalización filosófica de su visión
teocéntrica, religiocéntrica y, en consecuencia, incluso teocrática en
lo que afecta al entendimiento del orden social. La libertad se
entiende también en santo Tomás en el contexto de una concepción
racionalista: el hombre es libre, pero esto no quiere decir que el
orden racional inequívoco de su propio ser y de la naturaleza no esté
ahí ante él, objetivamente, interpelándole para que el ejercicio de su
libertad acepte el orden natural y le autointegre en ese orden
universal de la razón. Ahí hallará el Bien y la Felicidad aristotélica.
5.2. La segunda escolástica de Francisco Suárez
La filosofía escolástica de Francisco Suárez (1548-1617), entre los
siglos XVI y XVII, va a jugar en los siglos siguientes un papel
comparable en influjo al del mismo tomismo. A mi entender, Suárez es un
filósofo bastante ambiguo y polivalente por la misma dificultad de su
posición histórica. Por una parte, no es fácil dejar de reconocer en él
las huellas no solo del pensamiento nominalista, sino también del
espíritu del renacimiento en general. El sistema filosófico que propuso
representa un cambio esencial en relación a posiciones fundamentales
del tomismo, y no solo del tomismo sino de las corrientes platónicas
que habían sido predominantes en la patrística. Pero, por otra parte,
Suárez quiso también mantenerse dentro del marco escolástico que había
sido trazado por el tomismo. Trató los mismos tópicos, usó el método
escolástico y en ciertas cuestiones no se salió de las doctrinas
políticamente correctas de su tiempo. Se esforzó en decir que sus ideas
propias eran la interpretación correcta de lo que quiso decir santo
Tomás, pretensión que nosotros no consideramos adecuada a los hechos.
Su pensamiento es sumamente interesante porque permite comprobar cómo
en la iglesia convivieron sistemas filosóficos muy distintos que, sin
embargo, permitían entender y explicar el mismo kerigma cristiano que
se transmitía desde la primera comunidad cristiana. El sistema de
Suárez permanece también en el paradigma grecoescolástico, pero su
filosofía estaría fuera de los principios del platonismo-aristotelismo,
conectando quizá, más bien, con supuestos similares a la filosofía de
la Estoa y, por descontado, del nominalismo. Suárez defiende un punto
de vista que ya no es dualista, como el tomismo, en su ontología
general, pero que sigue atado a un "dualismo" específico para el caso
humano. Su idea del hombre es más moderna que la tomista, pero, en
conjunto, Suárez seguirá en el marco teocéntrico y religiocéntrico,
propio del paradigma grecorromano, tal como se comprueba con toda
claridad en su concepción del orden socio-político que se justifica por
referencia a la idea de Dios impuesta por la razón en el orden natural.
Prevalencia del singular e inducción
universalizante. En el sistema tomista la explicación del
conocimiento se fundaba en la teoría de la prevalencia del universal en
el proceso cognitivo (ver anteriormente). El singular (mezcla sensible
de ser y devenir) era incognoscible sin abstraer previamente la forma,
que se universalizaba en la mente humana, para conocer desde ella el
singular. Esta explicación implicaba ya -desde el conocimiento más
radical- el dualismo entre la materia (no-ser, incognoscible) y la
forma (ser, único objeto posible de conocimiento). Estaba ya abierto el
camino a los "universales" en el sentido realista del tomismo. Suárez,
en cambio, de acuerdo con la tradición nominalista anterior, establece
que la experiencia sensible singular constituye una esencia objetiva,
una aptitudo ad essendi, que puede ser conocida directamente en sí
misma. El singular, pues, por sus propiedades sensibles, es cognoscible
y abre el proceso de conocimiento. Se trata de un proceso inductivo: un
singular, más otro singular, más otro... permite ir extrayendo
propiedades comunes que constituyen los conceptos universales. El
universal es, pues, un concepto, un "nombre" atribuible a diversos
singulares. La propiedad más universal que se puede atribuir a toda
realidad sensible es el "ser": por esto se dice que el ser es
transcendental, porque transciende o abarca todo conocimiento. Se
predica de todas las cosas pero no en el mismo sentido: el ser se
atribuye a las cosas de forma analógica. Por esta razón el suarismo
introdujo aquí, de acuerdo con su inductivismo, la teoría de la
analogía por atribución intrínseca (todo ser tiene propiedades comunes)
para sustituir la teoría tomista de la analogía, llamada de
proporcionalidad (el ser se predica pero de manera proporcional a la
perfección de sus formas: ver anteriormente la teoría tomista del
ente).
Nociones transcendentales y primeros principios.
El hombre, pues, desde la experiencia sensible, induce por
generalización el concepto universal de ser. No está dicho, sin
embargo, qué se contiene bajo el concepto "ser": ¿qué queremos decir
cuando decimos que algo tiene "ser"? ¿Cuál es el contenido del concepto
"ser"? A esto responde Suárez con su estudio de las nociones
transcendentales del ser (aquellas nociones que siempre están incluidas
en el concepto "ser"} y de los llamados "primeros principios" (aquellos
principios que rigen siempre la constitución real del ser y, en
consecuencia, los procesos de conocimiento del ser por la facultad
humana de conocer). Entre las nociones transcendentales y los primeros
principios existe una estrecha relación; en conjunto representan lo que
se esconde detrás de la palabra "ser". Las nociones transcendentales
nos dicen que todo ser es uno, verdadero y bueno (unum, verum, bonum).
Más importancia tienen los primeros principios: el de no-contradicción,
el de razón suficiente, el de causalidad y el de finalidad. De estas
cosas había hablado ya el tomismo y muchas se hallaban también en
Aristóteles. Suárez las encuadró con perfecta lógica en el conjunto de
su metafísica en las Disputationes Metaphysicae.
Juicio objetivo de contingencia y razón suficiente.
La intuición metafísica de Parménides determinó durante siglos la
evolución de la filosofía griega. Si algo existía de hecho, pensaba
Parménides, había que inferir su "suficiencia"; existía, por tanto,
porque "podía existir" (por ser "suficiente"), ya que si no fuera así
no existiría de hecho. De ahí afirma que "el ser es lo que es" y
"permanece eternamente en sí mismo", existiendo necesariamente. Se
debía, pues, postular la suficiencia del ser, inferida desde el hecho
de la existencia fáctica. Parménides atribuyó esta suficiencia a su
universo estático y permanente en sí mismo. Platón puso la suficiencia
en el mundo-del-ser y en la pirámide de las ideas según los grados de
perfección de sus esencias. Aristóteles situó la misma suficiencia en
las formas, introduciéndolas en el interior del mundo. El tomismo
siguió el camino de Aristóteles con la mayor cercanía posible; la
suficiencia pertenecía a Dios, pero también a las formas según el
dualismo hilemórfico (aunque siempre por participación).
Pues bien, en el conjunto de esta panorámica de la evolución de la idea
de Parménides, Suárez viene a decirnos que el ser conocido desde el
singular nos lleva a entender que el ser responde al principio de razón
suficiente (además de a las nociones transcendentales y a los otros
principios). A nuestro entender es aquí donde Suárez recoge la
intuición de Parménides. Si el ser existe, debe fundarse en la
suficiencia. Ahora bien, al ser los seres que constituyen el mundo
"contingentes" (es decir, al no ser absolutos y no tener en sí mismos
la razón suficiente de su existencia) , entonces debe postularse la
existencia de un ser (que no forma parte del mundo) que posea en sí
mismo la suficiencia y funde por participación la contingencia del
mundo. Este ser es para Suárez, Dios y lo define como el ipsum esse
subsistens, el ser que subsiste por sí mismo (los tomistas, en cambio,
solían definir a Dios como aquel ser cuya esencia se identificaba con
la existencia). Para Suárez, Dios es el Ser Subsistente que posee la
razón suficiente de sí mismo y, por ende, existe por necesidad, sin
poder dejar de existir, tal como postulaba ya la metafísica de
Parménides. Con ello, Suárez reformulaba la tercera vía de santo Tomás
que pasa a ocupar en la metafísica suareciana el lugar de la prueba
esencial de la existencia de Dios. Un ser contingente que exige
racionalmente postular una suficiencia y necesidad absoluta.
Creación, participación, materia, forma y
distinción de razón. Por ello, la existencia de un mundo
contingente se funda en el ser suficiente por la vía de creación: el
ser contingente natural es un ser participado, solo así su existencia
es racional, inteligible. Dios creó la materia, pero no como un no-ser
(al estilo aristotélico-tomista), sino ya con un cierto grado de ser
(la "materia prima" tiene ya para Suárez un cierto grado de ser). Lo
que ocurre es que Dios ha creado seres finitos, limitados,
correspondientes a una cierta esencia o perfección (según las ideas
ejemplares en la mente divina, llamadas por Suárez los "posibles").
Esta finitud de lo contingente creado incluye el movimiento, el cambio
y el devenir. Los seres contingentes naturales tienen también una forma
que responde a sus diferentes esencias y perfecciones. Por
consiguiente, entre la materia y la forma no existe una
irreductibilidad real (no-ser y ser) que exija defender una distinctio
realis (ver anteriormente), sino solo una distinctio rationis cum
fundamento in re (distinción de razón con fundamento en la realidad).
Es decir, una distinción hecha solo por la mente humana racional, pero
que no existe en las cosas mismas. Suárez, pues, reinterpretó la teoría
hilemórfica como un constructo de razón y, como los nominalistas, no
admitió la existencia real de los "universales" en las cosas reales.
Sin embargo, en este universo de seres contingentes, con esencias
finitas sometidas al devenir y a la corrupción, por su propia
naturaleza creada finita, solo existe una excepción: el alma humana,
creada directamente por Dios como esencia simple o inmortal, dotada de
todas sus propiedades espirituales, que existe unida a la materia
substancialmente; en su tratado De anima, uno de los principales,
estudió Suárez cómo entender la psicología humana constituida por la
acción conjunta de la esencia finita de su cuerpo y de un alma inmortal
simple. Suárez, por tanto, resolvió a su manera la presencia en el
universo del ser y del devenir, pero sin recurrir a los supuestos
dualistas platónico-aristotélico-tomistas. El universo de Suárez fue
sin duda más moderno, más unitario y no dualista (con la excepción
mencionada del alma humana), más congruente con el nominalismo y con
las corrientes inductivistas que estaban formándose en el mundo
renacentista.
El orden ético-moral y socio-político. Es
patente que el universo creado por Dios posee un orden racional que
responde a la mente y al designio divino. Es la ley eterna de Dios que
se manifiesta en la ley natural del orden creado. La ley natural es así
la ley divina y, como tal, se manifiesta a la razón humana. El hombre
que ejerce la razón descubre, pues, la realidad fundante de Dios y el
orden racional de las cosas, según su naturaleza creada. Este orden es
natural, pero al mismo tiempo es voluntad divina, ya que la naturaleza
es el designio divino según la ley eterna. La ley natural es a radice
ley divina. Dentro de la tradición cristiana sabe Suárez, como santo
Tomás, que el hombre ha sido creado libre por Dios. Es libre para
autointegrarse en el orden racional creado por Dios. Pero puede
construir en su mente razones que no responden a la Verdad de ese orden
racional. La idea, pues, de libertad en Suárez es también racionalista:
el hombre ejerce libremente la razón pero Dios ha dotado a la
naturaleza de un orden racional inequívoco que la razón debe descubrir
(a no ser que la voluntad libre lo impida).
La sociedad nace por la fuerza misma de la pura razón natural (no
responde a un diseño y legislación divina positiva), tal como ya había
dicho santo Tomás. Pero el hombre conoce que respetar el orden racional
de la naturaleza humana es respetar la ley eterna y, en último término,
el diseño de la ley eterna en la mente divina. Así, en un horizonte
teocéntrico, el hombre sabe que el único y absoluto origen de la
autoridad siempre es -en el orden natural, ético-moral, social,
jurídico y político- inequívocamente Dios. Pero Dios, según Suárez, ha
entregado la autoridad socio-política a los hombres: es el pueblo al
que pertenece una soberanía que tiene origen divino y por ello tiene
derecho a tomar las decisiones convenientes para el bien común. Suárez
expone la mejor síntesis del Derecho de Gentes de su tiempo, fundamento
de la filosofía política y del derecho internacional que orientó la
Monarquía Hispánica en su conquista y colonización de América. Ahora
bien, el pueblo puede entregar esta autoridad propia al Soberano, al
Monarca, para que gobierne y represente a todos a favor del bien común.
Cuando esto no sucede y el Soberano se convierte en tirano, el pueblo
tiene derecho a retirar al Monarca la autoridad, llegando incluso a
tener justificación moral para emprender el tiranicidio (cosa que santo
Tomás se resistió a reconocer).
Conclusión. Suárez supuso, pues, un
replanteamiento radical de la filosofía dualista griega, según lo
explicado. Sin embargo, quedó atrapado por el enfoque escolástico
tomista, aunque lo llenara de un contenido filosófico muy distinto,
mucho más cercano a la idea natural de los seres propia del
renacimiento y a la teoría nominalista del conocimiento en consonancia
con la ciencia natural que en aquel tiempo estaba naciendo. Ahora bien,
si consideramos su teocentrismo final, su religiocentrismo y su
teocratismo, así como su racionalismo teísta ético-moral, vemos que
Francisco Suárez representa en el fondo una nueva versión, formulada en
circunstancias históricas distintas, del paradigma grecorromano
establecido desde la patrística. Suárez describe filosóficamente un
universo cuya explicación racional no puede darse sin fundarla en el
Ser Subsistente que por vía de creación produce el universo que vemos,
constituido por seres unitarios (sin el dualismo de materia y forma
aristotélico-tomista), pero finitos por diseño divino en la creación
según los "modelos" (los "posibles") contemplados en la mente de Dios.
En ese universo la razón conduce inequívocamente a Dios como fundamento
de todo y la existencia es naturalmente religiosa. El hombre es libre y
puede contravenir la ley natural, o ley divina, impresa por Dios en el
orden creado, pero cuando elude el reconocimiento natural de Dios se
sitúa en el error, es decir, fuera del orden racional de la naturaleza.
6.
El paradigma grecorromano en el siglo XX
Pero, al seguir el itinerario histórico del paradigma grecorromano, tal
como estamos haciendo, ¿por qué pasamos desde la escolástica, en los
comienzos del siglo XVII con Suárez, al siglo XX? ¿Por qué un salto tan
grande? Pues simplemente porque en los siglos XVII, XVIII, XIX y XX la
iglesia ha permanecido anclada en los sistemas escolásticos. Por ellos
y por la iglesia cristiana se mantuvieron presentes las grandes líneas
de la filosofía griega. En el siglo XX, e incluso en la actualidad (con
las matizaciones que haremos al concluir este capítulo), la iglesia ha
permanecido entendiéndose a sí misma en el marco de la
filosofía-teología patrística y de los sistemas escolásticos
posteriores, bien el tomismo, el suarismo (y de forma más restringida
el escotismo, que aquí no hemos reseñado por brevedad). Patrística y
escolástica representaron una lectura grecorromana del kerigma
cristiano. Por ello podemos afirmar que el paradigma grecorromano del
cristianismo, entonces iniciado, cuando la iglesia estaba en sus
comienzos, se fue consolidando desde la patrística, se reafirmó en la
escolástica, en todas sus escuelas, tanto tomistas como suaristas, y
así ha llegado hasta la actualidad. Una característica esencial de este
paradigma es que ofreció una idea del hombre en que este no tenía
sentido sin fundarse en el reconocimiento de la Divinidad. El paradigma
antiguo se fundamentó en una antropología y en una socio-política
teocéntrica, religiocéntrica y teocrática en que Dios era siempre la
piedra clave insustituible de la arquitectura de un orden natural
teísta. Al reconstruir aquí la historia del paradigma grecorromano
debemos percibir con precisión lo que en realidad significó (no estamos
inventando nada, ya que así fue realmente la base
filosófico-antropológica desde la que se hizo la hermenéutica del
cristianismo durante siglos). Esta manera de pensar es la que hace hoy
seguir repitiendo que "no es posible un humanismo sin Dios" (ni un
orden moral, ni un orden social o político). Esta manera de pensar, sin
embargo, chocará con el humanismo del renacimiento que conduce a la
modernidad y en el que se es consciente de que es posible naturalmente
la emancipación libre del orden religioso.
El hecho es, pues, que el entendimiento del cristianismo en la
perspectiva que lleva desde la antigüedad hasta el catolicismo actual
se presenta construido en el marco de un paradigma interpretativo que
hemos llamado grecorromano. En el siglo XX este paradigma se ha visto
afectado por tres circunstancias que pueden enunciarse lapidariamente:
Kant, la evolución y la ciencia. Estos nuevos factores han inducido en
la iglesia ciertos replanteamientos adaptativos que no han supuesto el
abandono, sino más bien el replanteamiento enriquecido de las líneas
esenciales del paradigma grecorromano. La persistencia en la enseñanza
de los sistemas escolásticos en el siglo XX no siempre se ha visto
afectada por estos, digamos, replanteamientos, sino que ha proseguido
en la misma línea que en siglos anteriores (puro tomismo o suarismo, y
en la actualidad más tomismo que suarismo). Sin embargo, no podemos
valorar qué tipo de presencia ha tenido el paradigma grecorromano sin
atender a la novedad que, en los siglos XIX-XX, han supuesto estos tres
replanteamientos del paradigma.
6.1. Kant, Blondel y el neotomismo
transcendental
Desde Kant hasta el llamado neotomismo transcendental, apoyándose en la
filosofía de Maurice Blondel, se establece un puente que nos hace
entender qué significa históricamente gran parte de la teología actual,
sobre todo la de origen centroeuropeo. Esta escuela neotomista ha
representado en el siglo XX una gran novedad: ha sido considerada
durante décadas (hoy no tanto, aunque todavía en algunos círculos
filosófico-teológicos católicos) la gran novedad progresista que
rejuvenecía el antiguo pensamiento escolástico. Pero, en realidad, es
una manera de pensar filosófica anclada todavía en el paradigma
grecorromano antiguo y en la escolástica tomista tradicional. En muchos
aspectos se produce incluso una forma más radical de teocentrismo
transcendental constitutivo (que para algunos críticos de esta
corriente no era compatible con la doctrina cristiana de la Gracia y de
la libertad).
Kant. Es imposible entender esta manera de
pensar sin haber entendido qué significa históricamente la
epistemología (filosofía) de Kant. En los siglos XVI, XVII y XVIII, la
teoría del conocimiento, primero sensista (renacimiento) y después
empirista (ilustración), concluía en que, si el conocimiento se
producía solo como constatación de los hechos empíricos, la ciencia era
solo inductiva y no se podía justificar la seguridad absoluta del
saber. La ciencia era solo opinión o creencia, una expectativa sobre
las constancias del acontecer físico (la misma inseguridad era
aplicable a la filosofía, la religión y la moral). El racionalismo
quiso recuperar la seguridad del conocimiento postulando que este no
solo se producía por los hechos sino también por la razón. La razón por
sí misma (esto es a priori, o sea con independencia absoluta de los
hechos) era fuente real de conocimiento. La seguridad se derivaba de la
razón a priori: lo racional coincidía con la naturaleza de la realidad
en sí misma (identificación entre razón y realidad). Kant, en la
segunda mitad del XVIII, aportó una nueva teoría que era racionalista,
pero corregía al racionalismo. El conocimiento se producía por la
experiencia o sensación (a posteriori), pero las sensaciones eran
organizadas por ciertos principios a priori que pertenecían a la razón.
Pero, en contra de la teoría racionalista, estos principios no
producían conocimiento sin la experiencia (o sea, solo cuando
organizaban las sensaciones, aunque ellos eran a priori); junto a esto
tampoco se podía afirmar que estos principios coincidieran con la
realidad verdadera del mundo en sí mismo. Solo podíamos afirmar que
estos principios a priori tenían un valor funcional o formal (servían
para organizar la experiencia y en consecuencia para vivir con
eficacia). Esto supuesto, Kant describió el conocimiento matemático,
físico y metafísico, deduciendo los factores a priori y a posteriori
que lo producían. La matemática y la física eran posibles como ciencia.
La metafísica no: estaba formada solo por juicios que analizaban la
idea a priori de Dios, del Alma o del Mundo. Pero no podíamos saber si
los principios a priori de la matemática, de la física o de la
metafísica coincidían con la realidad en sí misma (nouménica). No
sabíamos, por tanto, si Dios existía. Kant llegó solo por el estudio
del conocimiento moral a la existencia de Dios; pero no como resultado
del análisis racional del mundo objetivo. Por la razón natural
objetiva, por tanto, el hombre quedaba siempre encerrado en la pura
formalidad de sus principios a priori (inmanencia). Dios no podía ser
argumentado por la razón natural (razón pura), ya que cosmología,
psicología racional y teodicea solo eran puro discurso a priori, al que
no se podría atribuir congruencia con la realidad en sí misma.
El movimiento de la "vuelta a Kant" y la
neoescolástica. Kant se olvidó por el empuje del hegelianismo y del
marxismo. Pero el dogmatismo racionalista de estas dos filosofías
alertó a las clases burguesas que en el último tercio del XIX buscaron
algún autor que ayudara a combatir el dogmatismo hegeliano-marxista. Y
creyeron hallarlo en el "criticismo" kantiano. Nació entonces el
movimiento llamado de "vuelta a Kant", a un autor que había tratado de
poner coto a las pretensiones abusivas del conocimiento. Durante siglos
la filosofía escolástica había permanecido al margen de cuanto se hacía
fuera de ella. Coincidió que, a fines del XIX, buscó el diálogo con la
filosofía civil para justificarse y ganar prestigio: pero en ese tiempo
la filosofía burguesa tenía a Kant como autor de máximo prestigio. El
problema era, pues, que Kant negaba precisamente que fuera posible lo
que la filosofía escolástica estaba pretendiendo durante siglos:
conocer racionalmente el mundo objetivo y justificar la existencia real
de Dios. Así, el problema fundamental de la filosofía "crítica"
escolástica consistió en demostrar que el hombre podía conocer
realmente el mundo objetivo, formar conceptos que correspondían a la
realidad en sí misma y conocer la verdad. Numerosos filósofos
escolásticos dedicaron su esfuerzo a mostrar la validez del
conocimiento objetivo para salir del "inmanentismo" kantiano.
La antropología metafísica de Blondel. Kant
había invalidado el uso de la razón objetiva de la escolástica como
resultado del estudio del conocimiento. La crítica escolástica
pretendió refutar la teoría del conocimiento kantiana. Pero un filósofo
cristiano, no escolástico y que no formaba parte del clero, ensayó una
vía apologética (orientada a mostrar la existencia de Dios) que se
fundaba como Kant en una reflexión sobre el hombre. Era una
antropología, que se situaba de principio en la inmanencia humana, pero
que concluía mostrando que el hombre no podía entenderse sin ponerlo
todo él en función de una realidad metafísica que se debía identificar
con Dios. La fenomenología de la inmanencia humana (sobre todo el
sugerente estudio de la volonté voulante y de la volonté voulu, o sea,
del desajuste entre el deseo humano y la realidad frustrante que
constituía la vida real) exigía como condición de posibilidad (como
aquello que la hacía posible) entender al hombre como un ser cuya
acción, cuyo pensamiento y cuyo ser estaba todo él encaminado hacia un
"infinito atrayente" que se identificaba con Dios. La forma blondeliana
de decirlo era afirmar que la Transcendencia era la condición de
posibilidad de la forma en que el hombre advertía su propia inmanencia.
No era, posible entender al hombre sin postular la existencia real de
la Transcendencia.
Neoescolástica tomista transcendental: Maréchal y
Rahner. Frente a la vía objetiva de la crítica escolástica para
refutar a Kant (que buscaba justificar el valor objetivo del
conocimiento), Blondel había abierto una vía argumentativa que se
fundaba en el hombre: en el análisis antropológico. En el primer tercio
del siglo XX muchos filósofos cristianos -sobre todo de habla francesa-
vieron en Blondel una filosofía nueva y progresista que apoyaron Dumery
y Rousselot, por ejemplo. En esta línea, el jesuita belga Joseph
Maréchal fue el creador de una nueva interpretación del tomismo clásico
en conexión con la filosofía de Kant, que hoy conocemos como neotomismo
transcendental. Marechal siguió a Blondel, pero quiso pensar también a
partir de Kant, al mismo tiempo que permanecía en el tomismo. En
esencia, propuso una reconstrucción de la crítica de la razón pura.
Kant había hecho la crítica transcendental (el estudio de los
principios a priori y a posteriori) de la matemática, de la física y de
la metafísica. Pero había olvidado hacerla del hecho de la "afirmación
ontológica" (del hecho de que todo conocimiento era siempre
conocimiento del ser, en la matemática, en la física y en la
metafísica). Por tanto, el análisis transcendental kantiano de la
afirmación ontológica le permitió concluir que la razón humana
funcionaba ejerciendo un nuevo principio a priori no conocido por Kant:
la apertura al Ser Absoluto, ilimitado, universal. Todo juicio era
siempre una concretización del ser universal (recuérdese la teoría
tomista de la prevalencia del universal). Ahora bien, según Maréchal,
con inspiración blondeliana, el conocimiento del ser era una tendencia
finalística que exigía la existencia real del correlato de la tendencia
(y no ser un mero principio formal o funcional al estilo kantiano). La
razón pura kantiana (el conocimiento del mundo objetivo) suponía, por
tanto, afirmar la existencia real de Dios como correlato real de la
naturaleza finalístico-tendencial del conocimiento humano.
Esta misma manera de pensar fue defendida por Karl Rahner, sobre todo
en su obra básica Espíritu en el Mundo. A través de su estudio
de la sensibilidad, la abstractio y la conversio ad phantasmata (que
aquí no explicamos) defiende las mismas ideas que Maréchal, del que se
considera seguidor. El tomismo de Rahner es el "tomismo clásico" en
toda su radicalidad (verbi gratia, en el concepto de la "materia" y de
la "fom1a", presentados en una perspectiva transcendental). El
conocimiento no es inteligible sin aceptar la apertura transcendental
apriórica e inobjetivable al Ser Absoluto, que debe aceptarse como
realmente existente, por la misma razón que en Maréchal, a saber, por
ser el necesario fundamento real de la apertura del conocimiento a
priori al ser-en-absoluto divino. Esta apertura sería parte de una
constitución ontológica previa (apriórica en el sentido kantiano) que
se haría siempre presente en el conocimiento. Rahner, que concibe su
metafísica como una "metafísica del conocimiento finito según santo
Tomás de Aquino", parte de la interpretación de un artículo de la Summa
Theologica y en todo caso hace una síntesis entre el enfoque
kantiano y los principios del tomismo clásico.
Conclusión. Rahner considera que la única
prueba posible de la existencia de Dios es esta prueba
apriórico-transcendental. Las vías objetivas (por ejemplo, las cinco
vías tomistas) en tanto tienen validez en cuanto se entiendan como una
prolongación de la vía antropológica transcendental. Pero en todo caso
queda fuera de duda que, detrás del tomismo transcendental (y por esto
es "tomismo") se halla el entramado filosófico propio del paradigma
grecorromano; con más exactitud, los principios radicales del "tomismo
clásico". Por otra parte, dentro de esta concepción quedan
radicalizados, o sea, llevados a una mayor intensidad, algunos de los
principios más importantes del paradigma. Tanto el teocentrismo como el
religiocentrismo patrístico y escolástico (recordemos el "iluminismo"
agustiniano) se refuerzan al atribuir a la constitución ontológica
previa, a priori, inevitable y existencial, la apertura del individuo a
Dios. El hombre, por obra de una necesidad constitutiva
(transcendental), se entiende siempre a sí mismo, desde el horizonte
del mundo, como abierto a la realidad de Dios. Aunque quizá lo niegue,
está siempre, sin embargo, necesariamente ante Dios como resultado de
la constitución natural de su espíritu (el rahneriano "espíritu en el
mundo"). La referencia a Dios es aquí, por tanto, tan radical que
suscitó numerosas críticas teológicas, al ponerse en duda si permitía
entender aceptablemente la libertad humana, constantemente afirmada en
el kerigma cristiano. Estas mismas críticas se reiteraron también al
considerar el sistema de Teilhard de Chardin. Rahner ha sido, sin duda,
un gran teólogo (no kerigmático, sino sistemático, hermenéutico,
filosófico) que ha aportado numerosas estudios teológicos de valor
(trinidad, cristología, eclesiología, etc.). Aquí, sin embargo, solo
hemos querido mostrar cómo los fundamentos de su teología responden
plenamente al paradigma grecorromano.
6.2. La integración de la ciencia en el
paradigma grecorromano
El crecimiento de la ciencia en los siglos XIX y XX produjo resultados
que se imponían socialmente por el prestigio y por el rigor de la
investigación, y que no podían ser ignorados por la cosmovisión
cristiana configurada en el antiguo paradigma grecorromano. El objetivo
era defender la verdad del paradigma: a) mostrando que los resultados
de la ciencia lo confirmaban y b) poniendo en cuestión, o simplemente
rechazando, los resultados que no fueran compatibles con él. La iglesia
movilizó para ello un gran número de científicos cristianos que
contribuyeron -y aún contribuyen- a mostrar que el mundo de la ciencia
es compatible (e incluso enriquece) el paradigma grecorromano clásico
mantenido durante siglos. Pero, les esto así? Lo responderemos en el
próximo capítulo. Sin embargo, de momento, nos referimos a la forma en
que la ciencia se integró en el paradigma existente.
Prevalencia de la metafísica. Se explicó
siempre que el camino más seguro para conocer la esencia metafísica y
la verdad última era la argumentación que se exponía en la filosofía
escolástica. Los argumentos metafísicos acerca de la existencia de Dios
lo presentaban, con una certeza metafísica absoluta, como el fundamento
absoluto del que participaban los seres contingentes. La metafísica
exigía una "necesidad" y esta solo podía atribuirse a Dios. La
argumentación metafísica escolástica (la búsqueda de la necesidad y de
una causa primera) era independiente de la ciencia y superior a ella.
La ciencia trataba de lo categorial o, como decía la escolástica, de
las "causas segundas"; se insistió así en que el método científico no
llegaba por sí mismo a lo filosófico propiamente dicho; la filosofía
como tal estaba en una posición superior. La metafísica representaba
las inferencias básicas del conocimiento humano. Su superioridad
(siempre incontaminada) no excluía que la ciencia aportara
conocimientos correctos que pudieran ser la base para nuevos argumentos
complementarios que confirmaran la verdad descubierta con mayor
seguridad por la metafísica. La función de la ciencia era
complementaria. La apologética cristiana trataba de ordenar estos
argumentos científicos complementarios.
Los argumentos científicos. Con la intención
de buscar complementariedad y, al mismo tiempo, desactivar las posibles
disonancias, los defensores de los sistemas escolásticos clásicos o
tomistas transcendentales (que en el siglo XX eran la forma final del
paradigma grecoescolástico) centraron entonces su atención en una serie
de argumentos preferentes. Recordemos los principales. En cosmología
había un objetivo evidente: constatar que la ciencia describía un
universo contingente que exigía postular la existencia de un ser
suficiente, absoluto y necesario, a saber, Dios. Al mundo no podía
atribuírsele nunca la necesidad, solo Dios podía ser considerado
"necesario". Cuando la cosmología evolucionó hasta establecer la teoría
del big bang la filosofía cristiana interpretó precisamente que se
había descrito en la ciencia el momento de la creación del universo. En
el universo, pues, en síntesis, solo podía hallarse la consistencia y
la suficiencia real de su existencia (su causa primera y la necesidad
fundante) por la inferencia filosófica de la existencia real de Dios
(la ciencia permitía así complementar la clásica tercera vía de santo
Tomás o, tal como se veía en la escolástica suareciana, el argumento
del juicio objetivo de contingencia).
Además, la existencia en el universo del orden físico y del orden
biológico fue uno de los argumentos usados para apoyar la visión
escolástica (la quinta vía de santo Tomás sobre la "teleología").
Entrado ya el siglo XX el orden físico dio lugar a la formulación del
principio antrópico; este permitía hacer la inferencia posible de que
la razón divina (las ideas platónicas en la mente divina ya mencionadas
por la patrística) era la explicación del diseño racional creado en el
universo, dirigido al hombre por un diseño "milimétrico" (antrópico).
El orden biológico mostraba además una complejidad infinitamente mayor
que la física y por ello estaba justificado postular la existencia de
un "diseño inteligente". La forma exacta de entender la presencia de la
razón divina en el universo físico y biológico, habida cuenta de la
llamada autonomía del mundo, ha sido objeto de discusión en la última
parte del siglo XX. Pero queda fuera de toda duda que, de una u otra
forma, siempre ha habido una apelación escolástica a la mente divina,
causa de la razón presente en la creación (una forma moderna de los
antiguos argumentos "teleológicos"). La racionalidad teleológica del
orden natural exigía un diseñador racional del universo físico y
biológico, a saber, la mente divina. En los últimos años, las críticas
al llamado intelligent design propuesto por el protestantismo
creacionista y fundamentalista americano (Dembski, Behe) han obligado a
que la posición católica matizara sus puntos de vista tradicionales y
se entrara por la vía de las necesarias adaptaciones ad hoc que
se requerían en la situación (insistiendo, sobre todo, en que el diseño
divino no se debe buscar en las causas segundas, ya que el mundo es
autónomo, sino en el diseño global, antrópico, del universo).
La disonancia principal entre ciencia y escolástica fue quizá el
monismo al que llevaba la ontología de la ciencia. La escolástica venía
del paradigma grecorromano que transmitía una visión dualista en la
constitución ontológica de los objetos físicos, de los seres vivientes
y muy principalmente del hombre. No era posible revisar desde sus
raíces el dualismo de tradición platónico-aristotélico-tomista porque
hubiera sido salirse por completo de la tradición patrística y
escolástica. Sin embargo, se trató entonces de suavizar, de ignorar e
incluso de camuflar el dualismo del paradigma, insistiendo en aquellos
aspectos de su ontología y de su antropología que permitían reducir la
disonancia. El elemento fundamental se halló en la afirmación tomista
de "unión substancial" entre materia y forma. El hombre era una
realidad totalmente unitaria y la idea tradicional de "alma" en la
tradición grecorromana era la forma corporis, la forma substancial del
cuerpo humano. Al mismo tiempo se trató de hallar todos aquellos
elementos presentes en las variadas opciones del paradigma grecorromano
que fueran más cercanos a una visión no-dualista de la creación. Sin
embargo, era evidente que, a pesar de las adaptaciones ad hoc,
la mayor parte del paradigma (en lo platónico, neoplatónico,
aristotélico y escolástico) estaba, y seguía estando, concebido en una
clave ontológica y antropológica dualista, tal como se ha explicado en
este capítulo.
La apologética cristiana. Esta actitud
mantenida llevó a que, a lo largo del siglo XX, se fueran elaborando
las directrices de la apologética cristiana. Hubo evidentemente formas
de presentarla y matices que no podemos abordar aquí (sobre todo en
relación al tomismo transcendental). Sin embargo, hablando en general
(y refiriéndonos principalmente a la escolástica clásica, bien sea
tomista o suarista), se consideraron tres capítulos básicos. a) Se
mantuvo, primero, el bloque de argumentación metafísica, que
incluía con frecuencia los argumentos fundados en la "espiritualidad"
del alma (que mostraba, en clave "dualista" que el hombre pertenecía
por su propia ontología a una dimensión transcendente de realidad
identificada con Dios). b) El segundo bloque fue la argumentación
científica fundada en los argumentos indicados, y en otros muchos.
c) El tercer bloque fue una miscelánea de reflexiones agrupadas en
torno a la argumentación antropológica sobre la experiencia
religiosa, así como a la persistencia y a las formas universales del
fenómeno religioso a lo largo de la historia.
Conclusión. La historia de la
filosofía-teología católica de los siglos XIX y XX muestra, en efecto,
que el colosal desarrollo de la ciencia moderna no hizo que el
paradigma clásico grecorromano se desplazara un ápice de las posiciones
que siempre había mantenido. La argumentación sobre la existencia de
Dios que constituía la pieza clave de la arquitectura teocéntrica del
paradigma, se siguió fundando en los argumentos metafísicos de la
escolástica que aseguraban que la certeza teísta no sufriera menoscabo.
En un nivel inferior de razonamiento la ciencia permitía reafirmar el
teocentrismo del paradigma (bajo el lema, clásico en estos años, de "a
Dios por la ciencia"). Puntualmente, se introdujeron en el paradigma
aquellas adaptaciones ad hoc (a las que nos referiremos más
adelante en este capítulo) que la ciencia exigía perentoriamente, pero
se obvió la revisión global del paradigma. En el próximo capítulo nos
referiremos a lo que la ciencia realmente dice y a las posibilidades de
pervivencia del paradigma antiguo.
6.3. La evolución y Pierre Teilhard de Chardin
Teilhard es el gran autor que, dentro de la tradición católica, aborda
la tarea de pensar el cristianismo en concordancia con la ciencia; ante
todo con la visión evolutiva del universo, de la vida y del hombre que
la ciencia imponía. Teilhard ofreció una gran síntesis
científico-filosófico-teológica, muy original y mística, incluso
poética, de altos vuelos, que supuso para la teología cristiana
tradicional una innovación difícil de digerir. La "represión" a que
Teilhard fue sometido por la iglesia habla por sí misma. El problema
era la disonancia de la evolución con la ontología y con el dualismo
del paradigma grecorromano. Pero la verdad es que Teilhard de Chardin,
en el fondo, seguía respondiendo aún al movimiento
blondeliano-tomista-transcendental de la época en que se educó como
estudiante y, aunque tuviera algunas disonancias con el paradigma
(verbi gratia, con el dualismo clásico escolástico), seguía todavía,
sin embargo, en el paradigma grecorromano en su mayor parte. Teilhard
no tuvo la intención su sustituir la visión teocéntrica que era propia
del pensamiento católico; al contrario, aportó una nueva visión
evolutiva que la entendía como una gran sinfonía cósmica de
teocentrismo desde el Alfa cósmico germinal hasta el Omega final del
Pleroma histórico.
La cosmovisión teilhardiana. La idea de
Teilhard fue mostrar que la ciencia llevaba a una comprensión más
profunda de la teología cristiana. Para ello, se instaló en un método
fenomenológico-científico para describir la evolución que la ciencia
moderna imponía. El estudio del fenómeno humano desde sus
raíces cósmicas, a través de la aparición y de la evolución de la vida,
le condujo a una idea de la materia y del monismo evolutivo que se
distanciaba, ciertamente, de las visiones clásicas escolásticas
fundadas en el dualismo grecorromano. El análisis fenomenológico
permitía inferir la ley de la complejidad-conciencia como guía para
entender el sentido de la evolución. El progresivo enriquecimiento de
la conciencia por la complejidad mostraba una direccionalidad
inequívoca hacia la socialización y la noosfera, apuntando a un término
final -el Punto Omega- en que se daría el Pleroma o cumplimiento del
impulso finalístico de la evolución, de la conciencia humana y de la
historia. La argumentación de Teilhard en torno al Punto Omega le hizo
postular la necesidad de concebirlo como, a la vez, algo inmanente y
transcendente. Este Omega, identificado con Cristo, debía también
entenderse como impulsor radical, primigenio, de la evolución: es
decir, como Punto Alfa. Cristo (inmanencia y transcendencia divina) era
el Alfa y el Omega de toda la evolución cósmica concluyente en el
fenómeno humano. Es claro que esta portentosa cosmovisión cristiana
(primer gran intento católico de diálogo con la ciencia para construir
una nueva interpretación del cristianismo) debía ser discutida; y así
lo fue. Lo primero que se discutió fue el carácter "científico" de la
visión teilhardiana. Había que situarla, más bien, en la filosofía.
Como tal, además, parecía que no podía irse más allá de los argumentos
que hacían más verosímil postular como "opción libre" la existencia del
Punto Alfa-Omega.
Teilhard y el paradigma grecorromano. La
vinculación de Teilhard a los resultados de la ciencia evolutiva, como
hemos dicho, lo sacaba del enfoque dualista propio de la filosofía
grecoescolástica (por ello se salía del paradigma). Pero, en conjunto,
el pensamiento teilhardiano se enmarca en lo que en los años veinte y
treinta del siglo XX era el progresismo de la antropología
blondeliana-marechaliana que él debió de conocer por sus estudios de
filosofía y de teología. El infinito atrayente que explica la acción de
los seres (Blondel) o el ser absoluto que orienta transcendentalmente
al ser humano, era congruente con el "espíritu" de la obra
teilhardiana: el Alfa-Omega transcendente impulsaba la evolución a
radice y era el término natural hacia el que fluía "tendencialmente"
(como ya dijeron Blondel, Rousselot y Maréchal) el proceso cósmico. En
este sentido, la obra de Teilhard es una aportación nueva que, aunque
con algunas disonancias, se enmarca en el teocentrismo propio del
paradigma grecorromano. Dios está en la profundidad de la naturaleza
humana y es la explicación de la historia. Teilhard es así una forma
nueva del teísmo radical del paradigma grecorromano. Teilhard, en
nuestra opinión, quiso sustituir la ontología escolástica (dualista y
estática) por la ontología monista y dinámica (evolutiva) que la
ciencia imponía, pero no tuvo en absoluto intención de sustituir el
teocentrismo antropológico del antiguo paradigma, sino de profundizar
en él.
Teilhard, Rahner y la interpretación
"transcendental" de la evolución. En la idea de "evolución" había
algo que disonaba profundamente en los oídos de la filosofía de corte
grecoescolástico. Las formas aristotélico-tomistas habían sido
entendidas de acuerdo con la idea parmenídeo-platónica del ser: el ser
es lo que es y permanece en sí mismo (la "forma" tiene esencialmente un
grado de perfección que limita sus posibilidades de ser, según la
teoría potencia-acto). En otras palabras: la evolución de una forma a
otra era difícil de explicar dentro de los principios de la ontología
griega. Por tanto, ¿cómo se podía entender la idea darwiniana de la
evolución de unas especies a otras en un proceso continuo? Aunque
Teilhard de Chardin se inspiró sin duda en el movimiento blondeliano,
esta dificultad afectaba también al tomismo transcendental. Sin
embargo, en la década de los sesenta, la influencia y prestigio de
Teilhard estaba en su punto más alto. Esto explica el intento de Rahner
en aquel tiempo por conciliar el tomismo transcendental y la evolución.
Rahner, en efecto, puso un extenso Prólogo al libro sobre la evolución
del jesuita biólogo alemán Overhage. Intentaba superar las dificultades
escolásticas para entender la evolución. Su idea fue aprovechar las
posibilidades que ofrecía la concepción transcendental: todo ser estaba
orientado hacia el Ser Absoluto de una forma apriórica. Por tanto,
desde el fondo apriórico-transcendental de toda forma surgía una
dinámica que proyectaba por encima de su perfección propia. Esta
tendencia "más allá de sí misma" hacia el Ser Absoluto podía explicar
la capacidad de las formas para "autosuperarse a sí mismas",
evolucionando hacia nuevos grados de perfección. Así, pretendió Rahner
haber resuelto el problema de la llamada por él mismo "autosuperación
del ser". Rahner, ciertamente, quiso reconciliar el tomismo con el
teilhardismo y, en este Prólogo, ofreció además un concepto de materia
como "espíritu congelado", más cercano al emergentismo monista de
Teilhard. Rahner dejó caer estos enfoques al final de su vida, sin una
elaboración suficiente. La pregunta, sin embargo, es hasta qué punto se
trata de una conciliación aceptable. Tanto la "autosuperación del ser"
como la expresión más bien retórica de un "espíritu congelado" podrían
implicar, más bien, una revisión desde sus fundamentos del sistema
tomista kantiano propuesto por Rahner. Por ejemplo, ¿podía seguir
manteniéndose la idea tomista de materia en su obra primeriza Espíritu
en el Mundo, concebida como no-ser? Los principios aprióricos que
Rahner supone en la teoría de la "autosuperación del ser", ¿son
compatibles con la idea evolutiva de que todo surge a posteriori? Para
nosotros, la idea rahneriana (que era retórica filosófica o una simple
adaptación ad hoc) del "espíritu congelado", debiera haberle
conducido a una revisión lógica de lo que había mantenido durante
décadas. Sin embargo, ya no le quedaba tiempo para ello. No sabemos ni
siquiera que fuera consciente de que introducir ciertas afirmaciones
pudiera estar en contradicción con su sistema.
Conclusión. Es evidente la incomodidad que el
paradigma grecorromano tuvo desde el principio con el evolucionismo
iniciado por Darwin. La represión inicial de Teilhard y la encíclica
Humani generis del papa Pio XII en 1950, así parecen indicarlo. En
1996, el papa Juan Pablo II, en un discurso a la Academia Pontificia de
las Ciencias, aceptó plenamente la evolución y el darwinismo. Este
hecho, sin embargo, no supuso el replanteamiento del paradigma
grecorromano, en que, por otra parte, se movía todavía por entero la
doctrina católica. Se trata de nuevo un cambio puntual de actitud, ad
hoc, que no se hace repercutir en cuestionamientos más de fondo. Es
como si, en términos, kuhnianos, fuéramos aceptando unas tras otras
nuevas "anomalías" -bajo la presión de la ciencia y de la cultura- pero
sin llegar a preguntarnos nunca si esas anomalías exigen una revisión a
fondo del antiguo paradigma en que todavía nos movemos. Esto fue
produciendo en la iglesia, como después comentaremos en este capítulo,
una sensación inevitable de "incoherencia" filosófico-teológica que fue
derivando en una creciente inseguridad sobre el paradigma grecorromano.
7.
La dimensión socio-política del paradigma grecorromano
Si el cristianismo primitivo trató de integrarse en la sociedad de su
tiempo (la sociedad grecorromana), es obvio que esto supusiera también
adaptarse a las estructuras socio-políticas vigentes. No solo se
trataba, pues, de una adaptación filosófica que reinterpretara el
kerigma cristiano (de la que hemos hablado hasta ahora): existía
también una presión social para la adaptación socio-política. En lo
ideológico el cristianismo estaba más constreñido e imponía
condicionantes de importancia. Sin embargo, el kerigma no contenía una
doctrina socio-política (solo quizá principios generales de tipo
ético-moral, personal y comunitario). En este sentido, la adaptación
socio-política era más libre y, evidentemente, estaba abierta a lo que
constituía ya el orden socio-político establecido.
Esta dimensión socio-política del paradigma grecorromano constituye una
parte esencial de su contenido y es imprescindible para entender la
posición de la iglesia cristiana ante el mundo actual. Los primeros
perfiles socio-políticos del paradigma comenzaron ya a formarse en los
primeros siglos: poco a poco fue tomando forma una identificación,
evolución, asentamiento, justificación racional, entre mundo griego y
teología cristiana que llega hasta nuestros días (con los matices que
indicaremos). Las causas, pues, de estos perfiles son dos: a) las
características socio-políticas de la sociedad civil y del estado
antiguo que, al margen de la responsabilidad del cristianismo,
respondía a ciertos caracteres que se mantenían desde siglos y forzaron
desde fuera la adaptación del cristianismo; b) el tipo de racionalidad
que se estaba formando en paralelo cuando -según lo expuesto- la
teología cristiana adaptaba el kerigma a la filosofía grecorromana.
Esta racionalidad filosófico-teológica acabó haciendo verosímil y
aceptable la forma de adaptación socio-política que estaba teniendo
lugar.
Es importante advertir que entre la forma socio-política del
cristianismo al quedar integrado en el mundo grecorromano y el
pensamiento teológico que presentaba el orden racional de la creación
existía una congruencia. Si no se hubiera dado esta congruencia,
hubieran surgido tensiones y disonancias con el cristianismo que
hubieran forzado la evolución hacia nuevas estructuras sociopolíticas.
Pero el hecho es que la evolución histórica fue asentando los perfiles
socio-políticos (matizados en las diversas épocas) del paradigma
grecorromano. Todo ello se hizo con el asentimiento concordante del
pensamiento patrístico, primero, y después de los sistemas
escolásticos.
Tratemos de explicarlo en sus líneas generales. El itinerario recorrido
por la filosofía política cristiana mantiene una línea constante que
llega hasta nuestros días. La naturaleza humana está abierta con
certeza metafísica inequívoca a la realidad fundante de la Divinidad y
al reconocimiento racional de la ley natural que genera la lógica de
los sistemas existenciales y convivenciales humanos. Por ello la lógica
filosófico-teológica demanda el reconocimiento social de Dios. En el
teocratismo de las sociedades antiguas se respondía a esta exigencia.
Al entrar la modernidad en la escena se produce una emancipación
progresiva de la sociedad frente a la religión. Pero la doctrina
socio-política del paradigma grecorromano se sigue manteniendo, aunque
la fuerza de las instituciones sociales impuestas por la modernidad
obliga a aceptar ciertas adaptaciones ad hoc "pragmáticas" de
la iglesia (verbi gratia, en la laicidad del estado).
La sociedad romana y la religión. Desde tiempo
inmemorial, las sociedades primitivas se habían organizado de acuerdo
con los principios pragmáticos de un "gobierno unipersonal", bien fuera
de líderes, reyes, monarcas, tiranos, dictadores o emperadores. Solo
muy tardíamente se dio el tránsito a formas participativas o
democráticas de organización (fue así con el nacimiento de la
modernidad en el renacimiento-ilustración). Roma renunció pronto al
gobierno de los reyes y quiso organizarse democráticamente, pero las
guerras civiles hicieron inviable el proyecto republicano y se cayó en
el imperio de Augusto por pura necesidad pragmática de paz y de orden
(al igual que Atenas tuvo que abandonar la democracia por la necesidad
pragmática de entregarse al liderazgo de Alejandro para dirigir la
defensa frente a los persas). Pero al tener las sociedades una religión
intensamente vivida era inevitable la creencia de que los dioses debían
proteger especialmente al pueblo creyente. Los dioses, pues, obraban a
favor del pueblo y por ello, al depender el bienestar de todos del
gobierno unipersonal del monarca, la protección se traducía en la
protección al monarca que se constituyó así en el "ungido" por Dios: la
especial protección divina caía sobre él para el bien del pueblo. En la
etapa republicana los dioses protegían a la república y a sus
magistrados; pero en el imperio fueron los emperadores quienes gozaron
siempre de la unción y del amparo divino. Esta "sacralización" del
emperador pasó por diversas etapas, dependiendo del grado de
totalitarismo político del momento, llegándose incluso a su
cuasidivinización.
Constantino y la cristianización del imperio (313).
La primera expansión del cristianismo por el imperio romano fue
minoritaria (como había sido ya en Israel). Fue sometido a
persecuciones feroces a las que logró sobrevivir sin que se frenara su
proceso de continuo crecimiento. La cristianización del imperio por
obra de Constantino, oscuro personaje de cuestionada conversión a la fe
cristiana, supuso un cambio inmediato con consecuencias de largo
alcance. El cristianismo pasó a ser la religión de Roma en un tiempo en
que ya constituía la principal religión del imperio; muy pronto
desaparecería la antigua religión grecorromana y la totalidad del
imperio sería cristiana. Al ocupar el cristianismo el papel de la
religión romana existió sin duda una demanda social para que relevara a
la religión pagana en su soporte del imperio y del emperador. La salida
a escena con su nuevo rol socio-político coincidió además con una etapa
del imperio en que el emperador, ya superada la época de la tetrarquía,
unificó el imperio con máximo totalitarismo y autoritarismo. En pocas
etapas el emperador había representado tanto como en el tiempo de
Constantino.
Fue el santo padre Eusebio de Cesarea quien asumió la responsabilidad
de convertir a Constantino en Imperator Christianissimus,
convirtiéndose en su gran panegirista y creando una doctrina que se
mantuvo por siglos. Nos dice Eusebio en su obra Historia
Eclesiástica. ''Así, pues, a Constantino, que, como ya hemos dicho
anteriormente, es emperador, hijo de emperador y varón piadoso, hijo de
un padre piadoso y prudentísimo en todo, lo impulsó contra los
impiísimos tiranos el emperador supremo, el Dios del universo y
salvador[... ]. Después de invocar como aliado en sus oraciones al Dios
del Cielo y a su Verbo, y aun al mismo Salvador de todo, Jesucristo,
[Constantino] avanzó con todo su ejército, buscando alcanzar para los
romanos la libertad ancestral" (HE, 9, 9, 1-3).
"Todos los errores del politeísmo -nos dice en otro lugar Eusebio-
fueron destruidos y las obras del demonio se desvanecieron. No hubo ya
más patres de la ciudad, ni poliarquías, ni tiranos, ni democracias. No
hubo ya más guerras, sino un solo Dios [... ] un solo reino, el de los
romanos, florece entre todos, y la enemistad secular entre los pueblos
sin paz ni reconciliación se halla completamente terminada" (Teofanía,
III, I).
Pero quizá en este otro texto se ve con mayor evidencia cómo
Constantino es ungido por el Dios del cristianismo como conductor del
pueblo. "En realidad solo el emperador es un filósofo, porque se conoce
a sí mismo y tiene conciencia de la abundancia de las bendiciones que
se extienden sobre él y que le vienen de una fuente exterior y que le
vienen del Cielo [... ] y así nuestro emperador es como el sol que
lanza sus rayos. Ilumina al más insignificante de sus súbditos y al más
alejado a través de la presencia de sus Césares [... ]. Investido de la
imagen de la monarquía celeste, levanta sus miradas al cielo y
gobierna, arreglando los asuntos terrestres, de acuerdo con la idea de
su arquetipo, animado por el hecho de que se afana en imitar la
soberanía del Soberano celeste. Al rey único sobre la tierra
corresponde el Dios único, rey único en el cielo, único Nomos (ley) y
Logos real" (Triakontaeterikos, V, 5).
El orden teocrático del paradigma grecorromano en
la patrística. Es obvio que el imperator christianissimus
no es Dios, pero es el ungido que gobierna por derecho divino (la
autoridad de gobierno que Dios directamente le confiere). La idea de
responsabilidad divina que abruma al imperator se mantuvo en el
imperio de oriente y, al caer este, se trasladó a los zares rusos (era
vivísima en el Zar Nicolás II, en el siglo XX, al producirse la
revolución bolchevique). Los santos Padres no hicieron "feos" a este
papel teocrático diseñado por Eusebio de Cesarea. Incluso san Agustín
vio bien la identificación de religión e imperio; su teoría de las dos
ciudades, sin embargo, no se refería a imperios políticos, sino al
ámbito diversificado, las dos ciudades, de quienes niegan a Dios y de
quienes le aceptan de forma personal (diríamos que, dentro de su
lógica, dentro del imperio romano existirían de forma latente las dos
ciudades construidas en el interior del hombre). Es importante advertir
que -aparte de las exageraciones, al parecer evidentes en Eusebio- la
idea de un imperator christianissimus estaba en consonancia con el
orden racional de la creación que estaba siendo descrito en el
paradigma grecorromano de la patrística.
El tránsito desde el paradigma hebreo -donde la religión era
asentimiento personal al kerigma proclamado por Jesús- al paradigma
grecorromano supuso aceptar el nuevo protagonismo de la razón como
valor positivo propio de la naturaleza humana. La Verdad contenida en
el kerigma podía ser ya atisbada por la razón, como habían hecho los
filósofos griegos. Kerigma y razón convergían así en la Verdad. De
hecho, la luz de la fe permitía la plenitud racional de la filosofía
cristiana. Por tanto, Dios había creado el universo según un orden
racional que se develaba a la razón humana: la filosofía cristiana, en
efecto, lo había descrito y presentaba a Dios en el centro originario
de la realidad existente. Dios era Soberano de la realidad y la única
fuente ético-moral de la vida personal y colectiva. Esta debía
entenderse como encaminamiento hacia Dios, acatando la ley eterna
manifiesta en la creación como ley natural, que era también ley divina
por designio creador. Si en consecuencia atendíamos a la sociedad, el
único origen concebible de la autoridad sobre los hombres era la
Soberanía de Dios. De ahí la persuasión racional acerca del origen
divino de la autoridad civil. Ahora bien, desde el momento en que la
sociedad humana imponía pragmáticamente el gobierno de un monarca -tal
como siempre había sido y el cristianismo aceptaba porque no poseía una
teoría socio-política alternativa- la lógica del teocentrismo
filosófico de la patrística debía concluir en el origen divino de la
autoridad monárquica, su ejercicio en conformidad con la ley natural y
la protección del monarca como "ungido" en orden al bienestar de su
pueblo.
A lo largo, pues, de estos primeros siglos se fue consolidando la
persuasión profunda, racional y religiosa, de la patencia de la Verdad
originaria del universo y del sentido de la vida. Esta patencia
teocéntrica ante el hombre es vista como resultado convergente de la
razón natural, del kerigma cristiano y del consenso sin fisuras de una
sociedad ya totalmente cristianizada. Es verdad que había otras
religiones y hombres que no aceptaban a Dios (y vivían en la ciudad
secular que había vislumbrado san Agustín). Pero la sociedad cristiana
ya absolutamente mayoritaria tenía derecho -si la ley era la ordenación
de la sociedad según la razón- a organizarse según el derecho divino
(aunque hubiera todavía quienes estuvieran en el error). Organizar la
sociedad según la ley divina era la única forma racional de responder a
la ley de la naturaleza humana creada por Dios; no había ninguna
alternativa racional al teísmo filosófico-teológico cristiano. La
sociedad podía, pues, organizarse justamente por la ley de Dios de
acuerdo con la Verdad. De ahí también que se considerara justo defender
la Verdad frente al error. Se trataba de la defensa de una verdad
metafísica y religiosa que se sostenía frente a quienes se mantenían en
el error de las otras religiones o en el error de vivir en la ciudad
secular agustiniana de quienes no aceptaban a Dios.
En esta defensa se tuvo una cierta tolerancia humanista en ciertos
momentos (por ejemplo, en algunas circunstancias de la España
medieval). Pero en otras épocas, la iglesia, alentada por posiciones
fundamentalistas y radicales, propició las guerras de religión y la
aparición de crueles sistemas represivos como la Inquisición. Son
hechos históricos que todos conocemos. En la historia del cristianismo
constatamos cómo, efectivamente, la persuasión incuestionable y
racionalista de poseer la Verdad absoluta (característica del paradigma
grecorromano) se convierte casi siempre en el alibi para justificar la
opresión injusta de los demás. Esta opresión similar fundada en el
racionalismo se vio también, por ejemplo, en la historia política del
marxismo en los siglos XIX y XX; la persuasión fundamentalista de
poseer la Verdad fue también la causa de la opresión instigada por
muchas otras religiones.
Carlomagno y la filosofía política medieval.
La caída del imperio romano produjo en Europa un tiempo de caos social
y político que afectó a la iglesia de forma significativa. Los pueblos
germánicos, muchos todavía no convertidos al cristianismo, vagaban por
Europa y trataban de asentarse fundando las nuevas naciones. La
aspiración de esos pueblos fue asimilar la cultura grecorromana que se
consideraba a todas luces superior; cultura que había ya hecho propia
la cosmovisión cristiana. La evolución de la filosofía política hasta
fines de la Edad media en los siglos XV-XVI podría resumirse, a nuestro
entender, en cuatro episodios que responden a una misma música de fondo
(a saber, la idea teocrática de las relaciones entre la sociedad y la
religión). a) La prosperidad de los francos en Centroeuropa permitió el
liderazgo de Carlomagno y su proyecto de restaurar el imperio, con sus
connotaciones teocrático-cristianas. La doctrina del cesaropapismo
acentuó hasta tal punto el papel del emperador como ungido por Dios que
su autoridad trató de extenderse incluso al gobierno de la iglesia. b)
Una vez que el imperio de Carlomagno se trasladó más al centro de
Europa y nació el Sacro Romano Imperio, los emperadores otonianos y sus
gobernantes trataron de mantener su control sobre la iglesia. La
disputa en torno a las investiduras fue la reacción de la iglesia
frente al dominio del poder civil. c) Resuelto el conflicto a favor de
la iglesia, se instauró en Europa la supremacía moral-religiosa,
también política, de la iglesia que, en el papado de Inocencio III, dio
origen a la entidad socio-política que conocemos como "cristiandad". d)
La predominancia del poder eclesiástico-papal produjo pronto el
nacimiento de la reacción antipapista que abogaba por la separación
entre la iglesia y el estado, así como la autonomía del poder civil. Ya
en 1100 apareció el "anónimo de York" insistiendo en que la voluntad de
Dios, manifiesta en la consagración regia, es la superioridad del rey
sobre el sacerdote. En una línea más "laica" (aunque con un uso
impropio del concepto "laico") aparecen a fines de la Edad media
autores tan importantes como Juan de Salisbury, Dante, Marsilio de
Padua y Guillermo de Ockham (sin olvidar el pensamiento más original de
Nicolás de Cusa).
En todo caso, queda claro que en la filosofía política medieval todos
dan por supuesto que todo poder y autoridad descienden de Dios, según
la visión teocéntrica y teocrática que venía de la patrística. De lo
que se trataba era de mantener el sacerdotium y el impe1ium cada uno en
su lugar apropiado según el designio divino. Sacerdotium e imperium
tenían por encima a Dios como punto de referencia para argumentar el
orden racional de la sociedad y de la iglesia.
Reforma, escolástica y iusnaturalismo ilustrado.
La reforma protestante del XVI siguió aceptando el esquema
teocéntrico-teocrático medieval, pero rompió definitivamente con la
iglesia. La reforma entregó el poder, civil y religioso, en manos del imperium,
pero el hombre seguía en un horizonte teocéntrico y la soberanía y
autoridad divina seguía siendo origen de la autoridad socio-política.
El estado velaba por la libertad de conciencia del súbdito en su
interpretación de la Biblia: este era el designio divino manifiesto en
la creación. La doctrina de Lutero sobre los dos reinos (de cristianos
y de no cristianos) y sobre las dos gobernaciones (las correspondientes
a uno y otro reino), al parecer inspirada en las ideas de san Agustín,
trata de hallar un equilibrio que se mantiene en la idea del origen
divino de la autoridad. La identificación entre la autoridad civil y la
religiosa, dentro de un horizonte igualmente teocéntrico y teocrático
es mucho mayor en Calvino; en nombre de la Verdad emprendió crueles
persecuciones de herejes y de los incómodos anabaptistas. El
teocentrismo se mantuvo también claramente en el anglicanismo inglés.
Las colonias fundamentalistas en América eran también conscientes de su
Verdad y de la justificación moral en su defensa (como se ve en el
episodio de las brujas de Salem). La represión europea en nombre de la
Verdad cristiana (verbi gratia, con la quema de brujas) fue mucho mayor
en la Europa protestante que en la católica.
La escolástica supuso un avance considerable en filosofía
social y política. Santo Tomás consideró a Dios como origen de la
autoridad, según su filosofía teocéntrica y su doctrina sobre la ley
natural. Pero el origen de la sociedad civil no era una ley divina
positiva sino la luz de la razón natural (cuyo seguimiento era
implícitamente aceptación de la ley divina). Las ideas de santo Tomás
tienen una expresión más clara y radical en el derecho de gentes y
filosofía del derecho en Francisco Suárez. El origen de la autoridad es
Dios y su ley natural. Pero la sociedad nace a impulsos del uso de la
razón natural. No existe una doctrina divina positiva sobre la sociedad
sino la razón misma. Esta hace entender que Dios ha entregado su
autoridad al pueblo, que posee la soberanía. Por el pactum
subjectionis el pueblo entrega la autoridad al monarca y, si este
no gobierna por aplicación de la ley natural, que es ley de Dios, está
justificado a la rebelión e incluso al tiranicidio. Pero, en todo caso,
en la escolástica, Dios sigue siendo el punto de referencia que da
sentido al orden racional de la sociedad.
En el llamado iusnaturalismo europeo de la ilustración, siglos
XVII-XVIII, se insistió más y más en la idea ya aportada por la
escolástica: que el origen del orden social es el uso de la razón. Por
una parte, esta racionalidad desciende de un orden teocéntrico que se
sigue reconociendo; por otra parte, se rechaza que la iglesia católica
haya actuado en la historia de acuerdo con el orden racional y la ley
natural dimanados de Dios. Por tanto: razón teísta sí, pero iglesia no
(de acuerdo con la tendencia general de la reforma). Johannes Althusius
responde todavía al teocentrismo propio de la reforma, donde la
sociedad cristiana refleja el derecho divino positivo de la Alianza
veterotestamentaria. Pero en la línea de un creciente racionalismo
teísta (no vinculado a la religión por el derecho divino positivo)
están relevantes filósofos y juristas como Hugo Grocio, Samuel
Pufendorf, Christian Thomasius y Christian Wolff, que ejercieron gran
influencia en su tiempo.
La neutralidad ideológica y confesional de la
modernidad. Esta evolución era ya un anticipo del próximo paso que
debía tomar la filosofía política: fue el abandono del teísmo
racionalista presente en la reforma, en la escolástica y en el
iusnaturalismo, para concluir en un puro racionalismo naturalista. El
orden social y político resultaba del ejercicio de la razón sobre las
circunstancias de la naturaleza física, personal y social. Al mismo
tiempo, al prescindir de Dios en la argumentación propia de la
filosofía política no tenía sentido la autoridad del monarca como
derecho divino, sino como resultado de un pactum con el pueblo poseedor
de la soberanía. La desaparición de Dios y la naturalización racional
del derecho se realiza poco a poco. La idea de Dios en los sistemas
jurídicos queda primero como referencia residual en el
constitucionalismo monárquico europeo, para desaparecer después
completamente. Montesquieu, Locke, Hume, Adam Smith, los liberales y
los utilitaristas, contribuyeron a relegar poco a poco lo religioso al
ámbito privado. La Constitución americana fue el primer producto de la
modernidad que mantuvo estricta neutralidad ideológica y confesional.
La revolución francesa fue más allá que la americana en radicalismo
antirreligioso. En el siglo XIX, poco a poco, más y más constituciones
redujeron lo religioso a lo puramente residual o simplemente lo
ignoraron, cuando no tomaron medidas en contra. En ciertos momentos,
por ejemplo en el siglo XIX, hubo gran tensión entre la iglesia y la
evolución de los sistemas políticos europeos; en parte, fue responsable
el integrismo católico, beligerante para mantener la vigencia de la
lógica del paradigma grecorromano (se ve en la lucha contra el
liberalismo o en las circunstancias del pontificado de Pío IX).
El paradigma grecorromano ante la modernidad.
Es evidente que al mirar al pasado desde la modernidad socio-política
se tiene la impresión de que las circunstancias externas (la voluntad
de los individuos que hacen la sociedad) ha sacado poco a poco tanto a
Dios como a la iglesia cristiana del papel social que la doctrina
socio-política del paradigma grecorromano le asignaba. Era un papel
asignado a Dios, y a la iglesia (intérprete autorizado del orden
natural y divino), que se fundaba en el orden racional creado por Dios
que había sido descrito en la segura doctrina filosófico-teológica del
paradigma grecorromano. Hubo un tiempo antiguo en que sociedad política
e iglesia se coordinaban perfectamente aplicando el orden racional del
paradigma grecorromano, aceptado por ambas partes. Este orden racional
se había mantenido a través de siglos hasta entrar en el renacimiento.
Desde entonces -a través de los nacionalismos europeos, de los
constitucionalismos, las democracias, y otras filosofías políticas
posteriores- el cristianismo se había quedado solo en la defensa del
paradigma socio-político grecorromano. En realidad, la filosofía
moderna no solo había procedido a un desmontaje del paradigma
socio-político antiguo, sino también al desprestigio del más
fundamental paradigma filosófico-teológico grecorromano. ¿Cuál fue la
actitud de la iglesia católica ante este proceso? En el siguiente
epígrafe, final de este capítulo, explicaremos nuestra opinión y lo
que, a nuestro entender, es hoy la posición de la iglesia católica.
Conclusión. Intentemos recapitular la esencia
de estas consideraciones. Es históricamente innegable que la iglesia
asumió también una forma socio-política del paradigma grecorromano. Se
identificó así con un papel teocrático que no solo fue coyuntural, sino
forma coherente con la dimensión filosófico-teológica del mismo
paradigma. No solo era que la iglesia asumía un papel integrante de la
sociedad política, por fuerza de los hechos, sino que (y esto era mucho
más importante) así debía ser de acuerdo con el orden creado descrito
en la filosofía y en la teología del paradigma antiguo, primero en la
patrística y después en los sistemas escolásticos, tanto tomismo como
suarismo, que hemos tenido ocasión de estudiar. La iglesia se
identificó con la lógica que la situaba en el marco de un orden
socio-político teocrático. No creo posible poner seriamente en duda lo
que se constata en la historia científica, desde el constantinismo de
Eusebio de Cesarea, pasando por el teocratismo de Carlomagno y la Edad
media, hasta el integrismo católico del siglo XIX (claramente
manifiesto ya que su entusiasta identificación con el teocratismo
antiguo le precavía de cualquier estrategia de ocultamiento y
disimulo). Entrado el siglo XX la iglesia se hizo más prudente y
contemporizadora. Por una parte, se mantuvo en los criterios esenciales
de la lógica del paradigma grecorromano que instaba al reconocimiento
de que solo Dios puede dar fundamento racional a la existencia personal
y al orden sociopolítico y que, en consecuencia, la modernidad vivía en
el error de promover un inviable "humanismo socio-político sin Dios ni
religión". Pero, por otra parte, fue adoptando puntualmente, bajo
presión de las circunstancias, una serie de adaptaciones ad hoc
que preservaran las necesarias relaciones positivas con los regímenes
políticos de la modernidad.
8.
El paradigma grecorromano y su pervivencia actual en la iglesia
La tesis fundamental que defendemos es que el cristianismo primitivo,
al integrarse en la cultura grecorromana, perfiló los rasgos de un
paradigma (o sea, un marco general de referencia para explicar el
cristianismo) que, aun variando a lo largo de los siglos al sufrir
reformulaciones parciales, se ha mantenido hasta la actualidad. Por
tanto, según nuestra tesis, el cristianismo actual seguiría en el
paradigma grecorromano, tanto en la dimensión filosófico-teológica como
en la dimensión socio-política. Al comenzar este capítulo ya hacíamos
un enunciado de esta tesis. Advertíamos también que la sostenemos con
ciertas matizaciones (hablábamos entonces de una pervivencia "difusa"
del paradigma) que, tal como se anunciaba, deberíamos conclusivamente
explicar. Ha llegado el momento de hacerlo.
Persistencia actual del paradigma antiguo.
Antes de comenzar, hagamos una observación de principio. ¿Está la
iglesia todavía realmente en el paradigma grecorromano? Si no lo
estuviera, si lo hubiera superado, debería haber una alternativa
percibible que fuéramos capaces de señalar y describir. ¿Existe esta
alternativa en la actualidad? La verdad es que no la vemos. Si alguien
piensa que esta alternativa existe, preguntaría, ¿cuál es? Nos
referimos en general a la posición oficial de la iglesia y a la
orientación de la mayor parte de la teología conservadora. Se hace por
lo general una teología de amplia base patrística, siguen cultivándose
los sistemas escolásticos en la mayoría de los seminarios y los grandes
autores de amplia influencia, más progresistas, responden también al
paradigma (así, el tomismo transcendental, Rahner o Teilhard, por
ejemplo). Lo que sí existen son cambios, o adaptaciones ad hoc
de la doctrina, nacidas de la presión inmediata de la ciencia y de la
cultura; un ejemplo de estas adaptaciones son la aceptación de la
teoría de la evolución, antes mencionada, o los matices que buscan
suavizar por enmascaramiento el clásico dualismo griego. La línea de la
iglesia se orienta a insistir en lo que ha sido el paradigma de la
tradición y esto puede comprobarse al estudiar los supuestos
filosófico-teológicos contenidos en los documentos oficiales. Hay, sin
embargo, autores, o incluso escuelas, que han intentado enfoques
nuevos, distanciándose del paradigma y han ensayado la propuesta de
alternativas variadas, conocidas por todos. Pero estos autores no son
la iglesia y apenas tienen influencia real en comparación con la
dinámica oficial. Aquí hablamos de la iglesia y de su posición
filosófico-teológica global. No obstante, es verdad que el cristianismo
está sometido hoy a la presión externa de cambios en la política, en la
sociedad, en la cultura, en la filosofía y en la ciencia, todos ellos
promovidos por la modernidad. Por ello, primero, se ha extendido en la
iglesia la sensación general de que el paradigma antiguo está anticuado
y existe una tendencia a dejarlo en un segundo plano; por ello, en
ocasiones, en personas más inteligentes (que no son todas), se nota una
cierta resistencia a hacer uso del paradigma, limitándose a la pura
proclamación del kerigma, en una pretendida búsqueda de algo así como
un lenguaje kerigmático-teológico "puro". Pero, además, segundo, como
decíamos, cuando la presión de la ciencia o la cultura es muy fuerte en
algún punto concreto se realizan cambios novedosos ad hoc para
salir airosos (pero sin replantearse nunca el paradigma en su conjunto,
sea esto coherente o no). Todo ello produce la impresión de una
presencia "difusa" e "insegura" del paradigma. A esto nos iremos
refiriendo en lo que sigue.
8.1. Contenidos generales del paradigma
grecorromano del cristianismo
El paradigma ha variado por escuelas, autores, épocas y debe entenderse
de una forma general. Hay una serie de contenidos que describen en
conjunto a qué perfil responde su visión del cristianismo. Las formas
especiales que tomó (verbi gratia, san Agustín o santo Tomás) reflejan
los principios generales; es posible que haya también versiones del
paradigma en que deba hacerse alguna que otra excepción en relación a
un contenido u otro (recordemos lo dicho antes sobre Teilhard de
Chardin que se distancia de la ontología griega del paradigma pero se
mantiene en su imagen teocéntrica). Cuando decimos que el paradigma
pervive actualmente afirmamos que hoy -matizadamente, como
explicaremos- mantiene con cierta flexibilidad estos perfiles. Nuestro
recorrido anterior por la historia del paradigma grecorromano
justifica, en efecto, el perfil general del paradigma que seguidamente
exponemos con brevedad. Veamos, primero, los perfiles o contenidos
generales, para después preguntarnos hasta qué punto y cómo se
mantienen en la iglesia actual.
Autonomía de la razón filosófica natural. El
paradigma reconoce y valora la existencia de la razón natural, previa a
la adhesión al kerigma que constituye la fe. Este uso de la razón
natural, asumido de la prestigiosa cultura grecorromana, consiste en
conocer el mundo por medio de la argumentación sobre los hechos reales
(bien construida por atenimiento a los principios lógicos). El uso de
la razón es autónomo. Si se razona bien, el resultado no puede ser sino
una aproximación a la Verdad que se proclama en el kerigma cristiano.
Dada la naturaleza humana, el hombre debe procurar vivir según la
razón, ya que esta legitima la conducta ético-moral de los individuos y
de las sociedades humanas. La razón legitima también, por convergencia
en una imagen final de las cosas, los contenidos básicos del kerigma
cristiano. El paradigma entendió que la razón filosófica autónoma debía
ser el gran aliado de la teología cristiana. El papel protagonista de
la razón fue la gran aportación del paradigma grecorromano a la primera
interpretación hebrea del kerigma. La autonomía de la razón natural y,
al mismo tiempo, su convergencia con el kerigma fue defendida por la
patrística desde las "razones seminales" de san Justino y fue
patrimonio de la escolástica en el tomismo y en Suárez.
Epistemología racionalista garantista: la Verdad.
La idea de la facultad de conocer y del uso de la razón, de acuerdo con
la reflexión racional inspirada en la filosofía griega, permite la
producción de conocimiento seguro y firme que instala al hombre en la
Verdad. La razón no llega a conocer toda la Verdad en profundidad (la
Verdad plena necesita del concurso del kerigma proclamado por Jesús),
pero sitúa ya al hombre en la vía hacia la Verdad, con mayor o menor
aproximación. El paradigma tiene, pues, una epistemología racionalista
(que cree en la razón como fundamento del acceso humano a la Verdad);
por ello es garantista (ofrece la garantía de que la razón es apta para
conseguir sus fines y ofrece al hombre la seguridad que necesita). El
paradigma rechazó todos los conatos de escepticismo que habían surgido
en sectores filosóficos marginales de la cultura grecorromana (verbi
gratia, Protágoras de Abdera). Igualmente, lo que se conoció durante
siglos como las "censuras" de las tesis escolásticas (absoluta,
metafísica, física, moral, lógica, etc.), y cómo se aplicaron a la
calificación de las diferentes sentencias escolásticas, muestra el
nivel de seguridad que fue propio del paradigma; incluso en el siglo XX
la tesis escolástica de la existencia de Dios fue calificada con la
censura de "certeza absoluta o metafísica". Este paradigma se movió en
la seguridad racional de que en la naturaleza existía una "patencia de
la Verdad", aunque la libertad humana pudiera negarla y situarse en el
error. La seguridad de esta posesión de la verdad se tradujo en la
seguridad de la organización socio-política fundada en la cosmovisión
filosófico-teológica del paradigma.
Teocentrismo. El primer resultado de la razón
es el conocimiento seguro de la existencia de Dios. La razón natural lo
conoce como fundamento del Ser y origen creador del universo, de la
vida y del hombre. La razón natural y el kerigma cristiano concuerdan
en el reconocimiento de Dios como la Verdad. El hombre se ve así
naturalmente en un universo que tiene por centro originario la realidad
divina (teocentrismo). Este Dios personal crea el mundo de la nada, ex
nihilo, y lo sostiene continuamente en el ser por su firme voluntad
creadora que se extiende en el tiempo. La creación se produce de
acuerdo con las ideas de las cosas, de los posibles y de los arquetipos
racionales presentes ab aeterno en la mente divina. El conocimiento
natural nos dice que Dios existe y que responde a ciertas propiedades.
Pero, al apuntar a Dios por la razón (e incluso por el mismo kerigma
cristiano) nos abrimos a la realidad divina desbordante como "misterio"
transcendente e inabarcable. La razón no domina a Dios, sino que se
hunde en el "misterio". Sabemos que Dios existe (que responde a las
propiedades necesarias que le hagan ser "fundamento del ser") , pero no
sabemos "cómo es la esencia divina en sí misma". Todo hombre está
abierto al conocimiento natural de Dios y se mueve por ello en un
horizonte "teocéntrico" que, al mismo tiempo es un misterio que el
paradigma reconoce. Este teocentrismo abarca todas las escuelas de la
patrística y, desde luego, es el eje de la filosofía escolástica. Sigue
siendo un enfoque persistente en la actual versión del paradigma que
insiste en que no es posible un "humanismo sin Dios", ya que Este es la
pieza insustituible para entender la vida personal y colectiva de los
hombres.
Ley natural. Dios al crear ha dotado al mundo
de un orden racional que es reflejo de la Verdad eterna. Este orden
racional objetivo nace de Dios y está realizado de acuerdo con las
esencias de la mente divina (en el fondo una forma cristianizada de
referirse a las ideas platónicas o neoplatónicas). El mundo tiene la
forma esencial que Dios ha querido darle por su voluntad creadora. Por
ello, la patencia natural de Dios como piedra angular del orden
racional creado (teocentrismo) hace que el orden construido en el mundo
se manifieste ante la razón como ley natural (lo que Dios ha querido
establecer para la vida humana). Por ello mismo, por el teocentrismo en
que el hombre se halla, la ley natural se convierte en ley divina. El
orden natural refleja a la razón una ley divina que realiza el orden de
la mente de Dios. El orden del universo ha sido diseñado por Dios y el
hombre no puede alterarlo arbitrariamente sin contravenir la ley divina
universal. El discurso filosófico, en la patrística, se halla
principalmente en san Agustín, pero fue desarrollado plenamente por la
escolástica. Hoy en día sigue siendo un elemento filosófico decisivo
para entender el razonamiento católico oficial en muchas éticas y
bioéticas.
El teocentrismo ético-moral. El hombre hace su
vida por sus acciones: ser auténtico, vivir ética y moralmente, es ser
fiel a su verdad humana, tal como es conocida por la razón natural. Es,
pues, la razón la que hace conocer el orden teocéntrico de la realidad
y la voluntad soberana de Dios al crear la ley natural. Ser
auténticamente hombre -respondiendo a lo que la naturaleza humana es-
consistirá en el acatamiento religioso de la realidad divina y en el
sometimiento a la ley natural conocida por la razón. El cumplimiento
del orden teocéntrico conocido racionalmente constituye para el hombre
la realización ético-moral de su vida. Este orden teocéntrico es ya
asequible a la razón natural y, por ello, pueden exigirse al hombre -al
margen del asentimiento al kerigma proclamado por el cristianismo- el
respeto racional a Dios y a la ley natural. La iglesia actual sigue
argumentando, en armonía con el paradigma, que, sin este teocentrismo
ético-moral fundado en un teocentrismo existencial más básico, no son
posibles un humanismo real y un orden social bien fundado.
El teocratismo socio-político. El conocimiento
del orden teocéntrico de la naturaleza no solo debe fundar la vida
personal (religiocentrismo), sino también la organización
socio-política (teocratismo). La razón impone el reconocimiento de la
soberanía de Dios y del origen divino de la autoridad como fundamento
del orden civil, así como el atenimiento socio-político a la naturaleza
humana patente racionalmente en la ley natural. Este orden teocrático
es independiente, pues, de la organización socio-política que la
sociedad civil quiera libremente darse a sí misma (monárquica,
constitucional, democrática... ), ya que en todas debe constituirse
como fundamento justificativo. La seguridad natural absoluta del
teocentrismo y de la ley natural-divina explica las vicisitudes
socio-políticas de la iglesia a través del constantinismo, el imperio
de Carlomagno, la disputa de las investiduras y de la cristiandad
medieval, y la confesionalidad residual de los estados constitucionales
monárquicos en los años de la modernidad. Solo una inmensa seguridad
filosófica de poseer la Verdad, y de la patencia de esta en el orden
natural, explica el control social de las costumbres hasta el grado en
que se ejerció, la connivencia de la iglesia con los poderes civiles,
los episodios de violencia y de guerra, los juicios y ejecuciones, el
fanatismo (recordemos en la Edad media la historia de Juana de Arco), o
la existencia de instituciones crueles como la inquisición romana o
española. La historia es la que es y no puede ser negada, aunque sea
penosa para la sensibilidad de los cristianos actuales. Puede decirse
que la autoría intelectual de estos comportamientos, hoy vergonzosos,
se debe atribuir al intenso sentimiento de teocratismo socio-político
existente que iba unido al racionalismo dogmático del paradigma,
radicalizado en algunos momentos de su historia (como fue en el
medievo).
Ontología grecorromana. El que esto fuera así
(epistemología racionalista, teocentrismo, religiocentrismo,
teocratismo... ) se fundamenta en un pretendido conocimiento cierto de
la ontología del universo, de la vida y del hombre tal como fue
explicado en la filosofía grecorromana, perfeccionada después por el
cristianismo, bien fuera platónico-neoplatónica (más en la patrística),
bien fuera aristotélica (más en la escolástica). De acuerdo, pues, con
esta ontología, el orden creado por Dios, el universo visible,
respondía al modelo de las esencias presentes ab aeterno en la
mente divina platónica; al entenderse el mundo creado según el nuevo
modelo aristotélico en la escolástica (hilemorfismo, materia-forma),
este apareció preferentemente como un mundo establemente construido, de
seres con naturaleza definida por el diseño divino congruente con la
ley natural. El mundo real era un mundo creado y estable en la forma en
que había sido creado. En el paradigma grecorromano el sistema creado
tendía a un cierto estaticismo, propio de la cosmovisión
platónico-aristotélica (que se hizo algo más dinámica en algunos
neoplatonismos, como en Plotino). Pero el mundo creado respondía
también a una ontología dualista: así había sido hecho por Dios, tal
como la ontología griega de Platón, Aristóteles y el neoplatonismo
habían conocido. El dualismo recorre toda la patrística de principio a
fin (con pocas excepciones de origen estoico), llega a la escolástica y
se prolonga hasta nuestros días (Suárez eliminó en parte el dualismo,
pero mantuvo el esquema aristotélico-tomista y consideró al alma humana
como una ontología especial, simple y espiritual, creada directamente
por Dios que fue también un esquema dualista limitado al hombre). La
ontología racional griega -y más en general su cosmovisión- fue una
parte integrante esencial del paradigma grecorromano en todas sus
épocas. De esta ontología se derivaron con toda lógica los principios
teocéntricos y teocráticos aplicados al entendimiento de la religión.
El rescoldo de esta ontología, que ardió vivamente durante muchos
siglos, todavía puede verse hoy en el mundo cristiano.
Convergencia entre razón y kerigma. Este
paradigma consideró siempre la autonomía de la razón natural. Los
resultados de esta apuntaban ya a la Verdad aunque por un camino
puramente natural independiente; la razón podía conocer esta Verdad con
certeza. El kerigma cristiano completaba esta Verdad natural y entraba
en total congruencia con ella. Pero el kerigma dependía de la adhesión
personal a la doctrina de Jesús y, para él, la Verdad era en último
término el Misterio de Cristo. De esta manera el paradigma grecorromano
se prolongaba hacia la explicación de los contenidos de fe propios del
kerigma. Así pasa, por ejemplo, en la explicación de la Trinidad,
abordada diversamente por san Agustín y por santo Tomás. El paradigma
grecorromano influyó en explicaciones propias de los principales
capítulos de la teología cristiana: creación, pecado original,
antropología teológica, cristología, etc. El cristianismo no solo tuvo
una filosofía grecorromana, sino también una teología consecuente que
contenía una inmensa cantidad de "interpretación" sobrevenida al puro
kerigma primitivo proclamado por los primeros cristianos. La huella del
paradigma grecorromano abarcó así la totalidad del cristianismo y se
extendió hacia una hermenéutica o lectura integral de la fe cristiana.
El kerigma, el patrimonium fidei, se mantuvo, pero la
hermenéutica condicionada por el paradigma antiguo introdujo en la
teología deficiencias interpretativas que solo acabarán de superarse
cuando la cultura cristiana salga del paradigma antiguo y entre en el
nuevo paradigma de la modernidad.
Libertad racionalista y error humano. El
paradigma mantuvo siempre un elemento esencial del kerigma cristiano:
la libertad del hombre ante Dios. Los teólogos eran siempre conscientes
de la importancia de la libertad humana para realizar el pecado y la
santidad. La doctrina de Jesús transmitida en el kerigma proclamaba que
Dios había creado un hombre libre y un orden natural que lo hacía
posible. Sin embargo, al mismo tiempo, por la lógica de cuanto llevamos
dicho, el paradigma mantuvo también la Verdad del orden racional
teocéntrico manifiesto en la creación. Por ello, la libertad humana se
entendió de forma racionalista: la Verdad es patente a la razón, pero
el hombre tiene la capacidad de negarla. El ser humano posee un juego
de libertad que debe ejercerse para autointegrarse en la racionalidad
del orden objetivo, interior y exterior. Dios ha hecho al hombre libre
para que "se autointegre libremente en el orden natural de la razón".
Al negar el orden racional creado por Dios se coloca libremente en el
"error". La razón sin Dios es un juego vano, ilusorio y erróneo. Por
otra parte, la existencia de religiones no cristianas se consideraba
también un error, aunque en parte justificable por la ignorancia, por
falta de formación racional o por apego a las propias tradiciones e
historia. Por tanto, el hecho de que hubiera increyentes
(pertenecientes a la "ciudad sin Dios" de san Agustín o al "reino
secular" de Lutero) y que hubiera religiones no cristianas planteaba un
claro problema (ya visto por Lutero con su teoría acerca de las dos
gobernaciones). Pero este hecho (la existencia de increyentes y no
cristianos) no era una justificación suficiente, según el paradigma
grecorromano, para que la sociedad cristiana creyente dejara de
organizarse según los principios del orden racional instaurado por Dios
y manifiesto en la ley natural. Una vez que la sociedad civil había
conocido ya la Verdad (cristiana) no había argumentos para que no se
organizara de acuerdo con la Verdad manifiesta en la creación para
suscitar su reconocimiento. Aunque la Verdad no podía imponerse, porque
debía ser asumida libremente, la sociedad sí podía tomar medidas
represivas contra los impíos para que no alteraran con su impiedad el
orden socio-político teocrático. Los comportamientos que la historia
atestigua son, en efecto, congruentes con esta "lógica teocrática"
porque en ella precisamente tuvieron su fundamento intelectual.
8.2. Pervivencia actual del paradigma
grecorromano
Nuestra tesis es, pues, que este paradigma -respondiendo a los perfiles
que han sido expuestos- pervive en la actualidad. En otras palabras:
sigue siendo el presupuesto filosófico-antropológico desde el que se
entiende el cristianismo, desde el que se toman las decisiones y desde
el que se intenta explicar ante la sociedad la convergencia entre razón
natural y kerigma cristiano. Pero, cuando decimos que "pervive", fa qué
nos referimos? ¿Dónde pervive el paradigma? Lo hace, en nuestra
opinión, a) en la línea teológica oficial de la iglesia católica, en
documentos oficiales y en la actuación general de la jerarquía, b) en
quienes, bien sean sacerdotes, teólogos, intelectuales católicos o
pueblo creyente, siguen fielmente la línea oficial, apoyando la
actuación unitaria de la iglesia ante la sociedad, c) en aquellas otras
iglesias cristianas que, de forma similar aunque con peculiaridades,
han mantenido también el mismo paradigma, al menos en algunos de sus
perfiles. Por consiguiente, no ignoramos que haya filósofos y teólogos
que se apartan del paradigma y tratan de proponerle alternativas. Aquí
nos referimos ante todo a la pervivencia del paradigma en la doctrina
oficial. Por otra parte, muchos cristianos, aunque no tienen formación
ni preparación crítica (ver el capítulo I), tampoco se identifican
vivencialmente con el paradigma y tienen la intuición vaga de que en
realidad no es apropiado (o sea, que hay algo que "no funciona" en la
explicación "al uso" del cristianismo, aunque no sepan concretar).
Intuyen una iglesia anticuada porque arrastra el paradigma antiguo.
En todo caso, la forma en que el paradigma grecorromano pervive hoy en
los espacios señalados (muy importantes porque representan la posición
oficial de la iglesia) debe entenderse de acuerdo con algunos matices.
No tiene, esto es evidente, la seguridad y nitidez que mantuvo hasta el
siglo XIX y los primeros años del XX. El paradigma sigue vigente, es
verdad, a nuestro entender, pero ya no con la fuerza de otros tiempos,
sino con manifiesta inseguridad, suavidad, discreción y de forma débil
o "difusa"; buscando, siempre que puede, su propio "camuflaje" e
introduciendo las necesarias adaptaciones ad hoc. Al no confiar
ya en el paradigma antiguo, aunque siga vigente y no derogado, se
limita su uso a lo más esencial y la actuación de la iglesia se parece
por ello cada vez más a la proclamación del kerigma en la iglesia
primitiva, buscando algo así como una pura repetición de ese kerigma
esencial. Es mejor el puro kerigma que una mala "interpretación". Pero,
sin explicación, sin afrontar una teología desde la cultura de nuestro
tiempo, el kerigma presenta inevitablemente signos manifiestos de
debilidad y pierde fuerza de atracción. No es inteligible por la
cultura moderna.
La inercia del corpus doctrinal grecorromano.
La iglesia es consciente de que tiene tras sí un inmenso corpus de
doctrina construida desde el paradigma grecorromano. La riqueza del
pensamiento patrístico y de la escolástica son la gran herencia de una
tradición interpretativa construida desde la racionalidad de la
filosofía griega. La iglesia tiene la sensación de que ha estado en la
Verdad y de que no puede dejar de enseñar lo mismo. Hay una grandísima
resistencia psicológica a reconocer que ha habido deficiencias
hermenéuticas y por ello la iglesia se sigue manteniendo con discreción
en el paradigma antiguo, viéndose irremediablemente arrastrada por su
inercia histórica de veinte siglos. ¿No es así? Si la iglesia ya no
estuviera donde siempre ha estado durante siglos tras su inserción en
la cultura grecorromana, deberíamos habernos enterado. Pero no hay
ningún signo que nos alerte de que un cambio de paradigma de naturaleza
tan importante se haya producido (las opiniones de teólogos
individuales quedan aparte). Si, en efecto, se hubiera producido algún
cambio en la posición oficial, deberíamos poder detectarla, pero,
¿dónde está la alternativa? ¿En qué consiste su contenido? ¿Dónde ha
sido expuesta y cuáles son sus fuentes? En realidad la alternativa
oficial, como decimos, simplemente no existe. Solo puede observarse la
progresiva autolimitación a la proclamación del kerigma, en los
términos comentados. En ocasiones hay silencios, pero de tanto en tanto
aparecen signos inequívocos de que el paradigma sigue estando ahí.
Pero, en todo caso, es claro que existe una colosal inercia que hace
lógicamente pervivir el paradigma grecorromano por la gran riqueza de
su incuestionable corpus doctrinal, pero al mismo tiempo con su
incapacidad de conectar con la modernidad.
Signos positivos de presencia del paradigma.
Son innumerables las pruebas de que el paradigma sigue estando vivo. Si
recapitulamos lo acontecido hasta hace poco, no cabe duda de que en los
siglos XIX y XX la escolástica ha sido la doctrina oficial tutelada por
la iglesia: pensemos en la neoescolástica del XIX, la presencia de
tomismo y de suarismo en el siglo XX (recordemos los nombres de
Mattiussi, Manser o Fetscher), que siguen siendo todavía la doctrina
oficial en la mayor parte de los seminarios. Los grandes filósofos y
teólogos católicos más recientes se han movido también en el marco de
referencia grecoescolástico: Gilson, Maritain, Prziwara, Von Balthasar,
Fabro, etc. Además ni siquiera la renovación neotomista transcendental
(integrada en el paradigma y en algunos sentidos incluso
radicalizándolo, como antes vimos) o la filosofía evolutiva de Teilhard
(en realidad también teocéntrica y bajo la órbita de influencia de la
antropología tomista) se admitieron en la teología ordinaria; más bien
fueron ignorados con reticencias críticas evidentes por la iglesia
oficial instalada en una escolástica todavía más clásica. Piénsese que
el heliocentrismo de Copérnico no fue oficialmente admitido por la
iglesia hasta 1837 y la teoría de la evolución todavía era vista con
sospechas y reticencias por el papa Pío XII en la encíclica Humani
generis del año 1950 (aunque Juan Pablo II, en una hábil adaptación
ad hoc, sí la admitiría sin ambages años
después). Sin embargo, por otra parte, el mismo papa Juan Pablo II en
su encíclica Fides et Ratio se mantenía dentro del paradigma con toda
claridad y proponía a santo Tomás como filosofía segura tutelada por la
iglesia.
La posición oficial ha sido, y sigue siendo, que la razón humana
ejercida correctamente conduce a la filosofía del paradigma
tradicional. Igualmente se entiende que los resultados de la ciencia,
correctamente valorados por la razón filosófica, son compatibles con el
paradigma antiguo y lo refuerzan. Por lo general, el diálogo
ciencia-teología tiene siempre el objetivo de mostrar que la ciencia es
compatible con y refuerza el paradigma existente. Por otra parte, no
olvidemos que el análisis de la doctrina moral de la iglesia (sobre
todo cuanto atañe a la doctrina bioética actual) muestra también
siempre una fundamentación lógica argumentativa construida desde los
principios de la antropología fundada en el paradigma grecorromano. En
general, un estudio más pormenorizado de la documentación eclesiástica
mostraría con evidencia la pervivencia actual del paradigma. Muchos
filósofos y teólogos se esfuerzan en apoyar el punto de vista oficial,
conscientes de que defender las posiciones cristianas ante la sociedad
es defender los principios que la iglesia todavía mantiene en
concordancia con el paradigma oficial. Durante el pontificado de Juan
Pablo II el paradigma antiguo ha reforzado su presencia en
instituciones y centros universitarios católicos. Igualmente, los
intentos de autojustificación teológica cristiana frente al mundo
moderno apuntan siempre a mostrar que lo nuevo puede integrarse
(interpretado correctamente por la razón filosófica) en el paradigma de
siempre, reforzándolo desde nuevas perspectivas.
Signos pragmáticos de la iglesia ante la ciudad de
los no creyentes o reino secular de la modernidad. Sectores muy
amplios de la sociedad han dejado de reconocer el portentoso orden
racional descrito por el paradigma grecorromano. La modernidad es un
hecho que se ha impuesto al cristianismo, le guste o no, y está fuera
de control. Los hombres han construido libremente órdenes racionales
alternativos que les han separado de la iglesia. Hubo tiempos en que la
seguridad de poseer la Verdad justificó subjetivamente a la iglesia
para ejercer formas de control, incluso con la violencia, ante los
disidentes que perturbaban el orden teocéntrico oficial. Es claro que
la iglesia se sintió incómoda con el crecimiento de la ciudad
agustiniana de los no creyentes. Pero con el tiempo (y sobre todo en la
actualidad) la iglesia, progresivamente débil intelectual y
socialmente, derivó a una aceptación pragmática de los hechos,
asumiendo posiciones de tolerancia, e incluso de respeto, hacia las
ideologías no cristianas de la modernidad. En último término, el
ejercicio de la libertad humana, defendida esencialmente por el
cristianismo, podía conducir a la ignorancia de la Verdad.
Pero la tolerancia y el respeto pragmático a la libertad no han mermado
la persuasión eclesiástica de que se trata de "ídolos de la razón".
Posiciones que cometen el error racional de no reconocer el orden
teocéntrico natural objetivo, asequible al correcto ejercicio de la
razón en todo hombre y testimoniado por el cristianismo. El hombre sin
Dios está fuera de su Verdad ontológica, fuera de la Verdad racional
cognoscible en las creaturas, y no es posible construir un "humanismo
sin Dios". El hombre sin Dios está en el error antropológico, en un
grave error en el sentido de la vida. Por ello, la iglesia se ha
esforzado siempre en proclamar la "patencia de Dios" ante todo hombre y
en hacer una llamada universal a que los hombres orienten su voluntad
al reconocimiento libre del orden que Dios ha impuesto en la
naturaleza. La iglesia ha llevado a todos los rincones del mundo su
perplejidad ante el crecimiento de la "ciudad sin Dios", su denuncia
como un error existencial y su llamada al reconocimiento libre del
orden teocéntrico establecido por Dios como único camino para que el
hombre halle su estabilidad, paz interior y felicidad. Esta actitud
existencial religiosa puede seguirse con evidencia en el estudio de la
documentación eclesiástica de los últimos siglos, incluyendo la más
reciente.
Signos pragmáticos en la dimensión socio-política
del paradigma. La perplejidad de la iglesia se ha extendido a la
constatación de un hecho histórico incuestionable: la construcción
libre de un orden socio-político al margen del reconocimiento de la
realidad divina; es decir, al margen del orden racional que sitúa en
Dios la soberanía primordial y el origen de la autoridad que ejercen
los hombres en la sociedad civil. La emancipación socio-política,
ignorando la realidad divina, ha sido progresiva. Comenzó ya en el
renacimiento y tuvo sus primeras manifestaciones importantes en la
constitución americana (primera constitución política de la modernidad)
y en la revolución francesa. Pero en los siglos XVII, XVIII y XIX, la
formación de algunas constituciones monárquicas siguió todavía por
inercia mencionando lo religioso. Pero la iglesia aumentó su
perplejidad viendo la deriva inevitable a la secularización política,
ya definitiva en el siglo XX. También pragmáticamente se aceptó la
situación de hecho con tolerancia y respeto a la libertad de opciones
de la sociedad moderna. Pero se siguió denunciando la inviabilidad
humana y social del orden político al margen del reconocimiento de Dios
y del cumplimiento de la ley natural en que se manifiesta el orden
racional diseñado por la voluntad divina. El orden político de la
modernidad, si hubiera sido auténtico y fiel a la verdadera
antropología humana, hubiera debido reconocer la realidad de Dios y los
principios de la ley natural como origen y fundamento del orden
político. Tolerancia no ha supuesto ceder en la persuasión de los
principios fundamentales.
La firmeza que estas convicciones tuvieron hasta hace poco se hace
patente cuando se estudian las discusiones que en el concilio Vaticano
II tuvieron lugar en torno al decreto de libertad religiosa. Sectores
conservadores, dirigidos por el entonces cardenal Ottaviani y apoyados
por obispos españoles que defendían el estado confesional español en el
régimen político del general Franco, trataban de argumentar a partir
del principio de que "la Verdad no puede tener los mismos derechos que
el error", todavía repetido por muchos padres conciliares. Esto sucedió
hace muy poco tiempo. La "autonomía del orden temporal", según el
concilio Vaticano II, no quería decir que el orden político -aun
siendo autónomo frente a la iglesia en su campo- no debiera reconocer
la Verdad natural de Dios. El orden político-constitucional de la
modernidad estaba en el "error" de no reconocer a Dios como fundamento
racional último del orden social y político; el laicismo consecuente
cometía también el error de no reconocer a Dios. Haber reconocido a
Dios no hubiera mermado la autonomía legítima del orden temporal. Sin
embargo, aun considerando el error de un orden político sin Dios, la
iglesia toleró, reconoció y respetó pragmáticamente lo que la sociedad
política moderna había elegido en el ejercicio de su libertad. El
laicismo fue poco a poco más y más aceptado como una manifestación
evidente de adaptación ad hoc del pragmatismo de la doctrina
socio-política cristiana.
"Testimonio de la Verdad" y "denuncia testimonial
del Error". Por tanto, la posición de la iglesia a lo largo de los
últimos siglos -de crecimiento de la ciudad sin Dios y de la sociedad
políticamente secularizada- ha tenido como una doble vertiente. Por una
parte, ha dado, desde su perspectiva, "testimonio de la verdad"; es
decir, del orden racional teocéntrico, religiocéntrico y teocrático,
tal como era racional y teológicamente justificado en el paradigma
grecorromano sostenido durante siglos. Pero, por otra parte, este mismo
testimonio positivo se convertía en una "denuncia testimonial del
error" de la sociedad secular sin Dios, ya que esta no respondía
debidamente al orden racional verdadero al defender el "antihumanismo"
del "humanismo sin Dios", bien fuera personal o socio-político. Por
consiguiente, en consecuencia, la iglesia fue percibida por muchos como
el "aguafiestas" que con vehemencia denuncia a los individuos y a la
misma sociedad política por estar erróneamente "fuera del orden
racional". Por ello, tanto el testimonio como la denuncia tienen dos
fundamentos: la razón natural autónoma (en clave grecorromana) y el
kerigma cristiano convergente con la razón natural (en clave de fe y
adhesión personal libre). Para el paradigma vigente ambos fundamentos
(razón y fe) son convergentes y complementarios. Pero en parte son
independientes. Tanto el testimonio como la denuncia pueden hacerse en
nombre del orden racional autónomo dado en la ley natural. Por ejemplo,
en denuncias morales que no pueden fundamentarse en la fe -ya que esta
es solo aplicable a los creyentes-, pero que pueden fundarse en la
razón natural aplicable al hombre y al orden social. La iglesia, pues,
ha seguido testimoniando y denunciando que "el mundo secular" está
sumido en el "error" por no estar ni en el orden racional de la
naturaleza ni en el orden sobrenatural de la revelación cristiana.
Signos de camuflaje estratégico del paradigma.
En la segunda parte del siglo XX, la iglesia presenta, en nuestra
opinión, signos objetivos de actuar en conformidad con una estrategia
de "camuflaje del paradigma". Se hace siempre a instancias pragmáticas
de su actuación en una sociedad en que debe tolerarse y respetarse el
"error" que, en definitiva, es resultado de una libertad humana y
religiosa querida por Dios. Un ejemplo: la laicidad y aconfesionalidad
estatal, ya presentes en las constituciones de la modernidad. El orden
racional y teológico descrito en el paradigma no admitía el "humanismo
social sin Dios" presente en estas constituciones, pero el pragmatismo
obligaba a admitir, tolerar y respetar, tanto el estado laico como la
aconfesionalidad (aunque el orden racional debiera reconocer la
realidad de Dios). El cristianismo se ha visto finalmente obligado a
convivir con la modernidad y ello ha impuesto sus servidumbres:
silencios y adaptaciones ad hoc. En los últimos tiempos, se
podrían reseñar muchas otras actitudes de la iglesia en que se
manifiesta esta misma estrategia pragmática. La iglesia ha procurado
obrar siempre con suavidad, discreción, respeto y de forma "difusa",
sin agudizar nunca el radicalismo de sus propios principios, sino más
bien tendiendo a olvidarlos y a camuflarlos en cuanto sea posible. Esto
conduce a una tendencia al "camuflaje" de un paradigma que podría
"herir" a personas y grupos ideológicos, instituciones y estados con
los que deben mantenerse buenas relaciones pragmáticas.
La estrategia del "incompromiso hermenéutico".
Estos comportamientos pragmáticos se apoyan, en el fondo, en algo que,
al parecer, puede observarse "si sabemos leer correctamente entre
líneas". Me refiero a la hipótesis de que la misma iglesia cristiana
-aunque no pueda hacer de momento sino defender el paradigma
grecorromano que constituye su rica tradición-, sin embargo, intuye
que el paradigma está ya "fuera del tiempo" y, por tanto, procura
sacarlo a relucir solo cuando no hay ya otro remedio, pero que se
oculta (no se menciona) cuando es posible. Esto no siempre es así, ya
que, por ejemplo, Juan Pablo II se movió siempre con soltura y sin
complejos dentro de los rasgos más obvios del paradigma. Pero esta
estrategia de "olvido del paradigma" lleva consigo que, en muchos
casos, la palabra doctrinal de la iglesia (y de muchos cristianos) se
vaya reduciendo más y más a la "pura proclamación del kerigma". Se
trata de una proclamación que ignora (en lo que puede) el paradigma que
hasta hace poco se exhibía sin complejos. Al proclamar solo el kerigma
(poniendo entre paréntesis el paradigma grecorromano) se cae en un
déficit explicativo que conlleva un "incompromiso hermenéutico". Hemos
dicho que parte esencial de la misión de la iglesia al proclamar el
mensaje kerigmático de Jesús era hacerlo inteligible desde la cultura
del tiempo; a este principio respondió la iglesia primitiva y por ello
se construyó el paradigma grecorromano. Por lo tanto, el "incompromiso
hermenéutico" significa que la iglesia -al intuir que el único
paradigma de que dispone "no vende"- renuncia a "explicarlo según la
cultura humana" y se limita a "proclamarlo". El kerigma es suficiente,
evidentemente, para suscitar en el hombre la adhesión existencial. Es
lo que pasó en la iglesia primitiva. Pero, una pura proclamación que
renuncia al logos de la cultura coetánea, no es lo que el cristianismo
merece. Afrontar el esfuerzo hermenéutico es exigencia ineludible de la
misma lógica de la fe, como siempre se hizo. Sin embargo, si se revisan
los mensajes contenidos en muchos documentos eclesiásticos, vemos que
cada vez más, en efecto, responden a esta actitud hermenéuticamente
incomprometida. Esto tiene una consecuencia negativa: el cristianismo
se parece más y más a un mensaje esotérico al margen de la racionalidad
de la cultura.
Manifestaciones teológicas de la crisis del
paradigma en el siglo XX: nouvelle theologie y teología kerigmática.
Hemos afirmado en lo anterior que a lo largo del siglo XX ha ido in
crescendo la crisis del paradigma antiguo y en la historia de la
teología hallamos manifestaciones a nuestro entender evidentes de esta
crisis. La forma que el paradigma oficial había tomado en los últimos
tiempos (XIX y XX) se había centrado en una insistencia en su versión
escolástica. Como hemos visto, la renovación neoescolástica, por una
parte, que seguía instalada en los sistemas tomista o suarista, y, por
otra, la línea de renovación inspirada en Blondel que acabaría
conduciendo a Maréchal y, sobre todo, a Karl Rahner. La crisis se
manifiesta en que numerosos círculos católicos comienzan a criticar la
hermenéutica escolástica (bien sea neoescolástica tomista o tomismo
transcendental) porque les parece inadecuada para presentar el
cristianismo ante los tiempos modernos. Entonces, ¿qué alternativa se
presenta? Podemos responder con precisión, ya que este enfoque aparece
primero con menos entidad, pero se refuerza en el curso de la segunda
mitad de siglo XX: en lugar de la hermenéutica escolástica se propone
la pura presentación en toda su fuerza del kerigma cristiano. Para
estos autores será la fuerza misma del kerigma, hasta ahora oscurecida
por una teología (filosofía) inapropiada, la que arrastre hacia la fe y
haga inteligible el cristianismo en nuestro tiempo. Recurrir a la
proclamación del "puro kerigma" desde la conciencia de que el paradigma
antiguo está en crisis, coincide con la actitud detectable en
representantes de la iglesia que antes hemos calificado como
"incompromiso hermenéutico". Quienes piensan así afirman que la
proclamación del kerigma es la opción correcta para que el cristianismo
sea entendido en nuestro tiempo. Por tanto, "incompromiso hermenéutico"
quiere decir prescindir de marcos filosóficos (y más los antiguos al
uso, o sea, la escolástica), pero no es prescindir del deseo de que el
cristianismo se haga inteligible en la modernidad. Para ello, su mejor
hermenéutica es entonces prescindir de las hermenéuticas filosóficas y
presentarse en la fuerza proclamadora del puro kerigma. Todo esto
muestra, en efecto, que parte de la iglesia ha percibido sin lugar a
dudas que "lo hermenéutico antiguo" ya "no funciona". Y, al no disponer
de hermenéuticas sustitutorias, se recurre a lo único que queda dentro
de la auténtica lógica cristiana: la pura proclamación del kerigma. Sin
embargo, para explicar con precisión qué queremos decir son necesarios
todavía algunos matices.
Pero, ¿qué quiere decir "proclamar el kerigma" en nuestro tiempo? Es
evidente que no puede querer decir sino proclamar la doctrina de Jesús,
el mensaje de sus Palabras y de sus Hechos, y, al mismo tiempo, la
adhesión existencial de la fe a la Persona de Jesús de Nazaret. En esta
proclamación consiste precisamente el kerigma que toma forma en la
iglesia primitiva y que se engrandece a medida que la Tradición de la
iglesia lo ha ido profundizando al crear el corpus de la Tradición en
el patrimonium fidei. En consecuencia, asumir esta proclamación en
nuestro tiempo supone algunos principios. A) En su esencia es, por
tanto, rehacer en toda su fuerza el kerigma primitivo, yendo a sus
fuentes para entenderlo en su contexto histórico y en toda su fuerza
existencial. Esto supone enriquecer los estudios de la teología bíblica
y lo que fue la vivencia del kerigma en la iglesia primitiva. B) Para
presentar a la cultura moderna la fuerza del kerigma no basta
retrotraerse al nacimiento de la iglesia, sino que debe afrontarse la
enriquecedora tarea de rehacer cómo ese kerigma ha sido vivido a lo
largo de la historia. Lo importante no es hacer fuerza en los sistemas
filosóficos como tales que en su tiempo fueron una perspectiva
hermenéutica (grecorromana como hemos explicado), sino en descubrir
cómo en ellos se vivía la esencia del kerigma y de la experiencia
cristiana. Hacer teología desde esta "narrativa histórica", por tanto,
es pasar por alto la presencia de lo circunstancial (el esquema
grecorromano) para descubrir lo esencial, a saber, la vivencia del
kerigma como fe en un contexto existencial. C) La proclamación de este
kerigma, iluminado por la iglesia primordial, por la Tradición y por la
fe actual de la iglesia, no es tanto una cuestión de conceptos como una
"razón del corazón". Los primeros cristianos no abarcaban la riqueza
conceptual vertida en la predicación de Jesús, pero vivían una intensa
adhesión a Jesús "desde el corazón". Por ello, la proclamación del
kerigma ante el mundo actual no debe ser vista solo como "razones
conceptuales", sino como "razones del corazón" que hacen intuir
vivencialmente que solo Jesús resuelve la angustia existencial de la
vida. D) Por consiguiente, el objetivo de esta teología "proclamadora"
deberá ser siempre presentar en toda su profundidad y grandeza en
relación a la creación, a la existencia del hombre y a la sociedad, la
plenitud, la emoción y la belleza estética del kerigma cristiano y de
la adhesión existencial a él. Esta grandiosidad del kerigma deberá ser
la fuerza de atracción que lo haga inteligible en nuestro tiempo. Por
tanto, la crisis del cristianismo en nuestro tiempo no se superará por
una "reducción de la fe" a los condicionamientos de la modernidad, sino
por la "vuelta del cristianismo a sí mismo en toda su profundidad". E)
Creo además que para entender cómo ve esta teología la proclamación del
kerigma es necesario plantear una pregunta: ¿hasta dónde es posible
hacer una teología desde el "incompromiso hermenéutico" (al margen de
toda filosofía)? Esta teología, en efecto, se caracterizó por su
distancia crítica de toda propuesta hermenéutica (de la grecorromana,
pero cambien de la filosofía y de la ciencia actual). Sin embargo, a
esta teología también le es inevitable el "realizar la proclamación"
usando palabras, frases y contextos explicativos. ¿De dónde los saca,
ya que no se identifica con un sistema filosófico "de fondo" que le
permita construir explicaciones según una lógica definida? A mi
entender, para clarificar este punto, debemos hacer dos observaciones.
a) Usa el lenguaje ordinario (en el sentido de lo que es un
"metalenguaje" de referencia en la teoría del conocimiento). En él
halla una visión ordinaria del mundo, de la vida y de la existencia
humana que aplica como criterio explicativo sin más profundización. B)
Por otra parte usa también eclécticamente intuiciones filosóficas de
uno u otro autor o escuela, pero de forma puntual que no hace fuerza en
los sistemas. Así, para poner un ejemplo, se habla del "iluminismo" de
san Agustín, pero sin hacer fuerza en su "sistema". Así, igualmente, se
aplican criterios puntuales de santo Tomás, de san Ireneo o de la
Estoa, sin que ello suponga compromiso con sistema filosófico alguno
(teniendo en cuenta, además, como criterio general, que solo interesa
en la narrativa histórica recoger la vivencia del kerigma y no los
sistemas filosóficos que se aplicaron).
A fines del siglo XIX y comienzos del XX apareció un movimiento
teológico que se denominó "modernismo" porque -con una intención sin
duda buena- pretendía "modernizar" la iglesia católica. Fue un
movimiento amplio, muy extendido, que tocaba con sus propuestas campos
muy variados (cultura, filosofía, conexión de la fe con la ciencia,
teología y exégesis bíblica, historia, iglesia, etc.) y que contaba con
autores sobresalientes, como Alfred Loisy. Su propuesta de "cambio" no
fue apropiada ni prudente, sembró desconcierto, y fue condenada por la
iglesia, primero en un decreto del Santo Oficio y, poco después, por la
encíclica de Pío X titulada Pascendi (1907), viéndose incluso obligado
el mismo Pío X en 1910 a introducir el llamado "juramento
antimodernista" que se mantuvo durante medio siglo. El modernismo no
acertó en promover un acercamiento de la iglesia a la modernidad, pero
es una prueba de lo que aquí decimos, a saber, que en el siglo XX fue
creciendo en la iglesia la sensación de que era necesario un
repensamiento del cristianismo en el nuevo tiempo de la modernidad. Por
otra parte muestra hasta qué punto la iglesia se defendía aún con
vehemencia en las trincheras ideológicas del paradigma grecorromano.
Como en otros capítulos diremos es comprensible la actitud de la
iglesia porque probablemente no había llegado el momento del cambio
(aunque se demorara ya varios siglos) y, en realidad, no había
alternativa viable (el modernismo no lo fue). En todo caso, debemos
aclarar que el modernismo, aunque contenía algunos elementos de la
posterior "teología proclamadora del puro kerigma" (como una cierta
referencia al entendimiento del cristianismo como pura narrativa
histórica), es algo distinto.
Este tipo de teología puramente kerigmática nace ya entrado el siglo XX
y se configura poco a poco, quizá incluso sobre el rescoldo histórico
del modernismo. Nació en Francia y, aunque a no todos les parezca bien,
se conoce como Nouvelle Théologie. Marie-Dominique Chenu se
formó como dominico en la tradición tomista de Le Saulchoir y nunca
renunció a ella. Pero propugnó una interpretación no intelectualista de
santo Tomás que se distanciaba de la escolástica al uso, como era la de
su maestro Garrigou-Lagrange. Reaccionó por ello con gran vehemencia al
intento de imposición de las famosas 24 tesis tomistas, redactadas por
el jesuita Mattiussi, para controlar la enseñanza católica. Su
teología, en principio una pura escucha de la palabra de Dios en la
proclamación del kerigma, respondía ya a las tendencias antes
expuestas. La historia era para Chenu la realidad en que se ha vivido
la palabra de Dios y es la fuente de nuestra vivencia de la fe. Lo que
en ella se descubre no son abstracciones conceptuales, sino la vivencia
del encuentro con Dios. Solo este tipo de teología podía hacer presente
el cristianismo en la historia del Cosmos (Teilhard) y en la historia
humana. Fue en diversas ocasiones condenado por el Santo Oficio,
acusado de modernista, pero al final rehabilitado. Sin duda en conexión
con las ideas de Chenu, el jesuita Henri de Lubac es quizá el teólogo
más representativo. Tras la encíclica Humani generis (1950), en que Pío
XII quiso atajar las críticas de la Nouvelle Théologie al
intelectualismo escolástico (que seguía siendo protegido por la
iglesia), se le retiró la docencia, siendo más tarde rehabilitado por
Juan XXIII al hacerlo teólogo del Vaticano II (y Juan Pablo II le hizo
Cardenal). La inserción en la fe y la proclamación del kerigma es de
nuevo existencialista, mística, personalista y recibida de la fe
viviente en la Tradición de la iglesia (no de los sistemas filosóficos
del pasado). Sus ideas tuvieron un protagonismo especial en la
discusión en torno al problema de la naturaleza-Gracia que en su tiempo
se planteó. Estuvo influido por Blondel, Maréchal y Teilhard, pero hizo
de ellos una lectura mística concordante con su posición personal. En
la misma línea hay que recordar a Jean Danielou (jesuita, también
nombrado cardenal por Pablo VI en 1969). De nuevo un cristianismo
entendido como experiencia existencial persona lista integrada en la
vivencia de la fe en la Tradición: una tradición de experiencia, no de
sistemas filosóficos. En su teología hay una incidencia en lo
socio-político (la experiencia comunitaria cristiana como testimonio de
la fe) y una importante referencia al diálogo interreligioso (con
enfoques no del todo acertados, a nuestro entender). Sin embargo, la
gran figura de este modo "puramente kerigmático" de entender la
teología no es francesa sino el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar.
Su teología, en efecto, es una majestuosa presentación de la grandeza y
de la profundidad de la imagen del cosmos, de la vida y del hombre en
el cristianismo. Hombre de una extraordinaria cultura eleva la vivencia
de la fe en el kerigma cristiano a una experiencia mística y estética
de extraordinaria fuerza de arrastre. Por ello estuvo Balthasar en una
firme oposición de todo intento de adaptación de la cosmovisión
cristiana a la modernidad que pudiera lesionar la verdadera esencia del
kerigma. No podemos recapitular aquí el conjunto de su rico
pensamiento, expuesto al estilo alemán en largas y complejas
composiciones. Pero no quiero dejar de mencionar la "teología de la
kénosis" en el marco de su obra Teodramática en que presenta el drama
de la historia humana explicado desde la revelación cristiana. Es
evidente que, dado el protagonismo que tiene también en nuestro ensayo
esa misma "teología de la kénosis", debemos ver a Balthasar muy
cercano, aunque desde su punto de vista propio, a las tesis que
defendemos.
Es obvio que la Nouvelle Théologie y el impacto de la calidad
de los teólogos que la han defendido debía influir en otros muchos
autores similares (verbi gratia, Congar). Es imposible proceder a
enumerarlos, ni siquiera interesa que lo hagamos. Pero sí es importante
observar que el papa Juan Pablo II, Karol Wojtyla, se movió en un marco
de filosofía personalista, abierto con simpatía a este tipo de
teología, pero que siguió defendiendo equilibradamente el marco
escolástico clásico con sus implicaciones racionalistas. En cambio, el
papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, construyó su teología -como
concluyen sus intérpretes identificándose con claridad con las
posiciones de esta teología puramente proclamadora del kerigma. En sus
tiempos criticó la intelectualización del cristianismo desde sistemas
filosóficos escolásticos e hizo una lectura agustiniana y
existencialista de la teología como experiencia vivencia! de la fe,
también recogida desde la historia y la Tradición. En esta línea
personalista y existencialista (no solo proposicional) entendió también
Ratzinger la Revelación desde sus tiempos de perito del concilio
Vaticano II. Para Benedicto XVI la racionalidad profunda del
cristianismo es más su misma imagen revelada de la realidad en el
kerigma, asumida personalmente como vivencia de sentido, que una
conceptualización abstracta montada desde los sistemas escolásticos
"racionalistas". Un lugar teológico muy importante que nos sirve para
evaluar la influencia de la teología kerigmática es el mismo concilio
Vaticano II. Es sabido que, una vez reunidos los padres conciliares
retiraron el conjunto de documentos que habían sido preparados por el
equipo del cardenal Ottaviani de acuerdo con los principios rigurosos
de la teología escolástica grecorromana oficial y fueron sustituidos
por los nuevos documentos, incomprometidos hermenéuticamente y más
cercanos a lo que en aquellos años era la nueva teología puramente
kerigmática que defendían los peritos conciliares más prestigiosos como
eran Chenu, de Lubac, Danielou y el mismo Ratzinger.
Un tema teológico crucial en que la Nouvelle Théologie obligó a
matizar tanto a quienes seguían en la neoescolástica clásica (tomismo o
suarismo) como a los defensores del tomismo transcendental kantiano
(Maréchal, Rahner), fue el entendimiento cristiano de la relación entre
la naturaleza y la Gracia. Para la escolástica el mundo natural
producía el conocimiento de Dios y, en consecuencia, la religiosidad,
por un puro juicio ontológico sobre el mundo físico. En Rahner el
excessus transcendental sobre el ser-en absoluto (Dios) o anticipación (Vor-Begriff)
situaba al hombre ante Dios, esperando existencialmente en la historia
que resonara su Palabra (Oyente de la Palabra). Parecía, pues, que la
vida humana estaba abierta como a dos dimensiones de realidad
paralelas: la naturaleza orientada por la razón y la Gracia producida
por la presencia real de Dios en la historia (por el Espíritu y por
Cristo). La síntesis de estas dos niveles cuasiparalelos debía
unificarse ya que el hombre real debía vivir siempre su religiosidad
desde la experiencia unitaria de la Gracia, en el Espíritu y en el
logos de Cristo.
En todo caso hay que insistir en que en esta teología kerigmática de la
proclamación de la pura Palabra de Dios se mantienen los rasgos
fundamentales del paradigma grecorromano (tal como los hemos expuesto).
Aunque se intente abandonar los sistemas filosóficos clásicos (y así
manifiestan su crítica a los sistemas filosóficos), se mantienen los
rasgos que habían sido inducidos por el paradigma antiguo en la
teología cristiana: ante todo el teocentrismo y el religiocentrismo,
donde el cristianismo se presenta corno la única cosmovisión que puede
hacer al hombre "hombre", incluso obviamente en su condición natural.
La imposibilidad de un "humanismo sin Dios", de una "ciudad sin Dios",
lleva siempre inevitablemente al "drama del humanismo ateo" (de Lubac).
También Teilhard de Chardin (corno antes se argumentaba), aunque ya no
sostenía una ontología escolástica grecorromana, permaneció sin embargo
en el teocentrismo del paradigma antiguo.
A nuestro juicio, la teología kerigmática ha hecho "virtud" de una
"necesidad histórica". La historia había llevado a la iglesia cristiana
a intuir que el paradigma antiguo ya no servía. El resultado era su
camuflaje y el "incompromiso hermenéutico" (no comprometerse con los
sistemas filosóficos en entredicho). Pues bien, esta teología ha hecho
de la necesidad (la crisis filosófica del paradigma) la virtud de mirar
al puro kerigma para aprender a describir su grandeza vivencia! desde
una contemplación global de la historia y de la Tradición. Este
engrandecimiento es sin duda una aportación enriquecedora (verbi
gratia, la estética cristiana de von Balthasar). Si se es cristiano,
por tanto, ¿qué sentido tiene no alegrarse en esta profundización en la
vivencia del kerigma? Frente a un "compromiso hermenéutico" sin calidad
(tal como se ve en la mayor parte de los casos), la teología
kerigmática da de lado a la hermenéutica, pero mediante una
proclamación del kerigma con una nueva calidad que lo enriquece (y que,
apurando, se podría considerar como la intrínseca "fuerza hermenéutica"
del puro kerigma).
Nuestro ensayo ante la teología kerigmática.
Llegados a este punto parece conveniente exponer con precisión cuál es
la posición de nuestro ensayo ante este tipo de teología. No hay duda
de que aclarará nuestro punto de vista ante una tendencia actual de
muchos teólogos. Al hacerlo deberemos apuntar anticipadamente a las
tesis que más adelante se argumentarán en otros capítulos.
1) La tesis de nuestro ensayo se centra en denunciar que el paradigma
grecorromano, en lo que tuvo de filosofía antigua y sus derivaciones
(no en lo que aquella teología tuvo de vivencia kerigmática de la fe)
no es hoy aceptable (capítulos IV y V). Por tanto, por cuanto la
teología kerigmática es una profundización en el contenido mismo del
kerigma (que prescinde de los contenidos filosóficos antiguos por
principio, tal como hemos expuesto), mostrando su grandeza y
profundidad desde la Tradición, nuestro ensayo no solo acepta esta
nueva riqueza sino que puede ser integrada en la nueva hermenéutica del
cristianismo que proponemos. Un ejemplo: la teología de la kénosis de
von Balthasar, antes mencionada.
2) No obstante, en nuestro ensayo defendemos con firmeza que la opción
por la teología puramente kerigmática (haciendo de necesidad virtud) no
basta; por tanto, consideramos que no es la actitud teológica correcta
y solo se entiende como talante teológico en una situación de
emergencia (por la crisis del paradigma antiguo, como en realidad ha
sido). De ahí que, aunque solo sea formalmente, estamos de acuerdo con
lo antiguo, ya que consideramos que la teología cristiana debe afrontar
el esfuerzo hermenéutico, tal como hizo la tradición cristiana al crear
el paradigma grecorromano y vivir en él hasta nuestros días (la nouvelle
théologie es solo de las últimas décadas y, además, el paradigma
grecorromano sigue siendo la doctrina oficial). Ahora bien, si se
impone la persuasión de que la hermenéutica antigua no sirve, entonces
lo correcto es buscar la nueva hermenéutica que se hace posible en la
modernidad (que "debe hacerse posible" si Dios es el autor de la
creación que el mundo moderno conoce con mayor precisión). Nuestro
ensayo es, en último término, una búsqueda consecuente de esa nueva
hermenéutica.
3) Si la nueva hermenéutica todavía no existe y las que han sido
propuestas son fragmentarias y no parecen ser aceptables (modernismo,
Teilhard, teología de la liberación, teología del proceso, etc.),
entonces quizá la única solución in vía sea un "incompromiso
hermenéutico" de calidad (teología kerigmática). Sin embargo, la tesis
fundamental de este ensayo es proponer la nueva hermenéutica a que
conduce el mundo moderno: el paradigma de la modernidad. Si esta
propuesta es aceptable, o no lo es, constituye precisamente lo que este
ensayo somete a consideración, desde el soporte argumentativo que lo
justifica.
4) Consideramos, además, que esta nueva hermenéutica
científico-filosófica-teológica sería la forma debida de llevar a cabo
el programa de la misma teología kerigmática (a saber, profundizar
existencialmente en la vivencia del kerigma en la Tradición). Esta
teología, en efecto, hace uso, inevitablemente, de una hermenéutica
imprecisa y ecléctica (conocimiento y lenguaje ordinario o contenidos
puntuales de los grandes autores, según lo antes dicho). Pero, frente a
esto, lo correcto (como hizo a su manera el paradigma antiguo y
oficialmente nadie ha derogado) es situarse en una imagen del universo,
de la vida, del hombre y de la cultura, reflexionada con precisión
hasta permitir construir un lenguaje ordenado que muestre cómo la Voz
del Dios de la Revelación es la misma Voz del Dios de la Creación. Es
esta hermenéutica la que daría acceso a proclamar en nuestro tiempo el
kerigma en su verdadera grandeza intrínseca (este era el programa de la
teología kerigmática). Un ejemplo: la teología de la kénosis de von
Balthasar. Creemos que la hermenéutica propuesta por nuestro ensayo
(como veremos en capítulos posteriores) es el marco para profundizar,
desde la creación y desde la cultura, en el verdadero alcance de la
teología kenótica propuesta por von Balthasar.
5) La teología kerigmática ha criticado lo que llaman "adaptación al
mundo" (como se ve en von Balthasar y, al parecer, también en el papa
Benedicto XVI). Frente a ello defienden que la forma de hacer
inteligible el cristianismo en nuestro tiempo es profundizar en el
mismo contenido intrínseco del kerigma. No se trata de adaptar la
iglesia al mundo, sino de que el mundo entienda que solo en Cristo
puede alcanzar, personal y socialmente, su plenitud. Es sabido que no
pocos autores de esta corriente han criticado incluso algunos de los
enfoques (por ellos considerados algo "simplistas") de la constitución Gaudium
et Spes en el concilio Vaticano II. Pues bien, nuestra propuesta
hermenéutica no es "adaptar el cristianismo al mundo moderno", sino
escuchar la Voz del Dios de la Creación (desde el conocimiento que
permite el mundo moderno) para profundizar desde allí en la
hermenéutica intrínseca del kerigma. Es esta nueva hermenéutica la que,
a nuestro entender, permitirá la proclamación inteligible de la
integridad del kerigma ante el mundo moderno (que es lo que, en último
término, responde al programa de la teología hermenéutica).
6) Por consiguiente, a nuestro juicio, la teología kerigmática tiene
solo una justificación "de hecho" (coyuntural), pero no "de derecho"
(no es lo debido en lógica teológica). Por ello, aunque fuera desde una
filosofía insuficiente, la neoescolástica residual y el neotomismo
transcendental del XIX-XX estaban formalmente en un enfoque más
adecuado. Esta teología kerigmática responde con calidad al
"incompromiso hermenéutico", ha sido una salida más bien coyuntural a
la crisis del paradigma y, en el fondo, ha heredado del paradigma
antiguo sus posiciones más características (como el teocentrismo y el
religiocentrismo). Más adelante se explicará la nueva imagen de la
realidad proporcionada por la ontología de la ciencia y en qué sentido
científico-filosófico-teológico la nueva imagen de la obra del Dios de
la Creación hace posible una nueva hermenéutica "filosófica" (para
nosotros en todo caso inevitable) que nos instala en la profundización
intrínseca del contenido del kerigma inteligible para nuestro tiempo.
Que la iglesia salga de su actual indefinición, que encuentre la nueva
hermenéutica buscada desde hace siglos y que se instale en ella con luz
y taquígrafos, en la escenografía espectacular del nuevo concilio, es
todavía la gran deuda cristiana pendiente con la historia, cuyo saldo
tratamos de promover en este ensayo. Si el concilio Vaticano II fue un
concilio de corte kerigmático y pastoral, el nuevo concilio que
nosotros proponemos debería ser, por contraste, un concilio
"hermenéutico" como en su momento explicaremos (capítulo VIII).
Conclusión: el paradigma antiguo y la modernidad.
No creo que pueda ponerse en duda seriamente la presencia que el
paradigma grecorromano ha tenido en la historia del cristianismo. La
síntesis de su recorrido desde la patrística al diálogo con la ciencia
en el siglo XX, tal como se ha presentado, y la selección de los rasgos
propios del paradigma puede ser matizada, e incluso discutida. Es
evidente cuando se trata de sintetizar algo tan complejo y que ha
durado tantos siglos. Pero, en conjunto, dejando aparte los matices,
veo muy difícil negar que el paradigma fue teocéntrico,
religiocéntrico, teocrático, que se construyó desde el marco general de
la ontología griega con su enfoque dualista (con los debidos matices),
derivando a una idea marcadamente estaticista de la ley natural y de la
ley divina. Veo incluso muy difícil negar que el paradigma se mantuvo
firme hasta el siglo XIX y la primera mitad del XX. En nuestra opinión,
hasta la actualidad, la iglesia oficial se mantiene todavía en el
paradigma, aunque con una actitud más suave, débil, "difusa", tendente
a lo que hemos calificado como "incompromiso hermenéutico" y a la
introducción de las adaptaciones ad hoc que las circunstancias
exijan. Desde nuestro análisis este cierto camuflaje no debe impedir
reconocer que el paradigma antiguo sigue vigente en un segundo plano y
se manifiesta continuamente para quienes tienen las antenas puestas y
saben detectar sus efectos. Quizá haya quienes piensen que hoy se han
integrado ya tantas adaptaciones ad hoc, y se es tan flexible y
tan incomprometido hermenéuticamente, que en realidad estamos ya en
"otra cosa". Mi opinión es que esa pretendida "otra cosa" es
propiamente la "nada". Al mismo tiempo, estamos y no estamos en lo
antiguo, pero no estamos definida y precisamente en ningún otro lugar
cognoscible del futuro. Estamos en el aire. Estamos solo en el puro
kerigma proclamado mediante una hermenéutica que no nos atrevemos a
explicitar, llena de tantos parches y remiendos que se hace
impresentable. Como vamos a seguir argumentando, el paradigma antiguo
está ahí y debe ser sustituido con urgencia por una alternativa
consistente y bien construida. Quizá el verdadero problema de la
cultura cristiana en los últimos siglos haya sido la fuerza del
paradigma antiguo (la persuasión con que había sido interiorizado por
la tradición teológica), su crisis frente a la modernidad y la carencia
de alternativa consistente. En los capítulos siguientes deberemos ver
la crisis del paradigma antiguo, al contrastarla con la nueva imagen
del universo en la modernidad, y la naturaleza del cambio paradigmático
alternativo.
Considerar que la iglesia ha estado instalada en el paradigma
grecorromano es una opinión defendible. Hacer una descripción del
paradigma y preguntarse hasta qué punto el cristianismo sigue hoy
instalado en él, formándose un criterio sobre todo ello, es una
ocupación intelectual legítima que no contraviene para nada la fe
cristiana. Al contrario es una exigencia derivada de la lógica de la
fe. Solo hemos hecho un diagnóstico de la situación, ya que no es
posible salir de la crisis sin saber con precisión dónde se está y
hacia dónde se debe caminar. Este diagnóstico sobre la naturaleza y la
persistencia del paradigma grecorromano es una propuesta diagnóstica
que puede ser rechazada o aceptada, y, si esto último se impone,
consensuada con matices o sin matices. En todo caso, la existencia y
pervivencia del cristianismo en el paradigma antiguo grecorromano,
dentro de la lógica de nuestro ensayo y los matices explicados, ocupa
un lugar lógico esencial, puesto que argumentamos la necesidad del
cambio paradigmático que debería jugar un papel relevante en el
contenido del nuevo concilio.
Una última observación. Lo que en este ensayo defendemos es que no
existe contradicción entre modernidad y cristianismo. Al contrario: que
la modernidad permite una extraordinaria profundización en la Voz del
Dios de la Revelación en Cristo. Por ello, la modernidad debió haber
nacido de los mismos cristianos, al intuir que la vivencia auténtica de
su fe les llevaba a la modernidad. Así fue, en efecto, en Erasmo o en
John Locke. Sin embargo, el hecho histórico fue que entre la modernidad
y el cristianismo se produjo un penoso malentendido de inmensas
consecuencias. Un desencuentro que ha durado siglos. Nuestra tesis es
precisamente que la historia está entrando hoy en tiempos excepcionales
que conducen finalmente (esta es nuestra propuesta) a deshacer aquel
traumático malentendido histórico que todavía
perdura.
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