Hacia el nuevo concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia

5. El paradigma de la modernidad en el cristianismo

JAVIER MONSERRAT





1. El kerigma cristiano y la nueva racionalidad

2. La antropología filosófica: el hombre abierto al kerigma cristiano

3. Kerigma cristiano: su hermenéutica desde la modernidad

4. La Era de la Ciencia ilumina el designio kenótico de la Divinidad

5. El "paradigma de la modernidad"



El cristianismo fue fundado en tiempos antiguos. Parece obvio considerar que las culturas desde las que fue interpretado inicialmente -bien sea la hebrea o la grecorromana- se vean como "antiguas". Parece, en efecto, que, visto desde el siglo XX, tras el descomunal avance del conocimiento en la ciencia moderna, el mundo antiguo se entienda como "anticuado". Sin que esto suponga falta de respeto o aprecio para el valor que el pensamiento antiguo tuvo en su tiempo y la inmensa ayuda que ofreció al cristianismo durante siglos y siglos. El kerigma cristiano, la vivencia de la fe en la historia, se dio en el marco del paradigma antiguo que ha sido el inevitable compañero del cristianismo. Pero el paradigma grecorromano se fundó en una imagen de la realidad que ha variado sustancialmente en la Era de la Ciencia. En síntesis se puede decir que la racionalidad "teocéntrica" fundada en la antigua imagen grecorromana se ha sustituido por una racionalidad "crítica" fundada en la nueva imagen de lo real. Hemos visto con precisión las diferencias que se establecen entre la imagen antigua y la imagen moderna de la realidad. En esta Era de la Ciencia, si Dios es Autor de la Creación descrita por la "racionalidad moderna", el orden creado y la ley natural, que han sido establecidos por voluntad divina, deben entenderse de forma sustancialmente nueva. Sin embargo, no hemos abordado todavía la cuestión crucial de nuestro ensayo: supuesta la nueva "racionalidad moderna", les posible entonces construir una nueva hermenéutica o entendimiento del cristianismo, o sea, de su kerigma esencial? La Era de la Ciencia, ¿conduce a un nuevo "paradigma de la modernidad" que fundamente con mayor profundidad una nueva teología de la fe cristiana que sustituya al antiguo paradigma griego? Por consiguiente, conocemos la novedad sustancial de la Era de la Ciencia, pero no sabemos todavía si se armoniza con el kerigma. Estas preguntas no han sido respondidas en el capítulo anterior, ya que no hemos entrado en lo que sería el nuevo "paradigma de la modernidad", si es que en absoluto es posible. Podría darse el caso de que la racionalidad en la Era de la Ciencia no hiciera posible una reinterpretación del kerigma cristiano. En principio, se debe contemplar la posibilidad de que no fueran en absoluto compatibles (incluso que pudiera tratarse de una incompatibilidad que se extendiera a todas las religiones). Así lo entiende, en efecto, la filosofía del ateísmo.


Trayectoria de este capítulo. Por nuestra parte defendemos la tesis de que la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia lleva por su propia lógica a una nueva interpretación más profunda del kerigma cristiano. Decimos "más profunda" porque descubre toda la fuerza del contenido del kerigma, al entender, desde la luz de una imagen más profunda de la creación divina y de la ley natural, el verdadero alcance de su lógica interna y de su sentido teológico profundo. Este nuevo entendimiento del kerigma construido desde la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia responde al concepto básico de este ensayo: el "paradigma de la modernidad" en el cristianismo. Contiene los parámetros hermenéuticos del entendimiento de la teología cristiana desde la lógica de la modernidad. Al perfilar con precisión el nuevo paradigma de la modernidad (esperado desde hace siglos) la situación del mundo cristiano cambia radicalmente. Hasta ahora se vivía con desconcierto la crisis de la modernidad, pero ¿adónde ir? No había alternativa viable. Como dijimos en el capítulo III, el cristianismo, en la última parte del siglo XX, se acabó refugiando en el "incompromiso hermenéutico" de la teología puramente kerigmática influida por la nouvelle théologie. Gran parte de la teología moderna se halla todavía en esa reflexión "inmanente", aunque sea de gran calidad profesional en muchos casos. Pero hoy comienza a perfilarse nítidamente que la alternativa lógica es el "paradigma de la modernidad" que hace posible emprender la necesaria hermenéutica del cristianismo en nuestro tiempo, mostrando que la Voz del Dios de la Revelación es la misma Voz del Dios de la Creación. El cristianismo necesitaba un nuevo "logos hermenéutico", seriamente afincado en nuestra cultura presente; logos cristiano que se perdió al comenzar el tránsito al mundo moderno. Otear con rigor qué debería ser el cambio hermenéutico es decisivo porque, una vez perfilada la alternativa con nitidez conceptual, el impulso hacia el cambio histórico se hará imparable.


Ya desde la época patrística se extendió una imagen que puede seguirse a través de la historia de la teología: es la imagen de los dos libros. Dios nos ha hablado primero en el Libro de la Naturaleza, para dirigirse finalmente a nosotros en el Libro de la Revelación. Ambos libros tienen el mismo Autor. Por tanto, si aprendemos a leer con más profundidad el Libro de la Naturaleza, sin duda estaremos mejor preparados para entender el Libro de la Revelación.


En este capítulo debemos abordar la presentación conceptualmente precisa de la naturaleza del nuevo paradigma: la nueva lectura del libro de la revelación desde la nueva edición del libro de la creación en la modernidad. El objetivo al que apuntamos es claro: es en el hombre moderno donde debemos estudiar si las condiciones de la nueva época de la modernidad permiten alumbrar la nueva hermenéutica comprensiva de la significación real del cristianismo (es decir, la congruencia entre el orden natural descrito por la razón moderna y el contenido proclamado en el kerigma). Pero el hombre moderno no es solo "ciencia". En su mente y en sus emociones no solo hay "ciencia". Es verdad que la imagen del mundo real en la Era de la Ciencia ha calado profundamente en su mente y se sabe emergido desde las raíces evolutivas de un universo monista y autónomo, de enigmática condición metafísica última. Pero en su mente moderna, en su mundo cognitivo y emotivo, hay algo más que el puro reflejo de la ciencia, por importante que este sea. El hombre real está lleno de sentidos, emociones, planes de vida, angustias, proyectos y fracasos... que no son abarcados por la descripción científica. Hasta ahora hemos considerado la nueva imagen de la realidad en la Era de la Ciencia y hemos situado en ella la imagen del hombre. Ahora, para perfilar la forma en que el hombre moderno entiende el kerigma cristiano, debemos ampliar la perspectiva: asumiendo lo científico pasamos a lo existencial y filosófico, es decir, a una imagen del hombre en la antropología filosófica. Sin embargo, este hombre filosófico, que reflexiona integralmente por el sentido de su vida, se sabe a sí mismo según la imagen del hombre en la moderna Era de la Ciencia. Pero una vez estudiada la antropología filosófica abordaremos la lectura del contenido del kerigma cristiano hecha por el hombre moderno. Como veremos, nuestra experiencia actual del mundo mostrará la potencia intelectual de la "teología de la kénosis" como eje de la hermenéutica moderna del cristianismo. Pasamos, pues, de la antropología científica a la nueva antropología filosófica.



1. El kerigma cristiano y la nueva racionalidad


Pero antes de profundizar en los argumentos que llevan a un entendimiento nuevo del cristianismo en el paradigma moderno, hagamos una recapitulación de la perspectiva en que nos hallamos y de las expectativas que se anticipan en nuestro recorrido. El punto de partida es la experiencia de la crisis hermenéutica en la proclamación del kerigma y la búsqueda del itinerario que conduciría a una nueva hermenéutica.


La persuasión de que la fe cristiana es, en su esencia más profunda, la pura adhesión existencial al mensaje divino transmitido por Jesús se ha mantenido a lo largo de siglos y siglos de religiosidad cristiana. Jesús reveló los designios presentes desde siempre en un misterioso Dios oculto que quiso crear el mundo para hacer al hombre partícipe de su vida divina. Jesús no hace filosofía, sino que su Palabra descubre la explicación profunda de la historia desde el sentido que Dios ha querido darle mediante un plan preciso de creación y de salvación. No hay en Jesús "argumentación racional" sino "desvelamiento de la verdad" que pide al hombre la entrega y la confianza personal. Jesús reveló el designio divino en clave cultural hebrea y en esta clave quedó fijado el contenido del kerigma que la comunidad cristiana debía transmitir y proclamar en la historia. Este kerigma fue el punto de referencia constante al que, en momentos de duda, se volvió siempre la fe de la iglesia cristiana.


Crisis del paradigma antiguo y vuelta al kerigma primitivo. Las diferencias sustanciales entre la imagen de lo real en el paradigma antiguo y en la Era de la Ciencia han sido percibidas por el mundo cristiano: intuitivamente en el pueblo creyente con una simple fe vivencia! y entre los intelectuales cristianos con algo más de reflexión. Ha sido también percibida por los teólogos y por la jerarquía eclesiástica. Esta insatisfacción generalizada ha impulsado el anhelo profundo hacia lo que debiera ser una proclamación potente del kerigma, adecuada a los condicionamientos del mundo moderno. Esta conciencia de "debilidad" hace dirigir la mirada hacia el itinerario lógico que debiera conducirnos a pergeñar los perfiles esenciales de lo que debiera ser una nueva forma de explicar el kerigma y de comprometerse con él en la sociedad.


Sin embargo, la teología oficial, carente hasta ahora de una alternativa paradigmática viable, ha actuado bajo presión de dos criterios que se entienden solo en el supuesto de que, como decimos, todos están sintiendo esa evidente "debilidad" del paradigma antiguo frente a modernidad. A) Por una parte, en ocasiones (como es el caso cuando se quieren argumentar ciertas orientaciones morales) se necesita un "logos", una racionalidad natural, que explique lo que se piensa en perspectiva cristiana. La necesidad de armonizar la fe con la razón natural fue sentida ya en la iglesia primitiva y se sigue sintiendo todavía. Ahora bien, al no disponer hasta hoy de otros medios hermenéuticos, cuando se impone la necesidad de recurrir a la razón natural se acaba en lo único que hay: el paradigma racional grecorromano contenido en la tradición cristiana desde siglos. Pero la racionalidad que debiera servir para "explicar" es con frecuencia contraproducente, ya que la cultura moderna "chirría" casi siempre al rozar con el paradigma antiguo. La iglesia se ve bajo la presión del inevitable paradigma antiguo, en el que se ve atrapada sin saber cómo salir. B) Por otra parte, en esta situación, es lógico que la iglesia se vea también bajo la presión de limitar en lo posible las referencias al paradigma antiguo. ¿Qué queda entonces? Pues queda el kerigma cristiano primitivo expresado en los términos en que fue transmitido a través de la Escritura y de las expresiones kerigmáticas puras presentes en la Tradición (expresiones teológicas a las que se sustrae en lo posible el contenido filosófico grecorromano). Aparece así un tipo de teología concebida como pura proclamación kerigmática de la Palabra de Jesús que reclama la adhesión de los creyentes. Este estilo teológico puede verse hoy en no pocos teólogos y en la mayor parte de las intervenciones de la jerarquía eclesiástica. En alguna manera esta teología se impuso con el concilio Vaticano II, bajo el influjo de la nouvelle théologie (capítulo III).


Debilidad teológica del "incompromiso hermenéutico". Al renunciar en la práctica a proclamar el kerigma en armonía con el logos propio de la cultura (al renunciar a una hermenéutica interpretativa afincada en la racionalidad moderna de la misma manera que el cristianismo primitivo se afincó en la cultura grecorromana de entonces) la iglesia ha entrado en un estado de extrema debilidad. Los creyentes cristianos perseveran por la fuerza de su experiencia religiosa. La pura proclamación del kerigma tiene sin duda un extraordinario poder atractivo que afecta intuitivamente a la verdad humana (Dios, el pecado, la cruz, etc.). Sin embargo, la cultura moderna, altamente intelectualizada por la razón y por la ciencia, ha construido una potente crítica de la religión y una cultura de masas secularizada al margen del cristianismo. El mundo de la fe cristiana, a lo más, se respeta por la extensión social de la creencia y por su tradición cultural, pero se ve como un fenómeno al margen de la razón. La fe se siente inerme: no puede echar mano del paradigma antiguo porque en el mundo moderno ya no responde y solo le queda la pura proclamación testimonial del kerigma. Pero la aguda desintonía con la razón moderna, percibida por todos, es una medida que refleja la necesidad del nuevo "paradigma de la modernidad". Volvemos a la pregunta antes formulada: les posible formular un nuevo "paradigma de la modernidad"? Desde la experiencia de la crisis, ¿qué itinerario debemos seguir para intentar acceder al nuevo paradigma que se requeriría para proclamar el cristianismo apoyado en una hermenéutica con sentido en la modernidad? Este es el problema del acceso al nuevo paradigma.


Acceso histórico al "paradigma de la modernidad". Si este paradigma no ha nacido todavía y la iglesia se mueve con incomodidad "fuera de su tiempo", trampeando como puede con adaptaciones ad hoc del paradigma antiguo, dentro del talante del "incompromiso hermenéutico", se plantea la pregunta inevitable: ¿cómo acceder, por tanto, al paradigma de la modernidad? ¿Cómo descubrirlo y formularlo, de tal manera que llegara a ser "operativo", es decir, realmente impulsor de la fe cristiana desde la racionalidad de nuestro tiempo? Podría ser que las piezas del nuevo paradigma estuvieran ya ahí, preparadas para que las ensamblemos unas con otras en un constructo lógico. Nuestra opinión es que así es, en efecto. Sin embargo, ¿cuál es el camino que nos conduce a desvelar si ese paradigma existe y a describir su naturaleza? ¿Cómo acceder al "paradigma de la modernidad"? Nuestra propuesta -realizada en las secciones de este capítulo- se aclara inicialmente con las siguientes observaciones que anticipan el itinerario a seguir en las secciones posteriores.


a) Antropología filosófica. Hasta ahora nos hemos referido solo a la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia. Hemos hablado de conocimiento y de ciencia, incluyendo la explicación psicobiofísica del hombre congruente con la ciencia. El hombre ordinario de nuestro tiempo, aunque no sea científico, intuye por la cultura de masas cómo debe entenderse de acuerdo con los resultados de la ciencia. Sin embargo, no hemos hablado todavía del hombre como tal desde un punto de vista existencial: del hombre de nuestra cultura abierto a configurar libremente el sentido de su vida. Este hombre real no solo atiende a la ciencia sino a otros muchos factores que han sido tratados por la antropología filosófica y por las ciencias humanas. Lo que, en último término, nos preguntamos es si el hombre real de nuestro tiempo (no el hombre antiguo descrito por la cultura grecorromana o por la escolástica medieval), desde su racionalidad propia en la Era de la Ciencia y dentro de las nuevas condiciones existenciales determinantes de la configuración de su "sentido de la vida", al quedar abierto a la proclamación del kerigma cristiano, puede llegar a entender (aunque sea solo por intuición) una armonía de fondo. Armonía entre la racionalidad moderna y el kerigma cristiano. Para indagar si esa armonía es posible debemos comenzar, por tanto, indagando previamente cómo se sitúa ante la realidad el hombre de nuestro tiempo: los sentimientos, emociones, angustias existenciales, ilusiones, historia, biografía personal, proyectos para la acción, conocimientos, aspiraciones, preguntas e incógnitas... que juegan un papel relevante en la configuración libre del sentido de su vida. Hablamos del hombre como ser que configura su "sentido" y sus opciones metafísicas en función de la experiencia integral racio-emotiva de su vida en la sociedad y en la historia (y no solo por la ciencia). Es el estudio del hombre (antropología) desde la perspectiva vital de la reflexión filosófica última que el mismo hombre emprende sobre el sentido de su vida (antropología filosófica). Este hombre real de nuestro tiempo (que debemos describir) es el que deberá valorar si el kerigma cristiano entra en armonía con el logos de su racionalidad natural. Deberemos dar, por tanto, un primer paso (en el epígrafe 2, de este capítulo): transitar desde la ciencia a la antropología filosófica, ya que solo desde ella puede abordarse la caracterización del paradigma de la modernidad al que, por principio, apuntamos.


b) Kerigma cristiano: su hermenéutica desde la modernidad. Se tratará además de analizar cómo el kerigma cristiano, presente en la Escritura y en la Tradición de la iglesia (capítulo II), es entendido por el hombre real (en la Era de la Ciencia) desde la lógica natural de su condición humana integral (es decir, desde la lógica de su racionalidad última descrita en la antropología filosófica). Este análisis, por tanto, tiene dos supuestos previos cuya forma de referencia mutua deberá investigarse: la antropología filosófica y el kerigma cristiano. La argumentación deberá, pues, construirse valorando el contenido de ambos supuestos y razonando su forma de correspondencia. Pues bien, el resultado de esta lectura del kerigma desde la lógica de la racionalidad moderna nos conducirá inicialmente al concepto del "paradigma de la modernidad": es decir, permitirá el establecimiento de los parámetros de una hermenéutica del kerigma cristiano desde la antropología filosófica en la Era de la Ciencia. Este paradigma permitiría una comprensión más profunda de la armonía entre el mundo natural creado por Dios y la revelación del eterno designio de ese mismo Dios para el mundo creado, tal como se da en el cristianismo. Permitiría por ello que la proclamación del kerigma ya no siguiera siendo solo la pura proclamación testimonial desde el "incompromiso hermenéutico", sino que se realizara de nuevo mediante una hermenéutica explicativa acorde con la racionalidad moderna. El hallazgo de la formulación precisa de esta armonía sería el paradigma de la modernidad. Haría posible que el cristianismo volviera a proclamarse ente la cultura moderna por una nueva hermenéutica filosófica (no solo proclamación kerigmática) que respondiera a lo que siempre quiso hacer el cristianismo (y por esto construyó el paradigma antiguo): un entendimiento de la Voz del Dios de la Revelación que se muestre en conformidad con la Voz del Dios de la Creación. Por ello, en un segundo paso, deberemos abordar la nueva hermenéutica de los grandes principios del kerigma cristiano desde la nueva imagen del universo creado que ofrece la modernidad (lo abordaremos en el epígrafe 3 de este capítulo). Se haría, pues, la iluminación del kerigma desde la razón moderna: desde la imagen del mundo en la ciencia y desde la antropología filosófica propia de la cultura moderna.


c) La Era de la Ciencia ilumina el designio kenótico de la Divinidad. El paradigma perseguido debería describir, por tanto, la profunda armonía entre la Era de la Ciencia y el contenido del kerigma. Pero la iluminación sería bidireccional: la modernidad ilumina el kerigma, pero asimismo la modernidad recibe desde el kerigma una iluminación nueva del orden natural que la ciencia describe en la modernidad. La imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia supone conocimientos sobre el mundo real creado por Dios. Esa imagen permite reconocer cuál es el orden natural y las leyes establecidas por Dios. La ley del orden natural es vista desde la fe cristiana como la ley divina que Dios ha querido establecer para que el hombre vea condicionada su vida por ella. De ahí que el kerigma debería permitir una relectura de las propiedades del orden natural descrito en la Era de la Ciencia. Debería asumir la antropología filosófica en la era moderna, entendiendo también su profunda armonía con la razón cristiana alumbrada en la modernidad. Así, el sentido del mundo real descrito por la razón científica se vería iluminado por el kerigma que desvelaría el enigma y el sentido último del universo. La expectativa sería la de una iluminación hermenéutica bidireccional. Por ello, el tercer paso consistirá (epígrafe 4 de este capítulo) en iluminar la imagen del universo real que la ciencia describe desde el kerigma cristiano en la modernidad. De esta manera se proseguirá el acceso al conocimiento del nuevo paradigma de la modernidad, entendido como hermenéutica del kerigma cristiano en el marco de la racionalidad moderna.


d) Paradigma de la modernidad, tradición y teología de la kénosis. El paradigma de la modernidad, por tanto, al que accederemos ordenadamente, haría entender finalmente que la "teología de la kénosis" es la teología a que la imagen de la ciencia conduce por su propia lógica, a saber, la "teología de la ciencia". La teología cristiana del hombre moderno que describe la antropología filosófica es lo que, como veremos, sería una "teología de la ciencia", o, mejor, la "teología de la antropología filosófica moderna". Quizá pudiera pensarse que el nuevo paradigma debiera representar algo así como un cambio teológico radical, cuando en realidad la expectativa debiera ser su hondo asentamiento en el kerigma presente en las raíces históricas de la tradición cristiana. La racionalidad moderna establecida como presupuesto hermenéutico difiere sustancialmente del paradigma grecorromano. Sin embargo, durante la vigencia del paradigma antiguo la iglesia vivió también en toda su profundidad la adhesión existencial a la doctrina de Jesús proclamada en el kerigma. Por ello, la expectativa sería que la nueva racionalidad no solo fuera más congruente con el kerigma primitivo (dado en la iglesia apostólica que nace de Jesús), con el que mostraría una armonía insospechada, sino que, además, mostrara también su congruencia con el kerigma de la Tradición más antigua de la teología cristiana (la que se vivió durante los siglos de vigencia del paradigma antiguo). Cabría, por tanto, esperar que este nuevo paradigma hubiera sido vislumbrado en el kerigma vivido en la tradición teológica cristiana, a pesar de que tanto el paradigma hebreo como el grecorromano aún no hubieran tenido todavía a su disposición los recursos hermenéuticos de la razón moderna para realizar una adecuada interpretación del kerigma cristiano, tal corno deberá ser interpretado en la modernidad. La nueva hermenéutica no debería ser una ruptura, sino una profundización en la Tradición del kerigma. La "teología de la kénosis" como "teología de la ciencia" o teología nacida de la antropología filosófica del hombre moderno, como veremos, será el principal hilo conductor que unirá el paradigma moderno con la Tradición. Es lo que se expondrá en el cuarto paso (epígrafe 5 de este capítulo).


El paradigma de la modernidad. La antropología filosófica moderna, que asume la imagen del hombre en la ciencia y la prolonga con mayor profundidad existencial, es el punto de partida para emprender el itinerario que nos lleva a formular el paradigma de la modernidad que profundiza el kerigma cristiano desde la raíz de la misma tradición teológica cristiana. Pero, en definitiva, ¿qué es el "paradigma de la modernidad"? La respuesta se argumenta en las páginas que siguen. Sin embargo, tracemos sus perfiles más básicos para tener ya una idea anticipada que nos alumbre algo sobre el resultado del análisis que aquí emprendemos. Digamos que el universo, la vida y el hombre real creado por Dios son un sistema dinámico, evolutivo y abierto que deja al hombre natural emplazado a emprender creativa y libremente su vida. Dios no ha creado un mundo para ser "obedecido", sino para ser cocreado. El hombre, iluminado por la razón, debe configurar con libertad el sentido de su existencia y por ello ha sido "creado" por la ley natural "cocreador creado" (según la acertada frase de Philip Heffner). De ahí, que el Dios de la creación es el Dios que constituye y hace la libertad humana posible, hasta el punto de que el hombre debe configurar creativamente el "sentido metafísico último de su existencia". Pues bien, el Dios revelado en el cristianismo, como explicaremos, es también el Dios que revela su eterno designio trinitario para la creación del mundo y para establecer las condiciones de la libertad en la historia. El Dios revelado en Cristo es el Dios de la libertad revelado en la creación. Por ello, el paradigma de la modernidad armoniza la racionalidad natural del enigmático mundo de la Era de la Ciencia con la revelación del logos de un Dios que crea la libertad por la kénosis de su presencia en el mundo. La kénosis de Dios en la creación se ilumina al constatar, en la modernidad, que ha sido creado un universo borroso, enigmático y mistérico, que hace posible la negación de Dios y el pecado. El paradigma de la modernidad, en definitiva, nos hace pasar de una hermenéutica antigua del cristianismo fundada en la patencia teocéntrica, religiocéntrica y teocrática a otra hermenéutica fundada en la teología de la kénosis y de la libertad creativa. Debemos explicarlo en este capítulo.



2. La antropología filosófica: el hombre abierto al kerigma cristiano


Comencemos, pues, por el primer paso. ¿Puede el hombre moderno abrirse con armonía a la aceptación del kerigma cristiano? En todo caso, si es que puede abrirse, deberá hacerlo desde dentro de la racionalidad moderna, desde la Era de la Ciencia. Sin embargo, ¿quién es el hombre moderno real? ¿Cómo emprende la realización de su propia vida? ¿Hacia dónde la orienta? ¿Qué intereses y motivaciones le guían? ¿Qué papel juega la razón moderna en el diseño de su existencia? ¿Cómo diseña el "sentido de su vida"? ¿Con qué preguntas, incógnitas y enigmas debe enfrentarse y ante qué opciones posibles debe decidir su voluntad libre? ¿Qué puede conocer y qué le cabe esperar como individuo inserto en la historia natural y humana? Estas y otras preguntas deben responderse en el marco de una disciplina conocida como antropología filosófica: el estudio de la condición humana desde el enfoque de la filosofía que debe orientar su opción personal por un "sentido de la vida". Ya hemos hablado (capítulo IV) del conocimiento que, en la ciencia, se adquiere acerca del universo, de la vida y del hombre. Pero no hemos hablado todavía de los problemas existenciales de la antropología filosófica en la Era de la Ciencia.


La cuestión de fondo que planteamos está definida: si esa nueva armonía buscada entre razón y kerigma existe, solo puede ser argumentada tras la reconstrucción de la antropología filosófica del hombre moderno en la Era de la Ciencia.



2.1. El hombre real en la dinámica evolutiva de la vida


¿Quién es el hombre? ¿Qué parámetros de la racionalidad moderna están en la base determinante de su opción filosófica por un sentido de la vida? Para una reconstrucción actual de la antropología filosófica debemos partir de la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia. En ella debe hoy fundarse la idea del cuestionamiento filosófico último con que el hombre debe responder a su necesidad racio-emotiva de configurar su "sentido de la vida".


La cultura moderna -como también fue en otras culturas- sitúa al hombre en la conciencia de que su existencia humana debe ser filosófica. Le abre, pues, a una dimensión filosófica. El hombre -bien sea intelectual, bien sea un hombre ordinario imbuido intuitivamente de la cultura moderna-se sabe hoy emergido en el universo físico y en el proceso de la vida. A él ha llegado la imagen del hombre (y por tanto de sí mismo) en la Era de la Ciencia. Desde ella, la lógica de su razón emocional le lleva inevitablemente a cuestionar el "sentido de la vida" y esto le introduce en el ámbito de las últimas preguntas filosóficas. Así es como su existencia se hace existencia filosófica o metafísica (estudiada en la antropología filosófica). Las opciones teístas, ateístas o agnósticas (ver capítulo IV), que el hombre asume no se configuran solo por argumentos científicos sino en función de la experiencia integral de la vida y del discurso humano sobre el sentido de la vida construido en el marco de la cultura.


El hombre, pues, delibera y construye su metafísica para dar sentido último a su vida partiendo de la imagen de sí mismo que le ofrece la ciencia, tal como se halla presente, al menos, en la cultura de masas. Por ello, el hombre se sabe emergido desde las raíces del universo y sabe que su vida depende de la razón emocional nacida de su condición natural. Es consciente de que su condición natural le abre al impulso evolutivo hacia la vida que apunta a un ideal que, sin embargo, no puede naturalmente alcanzarse y le sume en la trágica experiencia existencial de indigencia. Desde el drama de la indigencia queda finalmente abierto a la angustia por el enigma metafísico último del universo. El hombre entiende que sentirse ante el drama y ante el enigma es consecuencia inevitable de la condición de hombre en el mundo, tal como es entendida en la cultura de la modernidad en la Era de la Ciencia.


Emergencia desde las raíces materiales del universo. El hombre intuye que pertenece a las raíces materiales del universo. La ciencia moderna ha ofrecido en la actualidad una imagen convincente de los orígenes del hombre en el conjunto evolutivo del universo y de la vida. Sabemos que todo ha salido del universo evolutivo y de la realidad física que lo constituye (que llamamos "materia", aun sin saber definitivamente qué es). Sin embargo, se postula que la materia debe poseer una ontología capaz de producir la emergencia del "sentir" primigenio (sentisciencia) que, tras la complejidad evolutiva, se convierte en sensibilidad-conciencia presente en el mundo viviente superior. La vida es así resultado de la coordinación entre el mecanicismo producido por una materia fermiónica que ofrece consistencia, estabilidad y fiabilidad a nuestros cuerpos, y la presencia de ámbitos o estructuras físicas reales en que aparecen fenómenos cuánticos (como son la coherencia, superposición, indeterminación y no-localidad) que explican la campalidad y la flexibilidad indeterminada de la vida (que llega a su máxima manifestación en la libertad producida en la psique humana). Este conocimiento científico general, impreciso, forma parte ya de la autoimagen del hombre moderno. No solo en los "científicos", porque a todos llega por las intuiciones difundidas por la cultura de masas. El hombre moderno se sabe intuitivamente "mundo" y su destino va unido al destino del universo. Esta es la base sobre la que se construirá el discurso filosófico sobre su vida.


La vida desde la razón emocional. El hombre moderno sabe también que debe construir su vida desde la razón emocional. La ciencia establece hoy hipótesis para explicar cómo el proceso evolutivo del mundo físico produjo la vida, la psique animal y la mente humana con sus características específicas de carácter racio-emocional. La combinación de procesos clásico-cuánticos en el cerebro animal fue el "soporte físico-biológico" de la actividad psíquica sensitiva, perceptiva, cognitiva, emocional... que produjo ya en la psique animal procesos naturales de representación, categorización y abstracción. En continuidad con la función adaptativa del psiquismo animal emergieron la razón y la emoción propias de la menee humana. Para explicarlo hay hipótesis verosímiles convincentes: una de ellas, dentro de la teoría emergentista fundada en la evolución de las redes neurales, es la teoría de la hiperformalización. La hiperformalización neural en el hombre le habría permitido sentir los objetos como "realidades" construidas como "estructuras". La razón habría emergido como el proceso de construcción de representaciones de la realidad como estructura: el análisis y síntesis de una idea estructural de los objetos y contextos reales habría llevado a la razón del hombre a preguntarse por la explicación profunda de las cosas, entrando en la dimensión científica y filosófica de "lo último". El tránsito humano hacia un mundo real contemplado desde la razón en la cultura moderna, produjo también la emergencia de una nueva estructura racio-emocional. El hombre moderno ordinario, aun sin ponderar los detalles que fundan la imagen científica del hombre, sabe que forma parte del universo y es resultado de la historia natural. Entiende que la naturaleza le ha dotado de razón y emociones existenciales (razón emocional) y que desde esa ontología humana debe abordar el proyecto de su vida. Siente que debe dilucidar el sentido de su vida por el ejercicio de su razón emocional. El hombre está instalado en la conciencia racio-emocional de ser parte de la naturaleza y de tener que resolver su vida por la razón emocional.


El ideal racio-emocional de la vida. El hombre sabe que, por la razón emocional, la historia humana ha construido un ideal de fa vida. La ciencia explica cómo la evolución de la vida ha nacido del proceso en que los organismos han comenzado a sentir su propio cuerpo. La "emoción sensible de vivir" evolucionó hasta el momento crucial en que los organismos sintieron tanto la unidad de su cuerpo como la unidad holística de las respuestas del cuerpo a los estímulos del medio. En esta coordinación sensación-respuesta comenzó la emergencia del "sujeto psíquico". En el hombre, la conciencia de la sensación de ser "sujeto psíquico" se fundó en lo peculiar de su estado psíquico racio-emotivo. El hombre es consciente de la condición de sujeto que impulsa acciones fundadas en representaciones de la razón sobre los objetos y los contextos reales. El hombre sabe que sus acciones brotan de "representaciones del mundo" que responden de sus actos. Igualmente la "emoción animal de vivir" se convierte en la "emoción humana de vivir". En ella, se siente la emoción de vivir en conformidad con la representación racional que el hombre tiene de sí mismo. El hombre siente el dramatismo de vivir desde la responsabilidad de las construcciones racionales creadas en su mente. En la mayoría de los hombres -y mucho más en los hombres primitivos-se trata de una racionalidad intuitiva que, no por ello, deja de ser humana (la filosofía y la ciencia son un producto tardío de la historia). Al abrirse el hombre a la vida, en continuidad con el instinto animal a vivir, se orienta a un ideal racio-emocional al que por naturaleza se siente impulsado. Es el ideal racio-emocional de la vida que expresa el objetivo final del impulso vital. El proceso de autorrealización por la razón tiende ante todo a "vivir". Vivir plenamente, sin restricciones; no es en absoluto natural establecer restricciones a la vida. En la especie humana el impulso es a vivir "bajo el dictamen de la razón": es la expectativa de que la razón ilumine cómo puede llegarse a la plenitud de la vida; dónde y cómo puede hallarse la plena realización de la vida.


La facticidad de la existencia posible: la indigencia humana. Sin embargo, frente al ideal racio-emocionalmente concebido a impulsos de la vida, el hombre sabe que se impone lo que constituye la facticidad de la existencia: lo que de hecho constituye la existencia real y aquello a lo que con realismo podría aspirar en el mundo moderno. Son dos circunstancias objetivas: lo que es de facto la existencia real y lo que puede concebirse como posibilidad real. Además de esta facticidad, como decíamos, el hombre concibe en su mente por sus facultades imaginativas una aspiración ideal al deseo del cumplimiento de un horizonte pleno de existencia (en último término lograr la plenitud de la vida). Entre el ideal y la facticidad se abre un inmenso desajuste que es entendido por el hombre como "indigencia". El hombre es indigente porque de hecho está muy alejado de su ideal y porque incluso es muy difícil (o estructuralmente imposible) pensar que el ideal pudiera ser realizable. Indigencia significa que el impulso ideal hacia la vida no puede hacerse realidad. La expresión máxima y final de la indigencia es la muerte. El hombre sabe que la muerte está programada para todo lo viviente. Es facticidad pura que se acepta, pero que rompe el impulso ideal que, por sí mismo, no debería poner limitación alguna a la aspiración por la vida. El hombre mira así su existencia con melancolía y frustración. Todo hombre entiende intuitivamente que la vida real que describe la modernidad, desde la madurez de la Era de la Ciencia, sigue sin ser "el paraíso": no puede dejar de ser inevitablemente un drama existencial.


La pérdida de sí mismo en lo inmediato y la existencia inauténtica. Aunque el curso inevitable de la existencia humana lleva a la conciencia dramática de la indigencia, como experiencia existencial previa que dispone al hombre a construir el "sentido de su vida" en una perspectiva metafísica última, sin embargo, este proceso existencial puede retrasarse. El hombre queda entonces "enredado" en afrontar la vivencia de lo inmediato, pierde una percepción realista del alcance de su condición de hombre y se pierde a sí mismo en una existencia inauténtica. Por ello, el asumir en profundidad la existencia auténtica puede permanecer mucho tiempo olvidado, o en estado de latencia, sin manifestarse en toda su fuerza. Basta dirigir la mirada a la sociedad actual para entender qué queremos decir. En apariencia la mayor parte de las personas están absorbidas en atender a lo inmediato: bien sea responder a las inquietudes inmediatas de sobrevivir por el trabajo, bien sea a las relaciones interpersonales inmediatas o a la simple absorción existencial por las distracciones, lúdicas y estéticas, y el disfrute de posibilidades que la modernidad ofrece actualmente a todos en cantidades considerables. Pensemos en la forma de vida de muchos jóvenes, centrados solo en la ilusión por construir su vida futura, las relaciones interpersonales, el disfrute de cuanto les ofrece en abundancia la opulenta sociedad moderna como distracción y entretenimiento, lúdico o estético. Viven encerrados en una "burbuja ilusoria o mágica" de realidad-irreal que se han construido y en la que se han sumergido. Este vivir ilusorio, infantil, encerrados en una "ficción de realidad" puede extenderse en largos períodos de la vida. Es un vivir inauténtico, alienado: alejado de lo que verdadera y fácticamente es la realidad de la vida humana en el mundo. Alienarse es vivir fuera de la propia autenticidad humana. Es no vivir la realidad, sino una "vida soñada", vivir en un ensueño de sí mismos como si ilusoriamente no tuviera fin. Como diría Freud es vivir no conforme al principio de realidad sino al principio del placer (en función de una ilusoria ficción de realidad). Hasta tal punto que se reacciona con agresividad ante todo aquello que pueda denunciarles que su vida es un "sueño" y que pueda despertarles para volver a la realidad. Pues bien, aquí no ignoramos que la existencia "soñada" es lo habitual para mucha gente durante largas etapas de la existencia. Lo que exactamente queremos decir es que, inexorablemente, la facticidad de la vida humana en el universo acaba siempre por imponer en todos los hombres, en algún momento de su vida, temprano o tardío, un brusco despertar a la percepción de lo que realmente es la vida. Es entonces cuando se percibe el contraste entre el ideal y la facticidad, es decir, la percepción de la indigencia humana que alcanza a todos. Es una percepción perfectamente congruente con la imagen del universo en la Era de la Ciencia: la ciencia no ha eliminado la condición indigente y creerlo es vivir en la "burbuja ilusoria de realidad" a que nos hemos referido. También el impulso resultante a construir un "sentido de la vida" está condicionado por la imagen del universo en la modernidad: un universo borroso y enigmático que intuimos por la presencia de la ciencia en la cultura de masas y que nos obliga al compromiso personal en la construcción de un "sentido metafísico último".


La configuración racio-emocional del sentido de la vida. Asumiendo, pues, tanto el impulso ideal a la vida como la facticidad de la indigencia, el hombre acaba siempre comprometiéndose personalmente en concebir un "sentido de la vida" diseñado por la razón en el que se asume la emoción de vivir asentada en los instintos animales hereditarios. "Sentido" es, pues, la acción humana integrada tanto en la verdad inmediata como en la verdad final, metafísica, del universo real; obrar "sin sentido" es hacerlo sin congruencia con la realidad a que el hombre pertenece. El hombre es auténtico -fiel a sí mismo-al obrar con "sentido". El "sentido" le impulsa a tomar una posición tanto ante el drama de la vida (por el dominio en comunión con los otros hombres) como ante el enigma final (por las opciones metafísicas últimas). La razón emocional cuida de que el hombre sea auténtico y viva con sentido en lo real; cuando no lo hace, la razón emocional se convierte en "carga" que pesa en la conciencia moral denunciando la existencia inauténtica. La conciencia moral es siempre una carga molesta para aquellos que viven alienados en su "burbuja de realidad" y temen que algo les despierte para hacerles volver a la realidad. De ahí que la llamada a la autenticidad mueva por ello al hombre a construir -fundado en una razón "realista", no ilusoria-un "sistema personal de sentido" en interacción con los "sistemas culturales de sentido" presentes en la sociedad (capítulo I).


El ámbito de la configuración creativa de la existencia. El hombre inauténtico, perdido en la pura experiencia de lo inmediato, se apoya siempre en la sociedad que le ofrece posibilidades y "modelos de vida inauténtica", "burbujas de realidad" para ser soñadas de muy diversas maneras. Pero, cuando despierta del sueño de la inautenticidad, para construir su "sistema de sentidos", el hombre depende también de un ámbito externo (físico, social y cultural) lleno de posibilidades que le obligan a elegir. La cultura que hoy ofrece el marco en que debe afrontarse la búsqueda de sentido es la cultura de la modernidad. La Era de la Ciencia ha supuesto, entre otras cosas, la conciencia de que el universo es enigmático y de que las acciones humanas están abiertas a ámbitos de posibilidad que imponen al hombre la necesidad de configurar creativamente su existencia. Pasa esto en la configuración de los sentidos inmediatos de la vida, pero, sobre todo, en las decisiones que afectan a los sentidos metafísicos últimos. La Era de la Ciencia ha hecho al hombre consciente del enigma último de una realidad que pudiera ser Dios, pero que pudiera ser también puro mundo sin Dios. En todo caso, la dinámica evolutiva que enraíza al hombre en el universo físico le abre como razón emocional a configurar creativamente su vida en el marco de lo filosófico. En la modernidad ha seguido el hombre en la conciencia de que su existencia es doblemente un drama: por el dramatismo mismo de la indigencia y por el hecho de que el enigma del universo le cierra el camino a entender con certeza qué se puede esperar en el futuro por venir.



2.2. La pregunta del hombre por el "sentido" en la filosofía existencialista


Por tanto, la constitución natural del hombre aboca a la razón emocional a plantearse el problema del "sentido de la vida" en relación con el enigma último del universo. Sin embargo, en la Era de la Ciencia, las preguntas filosóficas no pueden prescindir de los resultados de la razón científica. La razón filosófica que busca el sentido en la Era de la Ciencia hace así acto de presencia en la vida humana. Es lo que constatamos en la historia de la cultura.


Dos grandes filósofos existencialistas alemanes, Jaspers y Heidegger, han hecho una analítica de la existencia humana, constatando cómo todo converge en abocar la vida humana a las preguntas filosóficas. Ni Jaspers ni Heidegger ignoran que el hombre puede perderse en la existencia inauténtica, tal como de hecho sucede masivamente en la sociedad moderna. Pero describen cómo los hombres acaban inexorablemente abocados a plantearse la inquietud esencial por el "sentido de la vida". En el análisis de Jaspers se trata de la apertura existencial al enigma de la Cifra y a la necesaria fe filosófica. En Heidegger la pregunta por el sentido del Ser es el hilo conductor que deja la existencia implantada ante el enigma final de lo último. El recuerdo sumario de ambas analíticas existenciales -con las que identificamos nuestro punto de vista- puede servirnos para enmarcar inicialmente la forma en que el ser humano queda, por la lógica de su existencia en la modernidad, abocado a configurar su "sentido" frente al enigma metafísico de la realidad. Notemos que en estas antropologías filosóficas, bajo la influencia de la oscuridad última del universo en la Era de la Ciencia, el hombre que busca su "sentido" debe decidirlo ante la experiencia de una realidad enigmática y mistérica (la que, en el fondo, describe la ciencia). Jaspers y Heidegger, en pleno siglo XX, ya no viven en una cultura de patencias (como era la cultura antigua), sino que están inmersos en una época en que todos están bajo la influencia de la imagen del hombre en la ciencia y la apertura al cosmos enigmático que esta nos describe. Jaspers y Heidegger son filósofos de la modernidad. En el fondo, su analítica existencial refleja, a nuestro entender, la experiencia del hombre moderno en la Era de la Ciencia y es una consecuencia de ella.



2.2.1. La "Cifra" y la fe filosófica en Karl Jaspers


El rechazo vitalista de la razón. El existencialismo de Jaspers, al que igual Heidegger, presenta unos caracteres distintos del vitalismo de Nietzsche o del existencialismo de Sartre. Estos dos últimos, en efecto, tienen en el fondo también una búsqueda del sentido de la existencia, pero parten de una experiencia radical de nihilismo: se desentienden de todo, de la sociedad y de la cultura, denunciándolo todo como una farsa. Parten de un rechazo radical de la razón. El vitalismo del siglo XIX había reivindicado ya la vuelta al puro impulso de la vida animal y consideraban que la introducción de la razón en la historia humana había sido el germen de la angustia y de la desdicha (Ludwig Klages, la "razón" como contradictora del "alma animal"). En alguna manera, sin embargo, los vitalistas logran construir una teoría voluntarista de la acción: aferrarse a toda costa a la experiencia de la vida (vitalismo) o al ejercicio de la libertad (existencialismo sartriano), de una forma incondicionada, totalmente autocreativa. El "sentido" radica en dejarse llevar por el impulso de la vida animal, sin atender a los falsos constructos de la razón.


El existencialismo alemán. Frente a esto, Jaspers y Heidegger no son nihilistas. Tratan de estudiar cómo vive el hombre su vida y cómo trata de encontrar para ella un "sentido". Son, eso sí, extremadamente pesimistas y muestran la enorme dificultad de encontrar el sentido: pero no acaban en el nihilismo, no acaban diciendo que todo es perversión y que solo cabe la huida por la pura afirmación animal voluntarista de un yo vital incondicionado, como en Sartre o en Nietzsche. En el fondo, tanto uno como otro, Jaspers y Heidegger, después de su análisis de la existencia, dejan al hombre situado en una compleja coyuntura enigmática en que todavía cabe la posibilidad quizá de encontrar un sentido vinculado al universo y a la dinámica general de un Ser objetivo. En último término, tanto el modelo de Jaspers como el de Heidegger nos sirven como aproximación para entender la situación de muchos seres humanos que, en el interior de la sociedad y la cultura de la Era de la Ciencia, viven el desconcierto, la perplejidad, la angustia, de carecer de un modelo de sentido que, sin embargo, buscan, añoran traumáticamente, y no dejan quizá de considerar en el fondo posible. Son seres humanos que se ven huérfanos de sentido, que lo viven con angustia, que todavía no han tirado la toalla entregándose bien a una depresión final, bien a un voluntarismo nietzscheano o sartriano entregado a la pura vida animal, creyendo entre sombras y oscuridad que todavía puede existir un sentido en el universo y que este sentido puede ser encontrado y seguido.


Karl Jaspers: en la frontera entre medicina y filosofía. Jaspers nace en 1883 en Oldenburg, estudia medicina y se especializa en psiquiatría, publicando en 1913 su extenso tratado Psicopatología General, traducido al castellano, que fue durante muchos años uno de los principales manuales de formación psiquiátrica para los médicos de toda Europa. Es explicable que la reflexión sobre las dramáticas anomalías de la mente humana le hiciera pasar pronto a una reflexión filosófica donde encontrar quizá las raíces existenciales de los trastornos. El hecho es que acabó pasándose plenamente a la filosofía. Primero fue profesor en Heidelberg y, tras la llegada de los nazis al poder, se instaló en Basilea (Suiza). Suelen distinguirse tres etapas en su pensamiento. La primera es de maduración y preparación. Publica Psicología de las cosmovisiones (1919) y El ambiente espiritual de nuestro tiempo (1931). La segunda etapa es la de madurez y en ella publica las obras que contienen los grandes temas de su antropología filosófica existencialista. Publica Filosofía en tres volúmenes (1932), Razón y Existencia (1935), Filosofía existentiva (1938), La Fe filosófica (1946), Origen y meta de la historia (1949). En la tercera etapa complementó su pensamiento dialogando con otros autores en obras sobre Nietzsche y otros filósofos, así como con obras de recapitulación y memorias personales.



2.2.1.1. Origen y sentido del pensamiento de Jaspers


Jaspers ha calificado el punto de vista de su análisis como "existentivo". Nos dice que el hombre, como los animales, está-ahí simplemente en el mundo; simplemente vivir, con la actividad necesaria para ello, es hacer lo mismo que hacen los animales. Sin embargo, dice Jaspers, el hombre se diferencia del animal porque pretende "existir": es decir, se esfuerza para actuar de tal manera que llegue a ser él mismo. Este tratar de hacerse a sí mismo, desde la pregunta y el esfuerzo problemático, es lo que llamamos existencia. El hombre es hombre porque existe, no solamente porque vive de forma animal. Solo a través de la existencia llega el hombre a ser él mismo. Pues bien, Jaspers entiende por "análisis existentivo" estudiar a través de qué experiencias y procesos llega el hombre a ser él mismo, cómo llega a alcanzar su propia autorrealización.


Jaspers ha dado desde sus orígenes un tono psiquiátrico y terapéutico a sus análisis antropológicos. Constata las angustias, oscuridades, frustraciones profundas que acompañan la vida humana; no cabe duda de que todo ello se constata terminalmente en el dramático escenario de las anormalidades psíquicas. El existencialismo de Jaspers se construye desde una conciencia nítida de estar en la Era de la Ciencia. Reflexiona sobre el mundo moderno, sobre el advenimiento de la sociedad opulenta y la tecnología, pero denuncia el más fundamental de los peligros: la persistencia de la frustración del hombre corno individuo y de las apetencias sociales en conjunto (recordemos su reflexión sobre el drama del nazismo y la guerra, así como la aparición del peligro nuclear). Jaspers estudia también qué papel juega la masa y cómo el individuo acaba absorbido por ella y reducido al anonimato, a una vida impersonal, mecánica y sin sentido. La masa hace de los hombres indefensas hormigas; vacían su personalidad y acaban perdidos en el anonimato. El esfuerzo de Jaspers se encamina a ayudar a los seres humanos a salir del simple vegetar del hombre-masa para encaminarse a una existencia auténtica, donde sea dueño de su destino y donde se proponga el ideal de llegar a ser él mismo.



2.2.1.2. Las cuatro dimensiones del ser humano


En su obra fundamental Philosophia trata Jaspers de responder la pregunta cómo llega el hombre a encontrarse a sí mismo y a emprender el camino de la propia autorrealización auténtica. Para responder procede a un análisis de la existencia humana y muestra que en ella se dan cuatro etapas o momentos que, al integrarse unos en otros, conducen poco a poco a que el hombre sea auténticamente él mismo. Estas etapas constituyen como cuatro dimensiones del ser del hombre: ser-ahí, conciencia, espíritu y existencia.


Ser-ahí (Dasein). Es la posición básica del hombre en el mundo como parte del universo físico y biológico. No es un estar estático, sino dinámico. Forma parte de la dinámica físico-biológica del mundo. Es un modo de estar que se comparte con los animales. Se produce una acción arrastrada por la dinámica externa y determinante de los acontecimientos. Es un vivir, digamos, en cadena, irreflexivo, donde el hombre es incapaz de hacer un análisis reflexivo de qué es lo que ocurre y por qué ocurre. El hombre perdido en la masa, anónimo e impersonalizado, no habría superado el estadio de verse perdido en el ser-ahí. Conciencia (Bewusstsein). La conciencia coloca al hombre en un nivel superior sobre el estadio del puro estar-ahí y lo pone en camino de llegar a ser hombre. Por la conciencia el hombre construye un conocimiento reflexivo sobre sí mismo y sobre el mundo, de los acontecimientos que rodean su estar-ahí. Por la conciencia se construye el mundo de la ciencia, del conocimiento objetivo. La razón objetiva, científica, pertenecería, en definitiva, a este estadio del desarrollo humano. Espíritu (Geist). Este estadio es una consecuencia natural del anterior: el ejercicio de la razón objetiva, inmediata, conduce al hombre a ejercer la razón para preguntarse por el conocimiento de las últimas totalidades. Se pregunta entonces por el mundo como totalidad, por el hombre en su profundidad última y por lo transcendente, en cuyo marco aparece la problemática acerca de Dios Jaspers usa la clásica distinción kantiana entre la razón inmediata, Verstand o entendimiento, y la razón última, Vemunft o razón). Existencia (Existenz). La existencia es la dimensión final en que el hombre se autoposee plenamente y se autorrealiza personalmente. Esta etapa está orientada y posibilitada por la reflexión de la razón inmediata en la conciencia y de la razón última en el espíritu, pero no se reduce a una posición racional. Es un compromiso y vivencia personal que hace que el hombre en el ejercicio de su libertad opte por dotar a su vida de un sentido. En la existencia el hombre dota a su vida de un sentido transcendente, es decir, referido a la ultimidad transcendente del mundo. Pero transcendente no significa en Jaspers que sea religioso; puede serlo, pero no necesariamente. En la existencia el hombre sabe que la realidad entrega su propio ser en sus manos y por ello se asume por decisión propia consciente un sentido vital transcendente (confrontado con la transcendencia, sea o no religioso).



2.2.1.3. Las situaciones-límite y el fracaso existencial (naufragio)


En el proceso que conduce al ser humano a tomarse en serio su propia existencia y a ponerle en condiciones de dotar a su vida de un sentido auténtico, juegan un papel esencial lo que Jaspers llama experiencias-límite. Las situaciones-límite (Grenzsituationen) se constatan en el análisis existencial y son estados que aparecen necesariamente en toda existencia, en algún momento de la vida, y obligan a tomar decisiones últimas: es decir, a existir en plenitud humana comprometiéndose en una toma de posición en los sentidos últimos y transcendentes de la vida. Las situaciones-límite se configuran en el marco de la existencia inmediata del hombre en el ser-ahí. Afectan al hombre en los estadios en que se pregunta por el ser-ahí, por la conciencia y en que ya está introducido incluso en el análisis racional último por el espíritu. Sin embargo, es un hombre en que todavía no se ha construido la forma final de vida que llamamos en sentido jasperiano existencia auténtica. Como situaciones-límite nos habla Jaspers especialmente de la muerte, del dolor bien sea físico o psíquico, de la lucha y de la culpa. En estas situaciones es cuando el hombre advierte con toda claridad hasta dónde llega el límite de posibilidades del ser-ahí; llega a la frontera de su ser intramundano y queda colocado ante la nada. Entiende lo que puede dar de sí la vida en el mundo. Entiende que es imposible la plenitud y su experiencia vital acaba en el naufragio (das Scheitem). Es lo que Jaspers llama el fracaso existencial o vital. En este estado, nos dice Jaspers, es cuando el hombre entiende la urgencia de construir un sentido de la vida que posibilite su existencia auténtica y que, en una referencia a lo transcendente, pueda quizá salvarle del fracaso final.



2.2.1.4. La Cifra y la Fe Filosófica


Las situaciones-límite imponen entender que lo inmediato acaba en fracaso existencial. ¿Existe alguna posibilidad de que lo transcendente, aquello que desborda lo inmediato y se refiere a los contenidos últimos de lo real y del sentido de la vida, pueda dotar a nuestra existencia de plenitud? Lo último, lo transcendente, dice Jaspers que es Cifra (Chiffre): un enigma. Este enigma último no puede ser dilucidado ni por la ciencia objetiva ni por la racionalidad filosófica última. Por ello el modo de entender la naturaleza de lo transcendente en el "enigma de la Cifra" depende, según Jaspers, de una actitud que llama Fe-Filosófica. Tomar una posición ante lo transcendente, lo último, no puede hacerse sin un compromiso vital, de carácter personal y libre, que responde a una fe, una creencia comprometida. Por no tratarse necesariamente de una fe o creencia religiosa, y para distinguirse de ella, nos habla Jaspers de una Fe-Filosófica. En el fondo viene a decirnos que no se puede dotar a la vida de un sentido último referido a lo transcendente sin tener fe: el sentido último referido a lo transcendente es siempre una fe, en un sentido u otro, bien se sea religioso o no. La Cifra es ambigua y el hombre puede interpretarla mundanamente, sin Dios. Pero, al hacerlo, podrá entender quizá el sentido último de la vida mundana, los compromisos éticos y morales que dotan a la vida de un sentido y de una categoría superior que la hacen asumible y hermosa. La Cifra puede ser entendida en un sentido religioso que pem1ite también al ser humano comprender que, por encima del fracaso inmediato, es posible pensar en una dimensión transcendente de plenitud. Pero, bien sea en un sentido u otro, el hombre solo puede liberarse del fracaso existencial, y de la sensación de frustración final, si tiene la valentía de comprometerse en un sentido último que supone una toma de posición ante el enigma último, la Cifra, por la Fe-Filosófica. Solo desde ella podrá superar la frustración y hacer una lectura nueva de la vida para dotarla de un sentido, de un valor, que le instale en su sensación de autenticidad y plenitud.



2.2.1.5. La filosofía existentiva de Jaspers como modelo de sentido


Jaspers acaba diciéndonos que el hombre, en la dimensión inmediata de su estar-ahí en la sociedad y en la cultura en la Era de la Ciencia, se conduce inevitablemente a la pérdida de sí mismo en el hombre-masa y en la despersonalización. Pero la verdadera experiencia de fracaso y frustración llega por las situaciones-límite: por la muerte, el dolor, la lucha y la culpa. Pero esta experiencia radical de sin-sentido y de fracaso existencial no se constituye en fundamento de un nihilismo absoluto, como pasa en Nietzsche y en Sartre. El desespero existencial, y la angustia ante la pérdida del sentido, se convierten en Jaspers en otro tipo de voluntarismo que conduce a un refuerzo de la decisión para encontrar el sentido último en el trasfondo de lo transcendente. Por tanto, el modelo existentivo describe un tipo de hombre que, a pesar de la experiencia traumática del sin-sentido y del fracaso, se esfuerza con un enorme voluntarismo por perseverar en la construcción de un sentido que le conduzca a una experiencia de plenitud. Jaspers puede representar, pues, a hombres que desde el desespero no terminan en nihilismo sino en una búsqueda final comprometida hacia un sentido transcendente que acabe haciéndoles sentir que vale la pena vivir por algo y para algo, que existe un posible sentido que puede hacernos vivir plenamente.


El sentido transcendente, por tanto, de que se habla en Jaspers, que debe hallarse en el enigma de la Cifra y por una opción de Fe-Filosófica, puede ser quizá una opción de sentido religioso, pero no necesariamente. Jaspers ha sido interpretado por ciertos autores en sentido religioso. Pero puede ser interpretado también en otros sentidos. El sentido transcendente que confiere plenitud existencial puede encontrarse, por ejemplo, en el marco de ideales socio-políticos que pueden hacer que el individuo se autorrealice en plenitud contribuyendo al destino transcendente de la humanidad. Puede encontrarse en la entrega a los demás y en una sublimación voluntarista del amor. Puede encontrarse en las experiencias estéticas, literarias o artísticas, que pueden llegar a construir marcos de sentido transcendentes que ayuden a muchos individuos a entender que todavía hay algo por lo que merece vivir.


En todo caso, la antropología filosófica de Jaspers describe la situación existencial del hombre en la Era de la Ciencia (capítulo IV). Es la autoexperiencia de un hombre que se sabe parte del mundo natural que, por la razón emocional, debe configurar creativamente un sentido para su existencia. El hombre inmerso en la cultura de la Era de la Ciencia ya no es el hombre teocéntrico del paradigma grecorromano, sino el hombre crítico abierto al enigma, la Cifra enigmática, del sentido último de las cosas. Una imagen enigmática de la realidad, en gran parte hecha posible por la ciencia moderna, que podría ser Dios, pero que podría ser también puro mundo sin Dios.



2.2.2. La pregunta por el sentido del Ser en el existencialismo de Heidegger


La filosofía de Heidegger es muy parecida a la de Jaspers, pero supone una analítica mucho más elaborada y compleja de la existencia, introduciendo conceptos y matizaciones, relacionados con la tradición filosófica clásica, que la hacen difícil de entender. Sin embargo, a grandes rasgos, Heidegger nos describe el mismo itinerario que Jaspers: el itinerario que lleva al hombre-en-el-mundo a descubrir que es un ser-para-la-nada (itinerario que, en alguna manera, encontramos también en Nietzsche y en Sartre); pero también el itinerario que sigue el hombre hasta descubrir que esa experiencia de la nada es el punto de partida para tratar de hallar el verdadero sentido-del-ser-en-el-universo. Por tanto, el existencialismo de Heidegger, como el de Jaspers, no discurre desde la experiencia de la nada al nihilismo nietzscheano o sartriano, sino a una búsqueda renovada y voluntarista del sentido de la existencia en el mundo. Describe, pues, un tipo de hombre distinto del hombre nietzscheano-sartriano.


Martín Heidegger: persona y obra. Heidegger nace en 1889 en Messkirsch, en el estado de Baden, en el sur de Alemania. Estudia filosofía y teología católica, se doctora en filosofía y comienza pronto su carrera de profesor universitario. En 1928 fue llamado como profesor a Friburgo para ocupar la que había sido cátedra de Husserl. En Friburgo aconteció la parte sustancial de su biografía académico-filosófica. Fue rector de la universidad en la época nazi y acusado después de haberse identificado más allá de lo admisible con la política que se promocionaba oficialmente en aquellos años. Esto dio lugar al retiro de Heidegger después de la guerra y a polémicas interminables en torno a su figura. Vamos a prescindir de todo esto para fijarnos estrictamente en el contenido de la analítica existencial que le ha llevado a un cuestionable prestigio como uno de los grandes filósofos de este siglo.


Los estudiosos de su filosofía suelen decirnos que esta nace de dos autores que confluyen con armo1úa: por una parte Husserl que había construido la fenomenología y, por otra parte, Dilthey que, en un marco vitalista, había tratado de construir una hermenéutica de la biografía vital del hombre y de la historia. Heidegger va a seguir una reinterpretación del método fenomenológico para aplicarlo a una hermenéutica de la existencia que dará lugar a su analítica existencial propia. Se suelen distinguir igualmente dos etapas del pensamiento heideggeriano. En primer lugar la etapa existencial o fenomenológica en que la analítica de la existencia conduce a descubrir al hombre como ser-para-la-nada. La obra fundamental de este tiempo es El Ser y el Tiempo (192 7). En segundo lugar la etapa ontológica en que, desde la experiencia de la nada, aborda la pregunta por el sentido del ser. Las obras más características son, entre otras, Sobre 1a cuestión del Ser (1955), La esencia del Fundamento (1957), Identidad y Diferencia (1957).



2.2.2.1. Problema y método


Heidegger ha orientado desde el principio su pensamiento en torno a la pregunta por el sentido del Ser. ¿Qué significa Ser? ¿Cómo ser, existir, auténticamente? Ha relacionado estas preguntas en muchas ocasiones con el análisis de la filosofía presocrática griega. Para él es esta la gran cuestión del pensamiento occidental. Los primeros griegos planteaban la pregunta desde una experiencia profundamente religante: ¿cómo existir para construir la propia vida integrándola con sentido armónico en la marcha del Ser cósmico? La pregunta por el Ser es la pregunta por la actuación armónica en el Ser universal. Pues bien, Heidegger va a entender que el hombre es el lugar en que se nos puede descubrir el sentido del Ser: es el Da-Sein, el ser-ahí, el lugar en que el ser se hace patente y se manifiesta. El hombre es el ente-ontológico porque desvela al Ser. Pero llegar a comprender el Ser no le ha sido dado al hombre como algo hecho, sino como una tarea. La existencia (Existenz) es la acción humana en tensión hacia la construcción de su propio "ser" en el Ser-del-Universo. Por consiguiente, la primera etapa del pensamiento de Heidegger va a consistir, por decirlo así, en seguir la pista de lo que pasa en la existencia humana (analítica existencial por el método fenomenológico) para tratar de encontrar las claves que muestren cómo y por qué llega el hombre a encontrar el sentido del Ser. Como veremos, la analítica existencial es conceptualmente muy precisa y fecunda. Sin embargo, cuando en la etapa ontológica final debía descubrir Heidegger en qué consiste el sentido-del-ser nos perdemos en un pensamiento poético, sugerente y divagatorio en que no aparece ninguna respuesta convincente y clara. Por ello cabría calificar quizá la filosofía existencial de Heidegger como sugerente, pero esencialmente inacabada.



2.2.2.2. Etapa existencial: del Da-Sein a la nada (fenomenología)


En su obra El Ser y el Tiempo presenta Heidegger el análisis existencial básico de su filosofía en una perspectiva fenomenológica. Se trata de una descripción de las experiencias existenciales que son siempre atravesadas por todo hombre. Parte de lo que llama el homo faber: el hombre que, de hecho, se encuentra en el mundo ordenando su actividad por el conocimiento en orden a lograr su propia supervivencia. El homo faber es un hombre activo, esencialmente encaminado a actuar para lograr sobrevivir. ¿Cuáles son, pues, las categorías y estructuras existenciales que se muestran siempre en la existencia mundana de todo hombre a partir de su condición de homo faber?


a) El ser-en-el-mundo


Ser-en-el-mundo es una actividad dinámica de trabajo y acción. La actividad constituye una preocupación sobre el mundo (Besorgen) y sus útiles (instrumentos). A través de esta preocupación descubre a los prójimos, los otros hombres: son como yo y están como yo en el mundo. Por ello existir en el mundo es también esencialmente ser-en-común (Mit-Sein) y el mundo es un co-mundo (Mitwelt). El otro hombre no es "otro" sino un ser-conmigo (Mitdasein). La actividad del hombre para con los otros hombres es para Heidegger solicitud (Fürsorge): pero en ocasiones no es como debiera ser (pasar de largo, confrontación, etc.). El objeto de la unidad de acción entre los hombres es inicialmente algo dirigido a los útiles y a la sobrevivencia óptima en el mundo: la acción en el mundo por los útiles para el beneficio es lo que une a los hombres. Si comparamos el análisis de Heidegger sobre la relación de unos hombres con otros con el análisis de Hegel (o con el sartriano), constatamos bastantes diferencias. Hegel es más pesimista y da al enfrentamiento un carácter más radical, más universal y más determinante para entender el sentido de la historia. Para Hegel el "mutuo reconocimiento" no se produce por error y la historia comienza por enfrentamiento. Pero, en cambio, Heidegger parece pasarlo por alto y no darle tanta importancia. Por otra parte, este análisis de Heidegger no deja de recordar el análisis de Habermas en su teoría del interés, antes aludida.


b) Estructura del ser-en-el-mundo: sus categorías


Sensibilidad (Befindlichkeit). Por la sensibilidad el hombre descubre el mundo en el que fácticamente se encuentra como algo ya irremediable. Ha sido arrojado a él por la existencia, sin ser consultado. Está-ahí, sin saber de dónde viene ni adónde va: no conoce ni el qué ni el para qué. Este sentirse arrojado-a-la-existencia es el sentimiento humano de derelicción originaria (Geworfenheit). El hombre es pura facticidad inevitable, nos dice Heidegger con un fatalismo que recuerda el fatalismo clásico de la tragedia griega.


Comprensión (Verstehen). Es conocimiento que se alcanza poco a poco sobre lo que se puede hacer con la propia vida. Este conocimiento proporciona una apertura al horizonte del poder-ser. Por ello existir-en-el-mundo es proyectar: poner ante sí sus propias posibilidades para construirse a sí mismo en el mundo (Mitwelt) y en la comunidad (Mitmesch). De esta manera todo hombre llega a entenderse a sí mismo como un, dice Heidegger, proyecto yecto: un proyecto surgido, arrojado al mundo de manera fáctica e inevitable.


Caída (Verfallen). Por miedo a su propio proyecto el hombre se echa para atrás y se produce la caída: el hombre es desmontado de su proyecto personal. Por miedo a su propio ser el hombre se esconde y busca refugio en el anonimato impersonal (das Man). Es pasivo y se deja arrastrar por la corriente. El hombre gregario se caracteriza por la curiosidad vacía (para nada) y la charlatanería (hablar que no conduce a nada). De esta manera el hombre cae poco a poco en la existencia inauténtica: el hombre ha caído de sí mismo y se ha perdido en la corriente del mundo y de la sociedad.


e) El cuidado (Sorge)


Estos tres elementos mencionados: estar arrojado en el mundo (derelicción), anticiparse a sí mismo por la comprensión (proyecto) y sentirse perdido en el mundo sin-sentido (caída), constituyen la experiencia existencial que Heidegger llama el cuidado (Sorge). El cuidado es así la forma de estar y existir en el mundo en que el hombre es consciente con preocupación del problematismo global de su propia existencia, arrojada, proyectada y perdida.


El cuidado termina produciendo un sentimiento esencial para todo hombre: la angustia (Angst). Para Heidegger no se entiende la angustia humana sin situarla en una referencia última al factum de la muerte como realidad futura que nos hace problematizar el presente y angustiarnos por él. La angustia ante la muerte es el sentimiento radical de la existencia humana: como un telón de fondo siempre presente, sin que podamos evitarlo. La angustia es el sentimiento humano ante el hecho de que la muerte llega y está sin realizar la tarea de hacerse a sí mismo. La angustia es, pues, en el fondo, saber experiencialmente que no se ha hecho nada con la propia vida, que no se ha realizado el proyecto y la vida se acerca a la muerte estando todavía vacía y sin hacer. La angustia es, pues, la preocupación agobiante ante el propio ser y el poder-ser en el mundo. En la angustia se siente el deslizamiento progresivo del propio ser hacia la nada. El mundo y los otros no tienen nada que ofrecer. El hombre se siente solo, aislado, desarraigado, convertido en un sin-hogar (Das Unzuhause).


La angustia pone así al hombre, nos dice Heidegger, ante la verdad de su más auténtico poder-ser: la realidad de su futuro. Y esta realidad es la muerte como inevitable fin del hombre. Por dio se entiende que la muerte es una manera de ser que el hombre toma sobre sí desde el nacimiento: el Da-Sein es siempre, nos dice Heidegger, un ser-para-la-muerte. La muerte es, pues, la posibilidad próxima más segura para el hombre: es, en consecuencia, la experiencia que debe ser vivida con mayor autenticidad. La muerte es la posibilidad más auténtica del hombre ante la que el hombre debe comprometerse en una existencia final con sentido.


Es interesante también comparar el análisis de la muerte en Nietzsche y en Heidegger. En Nietzsche la tragedia de la muerte juega un papel esencial: pero se tapa los ojos ante ella y la olvida, dejándose llevar por un alocado y orgiástico voluntarismo dionisíaco hacia la experiencia de la pura vida. Heidegger, en cambio, asume reflexivamente el hecho de la muerte y se pregunta cómo puede hallar el hombre la "existencia auténtica" al confrontarse crudamente con él.


d) La conciencia y la decisión


Conciencia, culpa, muerte. El hombre se encuentra, pues, ante la angustia por la propia vida que es la angustia ante la muerte que sancionará finalmente su vaciedad. Pueden presentarse entonces diversas actitudes. El hombre puede huir de la angustia ante la muerte que se le impone: por ello intenta seguir perdido en el mundo, arrastrado por la masa en el anonimato (das Man). Es una actitud evasiva. Pero la conciencia (Gewissen) produce constantemente en el hombre una llamada (Ruf). Es una llamada que sale del hombre y cae sobre el propio hombre. Su resultado es producir la conciencia de culpa (Schuld) por la responsabilidad de seguir instalado en una existencia sin-sentido.


La respuesta del Da-Sein humano ante la conciencia de culpa puede ser reconocer la propia culpabilidad: es decir, la responsabilidad de la existencia inauténtica persistente de haber vivido en el anonimato gregario del Man (la masa). Este reconocimiento pone por fin al hombre en condiciones de tomar una decisión existencial decisiva (Entscheidung): orientar el sentido de la vida desde la conciencia de la posibilidad más real y auténtica, la del ser-para-la-muerte. Así, para Heidegger, la existencia auténtica es la interiorización humana de la libertad para morir sin temor. La existencia será así un correr sin temor hacia la muerte (Vorlaufen zum Tode). La actitud digna que conduce, pues, a pasar de la inautenticidad a la autenticidad es tomar sobre sí heroicamente la propia muerte y emprender resueltamente el camino hacia ella.


La temporalidad. Heidegger acaba haciendo un análisis existencial desde el punto de vista de que el hombre es un ser temporal cuyo sentido de la existencia se va formando a través del curso del tiempo en que se entrelazan las diversas experiencias que le conducirán a alumbrar, poco a poco, finalmente, el sentido de su existencia auténtica. Por ello su obra básica se titula precisamente El Ser y el Tiempo. El estadio de maduración última que le pone en condiciones de construir su existencia auténtica es, como hemos visto, la toma de posición valiente ante la muerte.



2.2.2.3. La etapa ontológica: de la nada al Ser


Decíamos que Heidegger emprende su análisis existencial como camino hacia el descubrimiento de la naturaleza del Ser-en-el-universo, de forma semejante a la inquietud de los primeros filósofos presocráticos griegos. Queda, pues, todavía planteada la pregunta que orienta desde el principio la antropología filosófica de Heidegger: ¿cuál es el sentido del ser-del-universo? ¿Cómo puede el hombre integrarse auténticamente en el ser-del-universo? La respuesta heideggeriana trató de construirse en las obras de su segunda etapa; pero el hecho es que no llegó a configurar una respuesta precisa y fácilmente inteligible. Se mueve en el terreno deslizante de un lenguaje sugerente e impreciso, poético, confuso y divagatorio, que no conduce a ninguna idea clara y precisa.


Quizá la única respuesta definida que podemos recoger es esta: solo cuando el hombre asume su existencia auténtica y huye del anonimato impersonal, aceptando el sentido de la vida al asumir el "ir hacia la muerte SÍI\ temor", se encuentra en condiciones de descubrir el sentido-del-ser-del-universo y de su existencia personal como una integración auténtica en el sentido de ese Ser Universal. Solo, pues, cuando el hombre asume la verdad de su ser-para-la-muerte está en condiciones de llegar a entender el sentido-del- ser-del-universo. Sin embargo, ¿cuál es ese sentido? Heidegger no nos responde con precisión. Todo parece indicar que se trata de algo personal que puede tener variantes; es decir, pueden construirse formas diversas de integración auténtica en el ser del universo. Los amplios y valiosos estudios, en la última etapa de Heidegger, sobre Nietzsche y Hölderlin parecen indagar el camino de estos autores hacia el sentido-del-ser. También caben las interpretaciones religiosas que Heidegger nunca respaldó explícitamente, pero tampoco excluyó. No podemos olvidar que en la última gran entrevista a Heidegger en la revista Der Spiegel, en los años sesenta y poco antes de su muerte, volvió Heidegger sobre el tema religioso y pronunció aquella sentencia que fue tan comentada: nur Gott kan uns noch reten... (solo Dios puede todavía salvarnos...).



2.2.2.4. La analítica de Heidegger como modelo de sentido


Se trata de un modelo de análisis, como hemos visto, muy parecido -y complementario-al de Jaspers. La valoración final que podemos hacer es, por tanto, muy semejante a la de Jaspers. Como en Nietzsche, Sartre y Jaspers encontramos una descripción pesimista sobre lo que el hombre puede encontrar en la sociedad y en la cultura, que acaban conduciendo a la despersonalización y pérdida de sí mismo en el anonimato. Pero el curso de la vida humana lleva inevitablemente al hombre a quedar confrontado con la muerte y a tener que decidir frente a ella el sentido-del-ser. El pesimismo heideggeriano, pues, no conduce al nihilismo nietzscheano o sartriano, sino a una actitud de búsqueda del sentido-del-ser. En todo caso no cabe duda de que sus análisis, como en Jaspers, nos ofrecen un caudal de perspectivas que pueden servir de modelo de referencia para entender la experiencia existencial que atraviesan muchas personas que en la sociedad y en la cultura de la Era de la Ciencia. Heidegger, como Jaspers, no se mueve ya en el paradigma teocéntrico grecorromano. El Ser Cósmico es un enigma intuido existencialmente por entero congruente con el enigma a que nos aboca en la modernidad la imagen del universo en la Era de la Ciencia. Un Ser del Universo que pudiera estar fundado en Dios, pero que pudiera ser también un puro mundo sin Dios.



2.3. El hombre moderno ante el enigma metafísico


El hombre es consciente -con rigor intelectual, científico y filosófico en algunos y de forma más intuitiva en el hombre ordinario-de la racionalidad moderna que se manifiesta en la imagen de lo real en la Era de la Ciencia. Es consciente, además, de los perfiles existenciales de su propia vida. Desde su conciencia de ser parte de un universo dinámico, abierto, creativo... , bajo el influjo de la ciencia, atraviesa las experiencias existenciales pormenorizadas en la analítica de Jaspers o Heidegger. Su apertura enigmática a la pregunta por el "sentido del Ser", al misterio de la Cifra jasperiana, le obliga a adentrarse en la inevitable "fe filosófica" en una Divinidad fundan te o en un puro mundo sin Dios. Sin embargo, la apertura del hombre de nuestro tiempo a lo metafísico debe analizarse con una mayor precisión antropológica. Su manera de quedar abierto al enigma metafísico, por su condición natural en la Era de la Ciencia, es el presupuesto para juzgar la racionalidad y el sentido del kerigma cristiano. Notemos que el presupuesto es la influencia de la Era de la Ciencia en la configuración de la idea que el hombre actual tiene de sí mismo. Pero a partir de esta idea construye el hombre un discurso que va más allá de lo científico y constituye lo que antes hemos llamado antropología filosófica.


Pero la analítica existencial de Jaspers y Heidegger -aun siendo en tantos sentidos pertinente-no agota los matices del discurso natural ante el enigma de lo metafísico. En lo que sigue prolongamos el análisis existencial construido por la razón emocional humana ante la pregunta por el sentido del Ser y el enigma de la Cifra para discernir hacia dónde puede inclinarse la "fe filosófica" que el hombre necesariamente, en una u otra dirección, debe asumir. La razón natural realiza un análisis -que podríamos llamar "dialéctico" por estar constituido por sucesivas afirmaciones y negaciones-de la afirmación de Dios frente a la pura mundanidad sin Dios y de esta frente a la posibilidad de Dios.



2.3.1. La existencia en la Era de la Ciencia


Dos posibles hipótesis de coherencia metafísica. La característica esencial del hombre moderno en la Era de la Ciencia, en contraposición al teocentrismo del paradigma grecorromano, es la conciencia de que nos hallamos de hecho dentro de un universo enigmático que deja abiertas dos posibles hipótesis de coherencia metafísica última. Lo único que se impone es el "enigma", ya que no es posible saber con certeza si el sistema-de-la-realidad-en-su-conjunto es, en su ultimidad metafísica, una Divinidad fundante o un puro mundo sin Dios. En la imagen científica del universo, de la vida y del hombre, hay argumentos que hacen verosímiles ambas hipótesis (capítulo IV). Al imponerse la influencia socio-cultural de la ciencia se ha pasado del mundo teocéntrico grecorromano al enigmático mundo de la racionalidad moderna. Karl Jaspers y Martín Heidegger en sus respectivas analíticas existenciales terminan presentando la apertura del hombre a la pregunta por el "sentido del Ser" y por el enigma de la "Cifra". Saben que el hombre moderno se debate ante la incógnita final de lo metafísico. Pero, por otra parte, la mera sociología muestra una sociedad metafísicamente escindida entre teísmo, ateísmo o la perplejidad agnóstica ante el enigma. Es difícil negar que el hombre moderno está de hecho abierto a estas dos posibles hipótesis de coherencia metafísica última de la realidad. Su deliberación racio-emocional ante el sentido del Ser y la posición que se asume ante el enigma de la Cifra depende de esta apertura al universo enigmático y a las dos posibles hipótesis metafísicas.


La aspiración ideal y la contingencia fáctica. El impulso de la vida, como decíamos, potenciado por la razón emocional de la especie humana, concibe el ideal imaginado, apetecido, de la realización máxima de la esencia humana en el dominio del mundo y en la comunión interhumana. La Era de la Ciencia ha hecho, en efecto, cercana la realización de este ideal. La variada gama de tecnologías modernas derivadas de la ciencia ha abierto un panorama sorprendente de posibilidades en todos los órdenes. La sociedad se esfuerza también en lograr mayores cotas de comunión interhumana y en la eliminación de los conflictos por los avances políticos. No obstante, el hombre moderno, comprometido creativamente en dominar y controlar un universo dinámico abierto y en evolución, sigue siendo consciente de su condición "indigente": la realidad fáctica ni le permite, ni probablemente le permitirá, realizar el ideal de la esencia humana. La serie incontable de males que muestran la contingencia confieren a la vida humana un carácter trágico y de sufrimiento, aun dentro de todos los avances de la Era de la Ciencia. Tanto Jaspers como Heidegger se refieren a la analítica trágica de la existencia del hombre moderno. El avance de la historia se hace a costa de la muerte. Mirando al pasado la historia de la humanidad es una historia de muerte ya irrecuperable. Si el hombre está unido a la especie humana, es ya irremediablemente indigente porque ya no es posible recuperar la vida humana truncada por la muerte en el pasado.


La hipótesis de la Divinidad. Una característica de la Era de la Ciencia es que la racionalidad teocéntrica ha dejado de no tener alternativa. Pero esto no significa que la hipótesis de una Divinidad creadora que funda el universo haya dejado de ser viable. La racionalidad moderna, la ciencia, sigue todavía hoy haciendo "verosímil" que a la inmensa cantidad de experiencia religiosa y de práctica religiosa, presente en la historia, le pudiera efectivamente corresponder la existencia real de una Divinidad. La verosimilitud de la idea de Dios sigue presente por el impulso de la historia religiosa anterior (los sistemas teístas del pasado en las religiones) y por el aval hipotético de la racionalidad moderna (capítulo IV). Todos vivimos en un ámbito cultural en que Dios no ha dejado de ser en absoluto posible. En la sociedad actual está incuestionablemente presente la hipótesis de que la "Cifra" jasperiana fuera Dios y de que la forma auténtica de integrarse en el "sentido del ser" heideggeriano fuera religiosa. Es posible enumerar los argumentos que siguen haciendo hoy esta hipótesis posible. Sin constatar esta posibilidad hipotética no describiríamos en toda su amplitud los parámetros metafísicos en que se mueve la existencia real del hombre de nuestro tiempo.


Principios hipotéticos de una teología natural. Desde hace años pienso que esta hipótesis religiosa presente en la sociedad está acompañada de lo que pueden llamarse unos "principios hipotéticos de teología natural". Es decir, se tiene la idea natural de que Dios, si fuera real y existiera, debería responder a una cierta naturaleza. Se es consciente de que Dios es un misterio inabarcable por la razón humana: su esencia es inescrutable. A Dios no lo conocemos. Pero, junto a esto, también es verdad que solo si fuera de una cierta manera tendría sentido pensar que existe. Así, aun asumiendo el carácter tentativo y analógico de cuando se atribuye a Dios (teología negativa), se piensa que Dios debe ser transcendente y personal, creador, fundamento del ser, autosuficiente y necesario, etc. Esta idea natural de Dios es "hipotética" porque representa la idea de cómo deberíamos pensar a Dios en la hipótesis de que fuera existente. Nuestra cultura no sabe con certeza absoluta si Dios es real, pero piensa que, si lo fuera, debería responder a una cierta naturaleza. Si no fuera así, no tendría justificación pensar que existe.


La hipótesis de la Pura Mundanidad. Así llamo a la alternativa metafísica que se ha ido abriendo camino desde el renacimiento, cuya viabilidad objetiva es un rasgo esencial de la imagen del universo en la Era de la Ciencia. Se trata de la hipótesis de que el universo (la realidad que nos contiene) fuera un sistema autosuficiente y necesario, impersonal, dinámico, evolutivo, que existiera sin principio ni fin eternamente: entonces el fundamento del ser estaría en un puro mundo sin Dios. Sería la hipótesis de la Pura Mundanidad. En su favor pueden enumerarse argumentos favorables que provienen de la enigmática imagen de lo real en la ciencia, así como de otras consideraciones existenciales, sociológicas, históricas, éticas o morales (capítulo IV). En la Era de la Ciencia esta hipótesis está presente como alternativa incuestionable, con una presencia social inequívoca, aunque sea ciertamente minoritaria. La enigmática Cifra jasperiana y el sentido del Ser heideggeriano podrían responder a la hipótesis puramente mundana. El ateísmo crítico (no dogmático, ya que este, aunque todavía presente en algunos, es ajeno a la cultura crítica, ilustrada, tolerante, de nuestro tiempo) asume de hecho esta hipótesis y la considera correcta. La verosimilitud de la hipótesis puramente mundana hace también posible el agnosticismo sociológico: la posición de no asumir ni el teísmo ni el ateísmo, situándose al margen de una decisión y compromiso personal ante el enigma metafísico.


El impulso de la cotidianidad inmediata. Lo metafísico está inmerso en el humus de la cultura de nuestro tiempo, bien sea en la forma de teísmo, ateísmo, agnosticismo, o en otras manifestaciones cosmovisionales y religiosas. Pero el hombre moderno está sometido a la presión de centrar las inquietudes de su vida en los "sentidos inmediatos" a que perentoriamente debe responder. Se sabe que lo metafísico está ahí, inevitablemente, pero es una tarea que se aplaza hacia el futuro. Lo que de momento se impone es la indiferencia metafísica (no solo ante lo religioso, sino ante todo tipo de inquietud metafísica). Jaspers y Heidegger han estudiado, acuñando para ello conceptos existenciales de gran fuerza, cómo la misma sociedad absorbe al individuo hasta hacerle vivir una existencia "no auténtica" (que no afronta las responsabilidades metafísicas inevitables). Esta inhibición del compromiso metafísico no es única, ya que la presión contextual "alienadora" inhibe también otras responsabilidades humanas éticas y sociales (como ha estudiado la filosofía política). En el curso de la existencia es posible el "aplazamiento metafísico" durante épocas amplias de la vida. Pero, el curso del tiempo, acabará inexorablemente por forzar a la existencia para que asuma finalmente la responsabilidad de situar la propia vida en el marco último de lo metafísico.



2.3.2. La deliberación existencial sobre lo metafísico


Experiencias límite y cuestionamiento del sentido metafísico. El concepto de "experiencias límite" propuesto por Jaspers describe aquellas situaciones de la vida que fuerzan por sí mismas la salida de la inautenticidad y la necesidad de afrontar la responsabilidad metafísica. En estas situaciones o experiencias-en-el-límite advierte el hombre con fuerza "lo que da de sí la existencia inmediata en la cotidianidad". Es cuando la lejanía del ideal humano y la presencia hiriente de la indigencia, o la presencia fugaz de la felicidad, hacen entender al hombre que quizá solo en lo metafísico pueda aparecer la plenitud. Por las experiencias límite logra el hombre salir del "aplazamiento metafísico" para afrontar vivir en la responsabilidad frente a lo último. Martín Heidegger, por un camino similar a Jaspers, muestra también cómo la experiencia final del "ser-para-la-muerte", al atisbarse el abismo de la nada, hace al hombre plantearse la pregunta definitiva por el "sentido del Ser". Esta capacidad de la experiencia límite para provocar el enfrentamiento humano a lo metafísico puede darse en dos sentidos. Primero, al sentir la insuficiencia del mundo inmediato para producir plenitud; en este caso se impone la sensación de indigencia (es la experiencia de fracaso existencial de Jaspers o la experiencia de la muerte heideggeriana). Entonces se concibe la esperanza de que el enfrentamiento final a lo metafísico pudiera alumbrar un horizonte de plenitud a que la existencia idealmente aspira. Segundo, cuando se vive una experiencia de plenitud, de felicidad, que, por su misma naturaleza, se percibe en su efímera transitoriedad. Es aquí cuando el deseo de sostener lo que no puede mantenerse en la fragilidad cotidiana (por ejemplo, la experiencia del amor) impulsa hacia la aplazada reflexión metafísica última, por si en ella se abriera el acceso imprevisto a posibilidades de plenitud hasta entonces no vislumbradas.


Tanto la analítica existencial de Jaspers como la de Heidegger concluyen en el momento en que el hombre queda abierto a enfrentarse al enigma de la Cifra, emplazado a comprometerse con una cierta "fe filosófica" resultante (así en Jaspers), o en el momento del abocamiento a la nada por la muerte que hace surgir la pregunta metafísica por el "sentido del Ser" (así es en Heidegger). No entran, sin embargo, ni Jaspers ni Heidegger, en el discurso provocado por este abocamiento a lo metafísico. Asumir una cierta "fe filosófica" o entender un cierto "sentido del Ser" no puede hacerse sin un discurso racio-emocional. Jaspers y Heidegger explican lo que provoca este discurso (las experiencias límite); pero no analizan el desarrollo del discurso. De acuerdo con nuestro análisis los condicionamientos básicos de este discurso natural se hallan en la existencia en la Era de la Ciencia (las dos hipótesis metafísicas, la aspiración ideal y la indigencia fáctica, la hipótesis de la Divinidad y los principios de una teología natural, así como la hipótesis de la Pura Mundanidad y el impulso de la cotidianidad). En principio, la apertura a lo metafísico, por tanto, a impulsos de las experiencias límite, solo instala en la necesidad de afrontar el enigma de lo metafísico. Pero no implica la forma de respuesta. Como veremos, es posible la toma de posición teísta o la ateísta y agnóstica. El hombre puede asumir su responsabilidad metafísica por esos caminos. El discurso metafísico provocado por las experiencias límite debe referirse a las dos hipótesis metafísicas abiertas en la Era de la Ciencia: la Divinidad y la Pura Mundanidad. Veamos la posición teísta y la ateísta.


Silencio y lejanía del posible Dios. El primer paso de este discurso teísta es la constatación fáctica del silencio y la lejanía de Dios. ¿Sería verosímil que el fundamento de la historia fuera una Divinidad metafísica? Sobre esta pregunta la razón emocional humana construye un discurso fundado en la misma idea natural de Dios (en los principios hipotéticos antes mencionados de una teología natural). Si Dios es pensado como el fundamento transcendente y absoluto de la realidad existente, entonces el acto creador debería entenderse con una finalidad inequívoca: no para enriquecerse a sí mismo (pues es absoluto y transcendente), sino para comunicar su realidad; es decir, para darse-se o comunicarse. La idea de Dios en el hombre ordinario, en efecto, tiene siempre esta connotación de bondad comunicativa; Dios es persona, es bueno y ha creado el mundo no para su interés sino para enriquecer al hombre con la existencia. Se hace entonces muy difícil de entender el aparente silencio y la lejanía de Dios en el universo creado. A Dios no lo vemos. Es, en todo caso, una inferencia de la razón natural. Pero una inferencia que no es absolutamente cierta, ya que la misma razón puede construir la alternativa de la Pura Mundanidad sin Dios. Por tanto, en último término, no es absolutamente cierto que Dios exista y sea real. Si Dios es el creador del universo, le ha dotado de una estructura en que su existencia no es manifiesta. Por consiguiente, Dios parece no haberse hecho patente en el mundo creado. El universo real constatado en la Era de la Ciencia es un mundo en que Dios aparece lejano y en silencio. Es lejano porque parece haberse retirado de la realidad; está en silencio porque no parece haberse manifestado con evidencia incuestionable. No pensemos que esta "extrañeza" natural ante un Dios lejano y en silencio sea solo propia de intelectuales o filósofos. Todo hombre tiene una idea de Dios que se forma en su mente a instancias de la razón objetiva natural y de la influencia social. Por ello al hombre no le encaja un Dios que, de existir, debería "asistir" al hombre, manifestar su presencia, responderle misericordiosamente y, en alguna manera, estar en comunicación con la especie humana. De ahí que la lejanía y silencio de la posible Divinidad estén en contradicción con la intuición natural de lo que Dios lógicamente debería ser para el hombre.


Pero hay algo más que influye también en el discurso humano en especial relación con los factores emocionales. Se refiere a la indigencia humana. Es la condición indigente que hace pasar al hombre, personal y colectivamente, por el sufrimiento agobiante y por tragedias que destrozan hasta el límite su existencia. El hombre se ve emocionalmente abandonado por Dios a fuerzas incontrolables de la naturaleza. Si Dios existiera, el hombre cree entonces que debiera hacerle responsable del sufrimiento humano y el drama insoportable de la historia. Por tanto, ¿tiene sentido creer en la verosimilitud de que exista esa Divinidad que permanecería lejana y en silencio ante el drama de la historia? ¿Podría crear Dios el drama de la historia? Este discurso en contra de la posible existencia de Dios tiene gran importancia en la experiencia existencial de muchos hombres. Es la sensación de amargura hacia una lejanía y un silencio ante la angustia humana que no parecen aceptables en Dios. El caso de la religión budista o de la teología cristiana del proceso -que más adelante mencionaremos-muestran también la dificultad de aceptar un Dios responsable del sufrimiento.


La opción existencial por la pura mundanidad. La hipótesis de Dios está avalada por la tradición religiosa de la historia humana y, además, sigue siendo verosímil tras la reflexión científico-filosófica en la racionalidad moderna. Sin embargo, en la Era de la Ciencia -en que la hipótesis puramente mundana es también posible se impone la conciencia de la lejanía y del silencio de Dios. Este hecho permite un "discurso nuevo" -específico de la modernidad-que impulsa hacia la opción existencial por la pura mundanidad. Hacia un comportamiento natural en un puro mundo, al menos "como si Dios no existiera" (ut si Deus non daretur, como decía Bonhoeffer). Este "discurso hacia la mundanidad" muestra con amargura un Dios al margen de la historia humana. En estas circunstancias el hombre tiende a no involucrarse con ese Dios oscuro que no se deja abordar: simplemente aplaza el problema de Dios, lo ignora, y decide asumir con dignidad su pura vida en el mundo. Se entiende que no es responsabilidad humana tener que prescindir fácticamente de Dios porque ha sido el mismo Dios el que ha construido, en caso de existir, el confuso escenario del mundo, donde las condiciones objetivas parecen imponer la lejanía y del silencio divino. Que el hombre se vea abocado por las fuerzas objetivas a prescindir de Dios es la consecuencia inevitable -de la que Dios, si existe, debe responder-del hecho de que Dios permanezca lejano y en silencio. El enigma metafísico final sigue abierto. No hay seguridad de que Dios no exista; pero el hombre entiende que no parece tener sentido comprometerse en una existencia religiosa, esforzándose en conectar con un Dios incomprensible que permanece lejano y en silencio. El "discurso natural a-teológico" que toma forma ante el hombre por la fuerza de las circunstancias objetivas puede resumirse en una sentencia: la lejanía y el silencio de Dios no tienen "sentido teológico", o sea, no tienen sentido lógico "en Dios" como forma de actuación divina. Es el "sin sentido teológico" de la lejanía y del silencio de Dios.


Esta decepción humana frustrante, ante la posibilidad abierta de que Dios se delimitara como la verdad metafísica final, reafirma el impulso hacia una existencia puramente mundana que se deja llevar por las inquietudes de la pura cotidianidad. La Era de la Ciencia ha incrementado hasta cotas que hace años hubieran parecido imposibles el dominio, control, la manipulación tecnológica del mundo para hacer la vida natural más plena. El hombre posee el control de ese universo abierto y dinámico y se autorrealiza creativamente como persona y en interacción social. Muchas preguntas, necesidades, angustias e indigencias del ser humano comienzan a tener respuestas producidas por la portentosa creatividad humana interesada en el conocimiento y control de lo inmediato. El mundo sin Dios hecho posible por la Era de la Ciencia cobra una extraordinaria consistencia social objetiva -es la estructura social y cultural, científica, la política laica de la modernidad en los grandes Estados-en la que se integra la vida puramente mundana de aquellos hombres decepcionados por la lejanía y por el silencio de Dios.


La persistente indigencia y el horizonte de liberación posible. Por tanto, es el conjunto de circunstancias objetivas el que impone un "discurso a-teológico" inevitable que impulsa al comportamiento puramente mundano absorto en la cotidianidad, extraordinariamente enriquecida en la Era de la Ciencia. Podemos constatar por sociología la inmensa masa de seres humanos con la religiosidad aplazada, viviendo "como si Dios no existiera" a impulsos de una cotidianidad puramente mundana. Pero son también un conjunto de circunstancias objetivas las que -en el curso de la historia temporal de la biografía de cada ser humano- acabarán por imponer inevitablemente un nuevo "discurso teológico final" que obliga a replantear el previo "discurso natural a-teológico" que impulsaba la vida a la pura mundanidad (nuevo discurso teológico sobre Dios que en alguna manera se le contrapone dialécticamente a la mundanidad). Es un nuevo análisis de la posibilidad abierta todavía de que lo metafísico fuera finalmente Dios (posibilidad que nunca ha quedado absolutamente excluida). Pero, ¿qué es este "nuevo discurso"? ¿Cómo surge naturalmente en la existencia humana?


a) Los límites de la pura mundanidad. La pura mundanidad puede vivirse y de hecho ha sido asumida quizá durante largas etapas de la vida. La mundanidad es, pues, posible. Pero la experiencia extendida de la vida mundana replantea qué significan las experiencias existenciales en el límite. Hemos visto que hacen salir al hombre de la cotidianidad y fuerzan el planteamiento de lo metafísico. El "discurso existencial a-teológico" es ya un discurso en torno a lo metafísico. La pura mundanidad es por ello una opción metafísica que se distingue de la cotidianidad alienada previa al compromiso con lo metafísico. La mundanidad es una "fe filosófica" jasperiana o una posible asunción responsable del "sentido del Ser" heideggeriano. Sin embargo, la vivencia responsable en el puro mundo sin Dios acaba por imponer matices finales a través de las experiencias en el límite. En ellas, la pura mundanidad sin Dios, aunque posible, tiene limitaciones inevitables que por fin se entienden en plena conciencia y que hacen el "ideal humano" inalcanzable. Aunque en la Era de la Ciencia se ha incrementado el dominio sobre la naturaleza y su disfrute, la indigencia humana, personal y colectiva, sigue siendo la experiencia final de la vida. Se impone de nuevo el fracaso existencial jasperiano o la experiencia final del "ser para la muerte" heideggeriano. Aunque el hombre del futuro pudiera aspirar a dominar la muerte (supuesto que hoy es "ciencia ficción" para la ciencia), el hombre como especie seguiría siendo indigente por haber dejado perdidas a lo largo de la historia enormes cantidades de muerte y de sufrimiento sin redimir.


b) Dios, horizonte posible de liberación final. En este momento se impone en el hombre una nueva referencia al todavía posible Dios, desde dentro de la ponderación existencial de la indigencia inexorable de la mundanidad. Ante la experiencia de la indigencia inevitable de la historia mundana se impone una nueva mirada hacia la posibilidad metafísica de la Divinidad. Dios aparece así en el horizonte como aquella posibilidad final única, todavía abierta, de que La historia humana pudiera acabar en plenitud. Si Dios fuera creador del universo y estuviera dispuesto a liberar la "historia de la humanidad en su conjunto", de cada hombre individual y de la especie humana como totalidad, solo entonces La humanidad podría aspirar a superar su indigencia estructural y a ser en absoluto liberada por la Divinidad en una dimensión metahistórica o nueva creación. Es entonces cuando inevitablemente Dios aparece en La mente humana como el único posible liberador de la historia. Concebirlo así no significa afirmar que exista. Pero es inevitable entender que solo el supuesto de que existiera abriría la humanidad a una esperanza final de liberación absoluta de La historia. Todo hombre, en algún momento de su vida, entiende que solo Dios, de existir, podría representar su esperanza final de liberación y de cumplimiento del ideal siempre presente de La "esencia humana ideal" a La que se aspira.


c) El talante personal ante el posible Dios liberador. Ver a Dios como el único posible liberador metahistórico de la humanidad se impone racionalmente por las circunstancias objetivas. Sin embargo, el talante de la libertad humana personal ante esa posibilidad impuesta racionalmente puede ser diferente. Una actitud personal sería "desear que la posibilidad de Dios fuera real". Entonces Dios aparecería para ese hombre como el horizonte deseable al que con libertad se conduciría la propia vida. El hombre se ofrecería para "ser liberado por un Dios existente real". En este sentido el hombre desearía la existencia de Dios y se ofrecería libremente a que Dios realizara la liberación de La humanidad. Pero sería también posible un talante existencial distinto que brotaría de un ejercicio diferente de la libertad personal. Sería posible una actitud de cerrazón al posible Dios liberador. En estas personas la amargura ante Dios nacida de lo que antes hemos llamado el "discurso existencial a-teológico" les llevaría a considerar incluso molesto que Dios acabara siendo el liberador. Estas personas se habrían ya instalado inamoviblemente en su mundanidad y aceptarían cargar hasta el final con la indigencia inevitable. Según esto habría, pues, hombres "abiertos a Dios" (cuando la esperanza de liberación domina al malestar ante la idea de Dios) y hombres "cerrados a Dios" (cuando el malestar ante Dios se impone).


El sentido teológico del silencio de Dios como "discurso existencial". Sin embargo, La cuestión no es si sería deseable o no que Dios existiera, sino si existe un discurso que apoye los argumentos a favor de que la hipótesis de la Divinidad sea verosímil. Hemos dicho que la Era de la Ciencia ha permitido construir una hipótesis teísta (aunque no en forma dogmática o teocéntrica ya que es también posible otra hipótesis alternativa). Pero, además, hemos visto que existe un "discurso existencial a-teológico" que obstaculiza, racional y emocionalmente, que esta hipótesis teísta sea humanamente aceptable. Por ello el hombre se ve impulsado, según lo expuesto, hacia la pura mundanidad. Pues bien, el hecho es que existe también un "discurso existencial teológico" que se contrapone dialécticamente al que antes hemos llamado "discurso existencial a-teológico". Este último decía que no eran asumibles la lejanía y el silencio de Dios ante la historia humana y no hacían así aceptable la hipótesis teísta. Pero frente a esta clausura a Dios, el "discurso existencial teológico" presenta una argumentación que explica la lejanía y el silencio de Dios. Es decir, explica racionalmente que tienen "sentido teológico" el silencio y la lejanía de Dios (sentido en Dios según los principios hipotéticos de una teología natural) y, por ello, podría justificarse la enigmática actitud de extrañamiento divino ante la creación. Debemos entender qué circunstancias llevan al hombre a entender este "sentido teológico de la lejanía y del silencio divino". La experiencia misma de la vida hace luz para que el hombre entienda que la extraña actitud de un Dios oculto podría tener un "sentido teológico".


a) La dignidad humana: la experiencia de libertad responsable. El hombre aprende de la experiencia de su propia vida. Ha aprendido que forma parte de un universo dinámico en que debe configurar libremente su vida. Sabe que está abierto a la hipótesis de la Divinidad y a la hipótesis de un puro mundo. Como consecuencia de un "discurso existencial a-teológico" ha orientado su vida a la pura mundanidad, aplazando la posibilidad teísta (o entiende, al menos, que esta posibilidad mundana le está abierta objetivamente en la estructura del mundo). Sin embargo, la inevitable realidad de la indigencia -al entender los límites de la pura mundanidad- le ha replanteado la cuestión metafísica de la Divinidad. Hasta el punto de que como hombre libre llegaría a desear que la Divinidad fuera real y liberara finalmente la historia humana. Ha visto, pues, cómo la lejanía y el silencio de Dios no han aislado totalmente al hombre de Dios, sino que le han conducido al deseo libre de la posible existencia liberadora de Dios, tal como hemos explicado. Es claro que, como vimos, esta apertura al "deseo existencial" de la liberación divina es fruto de un talante libre del hombre "abierto a Dios". Pero es también posible el talante existencial del hombre "cerrado a Dios". Por tanto, solo los hombres "abiertos a Dios" están en condiciones existenciales de entender que el universo en que Dios está lejano y en silencio acaba conduciéndoles finalmente al deseo de que Dios existiera. De ahí que, en el fondo, solo el hombre "abierto a Dios" por talante personal libre está en condiciones existenciales de entender la lógica del "discurso existencial teológico" sobre el silencio divino. Por ello puede decirse que Dios aparece ante el hombre cuando la apetencia, nacida de la libertad, quiere hacerlo nacer.


b) El "discurso existencial teológico" sobre el silencio divino. La esencia de este discurso radica en suponer que la dignidad humana, que el hombre ya ha aprendido por su propia experiencia, podría explicar el extraño silencio divino. Esta explicación contendría dos supuestos complementarios. A) Que la lejanía y el silencio de Dios responderían a una voluntad de no imponer su presencia, de tal manera que fuera el hombre quien, desde su dignidad libre y sin imposición producida por la fuerza coercitiva de las condiciones objetivas, se abriera al diálogo personal con Dios y al deseo de su existencia, tal como ha mostrado la experiencia del mismo hombre "abierto a Dios". B) Que la indigencia humana -el sufrimiento y el penoso trágico drama de la historia-formaran parte del mismo plan divino para que el hombre libre no quedara encerrado en su pura mundanidad al abrirse al deseo de la liberación divina, tal como ha mostrado la misma experiencia del hombre "abierto a Dios", cuya indigencia le ha conducido a entender que solo Dios podría ser el horizonte liberador final... Por consiguiente, la lejanía y el silencio de Dios en la historia -o sea, el ocultamiento divino que no impone su presencia en la realidad-sería el don de Dios para hacer posible la dignidad y plenitud libre del hombre: la dignidad libre del hombre al que, sin embargo, las circunstancias (la indigencia) acaban abriéndole al deseo libre de la liberación divina. La historia mundana, en la que Dios permanece oculto, podría ser el Don del Transcendente a favor de la libertad y de la dignidad del hombre. La lejanía y el silencio, el ocultamiento de Dios que no hace patente su presencia divina en el mundo en aras de la plenitud humana, serían el "sentido teológico" (el "sentido en la lógica divina") que explicaría el "silencio divino". Este "discurso existencial teológico" permitiría así compensar y superar dialécticamente el "discurso existencial a-teológico" previo que se había fundado en el "sin sentido teológico" de la lejanía y del silencio divino ante la historia y la indigencia humana. En resumidas cuentas: el análisis existencial muestra que la vida acaba haciendo inteligible que el silencio divino tiene una posibilidad de "sentido en Dios".



2.3.3. El silencio divino y el logos de la religiosidad natural


La religiosidad natural. El hombre de la Era de la Ciencia se debate entre dos posibles hipótesis de coherencia metafísica última del universo enigmático. Inclinarse a aceptar la hipótesis de la Divinidad conduce a la religiosidad. Para llegar a la actitud religiosa pasa siempre el hombre por dos momentos. Por una parte, todo hombre sabe que existe un "discurso existencial a-teológico" que resta verosimilitud a la hipótesis teísta y que instala al hombre en una pura mundanidad sin Dios. En el fondo, todo hombre es siempre sensible al malestar producido por el silencio divino y por el dramatismo indigente de la historia. Por ello, para que un posible teísmo religioso sea aceptado por el hombre es necesario un "discurso existencial teológico" que haga posible afirmar a Dios "a pesar de su lejanía y de su silencio ante la historia humana". El hombre creyente, por tanto, es aquel capaz de superar "el malestar existencial ante el Dios oculto desentendido de la dramática historia del hombre". Sin superar este "malestar existencial" no es posible abrirse a una actitud teísta y religiosa. Esto equivale a afirmar que la religiosidad natural está siempre mediada por una aceptación implícita del "sentido del ocultamiento divino". Este logos (o "sentido") es la esencia de la religiosidad natural. Por tanto, la religiosidad natural es posible en la Era de la Ciencia y se funda en tres tipos de argumentos que debemos valorar.


a) Los argumentos científico-filosóficos (cosmológicos). La nueva imagen del universo en la Era de la Ciencia permite argumentar la hipótesis de que Dios sea el fundamento transcendente de lo real (capítulo IV). Estos argumentos no se imponen racionalmente con absoluta certeza, ya que es también posible otra hipótesis alternativa (la pura mundanidad). Pero los argumentos teístas son la base sobre la que se construye la intuición natural, asequible a todo hombre, de que Dios pudiera realmente existir. No "imponen" su existencia, pero la hacen plausible. En este caso se haría congruente lo que sugieren tanto el argumento del ocultamiento divino como el hecho histórico de la constante religiosidad en las culturas humanas. Sin esta racionalidad básica fundada en el universo, en la vida y en el hombre, construida en el discurso científico-filosófico, y en la intuición natural del conocimiento ordinario de la gente, los otros argumentos no serían planteables (capítulo IV).


b) El argumento del "sentido del ocultamiento divino". Está constituido por el "discurso existencial teológico". No es posible ser teísta sin argumentar que existe un sentido viable para el ocultamiento divino. Este sentido permite la reconciliación con el "Dios lejano y en silencio", superando el malestar ante la idea de un Dios descomprometido ante la historia. Esta superación voluntarista del "malestar existencial ante Dios" recibe su fuerza del deseo humano de una liberación final de la historia, solo posible si Dios existiera y quisiera realizarla. Por consiguiente, el hombre existencialmente "abierto de Dios" se halla en la situación apropiada para entender y asumir este argumento que permite creer en la existencia del posible Dios "a pesar de su lejanía y de su silencio". Por este argumento, el hombre es capaz de asumir: a) el enigma de un universo en el que Dios calla para hacer posible la dignidad y la libertad y b) el drama de la vida dando un "voto de confianza" al hecho de que Dios haya querido dar este diseño dramático y sufriente a la creación.


c) El argumento de la experiencia religiosa. La persistente presencia en la historia humana de la experiencia religiosa y de las religiones (capítulo 1) es un indicio de que, en efecto, pudiera existir un Dios en comunicación misteriosa con los hombres. Una comunicación misteriosa que no rompería su voluntad de ocultamiento manifiesta en la constitución del mundo. Estaríamos hablando de una experiencia religiosa personal (en caso de darse individualmente) y de la experiencia religiosa objetiva presente en la sociedad y en las religiones. En alguna manera, la presencia "mistérica" del Dios oculto se podría estar viendo en la universal experiencia religiosa de la humanidad.


Estos tres argumentos pueden presentarse reflexivamente, como se hace en el discurso filosófico (por ejemplo, el nuestro). Pero son asequibles también a la razón natural ejercida por el hombre ordinario. Este, en efecto, intuye por un discurso natural que el universo real es enigmático: que podría ser Dios, pero también quizá puro mundo. En la cultura de la Era de la Ciencia la misma interacción social permite comprobar en la experiencia diaria la existencia de estas dos posibilidades interpretativas. Por ello, se vive el silencio de Dios, surge el "malestar existencial ante el Dios oculto" y se intuye también que una posible explicación pudiera ser el "sentido del ocultamiento divino". Este estar abierto al Dios oculto "a pesar de su lejanía y de su silencio" sería así el fundamento de la actitud religiosa teísta del hombre ordinario. El optimismo teísta del hombre religioso y de todas las religiones se fundaría, por tanto, en una cierta "confianza" en Dios que supera el "malestar teológico" y confiere "fiabilidad" a los planes de Dios sobre la historia. En esta apertura a Dios se aceptaría que hubiera creado el mundo real como enigma (al permanecer oculto) y que hubiera permitido un universo autónomo que se hace a sí mismo a través del sufrimiento en el drama personal y de la historia. La religiosidad natural, por la fuerza misma de las condiciones metafísicas que afectan a todo ser humano, estaría siempre mediada por el "logos del ocultamiento divino": el creer en su voluntad liberadora a pesar de su lejanía y de su silencio.


La no-religiosidad natural. Sea dicho lo anterior reconociendo además que la religiosidad natural posible no es impositiva. Es una persuasión racional libre que el hombre puede asumir solo como "certeza moral libre", bien sea en un nivel de conciencia reflexivo, bien sea en el conocimiento ordinario que permite también conjeturas metafísicas intuitivas. La alternativa de la Pura Mundanidad sigue siempre abierta y puede ser también asumida por el ejercicio de la libertad humana. Esta alternativa no-religiosa tiene también sus argumentos científico-filosóficos (capítulo IV); el argumento del "sentido del ocultamiento divino" puede rechazarse, prevaleciendo el "malestar ante el Dios lejano y en silencio". La experiencia religiosa puede ser juzgada desde la increencia como un proceso psicológico persistente de alienación en función del principio del placer, como diríamos en perspectiva freudiana (recordemos las diferentes "teorías de la alienación"). Pero la no-religiosidad puramente mundana en la Era de la Ciencia no es una evidencia racional, sino un compromiso moral libre que supone una "fe filosófica". Sería también una "creencia", similar a la creencia que es propia del teísmo.



2.3.4. La antropología filosófica (metafísica) del hombre moderno


Los presupuestos establecidos por la Era de la Ciencia. Debemos advertir que esta analítica existencial se funda en los presupuestos de la imagen de lo real en la Era de la Ciencia y no sería argumentable en el paradigma antiguo de la filosofía grecorromana. Este era racionalista y teocéntrico, en los términos ya expuestos (capítulo III). La Era de la Ciencia presenta, en cambio, la imagen de un universo enigmático, dinámico, evolutivo y abierto, en que el hombre debe configurar libremente el sentido responsable de su existencia. En la nueva Era el hombre es consciente de surgir de la raíz del universo y de estar abierto, desde la responsabilidad personal orientada por la razón emocional, a la configuración libre de su existencia. Jaspers y Heidegger han estudiado la analítica existencial de este hombre "emergido en la dinámica del universo". El resultado de ambos análisis -asumido por nosotros-ha mostrado cómo el hombre queda emplazado ante el "enigma de la Cifra" y ante la pregunta por el "sentido del Ser" a construir su existencia comprometiéndose con una "fe filosófica", inevitable en un sentido u otro. Nosotros hemos tomado la analítica existencial donde Jaspers y Heidegger la han dejado, prolongándola en el itinerario existencial que realiza el discurso metafísico que debe conducir a afrontar una u otra "fe filosófica". Así, nuestra analítica existencial, prolongación de Jaspers y Heidegger, es la "antropología filosófica" a que se ve abocado el discurso metafísico del hombre en la Era de la Ciencia. En otras palabras, el discurso sobre el silencio divino solo tiene fuerza real si ese silencio realmente está dado en la estructura del universo creado. El paradigma teocéntrico ignora el ocultamiento divino y explica el universo en términos de "patencia de la Verdad". Solo el universo visto por la modernidad hace entender que el universo creado es un espacio que, como diría san Ignacio de Loyola, nos permite ver "cómo la Divinidad se oculta". Se oculta en la encarnación y en la cruz, pero se oculta también en la obra creadora.


La antropología filosófica en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el hombre en perspectiva metafísica? La imagen de lo real en la Era de la Ciencia, el enigma del universo, y la analítica existencial de Jaspers y Heidegger prolongada en la analítica del discurso metafísico en que se valoran dialécticamente la hipótesis de Dios y la hipótesis de la Pura Mundanidad, nos llevan a describir la esencia de la condición metafísica del hombre moderno: su existencia metafísica le abre a una doble pregunta en que se cifra el enigma final del universo. Es una doble pregunta que no tiene respuesta segura; son preguntas que reafirman el enigma de lo real. Pero son preguntas que debe plantearse todo hombre, acompañándole a todo lo largo de su existencia. Son preguntas que pesan sobre la conciencia del hombre naturalmente religioso; pero también sobre el no-religioso, bien sea ateo o agnóstico. Nos referimos a las preguntas por el Dios oculto y por el Dios liberador, como preguntas esenciales de la condición metafísica del hombre.


La pregunta por el posible Dios oculto. Nada de cuanto hemos dicho hasta ahora en esta analítica existencial supone haber desvelado el enigma último de la realidad. El universo enigmático que describe la Era de la Ciencia persiste en su condición de enigma una vez realizado el recorrido existencial humano bajo los condicionamientos del mundo moderno. Es el enigma, ya constatado por Jaspers y Heidegger, que se reafirma tras la analítica existencial que nosotros hemos prolongado en la discusión sobre la dialéctica en torno a la metafísica final del universo. La gran cuestión metafísica de fondo es si la realidad es Dios o Puro Mundo. Sin embargo, la elección crucial entre una u otra metafísica depende de la existencia de un Dios oculto, en cuyos planes entran su lejanía y su silencio ante la historia humana. ¿Es real y existente un Dios oculto, lejano y en silencio? ¿Es real un Dios responsable de un universo que supone el drama de la historia personal y colectiva? ¿Es real un Dios indiferente ante el enigma y el drama que agobian la existencia humana? Quien responde "no existe" (o "no es probable que exista") es el hombre "cerrado a Dios", puramente mundano, que se siente molesto ante el silencio divino. Quien, al contrario, responde "sí existe" es el hombre "abierto a Dios" que estaría dispuesto a una liberación de la historia obrada por el misterioso Dios oculto. Sin embargo, la pregunta por el posible Dios oculto está siempre presente en la conciencia de todo hombre -sea religioso o sea mundano-y vive siempre inevitablemente cargando con ella, sin poder desembarazarse nunca de un enigma metafísico final del que dependen el futuro y las expectativas de su vida.


La pregunta por el posible Dios liberador. Pero esta pregunta por el Dios oculto va siempre unida a la pregunta por el posible Dios liberador. Superar el "malestar por el silencio divino" a través del "sentido del ocultamiento divino" supone atribuir a Dios la intención de liberar la historia de los hombres, dignos y libres, que deben configurar creativamente su existencia. El hombre mundano no acepta este sentido. Por ello, no solo se trata de que existiera un Dios oculto, sino de que tuviera realmente una voluntad liberadora de la historia. Así, no solo lleva el hombre a cuestas sobre sus espaldas la pregunta por el posible Dios oculto sino, al mismo tiempo, la pregunta por su posible voluntad liberadora. En el fondo sería difícil superar el "malestar ante el silencio divino" si el Dios real no fuera a ser un Dios liberador. Estas dos preguntas cruciales representan algo así como la armadura problemática sobre la que se construye la opción metafísica de todo ser humano. Desde el punto de vista de la razón natural, creyentes y no creyentes, teístas, ateos y agnósticos, no pueden dejar de sentir que viven bajo el peso existencial y la angustia acerca de la gran incógnita de si es efectivamente real un Dios oculto y liberador. Un Dios que al manifestarse resuelva el enigma y al liberar a la humanidad elimine el drama que pesa sobre ella.


El hombre en la modernidad y la hermenéutica del cristianismo. Podemos decir que el hombre real, descrito por la modernidad, es el hombre que vive en el universo en conciencia de su enigma profundo; que sabe que ese enigma nos deja abiertos a la conjetura de que se resolviera en forma teísta o a la conjetura, también viable, de que se resolviera de forma puramente mundana, sin Dios; que debe emprender su vida tomando una posición ante ese enigma y que sabe que el enigma del silencio divino pudiera tener una explicación en el "logos de su ocultamiento", es decir, en la voluntad divina de retirarse de la realidad para constituir en ella la plenitud de la dignidad libre del hombre. Por ello, en definitiva, es posible superar el malestar existencial ante el enigma del universo y ante el drama de la historia, si "se cree en su designio creador aceptando su Amor liberador por encima de su lejanía y de su silencio". Todo lo dicho en el capítulo IV, prolongado en este con la antropología filosófica, converge con toda armonía en describirnos al hombre moderno como aquel ser racional que vive consciente un enigma del universo y un drama de la existencia que le llevan a formular la pregunta por el Dios oculto y por el Dios liberador como incertidumbre metafísica última ante la que debe decidir su existencia. Esta es la condición metafísica inexorable que pesa sobre el hombre moderno: deber decidir si cree o no cree en el Dios oculto y liberador. Como veremos, al estudiar la significación del kerigma cristiano a la luz de esta condición metafísica, la Voz del Dios de la Revelación se dirige a este hombre real que hemos conocido plenamente en la modernidad. Dos mil años antes de la actual cultura de la modernidad, el kerigma cristiano transmitió la doctrina de Jesús que describe un designio creador del Dios trinitario cuyo sentido y congruencia con el Dios de la Creación podemos entender, desde nuestro tiempo, con una sorprendente profundidad.



3. Kerigma cristiano: su hermenéutica desde la modernidad


El cristianismo primitivo -como ya tantas veces hemos explicado-nació no como filosofía, sino como una adhesión personal, existencial y totalmente confiada, a la predicación de Jesús. Predicar no consistente en propagar una filosofía, sino en proclamar un mensaje divino revelado. Adherirse a Jesús era aceptar el mensaje divino que en Él se revelaba. La adhesión se producía desde el marco de expectativas de la cultura hebrea, que era una tradición religiosa (no filosófica). Sin embargo, de la persuasión cristiana de que Jesús había desvelado la Verdad nació una inquietud decisiva en los primeros siglos: que la brillante racionalidad de la filosofía clásica grecorromana debía de estar en armonía con el kerigma que se transmitía en la fe cristiana. El supuesto de "armonía" entre kerigma y razón se tradujo en un movimiento de acoplamiento, que duró siglos en su gestación, y que desembocó en la configuración de una forma de entender el kerigma como "paradigma grecorromano". Pero, al producirse, por el avance del conocimiento en la historia, un cambio sustancial en la imagen racional del mundo en la Era de la Ciencia -de tal manera que la racionalidad grecorromana pasó a ser solo un momento ya superado del pasado-, el paradigma clásico dejó de ser eficaz y su forma de entender el kerigma fue quedando por ello al margen de la cultura moderna. Se perdió la fuerza significativa que tuvo la fe cristiana en otros momentos de la historia.


Pero para la fe cristiana adherida al kerigma que proclama la doctrina de Jesús sigue teniendo sentido aquella antigua expectativa de la iglesia primitiva de que entre razón natural y kerigma debía de existir una armonía profunda. Por tanto, si la razón ha avanzado en la modernidad hasta superar la razón grecorromana, podrá entonces esperarse una reinterpretación desde la modernidad que arroje nueva luz en el entendimiento del cristianismo. La racionalidad moderna ha sido descrita como nueva imagen del mundo en la Era de la Ciencia (capítulo IV) y, como corolario, hemos analizado la antropología filosófica en la Era de la Ciencia, por cuanto hemos preguntado cómo en ella queda el hombre abierto a las preguntas, enigmas, hipótesis y opciones metafísicas envueltos en su búsqueda del "sentido del Ser" (sección 2 de este capítulo). Por tanto, ¿permite la "racionalidad moderna" un entendimiento más profundo de la armonía entre razón y kerigma cristiano? Esta pregunta ha orientado desde el principio nuestro ensayo al constatar la crisis de la religión en la modernidad. Para responderla hemos ido estableciendo con rigor lógico el contenido de los capítulos que nos conducen finalmente a construir la respuesta esencial de este ensayo.



3.1. Armonía entre kerigma cristiano y racionalidad moderna


La expectativa es, en efecto, que esta armonía existe. ¿Cómo entenderla? Hacerlo exige una argumentación que muestre la congruencia armónica entre ambos extremos. El resultado de esta argumentación sería el "paradigma de la modernidad" en la interpretación del cristianismo. Este "paradigma" no es solo una sentencia o una idea sencilla (aunque pueda haber formulaciones pregnantes que ofrezcan quizá con mayor fuerza la esencia de la nueva comprensión del kerigma): es un sistema complejo de explicaciones que, en general y en detalle, exponen el cristianismo desde los múltiples parámetros de la imagen de lo real en la Era de la Ciencia, así como desde las inquietudes existenciales contempladas en la antropología filosófica del hombre moderno. Ya el paradigma antiguo no se reducía solo Platón o Aristóteles sino que suponía una referencia multiforme a las formas variadas de pensar en la cultura grecorromana de referencia (en lo filosófico, lo social, lo religioso, lo político, lo estético). Lo mismo debería ocurrir con un eventual nuevo "paradigma de la modernidad": su intento de entender el cristianismo debería contener una referencia multiforme a los muchos perfiles de la cultura moderna.


La expectativa cristiana de alcanzar una hermenéutica más profunda en la modernidad se construye desde la persuasión de que el kerigma proclamado en la tradición es lo que es y no puede cambiarse. La iglesia cristiana se sabe desde el principio depositaria y proclamadora de los hechos y de las palabras de Jesús, bajo la inspiración y la asistencia del mismo Espíritu de Jesús. Hermenéutica no significa revisión del kerigma sino su entendimiento más profundo desde la idea de la realidad creada por Dios -la Voz del Dios de la Creación-, tal como debe ser iluminada desde los diferentes aspectos de la cultura moderna.


Armonía entre el "Dios de la Creación" y el "Dios de la Revelación". Por consiguiente, el supuesto de referencia tiene siempre dos polos. Por una parte, la creencia en que el universo ha sido creado por Dios. Su obra creadora debe responder, por tanto, a los planes de Dios: a su designio creador establecido como la ley natural de acuerdo con la cual el hombre debe construir su existencia. No solo se trata de la creación del universo físico o viviente, sino de las condiciones objetivas que crean el marco de lo que deberá ser la vida humana y de la forma en que el hombre podrá relacionarse con Dios. El Dios de la creación es el Dios que crea las condiciones que conducen la historia real de los hombres hasta la modernidad. Dios, pues, ha hecho patente su designio "antrópico" en la creación: es la Voz del Dios de la Creación que apunta a lo que podríamos llamar un "diseño antrópico" (orientado al hombre). Pero, por otra parte, si se admite que Dios se ha manifestado a través de la doctrina de Jesús proclamada en el kerigma, debe admitirse que la Voz de la Revelación es también la misma Voz del Dios de la Creación. Son dos manifestaciones del mismo Dios que deben estar en armonía. Lo hecho en la creación debe estar en armonía con lo dicho en la doctrina de Jesús (con el kerigma). De ahí surge la expectativa de búsqueda de armonía: una armonía que en la modernidad debería superar aquella armonía provisoria que se alcanzó en el paradigma antiguo.


Iluminación bidireccional. Debería ser una iluminación bidireccional: la obra de la creación debería permitir entender qué quiere decir Dios en la revelación; pero las expresiones de la doctrina de Jesús proclamadas en el kerigma deberían permitir también conocer mejor la forma y los objetivos de la creación divina. Esta tensión iluminadora es bidireccional: al producirse su acoplamiento se produce la armonía. Se entiende que la Voz del Dios de la Creación es la misma Voz del Dios de la Revelación y entre ambas Voces debe producirse un enriquecimiento armónico. La lógica de la creación y la lógica de la revelación deben acudir a un encuentro bidireccional inequívoco. No es solo que el conocimiento más profundo del mundo creado ilumine la revelación, sino que esta permite entender mejor cómo y por qué la creación es como realmente es. El hombre moderno debe "sentir" e "intuir", además de entender por la razón, que su vida en el mundo, en la sociedad y en la historia moderna, tiene una profunda coherencia con la realidad que contempla la proclamación del kerigma.


Iluminación provisoria, abierta y crítica. Debemos hablar de iluminación provisoria, abierta y crítica, en el sentido de que uno de los extremos -la Voz del Dios de la Creación-debe ser interpretada por la razón humana que es por su propia naturaleza provisoria, abierta y crítica. Lo que en otros tiempos fue considerado armónico y definitivo (el kerigma y la razón grecorromana) se contempla hoy solo como provisorio y superado por el ejercicio abierto y crítico de la razón. Por tanto, la iluminación bidireccional construida por el discurso teológico antiguo, y también por el moderno -entre racionalidad moderna y kerigma-, no es una "verdad absoluta" sino solo una interpretación perfectible, abierta y crítica. Solo una hermenéutica posible que siempre deberá distinguirse del kerigma fundante. Toda hermenéutica es siempre superable quizá en el futuro, al igual que, con toda probabilidad, será superado en nuestro tiempo el paradigma antiguo y como lo será también el paradigma de la modernidad en el futuro.


El fundamento normativo: Escritura y Tradición. Aunque la teología que explica la armonía entre razón y kerigma es histórica y revisable, la fe cristiana tiene, sin embargo, un fundamento normativo cuya lógica nació al entender la iglesia primitiva que la Providencia divina debía haber "inspirado" la Escritura y "asistido" a la Tradición en su interpretación. Cuando la teología, por tanto, ve que debe proceder a una nueva reinterpretación del kerigma queda referida a un fundamento normativo. Es la fijación del kerigma en la Escritura y la acción viva de la iglesia siempre "asistida" por el Espíritu en un proceso dinámico abierto continuo (capítulo II). La iglesia cree, por tanto, que para regular esta progresión abierta de las "teologías o hermenéuticas históricamente dependientes", hay una referencia estable que se funda en la Providencia de Dios que "inspira" la Escritura y "asiste" a la Iglesia para mantener el kerigma en la historia (tradición como proceso abierto). Esta norma no aseguraría el haber llegado a la comprensión final del contenido de la revelación, pero haría admisible que las "teologías" (hermenéuticas) son posibles y necesarias, pero no absolutas, explicaciones del kerigma cristiano. Así, la iglesia consideró que las teologías del paradigma grecorromano eran "aceptables" (pero no absolutas). Igualmente, deberá ser la iglesia la que considere si las teologías de un nuevo eventual "paradigma de la modernidad" son "aceptables". El nuevo concilio que postulamos debería avalar la hermenéutica del cristianismo en nuestro tiempo, pero no absolutizaría esta nueva visión del cristianismo que seguiría estando abierta en la historia (capítulo VIII).


El método para el análisis de congruencia. Un método posible de examen de la eventual armonía entre kerigma y racionalidad moderna podría consistir en segmentar en bloques el contenido de la proclamación kerigmática (capítulo II) para ir examinándolos ordenadamente desde la imagen de las cosas en la racionalidad moderna. El resultado de este examen sería la iluminación bidireccional que ha sido mencionada (en caso de existir); Se iría entendiendo así que la Voz de la Revelación nos está hablando en el mismo lenguaje de la Voz de la Creación (conocida por la imagen de lo real en la Era de la Ciencia). El "paradigma de la modernidad" iría naciendo así a medida que constatáramos cómo la racionalidad moderna permite descubrir con mayor profundidad la Revelación proclamada en el kerigma cristiano. Teniendo en cuenta siempre, como dijimos, que la expectativa de armonía no es nunca absoluta, ya que la razón es provisoria, abierta y crítica, y además la fe cristiana sabe que el kerigma proclamado tiene contenidos que van más allá de la razón natural (verbi gratia, el misterio de la naturaleza trinitaria de Dios).



3.2. Armonía entre la Voz de la Revelación y la Voz de la Creación


Por consiguiente, ¿existe armonía entre el Dios de la Revelación y el Dios de la Creación? El Dios de la Revelación es el Dios manifiesto en la eventual revelación proclamada por el kerigma cristiano. El Dios de la Creación es quien eventualmente ha creado un mundo que responde a la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (en el supuesto aceptable de que debe ser más correcta que la imagen del paradigma grecorromano antiguo). El Dios de la Creación no solo produce el universo físico sino el tipo de hombre que se hace posible en el universo real (antropología filosófica). Por ello, para entender la Voz del Dios de la Revelación es esencial atender a la antropología filosófica del hombre posible en el universo creado por Dios. La Era de la Ciencia es la Era que hace posible al hombre moderno, tal como hemos descrito en la secciones anteriores de este capítulo. El hombre de la modernidad, surgido en un universo autónomo, constata la borrosidad enigmática del universo, se ve abierto al enigma metafísico último y queda emplazado por las circunstancias objetivas a crear su propia vida por el ejercicio libre de sus decisiones personales. Sobre todo en la decisiones metafísicas que deberán configurar el "sentido de la vida". Hagamos, pues, una selección de los contenidos básicos de la Revelación proclamada en el kerigma (ver capítulo II) y examinemos su armonía con la imagen de lo real en la Era de la Ciencia que es, en definitiva, una imagen del hombre real, del hombre de la modernidad, abierto a configurar libremente, por el uso de su razón-emocional el sentido de su existencia.



3.2.1. El eterno designio de Dios en la Creación


Un Dios fundamento del Ser y del designio creador. El kerigma proclama la existencia de un Dios Uno y Trinitario que constituye el fundamento del Ser. El mundo es creado de la Nada y no tiene en sí consistencia alguna: existe porque Dios lo crea y lo mantiene en el ser por una creación continua. La creación del mundo responde a un eterno designio divino (una voluntad de crear orientada a objetivos que explican la forma de la creación). El plan de Dios -la finalidad de la creación-es crear al hombre para hacerlo partícipe de la vida divina. Así, la forma de la creación se entiende como el escenario apropiado para presentar al hombre la oferta para entrar en comunión con la misma Divinidad Trinitaria. El mensaje revelado de Jesús, transmitido en el kerigma, contiene una observación decisiva sobre el designio divino: Dios quiere hacer su oferta a un hombre que acepte como persona libre la oferta divina. En otras palabras: Dios quiere hacer posible que el hombre pueda cerrarse, como persona libre, a la oferta divina; debe ser posible, si esta negación de Dios se consuma, que el hombre se haga entonces "pecador" (es decir, responsable de haberse negado libremente a la oferta divina). Dios sabía, por decirlo así, que este proyecto creador tenía la grandeza del don de la libertad. La grandeza de un diseño en que el hombre y Dios se interpelan de "tú a tú". Pero esa misma libertad real haría también real el pecado: la realidad de una humanidad cerrada a Dios por el pecado. En este sentido, la estirpe humana iba a ser pecadora. Bastaría el pecado de uno para que en la humanidad se hubiera consumado el pecado. A los ojos de Dios no solo la humanidad estaba atrapada por el pecado, sino que la misma creación estaba también sometida a las consecuencias del pecado. Aparte del pecado que pudiera asumir un hombre individual, la humanidad en su conjunto estaba así afectada por un pecado de la "estirpe humana como tal". ¿Tenía sentido que Dios emprendiera entonces la creación de una humanidad pecadora? El kerigma cristiano se hizo eco de algo que entendió esencial en la revelación predicada por Jesús: que Dios había tomado desde la eternidad la decisión de asumir y, al mismo tiempo, perdonar el pecado del hombre y de la humanidad. Esta voluntad divina de salvar ("redimir") del pecado había hecho posible la creación, nacida así de la misericordia divina ante el pecado. Donde sobreabundó el pecado (en la humanidad) sobreabundó la Gracia (por parte de Dios). Pero la predicación de Jesús había también revelado que, dada la naturaleza trinitaria de Dios, esta voluntad divina salvadora era obra del Verbo, segunda Persona de la Trinidad. El designio divino, por tanto, era el plan de crear un mundo para la libertad y de asumir el pecado que esa libertad llevaría consigo. La obra creadora y su eterno designio es emprendida por Dios en su unidad ontológica. Sin embargo, la doctrina de Jesús que describe la naturaleza trinitaria de Dios -más allá de cualquier atisbo de la razón natural-transmite en el kerigma cristiano matices importantes de la participación de las tres Divinas Personas en la obra creadora que corresponden a rasgos inmanentes de la ontología misma de la Divinidad Trinitaria. El Padre que funda el Ser de toda realidad, produce y mantiene en el ser a toda la creación; el Hijo o Verbo en que consiste la Sabiduría, el Logos, que diseña la obra creadora, asume el pecado, la redención, la encarnación y la obra de Cristo, encabezando ante Dios a la Humanidad a la que el Dios Uno concede la Gracia de la creación; el Espíritu Paráclito que constituye el Amor interno de la Trinidad y que funda la obra creadora del Padre y el diseño cristológico de la creación, ya que toda la obra del Dios Uno se asienta en su esencia como Amor o donación expansiva de sí mismo. La obra de Dios, incluida su voluntad de redención y perdón, es obra del Dios Unitario: así el Espíritu de Dios que todo lo abarca es el Espíritu del Padre, el Espíritu del Hijo y el Espíritu Santo. No son "tres" Espíritus, ni tres entidades divinas diferenciadas e independientes. El Dios revelado es la perfecta unidad de Acción y de Vida que supone conciencia de ser Padre (principio y fundamento del Ser), conciencia de ser Hijo (imagen de Sí Mismo como Logos o Sabiduría Divina) y conciencia de ser Espíritu Santo (ser el Amor que inunda la realidad interna de Dios). El Dios revelado en Jesús se muestra en diálogo interno consigo mismo: tres sujetos dialogales (el Padre, el Hijo y el Espíritu) que representan aspectos especiales de la Vida Interior de la Divinidad y de la obra ad extra emprendida en el designio de la Creación. Apelar al Dios cristiano no puede implicar diferenciación: dirigirse al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo, es dirigirse a la unidad inmanente del Dios trinitario es dirigirse al Padre que principia y fundamenta el Ser como "padre", al Hijo o Sabiduría eterna del Padre que diseña y realizada la obra creadora en Cristo y al Espíritu Santo como Amor que vincula interiormente toda la realidad inmanente de Dios. Los conceptos utilizados en el kerigma (presentes algunos en las Escrituras y otros en la hermenéutica teológica posterior), para entender la realidad inmanente del Dios trinitario, como son generación, persona, relación, amor, sustancia, hipóstasis, espiración, etc., deben considerarse solo aproximaciones analógicas, en el fondo insuficientes, que apuntan (y también en cierta manera ayudan a precisar en lo que cabe) el insondable Misterio revelado por Jesús, del que nos quiso dejar vestigios en sus palabras y en sus obras.


La historia del Jardín de Edén. Esta narración del teólogo bíblico, que se encuentra en Génesis 1,11, fue explicada literalmente durante mucho tiempo. Hoy se entiende como una narración que el teólogo judío concibió para dar sentido a la historia. En ella se expresaban de forma mítica y ejemplar contenidos teológicos que, sin duda, formaban ya parte de la doctrina común de entonces. Pero el kerigma cristiano asumió esta narración como criterio iluminador de la doctrina proclamada por Jesús (como asume igualmente el Antiguo Testamento como prólogo de la revelación final en Cristo). Esta historia "primordial" de lo que, en el supuesto de su autor, presumiblemente aconteció en los primeros tiempos (ver capítulo II) nos dice que Dios creó un Jardín de Edén, el Paraíso, donde no existían dolor ni sufrimiento y donde el hombre tenía al alcance de la mano para comer el Árbol de la Vida. Sin embargo, en ese mismo Paraíso colocó también Dios otro árbol: el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Con cierta imprecisión comenta el autor bíblico que Dios prohibió a Adán y Eva que comieran de ese árbol, pero la serpiente les tentó diciendo: si coméis del árbol de la ciencia del bien y del mal, seréis como dioses. Una vez consumado el pecado (comer del árbol prohibido) Dios decidió expulsar a nuestros primeros padres del Jardín de Edén, poniendo en sus puertas ángeles con espadas de fuego para impedir que entraran. Es claro que esta historia se construyó para comunicarnos un mensaje teológico (o sea, una interpretación del designio divino en la creación). La historia es verdadera, y existe realmente lo que en ella se narra, aunque no lo sea literalmente. La primera enseñanza es decirnos que Dios hubiera querido crear al hombre sin la carga del sufrimiento, situándolo en un Paraíso. Pero en todo caso Dios quiso que el hombre pudiera abrirse a Dios (aceptando su palabra) o rebelarse contra El (comiendo del árbol de la ciencia para hacerse como "dios"). En el Paraíso el hombre debía ser, en todo caso, libre para poder pecar. Por ello, al consumarse el pecado, entendió Dios que no podía seguir manteniendo al hombre en el Paraíso y lo expulsa al mundo real que conocemos: el mundo de la indigencia, dolor, sufrimiento y muerte. Esto contiene una enseñanza importante: Dios ha aceptado el sufrimiento porque el hombre pecador en el Paraíso -en posesión ilimitada de la Vida- se habría separado de Dios. Pero, en la vida real, el dolor y el sufrimiento, la indigencia, van a reconducir al hombre a Dios. Un contenido teológico del kerigma cristiano entendió que, de acuerdo con la doctrina de Jesús, la muerte había entrado en la historia por el pecado (el pecado de nuestros primeros padres). Dios, en su Providencia creadora, había aceptado un mundo de muerte para que el hombre abierto a la posibilidad del pecado (de hacerse como Dios), es decir, libre, se abriera desde la libertad a la oferta de comunión trinitaria hecha por Dios en la creación.


La creación en la Era de la Ciencia. No queremos afirmar, por supuesto, que la ciencia hable como tal de la "creación" (capítulo IV). Pero, si Dios es el creador del mundo, el resultado de la creación, constatado en la ciencia, debe ayudarnos a los creyentes a entender el plan de Dios. Lo que Dios ha hecho es, en último término, lo que el hombre tiene delante de los ojos y puede describir por la razón. El supuesto de que partimos es que la ciencia moderna constituye la descripción más correcta a la que, de momento, ha llegado la razón humana; más correcta, cabe suponer con sensatez, que la del paradigma grecorromano. ¿A qué nuevo entendimiento del kerigma cristiano nos lleva?


La imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (capítulo IV) conduce a la filosofía de un universo enigmático, borroso, que no impone una Verdad única, sin alternativa, puesto que la razón científico-filosófica es tanteante, hipotética y crítica. La descripción del universo parte de un estado primordial (big bang) que de acuerdo con los principios y leyes de la materia naciente es capaz de generar por evolución todos sus estados internos en cada momento del tiempo. Estamos hablando de estados físicos, biológicos y psíquicos, y cada uno de ellos con su complejidad propia. Es un universo autónomo (cuya ontología y leyes propias explican los estados de su propia evolución). Sin embargo, autonomía procesual del sistema no significa eo ipso autosuficiencia. La razón científico-filosófica, como veíamos, intenta conocer la autosuficiencia del universo real y se refiere por ello a dos posibles hipótesis metafísicas de coherencia última: la Divinidad transcendente y una Pura Mundanidad sin Dios. Por consiguiente, la Era de la Ciencia hace posible concebir argumentos razonables para considerar que Dios es el fundamento del Ser, diseñador racional y creador del universo. Pero esta hipótesis no es única ni necesariamente impuesta. Es posible y debe ser asumida por la voluntad personal del hombre libre que se inclina racionalmente a ella. Al mismo tiempo, la razón construye también la hipótesis alternativa del universo autosuficiente, puramente mundano, sin Dios. La apertura a estas dos hipótesis es, por otra parte, el supuesto de partida en que se funda el discurso del hombre en la antropología filosófica, tal como hemos visto.


En consecuencia, el creyente debe entender que el Dios de la creación ha querido que el universo tenga una naturaleza tal que, visto desde dentro por el hombre, lo hace esencialmente enigmático. El universo es tal como Dios ha querido y la razón científico-filosófica nos dice -constata con la mayor fiabilidad cómo ha querido hacerlo: a saber, enigmático y sin imponer necesariamente un modo de ser entendido metafísicamente. Por otra parte, el diseño divino desde la razón natural es extraordinariamente armónico con el diseño divino creador transmitido en el kerigma cristiano. Este escenario en que Dios no se impone necesariamente deja abierta la libertad para negar a Dios y hace suavemente posible el pecado (o sea, la existencia libre al margen de Dios). La imagen del universo en la ciencia moderna es más apropiada que el teocentrismo grecorromano para una explicación del kerigma y de la teología del pecado unida a la teología de la creación. Si Dios crea al hombre libre, capaz de pecar y orientar su vida al margen de Dios, debe poder hacerlo: y, si Dios hubiera impuesto en el universo por la fuerza necesaria de la razón el reconocimiento de su existencia, el hombre se hallaría en una posición casi con salida única, reconocer y acatar su existencia, sometiéndose a su voluntad. Es verdad que el hombre podría, aun así, rebelarse contra Dios, pero este "pecado" sería casi un suicidio existencial. ¿Es esta una forma respetuosa y viable de hacer al hombre libre y dejarle abierto el pecado? Parece que, si Dios ha querido hacerlo realmente libre para separarse de Él, no lo habrá hecho poniéndole de forma sesgada en la alternativa abierta entre un sometimiento racional de acuerdo con la estructura natural de las cosas y la rebelión existencial desde la irracionalidad. La naturaleza enigmática de la realidad muestra, en cambio, la finura del diseño creador para hacer realmente posible la libertad: el hombre que quiere vivir en la mundanidad sin Dios puede hacerlo situándose en el ámbito que Dios ha dejado abierto racionalmente, el de la pura mundanidad sin Dios. El universo mueve al hombre a abrirse a Dios y es conducido por Dios a aceptar la invitación a la filiación divina. Pero Dios no se impone, porque el hombre cerrado a Dios halla una salida natural en la pura mundanidad sin Dios. Esta salida natural ha tomado forma en la estructura de la realidad creada por Dios.


Este universo de metafísica borrosa que podría ser puramente mundano y que hace posible el pecado, en que se consuma realmente el pecado -dejando a la creación y a la humanidad sometidas al pecado-, es el que Dios ha aceptado, querido, redimido, hecho posible por la voluntad de su eterno designio asumida por el Verbo. Al constatar el borroso universo de la razón científico-filosófica se entiende hasta dónde ha llegado, desde la misma estructura ontológica radical de la creación, el designio de hacer posible la dignidad libre del hombre. La ley natural de la creación no es el teocentrismo de la imposición de un orden divino, sino la ley de la libertad que dona al hombre la tarea de crear su propia vida. El orden natural creado por Dios es el de la creatividad humana en la historia para asumir en libertad un orden divino de libertad. Esta nueva perspectiva, además, concuerda perfectamente con la historia paradigmática del Jardín de Edén. Como hemos visto, en todo caso quiere Dios que el hombre tenga al alcance de la mano el árbol de la ciencia del bien y del mal. Es así la opción viable a comer, a pecar (distanciándose de Dios), haciéndose como Dios en el mundo, como dueño y señor absoluto de la realidad al margen de Dios. El árbol de la ciencia se nos presenta -desde el conocimiento del mundo real-como imagen de la pura mundanidad abierta al hombre como posibilidad de asumir el pecado "haciéndose señor y dueño absoluto de la realidad".


La Era de la Ciencia nos muestra, pues, un hombre en el universo creado que refleja la doctrina de Jesús o Voz del Dios de la Revelación. a) Muestra un universo enigmático que, aunque no impositivamente, apunta a la existencia de un Dios fundamento del Ser, creador y sostén del universo, principio y fin de todas las cosas (el Padre). b) Muestra un universo autónomo, que se hace a sí mismo con dolor en el drama de la historia, que permite la dignitas de construir la propia vida en la libertad teniendo que decidir el sentido metafísico de la vida ante enigma de un universo borroso (el Hijo, el logos cristológico). c) Muestra que Dios, de haber creado -o sea, si el mundo es creado y refleja su designio-, se ha "dado a sí mismo" en un universo autónomo (ha obrado con Amor) y ha emplazado al hombre a "donarse a sí mismo con libertad a Dios dejándose impulsar por la fuerza del Amor" (el universo es un designio que compromete al hombre frente al Amor, tal como vemos en la esencia de la religiosidad natural), mostrándose así un universo que impulsa hacia el Amor (el Espíritu Paráclito).


Sufrimiento y sentido de la autonomía del universo. La creación autónoma del universo (constatada cuando la ciencia conoce la suficiencia evolutiva de la ontología y de las leyes de la materia para explicar la producción de todos sus estados en el tiempo) se presenta así como un elemento esencial en el plan creador de Dios. Esta autonomía, en efecto, favorece que la hipótesis puramente mundana sea posible. El diseño creador debía hacer posible tanto el acceso a la hipótesis de la Divinidad como a la hipótesis puramente mundana y esto no habría sido fácil si el proceso evolutivo fuera inexplicable y necesitara la intervención de un "Dios tapa agujeros". Por ello, el proceso evolutivo autónomo supone ir accediendo a la vida poco a poco, a través de la muerte, el sufrimiento, la contradicción, la lucha por la vida, que van acercando a la perfección. La autonomía supone "hacerse a sí mismo" y esto lleva al designio evolutivo y al acceso a la perfección a través del drama dialéctico de la afirmación y de la negación. Dios crea, pues, un mundo autónomo e indigente que responde a un designio orientado a la libertad, a crear la posibilidad del pecado y a conducir suavemente la existencia a enfrentarse con la oferta de la filiación divina. El kerigma cristiano proclama así que el mal y el sufrimiento son consecuencia de un designio creador que asume el pecado. Igualmente, la historia del Jardín de Edén explica claramente que pudiera haber habido una creación sin sufrimiento y sin muerte, aunque siempre con la presencia cercana del árbol de la ciencia. El pecado, como hemos visto, es causa de que Dios expulse a la especie humana del Jardín de Edén. Es entonces cuando Dios crea el mundo real según un plan en que juega un papel determinante la autonomía de un mundo en evolución y en el que se accede a la vida a través de la muerte y del sufrimiento. Dios acepta crear un universo dramático, con sufrimiento, como sistema autónomo que haga posible la libertad, pero para ello debe evolucionar hacia la perfección a través de la vida y la muerte. Además, acepta el sufrimiento porque será la ocasión de que el hombre se convierta hacia Dios, única posible fuente de la plenitud. La Era de la Ciencia ha contribuido, por tanto, a conocer cómo es realmente este universo autónomo que, por la fuerza de la evolución, se ha ido "haciendo a sí mismo" a través del drama del ascenso evolutivo hacia la perfección por la superación (muerte) de la imperfección. El mundo real se presenta así como un diseño que nos hace entender de qué forma ha hecho Dios posible la conjunción de la autonomía del universo, del enigma sobre su fundamento metafísico (la libertad) y del drama de la vida que hace posible tanto la autonomía como la indigencia del hombre (el sufrimiento que, a pesar de su autonomía, ya fuera del Jardín de Edén, le impulsará a buscar la plenitud en Dios). La facticidad del Cosmos evolutivo, dramático, autónomo y autocreador de sí mismo, es congruente con la imagen de la forma que debía tener el universo según el diseño creador para la libertad en la Voz del Dios de la Revelación manifestada en Jesús.


El Misterio de Iniquidad puramente mundana: ángeles y demonios. Es un hecho, según lo expuesto, que la imagen de lo real en la modernidad, tal como intencionalmente ha sido creada por Dios, describe un universo enigmático que ofrece a la libertad del hombre la posibilidad de ser entendido de una forma puramente mundana, sin Dios. El universo ofrece, pues, "comer del árbol de la ciencia" para "ser como un Dios en el mundo"; para sentirse dueño y señor de la realidad. Esta estructura cósmica constituye por sí misma una fuerte atracción tentadora para el hombre. Por ello, quienes se sitúan frente a Dios se sienten molestos por la fe de quienes reconocen a Dios. Nace en ellos una agresividad contra lo religioso, ya que, si fuera cierto, pondría en cuestión la opción puramente mundana de los no religiosos. El hombre vive, pues, en un ámbito mundano que le induce, le mueve a rechazar a Dios: es la contradicción de un Dios que permite el Mal, el drama de la historia, y que calla en un universo enigmático. En el hombre se manifiesta dentro de sí una voz personal, que es su propia persona, que le lleva al desánimo y a la desesperanza. Fuera de él, la entidad personal de quienes no creen constituye un cuerpo que le insta de tú a tú a situarse en la increencia. El mundo descrito en la modernidad hace entender que esta es la situación real del hombre. Desde esta experiencia se entiende perfectamente que el kerigma se refiera al árbol de la ciencia, a la libertad que conduce al pecado y al mundo de la increencia como Misterio de Iniquidad (verbi gratia, en san Juan o en el Apocalipsis) que se enfrenta a la creencia. En conexión con la Iniquidad, la Escritura aceptó, como vimos (capítulo II), la creencia en ángeles (que inducen hacia Dios por un impulso personal) y demonios (que inducen personalmente a cerrarse a Dios, como hace la serpiente en el Jardín de Edén). El hombre se rebelaba contra el teocentrismo y el orden de la razón porque el Maligno, las fuerzas demoníacas personales inducían con fuerza al error. En la Edad media se insistió en los demonios especiales correspondientes a cada uno de los pecados capitales. Pero, ¿cómo entender la realidad de ángeles y demonios? ¿Deben verse, según la fe, como seres personales, como poderes intermedios creados por Dios, de acuerdo con las creencias ordinarias en las culturas antiguas de Mesopotamia y del Oriente Medio? Notemos el hecho de que, al desaparecer el teocentrismo del paradigma antiguo, queda de manera clara delimitado realmente un ámbito mundano creado por Dios como Misterio de Iniquidad en el que "fuerzas personales" inducen al hombre a la negación de Dios. Detrás, pues, de los conceptos bíblicos podría esconderse quizá la realidad que ha sido entendida en la modernidad. Es decir, de la misma manera que la historia del Paraíso se interpretó literalmente durante mucho tiempo y hoy se entiende la forma en que esa historia nos habla de la realidad de otra manera, así igualmente quizá la realidad que expresan ángeles y demonios tampoco debiera entenderse en sentido estrictamente literal. ¿Debe hacerse así? No lo sabemos. Según la lógica de la fe cristiana (capítulo II), el kerigma ha hablado hasta el presente de ángeles y demonios con toda claridad, se trata de una temática incluso mencionada en concilios y documentos recientes del magisterio insisten en su condición personal. Es, pues, lo que deben aceptar los creyentes. Sin embargo, se trata de una cuestión de fe y de teología que debería estudiarse y clarificarse, ya que, por una parte, sabemos que la cultura hebrea está dentro de las Escrituras y, por otra, la iglesia sigue hoy estando "asistida" por el Espíritu para hacer frente a cuantos problemas teológicos plantee la interpretación y la proclamación del kerigma en nuestro tiempo.


La ontología del Dios del kerigma y la ontología de la ciencia. El kerigma proclama la existencia de un Dios que crea el universo de la nada; es decir, a partir de la ontología primordial de la misma realidad divina. Ese Dios hace que el universo nazca y lo sostiene en el ser continuamente por una acción creadora persistente. En alguna manera misteriosa el universo está "hecho de Dios", es abarcado desde dentro por Dios en su totalidad y el Espíritu divino aletea en todas las cosas con su presencia dialogal en el interior del espíritu de los seres humanos. El Dios Trinitario revelado por Jesús está presente por las tres Divinas Personas en todo lo creado. El Espíritu del Padre que sostiene la ontología del universo; el Espíritu de Jesús, la Sabiduría del Verbo que en el diseño cristológico de la libertad explica el sentido y la forma de la creación; el Espíritu Paráclito por quien el impulso del Amor esté presente en todas las cosas. Esta ontología divina unitaria de la creación se ha topado históricamente con dos dificultades conceptuales que entorpecían su entendimiento. Primero, la ontología dualista del paradigma grecorromano: la materia platónica con la que el Demiurgo hace el mundo, el dualismo platónico o aristotélico, reinterpretado después en la patrística y la escolástica. Segundo, el reduccionismo nacido de la mecánica clásica que, llevándolo a sus últimas consecuencias modernas, nos ofrecería la imagen de un universo robótico donde la conciencia sería solo un epifenómeno sin función y sin explicación. Pero, frente a esto, la imagen de la Era de la Ciencia nos presenta, como veíamos, una ontología monista y holística del universo. Una ontología de campos y unidades ontológicas en las que se habría producido por la materia fermiónica la aparición del mundo mecano-clásico que permitiría un mundo de objetos diferenciados (esencial para la vida, como veíamos). Pero, sin embargo, la imagen científica actual, monística y holística, del universo nos hace entender que la diferenciación macroscópica mecano-clásica es un episodio, pero que la ontología profunda de la materia son los campos h9lísticos que causan la emergencia del psiquismo porque la "sensibilidad-conciencia" pertenece a la ontología primigenia que constituye el universo. Es, en último término, la ontología misma de Dios como fuente primordial de la sensibilidad y de la conciencia de que participan los seres creados. En este universo unitario y campal aparece siempre la referencia a un fondo explicativo constituido por el mar de energía, el universo implícito, el fondo universal del vacío cuántico que el creyente puede entender como referencias que apuntan "primitivamente" a la ontología fontal de la Divinidad que el kerigma cristiano proclama. En conclusión, parece que la imagen de la ontología del universo que va abriéndose paso hoy, más allá del reduccionismo, en la ciencia moderna hace más inteligible la ontología del Dios creador proclamada en el kerigma. Con una capacidad iluminadora mucho mayor que la ontología dualista del paradigma grecorromano. En el capítulo IV hemos podido seguir en detalle la emergencia de esta nueva física, no-reduccionista, que, en conjunto, permite entender con mayor verosimilitud la idea de una Divinidad fundamento del Ser que es al mismo tiempo el fondo de todas las cosas y la causa fontanal del psiquismo del hombre.



3.2.2. El Misterio de Cristo


La proclamación del kerigma está centrada en la persona de Jesús. No solo es que el cristiano se adhiera al mensaje transmitido por Jesús, sino que Jesús mismo es el mensaje. Es más, su doctrina explica quién es Jesús y anticipa lo que constituirá el centro esencial de su mensaje: el misterio de su Muerte y de su Resurrección. Es lo que llamamos el Misterio de Cristo en cuya proclamación revela Jesús el Misterio de Dios. Fue explicado en los diversos sistemas de teología encuadrados durante siglos en el paradigma grecorromano. Ahora bien, ¿cómo se entiende el Misterio de Cristo desde la Era de la Ciencia? ¿Cuál es la lectura o hermenéutica del Misterio de Cristo que puede hacer el hombre de la modernidad? En principio, el hombre natural es resultado de la obra creadora de Dios: percibe, pues, por su condición natural, iluminada en la Era de la Ciencia en la modernidad, la Voz del Dios de la Creación. Es el hombre cuya antropología metafísica hemos descrito: el hombre abierto al enigma de la Cifra o del "sentido del ser" que le instala en aquella inquietud metafísica esencial que se expresaba en la pregunta final por el posible Dios oculto y liberador. El Misterio de Cristo es proclamado en el kerigma como la esencia del mensaje divino revelado, o sea, como esencia de la Voz del Dios de la Revelación: ¿qué armonía se percibe entonces entre la inquietud metafísica del hombre de la modernidad y la Voz del Dios de la Creación? ¿Cuál es la hermenéutica del Misterio de Cristo desde la antropología filosófica del hombre de la modernidad?


La Muerte y la Resurrección de Cristo como revelación del eterno designio. El kerigma que transmite la doctrina de Jesús proclama que Cristo es Dios, una Persona divina hecha carne, realidad humana. Es el Hijo de Dios, uno con el Padre y con el Espíritu en la esencia trinitaria. La Encarnación es así el fundamento de la doctrina de Jesús. Pero el mensaje revelado, no solo en las palabras sino en los hechos de Jesús, concluye en el Misterio de su Muerte y de su Resurrección. Este Misterio realiza y al mismo tiempo revela el plan eterno de Dios, su designio en la creación del universo y en el establecimiento de una relación con los hombres en la filiación divina (capítulo II). Una humanidad recapitulada en Cristo, como su cabeza, que es amada por Dios "en Cristo", en el logos cristológico que diseña el sentido de la creación. Se proclama que Cristo es el Mesías salvador, el enviado de Dios, el Ungido que anuncia y realiza en un momento del tiempo la Bendición prometida a los padres de Israel, escondida desde la eternidad en el designio divino. Revela, pues, cómo va a realizarse el cumplimiento de la Alianza entre Dios, Israel y todos los linajes de la Tierra.


El plan establecido ab aeterno se patentiza primero en la Muerte de Cristo: en ella se ve que Cristo ha elegido la vía de la kénosis, del vaciamiento total y del oscurecimiento de la Gloria de su condición divina, en palabras de San Pablo, dejándose llevar a la muerte en cruz. Al ser Cristo persona divina es la misma muerte de Dios (de la naturaleza humana de la única persona divina de Cristo); es, pues, el anonadamiento máximo de la Divinidad creadora encamada en Jesús (aunque no en el sentido ontológico intratrinitario, como después se explicará). Extraordinario misterio que, sin embargo, es· anunciado con firmeza en la proclamación kerigmática. Al mismo tiempo se proclama que la muerte de Dios en la cruz realiza y revela en un momento del tiempo la "Redención" de la humanidad sometida a las consecuencias del pecado universal. Cristo, el Verbo de Dios, por su muerte en cruz asume, toma sobre sus espaldas y perdona el pecado humano, de acuerdo con el eterno designio del Dios Uno en las tres Divinas Personas. Al decidir la Trinidad crear el mundo y hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza se hace así posible el diseño cristológico de la historia. Pero lo que Cristo acepta es la kénosis que, en realidad, hace posible la libertad, el pecado y la santidad de los hombres en la historia. En otras palabras, la kénosis divina hace posible la creación en que el anonadamiento divino dejará abierta la puerta real a la negación libre de Dios que constituye el pecado. El vacío cósmico en que Dios anonada la Gloria de su Divinidad y establece la Sabiduría de la historia de la salvación en el orden creado es la obra del Verbo que, tras su encarnación, se constituirá en Cabeza de la humanidad, haciendo entrar a los hombres en la filiación divina como "hermanos de Jesús". En este sentido la creación del mundo que vemos es debida a la cruz de Cristo que realiza y revela la decisión eterna del Verbo de Dios en unidad con el designio trinitario.


Pero el eterno designio se realiza y revela también en la Resurrección de Cristo. Tras haber sufrido realmente la muerte (en su naturaleza humana) Cristo resucita de entre los muertos con un cuerpo nuevo espiritual, el cuerpo de una nueva creación de la que Cristo es primogénito. La tumba vacía (que desde la fe tenemos la seguridad que se produjo) es el signo de Dios para mostrar que el Cristo que se manifiesta sorprendentemente a los discípulos ha resucitado y es ya el cuerpo glorioso. El kerigma primitivo entendió y proclamó que Cristo anunciaba por la Resurrección que la actitud divina ante la historia -la kénosis en la cruz-no era la última palabra de Dios. A la kénosis de Cristo, inoperancia y anonadamiento del poder de la Divinidad ante el mundo sometido al pecado -o sea, al momento del escenario de la historia humana en que el hombre debe decidir su voluntad ante Dios-le seguirá el escenario final en que Dios se manifestará a los hombres como el Dios liberador que realiza la Bendición prometida en la Alianza con Israel. Pero el kerigma es consciente de que esta liberación final es metahistórica: es la resurrección que supone pasar por el trance de la muerte y que hace entrar en la nueva creación transcendente. Cristo es así el primogénito que, por su resurrección, anticipa, realiza y anuncia, el camino de liberación metahistórico que deberá recorrer la humanidad.


El Misterio de Cristo, de su Muerte y su Resurrección, es la síntesis esencial del kerigma. Todo debe ser entendido a la luz de este Misterio. Explica por qué el universo ha sido creado, cuál es su sentido, cuál es la posición de Dios ante la historia, qué es el hombre, cómo llegará a la liberación y cuál es el final de la historia. Explica las teologías de la creación y del pecado, la teología del sufrimiento, la teología soteriológica (de la salvación humana), de la teología neumatológica (de la presencia del Espíritu Santo que inunda la interioridad humana con el fuego de la presencia del Amor divino) y de la salvación escatológica (metahistórica, más allá de la muerte). Al asumir Cristo la muerte real en la cruz no solo manifiesta que nos redime del pecado (crea el mundo real de la libertad), sino que también se solidariza con el dolor que va a llevar consigo la creación del mundo autónomo de la libertad. Cristo se solidariza con el dolor producido por la kénosis de la Divinidad ante un mundo autónomo que camina hacia la perfección en el proceso evolutivo desde las experiencias dramáticas de la historia humana.


Eternidad y tiempo en el misterio de la Redención. El Misterio de Cristo -vislumbrado por la palabra y los hechos de Jesús y proclamado por la iglesia en el kerigma- es el Misterio de Dios y de su eterno designio en la creación del mundo para hacer posible la filiación divina de la estirpe humana. El Misterio de Cristo realiza el Eterno Designio en el tiempo del mundo. Pero en el tiempo de Dios (que suele designarse como eternidad) es donde nace, desde el Amor trinitario originario, el logos cristológico (la voluntad del Verbo que acepta la kénosis cósmica que se hará manifiesta en el Misterio de Cristo, en su Encarnación, Muerte y Resurrección). El tiempo de Dios y el tiempo del mundo se entrelazan de una manera misteriosa. Una vez consumado el Misterio de Cristo, plenificado en la Resurrección, es la misma persona de Cristo, al resucitar desde las sombras de la muerte, ya gloriosa, la que produce la efusión del Espíritu pentecostal sobre toda la creación y sobre el espíritu humano y la que encabeza la entrada de la humanidad en la Nueva Creación en que se participa de la vida divina, sacándola de la muerte o de la no-existencia que se hubiera impuesto si no se hubiera dado el eterno logos cristológico manifiesto en Cristo. La creación y su plenitud, su origen y su final, nacen del Misterio de Cristo. Pero de la creación cósmica y de la efusión del Espíritu disfrutan todos los hombres: los de antes, los del tiempo de Cristo y los de después. En el "tiempo de Dios" (la Nueva Creación) convergen de forma misteriosa todos los hombres, los justos que han aceptado la oferta divina, que han vivido en los diferentes momentos del "tiempo del mundo". Así, todos los muertos, los de todos los tiempos, entran en el tiempo de Dios, la hora de la salvación, encabezados al unísono por el Primogénito de la Creación, Cristo, al renacer desde la muerte real, desde el mismo sheol en que estaría perdida la humanidad, por la resurrección de su cuerpo glorioso. Esta Primogenitura Soberana de Cristo que encabeza la entrada de la humanidad en la Nueva Creación es la que reflejan los textos neotestamentarios sobre el Juicio Final, en que nuevamente, de forma misteriosa, convergen la diacronicidad del "tiempo del mundo" con la enigmática sincronicidad del "tiempo de Dios" en la "eternidad".


La hermenéutica del Misterio de Cristo en la Era de la Ciencia. ¿Cuál es la hermenéutica del Misterio de Cristo en la Era de la Ciencia? Si hermenéutica es la interpretación (la forma de entender cómo una imagen, un pensamiento, un texto, conecta con la realidad), se trata ahora de preguntarnos cómo el hombre de nuestro tiempo -aquel que tiene la experiencia y la idea de la realidad que se muestra en la Era de la Ciencia (capítulo IV)-puede entender lo que significa el Misterio de Cristo que, hoy como ayer, es proclamado en el kerigma cristiano. Es decir, cómo conecta con la realidad y con la experiencia de la realidad en el hombre de la modernidad. No nos referimos a la hermenéutica desde la actualidad de lo que fue en otro tiempo la hermenéutica del kerigma desde el paradigma grecorromano. Nos referimos solo a la hermenéutica del puro kerigma de la esencia primigenia de la fe cristiana proclamado desde los primeros tiempos del marco cultural hebreo y posteriormente grecorromano. La teología actual es capaz de purificar el kerigma y exponerlo, aislándolo de sus influencias epocales, bien sea la hebrea o la grecorromana (capítulo II). La pregunta es, pues, ahora: ¿qué dice el Misterio de Cristo al hombre actual, existencial y filosóficamente situado en la Era de la Ciencia?


Hemos visto cómo el ser humano se ve constreñido por su naturaleza a un compromiso existencial auténtico: una existencia de acuerdo con su verdad en el mundo. Esta llamada existencial a "ser hombre en autenticidad" produce la condición moral de nuestra especie. Ahora bien, saber qué hay que hacer con la vida y cómo orientarla ante las preguntas metafísicas últimas depende del uso de la razón. Es la razón (natural, ordinaria y científico-filosófica) la que estudia las condiciones objetivas de la realidad dinámica del universo para construir "proyectos de existencia auténtica". Antes (en este capítulo, sección 2) nos referíamos a la antropología filosófica: la condición filosófica del hombre en la Era de la Ciencia, en cuanto abierto a un mundo enigmático y últimamente borroso (descrito por la razón científico-filosófica) que, siguiendo a Jaspers y Heidegger, le dejaba abierto al enigma de la Cifra y a la pregunta última por el sentido del Ser. El hombre de la Era de la Ciencia queda así instalado en una cierta "condición metafísica" (una manera de estar abierto al enigma metafísico y al problema existencial de deber asumir una posición existencial libre ante lo último). Por ello, esta condición metafísica del hombre de nuestro tiempo es esencialmente "problemática": es nuestra condición humana -determinada por todos los factores condicionantes de la Era de la Ciencia-la que nos sitúa inevitablemente en una conciencia de la propia vida como problema: como el inexcusable problema de deber asumir con riesgo un compromiso metafísico por sí mismo borroso y problemático.


La borrosidad que funda la esencia metafísica del problema existencial lleva a que la razón pueda delimitar dos posibles hipótesis de coherencia última de lo real: Dios y la pura mundanidad sin Dios. Si nuestro análisis existencial sobre la condición metafísica del hombre en la Era de la Ciencia es correcto (y creemos que lo es), entonces debe decirse por ello que la "problematicidad de su condición metafísica" queda centrada en dos grandes preguntas que atañen a la plausibilidad de la metafísica teísta: la pregunta por el Dios oculto y la pregunta por el Dios liberador. La condición metafísica del hombre natural le hace vivir su vida bajo el peso enigmático de estas dos grandes preguntas. En ellas termina el discurso de la razón moderna científico-filosófica, después de reconstruir el origen del universo, la evolución de la materia y de la vida, hasta la emergencia de la razón humana que es ya consciente del universo existente y que se abre a su enigma metafísico último. No perdamos de vista que el hombre antiguo, en el paradigma grecorromano, no se sentía en esta misma condición metafísica que es propia de la modernidad: se sentía, más bien, en un horizonte metafísico de naturaleza teocéntrica que determinaba su sensibilidad existencial de forma muy distinta. El hombre, según la razón antigua, se sentía en un ámbito natural en que Dios se "imponía", era "patente", por la cultura, por la sociedad, por la religión y por la razón.


Pues bien, el hombre en la condición metafísica moderna, abierto a estas dos grandes preguntas en que se "cifra" el enigma del mundo, es el que aborda la tarea de "lectura" -de hacer la hermenéutica-del acoplamiento del Misterio de Cristo a la realidad (que es la realidad de su propia condición metafísica y existencial como ser humano). El hombre moderno no siente la realidad como la sentía el hombre bajo la presión de la cultura teocéntrica antigua. Por ello puede entender la armonía extraordinaria, por una parte, entre la pregunta por el Dios oculto y la respuesta del Misterio de la Muerte en cruz y, por otra, entre la pregunta por el Dios liberador y la respuesta del Misterio de la Resurrección. Es entonces cuando la razón humana contempla la armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la Revelación. La experiencia de la modernidad hace inteligible de una forma nueva hasta qué punto de Misterio de Cristo explica el diseño creador que hace posible la experiencia humana y que ha sido querido por Dios.


La pregunta por el Dios oculto y el Misterio de la Cruz. El kerigma en que se anuncia la existencia creadora de un Dios que asume por la encarnación y la muerte en cruz la kénosis de la Gloria de su Divinidad ante el mundo, que crea la libertad que hace posible el pecado, que se anonada, humilla y vacía ante los poderes del mundo, es iluminadora y armónica con la condición metafísica del hombre natural que se pregunta por la posible realidad del "Dios oculto y en silencio", manifiesto en la cultura de la modernidad. El Verbo de Dios, en solidaridad con la voluntad unitaria del Dios Uno, de las tres Divinas Personas, manifiesta la Sabiduría (logos) de la creación en el Misterio de la Cruz. Es la respuesta directa de Dios que, en Jesús, nos dice que, en efecto, es real un Dios creador que no quiere imponer su presencia sino que asume la inoperancia de su Divinidad ante la realidad para que sea posible la libertad y el pecado del hombre. La Cruz, el anonadamiento divino ante el mundo, que la ciencia y la cultura de la modernidad constatan, deja al paradigma teocéntrico antiguo en la perplejidad y desconcierto, pero ilumina una nueva forma de entender cómo y por qué ha querido Dios crear el mundo. Desde la kénosis entiende el hombre natural por qué es real lo que se constata en la ciencia: un universo enigmático y borroso, donde es posible la apertura racional a Dios, pero donde su existencia no se impone porque queda siempre abierta la vía de la pura mundanidad. Entre la Voz del Creador en su silencioso vacío cósmico y la Voz de la Revelación que proclama en el kerigma el eterno designio de la kénosis se constata así una profunda armonía. La Voz del Dios de la Creación es la misma Voz del Dios de la Revelación. Dios "muere" en la naturaleza creada (figuradamente) y muere realmente en la cruz como manifestación del logos del eterno designio. Es la kénosis del Dios creador (la kénosis presente ya en el eterno designio trinitario que crea el universo) y es la kénosis del Verbo en Cristo que revela la profundidad y naturaleza del designio trinitario. Todo esto tiene gran coherencia y permite iluminar lo que el hombre moderno advierte en su vida. La lectura teocéntrica deja ya aquí de tener un sentido. La kénosis divina deja de verse como un sin-sentido porque la humillación divina en el mundo no es una contrariedad sobrevenida e imprevista, sino un eterno designio nacido del Amor trinitario. Una nueva luz ilumina el kerigma y esta iluminación proviene de la antropología filosófica que se ha hecho posible en la modernidad.


La pregunta por el Dios Liberador y el Misterio de la Resurrección. Pero la condición metafísica del hombre moderno le deja también instalado en otra pregunta correlacionada: el posible Dios oculto, ¿tiene una voluntad de relación con el hombre y de liberación de la historia? La apertura al enigma metafísico último de la Divinidad en el hombre moderno incluye también la cuestión sobre la posible voluntad liberadora del Dios oculto. ¿Es un Dios creador que, aunque oculto y en silencio ante la vida humana, tiene una voluntad de liberación final de la historia? Desde esta condición metafísica el Misterio de Cristo es también la respuesta revelada por Dios a una de las dos grandes inquietudes metafísicas del hombre natural moderno: el kerigma, en efecto, ve en la resurrección obrada en Jesús la liberación anticipada de la humanidad. El Dios que asume la muerte es también el Dios que, en la metahistoria, asumirá también la liberación de la humanidad. Aquí de nuevo, en armonía con el Misterio de la Cruz, el Misterio de la Resurrección muestra que la Voz del Dios de la Revelación es la respuesta a las grandes preguntas que la obra del Dios de la Creación ha dejado impresas en la naturaleza humana. La ciencia describe lo que, en alguna manera, fue ya dibujado por la visión teilhardiana: el avance de la humanidad hacia el deseado Punto Omega, la plenitud, el Pleroma, al que aspira la humanidad naturalmente. La Resurrección de Cristo es la respuesta de Dios a esta profunda aspiración profunda del hombre moderno al Pleroma o plenitud teilhardiana: es la revelación del eterno designio trinitario en que el Dios fundamento (el Padre) crea por el logos cristológico (el Verbo) y coloca a Cristo como Cabeza que introduce la Humanidad en la Metahistoria en que se cumplirá la Bendición prometida a Israel, cuando la fuerza del Amor (el Espíritu Santo) introduzca a los hombres como hijos en el interior de la vida divina.


La religiosidad natural y el Misterio de Cristo. La condición natural del hombre, abierto a las preguntas metafísicas por el Dios oculto y liberador, hace posible ya una religiosidad natural (derivada de la simple condición natural del hombre en el mundo). El hombre moderno, en la Era de la Ciencia, tiene acceso a formas de religiosidad viables, en alguna manera congruentes con la razón. En ellas, sin embargo, se produce siempre una respuesta positiva a las dos grandes preguntas de la condición metafísica humana: la creencia en un Dios oculto al que se atribuye voluntad de liberación de la historia (en este capítulo, secciones 2.3.2 y 2.3.3). Por ello, el hombre religioso natural es siempre el que acepta la voluntad liberadora de un Dios oculto, es decir, por encima de su lejanía y de su silencio. De ahí que entre el logos (sentido o razón) de la religiosidad natural y el logos de la religiosidad cristiana, que se adhiere a la creencia en el Misterio de Cristo, exista una profunda armonía. Creer en Dios por la revelación de Jesús es, en definitiva, creer que Dios, en efecto, asume su ocultamiento por la dignidad libre del hombre, realizado y manifestado en la cruz de Cristo, pero libera la humanidad en la metahistoria transcendente, que se realiza anticipadamente y se manifiesta en la resurrección de Cristo. En armonía con esto, toda forma de religiosidad natural supone aceptar la realidad de un Dios oculto que tiene, sin embargo, una voluntad de salvación metahistórica. El kerigma revela que la religión es siempre la aceptación implícita del eterno designio cristológico, asumido por el Verbo en la unidad trinitaria, de retirarse de la realidad para hacer posible la dignidad libre del hombre (la cruz de Cristo) y de salvar a la humanidad por la liberación metahistórica (la resurrección de Cristo).


Por consiguiente, el universo (que produce la vida y en que emerge el ser humano), tal como es conocido en la modernidad, es un universo "erístico", es decir, un universo que se ilumina desde el logos cristológico de la creación. El enigma cósmico que permite la libre opción humana por un sentido metafísico último y, en definitiva, que funda la libertad y la posibilidad del pecado, refleja la voluntad eterna del Verbo que conduce a una creación kenótica, manifiesta en el orden natural en que Dios calla y en la cruz del Misterio de Cristo. La apertura e indeterminación de un universo borroso y la ontología psicobiofísica que da origen a la creatividad libre del hombre en una naturaleza creadora, es reflejo del logos cristológico que realiza la kénosis al hacer posible un universo autónomo que sea escenario de la creatividad y de la libertad de la historia humana. La unidad ontológica y holística, monista, del universo conocido es congruente con la creación producida desde la ontología unitaria de Dios, como fuente de la vida, de la sensibilidad y de la conciencia: es también "erística" porque hace entender la unidad del proceso creador del Verbo en la unidad de la ontología del Dios trinitario. El universo autónomo que debe "crearse" en la evolución por el proceso de vida y muerte que conduce a la perfección natural, y que implica una historia natural y humana dramática, es reflejo del logos cristológico que crea según el diseño de asumir la cruz, el sufrimiento, para que sea posible un mundo autónomo que se crea a sí mismo en el proceso de la evolución y en el que la indigencia humana conduzca al hombre a aceptar el diálogo libre con la Divinidad. El universo que describe la ciencia aparece así como un escenario "a medida" de la realización en el tiempo del eterno designio divino de crear de acuerdo con el logos cristológico. Es el logos cristológico el que nos hace entender un cosmos con el enigma y con el drama de la historia. Es un cosmos que sería disonante con una hermenéutica teocéntrica, pero en armonía con la borrosidad metafísica de la modernidad.



3.2.3. El hombre creado


El kerigma cristiano que proclama el mensaje revelado por Jesús contiene una imagen del hombre que, por una parte, es inteligible desde la idea de la modernidad y, por otra, hace inteligible la antropología de la Era de la Ciencia. Es así la iluminación bidireccional de que estamos hablando. La idea cristiana del hombre es congruente con el perfil básico del hombre en la modernidad.


La naturaleza humana y sus principios ontológicos. El kerigma presenta una idea del hombre fundada en la antropología hebrea. La ontología dualista es consecuencia, en cambio, del paradigma grecorromano {capítulo III). Pero el puro kerigma ofrece una imagen del hombre como ser viviente que culmina el proceso creador de Dios, único en la creación por ser capaz de recibir la llamada divina. La antropología hebrea no era precisa y filosófica, pero entendía que el hombre era un ser personal capaz de la apelación divina, racional y responsable de sus actos. El conocimiento científico ha iluminado la forma en que Dios ha creado al hombre como parte del universo, hasta llegar a ocupar el puesto único que le hace destacar como posible interlocutor divino. Una vez abandonado el paradigma grecorromano (su dualismo), la tensión, y posible contradictoriedad, entre ciencia y ontología cristiana del hombre desaparece en el marco de un "teísmo monista". Pero el kerigma no presenta obstáculo alguno para que los resultados de la ciencia iluminen qué es el hombre y cómo ha surgido en un proceso creador, evolutivo y autónomo. Así, el hombre aparece como resultado evolutivo en que la razón ha emergido como una complejización final de la neurología del psiquismo animal. Representa una forma de ser real diferente e irreductible a otras formas de vida animal (aunque surgido de ellas en continuidad evolutiva dentro de una concepción monista del universo). Una vez emergida la condición neurológica racio-emotiva propia del hombre, estaría ya este maduro para abordar el cuestionamiento metafísico del sentido de su existencia y estaría preparado para recibir la apelación divina.


Creado a imagen y semejanza divina: la presencia del Espíritu. Siendo así las cosas, sin embargo, la idea del hombre en el kerigma cristiano presenta la persuasión: a) de que ha sido creado a imagen y semejanza divina y b) de que el hombre histórico real, que puede aceptar o negar a Dios, en la santidad o en el pecado, llega a la plenitud humana a través de una especial acción divina que lo constituye como tal. La persuasión kerigmática de que es así puede entenderse en armonía con la Era de la Ciencia. Veámoslo. A) La ontología del universo, desde el punto de vista de la creencia en concordancia con las modernas visiones holísticas de la ciencia (capítulo IV), es la misma ontología de Dios. El hombre, al ampliar su sensibilidad-conciencia en el sensorium divinitatis newtoniano (verbi gratia, al abrirse a la luz por la visión), posee una ontología que consiste en una participación finita de la ontología divina (la unidad campal del espacio como Espíritu, intuible a través de la imagen de la luz infinita). B) El diseño eterno creador ha hecho al hombre persona libre, en el sentido explicado: su condición personal es una aproximación a la condición personal, que sabemos trinitaria, de Dios. Dios ha ofertado la amistad al hombre de tú a tú, de persona a persona. Para hacerlo posible su eterno designio ha creado el escenario cosmológico de la historia como lugar para una apelación en libertad. C) La especial intervención de Dios en la constitución de la ontología humana no altera la continuidad evolutiva del proceso cósmico natural, sino que consiste en la presencia del Espíritu de Dios en el "espíritu" humano. En un momento de la historia que no sabemos cuándo fue, estando ya la especie humana en una condición neurológica, racio-emotiva, apropiada para ser objeto de la apelación divina, se produjo la llamada divina, la locución transcendente -misteriosa o mística-en el interior del espíritu humano (de su sistema psíquico consciente). No es posible saber si esta intervención divina que afectó a roda la especie (y sigue afectando desde entonces a todos los seres humanos) se dio en estadios antiguos del homo erectus, en el heidelbergensis, en el neandertalensis, o en el homo sapiens sapiens africano o en el ya extendido por Asia y Europa. Pero se trató de una intervención especial -sobrenatural, mística, no implicada con necesidad en la condición natural del hombre-que influyó sin duda en la civilización de la especie. El hombre se sintió extrañamente apelado en su interior desde un más allá y este hecho, además de impulsar el ejercicio de la razón filosófica, fue la causa de que poco a poco se fueran instalando en las zonas temporales, extendidas a lóbulos prefrontales y al sistema límbico emocional, las localizaciones constatadas en la neurología religiosa y filosófica (capítulo I). Esta persuasión kerigmática de que el hombre ha sido creado por un proceso en que Dios ha ido insuflándole su Espíritu (Espíritu del Padre, Espíritu del Hijo o de Jesús y Espíritu Santo, en la unidad indisoluble de la ontología trinitaria) está en perfecta armonía con la imagen del hombre en la Era de la Ciencia, ya que la creencia en esta presencia del Espíritu en el interior del hombre es entendida por el mismo kerigma como una realidad sobrenatural. No es constatable por los métodos objetivos de la ciencia, ni la fe cristiana lo pretende. Es una persuasión nacida de la adhesión a la doctrina de Jesús que el kerigma trató de proclamar en la historia. Es la presencia del Espíritu de Jesús, derramado en Pentecostés como revelación de la presencia universal del Espíritu trinitario en la creación.


La proclamación kerigmática del don de la Gracia. El kerigma cristiano es consciente de que Dios ha "agraciado" al hombre más allá de las exigencias de su condición natural. Esta persuasión dio lugar a lo que la teología posterior llamó teología de la Gracia. Es la Gracia o Don del Espíritu por el que Dios da testimonio de sí mismo en el hombre. Esta presencia no es constitutiva de la naturaleza humana, pues depende de la voluntad de Dios de hacerse presente en el hombre. Dios, creador de un universo hipercomplejo, es también capaz de hacerse presente en el interior del psiquismo humano individual (del "espíritu" humano) por obra de su ontología holística (hoy hecha verosímil por la ciencia) que abarca con su omnipresencia trinitaria toda la realidad. Por esta Gracia, Dios apela al hombre, le "llama" interiormente -sin quebrar su libertad abierta en el designio del mundo-y le mueve a aceptar su oferta de amistad. Por tanto, la aceptación (santidad) o el rechazo (pecado) de Dios por la libertad humana no solo supone aceptar o rechazar la verosimilitud racional y las posibilidades de abrirse a una religiosidad natural. Es algo más profundo: es aceptar o rechazar la presencia mística, sobrenatural, del Espíritu de Dios que apela a cada hombre interiormente para ser aceptado. Lo que en el kerigma se entiende por mérito (santidad) o demérito sobrenatural (pecado) es consecuencia, respectivamente, de la aceptación o el rechazo de la presencia sobrenatural de lo divino en todo hombre (del testimonio del Espíritu pentecostal de Jesús). En otras palabras, la pura aceptación o rechazo de Dios como resultado de las posibilidades racionales, emocionales, de verosimilitud y de coherencia, de la religiosidad natural solo podría dar lugar a hablar de un mérito o un demérito "natural" (pero nunca "sobrenatural" en el sentido de la responsabilidad final que en el cristianismo se atribuye al hombre). El pecado, por tanto, supone negar la racionalidad natural que puede inclinar hacia Dios y negar la llamada interna sobrenatural de la Gracia. Solo por la negación de la Gracia se hace el hombre "pecador" en el sentido del kerigma. Esta concepción de las cosas está también en profunda congruencia con la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia. Esta entiende, en efecto, que el universo es borroso y deja abiertas dos posibilidades de coherencia racional última. Negar a Dios es así una posibilidad legítima, una opción racional viable, legítimamente asumible por la libertad del hombre. Así ha sido querido por Dios. No tendría sentido que el cristianismo considerara al hombre "pecador" por hacer uso de una posibilidad abierta por Dios ante la libertad humana. En realidad, como hemos visto, para el kerigma el hombre es pecador por haber rechazado la Gracia sobrenatural y mística del Espíritu que es la Gracia de la presencia interior del Espíritu del Padre (testimonio de la naturaleza), del Hijo (testimonio de Cristo) y del Espíritu Paráclito (testimonio del impulso interior del Amor). Los tres testimonios de la ontología trinitaria unitaria son, en último término, convergentes en el testimonio del Espíritu de Jesús que mueve a creer en la fundamentalidad de la obra del Padre y en el Amor encendido por el Espíritu Santo, por encima del silencio y la lejanía de Dios.


Por consiguiente, lo que la teología cristiana llama, en general, el Espíritu presente en el "espíritu" del hombre responde, considerado con mayor profundidad, a lo que es Dios para el cristianismo: la realidad del Dios Uno y Trinitario. Por ello, esta presencia del Espíritu es el impulso a reconocer a Dios como ser fundamental y creador que se esconde detrás de la ontología apariencia! del mundo (Espíritu del Padre). Es el impulso a reconocer el logos cristológico del Dios que se oculta pero que quiere relacionarse con el hombre y salvarlo (Espíritu de Jesús). Es el impulso a dejarse llevar por el Amor, es decir, sentirse amado por el Amor de Dios y dejarse llevar por el Amor que se abre a Dios (El Espíritu Paráclito).


Atribulado por la indigencia y por el pecado. El hombre real del kerigma proclamado por la primera comunidad, transmitiendo la doctrina de Jesús, está instalado en la indigencia de su condición personal e histórica. En la narración del Jardín de Edén se explica cómo el plan de Dios para crear a un hombre que estuviera al alcance del árbol de la ciencia (que fuera libre) se vio forzado, por el mal uso de la libertad (el pecado), a expulsar a la estirpe humana del Paraíso. La indigencia, el mal y la muerte, irrumpieron entonces en la historia real. Dios creó un mundo evolutivo y autónomo que ascendía a la perfección de la vida por la muerte. Por ello, la primera causa de desmoralización del hombre ante el posible Dios es la indigencia. Desde el continuo drama angustioso y asfixiante de la biografía personal y de la historia, le es muy difícil creer que todo forma parte del diseño creador y salvador proclamado en el kerigma. Pero la segunda causa es el pecado consumado en la historia real que, constituido en una poderosa fuerza social, representa una enorme contradicción psicológica para el creyente. Una poderosa fuerza exterior que se opone a Dios presionando sobre el creyente. Esta fuerza exterior ha sido expresada por el kerigma a través de diversas imágenes, como son el mundo diabólico, el "mundo mundano" del evangelio de Juan, las bestias del profeta Daniel o el Misterio de Iniquidad que protagoniza la revisión de la historia en el Apocalipsis, entre otras. Que esto sea así es perfectamente coherente con la imagen de la ciencia que nos describe un mundo autónomo y evolutivo que avanza a través del drama de la vida y de la muerte. Por otra parte, nos describe también un mundo en que Dios es borroso y queda abierta la puerta tentadora de la pura mundanidad sin Dios.


Frente al misterio del Mal y de la Iniquidad -que producen un profundo malestar e inquietud humana ante la idea de Dios-el kerigma construye una cierta teología para explicar por qué Dios ha admitido este misterio, según la doctrina revelada por Jesús. Para explicar por qué el Mal y el Pecado han sido admitidos por Dios como parte de la historia. Sin embargo, el kerigma sabe que la fe cristiana nace del entusiasmo del creyente que se adhiere confiadamente a la autoridad y a la revelación de Jesús. Es en último término la confianza total en Jesús (y no la razón o la emotividad) la que conlleva admitir el misterio del Mal y de la Iniquidad como algo que Dios ha permitido con sentido y que, por encima de este agobiante misterio, realiza sin embargo el plan de salvación. Por consiguiente, la imagen del hombre en la modernidad nos describe las causas evolutivas físico-biológicas -y el uso de la libertad en la historia-que producen un mundo de sufrimiento y de dolor. El mundo "mundano" es lo que es y hay que admitir la facticidad de sus leyes evolutivas que producen el Mal de una forma ciega e inexorable, afectando a los individuos y a las colectividades: la muerte en cada una de sus múltiples presencias y las circunstancias productoras la infelicidad. La fe cristiana, el kerigma, trata de presentar el logos teológico que permite entender por qué ese mundo real dramático, descrito por la ciencia, ha sido creado por Dios.


Llamado a perdurar en la vida eterna. La idea de inmortalidad fue usada en el paradigma grecorromano. Fue consecuencia de la idea del Ser transmitida a la "forma" aristotélico-escolástica desde la tradición parmenídeo-platónica. El ser, para la tradición griega es lo que es y permanece en sí mismo (capítulo III). Al eidos platónico y a la morphé aristotélica les pertenece por propia naturaleza algo así como la "inmortalidad" (recuérdense las teorías filosóficas del tomismo medieval en torno a la inmortalidad "universal", desindividualizada, de las formas al producirse la separación de la materia/forma por la muerte: capítulo III). Lo que moría era el cuerpo y se descomponía la unión sustancial entre materia y forma. Así fue argumentado, en efecto, en la filosofía escolástica. Sin embargo, el kerigma se expresó desde la antropología hebrea diciendo que el hombre es "carne" y "carne mortal". Para san Pablo, antes de que aparecieran los dualismos grecorromanos, está claro que el "hombre", en su integridad vital, es el que en realidad "muere". Por ello, su perdurabilidad más allá de la muerte debe ser obra de la recreación salvadora emprendida por Dios. El hombre entra en la vida eterna porque Dios (que ha tenido el poder de crear el universo) tiene el poder de recrear la condición perdurable de toda persona dotándola de una nueva "entidad" celestial. Dios podría así salvar al hombre de forma inmediata tras la muerte y podría obrar la resurrección de los muertos en el día del Juicio Final, según la doctrina transmitida en el kerigma. Por consiguiente, la imagen del hombre en la Era de la Ciencia no conoce la "inmortalidad" natural de una eventual "alma humana aristotélica". El hombre es naturaleza explicada dentro del monismo universal. Por tanto, el hombre muere realmente en su integridad. En este sentido es congruente con la antropología hebrea que sirvió de base a la proclamación del kerigma primitivo. La creencia en la perdurabilidad eterna de la persona humana sería consecuencia, en el cristianismo, de la adhesión a la doctrina de Jesús y de la esperanza abierta por su doctrina. En la religión natural es también posible abrirse a la esperanza en una perdurabilidad obrada por Dios, pero supone, como explicábamos, confiar en el Dios oculto, por encima de su lejanía y de su silencio, que obrará una salvación escatológica y final de la historia. Por consiguiente, ni la religiosidad natural ni el kerigma cristiano entrarían en contradicción con el monismo de la ciencia, ya que esta deja abierta la verosimilitud de la hipótesis religiosa en un universo borroso y, por ello, es posible creer libremente que ese posible Dios oculto realice una liberación metahistórica de la humanidad (la nueva creación salvadora). La ciencia ofrece una visión monista del hombre compatible con la antropología hebrea y con una idea de la salvación recreadora (en la salvación individual inmediata) y por la resurrección de los muertos al final de los tiempos (Juicio Final). No obstante, seguiría abierta a la especulación teológica cómo conciliar la inmediatez de la "recreación salvadora" de la persona humana individual y la "resurrección" de los muertos en el día del Juicio o cómo conciliar el "tiempo presente" (tiempo del mundo) con la "eternidad divina" (el tiempo de Dios). Pero la referencia a la ontología dualista no sería en absoluto necesaria; sería incluso un problema teológico ya que, para el tomismo clásico, las formas sin el cuerpo pierden la individuación y la persuasión doctrinal del kerigma contempla la pervivencia inmediata del individuo personal tras la muerte. Por tanto, podríamos decir que la ciencia moderna, al explicar con mayor profundidad la ontología real del hombre dentro de la ontología evolutiva natural, ha permitido al kerigma cristiano una nueva luz, más precisa, para entender la ontología humana que podría explicar la doctrina de Jesús sobre la salvación del ser humano más allá de la muerte. En todo caso, la conexión del "tiempo del mundo" diacrónico con el "tiempo de Dios" sincrónico constituye el "misterio sobrenatural del hombre" que es también el misterio de la inserción de la historia en la dimensión divina. A este misterio hicimos antes referencia al hablar de "la eternidad y el tiempo en el misterio de la Redención".



3.2.4. El testimonio de la Verdad


La proclamación del kerigma fue consciente de que la doctrina de Jesús estaba avalada por los martiría o testimonios de su verdad. El testimonio de la verdad que el cristianismo proclama puede ser armónicamente explicado en la Era de la Ciencia. La imagen del hombre en la modernidad nos hace entender por qué Jesús ha hablado de estos testimonios y cómo conectan con la realidad. Son el testimonio de la naturaleza que fue entendido como obra del Padre, el testimonio del Misterio de Cristo, obra del Verbo, y el testimonio del Espíritu, obra del Espíritu Santo. La tradición teológica cristiana entendió que la Trinidad estaba involucrada en la especificidad de estos tres testimonios.


El testimonio de la naturaleza. El hombre constituido en el mundo por el proceso evolutivo ejerce su razón y se pregunta, en la Era de la Ciencia, por la suficiencia y explicación última del sistema de la realidad. La razón puede así construir argumentos verosímiles que permiten considerar la existencia real de Dios como fundamento del Ser y creador del universo. Dios, pues, se revela en sus obras y es posible conocerlo por la razón natural como fundamento creador de todas las cosas. Sin embargo, la racionalidad de la existencia de Dios, que debe ser libremente aceptada por el hombre, no se impone necesariamente. La creación obrada por Dios ha constituido un universo borroso donde es posible también construir una hipótesis puramente mundana. Pero esto no significa que Dios no se haya revelado en la naturaleza. Pero lo ha hecho de una forma tal que solo se explica por el testimonio del Misterio de Cristo y que solo a la luz de este cobra todo su sentido. Cuando el hombre, iluminado por la imagen de la realidad en la modernidad, se siente referido al fundamento del Ser y se abre a la realidad transcendente de Dios como origen y verdad última, está dejándose llevar por el testimonio del Padre, de Dios como fundamento y origen del Ser.


El testimonio del Misterio de Cristo. La religiosidad natural es posible solo cuando el hombre abierto al enigma del universo confía en el Amor de Dios por encima de su lejanía y de su silencio (en este capítulo epígrafe 2.3.2). Por ello toda religiosidad natural supone que el hombre supera la desmoralización del sufrimiento (de la lejanía y silencio, de la inacción de Dios ante el drama de la historia) para confiar, pese a ello, en su existencia y en su voluntad liberadora. La condición metafísica del hombre natural lleva, pues, impresas las dos preguntas fundamentales de la vida humana: la pregunta por el Dios oculto y la pregunta por el Dios liberador. Pues bien, el Misterio de Cristo es un testimonio dado por Cristo mismo (como Persona Divina, el Verbo o Sabiduría de Dios que establece el designio de la creación) en la historia que realiza y anuncia que, en efecto, el Dios real ha establecido un plan de salvación que pasa por el momento de la cruz (su anonadamiento ante la historia, ante el pecado) y por el momento de la resurrección (de la liberación metahistórica). En este Misterio Dios responde a las dos grandes preguntas humanas, por el Dios oculto y liberador, dando testimonio del eterno designio creador ante las expectativas humanas. La antropología filosófica nos describe, pues, la condición natural del hombre que explica la significación, la conexión y la armonía con la realidad, del testimonio de Cristo. Las experiencias existenciales que el hombre debe recorrer a lo largo de su vida -la vida en la modernidad- le conducen a entender que el Padre, Dios de la realidad, podría haber creado por un logos cristológico, proclamado en el kerigma, que daría sentido al aparente sin-sentido de la historia. Esta intuición del posible Dios oculto/ liberador es el testimonio del Verbo, o del Misterio de Cristo.


El testimonio del Espíritu. El testimonio del Espíritu Santo, atribuido a la tercera Persona de la Trinidad cristiana, afecta a todo hombre, religioso o no religioso, creyente o no creyente. El hombre es objeto de una apelación interior misteriosa, mística o sobrenatural, que el kerigma cristiano proclama solo por la revelación de Jesús; es decir, el kerigma no ha pretendido nunca que el hombre natural pueda constatar este testimonio por sus facultades naturales ordinarias, en la ciencia o en la filosofía. El hombre siente el Espíritu que está presente en él, pero es algo sobrenatural, místico, que se escapa y no puede ser fijado como un hecho empírico, tal como constatamos en la antropología filosófica moderna. El increyente está cerrado a este testimonio que no reconoce; pero el creyente, lo vive y lo reconoce como la Voz del Amor del Dios trinitario, transcendente y creador. Entendido en cristiano, de acuerdo con el kerigma, este testimonio del Espíritu supone la presencia del Dios Uno, trinitario, en toda la realidad y en el "espíritu" del hombre: es el testimonio del Espíritu del Padre que hace sentir el fundamento del Ser, el Espíritu pentecostal del Hijo (de Jesús) que hace intuir el logos cristológico de la creación y el Espíritu Paráclito que hace sentir el Amor creador de Dios, del Padre y del Hijo. En último término, por tanto, el Espíritu es siempre el Espíritu de Jesús, así como es el Espíritu del Dios Uno, trinitario, presente en todas las cosas. El kerigma diría: todo Dios, en todos y en todas las cosas.


Estos tres testimonios son perfectamente congruentes con la imagen del hombre en la Era de la Ciencia. El testimonio de la naturaleza, o del Padre, dice algo congruente con nuestra experiencia: vivimos en un universo enigmático en que es posible construir argumentos que hacen verosímil la existencia de Dios; Dios, por tanto, se revela en la naturaleza de forma suficiente para ser conocido por la razón humana cuando el hombre lo acepta libre y personalmente. Por lo tanto, no se impone nunca la "patencia" de la Divinidad. Este testimonio "humilde" de sí mismo es congruente con el testimonio del Misterio de Cristo: en él se reafirma algo armónico con la Voz del Dios de la Creación, a saber, que el universo es enigmático y que Dios no impone su presencia. El testimonio de Cristo es congruente con nuestra idea del universo y su fuerza reside en esta congruencia. Es la congruencia entre un universo creado enigmático y un Dios que nos dice que el logos de la creación es su kénosis. En el mismo sentido, el testimonio del Espíritu, como testimonio interior y místico, no rompe la kénosis y el enigma de la realidad. La ciencia y su antropología filosófica nos hacen entender el acceso natural al testimonio del Padre (el fundamento del Ser), del Hijo (el Dios oculto/ liberador) y del Espíritu Paráclito (el impulso del Amor).



3.2.5. La historia, creación libre del hombre


La idea del universo, de la vida y del hombre, que ha sido alumbrada en el mundo moderno no se alcanzó de pronto, de manera súbita y definitiva. Ha sido el resultado de un lento proceso histórico que ha durado cinco siglos y que, en principio, no ha concluido todavía. El respeto al hombre como creador soberano de su propia vida, personal y colectiva, se alcanzó en los primeros tiempos del renacimiento. Pero el entendimiento del sentido de la libertad se fue enriqueciendo poco a poco hasta llegar a nosotros. Por otra parte, el kerigma cristiano transmitió desde la fe primitiva la creencia de que Dios había creado libre al hombre: libre para el pecado y libre para la santidad. Por ello, el paradigma de la modernidad recoge la idea de libertad en la Era de la Ciencia para interpretar desde ella el alcance del significado profundo de la libertad en el kerigma cristiano tradicional. La modernidad se muestra entonces en profunda congruencia con el kerigma.


La historia, producto creativo de la libertad. La persuasión de la libertad se gestó antes en la dimensión socio-política que en la dimensión científico-filosófica. En esta última, se pasó por etapas dogmáticas que no advertían que la libertad estaba programada por Dios en la borrosidad metafísica misma de la naturaleza creada. Por ello, la historia muestra el debate entre el dogmatismo residual del paradigma antiguo, de corte teocéntrico, con el nuevo dogmatismo del ateísmo moderno. Se pensaba que para defender la libertad socio-política de la modernidad había que refutar el dogmatismo teocéntrico residual de aquel mundo antiguo del que Europa y América trataban de emanciparse. Fue un error tratar de sustituir un dogmatismo con otro dogmatismo. Pero, ya en la segunda mitad del siglo XX, se produjo la entrada en la cultura ilustrada y crítica, que debemos considerar la evolución natural en que debía concluir la modernidad. Se impuso una imagen del universo borroso y enigmático que nos instala ante el misterio de su verdad última. Por ello, es inevitable para el hombre tener que configurar por su creatividad libre la interpretación metafísica en que debe instalarse. Y ya hemos visto que está abierto a la posibilidad de ser teísta, pero también a la de ser ateísta, o agnóstico. En lo metafísico es el hombre fruto de su libertad. Pero no solo. En las decisiones de conocimiento, en la ciencia, en la filosofía, en la política, en la economía... , debe hacer siempre uso de decisiones libres que buscan tanteantemente la adaptación a un "universo abierto". Este universo abierto, generador de libertad, se nos presenta hoy en el Libro de la Naturaleza, leído con ayuda del paradigma de la modernidad. Y representa una ayuda inestimable para leer el Libro de la Revelación que nos habla de Cristo. El escenario de la libertad, descrito por la modernidad, nos hace inteligible hasta dónde ha llegado la obra creadora de Dios que proclama el kerigma cristiano: la obra divina que, al crear libertad, hace posible el pecado y la santidad.


La iglesia, obra de la libertad. La iglesia nació, sin duda, de la Gracia del Dios Trinitario que estableció ab aeterno un designio creador y soteriológico orientado a una libertad sostenida en el Misterio de Cristo. Por esto, como veíamos, Cristo es la Cabeza de la estirpe creada. Pero, siendo esto así, también es verdad que la iglesia nace de la libertad de seres humanos que deciden su adhesión existencial a la persona y a la doctrina de Jesús. Con igual libertad, no hacen sino proclamar en la historia el mensaje de Dios como llamada renovada para que la libertad humana siga adhiriéndose a la persona de Jesús en la fe. La respuesta en pecado o en santidad a la llamada de Jesús sigue siendo la misma respuesta libre a la llamada de la iglesia. El escenario de la libertad, entendido por la modernidad, ilumina la creencia en la libertad creada por Dios al entender el kerigma en el paradigma de la modernidad.


El futuro de la historia y de la iglesia, drama de la libertad. En diversos lugares de la Escritura, que se considera "inspirada" para la lógica cristiana, se habla del futuro de la historia y del futuro de la iglesia. El Apocalipsis describe las penalidades que la iglesia deberá recorrer hasta llegar al final en medio de una historia turbulenta. También san Pablo, san Mateo o Lucas, se refieren a los acontecimientos finales de la historia hasta llegar al Día del Juicio Final. La iglesia deberá pasar por la Gran Tribulación y la Gran Apostasía, siempre acosada por el Misterio de Iniquidad de que habla el Apocalipsis. El kerigma no puede ignorar que detrás de estos textos bíblicos se esconde algo real. Pero es difícil explicar qué, cómo, cuándo y con qué alcance. La evolución del mundo moderno puede quizá ser vista ya como la Gran Apostasía de una sociedad antes cristiana y ahora cerrada a Dios libremente (por las causas y con los atenuantes que sean). La Gran Tribulación ha acompañado, y sigue acompañando, a la iglesia desde que comenzó su caminar en la historia bajo el dictado del enigma y del drama de la vida en todas sus manifestaciones. No sabemos cómo esas dos grandes tribulaciones continuarán en el futuro por venir hasta la Segunda Venida de Cristo. Sin embargo, el mismo kerigma transmite la confianza de que Cristo estará con la iglesia hasta el final de los tiempos. "Estar con la iglesia" es estar junto a ella en la misión de proclamar el kerigma ante la historia. Por ello, a la expectativa de lo que pueda deparar el curso de los acontecimientos, y esto es siempre un enigma, su misión es proclamar el Evangelio. Este ensayo no es otra cosa que una propuesta para alcanzar un grado de cualidad más alto en proclamar el kerigma cristiano, tras una lectura más precisa del Libro de la Naturaleza. La razón permite a la iglesia otear en el futuro el posible amanecer de tiempos históricos excepcionales, hacia los que debe caminar con decisión bajo la urgencia moral de cumplir la misión de evangelizar y de contribuir a la ancestral lucha humana contra el sufrimiento. El despliegue moderno de la libertad permite entender perfectamente el "escenario creado por Dios" donde está teniendo lugar el Misterio de Iniquidad y el Misterio de Santidad. El drama de la libertad establecido por Dios en el escenario del mundo que vemos no es una broma y el kerigma cristiano -la Escritura y la Tradición que transmiten la doctrina de Jesús- parecen indicar que el drama de la libertad llegará hasta el final con hombres cerrados a Dios (la Iniquidad) y hombres abiertos a Dios (la Santidad). Y la Misericordia de Dios será Justa con la historia biográfica que cada cual haya construido con su libertad. El mundo moderno, visto desde el kerigma, es una llamada a la responsabilidad personal, ya que la creación no es un diseño para imponer la salvación, sino para ofrecerla a la libertad (la apocatástasis es solo una especulación teológica, no fácilmente admisible). En todo caso, el escenario de la libertad en el paradigma de la modernidad es decisivamente iluminador para entender el alcance de la libertad transmitida en el kerigma cristiano.



4. La Era de la Ciencia ilumina el designio kenótico de la Divinidad


Por consiguiente, la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia no imponen la aceptación racional necesaria de la existencia de Dios, pero la hacen en extremo verosímil. Se trata de una verosimilitud que se hace más evidente si se cae en la cuenta de su armonía con la imagen de la realidad en el kerigma. La condición natural del hombre en el universo, en la ciencia y en el kerigma, es en extremo armónica. Armonía que produce así la mutua iluminación. La comprensión del kerigma iluminado desde la imagen del universo en la ciencia nos lleva al "paradigma de la modernidad". ¿A qué modo de entender e interpretar el cristianismo (las verdades esenciales del kerigma) conduce hoy la imagen del mundo en la ciencia? Es decir: ¿cuál es entonces la teología de la ciencia de la ciencia moderna? Al hablar ahora de "imagen de la ciencia" entendemos también obviamente la antropología filosófica construida en la cultura de la modernidad bajo la influencia, entre otros factores, de los nuevos conocimientos científicos (antropología filosófica que ha sido objeto de estudio pormenorizado en este capítulo). El kerigma no puede "deducirse" de la ciencia y de su antropología filosófica; esto es obvio. La ciencia no tiene una "teología". Pero, sin embargo, la ciencia y la antropología filosófica moderna (que describen la Voz del Dios de la Creación), unidas al resto de factores de la cultura moderna, conducen a un cierto tipo de teología: a saber, la interpretación del kerigma nacida desde la ciencia (que podríamos llamar por ello teología de la ciencia o de la "cultura moderna", la teología que se hace posible desde la modernidad). Pero recapitulemos primero la imagen de Dios y de la ontología del universo que en Él se produce, tal como se nos ofrecen desde la imagen de la creación en la modernidad. Esta imagen funda la "teología de la ciencia" (teología tanto de la ciencia como de la antropología filosófica fundada en la ciencia). Veamos primero, la imagen de Dios entendido desde la confluencia de modernidad y kerigma y, segundo, cuál es entonces la "teología de la ciencia" que, como explicaremos, es una "teología de la kénosis". Es decir, la teología a que lleva la imagen del hombre en la modernidad desde la Era de la Ciencia.



4.1. Confluencia del Dios de la ciencia y el Dios del kerigma


Un Dios fundamento del Ser. Hemos visto cómo la ciencia busca siempre describir sistemas autosuficientes. Si el universo se presentara construido de tal forma que pudiéramos entender su autosuficiencia (incluso hipotética), entonces la filosofía (porque la ciencia, por su limitación metodológica, no tendría por qué proponerse esta cuestión) podría atribuir al universo la "necesidad". Necesario significa ser real, existente, y no poder dejar de serlo. No tendría sentido pensar que algo ha surgido de la nada, o que algo existente con autosuficiencia evolucione hacia la nada (pues en este caso ya no existiría). Sin embargo, el problema del universo, tal como la ciencia lo describe, es la dificultad de que pueda ser entendido como autosuficiente y consistente. El universo es "enigmático" para la ciencia.


Sin embargo, es posible construir una hipótesis atea para argumentar esta autosuficiencia. Pero el ateísmo no es evidente, ya que se trata de especulación o filosofía. Por ello, también es posible la especulación teísta que argumenta la hipótesis de la realidad y de la existencia de Dios como fundamento del ser, transcendente, autosuficiente o absoluto y, en consecuencia, necesario. En este sentido la hipótesis de la existencia de Dios surgiría como resultado de la búsqueda de la autosuficiencia y necesidad del universo: Dios aparecería como la hipótesis apropiada para fundar la suficiencia y necesidad del universo. La filosofía teísta de la ciencia considera, en efecto, que hay muchos argumentos de verosimilitud que apoyan la hipótesis de que Dios fuera el fundamento autosuficiente y necesario. En este sentido la imagen del universo en la ciencia es iluminadora para la teología porque permite a la filosofía construir la hipótesis de una Divinidad fundamento de la realidad y del ser del universo. La imagen de Dios, para el cristianismo y para la mayoría de las religiones, es el elemento esencial de la teología. La ciencia conduce ya hipotéticamente, desde la filosofía de la ciencia, a que la teología asuma la imagen de un posible Dios como "fundamento del ser".


La ciencia describe un universo que es "realidad" "existente": es "realidad" (sustantivo) que tiene "ser" (verbo), o sea, realidad que se reactualiza dinámica y evolutivamente en el mundo, constituyendo el "tiempo del mundo". Por tanto, entendido desde la imagen actual de la realidad en la ciencia, Dios debería ser entendido principalmente como Realidad Fontanal que se actualiza en un Ser transcendente, desconocido, que debería generar, por decirlo así, un tiempo propio que sería el enigmático e inmanente "tiempo de Dios", evidentemente distinto del "tiempo mundanal". La revelación de la naturaleza trinitaria de Dios proclamada por Jesús dio lugar en el paradigma antiguo a un complejo sistema de conceptos para iluminarla, en alguna manera. La ontología del universo en la modernidad, superado el paradigma antiguo, debería producir un esfuerzo similar que profundizara en la naturaleza trinitaria de Dios (de forma también especulativa, aunque teológica). No es nuestra intención esbozar aquí propuesta alguna en esta línea (digresión que superaría el campo de cobertura propia de este ensayo). Sin embargo, queremos recordar que Xavier Zubiri, al que en muchos aspectos nos sentimos cercanos (capítulo IV), ha hecho ya una propuesta conceptualmente nueva para iluminar el misterio trinitario desde su metafísica primera fundada primariamente en la Realidad (que se reactualiza como Ser). En este sentido Dios sería Realidad Fontanal que realiza su Ser interno (y, como nos dice el kerigma, constituyendo la Trinidad de Personas Divinas en armonía con la unidad esencial de la Realidad Divina).


Un Dios creador. La ciencia ilumina la teología cristiana porque presenta un universo enigmático que hace verosímil la referencia racional a Dios como posible fundamento del Ser. Si el universo fuera conocido con certeza como absoluto, autosuficiente y necesario, sin Dios, entonces la imagen del universo para la ciencia impondría un universo sin Dios. Pero este no parece ser el caso. Dios es una hipótesis verosímil para fundar la suficiencia absoluta del universo. El universo no necesita a Dios para explicar los estados concretos de su evolución autónoma: no es un Dios-tapa-agujeros que deba intervenir en el nivel de lo que los escolásticos llamaban "causas segundas". El universo es autónomo y funciona por sus propias leyes evolutivas: el problema de su suficiencia se plantea al considerar su fundamento primero u originario y la forma racional de su diseño global. Por ello, hacer a Dios fundamento del Ser supone que Dios sea transcendente; no podría ser fundamento si fuera parte del mundo porque es el universo como totalidad el que plantea un problema de suficiencia. Para la filosofía de la ciencia solo tiene sentido hablar de Dios como fundamento primero del ser; no como "Dios-tapa-agujeros" que explique las "causas segundas". Este es un tema de discusión importante con la filosofía-teología del proceso (Whitehead). En ella se concibe a Dios como una especie de "alma del mundo" o demiurgo platónico creador. La ciencia, a nuestro entender, permite argumentos para un Dios fundamento transcendente, pero no para un Dios que forme parte del mismo universo (como hace la filosofía del proceso). Por ello, la hipótesis de Dios como fundamento del ser real conduce a la hipótesis derivada de que el universo debiera haber sido constituido en el ser por creación divina. El acto creador primordial debería mantenerse en el tiempo como creatio continua, ya que sin el concurso de Dios el universo volvería a la nada. El tema del Dios creador es, pues, un contenido básico de la fe cristiana. La ciencia ha permitido hoy una iluminación verosímil del acto creador de Dios y por ello científicos "filósofos" teístas han hablado repetidamente del big bang como el momento de la creación. El Dios posible para la ciencia es el Dios transcendente creador, no el Dios Demiurgo sometido a un mundo eterno. La ciencia y el kerigma se muestran en congruencia armónica.


Un universo de ontología divina. Si Dios es fundamento y es creador del universo, entonces se plantea una pregunta: ¿desde dónde o cómo produjo Dios el universo? ¿Cómo hizo Dios la creación? La teología cristiana siempre ha defendido la creación ex nihilo, de la nada. Esto quiere decir que Dios para crear no usó ninguna otra realidad existente previa que no fuera Dios (en oposición a la "materia" platónica o neoplatónica). Dios mismo fue el único presupuesto para la creación. Esto quiere decir que el mundo nació de la ontología divina, desde dentro de la Realidad (Ser) de la Divinidad. En este sentido puede entenderse a san Pablo cuando habla de que en Dios nos movemos, existimos y somos. El universo creado está "en" Dios y Dios es para la fe cristiana el fondo ontológico más profundo de toda la realidad existente. Desde Él se genera la creación de una forma misteriosa que no conocemos. Sin embargo, la ciencia moderna está llegando a ciertos resultados y constructos teóricos que permiten al científico-filósofo teísta hacer ciertas hipótesis que. iluminarían esa presencia ontológica de Dios atisbada por vestigios de la ciencia. La física hace hoy referencia a que la explicación del universo observable, desde la radiación y las partículas más primigenias, es difícil de entender sin vincularla a un fondo de referencia. Sería como el trasfondo más básico del cual nuestro mundo visible aparecería como una fluctuación. Así se habla hoy de vacío cuántico, de campo de energía, de universo implícito, de éter, de campo, de dimensiones más allá del espacio-tiempo donde no rigen las leyes de la física, etc. Todo ello parece apuntar a una extraña "dimensión holística de fondo" de la que surgiría la materia y en la que también se disolvería al desaparecer... El teísmo puede considerar que estas hipótesis científicas permiten vislumbrar de forma confusa, en sombras, esa presencia fontanal de Dios como fondo ontológico real, holístico, monista y unitario del que brota toda la realidad en el acto creador, inicial y continuado en el tiempo. En ese fondo holístico del universo aparecería aquella imagen de Dios propuesta ya por Newton en el siglo XVII como el sensorium divinitatis o la imagen del Tzim-Tzum en la kabalah judía, muy cercana al cristianismo.


Un Dios panenteísta. Científicos y filósofos teístas, que han intuido hoy esta imagen holística del universo, han introducido modernamente el concepto de panenteísmo como forma cristiana de hablar de Dios. Este es el caso de Arthur Peacocke, entre otros. No debe confundirse panenteísmo con panteísmo, ni con un Dios "alma del mundo" al estilo de la filosofía platónica del proceso. En el panenteísmo se habla de Dios como realidad transcendente, personal e independiente del mundo. Pero, al mismo tiempo, como un Dios presente en todas las cosas, entendido como fondo ontológico último del universo. La misma escolástica antigua habló siempre de la omnipresencia divina que hoy sería interpretada con más fuerza por un panenteísmo conectado con la imagen científica del universo y la imagen confusamente dibujada de la enigmática ontología holística de la Divinidad. La ciencia, pues, interpretada al modo teísta, conduciría a una síntesis panenteísta que ilumina la idea del Dios de la teología como el fondo ontológico omnipresente de toda la realidad. El kerigma daría de esta presencia universal divina una lectura trinitaria, argumentable desde la fe.


Un Logos divino diseñador. La teología cristiana pensó siempre en que la creación suponía también hablar de una razón o logos divino que había guiado el acto creador para constituir el mundo. Así, la racionalidad presente en la naturaleza era un signo de la presencia de un Dios racional que habría dotado a la creación de un orden racional orientado a un fin (teleología). La ciencia moderna, en efecto, ha constatado una sorprendente racionalidad físico-cosmológica y biológica que ha dado lugar a lo que en este momento son la interpretación teísta del principio antrópico y del intelligent design. Queremos apoyar la idea de que la ciencia moderna ha llegado a resultados que permiten al científico-filósofo-teólogo teísta vislumbrar en el universo, en la vida y en el hombre, vestigios del logos racional nacido de una Divinidad creadora. Este es un aspecto importante de la iluminación de la teología desde la ciencia porque esta hace inteligible e ilustra, ilumina, la forma del logos creador considerado por la teología. Pero, a nuestro entender, es un camino erróneo el análisis de autores del intelligent design como Behe o Demski por su insistencia en que Dios es necesario para explicar procesos intermedios (verbi gratia, la aparición evolutiva del ojo o del sistema inmunitario). Usar así a Dios es convertirlo en un Dios-tapa-agujeros que debe ir en ayuda continua de un proceso que no puede llegar a su fin. La presencia del logos divino en la creación hay que verla no en las estados intermedios (que los escolásticos llamaban "causas segundas") sino en el diseño global cósmico de todo el proceso con su teleología intrínseca. En esto mismo han insistido también físicos como William Stoeger del Observatorio Vaticano, teólogos como John Haught de Georgetown, o biólogos como F. J. Ayala.


El diseño evolutivo de un universo abierto y autónomo. La ciencia, pues, presenta un universo que, en conjunto, parece mostrar un preciso orden natural orientado al objetivo final de la vida humana y de la libertad. Esta racionalidad cósmica comienza ya en los factores físico-cosmológicos. Sigue después con los factores del portentoso orden biológico que desemboca en la persona humana. La reflexión filosófica teísta encuentra en esta portentosa congruencia vestigios verosímiles de un diseño racional atribuible a un logos divino. Pero el diseño racional de la creación produce un universo creado como autónomo, dinámico, abierto, que cambia sus estados en el tiempo a partir de sus propios procesos y leyes internas. Es un teísmo evolutivo que entiende el universo como producido por factores deterministas, por necesidad, por indeterminismo, por azar y por caos. El diseño racional alcanza sus fines teleológicos (el hombre y la historia humana) mediante un juego de factores que incluyen el azar y las fluctuaciones caóticas. El universo, pues, que la ciencia describe -es un universo abierto, flexible y, sobre todo, que ha sido creado por Dios como un sistema autónomo, que se desarrolla según la lógica interna de sus procesos continuos en la evolución (autonomía que debe ser sostenida por Dios en la creatio continua). Este universo ilumina a la teología sobre la forma precisa del logos racional que ha orientado el proceso creador de un universo orientado a la autonomía, que evoluciona por equilibrio balanceado entre determinismo e indeterminismo.


Un universo en que la acción divina es posible y verosímil. Para entender qué queremos decir recordemos el pensamiento determinista de Einstein y su forma de entender la religión. El universo era para él determinista y no tenía sentido pensar que Dios pudiera intervenir alterando la concatenación causal determinista y necesaria de los estados evolutivos del universo. Pero la imagen del universo en la ciencia actual defiende el indeterminismo, el azar, el caos, la flexibilidad probabilística y estadística, tal como hemos comentado. Esto ha abierto vías de reflexión para entender cómo sería posible y verosímil la acción divina en el mundo. Autores como Peacocke, Stoeger, pero sobre todo John Polkinghome, han estudiado cómo podría introducirse la acción divina en el mundo. Por ser el universo abierto, indeterminista, caótico, flexible tanto en lo microfísico-cuántico como en lo macrofísico-clásico, la actuación divina no sería por ello inverosímil. Dios podría intervenir en sistemas que, en principio, están abiertos y que no tienen la "rigidez" de los sistemas deterministas. Para Polkinghorne, por ejemplo, nuestra imagen del universo es compatible con aspectos tan importantes de la experiencia religiosa y de la teología cristiana como son la Providencia, o incluso los milagros. Por otra parte, la idea de Dios como ontología holística fundante y omnipresente del universo, así como la interpretación panenteísta, harían también verosímil la experiencia mística de las religiones entendida como la cercanía interna y espiritual, psíquica, a la presencia de un Dios al que se habla y que también nos escucha místicamente como desde dentro de la ontología profunda del Ser, de nuestro psiquismo y del universo englobante que, finalmente, se resuelve en Dios.


Una ontología monista del mundo psicobiofísico. Los paradigmas físico-químicos de la ciencia natural son actualmente el marco explicativo básico de las ciencias de la vida. La teoría de la evolución, partiendo de sus contenidos bioquímicos y del código genético, explica cómo han surgido los organismos vivientes desde el mundo físico. La biología fue, y todavía sigue siendo en parte, "reduccionista". Hasta un cierto nivel el determinismo biofísico sigue siendo necesario e insustituible. Sin embargo, la explicación biológica no es ya para muchos reduccionista, ya que su marco conceptual es el emergentismo. En conexión con este, además, la explicación de la "sensibilidad" emergida en el curso de la evolución, ya probablemente unicelular, está apoyada por las propuestas hechas desde la perspectiva de una neurología cuántica, antes mencionada (capítulo cuarto). Si el universo responde a una ontología divina de fondo, entonces cabe pensar que esta ontología estará cercana a lo que nosotros llamamos sensibilidad, psique o espíritu. El proceso de creación desde esa ontología divina, por una parte, habría ido produciendo un mundo de objetos macroscópico-clásicos formados por la organización de la materia fermiónica (dotando al mundo de la estabilidad necesaria). Sería un mundo de diferencias, desintegrado y determinista. Pero, por otra parte, en los seres vivos se habría ido abriendo poco a poco una vía para producir una cierta sensibilidad. Esta vía iría unida a estados bosónicos de la materia (o de macrocoherencia cuántica) en los que sería posible la aparición de campos holísticos de coherencia cuántica, tal como antes explicábamos. Así habría aparecido el sujeto psíquico animal por la sensación del propio cuerpo y por los sentidos externos. La explicación monista de la vida, o sea del mundo psicobiofísico, no es contraria a la teología cristiana, sino más bien favorable a ella. Presenta una unidad mayor entre la realidad psicobiofísica y la ontología profunda del universo fundada en la Divinidad. El proceso de la creación desde lo físico a lo biopsíquico puede verse así como proceso de emergencia de las propiedades ontológicas que acercan el mundo a la Divinidad. Esta visión de la ciencia enriquece así la idea cristiana de creación ex nihilo, presuponiendo solo la ontología divina.


Ontología monista psicobiofísica y creación. Si el universo ha sido creado de la nada y su ontología profunda universal es el "espíritu" de Dios, entonces es congruente que nuestro universo de experiencia tenga unidad psicobiofísica (monismo). Sin embargo, ¿cómo creó Dios el Universo desde Sí Mismo? Esta enigmática pregunta, de antemano con difícil respuesta, fue abordada por la especulación teológica de Israel para mantener dos principios irrenunciables en su teología: que Dios creaba desde la nada y que era distinto y transcendente al mundo creado. Ya en la crónica sacerdotal del "primer relato de la creación" (Gen 1-2, 1-4) el teólogo judío comienza diciendo que "la tierra era algo caótico y vacío, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo". "Dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y separó Dios la luz de las tinieblas". De manera imprecisa, intuitiva y poética, el teólogo explica la creación como producción de un abismo, caos y vacío, en que domina una oscuridad en la que será también creada la luz. La filosofía de la Kabalah judía, ya desde el siglo II, especuló sobre la forma en que Dios había realizado la creación. Dentro de esta tradición, muchos años después en el siglo XVI-XVII, el judío sefardí Luria, en este tiempo asentado en Palestina, aportó nuevas formulaciones para entender esta tradición teológica judía. Dios es concebido como Luz y la creación como una contracción de Dios en sí mismo que produce un vacío o Tzim-Tzum que hace nacer la oscuridad absoluta. En ese vacío la luz unitaria de Dios (diríamos holística en formulación moderna) queda desintegrada (contraída) y nace la oscuridad de la tiniebla. Pero poco a poco el proceso creador, desde dentro de la oscuridad (que en el fondo es "luz desintegrada", separada de su integración en una ontología "holística" luminosa primordial), creará nuevos espacios para la recuperación progresiva de la luz. En los seres vivos han sido producidos ámbitos de recuperación e inserción en la luz. El alma humana es un ámbito superior de inserción en la luz que de forma reflexiva es consciente de que la vida humana, en esta vida y en la otra, acabará inmersa finalmente, sin entorpecimiento alguno de la oscuridad creada, en la luz primigenia de la Divinidad. Estas vivencias están en la base de gran parte del misticismo judío.


La luz como imagen de la ontología del espíritu divino forma parte también de la teología cristiana, y tiene manifestaciones variadas en todos los siglos. San Juan dice en su primera carta: "Este es el mensaje que hemos oído y que os anunciamos: Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna" (1, 5). Estar en Dios es así "estar en la luz"; en cambio, cerrarse a Dios es permanecer en un mundo en que dominan las tinieblas. La ontología divina de la luz y de la oscuridad se aplican a explicar la historia, escindida entre quienes se abren a la luz y quienes permanecen en las tinieblas.


La imagen del universo en la Era de la Ciencia no llega, en efecto, a estas imágenes religiosas. Sin embargo, describe la evolución cósmica de una forma que sugiere que las imágenes de la ontología divina como Luz en la tradición judeo-cristiana son congruentes con los conocimientos científicos. El big bang, en efecto, como fuente de inmensa energía de radiación es origen de un proceso en que se forman las primeras partículas-elementales (fragmentos de radiación aptos para encapsularse corpuscularmente). Una parte de la materia primordial (la fermiónica) mantiene su independencia frente a otras partículas, no se fusiona y aparece por ello el mundo de electrones en sus orbitales, de átomos, moléculas, de objetos físicos y de los seres vivos diferenciados. El proceso de configuración en cuerpos macroscópicos mecano-clásicos (capítulo IV) ha producido la escisión de una unidad primigenia en multitud de unidades diferenciadas. En el cosmos, no obstante, permanecen y se producen sin cesar nuevos campos electromagnéticos unitarios, como por ejemplo la luz. Los seres vivos son posibles porque tienen un cuerpo formado por unidades diferenciadas (macroscópico-clásicas); pero son posibles también porque en ellos se han formado ciertos fenómenos de coherencia cuántica en que la materia se fusiona en campos unitarios (holísticos) que se unen a los campos electromagnéticos externos (como podría suceder en la visión, dando de esta una interpretación no constructivista sino neurocuántica y gibsoniana). En este sentido los seres vivos habrían hecho nacer en sí mismos complejos campos de sensibilidad-conciencia integrados los ámbitos de resonancia electromagnética (holística) del universo. La sensibilidad psíquica a la luz ("sentir la luz") sería así uno de estos campos, utilizado evolutivamente por el sistema visual para la supervivencia.


La ciencia, pues, describe una inmensa energía originaria que ha producido un mundo escindido en que, sin embargo, se mantienen y producen campos de unidad electromagnética. Esta imagen científica es similar a la imagen teológica (o filosófica) de la tradición judeocristiana de una unidad primordial que crea produciendo en sí misma la escisión (la luz que produce la oscuridad). Los seres vivos a través de la sensibilidad-conciencia, culminando en el hombre, habrían ido recuperando su inmersión en ámbitos o campos unitarios de realidad. Para la interpretación religiosa estos campos unitarios serían experiencias parciales de la ontología unitaria de la realidad que, en su transcendencia final, coincidiría con la ontología divina. A mi modo de ver, centrar solo esta ontología en la luz sería parcial, ya que los seres vivos presentan de hecho no solo una inmersión en la luz sino una inmersión realizada a través de otras modalidades sensoriales. La sensación del propio cuerpo (propiocepción), la audición o la sensación del equilibrio gravitatorio, por ejemplo, son también modalidades que -en la visión religiosa-serían accesos complementarios a la experiencia parcial de la misma ontología de la Divinidad. La inmersión en el sensorium Divinitatis, así llamado por Isaac Newton, sería un primer paso hacia la experiencia final de Dios. Pero Este no sería solo Luz sino una ontología mucho más rica de matices, en que el universo, como dijimos en otro lugar, alcanzará la "transparencia" final consigo mismo, integrando todas las modalidades sensitivas. Esta liberación final del sensorium Divinitatis newtoniano equivaldría al desvelamiento final de la ontología "transparencial" de la Divinidad.


Una ontología monista del alma humana. Para la ciencia, en este proceso evolutivo continuo, el hombre aparecería como el nivel de emergencia superior, irreductible a los niveles inferiores de la vida animal. En el hombre la razón, así como los restantes caracteres vitales de su psique específica permitirían la configuración de la persona humana: en esta habría emergido una nueva forma de ser real irreductible al puro mundo animal (aunque, repetimos, en continuidad evolutiva con él). Este ser humano, así creado evolutivamente, sería ya posible sujeto de una interpelación divina interior, entendida como lo que antes llamábamos la presencia mística o sobrenatural del Espíritu de Dios en el "espíritu" interior o psiquismo humano. Sería lo que en teología cristiana se llama la Gracia del Espíritu, de ontología trinitaria. La ciencia actual impulsaría, pues, a la teología de la ciencia a dejar los marcos interpretativos dualistas (fundados en la filosofía grecoescolástica) para asumir la idea del alma humana fundada en la ontología monista del universo. Esta nueva idea de la antropología es compatible con los grandes principios de la tradición cristiana. Estos no imponen el dualismo. La antropología hebrea primitiva no era dualista (como vemos en san Pablo) y el dualismo se introdujo en la teología cristiana cuando esta se entendió por la razón filosófica grecorromana (en especial, la platónico-aristotélica-neoplatónica). El monismo es, pues, conciliable con la antropología bíblica y con el cristianismo. Por tanto, la ontología monista de la ciencia moderna abre unas vías de entendimiento del proceso creador del Dios cristiano esencialmente distintas de las del paradigma antiguo. Por tanto, en la "teología de la ciencia" hablar de "alma" humana se debería entender en el sentido de la parte superior del psiquismo humano hecho de "ontología divina" (al igual que toda la creación), capaz de ser apelado como persona libre por Dios. La creación del hombre histórico (el hombre real en la historia humana) supondría una intervención final de Dios -la presencia interior por el Espíritu divino-que culminaría el proceso natural evolutivo descrito por la ciencia. Este hombre hecho de "carne" (hecho de "universo"), en el sentido bíblico, estaría sometido a la muerte real, pero su pervivencia eterna más allá de la muerte (en el "tiempo de Dios") se realizaría por la resurrección o liberación escatológica obrada por el poder salvador de Dios. San Pablo entiende precisamente la fe en la pervivencia eterna del ser humano como "resurrección de la carne".


El hombre como co-creador creado. Esta expresión popularizada por el teólogo americano Philip Heffner es muy importante porque permite intuir que la naturaleza creada por Dios no es estática, hecha, constructa y cerrada. Las leyes naturales no serían una expresión cerrada de la voluntad divina universal (recordemos las teorías escolásticas acerca de la ley natural). Dios ha hecho el mundo autónomo, abierto, dinámico para que se haga a sí mismo (como parece deducirse incluso del relato de la creación en el Génesis). En este sentido podemos hablar del hombre como un cocreador (que se crea a sí mismo desde la libertad); pero también como un cocreador creado. Las leyes de la naturaleza (leyes queridas por Dios, si este es el Autor de la naturaleza) son leyes abiertas que, en parte, dependen de la voluntad del hombre. La ley divina, en este sentido, la ley natural como ley divina es ley de libertad: no es una ley que impone un futuro cerrado, sino que abre la posibilidad de crear. El hecho de que la ciencia nos describa este "universo abierto" es una evidencia de que el Dios creador de la naturaleza ha querido crear un "universo abierto". El hombre participa como cocreador, por tanto, de una creación hecha y sostenida por Dios. Pero Dios ha creado así el mundo para la libertad en que el hombre debe aceptar su actividad cocreadora. La voluntad divina estaría así plasmada en la ley natural derivada de un universo abierto, que es el único que existe y que la ciencia describe. Tal como en su momento explicábamos (capítulo IV), la forma en que Dios ha creado se constata cuando la ciencia describe cómo ha sido hecho el universo real, de tal manera que de ahí nace la forma de entender la ley divina manifiesta en la ley natural del universo creado. Dios, pues, haría patente en su ley natural que ha diseñado la creación para aceptar la actividad cocreadora de la humanidad. Esta orientaría con su actividad la transformación dinámica del mundo y de la historia humana desde el ejercicio de la libertad.


Una razón provisoria ante un universo enigmático. Los resultados de la ciencia son hoy muy distintos que en el siglo XIX. Entonces era normal una epistemología dogmática, cerrada y segura. Tanto el ateísmo como el teísmo eran dogmáticos, excluyentes y estaban en contradicción. Hoy, en cambio, se defiende un criticismo racional matizado por las teorías epistemológicas de Popper y de los otros autores pospopperianos. La ciencia es un conocimiento provisorio, crítico, hipotético. La ciencia nos describe un universo enigmático: sabemos muchas cosas, pero en último término sigue presentándosenos como un gran enigma no resuelto. En este sentido los resultados de la razón no se consideran verdades absolutas, dogmáticas, sino resultados provisorios que deben someterse a una crítica y revisión continua. La cultura científica camina hipotéticamente en la oscuridad. Este estilo general de la ciencia moderna (y no solo de la ciencia sino de la cultura moderna) debe iluminar también la filosofía y la teología, constituyéndose en uno de los estilos esenciales de la teología de la ciencia. La filosofía y la teología de siglos pasados (como la misma ciencia en el XIX) se construyeron desde la seguridad y el dogmatismo; eran, en definitiva, las epistemologías propias de un tiempo anterior ya superado. Pero en la actualidad la teología cristiana debe abandonar epistemologías anticuadas para aprender a orientarse según las epistemologías críticas e ilustradas de nuestra cultura. Desde ellas debería proceder a reinterpretar enriquecedoramente muchos enfoques propios de la teología. La asimilación de todos los matices de este criticismo ilustrado nacido de la epistemología moderna debería ser una de las directrices esenciales que la ciencia moderna transmitiera a la teología. La "teología de la ciencia" debería ser, por tanto, crítica e ilustrada, consciente de la borrosidad del conocimiento humano natural.


La ambivalencia interpretativa de un universo enigmático. La ciencia nos muestra, pues, un universo creado por Dios con una estructura enigmática y borrosa. No es un universo que, al ser sometido a escrutinio por la razón, haga patente inmediatamente su verdad última. Así, de acuerdo con la epistemología crítica de la ciencia moderna, profundizada en la antropología filosófica, descubrimos un universo enigmático que podría ser últimamente explicado por hipótesis alternativas posibles. Serían hipótesis filosóficas, pero fundadas en los datos de la ciencia. El universo, visto por la ciencia y la filosofía, no impone la idea de Dios como realidad existente, fundamento del Ser. No se impone dogmáticamente por la razón científico-filosófica. Cuando nos referimos a la idea de Dios no la imponemos dogmáticamente; solo decimos que pueden aducirse, como veíamos, "argumentos de verosimilitud" que avalan la hipótesis de Dios, permiten valorarla y aceptarla libremente. La ciencia muestra también la viabilidad científico-filosófica objetiva de quienes deciden libremente construir una interpretación atea o agnóstica de este mismo universo enigmático. El teísmo actual, surgido de una reflexión sobre la ciencia, no pretende, pues, imponerse a nadie; pero exige que se respete la verosimilitud argumentativa de su posición. No respetarla sería difícilmente compatible con los principios de la epistemología moderna de la ciencia y con el espíritu crítico, ilustrado, intelectualmente tolerante de nuestra cultura. Hoy en día, solo desde el dogmatismo (todavía activo en muchos ambientes), podría dejarse de respetar a quienes se inclinan a aceptar los numerosos argumentos que avalan considerar a Dios como posible fundamento de la Realidad y Ser del universo. El Dios que la ciencia nos presenta es, pues, un Dios que ha creado un universo borroso y ambivalente que puede ser entendido como fundado en un ser divino transcendente o como puro mundo autosuficiente sin Dios. Por consiguiente, la "ley natural" del mundo que, si es creado por Dios, es la "ley divina" con que Dios ha querido ordenar el escenario de la vida humana, es la ley que nos impone orientar la existencia adaptando nuestras decisiones racionales a la valoración de ese universo creado por Dios en la ambigüedad. En este sentido, la imagen del universo en la Era de la Ciencia nos obliga a cambiar la idea de la "ley natural" fundada en argumentos derivados del paradigma grecorromano. El nuevo paradigma nos hace entender -con el aval de la ciencia moderna-que el universo creado por Dios no es el que creyó haber descrito la razón grecorromana (capítulo IV). Este universo así descrito, epistemológicamente borroso y metafísicamente ambivalente, se entiende como realización del universo que Dios ha querido crear, como se proclama en el kerigma, a saber, el universo de la libertad creativa del hombre, donde la Verdad no se impone, sino que queda abierta para que sea alcanzada por el compromiso de la razón y de la existencia libre del hombre, abierta a la santidad y al pecado.



4.2. La "teología de la kénosis" como lectura moderna del kerigma


Por tanto, en resumidas cuentas, fa qué tipo de teología de la ciencia, o de la "cultura moderna", conduce hoy la imagen del universo? Nuestra propuesta es que la "teología de la ciencia" nos lleva a una teología de la kénosis; es decir, a la teología de la kénosis como pieza esencial y básica de nuestra interpretación o hermenéutica actual del cristianismo. Esta teología no es nueva, pero quedó enmascarada por la fuerza del paradigma grecorromano que, como vimos, era teocéntrico. La kénosis tiene, pues, una larga historia que, sin embargo, debería ser reinterpretada a la luz de la nueva imagen de la realidad en la ciencia. La teología de la kénosis sería por ello mismo elemento esencial del "paradigma de la modernidad", ya que para la hermenéutica del kerigma cristiano en el mundo moderno es esencial la imagen del universo de metafísica borrosa que la ciencia nos impone. Un universo que muestra la "humillación kenótica" de Dios, al retirarse de la realidad y ofrecerse al hombre en la libertad. El itinerario lógico que conduce a esta teología de la kénosis puede resumirse en cuatro puntos que exponemos seguidamente.


Primero: el hombre y la naturaleza de su conocimiento. La ciencia nos ofrece hoy una imagen del hombre en el marco del paradigma evolutivo. Del mundo físico ha emergido la vida y de la vida el ser humano como su producto terminal más perfecto. La mente humana y sus funciones psíquicas, su conocimiento, han ido emergiendo en dependencia de un proceso de adaptación al medio objetivo (en un proceso a posteriori). Por esto, una vez emergida la razón, el hombre se pregunta: ¿cuál es mi verdad humana? ¿Qué es últimamente el universo? La respuesta debe construirse por la razón, describiendo evidencias constatables y haciendo inferencias racionales críticas y revisables. Esto es lo que han hecho la ciencia y la filosofía. Y esto es también lo que hace el hombre ordinario ejerciendo su razón en la vida. Observa el mundo (enigmático), su propia vida, su propia historia (dramática) y establece las hipótesis metafísicas que deben dar sentido a su vida (aunque sea de forma intuitiva, espontánea, a partir de la experiencia inmediata del cosmos, de sí mismo y de la sociedad). El conocimiento y el sentido de la vida se construyen, pues, a posteriori por el ejercicio libre de las facultades humanas constituidas evolutivamente. El hombre, abierto por la razón al mundo objetivo, debe construir a posteriori un diseño para el "sentido de su vida". ¿Es posible objetar este primer supuesto?


Una observación. Es verdad que, desde el punto de vista de la fe cristiana (no argumentable desde la ciencia o la filosofía), sabemos que todo hombre está llamado interiormente por una presencia mística, sobrenatural, del Espíritu (la "Gracia" de que se habla en la teología cristiana). Ya hemos aludido a ello. Pero esta presencia de Dios no es evidente y clara. Es oscura y no podrá ser nunca descubierta por el uso de la razón que el hombre natural ejerce a posteriori. Pero esta misma experiencia interior mística es un hecho a posteriori (experiencia fenomenológica interior) presente (de forma misteriosa, aunque real) en la experiencia religiosa del cristianismo y de las otras religiones. En la teología cristiana, como explicación racional de la fe, esta experiencia interior jugará un papel importante y congruente. Por ello, la creencia (la fe) no se fundará nunca solo en la razón natural (ordinaria o científico-filosófica), sino en el testimonio interior de la presencia "mística" de Dios en el interior del "espíritu" humano. La fe se entiende así en la teología cristiana como resultado complementario de la acción de la razón y de la Gracia (el Espíritu); o sea, de las fuerzas naturales y de la respuesta a la acción sobrenatural de Dios en la psique humana. De ahí que el creyente pueda tener la certeza subjetiva, interior, insobornable, de la realidad de Dios. Pero esta seguridad no se traduce en una seguridad natural de la razón.


Segundo: el enigma real, dos posibilidades de interpretación última. El ejercicio natural de la razón, ordinario o derivado de la ciencia, sitúa al hombre ante el mundo objetivo. La razón se ejerce como discurso científico-filosófico (o por otras formas de conocimiento en la vida ordinaria). La ciencia y la filosofía construyen su imagen del universo. Todo hombre la construye en su vida, aunque sea solo intuitivamente. Se muestra entonces el hecho de un universo enigmático que, al someterse a un análisis filosófico apoyado en la ciencia, conduce a dos posibles hipótesis de interpretación última: una interpretación teísta y una interpretación atea o agnóstica, es decir, puramente mundana, sin Dios. ¿Es posible negar que alguna de estas dos hipótesis no sea posible? Ciertamente es muy difícil, a no ser que retrocedamos hacia el dogmatismo filosófico teísta o ateísta del siglo XIX, abandonando el criticismo ilustrado tolerante de nuestra cultura. El teísmo, como hemos visto, tiene hoy "argumentos de verosimilitud" para su hipótesis; pero ateísmo y agnosticismo también tienen argumentos que fundan su posición metafísica (capítulo IV). La sociología muestra que estas dos hipótesis son viables, y asumidas, de hecho en la sociedad. A ellas está hoy abierto el hombre ordinario de nuestra cultura.


Es muy difícil negar que las cosas sean así. Esta doble apertura es admitida por los grandes autores en el diálogo ciencia-religión: por ejemplo, Barbour, Peacocke, Polkinghorne, Ellis. Esto significa que la teología antigua debería cambiar de perspectiva ya que se ha movido en un marco impositivamente teocéntrico. La filosofía escolástica imponía la certeza absoluta, metafísica, de la existencia de Dios. El tomismo transcendental kantiano (Marechal o Rahner) imponía también la existencia de Dios como un presupuesto transcendental apriórico (en sentido kantiano). Dios sería así el condicionante transcendental de toda acción humana y de todo conocimiento natural. La ciencia, en cambio, orienta actualmente hacia una teología que ve al hombre inmerso en el enigma del mundo y abierto a posteriori a esta doble posibilidad de interpretación. El enfoque evolutivo monista de la ciencia moderna se ha hecho incompatible con dos presupuestos de la teología clásica en el paradigma grecorromano: primero con la ontología dualista griega y segundo con el apriorismo kantiano asumido por la moderna interpretación transcendental del tomismo.


Tercero: el sentido del ocultamiento divino. Si esta situación es correcta, ¿cuál es entonces la posición metafísica del hombre en el mundo? Estaría abierto al enigma de lo real y a la posibilidad de estas dos hipótesis, Dios y la pura mundanidad sin Dios. En definitiva, Dios no estaría impuesto por las condiciones objetivas, ya que siempre estaría abierta la posibilidad de la hipótesis puramente mundana. Por tanto, aunque el hombre se inclinara hacia una interpretación religiosa, lo haría admitiendo que el Dios real mantiene en último término su silencio en la creación (ha creado el mundo con un diseño que hace posible interpretarlo sin Dios). Aunque la naturaleza racional permite, pues, la hipótesis de Dios (con "argumentos de verosimilitud"), no hay una seguridad racional absoluta de su existencia y el Dios real, de existir, está oculto y en silencio. Por ello, el hombre en el mundo debe entenderse como un ser abierto a las dos grandes preguntas metafísicas finales, antes aludidas, en tomo a Dios. La primera: les real un Dios que ha creado el mundo pero permanece oculto y en silencio? Y la segunda: el Dios oculto, ¿tiene una voluntad de relación con el hombre y liberación de la historia? En último término se trata de una única pregunta: les real un Dios oculto y liberador? Cuando el hombre es religioso, aunque no sea cristiano, toma siempre una posición positiva ante estas preguntas: la religiosidad natural se funda en la apertura a un Dios salvador (un poder salvador último) por encima o a pesar de su ocultamiento y de su silencio. Es decir, a pesar del dramatismo de la historia presente en todas las culturas y en la biografía personal de todo hombre, inexorablemente abocado al fracaso y a la muerte Jaspers, Heidegger). El hombre religioso es posible al creer que el "ocultamiento divino" tiene una explicación "teológica": crear un mundo en que sean posibles la libertad, la autonomía y la dignidad humana. Son la libertad y la dignidad que el mismo hombre está advirtiendo en su propia experiencia vital, entendiendo que se abre o se cierra a Dios desde el uso de su libertad humana. El hombre entiende experiencialmente que es libre, que Dios no se le impone, y que su dignidad humana podría ser el gran Don de Dios a la Historia. Este logos permite superar, como decíamos antes, el enigma del universo y el drama de la historia, al abrirse a la confianza en el Dios oculto y liberador.


Cuarto: la hermenéutica del Misterio de Cristo. El cristianismo está, pues, fundado en la experiencia religiosa de Israel que culmina en el Misterio de Cristo: el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo. El patrimonium fidei cristiano, y la misma teología cristiana, han considerado siempre que en este Misterio de Cristo Dios ha realizado y manifestado ante los hombres el sentido de su plan salvador. Es el plan divino, eterno designio, en la creación del mundo y en la salvación liberadora de la historia humana y de cada uno de los hombres en su individualidad personal. Por tanto, si el hombre en el mundo es el que hemos descrito antes (abierto existencialmente a las preguntas por el Dios oculto y por el Dios liberador), entonces ese hombre llega a una forma natural lógica de entender el Misterio de Cristo. Es la hermenéutica humana del Misterio de Cristo desde la historia real: una forma de entender qué ha hecho y qué nos ha manifestado Dios en el Misterio de Cristo que se ilumina desde la experiencia existencial humana en la modernidad. La Muerte de Cristo (sabiendo que Cristo es una Persona Divina) se entiende como confirmación y respuesta a la pregunta existencial por el Dios oculto: la Cruz manifiesta la existencia de un Dios oculto que ha aceptado la kénosis, el anonadamiento, el vaciamiento, de su Divinidad ante el mundo para constituir la historia libre de los hombres, asumiendo íntegramente el uso humano de la libertad, en la santidad y en el pecado. La Resurrección de Cristo se entiende como la realización, anticipada en Cristo, y el anuncio de una futura intervención liberadora de la Divinidad para salvar la historia humana. La resurrección nos dice, en efecto, que la pregunta por el Dios liberador tiene respuesta positiva: el Dios trinitario, en la Persona Divina del Verbo, en Cristo, asume el momento del ocultamiento, de la kénosis en la muerte de Cristo en la Cruz, pero en la Resurrección se manifiesta que su designio final es la liberación metahistórica de los hombres en conformidad con el uso de su libertad en el "tiempo del mundo".


Teología de la kénosis, una teología de la libertad. El texto bíblico básico de la teología de la kénosis está en san Pablo a los Filipenses. Es el himno que reza: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se vació de sí mismo (kénosis) tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Filipenses 2,5-11). Este texto maravilloso ha sido aplicado tradicionalmente a la cristología; es decir, interpretado como referido a Cristo, en la kénosis de su encarnación y de su muerte en cruz. Sin embargo, la teología de la kénosis moderna, asumiendo la interpretación en este sentido cristológico tradicional, la proyecta a Dios mismo y habla legítimamente de la "kénosis de Dios" en la creación. Dios al crear el mundo habría admitido la kénosis de su presencia impositiva, de la presencia de la Gloria de su Divinidad, para manifestarse en la forma de un mundo en que está oculto. Esto es lo que significa la "kénosis de Cristo" (o sea, la encarnación y la cruz) que, en definitiva, es la misma "kénosis de Dios", ya que Cristo es de "condición divina", la persona del Verbo, que realiza y revela el misterio kenótico primordial de Dios Padre por medio del Verbo por el Amor del Espíritu Santo. En este sentido Cristo es obediente y asume el eterno designio de Dios (solidario con el designio trinitario), manifestándolo y realizándolo en un momento de la historia para revelarlo a los hombres. Dios, al crear, habría admitido su ocultamiento, su kénosis ante su misma obra creada, haciendo posible así la libertad humana en un mundo hecho como enigmático ante el conocimiento humano (kénosis epistemológica). Pero la intención última de Dios en la creación sería glorificar el sacrificio de Cristo (mediador universal de la creación por su voluntad kenótica a favor de la libertad), asumido ante el mundo, ante el pecado, para crear la libertad humana y proceder a la salvación liberadora al final de la humanidad por la Resurrección metahistórica.


Por consiguiente, la teología iluminada desde la ciencia -en definitiva, la cultura de la modernidad en que constatamos la "humillación" de Dios- está siendo la ocasión histórica que nos lleva a entender algo que estaba ya en la esencia más antigua de la revelación y de la teología cristiana: la teología de la kénosis. La existencia del mundo se hace posible por la kénosis de Dios Padre en la Creación, en la unidad trinitaria, cuyo eterno designio Cristo obedece en su encamación y muerte en cruz, manifestando así y realizando el eterno designio divino de una creación kenótica, muestra suprema del Amor a favor del hombre. La ciencia ilumina nuestra comprensión del cristianismo al hacernos entender que vivimos en un universo enigmático, oscuro, en que la explicación final podría ser Dios, pero podría ser también el puro mundo sin Dios. La ciencia conduce a entender que el Dios real, el Dios cristiano, es un Dios conocible por la razón y accesible a la libertad humana. Pero, al mismo tiempo, es un Dios humilde y discretamente oculto que permanece en silencio por la kénosis o anonadamiento de la manifestación Gloriosa de su Divinidad ante el mundo. Así, el Dios del cristianismo es el Dios de la libertad. El Dios que crea la libertad humana, la sostiene y la respeta. Y, por ello mismo, el cristianismo es en su quintaesencia la religión de la libertad.


La kénosis, clave del enigma y del drama del universo. La kénosis del Dios en la creación del universo y la kénosis de Cristo que la realiza y la revela en el tiempo histórico son un desvelamiento del sentido del enigma y del drama del universo. El enigma producido por la lejanía y el silencio divino, que dejan al hombre en la angustia ante la borrosidad del universo y en la incertidumbre metafísica, suscitando el malestar por el abandono divino de la historia personal y la colectiva, tienen su respuesta en la kénosis divina como manifestación de un diseño creador que no quiere imponer su presencia para fundar tanto la autonomía del cosmos como la libertad humana. El drama producido por la creación de un universo autónomo que se hace a sí mismo a través del penoso camino evolutivo del sufrimiento, de la vida y de la muerte, tiene también su respuesta en la kénosis de Cristo en que una persona divina asume el dolor en su naturaleza humana. La redención como voluntad divina de permitir el pecado y perdonarlo, afrontando la creación de un universo en que la especie humana está afectada por el pecado original, podía haberse dado sin el sufrimiento de Cristo. La Pasión de Cristo en la cruz contiene un mensaje explícito que Dios, sin duda, ha querido comunicar: que Dios sufre y soporta con dolor el drama de la historia. Dios no es indiferente ante el sufrimiento humano que su designio creador ha permitido: pero, sin embargo, Dios ha afrontado su plan de salvación porque juega a favor de la plenitud humana, de su libertad y de su dignidad. Este aceptar, por la adhesión a Jesús, el designio creador que incluye el drama de la existencia mueve también al hombre a aceptar la confianza en Dios a pesar del sufrimiento que nos embarga en el drama personal y colectivo de la vida.


A este tipo de teología, teología de la libertad, parece mover lo que hemos llamado "teología de la ciencia", como hermenéutica cristiana en nuestra cultura entendida como teología de la kénosis. La teología actual debe verse interpelada por el desafío ofrecido por esta hermenéutica heurística que, por otra parte, es perfectamente conforme con el patrimonium fidei, con los grandes contenidos de la fe cristiana. Hoy, repetimos, son difícilmente sostenibles tanto la ontología escolástica tradicional (derivada de la ontología griega), como las posiciones epistemológicas de un apriorismo kantiano incompatible con el paradigma evolutivo a posteriori de la ciencia. La imagen moderna de la realidad es incompatible con la filosofía teocéntrica (bien sea griega o transcendental) que considera que un acceso humano a Dios cierto y seguro, absoluto y metafísico, es posible para la pura razón natural. El mundo enigmático y oscuro que la ciencia nos describe, en cambio, parece hoy llevarnos a entender que el acceso a Dios solo es posible desde la admisión del ocultamiento divino, caminando como diría san Juan de la Cruz en la "noche oscura" que supone estar en el mundo. Admitir a Dios en ese mundo enigmático es ser capaz de aceptar su inoperancia, su silencio ante el mundo del sufrimiento que nos crea un malestar profundo, cargando con la cruz de nuestra existencia y, a pesar de ella, confiar en el designio divino orientado a la salvación. Aceptar al Dios oculto y liberador es, en definitiva, acceder a Dios por la mediación del logos cristológico; esto es, aceptando el Misterio de la Muerte y la Resurrección de Cristo. Es aceptar que el enigma y el drama del universo tienen el sentido teológico (sentido "en" Dios) revelado en la kénosis de Dios en Cristo. En la religión natural esta aceptación es implícita; en el cristianismo es la aceptación explícita del Misterio de Cristo en que la historia se entiende en su consistencia final.



4.3. Kénosis y tradición cristiana


Observaciones sobre la teología de la kénosis en la tradición cristiana. En este ensayo, y especialmente en este capítulo, hemos venido usando el término kénosis y la denominación "teología de la kénosis" para designar un cierto tipo de teología. Si teología es el intento de comprensión de la revelación dada en Cristo, de la que es depositaria la iglesia, proclamándola y explicándola mediante una hermenéutica que muestre cómo el kerigma entra en congruencia con la realidad, al hablar de "teología de la kénosis" hacemos referencia a que es posible un tipo de hermenéutica en que juega un papel revelan te, integrador, lo que se designa con el término kénosis. Este tém1ino está ya en la Escritura (recordemos el texto de Filipenses que acabamos de citar) y puede seguirse la historia de cómo la kénosis ha sido entendida en la tradición teológica cristiana. En este ensayo defendemos que la nueva situación humana en la modernidad, en que se ha producido un conocimiento más profundo de las características de la obra creadora de Dios, permite situar la idea de la kénosis como elemento central e integrador de una hermenéutica teológica desde la modernidad. Esta nueva teología es, por una parte, una aportación creadora de la teología de nuestro tiempo, pero, por otra, entra en congruencia con una larga tradición teológica en que la idea que se apunta con el término kénosis ha venido jugando un papel central en el entendimiento del kerigma cristiano.


1) El término kénosis es una derivación sustantivada del verbo griego kenoun que se usa en el himno de Filipenses de san Pablo en la forma ekénosen. El término kenós, usado ampliamente en el Nuevo Testamento y en san Pablo, significa vacío, vano, inútil. Así, la expresión usada varias veces por san Pablo eis kenón se suele traducir como "en vacío", "en vano". El verbo griego kenoun (kenoo) significa vaciar, anonadar, destruir. Es un verbo usado solo en San Pablo y, en el himno de Filipenses, en la forma ekénosen eautón (se anonadó a sí mismo). Desde el punto de vista exegético parece ser que san Pablo se refiere ante todo a la encarnación, en la que se produce la humillación de Cristo que se entrega a sí mismo en la participación de la condición humana, así como al vaciamiento en el que prescinde de la Gloria de su Divinidad. Pero no cabe duda de que, como se ve en Filipenses, dentro de la unidad del logos cristológico, la encarnación conduce a la humillación final y plena de la Cruz (que se anticipa en la encarnación). La exégesis de los diferentes textos bíblicos debe precisar en qué sentido exacto se está usando cada una de las posibles formas, bien sea en los sinópticos, en san Pablo o en otros lugares. Es evidente que precisar el sentido preciso de la forma lingüística es esencial para la interpretación de los sentidos teológicos que intentan transmitir los autores bíblicos.


2) El himno de Filipenses que hoy se hace resaltar como la formulación paulina más potente de la teología de la kénosis fue, en la tradición teológica cristiana, un texto más donde quedaba patente un contenido kerigmático general que no solo insistió en el término kénosis como tal, sino en la idea de la humillación, la pobreza, la debilidad, el sufrimiento y la cruz, escogidos por el Verbo Divino como camino de la manifestación y realización de la Redención en el tiempo. Cristo oculta su Gloria, y aunque en ocasiones se manifieste (verbi gratia, en los milagros), trata de hacerlo con discreción (verbi gratia, recuérdese la teología del "secreto mesiánico" en el evangelio de Marcos). La proclamación del "Dios humillado" desde el momento mismo de su encarnación como prólogo de un camino en pobreza y debilidad, de impotencia ante los poderes del Mal, del pecado, que culmina en la Cruz, es el tema constante y omnipresente de la proclamación del kerigma. Jesús anticipa de mil maneras que ha venido no para imponer la Gloria de su Divinidad sino para dar testimonio de la verdad en el signo final de su voluntad de humillación, a saber, en el Misterio de su Muerte en Cruz y de su Resurrección. En este sentido la teología del "Dios humillado" como esencia del cristianismo, la locura de la cruz, recorre por completo las teologías paulina y neotestamentaria, aun sin necesidad de mencionar explícitamente el término kénosis. Pero esto no significa que la teología del "Dios humillado", en el acto divino creador del mundo que establece el escenario de la encarnación, no sea la misma teología que se presenta en el himno de Filipenses tomando una forma de expresión concreta (kénosis). Es la idea paulina del Dios que siendo rico, y dominador de su Gloria, se hace "pobre" (se humilla, se vacía a sí mismo, se anonada y muere) para enriquecemos con su pobreza (para crear la libertad y la dignidad humana en la historia), tal como se ve en 2Cor 8,9. La kénosis del himno de Filipenses es así la quintaesencia del kerigma cristiano que proclama el eterno designio de un Dios que se humilla en la creación para constituir la plenitud y la salvación del hombre.


3) Debe pensarse, pues, que lo afirmado por san Pablo en el himno de Filipenses estará en congruencia con el sentido global del kerigma cristiano, en gran parte apoyado en la teología paulina, que la iglesia proclama. No podría ser de otra manera en lógica cristiana. Esta ortodoxia interpretativa nos lleva a establecer que la kénosis (anonadamiento, vaciamiento, humillación, muerte) no afecta a la esencia divina trinitaria en sí misma, al margen del designio creador. La kénosis comienza por la creación, pero se da ya antes en el eterno designio de crear de acuerdo con el logos cristológico. La Persona Divina que protagoniza la kénosis es el Verbo, pero dentro de la solidaridad del Dios Uno en su esencia trinitaria. El Verbo es la misma persona de Cristo (el Verbo encarnado) y, por ello, es Cristo como persona el que, siendo de condición divina, renuncia a manifestarla en su Gloria y asume la kénosis de la encamación que le lleva a la muerte en cruz (obedeciendo el eterno designio trinitario de la creación en el logos cristológico). La Persona del Verbo encamado (Cristo) no se "vacía" en ninguno de sus contenidos ontológicos como Divinidad trinitaria en la kénosis, ya que sigue siendo Dios en toda su omnipotencia y omnisciencia: lo que se anonada es la Gloria de la manifestación que por derecho correspondería a un Dios encamado. Cristo, despojado de la Gloria de su Divinidad, como Verbo encarnado, toma la condición humana y se humilla a sí mismo (se "kenotiza" a sí mismo, ekénosen eautón) llevándose a la muerte en cruz (en obediencia al eterno designio cristológico). Este proceso kenótico es, pues, protagonizado por el Verbo divino (Cristo). Es así la persona de Cristo la que se humilla kenóticamente en su Gloria (el que se humilla es así una Persona Divina) y, si no fuera así, la teología de la kénosis de Pablo perdería su fuerza esencial y su congruencia con el conjunto del kerigma. Además, lo que se anonada no es la condición ontológica de la Divinidad, sino la manifestación de la Gloria a la que tenía derecho. Pero el himno de Filipenses, una vez concluida la descripción del proceso de humillación de la Divinidad, comienza el canto a la exaltación que Dios ha concedido a Cristo como Cabeza de la humanidad. Según el designio trinitario el Verbo, la persona de Cristo, ha asumido la humillación que responde a la Sabiduría del logos cristológico, y por ello todo hombre que entre en la filiación divina deberá hacerlo teniendo a Cristo por Cabeza. Este entendimiento ortodoxo del himno de Filipenses es la que defienden en sus artículos clásicos sobre la kénosis, tanto P. Henry como A. Gaudel, aunque dentro de un conjunto de matizaciones teológicas más barrocas que aquí no son del caso.


4) El himno de Filipenses ha sido, pues, un aspecto más de la teología paulina integrado en la teología neotestamentaria general acerca del misterio del "Dios humillado" por una creación a favor del hombre, como elemento central del kerigma. Son los santos Padres quienes introducen el término "kénosis" para referirse al anonadamiento de la Divinidad descrito en el himno paulino. A lo largo de toda la patrística (y aquí podríamos comenzar un estudio específico de las aportaciones de cada uno de ellos) se extienden continuas referencias a la exégesis del himno. Surgen con ocasión de la utilización de este texto hecho por numerosas herejías del tiempo para probar sus afirmaciones. Así, por ejemplo, la expresión "apareciendo en su porte como hombre" parecía inducir a las tesis del docetismo de origen gnóstico que no admitía que Dios hubiera realmente asumido una naturaleza humana (era solo una apariencia); igualmente, la radicalidad de las expresiones paulinas podía inducir a pensar que en Cristo se había producido un "vaciamiento de la condición divina", hasta el punto de que ya no fuera Dios en realidad como lo es el Padre (arrianismo). Frente a las lecturas heterodoxas del himno, los santos Padres defienden una exégesis que apunta a los perfiles ortodoxos que hemos trazado en el párrafo anterior. Así lo hacen, en diferentes épocas y contextos, san Ireneo, Clemente Alejandrino, Hipólito, san Cipriano, Hilario de Poitiers, y el mismo San Agustín, entre otros muchos. Como observa P. Henry, en los santos Padres no existe un esbozo de lo que pudiera llamarse una "teología de la kénosis" específica, aunque asumen el himno de Filipenses y lo entienden como un texto bíblico más, aunque sin duda importante, dentro de una explicación general del kerigma como proclamación del "Dios humillado". Para Henry no se constatan indicios en la patrística de una "teología de la kénosis" que anticipe las propuestas teológicas protestantes del siglo XIX (y actuales).


5) Para San Hilario, por ejemplo, la forma divina de la que el Verbo se despoja en la encarnación no es ni la personalidad divina ni la naturaleza divina, ya que tanto la una como la otra permanecen. El despojo producido en la encarnación es para san Hilario el estado de Gloria manifiesta que sería debido a una persona divina. En la encarnación, el Verbo, la persona de Cristo, aparece en estado de humillación y debilidad, hasta la muerte. En su naturaleza humana padece el Verbo una limitación del resplandor de su Gloria, pero sin que esto afecte a la naturaleza divina del Verbo. Para san Hilario el Verbo, al asumir la naturaleza humana, por su humillación voluntaria, no la ha dotado de aquella Gloria que le será propia en el momento de su exaltación. Para Gaudel, siguiendo a Le Bachelet, la doctrina de san Hilario asume el entendimiento ortodoxo de la kénosis y es ajeno a las "teorías de la kénosis" protestantes modernas.


6) La primera comunidad de creyentes, la iglesia, aceptó la doctrina de Jesús por la confianza nacida de una adhesión a su persona. Se sintió inspirada y asistida por el Espíritu de Jesús para proclamar el kerigma que expresaba lo revelado por Jesús: y así proclamó la existencia de una única Persona Divina en Cristo, el Verbo encarnado, y dos naturalezas, misteriosamente unidas, la naturaleza humana y la naturaleza divina. La iglesia no creyó el misterio de la encarnación porque pudiera explicarlo, sino porque esta era la doctrina de Jesús, un misterio de inabordable profundidad. La doctrina de Jesús, de la que la iglesia se sentía depositaria en la historia, era clara: "verdadero Dios" y "verdadero hombre", pero una única Persona Divina. La imagen de Jesús que, en efecto, daban los evangelios, era de una concordancia entre estas dos naturalezas: la imagen de Jesús en su conciencia de hombre real y la imagen de Jesús en su conciencia de Hijo de Dios que conoce los arcanos de la Divinidad. ¿Era posible acercarse a la explicación, o, al menos, al entendimiento de este misterio? El criterio de la iglesia fue claro: denunciar aquellas explicaciones que no concordaban con la simplicidad (aunque fuera mistérica) del kerigma. Es lo que pasó con las herejías en la época patrística. La llamada en la teología "unión hipostática" fue objeto de reflexión en el paradigma antiguo. La teología antigua aplicó los principios y conceptos de la ontología grecorromana para clarificar la idea cristiana de la Trinidad y el Misterio de la persona de Cristo {todo ello no fueron sino propuestas hermenéuticas, en ocasiones diversas y no concordantes, de las que se puede discrepar). Más adelante, con la teología protestante aparecieron nuevas propuestas que relacionaron el problema del entendimiento de las dos naturalezas con la idea de la kénosis que sugería el himno de Filipenses. En esto aparecieron problemas.


7) Para Lutero, el Verbo habría comunicado a la naturaleza humana de Cristo aquellas cualidades propias de la naturaleza divina, la omnipotencia y la omnisciencia. Pero Cristo habría renunciado al ejercicio de los atributos divinos que poseía su naturaleza humana por derecho, por haber sido exaltada a la condición divina. En este contexto interpretó Lutero el himno de Filipenses: Cristo renuncia a la manifestación de las perfecciones divinas de su humanidad y de su Gloria. Pero la exégesis luterana clásica (en la que algunos teólogos católicos han visto rasgos de docetismo) no fue asumida por la llamada "teología de la kénosis" de un grupo importante de teólogos protestantes del siglo XIX, pues en lugar de "divinizar la humanidad" {tendencia de Lutero) trataron de "humanizar la Divinidad" de Cristo. Para estos autores la kénosis de la Divinidad, de la persona de Cristo, en el himno de Filipenses debería entenderse en el sentido de que el mismo Verbo divino se habría "vaciado" de sus atributos divinos. En la encarnación se habría producido así la autolimitación real voluntaria de las cualidades divinas del Verbo. Esta posición fue defendida, entre otros, por Thomasius para quien la posibilidad de la encarnación, de la unión hipostática, dependía de que el Verbo poseía la facultad de autolimitarse en sus propiedades ontológicas. Thomasius aportaba esta explicación para entender la real unidad de la persona histórica de Cristo. Para ello distinguía entre ciertas propiedades esenciales de la Divinidad que eran irrenunciables y otras de las que el Verbo podía voluntariamente prescindir (omnipotencia, omnisciencia). Para Gaudel el autor más radical en esta línea fue Gess. La encamación supuso un cambio producido en el interior de la Trinidad: durante la kénosis el Padre deja de engendrar al Hijo y el Espíritu Santo procedería solo de Él. Solo un Verbo despojado de su Divinidad podría ser hombre y convivir realmente con los hombres. La encarnación y muerte kenótica habría supuesto una dramática tensión que afecta a las mismas personas divinas. Otros muchos autores siguieron esta línea interpretativa fundada en la necesidad de admitir una autolimitación ontológica del Verbo (kénosis ontológica) en su cualidad divina como tal, para hacer posible la encamación. Sin embargo, no es de extrañar que lo que en el XIX se llamó "teología de la kénosis", promovida por la teología protestante (no solo luteranos) no fuera admitido por la teología católica como explicación viable, ya que entraba claramente en contradicción con aquel principio esencial del kerigma, antes mencionado: que Jesús era "verdadero Dios" y "verdadero hombre", misterio quizá sin explicación racional humana, pero presente esencialmente en el kerigma constituido desde el fundamento de la doctrina de Jesús.


8) Para el kerigma cristiano no existe duda alguna de que Cristo muere realmente en la cruz. Extraordinario Misterio. Cristo era el Verbo divino encarnado, que unía la naturaleza humana a la naturaleza divina. La muerte real de Cristo no puede significar que muera realmente el Verbo de Dios (el Dios trinitario permanece siempre en su identidad ontológica). Pero el Dios encarnado, Jesús, el Cristo, deja realmente la vida, si debemos admitir que su muerte fue real. ¿Cómo entenderlo? Responder supone una legítima especulación teológica. A nuestro juicio, el criterio de entendimiento debe ser la naturaleza del designio divino que se proclama en el kerigma. Este designio es el origen de todo y en él debemos hallar el principio explicativo. A saber: la libre voluntad trinitaria, nacida del Amor comunicativo, de emprender la creación por medio del logos cristológico que la hace posible. La creación en Cristo deja abierta la libertad humana que lleva al pecado, y constituye a la humanidad en su condición pecadora. Es también la creación en Cristo la que instaura un orden de cosas que lleva al dramatismo de la historia, y al drama final de la muerte. Por consiguiente, en la lógica del kerigma cristiano, la obra de Cristo realiza y manifiesta en un momento del tiempo el eterno designio divino de creación en el logos cristológico. Es congruente entonces que la obediencia de Cristo al Padre (la obediencia solidaria al designio trinitario) le lleve a asumir la muerte real en la cruz que, primero, revela y manifiesta el anonadamiento kenótico del Dios trinitario ante la libertad incondicionada del hombre (ante el pecado) en la creación y, segundo, muestra que el Dios encarnado sufre solidariamente con el sufrimiento y el drama humano de la historia, mostrando que Dios no ama el sufrimiento pero forma parte de un plan de salvación que enriquece a la humanidad y que debe ser asumido, como Cristo lo asume sintiendo repugnancia humana y experimentando el abandono de Dios que todo hombre siente en su propia vida. Cristo, en su naturaleza humana, asume el penoso dramatismo de la muerte, y muerte en cruz, a impulsos del Amor que en la Trinidad es la persona del Espíritu Santo. Cristo asume el abandono de la Gloria de Dios y el drama de la muerte real a impulso del Amor que constituye la esencia del eterno designio trinitario que debía hacer de Cristo la Cabeza de la humanidad, el primero de los justos, la imagen perfecta del hombre justo que debía llegar a la filiación divina por su hermandad con la persona de Jesús, asumiendo la kénosis a la inversa (los mismos sentimiento de Cristo, según Filipenses) y el drama de su propia existencia con la misma confianza en el Padre que muestra Cristo en su Pasión.


9) Ya en el siglo XX la teología de la kénosis tuvo una aportación innovadora en la obra original de Alfred North Whitehead. Ser trataba de algo nuevo, quizá inspirado en la teología protestante de la kénosis en el XIX, pero con trazos que responden exclusivamente a las intuiciones científicas y filosóficas de Whitehead. Su importancia radica en que su filosofía y su interpretación del cristianismo producen el nacimiento de la llamada filosofía y teología del proceso, principalmente extendida en los Estados Unidos. Su pensamiento sobre todo a través de la influencia de su discípulo Charles Hartshorne y de otros autores de calidad como W H. Vanstone, entre otros muchos, ha constituido una de las escuelas teológicas de más importancia en las últimas décadas en el mundo anglosajón. En mi opinión, como he intentado mostrar ampliamente en otro lugar, no existe en realidad una auténtica teología de la kénosis en Whitehead, ya que su Dios no es un Dios creador del mundo, sino coexistente eternamente con el mundo. Dios está limitado por la facticidad del mundo que se le impone. No es que Dios haya decidido su autolimitación, con una voluntad kenótica, porque la limitación le viene impuesta ya por el mundo. Sin embargo, esta especie de Dios platónico que, como el demiurgo trata de llevar la evolución hacia el Bien, tiene, en efecto, una limitación ontológica en los condicionamientos que el mundo eterno inexorablemente impone (por ello no es responsable del Mal, sino que lucha contra el Mal). Esta limitación real impuesta se extiende a su omnipotencia y a su omnisciencia. Whitehead es, pues, una forma más radical de "kénosis ontológica" (si es que podemos hablar aquí de kénosis) cuyo sentido habría sido, en la mente de Whitehead, liberar a Dios de la responsabilidad por el drama de la historia.


10) En los últimos 25 años del siglo XX comenzó a desarrollarse, principalmente en el ámbito cultural anglosajón, una reflexión sobre la religión cristiana a partir de la imagen de la realidad en las ciencias. Esta corriente de pensamiento ha constituido lo que se llama el diálogo ciencia/religión, que ha contado con el estímulo de la Templeton Foundation. Los primeros pasos fueron dados por Ian Barbour entrando en la década de los setenta. Ya en los ochenta comenzaron las aportaciones de Arthur Peacocke y de John Polkinghorne. Más adelante, en los noventa, comenzó a sonar el nombre de George Ellis. Todos ellos han recibido el Premio Templeton y han sido considerados los grandes maestros del diálogo ciencia/religión. Un aspecto fundamental de estos autores es haber advertido que la ciencia imponía admitir que el universo puede ser descrito de acuerdo con una hipótesis no religiosa, sin Dios. Existían argumentos, sin embargo, que hacían la idea de Dios plausible y quizá, como repite Peacocke, la mejor hipótesis para explicar que el universo sea posible. Pero Dios no era una imposición racional de la naturaleza. Por ello, quizá influidos por la teología del proceso, estos autores, y otros en el mismo ámbito de influencia, comenzaron a hablar del concepto de kénosis para designar el hecho de que Dios no había querido imponerse en la naturaleza. Ellis ha aportado el importante concepto del "principio antrópico cristiano" que nos dice que el universo creado por Dios, en que no se impone, es un universo creado para la libertad. Jürgen Moltmann aportó también en la década de los setenta la teología del "Dios crucificado" en que insistía, de acuerdo con las tendencias de la teología en aquellos años (teología política y liberación), en la teología tradicional cristiana del "Dios humillado", a que antes hemos hecho referencia, aunque radicalizando quizá algunos conceptos en la línea común a algunos teólogos protestantes La obra editada por Polkinghorne, ya en el siglo XXI, con el título The Work of Love. Creation as Kenosis, cuenta con la colaboración de todos estos autores, y otros, pudiendo considerarse un sumario de la reflexión sobre la kénosis en estas últimas tres décadas. En esta línea de pensamiento destaca, pues, una nueva interpretación extensiva del hecho real de la kénosis, de la "humillación divina", en la forma de la Creación. En la revista PENSAMIENTO serán fácilmente asequibles para el lector cinco artículos míos en que he explicado ampliamente el pensamiento de Whitehead, Barbour, Peacocke, Polkinghorne y Ellis, donde me fijo especialmente en su teología de la kénosis y la discuto desde el punto de vista de mi propia teología de la kénosis.


11) En este ensayo hemos argumentado que, en efecto, la kénosis es un concepto teológico que debe ser destacado como elemento central de la hermenéutica del cristianismo en la modernidad. Naturalmente la kénosis entendida como expresión teológica, recogida de san Pablo, que designa la quintaesencia del kerigma cristiano que proclama el eterno designio divino de no imponer en el mundo la Gloria de la Divinidad, dejando abierta la puerta a la libertad humana que podrá conducir al pecado y a la santidad. Pero el kerigma que proclama el Misterio del "Dios humillado" por Amor no solo habla de la humillación de Cristo que lleva desde la encarnación a la cruz, sino de la humillación creadora donde Dios no impone la Gloria de su presencia. Esta kénosis en la creación ha podido ser entendida al abandonar el paradigma grecorromano y entender la imagen del universo enigmático y borroso creado por Dios. Como he indicado antes en este ensayo, ya al final de los años sesenta, siendo muy joven, entendí que el mundo moderno exigía reconocer que era posible una interpretación del universo "puramente mundana", sin Dios, que conducía a entender el ocultamiento divino, o kénosis de su Gloria, en la creación. Estas ideas pudieron ser publicadas en un largo volumen de 750 páginas en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, con el título Existencia, Mundanidad, Cristianismo. Las ideas que allí expuse, que sonaron en el desierto, son las mismas que expongo en este ensayo, aunque ahora arropadas por la "teología de la kénosis" nacida de la moderna reflexión sobre la ciencia, aludida en el punto anterior.


12) Las especificidades filosófico-teológicas de la "teología de la kénosis" que se propone, pues, en este ensayo son las siguientes. A) Es consciente de que anticipa la ampliación del concepto de kénosis a la creación (como también han hecho más recientemente los autores que hemos mencionado en el ámbito del diálogo ciencia/religión), asumiendo también la tradicional teología del "Dios humillado" en Cristo, esencial en el kerigma cristiano. B) Esta ampliación la entendemos como una exigencia del entendimiento del cristianismo en el mundo moderno, especialmente como el camino lógico de la "teología de la ciencia" (pero no solo, ya que esta se presenta solo como un elemento de la cultura de la modernidad). Es, pues, una pieza esencial del "paradigma de la modernidad". C) Por ello no solo la hemos construido desde la imagen del universo, de la vida y del hombre, en la ciencia, sino como forma lógica de hacer la hermenéutica cristiana desde la experiencia existencial humana descrita por una antropología filosófica de la modernidad. D) Nuestra propuesta excluye que tenga sentido teológico entender que la kénosis afecte en alguna manera a la ontología interna del Dios que el cristianismo conoce como trinitario. Las relaciones internas de las Personas en la Trinidad no sufren ningún proceso kenótico que afecte a su naturaleza real. E) Nuestra propuesta excluye igualmente que tenga sentido teológico hablar de una "kénosis ontológica" en la forma en que fue entendida en las "teologías de la kénosis" protestantes en el siglo XIX, o en la más reciente filosofía y teología del proceso, fundada en Whitehead, todavía más difícil de conciliar con el kerigma cristiano, ya que sitúa a Dios y al mundo en una misma dimensión de eternidad. En otras palabras, no creemos que tenga sentido teológico hablar de kénosis como autolimitación en propiedades divinas como omnipotencia, omnisciencia, etc. Aunque el mundo autónomo creado por Dios evolucione por probabilidad estadística y por libertad, la idea del Dios presente en el kerigma cristiano nos hace creer en un Dios que conoce el espectro de probabilidades y de oscilaciones de la libertad en el futuro y puede intervenir según su voluntad providente en el curso de la historia, aunque (como otras muchas cosas en la fe cristiana) la razón no pueda explicarlo cumplidamente. F) La kénosis aquí defendida afecta, sin embargo, a la misma Divinidad, en su solidaridad trinitaria, por cuanto Dios, por la kénosis, renuncia a imponer manifiestamente su Gloria, o esplendor divino, en la creación. Es, pues, Dios el que se anonada, se vacía, se humilla, pero no en su ontología, sino en su Gloria manifestativa, llegando hasta la kénosis final en la muerte real de Cristo que realiza y manifiesta el eterno designio kenótico ante la libertad humana. G) Esto mismo puede expresarse teológicamente diciendo que Dios asume la kénosis por cuanto establece el eterno designio de la creación en Cristo: en este sentido, el logos cristológico en que Dios oculta su Gloria -y que se manifiesta en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección de su Divina Persona-es el logos de la humillación kenótica a favor de la dignidad humana que da sentido primero a la creación y, después, en la plenitud de los tiempos, al Misterio de la Encarnación y de la Cruz, y al recorrido del "Dios humillado" hasta la muerte en la vida de Cristo. H) En concordancia con esto, nuestra propuesta interpreta en qué consiste el acto de vaciamiento kenótico de Dios en la creación a partir del conocimiento que hemos alcanzado del universo, de la vida y del hombre, en la ciencia moderna y en la antropología filosófica de la modernidad (capítulos IV y V). El universo que conocemos es el que Dios ha creado: es un sistema autónomo, evolutivo y abierto, que, al ser considerado racionalmente desde su interior por el hombre, deja abiertas dos posibilidades hipotéticas de suficiencia metafísica última, a saber, Dios y la pura mundanidad sin Dios. Por tanto, la kénosis divina es la creación de un universo borroso, ambiguo, construido de tal manera que la razón no tiene una patencia manifiesta impositiva de la Gloria de la Divinidad. No hay "patencia" ni en el enigma del universo ni en el drama de la existencia. Así, hemos hablado de una "kénosis epistemológica" en la estructura de la creación obrada por Dios (ante el conocimiento humano desconcertado en un universo borroso) y una "kénosis existencial" (ante el drama de la existencia desconcertada ante el sufrimiento de la historia). Esta kénosis, por tanto, del Dios lejano y en silencio, del que tanto hemos hablado, mantiene que, en su profundidad ontológica, el Dios oculto sigue siendo omnipotente, omnisciente, fondo ontológico del universo que se mantiene en el Ser por su voluntad creadora continua y protagonista providente sobre la historia por su acción divina sobre el universo, la vida y el hombre.


13) Pero el designio kenótico del universo creado de acuerdo con el logos cristológico no solo supone que Dios se humilla por Amor ante la dignidad de la historia libre del hombre, sino que configura el escenario para que el sentido de la vida humana abierta a Dios deba ser entendido como una "kénosis a la inversa" (a la que ya me referí en Existencia, Mundanidad, Cristianismo). El hombre, en efecto, al aceptar a Dios, renuncia a jugar el papel de "Dios en el mundo", que podía asumir comiendo del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, y se entrega existencialmente a la salvación obrada por Dios, creyendo en su Amor por encima de su lejanía y de su silencio. El hombre renuncia a su autonomía (divinizándose ilusoriamente) para entregarse a la comunión con Dios: esta es la kénosis a la inversa. Kénosis humana que, en el hombre religioso, como también ha advertido George Ellis, conduce a "dar la vida por los demás", solidarizándose con el Dios Amor que también da su vida (kénosis) por los hombres. La exégesis del texto de Filipenses ha insistido también en que san Pablo coloca su himno para exhortar a los creyentes a tener los mismos sentimientos de Cristo que se describen por referencia a su sacrificio kenótico por la humanidad. Reproducir estos mismos sentimientos significa para el hombre la renuncia a su autonomía frente a Dios para entregarse a Él y a los hermanos con la misma voluntad de anonadamiento kenótico.


14) Igualmente puede hablarse de una kénosis de la iglesia, incluso en el sentido de "iglesia universal" o "cristianismo universal" que más adelante explicaremos (capítulos VI y VIII). La iglesia aúna a todos los que se han abierto a Dios, creyendo en Él a pesar de su lejanía y de su silencio. Es decir, a todos los que han realizado la kénosis a la inversa que supone entregarse a Dios y entregarse a los demás, renunciando a hacerse a sí mismo el eje autónomo y egoísta de la existencia. Además, la iglesia, en su proclamación del kerigma debe aceptar la misma humillación del Dios revelado en Jesús. Si Dios ha sido humillado en la historia ante el pecado (cargando con el pecado de la historia), ante el Misterio de Iniquidad, no de otra manera la iglesia deberá ser también humillada. La debilidad de Dios y la debilidad de la iglesia hablan el mismo lenguaje de la kénosis. Esta aplicación de la kénosis a la teología de la iglesia ha sido desarrollada especialmente por von Balthasar, por ejemplo en su artículo Kénose del Dictionnaire de Théologie Catholique (en la primera parre del volumen VIII).


15) La experiencia de un Dios kenótico ha tenido también sus consecuencias en la forma de entender la existencia cristiana (en la espiritualidad cristiana como descripción del camino que conduce hacia Dios en el Misterio de Cristo). El mundo creado según el designio divino produce la experiencia de ambigüedad, de borrosidad, de oscuridad ante un enigmático "Dios humillado" que permanece lejano y en silencio ante el drama de la existencia. La aparente inoperancia divina produce un profundo malestar y decepción en el hombre que vive así con dramatismo su confianza o desconfianza, su apertura o cerrazón a Dios. La forma en que los hombres, dentro del enigma y del drama de la existencia, viven la relación con Dios en Cristo (abriéndose a confiar en la existencia de un Dios oculto que se manifestará liberador y glorioso) es verdaderamente atormenta, da. Esta oscuridad religiosa o experiencia dramática del abandono de Dios (aunque se venza y el hombre se instale en la religiosidad) es lo común en los seres humanos, dada la naturaleza del designio divino de la kénosis en la creación. Pues bien, la existencia religiosa de aquellas personas completamente entregadas a Dios, cuya vida discurre en lo que cristianamente se llama "santidad", no son ajenas a estos principios generales de la espiritualidad cristiana, tal como atestigua la tradición espiritual de la iglesia (e incluso de otras religiones que poseen también una incuestionable experiencia mística de Dios). La providencia divina no ha querido que el camino espiritual de aquellos que están en la santidad sea un camino de rosas (de lo que, en terminología espiritual, se llamaría "consolación"). No ha querido porque la santidad humana se fragua desde la oscuridad y los santos deben vivir solidariamente con una humanidad que camina en la angustia de las sombras, en el enigma y en el drama continuo de la existencia. Por ello, la maduración en el camino de la santidad hace entrar a los cristianos en un tiempo interior que los grandes místicos, sobre todo san Juan de la Cruz, han calificado como noche oscura. En ella se introduce el cristiano en un extraño estado en que coinciden la entrega interior a Dios, y una misteriosa sensación de su presencia, con la desconcertante sensación de amargura ante un Dios distante que parece haber abandonado a un hombre que se debate en la angustia de sus propias miserias y debilidades. Esta desconcertante tensión interior entre presencia y lejanía de Dios hacen que el creyente viva la entrega a su fe como angustiosa. La permanencia en la fe se funda entonces en la adhesión consciente a un Dios al que se accede por la aceptación del Misterio de Cristo que es asumir su designio creador de un universo kenótico en que todos nos debatimos en la angustia por su lejanía y por su silencio. La aceptación de la noche oscura del creyente es así un acto solidario con el designio divino en el logos cristológico y con la experiencia universal de la lejanía y el silencio de Dios en todos los hombres. No obstante, la tradición espiritual cristiana considera, como vemos en san Juan de la Cruz, que Dios concede a quienes han atravesado en creencia su noche oscura que su vida se resuelva finalmente en una experiencia consoladora y desbordante de Dios. Experiencia gloriosa que anticiparía incluso la experiencia metahistórica en que Dios se manifestará glorioso ante todo hombre que se haya preparado libremente para ello a lo largo de su vida.


La "teología de la kénosis" y el sufrimiento de la historia. Una de las constantes de la experiencia religiosa universal es la presencia del dolor y del sufrimiento, que radicalmente es siempre personal pero que, al presentarse, hace que todo hombre se sienta solidario con el dolor y con el sufrimiento universal. La apertura a Dios, en la experiencia interior o en las religiones, supone así una conciliación de nuestra idea de Dios con la realidad universal del sufrimiento. Pues bien, en la conciliación cristiana del sufrimiento con el designio divino tiene una importancia esencial la teología de la kénosis.


1) El designio divino en la creación, explicado repetidamente en nuestro ensayo, supone el logos cristológico que hace posible la libertad por el sacrificio de Cristo que, a la vez, hace posible y perdona (redime) el pecado humano. Es una creación para la libertad por la kénosis de Cristo que, como hemos explicado, según nuestro entendimiento de la kénosis, supone un ocultamiento de la Gloria manifestativa de la Divinidad, o sea, del anonadamiento, del vaciamiento, de la debilidad, de la oscuridad, de la presencia de Dios ante el mundo.


2) Sin embargo, este diseño kenótico, la qué mundo real ha dado lugar? No puede ser otro que el mundo real descrito por nuestra razón en la Era de la Ciencia que nos dice cómo es el universo que Dios realmente ha creado. Pues bien, se trata de un universo autónomo, evolutivo, abierto y creativo, que se hace a sí mismo de acuerdo con la ontología de la materia primordial y con sus leyes organizativas. Este universo discurre evolutivamente desde la materia emergente hasta formas de organización superior por medio de la ley de la vida y de la muerte: la configuración de los estados nuevos, más perfectos, supone la muerte de los antiguos.


3) Este universo autónomo creado por Dios, que es el que se presenta de hecho, el que la ciencia constata, tiene consecuencias importantes. A) Permite que el hombre pueda entender este universo como producido desde sí mismo como parte de un sistema universal mundano y suficiente: la autonomía creada es esencial para que sea posible una hipótesis metafísica sin Dios, un "humanismo sin Dios" que haga posible la negación de lo divino. Un universo que no fuera creado como autónomo y "hecho por sí mismo" en un lento proceso evolutivo difícilmente haría posible la libertad. B) No obstante, este universo autónomo permite también conciliar la autonomía con argumentos que hacen verosímil la existencia de Dios. C) Es un universo que avanza hacia la perfección a través del drama de la vida y de la muerte. Por su propia lógica evolutiva reparte la perfección, y la imperfección, la vida y la muerte, de acuerdo con procesos mecánicos, deterministas, pero también estadísticos y probabilísticos que responden a la aleatoriedad de los sucesos. D) Es un universo en que, por su apertura ontológica y por la capacidad emergida de la razón humana, puede controlarse a sí mismo y el hombre, en la historia, puede luchar por controlar el proceso universal para hacer que la vida pueda vencer más y más sobre la muerte. El universo es cocreador de sí mismo y el hombre es partícipe cocreador del futuro evolutivo.


4) No sabemos, ni nunca sabremos, si este universo creado es el mejor de entre todos los universos posibles. Solo sabemos que es el que Dios ha creado de hecho. Pero, al menos entendemos, de acuerdo con nuestra adhesión libre al kerigma cristiano, que Dios, al escoger este universo, ha logrado cosas que son importantes religiosamente. A) Por la borrosidad ha hecho posible la libertad que dignifica la historia y hace posible el pecado (la existencia sin Dios) y la santidad (la entrega existencial a Dios). B) Ha diseñado un escenario para la vida humana en que la indigencia humana (constituida al expulsar a nuestros primeros padres del jardín de Edén) hace que el hombre, aun pudiendo ser libremente mundano, entienda que solo en Dios, si lo aceptara libremente, podría hallarse la liberación final de la historia. El universo es, pues, un escenario que, aunque no impone, sí impulsa al hombre hacia la única esperanza posible de liberación final.


5) Por consiguiente, el universo, como sistema autónomo, evoluciona según la lógica física, biológica y antropológica, de sus propias leyes. Así, se producen las estrellas, las galaxias y los planetas, las lluvias y las sequías, las tormentas y los ciclones, los temblores de tierra y los sunamis. La vida evoluciona por sus propias leyes produciendo la muerte y la perfección. Aparece la vida en su plenitud de ejercicio, pero también los defectos congénitos, las enfermedades, las epidemias, la vejez y la muerte. La libertad humana produce en la historia la grandeza de la cultura, pero también las guerras, la violencia y los enfrentamientos continuos en todos los niveles de convivencia. Todos los días mueren en la tierra millones y millones de seres humanos, en las más diversas circunstancias (enfermedades penosas, accidentes, catástrofes, violencia, guerras, etc.). Son muertes que representan la escena final del drama de la vida del que nadie de escapa. A veces nos impresionan las grandes catástrofes: un accidente aéreo, naval o ferroviario, los grandes terremotos y sus víctimas (como el drama indescriptible de Haití o de Chile), los maremotos y los sunamis imprevistos que arrasan por completo la vida de cientos de miles de seres humanos, como consecuencia de procesos geológicos ciegos de un mundo autónomo que evoluciona bajo la determinación evolutiva de sus propios estados. Nos impresionan también nuestra experiencia de casos individuales en que constatamos la crueldad del sistema determinista de la naturaleza que produce las enfermedades más crueles, en seres humanos queridos y cercanos. A cada individuo le llega la muerte en las circunstancias que la rueda de la fortuna determina, de acuerdo con la evolución determinista e indeterminista de un universo autónomo, y por ello ciego. Cuando consideramos hasta dónde llegan las consecuencias del designio kenótico en el logos cristológico, crear un mundo autónomo que avanza por sí mismo a la perfección por el drama de la muerte, nos damos cuenta de la radicalidad de la libre voluntad kenótica de la Divinidad, de la debilidad y de la impotencia de Dios ante una historia destinada a la muerte inevitablemente, de una u otra manera arrastrada por el determinismo de un universo autónomo y ciego que los hombres pueden entender como puramente mundano.


6) La religiosidad cristiana bien entendida (que no es lo que pasa con frecuencia en la religiosidad espontánea de muchas personas) no es creer en Dios porque ha creado un mundo donde todo funciona bien, un mundo perfecto, o, al menos, porque Dios atiende a mis deseos y me previene individualmente del drama de la vida y de la muerte. No se es religioso para premiar a Dios porque me resuelve mis problemas. Esto no tendría sentido. Ser cristiano es un acto de confianza que acepta el Misterio del Dios humillado, el Dios kenótico que crea un mundo autónomo para la libertad y que reparte por azar nuestra parte en la rueda de la fortuna de un universo determinista y ciego. Es dar un voto de confianza a Dios, aceptando que no intervenga extraordinariamente en la rueda de la fortuna que a todos nos asigna nuestra dosis de sufrimiento, así como la forma y hora de la muerte. El designio eterno del logos cristológico es mantener en el ser este mundo autónomo y dramático que hace posible la creatividad de la historia humana. El voto de confianza a Dios, que nace de la fe, nos hace creer que el mundo creado es como es a favor de la plenitud humana en la historia, según el designio divino en el logos cristológico. No sabemos si Dios hubiera podido crear otro mundo más perfecto, o con menos dolor y sufrimiento. Pero creemos, por la adhesión a la persona de Cristo en la fe, que este es el mundo que responde al diseño eterno del logos cristológico. Ser cristiano es así aceptar la parte de la cruz, del drama de la historia en un universo autónomo, creyendo en el Amor de Dios por encima de su lejanía y de su silencio. Ser cristiano, y ser religioso en general, en el "cristianismo universal" del que hablaremos, es siempre un acto de confianza en Dios; confianza que acepta que nuestro mundo sea como de hecho es, viendo en ello la obra providente de Dios por nuestra plenitud y aceptando asumir con valentía lo que el destino nos prepara al participar en el enigma y en el drama de la historia.


7) Ser cristiano, por tanto, es aceptar lo que a cada uno le toca en la rueda de la fortuna de un universo autónomo. Un universo que el Dios omnipotente y omnisciente quiere respetar en su autonomía de acuerdo con el eterno designio divino que le ha dotado de esa autonomía. El cristiano no se rebela ante el destino que le ha instalado en unas expectativas de vida y de muerte. No se rebela ante el drama de la muerte individual ni ante el drama de la historia colectiva (grandes catástrofes y guerras). Sabe que Dios podría intervenir eliminando la autonomía del mundo o interviniendo en su curso. Pero acepta el designio de Dios sobre la historia y sabe que Dios conoce nuestra historia personal, el destino que nos toca afrontar, y nos llama como individuos a afrontar el drama de nuestra existencia, creyendo en su Amor por encima de su lejanía y de su silencio. Por ello, el cristiano acepta el drama de la vida y de la muerte, llevándolo con entereza hacia la liberación final donde Cristo se manifestará glorioso. No obstante, la experiencia cristiana de la relación con Dios (al igual que la experiencia presente en otras religiones) hace que el hombre religioso confíe también, al mismo tiempo, en la capacidad de Dios para estar presente en la vida humana individual y en la historia. El hombre puede pedir a Dios entereza y fe cuando debe afrontar el impacto psíquico del dolor personal y del sufrimiento de la humanidad (que es la forma universal del dolor). Pero puede pedir también con sentido que Dios intervenga en la historia natural y en la historia humana. El cristianismo nos hace entender que el designio divino es aceptar la rueda de la fortuna del proceso evolutivo del universo autónomo y, por ello, Dios no intervendrá ordinariamente en curso natural de las cosas (en lo físico, lo biológico y lo humano). Si Dios interviniera continua y manifiestamente se rompería el enigma y la borrosidad de la historia. Sin embargo, la Providencia de un Dios que el cristiano cree omnipotente y omnisciente puede intervenir extraordinariamente en la historia natural y en la historia humana. La acción divina en el mundo, tal como explicábamos antes en este capítulo, es posible. Hoy tenemos una idea del universo que nos hace verosímil la acción divina en lo físico, lo biológico y lo humano. Dios puede reconfigurar nuestro destino personal por una acción extraordinaria en lo físico, en lo biológico y en lo humano. La experiencia cristiana confía en Dios y en el diálogo personal que puede inducir a Dios a intervenir en la historia. Pero el cristiano acepta de antemano la voluntad de Dios y su "debilidad" ante el mundo, ante la marcha inevitable del proceso del mundo. Sabe que el designio divino es respetar el proceso del universo autónomo y que todos debemos solidarizarnos con el drama universal aceptando nuestro destino en el logos cristológico.


Relevancia de esta "teología de la kénosis". Esta teología no es un apéndice peculiar en la teología cristiana sino su esencia misma. El kerigma cristiano, siguiendo la doctrina de Jesús, proclamó el eterno designio creador de un universo en que la Gloria de la Divinidad quedaría oculta por la voluntad kenótica del Verbo en el logos cristológico. La pobreza, la debilidad, la humildad, la humillación del Dios encarnado que se deja llevar a la cruz como manifestación y realización, en la plenitud de los tiempos, del eterno designio, son formas de expresar la esencia de la teología de la kénosis que constituye el núcleo del mensaje en el NT, desde el "secreto mesiánico" de Marcos al himno de Filipenses de Pablo. La aportación a la teología de la kénosis que supone este ensayo, encuadrado en la trilogía y en la referencia a Existencia, Mundanidad, Cristianismo, en el año 1973, tiene una relevancia que debemos destacar. Como hemos mencionado existen análisis de la idea de la kénosis en el marco de estudios exegéticos y tratados de teología dogmática ordinarios (verbi gratia, en cristología). No siempre, sin embargo, se le concede todavía la atención debida. Además, debemos mencionar también las referencias a la kénosis antes reseñadas, especialmente en el moderno diálogo ciencia/religión; las formulaciones más pregnantes pertenecen, como hemos dicho, a Georgé Ellis. Sin embargo, no conocemos una propuesta teológica que, centrada en la teología de la kénosis, sea comparable a la que nosotros proponemos, por diversas circunstancias. A) Porque nace a fines de los sesenta y se publica en 1973, en la obra citada Existencia, Mundanidad, Cristianismo, de forma anticipada a la reflexión que ha tenido lugar en estos últimos años. B) Por la fundamentación de la teología de la kénosis en el marco de la Era de la Ciencia, como elemento esencial de lo que debiera ser el "paradigma de la modernidad" entendido de una forma integral, tal como se ha argumentado en este ensayo. C) Por la amplitud del análisis de la imagen del universo en la ciencia relacionado con los principios de una antropología filosófica de la modernidad que permite entender la forma en que la referencia existencial del hombre a Dios está naturalmente mediada por el logos cristológico, describiendo la condición metafísica del hombre en la apertura a las dos grandes preguntas por el Dios oculto y por el Dios liberador. D) Por la referencia de la teología de la kénosis a marcos mucho más amplios, tanto en relación con la convergencia interconfesional cristiana y el diálogo interreligioso (capítulo VI}, como en relación con la filosofía de la historia (capítulo VII). E) Por la conducción de todas estas vertientes al diseño de una simulación del nuevo concilio en que se realizara el esperado cambio paradigmático del cristianismo y el liderazgo de un nuevo compromiso socio-político cristiano y religioso en la lucha frente al sufrimiento humano.



5. El "paradigma de la modernidad"


Tras estudiar la nueva imagen de la realidad natural conocida por la ciencia actual (capítulo IV), y la antropología filosófica de ella derivada en nuestra cultura moderna, nos hemos preguntado, en consecuencia, cuál era entonces el "paradigma de la modernidad" en la Era de la Ciencia (capítulo V), o sea, en la cultura de la modernidad. Este ha sido, pues, el objetivo de este capítulo: hemos explicado muchas cosas, todas ellas orientadas a responder con precisión una pregunta muy definida: así como la inmersión del cristianismo en la cultura antigua llevó a la formulación del "paradigma grecorromano", la qué nuevo paradigma, es decir, "paradigma de la modernidad", nos lleva la imagen del universo, de la vida y del hombre en la cultura moderna, es decir, en la Era de la Ciencia? En las páginas precedentes hemos respondido ya a esta pregunta, pero para no perdernos en el análisis pormenorizado es conveniente que sinteticemos finalmente, con brevedad y precisión, en qué consiste entonces el "paradigma de la modernidad" en la Era de la Ciencia.



5.1. Naturaleza y función histórica del paradigma


Paradigma de la modernidad. Ha sido definido como la forma de explicar el kerigma cristiano desde la cultura moderna que tiene como ingrediente básico la imagen del universo, de la vida y del hombre, en la Era de la Ciencia y una nueva antropología filosófica. En principio, el kerigma no está necesariamente identificado con un determinado sistema interpretativo, bien sea este la cultura hebrea o la cultura grecorromana en alguno de sus sistemas filosóficos (Platón, Aristóteles, platonismo, estoicismo y, posteriormente, tomismo, suarismo). Por tanto, en el supuesto (que debe admitirse) de que el pensamiento moderno sea más preciso y exacto que el pensamiento grecorromano, la qué hermenéutica del cristianismo nos conduce? ¿Es esta nueva "lectura del kerigma desde la modernidad" posible? Este "paradigma de la modernidad" sería, por tanto, la nueva explicación del cristianismo a la luz de la imagen moderna del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia y su cultura. Pero el paradigma no es una sola idea, sino un conjunto de parámetros que, coordinados entre sí, configuran esta nueva comprensión del cristianismo. Para ello, en el nuevo paradigma, la teología cristiana selecciona los contenidos iluminadores de la cultura moderna, de la misma manera que ya en el paradigma antiguo se hizo una selección de contenidos de entre el conjunto de la cultura grecorromana. No todo contenido de la modernidad sirve indiscriminadamente para hacer una hermenéutica cristiana: esta se funda, en efecto, solo en rasgos que han sido seleccionados (como pasó en el paradigma grecorromano).


Provisoriedad del "paradigma de la modernidad". Los paradigmas usados por la teología para explicar la revelación producida en Cristo que se transmite en la proclamación del kerigma, no son nunca definitivos, no agotan en toda su profundidad la verdad de la revelación. Son solo aproximaciones históricas en el contexto de la cultura de las diversas épocas. Así fue con el paradigma grecorromano; fue útil durante siglos, pero hoy somos conscientes de que está en el final de su recorrido. Lo mismo pasa con el "paradigma de la modernidad": es provisorio y no agota la profundidad del kerigma. No sabemos si deberemos de nuevo cambiarlo en el curso posterior de la historia del conocimiento humano. Además, la legitimidad eventual del nuevo paradigma -ciada la teología de la iglesia como "asistida" por el Espíritu~ no puede ser establecida por el criterio de teólogos individuales. Estos pueden abrir camino, defender sus opiniones y hacer propuestas hacia la reinterpretación del kerigma. Es lo que aquí hacemos. Pero solo a la iglesia como tal compete legitimar un cierto paradigma como hermenéutica provisional aceptable del kerigma en un momento de la historia. Avalar la utilidad histórica de un cierto paradigma (como la iglesia hizo pragmáticamente con la cultura antigua, hasta ser usado incluso en el magisterio ordinario y en los concilios) no significa que se conceda al puro paradigma (que es solo hermenéutica) la condición de verdad (en el mismo nivel que para la fe tienen el kerigma y el patrimonium fidei). La iglesia avaló en su tiempo el paradigma antiguo y se identificó con él no de forma superficial. Ahora se trata de considerar si un eventual nuevo paradigma podría ser marco interpretativo más profundo de las mismas verdades contenidas en el kerigma.



5.2. Rasgos esenciales del "paradigma de la modernidad"


Un universo borroso y enigmático metafísicamente. El supuesto inevitable de la ciencia y de la filosofía es que el universo tiene una explicación metafísica del hecho de que ahora exista. Pero esta metafísica fundante es borrosa, se nos escapa y nos deja en una sensación de enigma. Aceptar esta borrosidad objetiva del universo ante la razón natural viene impuesto hoy por la reflexión científico-filosófica. Es un cambio profundo porque el paradigma antiguo consideraba un universo en que su Verdad era "patente" a la razón natural y coincidía con la Verdad religiosa del cristianismo. El nuevo paradigma exige que el cristianismo salga de la psicología racionalista del deseo de poseer la verdad inequívoca. El paradigma de la modernidad supone asimilar este sentido del enigma que acepta una "modestia filosófico-metafísica" que implica el reconocimiento de la borrosidad natural del universo ante la razón. En una dimensión distinta, sin embargo, esto no obsta para que la teología deba también sostener, de acuerdo con los matices expuestos, la presencia sobrenatural del Espíritu (no controlable por la razón natural) que da testimonio en el "espíritu" humano de la llamada mistérica del Dios oculto.


Una epistemología conjetural e hipotética. La epistemología que reflexiona sobre la naturaleza del conocimiento científico, y también filosófico, ha hecho entender que se construye sobre conjeturas y sistemas de hipótesis. Esto crea la dinámica abierta y crítica propia de todo conocimiento natural, de la filosofía y de la ciencia: es la búsqueda sin término del popperianismo ortodoxo. La Era de la Ciencia ha hecho posible una sociedad cada vez más crítica e ilustrada, con capacidad de mutuo respeto y tolerancia entre opiniones alternativas en todos los órdenes. También en el metafísico. Como ya dijimos, admitir la precariedad del conocimiento no es lo mismo que relativismo. Pero, en todo caso, el situarse en esta nueva epistemología crítica, supondrá para el paradigma antiguo un duro trance ya que se construyó como sistema natural de seguridades edificado desde una epistemología fundamentalista consciente de poseer la Verdad, tanto por la pura racionalidad natural como por la revelación positiva. El nuevo paradigma, al aceptar una nueva epistemología, que es la epistemología crítica e ilustrada de nuestro tiempo, deberá adoptar un nuevo estilo en la defensa y discusión en la sociedad de muchas tesis científicas, filosóficas, existenciales, morales y teológicas. Esta "conversión epistemológica" es esencial para entrar en el nuevo paradigma.


Un universo dinámico, evolutivo, abierto y autocreador. El universo que la ciencia conoce, y que la filosofía moderna asume, no es un sistema hecho, con una arquitectónica cerrada y definida, que permita ciclos dinámicos regulados en su interior. Es un universo dinámico y evolutivo que se abre camino en la indeterminación. Es como es, pero pudo haber sido diferente. No sabernos cuál será su futuro: es un "universo abierto". En este sentido su dinámica evolutiva abierta nos lo presenta corno autónomo y autocreador: tiene un diseño abierto que la ciencia constata y que la fe cristiana atribuye a la voluntad divina de crearlo de esta forma. Esta comprensión del universo es también marcadamente diferente de la que fue propia del paradigma antiguo (un universo creado con una arquitectónica estable que daba lugar a la idea antigua de la ley natural y de la existencia humana como "obediencia natural" al orden de las cosas). Por ello, el paradigma moderno supone adaptarse a un universo abierto, que se crea a sí mismo con la participación humana cuya forma final no está predeterminada sino que depende de estos procesos autocreadores abiertos donde la razón debe ir hallando su camino.


Un universo de ontología monista. El nuevo paradigma ha impuesto la idea científica de que todo está hecho de un fondo ontológico unitario que explica el universo físico, la vida y la conciencia superior del hombre. Esta ontología que comúnmente suele calificarse como "monista" supone un cambio radical de los principios del paradigma grecorromano. Este pudiera haberse fundado en otros sistemas griegos más cercanos a la modernidad, por ejemplo el estoicismo (que muchos santos Padres aplicaron solo a la ética). Pero la ontología cristiana se entendió desde el platonismo, el aristotelismo y los neoplatonismos: de ahí sale la preponderancia de una ontología dualista, presente en la patrística y en los sistemas escolásticos, y llegando hasta nuestros días. Este "cambio ontológico" hacia el monismo deberá ser una de las novedades más importantes del "paradigma de la modernidad". No se puede dudar, si contemplamos la densidad de un pasado filosófico-teológico comprometido con una ontología dualista hoy indefendible, de que el "cambio ontológico" es también una de las tareas y retos fundamentales del nuevo paradigma.


Una antropología natural monista de un hombre libre y autocreador. En el marco de la ontología monista general del universo dinámico, evolutivo, abierto y autocreador, la ciencia moderna construye una antropología acerca de un hombre que, a la vez, hunde sus raíces en la ontología monista de la materia y representa el punto más elevado de la evolución del universo. Este hombre se entiende a sí mismo como parte activa de ese universo abierto y autocreador. No se ve en un universo de arquitectónica inmutable que represente la ley natural fija a que inexorablemente debe someterse por ser expresión de la voluntad creadora divina que impone un orden estable hecho (ley divina). Las inmensas posibilidades de autocreación abiertas por la tecnología moderna en todos los ámbitos (abierta incluso al control de la misma naturaleza humana) son una medida del grado en que la razón humana controla el proceso autocreador del universo. Lo vemos en la tecnoética y en la bioética. La modernidad mueve a cambiar la clave antropológica: de un hombre que acata un orden construido (obediencia natural en el paradigma antiguo) a un hombre nuevo que Dios quiere hacer cocreador responsable (coconstructor) de un mundo abierto en evolución dinámica. Este es el "cambio antropológico" del nuevo paradigma.


Una antropología teológica monista, sobrenatural y holística. Es un hecho que la nueva ciencia se halla hoy en camino de superación del reduccionismo. El nuevo holismo -antes ampliamente explicado (capítulo IV)-hace ver que el universo material es una realidad campal: campos de realidad unitarios a los que los seres vivos han quedado abiertos por un sistema de sentidos producido en la evolución. El campo unitario final y omniabarcante del universo (que la física describe con términos físicos no teístas) puede ser legítimamente entendido por el teísmo creyente como una señal que apunta a la ontología profunda de Dios. Ontología divina de la que nace la ontología del universo creado y que todo lo abarca. La nueva física, pensada por la filosofía y por la teología, nos hace entender que la "materia" (tan negativamente considerada desde el dualismo grecorromano) es, en último término, "ontología divina" y que una visión panenteísta (que no "panteísta") hace inteligible y cercana la presencia de Dios en el interior de todo hombre. En el nuevo paradigma, a la vez que se abandona el dualismo, se crea una nueva imagen de un universo holístico que es ya experiencia sensible de la realidad divina y que está transido por una misteriosa presencia de Dios en su ontología profunda. El paradigma de la modernidad, más allá del reduccionismo clásico en la ciencia antigua, debe integrar las tendencias holísticas que hoy se abren camino en la ciencia moderna. Sería la "conversión holística" de la imagen del mundo en el nuevo paradigma.


Un universo que hace verosímil a Dios. El universo que la ciencia constata (evidencias empíricas) y que interpreta (teoría) deja abiertas legítimamente las preguntas metafísicas acerca de su naturaleza última, absoluta y necesaria. Pero estas preguntas no pueden responderse con el método científico que conecta en relación interdisciplinar con la filosofía. Por ello, la reflexión científico-filosófica moderna permite construir argumentos objetivos que hacen verosímil la existencia de Dios. El nuevo paradigma presenta la imagen de un universo que, conocido por la razón, podría tener a la Divinidad como fundamento de su Realidad y de su Ser. Sin embargo, la forma de argumentar la posible existencia real de Dios en el nuevo paradigma no es la misma que se dio en el paradigma antiguo. Es una nueva forma de razonar fundada, como vimos, en las estructuras reales objetivas y en la idea del mundo como sistema. El paradigma antiguo imponía racionalmente la idea de Dios con certeza metafísica absoluta (esta era la calificación de las tesis en la filosofía escolástica). El paradigma moderno presenta, en cambio, argumentos de verosimilitud que avalan solo considerar la posible existencia de Dios como hipótesis objetivamente argumentable. Esta "conversión a un teísmo crítico" (no dogmático) es parte del nuevo paradigma.


Un universo que hace verosímil al puro mundo. Los argumentos teístas de verosimilitud permiten, pues, una "hipótesis" no impositiva. La ciencia describe así un universo enigmático que funda también la hipótesis de un puro mundo sin Dios; o sea, una hipótesis alternativa al teísmo. Es la hipótesis ateísta, que deja abierto también el camino a quienes no se deciden entre teísmo y ateísmo, esto es, al agnosticismo. El nuevo paradigma nos lleva a admitir que la estructura del universo hace posible la negación de Dios en el ateísmo. La reflexión científico-filosófica lo constata y la teología entiende que Dios ha querido diseñar el orden del mundo para hacerlo posible. Esta "conversión al reconocimiento natural del ateísmo" no empequeñece la idea de Dios, sino que, al contrario, la ensalza.


Un universo metafísicamente ambivalente, borroso, no teocéntrico. Esto permite entender que desde un punto de vista antropológico -cuando se pregunta por el sentido metafísico final de la vida-estamos abiertos a un universo ambivalente: que puede ser Dios, pero que podría ser también puro mundo sin Dios. El nuevo paradigma asume esta ambivalencia, inserta en las raíces del problema metafísico de la condición humana y manifiesto en la sociedad actual, tal como constata una pura descripción sociológica. Es el problema metafísico, patente en las dos grandes cuestiones que acompañan la vida de todo hombre: les real un Dios en silencio que no impone su presencia? ¿Tiene este Dios oculto una voluntad liberadora del hombre y de la historia? Ser o no ser religioso supone tomar posición ante el problema de un posible "Dios oculto y liberador". Toda religiosidad natural supone una respuesta positiva a estas preguntas: es decir, no desesperar ante el silencio divino y confiar en su voluntad liberadora a pesar del drama de la historia. Aceptar esta perspectiva del nuevo paradigma supone un cambio profundo, y para muchos traumático, del antiguo paradigma fundado en la "patencia racional de la Verdad" que instalaba existencialmente en el teocentrismo. Esta "conversión" es aceptar que, por la razón natural, el hombre deja de estar en una "patencia metafísica" de Dios, pasando a una situación de "borrosidad metafísica" ante el enigma del universo que se traduce en la posibilidad concreta del teísmo y del ateísmo.


Un universo que ilumina la kénosis del Creador. La lógica de esta imagen del universo en el nuevo paradigma conduce a entender que Dios ha diseñado el escenario de la vida humana de tal manera que conocer a Dios sea posible, pero que también sea posible construir una interpretación no teísta que funde la libre orientación de la vida hacia el ateísmo, el agnosticismo o hacia la indiferencia religiosa en general. Esta situación existencial ante lo metafísico permite hacer una hermenéutica esencial del plan divino en la creación del mundo y para la salvación del hombre que se presenta revelado en el Misterio de Cristo. En este sentido la antropología metafísica permite entender la congruencia de la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación que se revela en el Misterio de Cristo. En esta congruencia se vislumbra el diseño de un plan de Dios consistente en crear un mundo en que Dios se oculta, anonada, vacía totalmente en la kénosis de su Divinidad, por la encarnación y la muerte en la cruz. Esta "retirada de Dios de la realidad" hace posible que el hombre sea cocreador libre de sí mismo en un universo autónomo: en último término aparece la creación de la posibilidad del pecado y de la santidad como decisiones libres del hombre. Pero, al mismo tiempo, un plan que contempla la liberación final de la historia prefigurada en la resurrección. De esta manera, el "paradigma de la modernidad" sitúa en primer plano la clave angular o criterio hermenéutico esencial para entender el diseño del plan eterno concebido por la mente divina en la creación, en los términos expuestos. Esta clave angular no es otra que, como decíamos, la "teología de la kénosis" en el marco del eterno designio divino de creación en el logos cristológico.


Un universo iluminador del eterno designio proclamado en el kerigma. El "paradigma de la modernidad" se extiende, desde esta clave esencial de su visión del universo y de la teología de la kénosis, hacia una nueva lectura global del contenido del kerigma cristiano. El nuevo paradigma conduce a entender, en su clave propia, todo el contenido del kerigma; es decir, una nueva lectura global de la teología dogmática (que expresa y pretende comprender desde nuestra época los grandes temas contenidos en la revelación). Aparece la nueva interpretación relacional del kerigma en la clave de la modernidad, de acuerdo con los análisis que antes han sido presentados. Pero el paradigma -en caso de imponerse y constituir una nueva lectura del cristianismo- no es obra, pues, de un teólogo, sino algo aceptado por la iglesia como tal. Esto le conferiría la garantía de ser "admisible" y congruente con el kerigma que se sigue proclamando en la historia (aunque nunca sería la última palabra en el proceso abierto para profundizar el conocimiento de la revelación). Así, el paradigma antiguo gozó de reconocimiento durante siglos. Pero esto todavía no se ha dado con el eventual "paradigma de la modernidad"; este se halla, en efecto, solo en el estadio de las propuestas teológicas tanteantes (y este libro es una de ellas). Lo importante es advertir que el paradigma moderno implicaría -avalado por la autoridad de una iglesia "asistida" por el Espíritu-una revisión general del kerigma, de la teología dogmática y del pensamiento cristiano en su conjunto. A ello nos referiremos después al hablar finalmente de la simulación del nuevo concilio. El "paradigma de la modernidad", por tanto, no es solamente la "teología de la kénosis" sino una reinterpretación global del kerigma desde la clave de la kénosis que, a su vez, es iluminada por la imagen del universo como la Voz del Dios de la Creación. El nuevo paradigma supone esta "conversión" a una nueva lectura global del kerigma cristiano.


Un universo que impone la ley natural de la libertad. En el fondo podemos decir que el "paradigma de la modernidad" tiene dos puntos de apoyo: la Voz del Dios de la Revelación (proclamada en el kerigma) y la Voz del Dios de la Creación (conocida por la imagen del universo en la Era de la Ciencia entendida como factor esencial de la antropología filosófica en la cultura moderna). La forma de la creación y el papel del hombre en ella son impuestos por Dios y constituyen la Ley Natural, que, al manifestarse como voluntad divina, es vista por el hombre religioso como Ley Divina. La ley que Dios ha impuesto -y es inevitable-no es otra que el universo borroso descrito por la ciencia y en que el hombre debe construir libre y personalmente, en un universo abierto, el sentido metafísico de su existencia. El "paradigma de la modernidad" ha transformado la Ley Natural teocéntrica de un universo con arquitectónica cerrada en la nueva Ley Natural del universo borroso, ambiguo y abierto que puede hacerse teocéntrico solo como resultado del ejercicio de la libertad personal (o sea, cuando el hombre asume como persona libre su integración existencial en un orden metafísico teísta). La Ley Natural del nuevo paradigma es, pues, la ley de la libertad. El universo ha sido creado para la libertad humana. Dios nos ha impuesto la libertad y la razón: debemos hacernos responsables de su ejercicio. Esta ley natural siempre ha estado patente en la naturaleza, pero el paradigma antiguo no acertó a conocerla con la profundidad que ha permitido el avance de la ciencia y de la cultura de la modernidad. Este entendimiento moderno de la ley natural como el orden de la libertad establecido por Dios en la creación, no significa que el ejercicio de la razón no permita conocer la forma correcta de integración libre en ese orden natural objetivo, evolutivo y abierto. La razón impone criterios que se siguen reconociendo naturalmente y en los que la nueva Ley Natural asume muchos de los principios que conoció la Ley Natural descrita en el paradigma antiguo, tal corno en su momento explicamos (capítulo IV). Pasar del humanismo racionalista teísta a esta antropología radical de la libertad será otra de las "conversiones" fundamentales del nuevo paradigma.


La nueva moral humana y cristiana en la modernidad. Las consecuencias del nuevo paradigma en la doctrina moral son importantísimas. Para la sociedad ha sido, y sigue siendo, una cuestión de extrema importancia el dictamen que la razón natural debe hacer sobre la moralidad de las acciones humanas, tanto en lo personal como en lo colectivo. La razón autónoma es el origen de la moral, tal como ya vieron los grandes escolásticos (santo Tomás y Suárez), aunque es verdad que para ellos la razón instalaba en un orden teocéntrico (capítulo III). El orden social está incuestionablemente influido por los dictámenes morales de la razón natural en las costumbres populares, en la política, en la economía, en las leyes y, por tanto, en la justicia. El tratamiento de las cuestiones morales en la perspectiva cristiana ha estado influido por el paradigma antiguo, y lo sigue estando en tanto en cuanto todavía pervive en la actualidad (capítulo III). Por lo tanto, se ha argumentado desde la razón natural, pero entendida desde dentro del paradigma teocéntrico ordinario. Es evidente, sin embargo, que los principios señalados en lo que precede obligan a un moderno replanteamiento de la filosofía moral del cristianismo en cuanto fundada en la Ley Natural. En este ensayo no hemos querido entrar en las cuestiones morales, pero es evidente que el nuevo paradigma nos introduce en una nueva moral, de la misma manera que introduce también en una nueva filosofía y en una hermenéutica teológica nueva del kerigma. En el fondo, la lógica de esta nueva moral puede deducirse de los principios filosóficos y teológicos modernos que han sido establecidos en las argumentaciones de este ensayo. Esta moral de la modernidad cristiana debería desarrollarse, tanto en aquellos principios que nacen desde la razón natural (Ley Natural) como en aquellos específicos que nacen de la adhesión existencial a Jesús en el kerigma proclamado por la comunidad cristiana (moral cristiana). Supondría también la profundización en el sentido moral de las acciones, en lo humano y en lo cristiano, que iría más allá del paradigma antiguo. La idea, por tanto, de Ley Natural no desaparecería, sino que, muy al contrario, debería ser profundizada a la luz del nuevo paradigma, en el contexto que hemos venido explicando (capítulo IV). Esta "conversión moral" del cristianismo sería otra de las tareas del nuevo paradigma, solo apuntada en este ensayo.


La convergencia interconfesional cristiana y el diálogo interreligioso. Las consecuencias del paradigma para la convergencia interconfesional cristiana y para el diálogo interreligioso no han sido aludidas hasta el momento, pero son uno de sus aspectos más importantes. Al estudio sistemático de las relaciones del paradigma de la modernidad con las religiones dedicamos el capítulo VI de este ensayo. No anticipamos, pues, en este momento lo que seguidamente debe tratarse con la profundidad debida. Sin embargo, no se puede olvidar que uno de los aspectos relevantes del nuevo paradigma es precisamente el horizonte de nuevas posibilidades abiertas, creativas e interactivas, para el ámbito universal de la religiosidad cristiana y de las grandes religiones. En el nuevo paradigma se liberará el lastre que para el diálogo supuso el antiguo paradigma teocéntrico y se abrirá el horizonte de perspectivas de la nueva hermenéutica.


La filosofía de la historia cristiana en la modernidad. Es también un tema relevante que tampoco ha sido aludido hasta ahora, pero que se debe mencionar en esta relación de rasgos relevantes del paradigma de la modernidad. Hablamos ya de la dimensión socio-política del paradigma grecorromano. Al estudiar en qué consistía (capítulo III) estudiamos su dimensión socio-política en relación a la filosófico-teológica. No obstante, en el capítulo IV y en este, se ha presentado solo la dimensión filosófico-teológica del nuevo paradigma. Pero no se ha aludido aún ni a lo que debería ser la nueva dimensión socio-política de la modernidad, ni a sus consecuencias para la interacción cristianismo/sociedad. Esta temática será tratada en el capítulo VII y, por tanto, tampoco es ahora pertinente anticipar lo que entonces trataremos con la atención debida. No obstante, debemos dejar constancia, en esta relación de rasgos del paradigma moderno, de la relevancia de la apertura a nuevos horizontes socio-políticos para el compromiso socio-político cristiano en la lucha contra el sufrimiento humano en un momento crucial de la historia.


Conclusión. El paradigma antiguo se extendió a lo largo de veinte siglos y todavía no ha sido cancelado en la actualidad. Incluso durante el siglo XX gran parte de la teología católica respondió al paradigma antiguo, aunque hubiera conatos de renovación. El tomismo transcendental, y Teilhard de Chardin, en cuanto se movió bajo la influencia del neotomismo (capítulo III), respondieron al esquema teocéntrico del antiguo paradigma. Pero otros filósofos y teólogos, al igual que muchos creyentes cristianos, han entendido que el paradigma ya estaba fuera de su tiempo, intentando, de una u otra forma, buscar alternativas. Quizá su falta de acierto en proponer alternativas viables o en difundir en la sociedad sus ideas han hecho, sin embargo, que su influencia real no haya sido suficiente. La situación constatable es que en el mundo cristiano católico ha sido la iglesia la que ha establecido los principios de la hermenéutica filosófica y teológica. En esta doctrina oficial ha pervivido el paradigma grecorromano, y pervive, aun dentro de los sutiles matices mencionados, de las progresivas adaptaciones ad hoc y del talante creciente del "incompromiso hermenéutico". El resultado ha llevado, pues, a un claro desconcierto y, sobre todo, a un vacío hermenéutico, a una "debilidad" en el discurso racional que produce sensación de inseguridad y conduce a constantes tensiones con una sociedad instalada ya en los principios de la modernidad. Se tiene hoy la impresión de que se salta de una adaptación ad hoc a otra, de que la ideología de la iglesia parece ya un vestido donde se ven más los remiendos que el diseño primitivo y donde es confuso el sistema oficial de pensamiento hermenéutico al que en definitiva debemos atenernos, ya que el paradigma antiguo es como submarino que parece oculto, quizá hundido en el fondo del océano, pero que, cuando menos lo esperas, vuelve a surgir en superficie con una fuerza que no se podía sospechar. En conjunto da la impresión de que, cuando se necesita una hermenéutica no hay otra solución que reanimar al enfermo (el paradigma antiguo) porque se carece de alternativas viables a las que la iglesia haya concedido fiabilidad. El mundo cristiano mira la sociedad de la modernidad y queda en la perplejidad -constantemente manifiesta- de que se está creando algo que no puede entender desde su paradigma antiguo: el intento de organizar una sociedad sin Dios. Este "humanismo sin Dios", sigue siendo el gran escándalo de quienes entienden su religiosidad todavía desde un marco en último término teocéntrico, aunque sea en cada caso con los debidos matices.


Es evidente que una sociedad religiosa, fundada en las ideas (también en la experiencia religiosa) no puede seguir en este desconcierto. Debe afrontarse la tarea de repensar el cristianismo desde la crisis de lo religioso (capítulo I). Pero, ¿puede este repensamiento dibujarnos alternativas viables, que asuman en su totalidad el kerigma cristiano y muestren su armonía con la profundidad del conocimiento humano alcanzada en la modernidad? En este ensayo defendemos la respuesta que ha sido argumentada en este capítulo. Es posible reinterpretar el kerigma desde el corazón mismo de la visión del mundo en la modernidad. Es necesario tener la valentía de cambiar de paradigma, en los términos expuestos. Si el cristianismo lo hace hallará seguridad ideológica, saldrá del desconcierto, será fiel a su esencia, tendrá en la iglesia un liderazgo firme y podrá cumplir la misión que Cristo confirió a la iglesia: hacer presente el kerigma cristiano en todos los momentos de la historia humana. Un colosal cambio de perspectiva hermenéutica será percibido por la sociedad, en tanto en cuanto la iglesia sepa gestionar (hoy diríamos publicitar, anunciar o proclamar) la profundidad y alcance del cambio de paradigma. Para ello, como seguiremos viendo, jugarán un papel decisivo tres movimientos estratégicos (en la estrategia de anunciar el kerigma cristiano) que se argumentarán en los tres capítulos que siguen, y que concluyen este ensayo: primero la convergencia interconfesional cristiana y el diálogo interreligioso; segundo el compromiso de la comunidad cristiana, y de las religiones, con las tendencias hoy emergentes en la filosofía de la historia; tercero, el gran espectáculo mediático universal que deberá escenificar que el mundo de lo religioso ha entrado en una nueva época, a saber, la convocatoria y la realización de un nuevo concilio. Probablemente, uno de los concilios más importantes de la historia del cristianismo. Desde luego impactante por la forma espectacular con que en él se mostraría la profundidad y flexibilidad del mundo intelectual del cristianismo.





Introducción. Tiempos exceptionales


1. La crisis de lo religioso en la modernidad


2. El kerigma cristiano


3. El cristianismo desde el paradigma grecorromano


4. La moderna imagen de la realidad en la era de la ciencia


5. El paradigma de la modernidad en el cristianismo


6. Paradigma de la modernidad y religiones


7. Paradigma de la modernidad y filosofía de la historia


8. El nuevo concilio


Conclusión. Responsabilidad histórica y creatividad cristiana