Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
5. El paradigma de la modernidad en el
cristianismo
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1. El
kerigma cristiano y la nueva racionalidad
2. La antropología filosófica:
el hombre abierto al kerigma
cristiano
3.
Kerigma cristiano: su hermenéutica desde la modernidad
4. La Era
de la Ciencia ilumina el designio kenótico de la
Divinidad
5. El
"paradigma de la modernidad"
El cristianismo fue fundado en tiempos antiguos.
Parece obvio considerar que las culturas desde las que fue interpretado
inicialmente -bien sea la hebrea o la grecorromana- se vean como
"antiguas". Parece, en efecto, que, visto desde el siglo XX, tras el
descomunal avance del conocimiento en la ciencia moderna, el mundo
antiguo se entienda como "anticuado". Sin que esto suponga falta de
respeto o aprecio para el valor que el pensamiento antiguo tuvo en su
tiempo y la inmensa ayuda que ofreció al cristianismo durante siglos y
siglos. El kerigma cristiano, la vivencia de la fe en la historia, se
dio en el marco del paradigma antiguo que ha sido el inevitable
compañero del cristianismo. Pero el paradigma grecorromano se fundó en
una imagen de la realidad que ha variado sustancialmente en la Era de
la Ciencia. En síntesis se puede decir que la racionalidad
"teocéntrica" fundada en la antigua imagen grecorromana se ha
sustituido por una racionalidad "crítica" fundada en la nueva imagen de
lo real. Hemos visto con precisión las diferencias que se establecen
entre la imagen antigua y la imagen moderna de la realidad. En esta Era
de la Ciencia, si Dios es Autor de la Creación descrita por la
"racionalidad moderna", el orden creado y la ley natural, que han sido
establecidos por voluntad divina, deben entenderse de forma
sustancialmente nueva. Sin embargo, no hemos abordado todavía la
cuestión crucial de nuestro ensayo: supuesta la nueva "racionalidad
moderna", les posible entonces construir una nueva hermenéutica o
entendimiento del cristianismo, o sea, de su kerigma esencial? La Era
de la Ciencia, ¿conduce a un nuevo "paradigma de la modernidad" que
fundamente con mayor profundidad una nueva teología de la fe cristiana
que sustituya al antiguo paradigma griego? Por consiguiente, conocemos
la novedad sustancial de la Era de la Ciencia, pero no sabemos todavía
si se armoniza con el kerigma. Estas preguntas no han sido respondidas
en el capítulo anterior, ya que no hemos entrado en lo que sería el
nuevo "paradigma de la modernidad", si es que en absoluto es posible.
Podría darse el caso de que la racionalidad en la Era de la Ciencia no
hiciera posible una reinterpretación del kerigma cristiano. En
principio, se debe contemplar la posibilidad de que no fueran en
absoluto compatibles (incluso que pudiera tratarse de una
incompatibilidad que se extendiera a todas las religiones). Así lo
entiende, en efecto, la filosofía del ateísmo.
Trayectoria de este capítulo. Por nuestra
parte defendemos la tesis de que la imagen de la realidad en la Era de
la Ciencia lleva por su propia lógica a una nueva interpretación más
profunda del kerigma cristiano. Decimos "más profunda" porque descubre
toda la fuerza del contenido del kerigma, al entender, desde la luz de
una imagen más profunda de la creación divina y de la ley natural, el
verdadero alcance de su lógica interna y de su sentido teológico
profundo. Este nuevo entendimiento del kerigma construido desde la
imagen de la realidad en la Era de la Ciencia responde al concepto
básico de este ensayo: el "paradigma de la modernidad" en el
cristianismo. Contiene los parámetros hermenéuticos del entendimiento
de la teología cristiana desde la lógica de la modernidad. Al perfilar
con precisión el nuevo paradigma de la modernidad (esperado desde hace
siglos) la situación del mundo cristiano cambia radicalmente. Hasta
ahora se vivía con desconcierto la crisis de la modernidad, pero
¿adónde ir? No había alternativa viable. Como dijimos en el capítulo
III, el cristianismo, en la última parte del siglo XX, se acabó
refugiando en el "incompromiso hermenéutico" de la teología puramente
kerigmática influida por la nouvelle théologie. Gran parte de la
teología moderna se halla todavía en esa reflexión "inmanente", aunque
sea de gran calidad profesional en muchos casos. Pero hoy comienza a
perfilarse nítidamente que la alternativa lógica es el "paradigma de la
modernidad" que hace posible emprender la necesaria hermenéutica del
cristianismo en nuestro tiempo, mostrando que la Voz del Dios de la
Revelación es la misma Voz del Dios de la Creación. El cristianismo
necesitaba un nuevo "logos hermenéutico", seriamente afincado en
nuestra cultura presente; logos cristiano que se perdió al comenzar el
tránsito al mundo moderno. Otear con rigor qué debería ser el cambio
hermenéutico es decisivo porque, una vez perfilada la alternativa con
nitidez conceptual, el impulso hacia el cambio histórico se hará
imparable.
Ya desde la época patrística se extendió una imagen que puede seguirse
a través de la historia de la teología: es la imagen de los dos libros.
Dios nos ha hablado primero en el Libro de la Naturaleza, para
dirigirse finalmente a nosotros en el Libro de la Revelación.
Ambos libros tienen el mismo Autor. Por tanto, si aprendemos a leer con
más profundidad el Libro de la Naturaleza, sin duda estaremos mejor
preparados para entender el Libro de la Revelación.
En este capítulo debemos abordar la presentación conceptualmente
precisa de la naturaleza del nuevo paradigma: la nueva lectura del
libro de la revelación desde la nueva edición del libro de la creación
en la modernidad. El objetivo al que apuntamos es claro: es en el
hombre moderno donde debemos estudiar si las condiciones de la nueva
época de la modernidad permiten alumbrar la nueva hermenéutica
comprensiva de la significación real del cristianismo (es decir, la
congruencia entre el orden natural descrito por la razón moderna y el
contenido proclamado en el kerigma). Pero el hombre moderno no es solo
"ciencia". En su mente y en sus emociones no solo hay "ciencia". Es
verdad que la imagen del mundo real en la Era de la Ciencia ha calado
profundamente en su mente y se sabe emergido desde las raíces
evolutivas de un universo monista y autónomo, de enigmática condición
metafísica última. Pero en su mente moderna, en su mundo cognitivo y
emotivo, hay algo más que el puro reflejo de la ciencia, por importante
que este sea. El hombre real está lleno de sentidos, emociones, planes
de vida, angustias, proyectos y fracasos... que no son abarcados por la
descripción científica. Hasta ahora hemos considerado la nueva imagen
de la realidad en la Era de la Ciencia y hemos situado en ella la
imagen del hombre. Ahora, para perfilar la forma en que el hombre
moderno entiende el kerigma cristiano, debemos ampliar la perspectiva:
asumiendo lo científico pasamos a lo existencial y filosófico, es
decir, a una imagen del hombre en la antropología filosófica. Sin
embargo, este hombre filosófico, que reflexiona integralmente por el
sentido de su vida, se sabe a sí mismo según la imagen del hombre en la
moderna Era de la Ciencia. Pero una vez estudiada la antropología
filosófica abordaremos la lectura del contenido del kerigma cristiano
hecha por el hombre moderno. Como veremos, nuestra experiencia actual
del mundo mostrará la potencia intelectual de la "teología de la
kénosis" como eje de la hermenéutica moderna del cristianismo. Pasamos,
pues, de la antropología científica a la nueva antropología filosófica.
1. El kerigma
cristiano y la nueva racionalidad
Pero antes de profundizar en los argumentos que llevan a un
entendimiento nuevo del cristianismo en el paradigma moderno, hagamos
una recapitulación de la perspectiva en que nos hallamos y de las
expectativas que se anticipan en nuestro recorrido. El punto de partida
es la experiencia de la crisis hermenéutica en la proclamación del
kerigma y la búsqueda del itinerario que conduciría a una nueva
hermenéutica.
La persuasión de que la fe cristiana es, en su esencia más profunda, la
pura adhesión existencial al mensaje divino transmitido por Jesús se ha
mantenido a lo largo de siglos y siglos de religiosidad cristiana.
Jesús reveló los designios presentes desde siempre en un misterioso
Dios oculto que quiso crear el mundo para hacer al hombre partícipe de
su vida divina. Jesús no hace filosofía, sino que su Palabra descubre
la explicación profunda de la historia desde el sentido que Dios ha
querido darle mediante un plan preciso de creación y de salvación. No
hay en Jesús "argumentación racional" sino "desvelamiento de la verdad"
que pide al hombre la entrega y la confianza personal. Jesús reveló el
designio divino en clave cultural hebrea y en esta clave quedó fijado
el contenido del kerigma que la comunidad cristiana debía transmitir y
proclamar en la historia. Este kerigma fue el punto de referencia
constante al que, en momentos de duda, se volvió siempre la fe de la
iglesia cristiana.
Crisis del paradigma antiguo y vuelta al kerigma
primitivo.
Las diferencias sustanciales entre la imagen de lo real en el paradigma
antiguo y en la Era de la Ciencia han sido percibidas por el mundo
cristiano: intuitivamente en el pueblo creyente con una simple fe
vivencia! y entre los intelectuales cristianos con algo más de
reflexión. Ha sido también percibida por los teólogos y por la
jerarquía eclesiástica. Esta insatisfacción generalizada ha impulsado
el anhelo profundo hacia lo que debiera ser una proclamación potente
del kerigma, adecuada a los condicionamientos del mundo moderno. Esta
conciencia de "debilidad" hace dirigir la mirada hacia el itinerario
lógico que debiera conducirnos a pergeñar los perfiles esenciales de lo
que debiera ser una nueva forma de explicar el kerigma y de
comprometerse con él en la sociedad.
Sin embargo, la teología oficial, carente hasta ahora de una
alternativa paradigmática viable, ha actuado bajo presión de dos
criterios que se entienden solo en el supuesto de que, como decimos,
todos están sintiendo esa evidente "debilidad" del paradigma antiguo
frente a modernidad. A) Por una parte, en ocasiones (como es el caso
cuando se quieren argumentar ciertas orientaciones morales) se necesita
un "logos", una racionalidad natural, que explique lo que se piensa en
perspectiva cristiana. La necesidad de armonizar la fe con la razón
natural fue sentida ya en la iglesia primitiva y se sigue sintiendo
todavía. Ahora bien, al no disponer hasta hoy de otros medios
hermenéuticos, cuando se impone la necesidad de recurrir a la razón
natural se acaba en lo único que hay: el paradigma racional
grecorromano contenido en la tradición cristiana desde siglos. Pero la
racionalidad que debiera servir para "explicar" es con frecuencia
contraproducente, ya que la cultura moderna "chirría" casi siempre al
rozar con el paradigma antiguo. La iglesia se ve bajo la presión del
inevitable paradigma antiguo, en el que se ve atrapada sin saber cómo
salir. B) Por otra parte, en esta situación, es lógico que la iglesia
se vea también bajo la presión de limitar en lo posible las referencias
al paradigma antiguo. ¿Qué queda entonces? Pues queda el kerigma
cristiano primitivo expresado en los términos en que fue transmitido a
través de la Escritura y de las expresiones kerigmáticas puras
presentes en la Tradición (expresiones teológicas a las que se sustrae
en lo posible el contenido filosófico grecorromano). Aparece así un
tipo de teología concebida como pura proclamación kerigmática de la
Palabra de Jesús que reclama la adhesión de los creyentes. Este estilo
teológico puede verse hoy en no pocos teólogos y en la mayor parte de
las intervenciones de la jerarquía eclesiástica. En alguna manera esta
teología se impuso con el concilio Vaticano II, bajo el influjo de la
nouvelle théologie (capítulo III).
Debilidad teológica del "incompromiso hermenéutico".
Al renunciar en la práctica a proclamar el kerigma en armonía con el
logos propio de la cultura (al renunciar a una hermenéutica
interpretativa afincada en la racionalidad moderna de la misma manera
que el cristianismo primitivo se afincó en la cultura grecorromana de
entonces) la iglesia ha entrado en un estado de extrema debilidad. Los
creyentes cristianos perseveran por la fuerza de su experiencia
religiosa. La pura proclamación del kerigma tiene sin duda un
extraordinario poder atractivo que afecta intuitivamente a la verdad
humana (Dios, el pecado, la cruz, etc.). Sin embargo, la cultura
moderna, altamente intelectualizada por la razón y por la ciencia, ha
construido una potente crítica de la religión y una cultura de masas
secularizada al margen del cristianismo. El mundo de la fe cristiana, a
lo más, se respeta por la extensión social de la creencia y por su
tradición cultural, pero se ve como un fenómeno al margen de la razón.
La fe se siente inerme: no puede echar mano del paradigma antiguo
porque en el mundo moderno ya no responde y solo le queda la pura
proclamación testimonial del kerigma. Pero la aguda desintonía con la
razón moderna, percibida por todos, es una medida que refleja la
necesidad del nuevo "paradigma de la modernidad". Volvemos a la
pregunta antes formulada: les posible formular un nuevo "paradigma de
la modernidad"? Desde la experiencia de la crisis, ¿qué itinerario
debemos seguir para intentar acceder al nuevo paradigma que se
requeriría para proclamar el cristianismo apoyado en una hermenéutica
con sentido en la modernidad? Este es el problema del acceso al nuevo
paradigma.
Acceso histórico al "paradigma de la modernidad".
Si este paradigma no ha nacido todavía y la iglesia se mueve con
incomodidad "fuera de su tiempo", trampeando como puede con
adaptaciones ad hoc del paradigma antiguo, dentro del talante del
"incompromiso hermenéutico", se plantea la pregunta inevitable: ¿cómo
acceder, por tanto, al paradigma de la modernidad? ¿Cómo descubrirlo y
formularlo, de tal manera que llegara a ser "operativo", es decir,
realmente impulsor de la fe cristiana desde la racionalidad de nuestro
tiempo? Podría ser que las piezas del nuevo paradigma estuvieran ya
ahí, preparadas para que las ensamblemos unas con otras en un
constructo lógico. Nuestra opinión es que así es, en efecto. Sin
embargo, ¿cuál es el camino que nos conduce a desvelar si ese paradigma
existe y a describir su naturaleza? ¿Cómo acceder al "paradigma de la
modernidad"? Nuestra propuesta -realizada en las secciones de este
capítulo- se aclara inicialmente con las siguientes observaciones que
anticipan el itinerario a seguir en las secciones posteriores.
a) Antropología filosófica. Hasta ahora nos hemos referido solo
a la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la
Ciencia. Hemos hablado de conocimiento y de ciencia, incluyendo la
explicación psicobiofísica del hombre congruente con la ciencia. El
hombre ordinario de nuestro tiempo, aunque no sea científico, intuye
por la cultura de masas cómo debe entenderse de acuerdo con los
resultados de la ciencia. Sin embargo, no hemos hablado todavía del
hombre como tal desde un punto de vista existencial: del hombre de
nuestra cultura abierto a configurar libremente el sentido de su vida.
Este hombre real no solo atiende a la ciencia sino a otros muchos
factores que han sido tratados por la antropología filosófica y por las
ciencias humanas. Lo que, en último término, nos preguntamos es si el
hombre real de nuestro tiempo (no el hombre antiguo descrito por la
cultura grecorromana o por la escolástica medieval), desde su
racionalidad propia en la Era de la Ciencia y dentro de las nuevas
condiciones existenciales determinantes de la configuración de su
"sentido de la vida", al quedar abierto a la proclamación del kerigma
cristiano, puede llegar a entender (aunque sea solo por intuición) una
armonía de fondo. Armonía entre la racionalidad moderna y el kerigma
cristiano. Para indagar si esa armonía es posible debemos comenzar, por
tanto, indagando previamente cómo se sitúa ante la realidad el hombre
de nuestro tiempo: los sentimientos, emociones, angustias
existenciales, ilusiones, historia, biografía personal, proyectos para
la acción, conocimientos, aspiraciones, preguntas e incógnitas... que
juegan un papel relevante en la configuración libre del sentido de su
vida. Hablamos del hombre como ser que configura su "sentido" y sus
opciones metafísicas en función de la experiencia integral
racio-emotiva de su vida en la sociedad y en la historia (y no solo por
la ciencia). Es el estudio del hombre (antropología) desde la
perspectiva vital de la reflexión filosófica última que el mismo hombre
emprende sobre el sentido de su vida (antropología filosófica). Este
hombre real de nuestro tiempo (que debemos describir) es el que deberá
valorar si el kerigma cristiano entra en armonía con el logos de su
racionalidad natural. Deberemos dar, por tanto, un primer paso (en el
epígrafe 2, de este capítulo): transitar desde la ciencia a la
antropología filosófica, ya que solo desde ella puede abordarse la
caracterización del paradigma de la modernidad al que, por principio,
apuntamos.
b) Kerigma cristiano: su hermenéutica desde la modernidad. Se
tratará además de analizar cómo el kerigma cristiano, presente en la
Escritura y en la Tradición de la iglesia (capítulo II), es entendido
por el hombre real (en la Era de la Ciencia) desde la lógica
natural de su condición humana integral
(es decir, desde la lógica de su racionalidad última descrita en la
antropología filosófica). Este análisis, por tanto, tiene dos supuestos
previos cuya forma de referencia mutua deberá investigarse: la
antropología filosófica y el kerigma cristiano. La argumentación
deberá, pues, construirse valorando el contenido de ambos supuestos y
razonando su forma de correspondencia. Pues bien, el resultado de esta
lectura del kerigma desde la lógica de la racionalidad moderna nos
conducirá inicialmente al concepto del "paradigma de la modernidad": es
decir, permitirá el establecimiento de los parámetros de una
hermenéutica del kerigma cristiano desde la antropología filosófica en
la Era de la Ciencia. Este paradigma permitiría una comprensión más
profunda de la armonía entre el mundo natural creado por Dios y la
revelación del eterno designio de ese mismo Dios para el mundo creado,
tal como se da en el cristianismo. Permitiría por ello que la
proclamación del kerigma ya no siguiera siendo solo la pura
proclamación testimonial desde el "incompromiso hermenéutico", sino que
se realizara de nuevo mediante una hermenéutica explicativa acorde con
la racionalidad moderna. El hallazgo de la formulación precisa de esta
armonía sería el paradigma de la modernidad. Haría posible que el
cristianismo volviera a proclamarse ente la cultura moderna por una
nueva hermenéutica filosófica (no solo proclamación kerigmática) que
respondiera a lo que siempre quiso hacer el cristianismo (y por esto
construyó el paradigma antiguo): un entendimiento de la Voz del Dios de
la Revelación que se muestre en conformidad con la Voz del Dios de la
Creación. Por ello, en un segundo paso, deberemos abordar la nueva
hermenéutica de los grandes principios del kerigma cristiano desde la
nueva imagen del universo creado que ofrece la modernidad (lo
abordaremos en el epígrafe 3 de este capítulo). Se haría, pues, la
iluminación del kerigma desde la razón moderna: desde la imagen del
mundo en la ciencia y desde la antropología filosófica propia de la
cultura moderna.
c) La Era de la Ciencia ilumina el designio kenótico de la Divinidad.
El paradigma perseguido debería describir, por tanto, la profunda
armonía entre la Era de la Ciencia y el contenido del kerigma. Pero la
iluminación sería bidireccional: la modernidad ilumina el kerigma, pero
asimismo la modernidad recibe desde el kerigma una iluminación nueva
del orden natural que la ciencia describe en la modernidad. La imagen
del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia supone
conocimientos sobre el mundo real creado por Dios. Esa imagen permite
reconocer cuál es el orden natural y las leyes establecidas por Dios.
La ley del orden natural es vista desde la fe cristiana como la ley
divina que Dios ha querido establecer para que el hombre vea
condicionada su vida por ella. De ahí que el kerigma debería permitir
una relectura de las propiedades del orden natural descrito en la Era
de la Ciencia. Debería asumir la antropología filosófica en la era
moderna, entendiendo también su profunda armonía con la razón cristiana
alumbrada en la modernidad. Así, el sentido del mundo real descrito por
la razón científica se vería iluminado por el kerigma que desvelaría el
enigma y el sentido último del universo. La expectativa sería la de una
iluminación hermenéutica bidireccional. Por ello, el tercer paso
consistirá (epígrafe 4 de este capítulo) en iluminar la imagen del
universo real que la ciencia describe desde el kerigma cristiano en la
modernidad. De esta manera se proseguirá el acceso al conocimiento del
nuevo paradigma de la modernidad, entendido como hermenéutica del
kerigma cristiano en el marco de la racionalidad moderna.
d) Paradigma de la modernidad, tradición y teología de la kénosis.
El paradigma de la modernidad, por tanto, al que accederemos
ordenadamente, haría entender finalmente que la "teología de la
kénosis" es la teología a que la imagen de la ciencia conduce por su
propia lógica, a saber, la "teología de la ciencia". La teología
cristiana del hombre moderno que describe la antropología filosófica es
lo que, como veremos, sería una "teología de la ciencia", o, mejor, la
"teología de la antropología filosófica moderna". Quizá pudiera
pensarse que el nuevo paradigma debiera representar algo así como un
cambio teológico radical, cuando en realidad la expectativa debiera ser
su hondo asentamiento en el kerigma presente en las raíces históricas
de la tradición cristiana. La racionalidad moderna establecida como
presupuesto hermenéutico difiere sustancialmente del paradigma
grecorromano. Sin embargo, durante la vigencia del paradigma antiguo la
iglesia vivió también en toda su profundidad la adhesión existencial a
la doctrina de Jesús proclamada en el kerigma. Por ello, la expectativa
sería que la nueva racionalidad no solo fuera más congruente con el
kerigma primitivo (dado en la iglesia apostólica que nace de Jesús),
con el que mostraría una armonía insospechada, sino que, además,
mostrara también su congruencia con el kerigma de la Tradición más
antigua de la teología cristiana (la que se vivió durante los siglos de
vigencia del paradigma antiguo). Cabría, por tanto, esperar que este
nuevo paradigma hubiera sido vislumbrado en el kerigma vivido en la
tradición teológica cristiana, a pesar de que tanto el paradigma hebreo
como el grecorromano aún no hubieran tenido todavía a su disposición
los recursos hermenéuticos de la razón moderna para realizar una
adecuada interpretación del kerigma cristiano, tal corno deberá ser
interpretado en la modernidad. La nueva hermenéutica no debería ser una
ruptura, sino una profundización en la Tradición del kerigma. La
"teología de la kénosis" como "teología de la ciencia" o teología
nacida de la antropología filosófica del hombre moderno, como veremos,
será el principal hilo conductor que unirá el paradigma moderno con la
Tradición. Es lo que se expondrá en el cuarto paso (epígrafe 5 de este
capítulo).
El paradigma de la modernidad. La antropología
filosófica moderna, que asume la imagen del hombre en la ciencia y la
prolonga con mayor profundidad existencial, es el punto de partida para
emprender el itinerario que nos lleva a formular el paradigma de la
modernidad que profundiza el kerigma cristiano desde la raíz de la
misma tradición teológica cristiana. Pero, en definitiva, ¿qué es el
"paradigma de la modernidad"? La respuesta se argumenta en las páginas
que siguen. Sin embargo, tracemos sus perfiles más básicos para tener
ya una idea anticipada que nos alumbre algo sobre el resultado del
análisis que aquí emprendemos. Digamos que el universo, la vida y el
hombre real creado por Dios son un sistema dinámico, evolutivo y
abierto que deja al hombre natural emplazado a emprender creativa y
libremente su vida. Dios no ha creado un mundo para ser "obedecido",
sino para ser cocreado. El hombre, iluminado por la razón, debe
configurar con libertad el sentido de su existencia y por ello ha sido
"creado" por la ley natural "cocreador creado" (según la acertada frase
de Philip Heffner). De ahí, que el Dios de la creación es el Dios que
constituye y hace la libertad humana posible, hasta el punto de que el
hombre debe configurar creativamente el "sentido metafísico último de
su existencia". Pues bien, el Dios revelado en el cristianismo, como
explicaremos, es también el Dios que revela su eterno designio
trinitario para la creación del mundo y para establecer las condiciones
de la libertad en la historia. El Dios revelado en Cristo es el Dios de
la libertad revelado en la creación. Por ello, el paradigma de la
modernidad armoniza la racionalidad natural del enigmático mundo de la
Era de la Ciencia con la revelación del logos de un Dios que crea la
libertad por la kénosis de su presencia en el mundo. La kénosis de Dios
en la creación se ilumina al constatar, en la modernidad, que ha sido
creado un universo borroso, enigmático y mistérico, que hace posible la
negación de Dios y el pecado. El paradigma de la modernidad, en
definitiva, nos hace pasar de una hermenéutica antigua del cristianismo
fundada en la patencia teocéntrica, religiocéntrica y teocrática a otra
hermenéutica fundada en la teología de la kénosis y de la libertad
creativa. Debemos explicarlo en este capítulo.
2.
La antropología filosófica: el hombre abierto al kerigma cristiano
Comencemos, pues, por el primer paso. ¿Puede el hombre moderno
abrirse con armonía a la aceptación del kerigma cristiano? En todo
caso, si es que puede abrirse, deberá hacerlo desde dentro de la
racionalidad moderna, desde la Era de la Ciencia. Sin embargo, ¿quién
es el hombre moderno real? ¿Cómo emprende la realización de su propia
vida? ¿Hacia dónde la orienta? ¿Qué intereses y motivaciones le guían?
¿Qué papel juega la razón moderna en el diseño de su existencia? ¿Cómo
diseña el "sentido de su vida"? ¿Con qué preguntas, incógnitas y
enigmas debe enfrentarse y ante qué opciones posibles debe decidir su
voluntad libre? ¿Qué puede conocer y qué le cabe esperar como individuo
inserto en la historia natural y humana? Estas y otras preguntas deben
responderse en el marco de una disciplina conocida como antropología
filosófica:
el estudio de la condición humana desde el enfoque de la filosofía que
debe orientar su opción personal por un "sentido de la vida". Ya hemos
hablado (capítulo IV) del conocimiento que, en la ciencia, se adquiere
acerca del universo, de la vida y del hombre. Pero no hemos hablado
todavía de los problemas existenciales de la antropología filosófica en
la Era de la Ciencia.
La cuestión de fondo que planteamos está definida: si esa nueva armonía
buscada entre razón y kerigma existe, solo puede ser argumentada tras
la reconstrucción de la antropología filosófica del hombre moderno en
la Era de la Ciencia.
2.1. El hombre real en la dinámica evolutiva
de la vida
¿Quién es el hombre? ¿Qué parámetros de la racionalidad moderna están
en la base determinante de su opción filosófica por un sentido de la
vida? Para una reconstrucción actual de la antropología filosófica
debemos partir de la imagen del universo, de la vida y del hombre en la
Era de la Ciencia. En ella debe hoy fundarse la idea del
cuestionamiento filosófico último con que el hombre debe responder a su
necesidad racio-emotiva de configurar su "sentido de la vida".
La cultura moderna -como también fue en otras culturas- sitúa al hombre
en la conciencia de que su existencia humana debe ser filosófica. Le
abre, pues, a una dimensión filosófica. El hombre -bien sea
intelectual, bien sea un hombre ordinario imbuido intuitivamente de la
cultura moderna-se sabe hoy emergido en el universo físico y en el
proceso de la vida. A él ha llegado la imagen del hombre (y por tanto
de sí mismo) en la Era de la Ciencia. Desde ella, la lógica de su razón
emocional le lleva inevitablemente a cuestionar el "sentido de la vida"
y esto le introduce en el ámbito de las últimas preguntas filosóficas.
Así es como su existencia se hace existencia filosófica o metafísica
(estudiada en la antropología filosófica). Las opciones teístas,
ateístas o agnósticas (ver capítulo IV), que el hombre asume no se
configuran solo por argumentos científicos sino en función de la
experiencia integral de la vida y del discurso humano sobre el sentido
de la vida construido en el marco de la cultura.
El hombre, pues, delibera y construye su metafísica para dar sentido
último a su vida partiendo de la imagen de sí mismo que le ofrece la
ciencia, tal como se halla presente, al menos, en la cultura de masas.
Por ello, el hombre se sabe emergido desde las raíces del universo y
sabe que su vida depende de la razón emocional nacida de su condición
natural. Es consciente de que su condición natural le abre al impulso
evolutivo hacia la vida que apunta a un ideal que, sin embargo, no
puede naturalmente alcanzarse y le sume en la trágica experiencia
existencial de indigencia. Desde el drama de la indigencia queda
finalmente abierto a la angustia por el enigma metafísico último del
universo. El hombre entiende que sentirse ante el drama y ante el
enigma es consecuencia inevitable de la condición de hombre en el
mundo, tal como es entendida en la cultura de la modernidad en la Era
de la Ciencia.
Emergencia desde las raíces materiales del universo.
El hombre intuye que pertenece a las raíces materiales del universo. La
ciencia moderna ha ofrecido en la actualidad una imagen convincente de
los orígenes del hombre en el conjunto evolutivo del universo y de la
vida. Sabemos que todo ha salido del universo evolutivo y de la
realidad física que lo constituye (que llamamos "materia", aun sin
saber definitivamente qué es). Sin embargo, se postula que la materia
debe poseer una ontología capaz de producir la emergencia del "sentir"
primigenio (sentisciencia) que, tras la complejidad evolutiva, se
convierte en sensibilidad-conciencia presente en el mundo viviente
superior. La vida es así resultado de la coordinación entre el
mecanicismo producido por una materia fermiónica que ofrece
consistencia, estabilidad y fiabilidad a nuestros cuerpos, y la
presencia de ámbitos o estructuras físicas reales en que aparecen
fenómenos cuánticos (como son la coherencia, superposición,
indeterminación y no-localidad) que explican la campalidad y la
flexibilidad indeterminada de la vida (que llega a su máxima
manifestación en la libertad producida en la psique humana). Este
conocimiento científico general, impreciso, forma parte ya de la
autoimagen del hombre moderno. No solo en los "científicos", porque a
todos llega por las intuiciones difundidas por la cultura de masas. El
hombre moderno se sabe intuitivamente "mundo" y su destino va unido al
destino del universo. Esta es la base sobre la que se construirá el
discurso filosófico sobre su vida.
La vida desde la razón emocional. El hombre
moderno sabe también que debe construir su vida desde la razón
emocional. La ciencia establece hoy hipótesis para explicar cómo el
proceso evolutivo del mundo físico produjo la vida, la psique animal y
la mente humana con sus características específicas de carácter
racio-emocional. La combinación de procesos clásico-cuánticos en el
cerebro animal fue el "soporte físico-biológico" de la actividad
psíquica sensitiva, perceptiva, cognitiva, emocional... que produjo ya
en la psique animal procesos naturales de representación,
categorización y abstracción. En continuidad con la función adaptativa
del psiquismo animal emergieron la razón y la emoción propias de la
menee humana. Para explicarlo hay hipótesis verosímiles convincentes:
una de ellas, dentro de la teoría emergentista fundada en la evolución
de las redes neurales, es la teoría de la hiperformalización. La
hiperformalización neural en el hombre le habría permitido sentir los
objetos como "realidades" construidas como "estructuras". La razón
habría emergido como el proceso de construcción de representaciones de
la realidad como estructura: el análisis y síntesis de una idea
estructural de los objetos y contextos reales habría llevado a la razón
del hombre a preguntarse por la explicación profunda de las cosas,
entrando en la dimensión científica y filosófica de "lo último". El
tránsito humano hacia un mundo real contemplado desde la razón en la
cultura moderna, produjo también la emergencia de una nueva estructura
racio-emocional. El hombre moderno ordinario, aun sin ponderar los
detalles que fundan la imagen científica del hombre, sabe que forma
parte del universo y es resultado de la historia natural. Entiende que
la naturaleza le ha dotado de razón y emociones existenciales (razón
emocional) y que desde esa ontología humana debe abordar el proyecto de
su vida. Siente que debe dilucidar el sentido de su vida por el
ejercicio de su razón emocional. El hombre está instalado en la
conciencia racio-emocional de ser parte de la naturaleza y de tener que
resolver su vida por la razón emocional.
El ideal racio-emocional de la vida. El hombre
sabe que, por la razón emocional, la historia humana ha construido un
ideal de fa vida. La ciencia explica cómo la evolución de la vida ha
nacido del proceso en que los organismos han comenzado a sentir su
propio cuerpo. La "emoción sensible de vivir" evolucionó hasta el
momento crucial en que los organismos sintieron tanto la unidad de su
cuerpo como la unidad holística de las respuestas del cuerpo a los
estímulos del medio. En esta coordinación sensación-respuesta comenzó
la emergencia del "sujeto psíquico". En el hombre, la conciencia de la
sensación de ser "sujeto psíquico" se fundó en lo peculiar de su estado
psíquico racio-emotivo. El hombre es consciente de la condición de
sujeto que impulsa acciones fundadas en representaciones de la razón
sobre los objetos y los contextos reales. El hombre sabe que sus
acciones brotan de "representaciones del mundo" que responden de sus
actos. Igualmente la "emoción animal de vivir" se convierte en la
"emoción humana de vivir". En ella, se siente la emoción de vivir en
conformidad con la representación racional que el hombre tiene de sí
mismo. El hombre siente el dramatismo de vivir desde la responsabilidad
de las construcciones racionales creadas en su mente. En la mayoría de
los hombres -y mucho más en los hombres primitivos-se trata de una
racionalidad intuitiva que, no por ello, deja de ser humana (la
filosofía y la ciencia son un producto tardío de la historia). Al
abrirse el hombre a la vida, en continuidad con el instinto animal a
vivir, se orienta a un ideal racio-emocional al que por naturaleza se
siente impulsado. Es el ideal racio-emocional de la vida que expresa el
objetivo final del impulso vital. El proceso de autorrealización por la
razón tiende ante todo a "vivir". Vivir plenamente, sin restricciones;
no es en absoluto natural establecer restricciones a la vida. En la
especie humana el impulso es a vivir "bajo el dictamen de la razón": es
la expectativa de que la razón ilumine cómo puede llegarse a la
plenitud de la vida; dónde y cómo puede hallarse la plena realización
de la vida.
La facticidad de la existencia posible: la
indigencia humana.
Sin embargo, frente al ideal racio-emocionalmente concebido a impulsos
de la vida, el hombre sabe que se impone lo que constituye la
facticidad de la existencia: lo que de hecho constituye la existencia
real y aquello a lo que con realismo podría aspirar en el mundo
moderno. Son dos circunstancias objetivas: lo que es de facto la
existencia real y lo que puede concebirse como posibilidad real. Además
de esta facticidad, como decíamos, el hombre concibe en su mente por
sus facultades imaginativas una aspiración ideal al deseo del
cumplimiento de un horizonte pleno de existencia (en último término
lograr la plenitud de la vida). Entre el ideal y la facticidad se abre
un inmenso desajuste que es entendido por el hombre como "indigencia".
El hombre es indigente porque de hecho está muy alejado de su ideal y
porque incluso es muy difícil (o estructuralmente imposible) pensar que
el ideal pudiera ser realizable. Indigencia significa que el impulso
ideal hacia la vida no puede hacerse realidad. La expresión máxima y
final de la indigencia es la muerte. El hombre sabe que la muerte está
programada para todo lo viviente. Es facticidad pura que se acepta,
pero que rompe el impulso ideal que, por sí mismo, no debería poner
limitación alguna a la aspiración por la vida. El hombre mira así su
existencia con melancolía y frustración. Todo hombre entiende
intuitivamente que la vida real que describe la modernidad, desde la
madurez de la Era de la Ciencia, sigue sin ser "el paraíso": no puede
dejar de ser inevitablemente un drama existencial.
La pérdida de sí mismo en lo inmediato y la
existencia inauténtica.
Aunque el curso inevitable de la existencia humana lleva a la
conciencia dramática de la indigencia, como experiencia existencial
previa que dispone al hombre a construir el "sentido de su vida" en una
perspectiva metafísica última, sin embargo, este proceso existencial
puede retrasarse. El hombre queda entonces "enredado" en afrontar la
vivencia de lo inmediato, pierde una percepción realista del alcance de
su condición de hombre y se pierde a sí mismo en una existencia
inauténtica. Por ello, el asumir en profundidad la existencia auténtica
puede permanecer mucho tiempo olvidado, o en estado de latencia, sin
manifestarse en toda su fuerza. Basta dirigir la mirada a la sociedad
actual para entender qué queremos decir. En apariencia la mayor parte
de las personas están absorbidas en atender a lo inmediato: bien sea
responder a las inquietudes inmediatas de sobrevivir por el trabajo,
bien sea a las relaciones interpersonales inmediatas o a la simple
absorción existencial por las distracciones, lúdicas y estéticas, y el
disfrute de posibilidades que la modernidad ofrece actualmente a todos
en cantidades considerables. Pensemos en la forma de vida de muchos
jóvenes, centrados solo en la ilusión por construir su vida futura, las
relaciones interpersonales, el disfrute de cuanto les ofrece en
abundancia la opulenta sociedad moderna como distracción y
entretenimiento, lúdico o estético. Viven encerrados en una "burbuja
ilusoria o mágica" de realidad-irreal que se han construido y en la que
se han sumergido. Este vivir ilusorio, infantil, encerrados en una
"ficción de realidad" puede extenderse en largos períodos de la vida.
Es un vivir inauténtico, alienado: alejado de lo que verdadera y
fácticamente es la realidad de la vida humana en el mundo. Alienarse es
vivir fuera de la propia autenticidad humana. Es no vivir la realidad,
sino una "vida soñada", vivir en un ensueño de sí mismos como si
ilusoriamente no tuviera fin. Como diría Freud es vivir no conforme al principio
de realidad sino al principio del placer
(en función de una ilusoria ficción de realidad). Hasta tal punto que
se reacciona con agresividad ante todo aquello que pueda denunciarles
que su vida es un "sueño" y que pueda despertarles para volver a la
realidad. Pues bien, aquí no ignoramos que la existencia "soñada" es lo
habitual para mucha gente durante largas etapas de la existencia. Lo
que exactamente queremos decir es que, inexorablemente, la facticidad
de la vida humana en el universo acaba siempre por imponer en todos los
hombres, en algún momento de su vida, temprano o tardío, un brusco
despertar a la percepción de lo que realmente es la vida. Es entonces
cuando se percibe el contraste entre el ideal y la facticidad,
es decir, la percepción de la indigencia humana
que alcanza a todos. Es una percepción perfectamente congruente con la
imagen del universo en la Era de la Ciencia: la ciencia no ha eliminado
la condición indigente y creerlo es vivir en la "burbuja ilusoria de
realidad" a que nos hemos referido. También el impulso resultante a
construir un "sentido de la vida" está condicionado por la imagen del
universo en la modernidad: un universo borroso y enigmático que
intuimos por la presencia de la ciencia en la cultura de masas y que
nos obliga al compromiso personal en la construcción de un "sentido
metafísico último".
La configuración racio-emocional del sentido de la
vida.
Asumiendo, pues, tanto el impulso ideal a la vida como la facticidad de
la indigencia, el hombre acaba siempre comprometiéndose personalmente
en concebir un "sentido de la vida" diseñado por la razón en el que se
asume la emoción de vivir asentada en los instintos animales
hereditarios. "Sentido" es, pues, la acción humana integrada tanto en
la verdad inmediata como en la verdad final, metafísica, del universo
real; obrar "sin sentido" es hacerlo sin congruencia con la realidad a
que el hombre pertenece. El hombre es auténtico -fiel a sí mismo-al
obrar con "sentido". El "sentido" le impulsa a tomar una posición tanto
ante el drama de la vida (por el dominio en comunión con los otros
hombres) como ante el enigma final (por las opciones metafísicas
últimas). La razón emocional cuida de que el hombre sea auténtico y
viva con sentido en lo real; cuando no lo hace, la razón emocional se
convierte en "carga" que pesa en la conciencia moral denunciando la
existencia inauténtica. La conciencia moral es siempre una carga
molesta para aquellos que viven alienados en su "burbuja de realidad" y
temen que algo les despierte para hacerles volver a la realidad. De ahí
que la llamada a la autenticidad mueva por ello al hombre a construir
-fundado en una razón "realista", no ilusoria-un "sistema personal de
sentido" en interacción con los "sistemas culturales de sentido"
presentes en la sociedad (capítulo I).
El ámbito de la configuración creativa de la
existencia.
El hombre inauténtico, perdido en la pura experiencia de lo inmediato,
se apoya siempre en la sociedad que le ofrece posibilidades y "modelos
de vida inauténtica", "burbujas de realidad" para ser soñadas de muy
diversas maneras. Pero, cuando despierta del sueño de la
inautenticidad, para construir su "sistema de sentidos", el hombre
depende también de un ámbito externo (físico, social y cultural) lleno
de posibilidades que le obligan a elegir. La cultura que hoy ofrece el
marco en que debe afrontarse la búsqueda de sentido es la cultura de la
modernidad. La Era de la Ciencia ha supuesto, entre otras cosas, la
conciencia de que el universo es enigmático y de que las acciones
humanas están abiertas a ámbitos de posibilidad que imponen al hombre
la necesidad de configurar creativamente su existencia. Pasa esto en la
configuración de los sentidos inmediatos de la vida, pero, sobre todo,
en las decisiones que afectan a los sentidos metafísicos últimos. La
Era de la Ciencia ha hecho al hombre consciente del enigma último de
una realidad que pudiera ser Dios, pero que pudiera ser también puro
mundo sin Dios. En todo caso, la dinámica evolutiva que enraíza al
hombre en el universo físico le abre como razón emocional a configurar
creativamente su vida en el marco de lo filosófico. En la modernidad ha
seguido el hombre en la conciencia de que su existencia es doblemente
un drama: por el dramatismo mismo de la indigencia y por el hecho de
que el enigma del universo le cierra el camino a entender con certeza
qué se puede esperar en el futuro por venir.
2.2. La pregunta del hombre por el "sentido"
en la filosofía existencialista
Por tanto, la constitución natural del hombre aboca a la razón
emocional a plantearse el problema del "sentido de la vida" en relación
con el enigma último del universo. Sin embargo, en la Era de la
Ciencia, las preguntas filosóficas no pueden prescindir de los
resultados de la razón científica. La razón filosófica que busca el
sentido en la Era de la Ciencia hace así acto de presencia en la vida
humana. Es lo que constatamos en la historia de la cultura.
Dos grandes filósofos existencialistas alemanes, Jaspers y Heidegger,
han hecho una analítica de la existencia humana, constatando cómo todo
converge en abocar la vida humana a las preguntas filosóficas. Ni
Jaspers ni Heidegger ignoran que el hombre puede perderse en la
existencia inauténtica, tal como de hecho sucede masivamente en la
sociedad moderna. Pero describen cómo los hombres acaban
inexorablemente abocados a plantearse la inquietud esencial por el
"sentido de la vida". En el análisis de Jaspers se trata de la apertura
existencial al enigma de la Cifra y a la necesaria fe filosófica. En
Heidegger la pregunta por el sentido del Ser es el hilo conductor que
deja la existencia implantada ante el enigma final de lo último. El
recuerdo sumario de ambas analíticas existenciales -con las que
identificamos nuestro punto de vista- puede servirnos para enmarcar
inicialmente la forma en que el ser humano queda, por la lógica de su
existencia en la modernidad, abocado a configurar su "sentido" frente
al enigma metafísico de la realidad. Notemos que en estas antropologías
filosóficas, bajo la influencia de la oscuridad última del universo en
la Era de la Ciencia, el hombre que busca su "sentido" debe decidirlo
ante la experiencia de una realidad enigmática y mistérica (la que, en
el fondo, describe la ciencia). Jaspers y Heidegger, en pleno siglo XX,
ya no viven en una cultura de patencias (como era la cultura antigua),
sino que están inmersos en una época en que todos están bajo la
influencia de la imagen del hombre en la ciencia y la apertura al
cosmos enigmático que esta nos describe. Jaspers y Heidegger son
filósofos de la modernidad. En el fondo, su analítica existencial
refleja, a nuestro entender, la experiencia del hombre moderno en la
Era de la Ciencia y es una consecuencia de ella.
2.2.1. La "Cifra" y la fe filosófica en Karl
Jaspers
El rechazo vitalista de la razón. El
existencialismo de Jaspers, al que igual Heidegger, presenta unos
caracteres distintos del vitalismo de Nietzsche o del existencialismo
de Sartre. Estos dos últimos, en efecto, tienen en el fondo también una
búsqueda del sentido de la existencia, pero parten de una experiencia
radical de nihilismo: se desentienden de todo, de la sociedad y de la
cultura, denunciándolo todo como una farsa. Parten de un rechazo
radical de la razón. El vitalismo del siglo XIX había reivindicado ya
la vuelta al puro impulso de la vida animal y consideraban que la
introducción de la razón en la historia humana había sido el germen de
la angustia y de la desdicha (Ludwig Klages, la "razón" como
contradictora del "alma animal"). En alguna manera, sin embargo, los
vitalistas logran construir una teoría voluntarista de la acción:
aferrarse a toda costa a la experiencia de la vida (vitalismo) o al
ejercicio de la libertad (existencialismo sartriano), de una forma
incondicionada, totalmente autocreativa. El "sentido" radica en dejarse
llevar por el impulso de la vida animal, sin atender a los falsos
constructos de la razón.
El existencialismo alemán. Frente a esto,
Jaspers y Heidegger no son nihilistas. Tratan de estudiar cómo vive el
hombre su vida y cómo trata de encontrar para ella un "sentido". Son,
eso sí, extremadamente pesimistas y muestran la enorme dificultad de
encontrar el sentido: pero no acaban en el nihilismo, no acaban
diciendo que todo es perversión y que solo cabe la huida por la pura
afirmación animal voluntarista de un yo vital incondicionado, como en
Sartre o en Nietzsche. En el fondo, tanto uno como otro, Jaspers y
Heidegger, después de su análisis de la existencia, dejan al hombre
situado en una compleja coyuntura enigmática en que todavía cabe la
posibilidad quizá de encontrar un sentido vinculado al universo y a la
dinámica general de un Ser objetivo. En último término, tanto el modelo
de Jaspers como el de Heidegger nos sirven como aproximación para
entender la situación de muchos seres humanos que, en el interior de la
sociedad y la cultura de la Era de la Ciencia, viven el desconcierto,
la perplejidad, la angustia, de carecer de un modelo de sentido que,
sin embargo, buscan, añoran traumáticamente, y no dejan quizá de
considerar en el fondo posible. Son seres humanos que se ven huérfanos
de sentido, que lo viven con angustia, que todavía no han tirado la
toalla entregándose bien a una depresión final, bien a un voluntarismo
nietzscheano o sartriano entregado a la pura vida animal, creyendo
entre sombras y oscuridad que todavía puede existir un sentido en el
universo y que este sentido puede ser encontrado y seguido.
Karl Jaspers: en la frontera entre medicina y filosofía. Jaspers nace
en 1883 en Oldenburg, estudia medicina y se especializa en psiquiatría,
publicando en 1913 su extenso tratado Psicopatología General,
traducido al castellano, que fue durante muchos años uno de los
principales manuales de formación psiquiátrica para los médicos de toda
Europa. Es explicable que la reflexión sobre las dramáticas anomalías
de la mente humana le hiciera pasar pronto a una reflexión filosófica
donde encontrar quizá las raíces existenciales de los trastornos. El
hecho es que acabó pasándose plenamente a la filosofía. Primero fue
profesor en Heidelberg y, tras la llegada de los nazis al poder, se
instaló en Basilea (Suiza). Suelen distinguirse tres etapas en su
pensamiento. La primera es de maduración y preparación. Publica Psicología
de las cosmovisiones (1919) y El ambiente espiritual de nuestro
tiempo
(1931). La segunda etapa es la de madurez y en ella publica las obras
que contienen los grandes temas de su antropología filosófica
existencialista. Publica Filosofía en tres volúmenes (1932), Razón
y Existencia (1935), Filosofía existentiva (1938), La
Fe filosófica (1946), Origen y meta de la historia (1949).
En la tercera etapa
complementó su pensamiento dialogando con otros autores en obras sobre
Nietzsche y otros filósofos, así como con obras de recapitulación y
memorias personales.
2.2.1.1. Origen y sentido del pensamiento de
Jaspers
Jaspers ha calificado el punto de vista de su análisis como
"existentivo". Nos dice que el hombre, como los animales, está-ahí
simplemente en el mundo; simplemente vivir, con la actividad necesaria
para ello, es hacer lo mismo que hacen los animales. Sin embargo, dice
Jaspers, el hombre se diferencia del animal porque pretende "existir":
es decir, se esfuerza para actuar de tal manera que llegue a ser él
mismo. Este tratar de hacerse a sí mismo, desde la pregunta y el
esfuerzo problemático, es lo que llamamos existencia. El hombre es
hombre porque existe, no solamente porque vive de forma animal. Solo a
través de la existencia llega el hombre a ser él mismo. Pues bien,
Jaspers entiende por "análisis existentivo" estudiar a través de qué
experiencias y procesos llega el hombre a ser él mismo, cómo llega a
alcanzar su propia autorrealización.
Jaspers ha dado desde sus orígenes un tono psiquiátrico y terapéutico a
sus análisis antropológicos. Constata las angustias, oscuridades,
frustraciones profundas que acompañan la vida humana; no cabe duda de
que todo ello se constata terminalmente en el dramático escenario de
las anormalidades psíquicas. El existencialismo de Jaspers se construye
desde una conciencia nítida de estar en la Era de la Ciencia.
Reflexiona sobre el mundo moderno, sobre el advenimiento de la sociedad
opulenta y la tecnología, pero denuncia el más fundamental de los
peligros: la persistencia de la frustración del hombre corno individuo
y de las apetencias sociales en conjunto (recordemos su reflexión sobre
el drama del nazismo y la guerra, así como la aparición del peligro
nuclear). Jaspers estudia también qué papel juega la masa y cómo el
individuo acaba absorbido por ella y reducido al anonimato, a una vida
impersonal, mecánica y sin sentido. La masa hace de los hombres
indefensas hormigas; vacían su personalidad y acaban perdidos en el
anonimato. El esfuerzo de Jaspers se encamina a ayudar a los seres
humanos a salir del simple vegetar del hombre-masa para encaminarse a
una existencia auténtica, donde sea dueño de su destino y donde se
proponga el ideal de llegar a ser él mismo.
2.2.1.2. Las cuatro dimensiones del ser humano
En su obra fundamental Philosophia trata Jaspers de responder
la
pregunta cómo llega el hombre a encontrarse a sí mismo y a emprender el
camino de la propia autorrealización auténtica. Para responder procede
a un análisis de la existencia humana y muestra que en ella se dan
cuatro etapas o momentos que, al integrarse unos en otros, conducen
poco a poco a que el hombre sea auténticamente él mismo. Estas etapas
constituyen como cuatro dimensiones del ser del hombre: ser-ahí,
conciencia, espíritu y existencia.
Ser-ahí (Dasein). Es la posición básica
del hombre en el mundo como parte del universo físico y biológico. No
es un estar estático, sino dinámico. Forma parte de la dinámica
físico-biológica del mundo. Es un modo de estar que se comparte con los
animales. Se produce una acción arrastrada por la dinámica externa y
determinante de los acontecimientos. Es un vivir, digamos, en cadena,
irreflexivo, donde el hombre es incapaz de hacer un análisis reflexivo
de qué es lo que ocurre y por qué ocurre. El hombre perdido en la masa,
anónimo e impersonalizado, no habría superado el estadio de verse
perdido en el ser-ahí. Conciencia (Bewusstsein). La
conciencia coloca al hombre en un nivel superior sobre el estadio del
puro estar-ahí y lo pone en camino de llegar a ser hombre. Por la
conciencia el hombre construye un conocimiento reflexivo sobre sí mismo
y sobre el mundo, de los acontecimientos que rodean su estar-ahí. Por
la conciencia se construye el mundo de la ciencia, del conocimiento
objetivo. La razón objetiva, científica, pertenecería, en definitiva, a
este estadio del desarrollo humano. Espíritu (Geist).
Este estadio es una consecuencia natural del anterior: el ejercicio de
la razón objetiva, inmediata, conduce al hombre a ejercer la razón para
preguntarse por el conocimiento de las últimas totalidades. Se pregunta
entonces por el mundo como totalidad, por el hombre en su profundidad
última y por lo transcendente, en cuyo marco aparece la problemática
acerca de Dios Jaspers usa la clásica distinción kantiana entre la
razón inmediata, Verstand o entendimiento, y la razón última, Vemunft
o razón). Existencia (Existenz).
La existencia es la dimensión final en que el hombre se autoposee
plenamente y se autorrealiza personalmente. Esta etapa está orientada y
posibilitada por la reflexión de la razón inmediata en la conciencia y
de la razón última en el espíritu, pero no se reduce a una posición
racional. Es un compromiso y vivencia personal que hace que el hombre
en el ejercicio de su libertad opte por dotar a su vida de un sentido.
En la existencia el hombre dota a su vida de un sentido transcendente,
es decir, referido a la ultimidad transcendente del mundo. Pero
transcendente no significa en Jaspers que sea religioso; puede serlo,
pero no necesariamente. En la existencia el hombre sabe que la realidad
entrega su propio ser en sus manos y por ello se asume por decisión
propia consciente un sentido vital transcendente (confrontado con la
transcendencia, sea o no religioso).
2.2.1.3. Las situaciones-límite y el fracaso
existencial (naufragio)
En el proceso que conduce al ser humano a tomarse en serio su propia
existencia y a ponerle en condiciones de dotar a su vida de un sentido
auténtico, juegan un papel esencial lo que Jaspers llama experiencias-límite.
Las situaciones-límite (Grenzsituationen) se constatan en el análisis
existencial y son estados que aparecen necesariamente en toda
existencia, en algún momento de la vida, y obligan a tomar decisiones
últimas: es decir, a existir en plenitud humana comprometiéndose en una
toma de posición en los sentidos últimos y transcendentes de la vida.
Las situaciones-límite se configuran en el marco de la existencia
inmediata del hombre en el ser-ahí. Afectan al hombre en los estadios
en que se pregunta por el ser-ahí, por la conciencia y en que
ya está introducido incluso en el análisis racional último por el espíritu.
Sin embargo, es un hombre en que todavía no se ha construido la forma
final de vida que llamamos en sentido jasperiano existencia auténtica.
Como situaciones-límite nos habla Jaspers especialmente de la
muerte, del dolor bien sea físico o psíquico, de la lucha y de la
culpa. En estas situaciones es cuando el hombre advierte con toda
claridad hasta dónde llega el límite de posibilidades del ser-ahí;
llega a la frontera de su ser intramundano y queda colocado ante la
nada. Entiende lo que puede dar de sí la vida en el mundo. Entiende que
es imposible la plenitud y su experiencia vital acaba en el naufragio
(das Scheitem). Es lo que Jaspers llama el fracaso
existencial
o vital. En este estado, nos dice Jaspers, es cuando el hombre entiende
la urgencia de construir un sentido de la vida que posibilite su
existencia auténtica y que, en una referencia a lo transcendente, pueda
quizá salvarle del fracaso final.
2.2.1.4. La Cifra y la Fe Filosófica
Las situaciones-límite imponen entender que lo inmediato acaba en
fracaso existencial. ¿Existe alguna posibilidad de que lo
transcendente, aquello que desborda lo inmediato y se refiere a los
contenidos últimos de lo real y del sentido de la vida, pueda dotar a
nuestra existencia de plenitud? Lo último, lo transcendente, dice
Jaspers que es Cifra (Chiffre): un enigma. Este enigma
último no puede ser dilucidado ni por la ciencia objetiva ni por la
racionalidad filosófica última. Por ello el modo de entender la
naturaleza de lo transcendente en el "enigma de la Cifra" depende,
según Jaspers, de una actitud que llama Fe-Filosófica. Tomar una
posición ante lo transcendente, lo último, no puede hacerse sin un
compromiso vital, de carácter personal y libre, que responde a una fe,
una creencia comprometida. Por no tratarse necesariamente de una fe o
creencia religiosa, y para distinguirse de ella, nos habla Jaspers de
una Fe-Filosófica. En el fondo viene a decirnos que no se puede dotar a
la vida de un sentido último referido a lo transcendente sin tener fe:
el sentido último referido a lo transcendente es siempre una fe, en un
sentido u otro, bien se sea religioso o no. La Cifra es ambigua y el
hombre puede interpretarla mundanamente, sin Dios. Pero, al hacerlo,
podrá entender quizá el sentido último de la vida mundana, los
compromisos éticos y morales que dotan a la vida de un sentido y de una
categoría superior que la hacen asumible y hermosa. La Cifra puede ser
entendida en un sentido religioso que pem1ite también al ser humano
comprender que, por encima del fracaso inmediato, es posible pensar en
una dimensión transcendente de plenitud. Pero, bien sea en un sentido u
otro, el hombre solo puede liberarse del fracaso existencial, y de la
sensación de frustración final, si tiene la valentía de comprometerse
en un sentido último que supone una toma de posición ante el enigma
último, la Cifra, por la Fe-Filosófica. Solo desde ella podrá superar
la frustración y hacer una lectura nueva de la vida para dotarla de un
sentido, de un valor, que le instale en su sensación de autenticidad y
plenitud.
2.2.1.5. La filosofía existentiva de Jaspers
como modelo de sentido
Jaspers acaba diciéndonos que el hombre, en la dimensión inmediata de
su estar-ahí en la sociedad y en la cultura en la Era de la Ciencia, se
conduce inevitablemente a la pérdida de sí mismo en el hombre-masa y en
la despersonalización. Pero la verdadera experiencia de fracaso y
frustración llega por las situaciones-límite: por la muerte, el dolor,
la lucha y la culpa. Pero esta experiencia radical de sin-sentido y de
fracaso existencial no se constituye en fundamento de un nihilismo
absoluto, como pasa en Nietzsche y en Sartre. El desespero existencial,
y la angustia ante la pérdida del sentido, se convierten en Jaspers en
otro tipo de voluntarismo que conduce a un refuerzo de la decisión para
encontrar el sentido último en el trasfondo de lo transcendente. Por
tanto, el modelo existentivo describe un tipo de hombre que, a pesar de
la experiencia traumática del sin-sentido y del fracaso, se esfuerza
con un enorme voluntarismo por perseverar en la construcción de un
sentido que le conduzca a una experiencia de plenitud. Jaspers puede
representar, pues, a hombres que desde el desespero no terminan en
nihilismo sino en una búsqueda final comprometida hacia un sentido
transcendente que acabe haciéndoles sentir que vale la pena vivir por
algo y para algo, que existe un posible sentido que puede hacernos
vivir plenamente.
El sentido transcendente, por tanto, de que se habla en Jaspers, que
debe hallarse en el enigma de la Cifra y por una opción de
Fe-Filosófica, puede ser quizá una opción de sentido religioso, pero no
necesariamente. Jaspers ha sido interpretado por ciertos autores en
sentido religioso. Pero puede ser interpretado también en otros
sentidos. El sentido transcendente que confiere plenitud existencial
puede encontrarse, por ejemplo, en el marco de ideales socio-políticos
que pueden hacer que el individuo se autorrealice en plenitud
contribuyendo al destino transcendente de la humanidad. Puede
encontrarse en la entrega a los demás y en una sublimación voluntarista
del amor. Puede encontrarse en las experiencias estéticas, literarias o
artísticas, que pueden llegar a construir marcos de sentido
transcendentes que ayuden a muchos individuos a entender que todavía
hay algo por lo que merece vivir.
En todo caso, la antropología filosófica de Jaspers describe la
situación existencial del hombre en la Era de la Ciencia (capítulo IV).
Es la autoexperiencia de un hombre que se sabe parte del mundo natural
que, por la razón emocional, debe configurar creativamente un sentido
para su existencia. El hombre inmerso en la cultura de la Era de la
Ciencia ya no es el hombre teocéntrico del paradigma grecorromano, sino
el hombre crítico abierto al enigma, la Cifra enigmática, del sentido
último de las cosas. Una imagen enigmática de la realidad, en gran
parte hecha posible por la ciencia moderna, que podría ser Dios, pero
que podría ser también puro mundo sin Dios.
2.2.2. La pregunta por el sentido del Ser en
el existencialismo de Heidegger
La filosofía de Heidegger es muy parecida a la de Jaspers, pero supone
una analítica mucho más elaborada y compleja de la existencia,
introduciendo conceptos y matizaciones, relacionados con la tradición
filosófica clásica, que la hacen difícil de entender. Sin embargo, a
grandes rasgos, Heidegger nos describe el mismo itinerario que Jaspers:
el itinerario que lleva al hombre-en-el-mundo a descubrir que es un
ser-para-la-nada (itinerario que, en alguna manera, encontramos también
en Nietzsche y en Sartre); pero también el itinerario que sigue el
hombre hasta descubrir que esa experiencia de la nada es el punto de
partida para tratar de hallar el verdadero
sentido-del-ser-en-el-universo. Por tanto, el existencialismo de
Heidegger, como el de Jaspers, no discurre desde la experiencia de la
nada al nihilismo nietzscheano o sartriano, sino a una búsqueda
renovada y voluntarista del sentido de la existencia en el mundo.
Describe, pues, un tipo de hombre distinto del hombre
nietzscheano-sartriano.
Martín Heidegger: persona y obra. Heidegger
nace en 1889 en Messkirsch, en el estado de Baden, en el sur de
Alemania. Estudia filosofía y teología católica, se doctora en
filosofía y comienza pronto su carrera de profesor universitario. En
1928 fue llamado como profesor a Friburgo para ocupar la que había sido
cátedra de Husserl. En Friburgo aconteció la parte sustancial de su
biografía académico-filosófica. Fue rector de la universidad en la
época nazi y acusado después de haberse identificado más allá de lo
admisible con la política que se promocionaba oficialmente en aquellos
años. Esto dio lugar al retiro de Heidegger después de la guerra y a
polémicas interminables en torno a su figura. Vamos a prescindir de
todo esto para fijarnos estrictamente en el contenido de la analítica
existencial que le ha llevado a un cuestionable prestigio como uno de
los grandes filósofos de este siglo.
Los estudiosos de su filosofía suelen decirnos que esta nace de dos
autores que confluyen con armo1úa: por una parte Husserl que había
construido la fenomenología y, por otra parte, Dilthey que, en
un marco vitalista, había tratado de construir una hermenéutica
de la biografía vital del hombre y de la historia. Heidegger va a
seguir una reinterpretación del método fenomenológico para aplicarlo a
una hermenéutica de la existencia que dará lugar a su analítica
existencial propia. Se suelen distinguir igualmente dos etapas del
pensamiento heideggeriano. En primer lugar la etapa existencial o
fenomenológica
en que la analítica de la existencia conduce a descubrir al hombre como
ser-para-la-nada. La obra fundamental de este tiempo es El Ser y el
Tiempo (192 7). En segundo lugar la etapa ontológica
en que, desde la experiencia de la nada, aborda la pregunta por el
sentido del ser. Las obras más características son, entre otras, Sobre
1a cuestión del Ser (1955), La esencia del Fundamento
(1957), Identidad y Diferencia (1957).
2.2.2.1. Problema y método
Heidegger ha orientado desde el principio su pensamiento en torno a la
pregunta por el sentido del Ser. ¿Qué significa Ser? ¿Cómo ser,
existir, auténticamente? Ha relacionado estas preguntas en muchas
ocasiones con el análisis de la filosofía presocrática griega. Para él
es esta la gran cuestión del pensamiento occidental. Los primeros
griegos planteaban la pregunta desde una experiencia profundamente
religante: ¿cómo existir para construir la propia vida integrándola con
sentido armónico en la marcha del Ser cósmico? La pregunta por el Ser
es la pregunta por la actuación armónica en el Ser universal. Pues
bien, Heidegger va a entender que el hombre es el lugar en que se nos
puede descubrir el sentido del Ser: es el Da-Sein, el ser-ahí, el lugar
en que el ser se hace patente y se manifiesta. El hombre es el
ente-ontológico porque desvela al Ser. Pero llegar a comprender el Ser
no le ha sido dado al hombre como algo hecho, sino como una tarea. La
existencia (Existenz) es la acción humana en tensión hacia la
construcción de su propio "ser" en el Ser-del-Universo. Por
consiguiente, la primera etapa del pensamiento de Heidegger va a
consistir, por decirlo así, en seguir la pista de lo que pasa en la
existencia humana (analítica existencial por el método fenomenológico)
para tratar de encontrar las claves que muestren cómo y por qué llega
el hombre a encontrar el sentido del Ser. Como veremos, la analítica
existencial es conceptualmente muy precisa y fecunda. Sin embargo,
cuando en la etapa ontológica final debía descubrir Heidegger en qué
consiste el sentido-del-ser nos perdemos en un pensamiento poético,
sugerente y divagatorio en que no aparece ninguna respuesta convincente
y clara. Por ello cabría calificar quizá la filosofía existencial de
Heidegger como sugerente, pero esencialmente inacabada.
2.2.2.2. Etapa existencial: del Da-Sein a la
nada (fenomenología)
En su obra El Ser y el Tiempo presenta Heidegger el análisis
existencial básico de su filosofía en una perspectiva fenomenológica.
Se trata de una descripción de las experiencias existenciales que son
siempre atravesadas por todo hombre. Parte de lo que llama el homo
faber:
el hombre que, de hecho, se encuentra en el mundo ordenando su
actividad por el conocimiento en orden a lograr su propia
supervivencia. El homo faber es un hombre activo, esencialmente
encaminado a actuar para lograr sobrevivir. ¿Cuáles son, pues, las
categorías y estructuras existenciales que se muestran siempre en la
existencia mundana de todo hombre a partir de su condición de homo
faber?
a) El ser-en-el-mundo
Ser-en-el-mundo es una actividad dinámica de trabajo y acción. La
actividad constituye una preocupación
sobre el mundo (Besorgen) y sus útiles (instrumentos). A través de esta
preocupación descubre a los prójimos, los otros hombres: son como yo y
están como yo en el mundo. Por ello existir en el mundo es también
esencialmente ser-en-común (Mit-Sein) y el mundo es un co-mundo (Mitwelt).
El otro hombre no es "otro" sino un ser-conmigo (Mitdasein). La
actividad del hombre para con los otros hombres es para Heidegger solicitud
(Fürsorge):
pero en ocasiones no es como debiera ser (pasar de largo,
confrontación, etc.). El objeto de la unidad de acción entre los
hombres es inicialmente algo dirigido a los útiles y a la sobrevivencia
óptima en el mundo: la acción en el mundo por los útiles para el
beneficio es lo que une a los hombres. Si comparamos el análisis de
Heidegger sobre la relación de unos hombres con otros con el análisis
de Hegel (o con el sartriano), constatamos bastantes diferencias. Hegel
es más pesimista y da al enfrentamiento un carácter más radical, más
universal y más determinante para entender el sentido de la historia.
Para Hegel el "mutuo reconocimiento" no se produce por error y la
historia comienza por enfrentamiento. Pero, en cambio, Heidegger parece
pasarlo por alto y no darle tanta importancia. Por otra parte, este
análisis de Heidegger no deja de recordar el análisis de Habermas en su
teoría del interés, antes aludida.
b) Estructura del ser-en-el-mundo: sus
categorías
Sensibilidad (Befindlichkeit). Por la
sensibilidad el hombre descubre el mundo en el que fácticamente se
encuentra como algo ya irremediable. Ha sido arrojado a él por la
existencia, sin ser consultado. Está-ahí, sin saber de dónde viene ni
adónde va: no conoce ni el qué ni el para qué. Este sentirse
arrojado-a-la-existencia es el sentimiento humano de derelicción
originaria (Geworfenheit).
El hombre es pura facticidad inevitable, nos dice Heidegger con un
fatalismo que recuerda el fatalismo clásico de la tragedia griega.
Comprensión (Verstehen). Es
conocimiento que se alcanza poco a poco sobre lo que se puede hacer con
la propia vida. Este conocimiento proporciona una apertura al horizonte
del poder-ser. Por ello existir-en-el-mundo es proyectar: poner
ante sí sus propias posibilidades para construirse a sí mismo en el
mundo (Mitwelt) y en la comunidad (Mitmesch). De esta
manera todo hombre llega a entenderse a sí mismo como un, dice
Heidegger, proyecto yecto: un proyecto surgido, arrojado al
mundo de manera fáctica e inevitable.
Caída (Verfallen). Por miedo a su
propio proyecto el hombre se echa para atrás y se produce la caída:
el hombre es desmontado de su proyecto personal. Por miedo a su propio
ser el hombre se esconde y busca refugio en el anonimato impersonal (das
Man).
Es pasivo y se deja arrastrar por la corriente. El hombre gregario se
caracteriza por la curiosidad vacía (para nada) y la charlatanería
(hablar que no conduce a nada). De esta manera el hombre cae poco a
poco en la existencia inauténtica: el hombre ha caído de sí
mismo y se ha perdido en la corriente del mundo y de la sociedad.
e) El cuidado (Sorge)
Estos tres elementos mencionados: estar arrojado en el mundo (derelicción),
anticiparse a sí mismo por la comprensión (proyecto) y sentirse perdido
en el mundo sin-sentido (caída), constituyen la experiencia
existencial que Heidegger llama el cuidado (Sorge).
El cuidado es así la forma de estar y existir en el mundo en que el
hombre es consciente con preocupación del problematismo global de su
propia existencia, arrojada, proyectada y perdida.
El cuidado termina produciendo un sentimiento esencial para
todo hombre: la angustia (Angst). Para Heidegger no se
entiende la angustia humana sin situarla en una referencia última al factum
de la muerte como realidad futura que nos hace problematizar el
presente y angustiarnos por él. La angustia ante la muerte es el
sentimiento radical de la existencia humana: como un telón de fondo
siempre presente, sin que podamos evitarlo. La angustia es el
sentimiento humano ante el hecho de que la muerte llega y está sin
realizar la tarea de hacerse a sí mismo. La angustia es, pues, en el
fondo, saber experiencialmente que no se ha hecho nada con la propia
vida, que no se ha realizado el proyecto y la vida se acerca a la
muerte estando todavía vacía y sin hacer. La angustia es, pues, la
preocupación agobiante ante el propio ser y el poder-ser en el mundo.
En la angustia se siente el deslizamiento progresivo del propio ser
hacia la nada. El mundo y los otros no tienen nada que ofrecer. El
hombre se siente solo, aislado, desarraigado, convertido en un sin-hogar
(Das Unzuhause).
La angustia pone así al hombre, nos dice Heidegger, ante la
verdad de su más auténtico poder-ser: la realidad de su futuro. Y esta
realidad es la muerte como inevitable fin del hombre. Por dio se
entiende que la muerte es una manera de ser que el hombre toma sobre sí
desde el nacimiento: el Da-Sein es siempre, nos dice Heidegger, un
ser-para-la-muerte. La muerte es, pues, la posibilidad próxima más
segura para el hombre: es, en consecuencia, la experiencia que debe ser
vivida con mayor autenticidad. La muerte es la posibilidad más
auténtica del hombre ante la que el hombre debe comprometerse en una
existencia final con sentido.
Es interesante también comparar el análisis de la muerte en Nietzsche y
en Heidegger. En Nietzsche la tragedia de la muerte juega un papel
esencial: pero se tapa los ojos ante ella y la olvida, dejándose llevar
por un alocado y orgiástico voluntarismo dionisíaco hacia la
experiencia de la pura vida. Heidegger, en cambio, asume reflexivamente
el hecho de la muerte y se pregunta cómo puede hallar el hombre la
"existencia auténtica" al confrontarse crudamente con él.
d) La conciencia y la decisión
Conciencia, culpa, muerte. El hombre se
encuentra, pues, ante la angustia por la propia vida que es la angustia
ante la muerte que sancionará finalmente su vaciedad. Pueden
presentarse entonces diversas actitudes. El hombre puede huir de la
angustia ante la muerte que se le impone: por ello intenta seguir
perdido en el mundo, arrastrado por la masa en el anonimato (das Man).
Es una actitud evasiva. Pero la conciencia (Gewissen)
produce constantemente en el hombre una llamada (Ruf).
Es una llamada que sale del hombre y cae sobre el propio hombre. Su
resultado es producir la conciencia de culpa (Schuld)
por la responsabilidad de seguir instalado en una existencia
sin-sentido.
La respuesta del Da-Sein humano ante la conciencia de culpa
puede ser reconocer la propia culpabilidad: es decir, la
responsabilidad de la existencia inauténtica persistente de haber
vivido en el anonimato gregario del Man (la masa). Este
reconocimiento pone por fin al hombre en condiciones de tomar una decisión
existencial decisiva (Entscheidung): orientar el sentido de la
vida desde la conciencia de la posibilidad más real y auténtica, la del
ser-para-la-muerte.
Así, para Heidegger, la existencia auténtica es la interiorización
humana de la libertad para morir sin temor. La existencia será así un
correr sin temor hacia la muerte (Vorlaufen zum Tode). La
actitud digna que conduce, pues, a pasar de la inautenticidad a la
autenticidad es tomar sobre sí heroicamente la propia muerte y
emprender resueltamente el camino hacia ella.
La temporalidad. Heidegger acaba haciendo un
análisis existencial desde el punto de vista de que el hombre es un ser
temporal
cuyo sentido de la existencia se va formando a través del curso del
tiempo en que se entrelazan las diversas experiencias que le conducirán
a alumbrar, poco a poco, finalmente, el sentido de su existencia
auténtica. Por ello su obra básica se titula precisamente El Ser y
el Tiempo.
El estadio de maduración última que le pone en condiciones de construir
su existencia auténtica es, como hemos visto, la toma de posición
valiente ante la muerte.
2.2.2.3. La etapa ontológica: de la nada al Ser
Decíamos que Heidegger emprende su análisis existencial como camino
hacia el descubrimiento de la naturaleza del Ser-en-el-universo, de
forma semejante a la inquietud de los primeros filósofos presocráticos
griegos. Queda, pues, todavía planteada la pregunta que orienta desde
el principio la antropología filosófica de Heidegger: ¿cuál es el
sentido del ser-del-universo? ¿Cómo puede el hombre integrarse
auténticamente en el ser-del-universo? La respuesta heideggeriana trató
de construirse en las obras de su segunda etapa; pero el hecho es que
no llegó a configurar una respuesta precisa y fácilmente inteligible.
Se mueve en el terreno deslizante de un lenguaje sugerente e impreciso,
poético, confuso y divagatorio, que no conduce a ninguna idea clara y
precisa.
Quizá la única respuesta definida que podemos recoger es esta: solo
cuando el hombre asume su existencia auténtica y huye del anonimato
impersonal, aceptando el sentido de la vida al asumir el "ir hacia la
muerte SÍI\ temor", se encuentra en condiciones de descubrir el
sentido-del-ser-del-universo y de su existencia personal como una
integración auténtica en el sentido de ese Ser Universal. Solo, pues,
cuando el hombre asume la verdad de su ser-para-la-muerte está en
condiciones de llegar a entender el sentido-del- ser-del-universo. Sin
embargo, ¿cuál es ese sentido? Heidegger no nos responde con precisión.
Todo parece indicar que se trata de algo personal que puede tener
variantes; es decir, pueden construirse formas diversas de integración
auténtica en el ser del universo. Los amplios y valiosos estudios, en
la última etapa de Heidegger, sobre Nietzsche y Hölderlin parecen
indagar el camino de estos autores hacia el sentido-del-ser. También
caben las interpretaciones religiosas que Heidegger nunca respaldó
explícitamente, pero tampoco excluyó. No podemos olvidar que en la
última gran entrevista a Heidegger en la revista Der Spiegel,
en los años sesenta y poco antes de su muerte, volvió Heidegger sobre
el tema religioso y pronunció aquella sentencia que fue tan comentada: nur
Gott kan uns noch reten... (solo Dios puede todavía salvarnos...).
2.2.2.4. La analítica de Heidegger como modelo
de sentido
Se trata de un modelo de análisis, como hemos visto, muy parecido -y
complementario-al de Jaspers. La valoración final que podemos hacer es,
por tanto, muy semejante a la de Jaspers. Como en Nietzsche, Sartre y
Jaspers encontramos una descripción pesimista sobre lo que el hombre
puede encontrar en la sociedad y en la cultura, que acaban conduciendo
a la despersonalización y pérdida de sí mismo en el anonimato. Pero el
curso de la vida humana lleva inevitablemente al hombre a quedar
confrontado con la muerte y a tener que decidir frente a ella el
sentido-del-ser. El pesimismo heideggeriano, pues, no conduce al
nihilismo nietzscheano o sartriano, sino a una actitud de búsqueda del
sentido-del-ser. En todo caso no cabe duda de que sus análisis, como en
Jaspers, nos ofrecen un caudal de perspectivas que pueden servir de
modelo de referencia para entender la experiencia existencial que
atraviesan muchas personas que en la sociedad y en la cultura de la Era
de la Ciencia. Heidegger, como Jaspers, no se mueve ya en el paradigma
teocéntrico grecorromano. El Ser Cósmico es un enigma intuido
existencialmente por entero congruente con el enigma a que nos aboca en
la modernidad la imagen del universo en la Era de la Ciencia. Un Ser
del Universo que pudiera estar fundado en Dios, pero que pudiera ser
también un puro mundo sin Dios.
2.3. El hombre moderno ante el enigma
metafísico
El hombre es consciente -con rigor intelectual, científico y filosófico
en algunos y de forma más intuitiva en el hombre ordinario-de la
racionalidad moderna que se manifiesta en la imagen de lo real en la
Era de la Ciencia. Es consciente, además, de los perfiles existenciales
de su propia vida. Desde su conciencia de ser parte de un universo
dinámico, abierto, creativo... , bajo el influjo de la ciencia,
atraviesa las experiencias existenciales pormenorizadas en la analítica
de Jaspers o Heidegger. Su apertura enigmática a la pregunta por el
"sentido del Ser", al misterio de la Cifra jasperiana, le obliga a
adentrarse en la inevitable "fe filosófica" en una Divinidad fundan te
o en un puro mundo sin Dios. Sin embargo, la apertura del hombre de
nuestro tiempo a lo metafísico debe analizarse con una mayor precisión
antropológica. Su manera de quedar abierto al enigma metafísico, por su
condición natural en la Era de la Ciencia, es el presupuesto para
juzgar la racionalidad y el sentido del kerigma cristiano. Notemos que
el presupuesto es la influencia de la Era de la Ciencia en la
configuración de la idea que el hombre actual tiene de sí mismo. Pero a
partir de esta idea construye el hombre un discurso que va más allá de
lo científico y constituye lo que antes hemos llamado antropología
filosófica.
Pero la analítica existencial de Jaspers y Heidegger -aun siendo en
tantos sentidos pertinente-no agota los matices del discurso natural
ante el enigma de lo metafísico. En lo que sigue prolongamos el
análisis existencial construido por la razón emocional humana ante la
pregunta por el sentido del Ser y el enigma de la Cifra para discernir
hacia dónde puede inclinarse la "fe filosófica" que el hombre
necesariamente, en una u otra dirección, debe asumir. La razón natural
realiza un análisis -que podríamos llamar "dialéctico" por estar
constituido por sucesivas afirmaciones y negaciones-de la afirmación de
Dios frente a la pura mundanidad sin Dios y de esta frente a la
posibilidad de Dios.
2.3.1. La existencia en la Era de la Ciencia
Dos posibles hipótesis de coherencia metafísica.
La característica esencial del hombre moderno en la Era de la Ciencia,
en contraposición al teocentrismo del paradigma grecorromano, es la
conciencia de que nos hallamos de hecho dentro de un universo
enigmático que deja abiertas dos posibles hipótesis de coherencia
metafísica última. Lo único que se impone es el "enigma", ya que no es
posible saber con certeza si el sistema-de-la-realidad-en-su-conjunto
es, en su ultimidad metafísica, una Divinidad fundante o un puro mundo
sin Dios. En la imagen científica del universo, de la vida y del
hombre, hay argumentos que hacen verosímiles ambas hipótesis (capítulo
IV). Al imponerse la influencia socio-cultural de la ciencia se ha
pasado del mundo teocéntrico grecorromano al enigmático mundo de la
racionalidad moderna. Karl Jaspers y Martín Heidegger en sus
respectivas analíticas existenciales terminan presentando la apertura
del hombre a la pregunta por el "sentido del Ser" y por el enigma de la
"Cifra". Saben que el hombre moderno se debate ante la incógnita final
de lo metafísico. Pero, por otra parte, la mera sociología muestra una
sociedad metafísicamente escindida entre teísmo, ateísmo o la
perplejidad agnóstica ante el enigma. Es difícil negar que el hombre
moderno está de hecho abierto a estas dos posibles hipótesis de
coherencia metafísica última de la realidad. Su deliberación
racio-emocional ante el sentido del Ser y la posición que se asume ante
el enigma de la Cifra depende de esta apertura al universo enigmático y
a las dos posibles hipótesis metafísicas.
La aspiración ideal y la contingencia fáctica.
El impulso de la vida, como decíamos, potenciado por la razón emocional
de la especie humana, concibe el ideal imaginado, apetecido, de la
realización máxima de la esencia humana en el dominio del mundo y en la
comunión interhumana. La Era de la Ciencia ha hecho, en efecto, cercana
la realización de este ideal. La variada gama de tecnologías modernas
derivadas de la ciencia ha abierto un panorama sorprendente de
posibilidades en todos los órdenes. La sociedad se esfuerza también en
lograr mayores cotas de comunión interhumana y en la eliminación de los
conflictos por los avances políticos. No obstante, el hombre moderno,
comprometido creativamente en dominar y controlar un universo dinámico
abierto y en evolución, sigue siendo consciente de su condición
"indigente": la realidad fáctica ni le permite, ni probablemente le
permitirá, realizar el ideal de la esencia humana. La serie incontable
de males que muestran la contingencia confieren a la vida humana un
carácter trágico y de sufrimiento, aun dentro de todos los avances de
la Era de la Ciencia. Tanto Jaspers como Heidegger se refieren a la
analítica trágica de la existencia del hombre moderno. El avance de la
historia se hace a costa de la muerte. Mirando al pasado la historia de
la humanidad es una historia de muerte ya irrecuperable. Si el hombre
está unido a la especie humana, es ya irremediablemente indigente
porque ya no es posible recuperar la vida humana truncada por la muerte
en el pasado.
La hipótesis de la Divinidad. Una
característica de la Era de la Ciencia es que la racionalidad
teocéntrica ha dejado de no tener alternativa. Pero esto no significa
que la hipótesis de una Divinidad creadora que funda el universo haya
dejado de ser viable. La racionalidad moderna, la ciencia, sigue
todavía hoy haciendo "verosímil" que a la inmensa cantidad de
experiencia religiosa y de práctica religiosa, presente en la historia,
le pudiera efectivamente corresponder la existencia real de una
Divinidad. La verosimilitud de la idea de Dios sigue presente por el
impulso de la historia religiosa anterior (los sistemas teístas del
pasado en las religiones) y por el aval hipotético de la racionalidad
moderna (capítulo IV). Todos vivimos en un ámbito cultural en que Dios
no ha dejado de ser en absoluto posible. En la sociedad actual está
incuestionablemente presente la hipótesis de que la "Cifra" jasperiana
fuera Dios y de que la forma auténtica de integrarse en el "sentido del
ser" heideggeriano fuera religiosa. Es posible enumerar los argumentos
que siguen haciendo hoy esta hipótesis posible. Sin constatar esta
posibilidad hipotética no describiríamos en toda su amplitud los
parámetros metafísicos en que se mueve la existencia real del hombre de
nuestro tiempo.
Principios hipotéticos de una teología natural.
Desde hace años pienso que esta hipótesis religiosa presente en la
sociedad está acompañada de lo que pueden llamarse unos "principios
hipotéticos de teología natural". Es decir, se tiene la idea natural de
que Dios, si fuera real y existiera, debería responder a una cierta
naturaleza. Se es consciente de que Dios es un misterio inabarcable por
la razón humana: su esencia es inescrutable. A Dios no lo conocemos.
Pero, junto a esto, también es verdad que solo si fuera de una cierta
manera tendría sentido pensar que existe. Así, aun asumiendo el
carácter tentativo y analógico de cuando se atribuye a Dios (teología
negativa), se piensa que Dios debe ser transcendente y personal,
creador, fundamento del ser, autosuficiente y necesario, etc. Esta idea
natural de Dios es "hipotética" porque representa la idea de cómo
deberíamos pensar a Dios en la hipótesis de que fuera existente.
Nuestra cultura no sabe con certeza absoluta si Dios es real, pero
piensa que, si lo fuera, debería responder a una cierta naturaleza. Si
no fuera así, no tendría justificación pensar que existe.
La hipótesis de la Pura Mundanidad. Así llamo
a la alternativa metafísica que se ha ido abriendo camino desde el
renacimiento, cuya viabilidad objetiva es un rasgo esencial de la
imagen del universo en la Era de la Ciencia. Se trata de la hipótesis
de que el universo (la realidad que nos contiene) fuera un sistema
autosuficiente y necesario, impersonal, dinámico, evolutivo, que
existiera sin principio ni fin eternamente: entonces el fundamento del
ser estaría en un puro mundo sin Dios. Sería la hipótesis de la Pura
Mundanidad. En su favor pueden enumerarse argumentos favorables que
provienen de la enigmática imagen de lo real en la ciencia, así como de
otras consideraciones existenciales, sociológicas, históricas, éticas o
morales (capítulo IV). En la Era de la Ciencia esta hipótesis está
presente como alternativa incuestionable, con una presencia social
inequívoca, aunque sea ciertamente minoritaria. La enigmática Cifra
jasperiana y el sentido del Ser heideggeriano podrían responder a la
hipótesis puramente mundana. El ateísmo crítico (no dogmático, ya que
este, aunque todavía presente en algunos, es ajeno a la cultura
crítica, ilustrada, tolerante, de nuestro tiempo) asume de hecho esta
hipótesis y la considera correcta. La verosimilitud de la hipótesis
puramente mundana hace también posible el agnosticismo sociológico: la
posición de no asumir ni el teísmo ni el ateísmo, situándose al margen
de una decisión y compromiso personal ante el enigma metafísico.
El impulso de la cotidianidad inmediata. Lo
metafísico está inmerso en el humus de la cultura de nuestro tiempo,
bien sea en la forma de teísmo, ateísmo, agnosticismo, o en otras
manifestaciones cosmovisionales y religiosas. Pero el hombre moderno
está sometido a la presión de centrar las inquietudes de su vida en los
"sentidos inmediatos" a que perentoriamente debe responder. Se sabe que
lo metafísico está ahí, inevitablemente, pero es una tarea que se
aplaza hacia el futuro. Lo que de momento se impone es la indiferencia
metafísica (no solo ante lo religioso, sino ante todo tipo de inquietud
metafísica). Jaspers y Heidegger han estudiado, acuñando para ello
conceptos existenciales de gran fuerza, cómo la misma sociedad absorbe
al individuo hasta hacerle vivir una existencia "no auténtica" (que no
afronta las responsabilidades metafísicas inevitables). Esta inhibición
del compromiso metafísico no es única, ya que la presión contextual
"alienadora" inhibe también otras responsabilidades humanas éticas y
sociales (como ha estudiado la filosofía política). En el curso de la
existencia es posible el "aplazamiento metafísico" durante épocas
amplias de la vida. Pero, el curso del tiempo, acabará inexorablemente
por forzar a la existencia para que asuma finalmente la responsabilidad
de situar la propia vida en el marco último de lo metafísico.
2.3.2. La deliberación existencial sobre lo
metafísico
Experiencias límite y cuestionamiento del sentido
metafísico.
El concepto de "experiencias límite" propuesto por Jaspers describe
aquellas situaciones de la vida que fuerzan por sí mismas la salida de
la inautenticidad y la necesidad de afrontar la responsabilidad
metafísica. En estas situaciones o experiencias-en-el-límite advierte
el hombre con fuerza "lo que da de sí la existencia inmediata en la
cotidianidad". Es cuando la lejanía del ideal humano y la presencia
hiriente de la indigencia, o la presencia fugaz de la felicidad, hacen
entender al hombre que quizá solo en lo metafísico pueda aparecer la
plenitud. Por las experiencias límite logra el hombre salir del
"aplazamiento metafísico" para afrontar vivir en la responsabilidad
frente a lo último. Martín Heidegger, por un camino similar a Jaspers,
muestra también cómo la experiencia final del "ser-para-la-muerte", al
atisbarse el abismo de la nada, hace al hombre plantearse la pregunta
definitiva por el "sentido del Ser". Esta capacidad de la experiencia
límite para provocar el enfrentamiento humano a lo metafísico puede
darse en dos sentidos. Primero, al sentir la insuficiencia del mundo
inmediato para producir plenitud; en este caso se impone la sensación
de indigencia (es la experiencia de fracaso existencial de Jaspers o la
experiencia de la muerte heideggeriana). Entonces se concibe la
esperanza de que el enfrentamiento final a lo metafísico pudiera
alumbrar un horizonte de plenitud a que la existencia idealmente
aspira. Segundo, cuando se vive una experiencia de plenitud, de
felicidad, que, por su misma naturaleza, se percibe en su efímera
transitoriedad. Es aquí cuando el deseo de sostener lo que no puede
mantenerse en la fragilidad cotidiana (por ejemplo, la experiencia del
amor) impulsa hacia la aplazada reflexión metafísica última, por si en
ella se abriera el acceso imprevisto a posibilidades de plenitud hasta
entonces no vislumbradas.
Tanto la analítica existencial de Jaspers como la de Heidegger
concluyen en el momento en que el hombre queda abierto a enfrentarse al
enigma de la Cifra, emplazado a comprometerse con una cierta "fe
filosófica" resultante (así en Jaspers), o en el momento del
abocamiento a la nada por la muerte que hace surgir la pregunta
metafísica por el "sentido del Ser" (así es en Heidegger). No entran,
sin embargo, ni Jaspers ni Heidegger, en el discurso provocado por este
abocamiento a lo metafísico. Asumir una cierta "fe filosófica" o
entender un cierto "sentido del Ser" no puede hacerse sin un discurso
racio-emocional. Jaspers y Heidegger explican lo que provoca este
discurso (las experiencias límite); pero no analizan el desarrollo del
discurso. De acuerdo con nuestro análisis los condicionamientos básicos
de este discurso natural se hallan en la existencia en la Era de la
Ciencia (las dos hipótesis metafísicas, la aspiración ideal y la
indigencia fáctica, la hipótesis de la Divinidad y los principios de
una teología natural, así como la hipótesis de la Pura Mundanidad y el
impulso de la cotidianidad). En principio, la apertura a lo metafísico,
por tanto, a impulsos de las experiencias límite, solo instala en la
necesidad de afrontar el enigma de lo metafísico. Pero no implica la
forma de respuesta. Como veremos, es posible la toma de posición teísta
o la ateísta y agnóstica. El hombre puede asumir su responsabilidad
metafísica por esos caminos. El discurso metafísico provocado por las
experiencias límite debe referirse a las dos hipótesis metafísicas
abiertas en la Era de la Ciencia: la Divinidad y la Pura Mundanidad.
Veamos la posición teísta y la ateísta.
Silencio y lejanía del posible Dios. El primer
paso de este discurso teísta es la constatación fáctica del silencio y
la lejanía de Dios. ¿Sería verosímil que el fundamento de la historia
fuera una Divinidad metafísica? Sobre esta pregunta la razón emocional
humana construye un discurso fundado en la misma idea natural de Dios
(en los principios hipotéticos antes mencionados de una teología
natural). Si Dios es pensado como el fundamento transcendente y
absoluto de la realidad existente, entonces el acto creador debería
entenderse con una finalidad inequívoca: no para enriquecerse a sí
mismo (pues es absoluto y transcendente), sino para comunicar su
realidad; es decir, para darse-se o comunicarse. La idea de Dios en el
hombre ordinario, en efecto, tiene siempre esta connotación de bondad
comunicativa; Dios es persona, es bueno y ha creado el mundo no para su
interés sino para enriquecer al hombre con la existencia. Se hace
entonces muy difícil de entender el aparente silencio y la lejanía de
Dios en el universo creado. A Dios no lo vemos. Es, en todo caso, una
inferencia de la razón natural. Pero una inferencia que no es
absolutamente cierta, ya que la misma razón puede construir la
alternativa de la Pura Mundanidad sin Dios. Por tanto, en último
término, no es absolutamente cierto que Dios exista y sea real. Si Dios
es el creador del universo, le ha dotado de una estructura en que su
existencia no es manifiesta. Por consiguiente, Dios parece no haberse
hecho patente en el mundo creado. El universo real constatado en la Era
de la Ciencia es un mundo en que Dios aparece lejano y en silencio. Es
lejano porque parece haberse retirado de la realidad; está en silencio
porque no parece haberse manifestado con evidencia incuestionable. No
pensemos que esta "extrañeza" natural ante un Dios lejano y en silencio
sea solo propia de intelectuales o filósofos. Todo hombre tiene una
idea de Dios que se forma en su mente a instancias de la razón objetiva
natural y de la influencia social. Por ello al hombre no le encaja un
Dios que, de existir, debería "asistir" al hombre, manifestar su
presencia, responderle misericordiosamente y, en alguna manera, estar
en comunicación con la especie humana. De ahí que la lejanía y silencio
de la posible Divinidad estén en contradicción con la intuición natural
de lo que Dios lógicamente debería ser para el hombre.
Pero hay algo más que influye también en el discurso humano en especial
relación con los factores emocionales. Se refiere a la indigencia
humana. Es la condición indigente que hace pasar al hombre, personal y
colectivamente, por el sufrimiento agobiante y por tragedias que
destrozan hasta el límite su existencia. El hombre se ve emocionalmente
abandonado por Dios a fuerzas incontrolables de la naturaleza. Si Dios
existiera, el hombre cree entonces que debiera hacerle responsable del
sufrimiento humano y el drama insoportable de la historia. Por tanto,
¿tiene sentido creer en la verosimilitud de que exista esa Divinidad
que permanecería lejana y en silencio ante el drama de la historia?
¿Podría crear Dios el drama de la historia? Este discurso en contra de
la posible existencia de Dios tiene gran importancia en la experiencia
existencial de muchos hombres. Es la sensación de amargura hacia una
lejanía y un silencio ante la angustia humana que no parecen aceptables
en Dios. El caso de la religión budista o de la teología cristiana del
proceso -que más adelante mencionaremos-muestran también la dificultad
de aceptar un Dios responsable del sufrimiento.
La opción existencial por la pura mundanidad.
La hipótesis de Dios está avalada por la tradición religiosa de la
historia humana y, además, sigue siendo verosímil tras la reflexión
científico-filosófica en la racionalidad moderna. Sin embargo, en la
Era de la Ciencia -en que la hipótesis puramente mundana es también
posible se impone la conciencia de la lejanía y del silencio de Dios.
Este hecho permite un "discurso nuevo" -específico de la modernidad-que
impulsa hacia la opción existencial por la pura mundanidad. Hacia un
comportamiento natural en un puro mundo, al menos "como si Dios no
existiera" (ut si Deus non daretur, como decía Bonhoeffer). Este
"discurso hacia la mundanidad" muestra con amargura un Dios al margen
de la historia humana. En estas circunstancias el hombre tiende a no
involucrarse con ese Dios oscuro que no se deja abordar: simplemente
aplaza el problema de Dios, lo ignora, y decide asumir con dignidad su
pura vida en el mundo. Se entiende que no es responsabilidad humana
tener que prescindir fácticamente de Dios porque ha sido el mismo Dios
el que ha construido, en caso de existir, el confuso escenario del
mundo, donde las condiciones objetivas parecen imponer la lejanía y del
silencio divino. Que el hombre se vea abocado por las fuerzas objetivas
a prescindir de Dios es la consecuencia inevitable -de la que Dios, si
existe, debe responder-del hecho de que Dios permanezca lejano y en
silencio. El enigma metafísico final sigue abierto. No hay seguridad de
que Dios no exista; pero el hombre entiende que no parece tener sentido
comprometerse en una existencia religiosa, esforzándose en conectar con
un Dios incomprensible que permanece lejano y en silencio. El "discurso
natural a-teológico" que toma forma ante el hombre por la fuerza de las
circunstancias objetivas puede resumirse en una sentencia: la lejanía y
el silencio de Dios no tienen "sentido teológico", o sea, no tienen
sentido lógico "en Dios" como forma de actuación divina. Es el "sin
sentido teológico" de la lejanía y del silencio de Dios.
Esta decepción humana frustrante, ante la posibilidad abierta de que
Dios se delimitara como la verdad metafísica final, reafirma el impulso
hacia una existencia puramente mundana que se deja llevar por las
inquietudes de la pura cotidianidad. La Era de la Ciencia ha
incrementado hasta cotas que hace años hubieran parecido imposibles el
dominio, control, la manipulación tecnológica del mundo para hacer la
vida natural más plena. El hombre posee el control de ese universo
abierto y dinámico y se autorrealiza creativamente como persona y en
interacción social. Muchas preguntas, necesidades, angustias e
indigencias del ser humano comienzan a tener respuestas producidas por
la portentosa creatividad humana interesada en el conocimiento y
control de lo inmediato. El mundo sin Dios hecho posible por la Era de
la Ciencia cobra una extraordinaria consistencia social objetiva -es la
estructura social y cultural, científica, la política laica de la
modernidad en los grandes Estados-en la que se integra la vida
puramente mundana de aquellos hombres decepcionados por la lejanía y
por el silencio de Dios.
La persistente indigencia y el horizonte de
liberación posible.
Por tanto, es el conjunto de circunstancias objetivas el que impone un
"discurso a-teológico" inevitable que impulsa al comportamiento
puramente mundano absorto en la cotidianidad, extraordinariamente
enriquecida en la Era de la Ciencia. Podemos constatar por sociología
la inmensa masa de seres humanos con la religiosidad aplazada, viviendo
"como si Dios no existiera" a impulsos de una cotidianidad puramente
mundana. Pero son también un conjunto de circunstancias objetivas las
que -en el curso de la historia temporal de la biografía de cada ser
humano- acabarán por imponer inevitablemente un nuevo "discurso
teológico final" que obliga a replantear el previo "discurso natural
a-teológico" que impulsaba la vida a la pura mundanidad (nuevo discurso
teológico sobre Dios que en alguna manera se le contrapone
dialécticamente a la mundanidad). Es un nuevo análisis de la
posibilidad abierta todavía de que lo metafísico fuera finalmente Dios
(posibilidad que nunca ha quedado absolutamente excluida). Pero, ¿qué
es este "nuevo discurso"? ¿Cómo surge naturalmente en la existencia
humana?
a) Los límites de la pura mundanidad. La pura mundanidad puede
vivirse y de hecho ha sido asumida quizá durante largas etapas de la
vida. La mundanidad es, pues, posible. Pero la experiencia extendida de
la vida mundana replantea qué significan las experiencias existenciales
en el límite. Hemos visto que hacen salir al hombre de la cotidianidad
y fuerzan el planteamiento de lo metafísico. El "discurso existencial
a-teológico" es ya un discurso en torno a lo metafísico. La pura
mundanidad es por ello una opción metafísica que se distingue de la
cotidianidad alienada previa al compromiso con lo metafísico. La
mundanidad es una "fe filosófica" jasperiana o una posible asunción
responsable del "sentido del Ser" heideggeriano. Sin embargo, la
vivencia responsable en el puro mundo sin Dios acaba por imponer
matices finales a través de las experiencias en el límite. En ellas, la
pura mundanidad sin Dios, aunque posible, tiene limitaciones
inevitables que por fin se entienden en plena conciencia y que hacen el
"ideal humano" inalcanzable. Aunque en la Era de la Ciencia se ha
incrementado el dominio sobre la naturaleza y su disfrute, la
indigencia humana, personal y colectiva, sigue siendo la experiencia
final de la vida. Se impone de nuevo el fracaso existencial jasperiano
o la experiencia final del "ser para la muerte" heideggeriano. Aunque
el hombre del futuro pudiera aspirar a dominar la muerte (supuesto que
hoy es "ciencia ficción" para la ciencia), el hombre como especie
seguiría siendo indigente por haber dejado perdidas a lo largo de la
historia enormes cantidades de muerte y de sufrimiento sin redimir.
b) Dios, horizonte posible de liberación final. En este momento
se impone en el hombre una nueva referencia al todavía posible Dios,
desde dentro de la ponderación existencial de la indigencia inexorable
de la mundanidad. Ante la experiencia de la indigencia inevitable de la
historia mundana se impone una nueva mirada hacia la posibilidad
metafísica de la Divinidad. Dios aparece así en el horizonte como
aquella posibilidad final única, todavía abierta, de que La historia
humana pudiera acabar en plenitud. Si Dios fuera creador del universo y
estuviera dispuesto a liberar la "historia de la humanidad en su
conjunto", de cada hombre individual y de la especie humana como
totalidad, solo entonces La humanidad podría aspirar a superar su
indigencia estructural y a ser en absoluto liberada por la Divinidad en
una dimensión metahistórica o nueva creación. Es entonces cuando
inevitablemente Dios aparece en La mente humana como el único posible
liberador de la historia. Concebirlo así no significa afirmar que
exista. Pero es inevitable entender que solo el supuesto de que
existiera abriría la humanidad a una esperanza final de liberación
absoluta de La historia. Todo hombre, en algún momento de su vida,
entiende que solo Dios, de existir, podría representar su esperanza
final de liberación y de cumplimiento del ideal siempre presente de La
"esencia humana ideal" a La que se aspira.
c) El talante personal ante el posible Dios liberador. Ver a
Dios como el único posible liberador metahistórico de la humanidad se
impone racionalmente por las circunstancias objetivas. Sin embargo, el
talante de la libertad humana personal ante esa posibilidad impuesta
racionalmente puede ser diferente. Una actitud personal sería "desear
que la posibilidad de Dios fuera real". Entonces Dios aparecería para
ese hombre como el horizonte deseable al que con libertad se conduciría
la propia vida. El hombre se ofrecería para "ser liberado por un Dios
existente real". En este sentido el hombre desearía la existencia de
Dios y se ofrecería libremente a que Dios realizara la liberación de La
humanidad. Pero sería también posible un talante existencial distinto
que brotaría de un ejercicio diferente de la libertad personal. Sería
posible una actitud de cerrazón al posible Dios liberador. En estas
personas la amargura ante Dios nacida de lo que antes hemos llamado el
"discurso existencial a-teológico" les llevaría a considerar incluso
molesto que Dios acabara siendo el liberador. Estas personas se habrían
ya instalado inamoviblemente en su mundanidad y aceptarían cargar hasta
el final con la indigencia inevitable. Según esto habría, pues, hombres
"abiertos a Dios" (cuando la esperanza de liberación domina al malestar
ante la idea de Dios) y hombres "cerrados a Dios" (cuando el malestar
ante Dios se impone).
El sentido teológico del silencio de Dios como
"discurso existencial".
Sin embargo, La cuestión no es si sería deseable o no que Dios
existiera, sino si existe un discurso que apoye los argumentos a favor
de que la hipótesis de la Divinidad sea verosímil. Hemos dicho que la
Era de la Ciencia ha permitido construir una hipótesis teísta (aunque
no en forma dogmática o teocéntrica ya que es también posible otra
hipótesis alternativa). Pero, además, hemos visto que existe un
"discurso existencial a-teológico" que obstaculiza, racional y
emocionalmente, que esta hipótesis teísta sea humanamente aceptable.
Por ello el hombre se ve impulsado, según lo expuesto, hacia la pura
mundanidad. Pues bien, el hecho es que existe también un "discurso
existencial teológico" que se contrapone dialécticamente al que antes
hemos llamado "discurso existencial a-teológico". Este último decía que
no eran asumibles la lejanía y el silencio de Dios ante la historia
humana y no hacían así aceptable la hipótesis teísta. Pero frente a
esta clausura a Dios, el "discurso existencial teológico" presenta una
argumentación que explica la lejanía y el silencio de Dios. Es decir,
explica racionalmente que tienen "sentido teológico" el silencio y la
lejanía de Dios (sentido en Dios según los principios hipotéticos de
una teología natural) y, por ello, podría justificarse la enigmática
actitud de extrañamiento divino ante la creación. Debemos entender qué
circunstancias llevan al hombre a entender este "sentido teológico de
la lejanía y del silencio divino". La experiencia misma de la vida hace
luz para que el hombre entienda que la extraña actitud de un Dios
oculto podría tener un "sentido teológico".
a) La dignidad humana: la experiencia de libertad responsable.
El hombre aprende de la experiencia de su propia vida. Ha aprendido que
forma parte de un universo dinámico en que debe configurar libremente
su vida. Sabe que está abierto a la hipótesis de la Divinidad y a la
hipótesis de un puro mundo. Como consecuencia de un "discurso
existencial a-teológico" ha orientado su vida a la pura mundanidad,
aplazando la posibilidad teísta (o entiende, al menos, que esta
posibilidad mundana le está abierta objetivamente en la estructura del
mundo). Sin embargo, la inevitable realidad de la indigencia -al
entender los límites de la pura mundanidad- le ha replanteado la
cuestión metafísica de la Divinidad. Hasta el punto de que como hombre
libre llegaría a desear que la Divinidad fuera real y liberara
finalmente la historia humana. Ha visto, pues, cómo la lejanía y el
silencio de Dios no han aislado totalmente al hombre de Dios, sino que
le han conducido al deseo libre de la posible existencia liberadora de
Dios, tal como hemos explicado. Es claro que, como vimos, esta apertura
al "deseo existencial" de la liberación divina es fruto de un talante
libre del hombre "abierto a Dios". Pero es también posible el talante
existencial del hombre "cerrado a Dios". Por tanto, solo los hombres
"abiertos a Dios" están en condiciones existenciales de entender que el
universo en que Dios está lejano y en silencio acaba conduciéndoles
finalmente al deseo de que Dios existiera. De ahí que, en el fondo,
solo el hombre "abierto a Dios" por talante personal libre está en
condiciones existenciales de entender la lógica del "discurso
existencial teológico" sobre el silencio divino. Por ello puede decirse
que Dios aparece ante el hombre cuando la apetencia, nacida de la
libertad, quiere hacerlo nacer.
b) El "discurso existencial teológico" sobre el silencio divino.
La esencia de este discurso radica en suponer que la dignidad humana,
que el hombre ya ha aprendido por su propia experiencia, podría
explicar el extraño silencio divino. Esta explicación contendría dos
supuestos complementarios. A) Que la lejanía y el silencio de Dios
responderían a una voluntad de no imponer su presencia, de tal manera
que fuera el hombre quien, desde su dignidad libre y sin imposición
producida por la fuerza coercitiva de las condiciones objetivas, se
abriera al diálogo personal con Dios y al deseo de su existencia, tal
como ha mostrado la experiencia del mismo hombre "abierto a Dios". B)
Que la indigencia humana -el sufrimiento y el penoso trágico drama de
la historia-formaran parte del mismo plan divino para que el hombre
libre no quedara encerrado en su pura mundanidad al abrirse al deseo de
la liberación divina, tal como ha mostrado la misma experiencia del
hombre "abierto a Dios", cuya indigencia le ha conducido a entender que
solo Dios podría ser el horizonte liberador final... Por consiguiente,
la lejanía y el silencio de Dios en la historia -o sea, el ocultamiento
divino que no impone su presencia en la realidad-sería el don de Dios
para hacer posible la dignidad y plenitud libre del hombre: la dignidad
libre del hombre al que, sin embargo, las circunstancias (la
indigencia) acaban abriéndole al deseo libre de la liberación divina.
La historia mundana, en la que Dios permanece oculto, podría ser el Don
del Transcendente a favor de la libertad y de la dignidad del hombre.
La lejanía y el silencio, el ocultamiento de Dios que no hace patente
su presencia divina en el mundo en aras de la plenitud humana, serían
el "sentido teológico" (el "sentido en la lógica divina") que
explicaría el "silencio divino". Este "discurso existencial teológico"
permitiría así compensar y superar dialécticamente el "discurso
existencial a-teológico" previo que se había fundado en el "sin sentido
teológico" de la lejanía y del silencio divino ante la historia y la
indigencia humana. En resumidas cuentas: el análisis existencial
muestra que la vida acaba haciendo inteligible que el silencio divino
tiene una posibilidad de "sentido en Dios".
2.3.3. El silencio divino y el logos de la
religiosidad natural
La religiosidad natural. El hombre de la Era
de la Ciencia se debate entre dos posibles hipótesis de coherencia
metafísica última del universo enigmático. Inclinarse a aceptar la
hipótesis de la Divinidad conduce a la religiosidad. Para llegar a la
actitud religiosa pasa siempre el hombre por dos momentos. Por una
parte, todo hombre sabe que existe un "discurso existencial
a-teológico" que resta verosimilitud a la hipótesis teísta y que
instala al hombre en una pura mundanidad sin Dios. En el fondo, todo
hombre es siempre sensible al malestar producido por el silencio divino
y por el dramatismo indigente de la historia. Por ello, para que un
posible teísmo religioso sea aceptado por el hombre es necesario un
"discurso existencial teológico" que haga posible afirmar a Dios "a
pesar de su lejanía y de su silencio ante la historia humana". El
hombre creyente, por tanto, es aquel capaz de superar "el malestar
existencial ante el Dios oculto desentendido de la dramática historia
del hombre". Sin superar este "malestar existencial" no es posible
abrirse a una actitud teísta y religiosa. Esto equivale a afirmar que
la religiosidad natural está siempre mediada por una aceptación
implícita del "sentido del ocultamiento divino". Este logos (o
"sentido") es la esencia de la religiosidad natural. Por tanto, la
religiosidad natural es posible en la Era de la Ciencia y se funda en
tres tipos de argumentos que debemos valorar.
a) Los argumentos científico-filosóficos (cosmológicos). La
nueva imagen del universo en la Era de la Ciencia permite argumentar la
hipótesis de que Dios sea el fundamento transcendente de lo real
(capítulo IV). Estos argumentos no se imponen racionalmente con
absoluta certeza, ya que es también posible otra hipótesis alternativa
(la pura mundanidad). Pero los argumentos teístas son la base sobre la
que se construye la intuición natural, asequible a todo hombre, de que
Dios pudiera realmente existir. No "imponen" su existencia, pero la
hacen plausible. En este caso se haría congruente lo que sugieren tanto
el argumento del ocultamiento divino como el hecho histórico de la
constante religiosidad en las culturas humanas. Sin esta racionalidad
básica fundada en el universo, en la vida y en el hombre, construida en
el discurso científico-filosófico, y en la intuición natural del
conocimiento ordinario de la gente, los otros argumentos no serían
planteables (capítulo IV).
b) El argumento del "sentido del ocultamiento divino". Está
constituido por el "discurso existencial teológico". No es posible ser
teísta sin argumentar que existe un sentido viable para el ocultamiento
divino. Este sentido permite la reconciliación con el "Dios lejano y en
silencio", superando el malestar ante la idea de un Dios
descomprometido ante la historia. Esta superación voluntarista del
"malestar existencial ante Dios" recibe su fuerza del deseo humano de
una liberación final de la historia, solo posible si Dios existiera y
quisiera realizarla. Por consiguiente, el hombre existencialmente
"abierto de Dios" se halla en la situación apropiada para entender y
asumir este argumento que permite creer en la existencia del posible
Dios "a pesar de su lejanía y de su silencio". Por este argumento, el
hombre es capaz de asumir: a) el enigma de un universo en el que Dios
calla para hacer posible la dignidad y la libertad y b) el drama de la
vida dando un "voto de confianza" al hecho de que Dios haya querido dar
este diseño dramático y sufriente a la creación.
c) El argumento de la experiencia religiosa. La persistente
presencia en la historia humana de la experiencia religiosa y de las
religiones (capítulo 1) es un indicio de que, en efecto, pudiera
existir un Dios en comunicación misteriosa con los hombres. Una
comunicación misteriosa que no rompería su voluntad de ocultamiento
manifiesta en la constitución del mundo. Estaríamos hablando de una
experiencia religiosa personal (en caso de darse individualmente) y de
la experiencia religiosa objetiva presente en la sociedad y en las
religiones. En alguna manera, la presencia "mistérica" del Dios oculto
se podría estar viendo en la universal experiencia religiosa de la
humanidad.
Estos tres argumentos pueden presentarse reflexivamente, como se hace
en el discurso filosófico (por ejemplo, el nuestro). Pero son
asequibles también a la razón natural ejercida por el hombre ordinario.
Este, en efecto, intuye por un discurso natural que el universo real es
enigmático: que podría ser Dios, pero también quizá puro mundo. En la
cultura de la Era de la Ciencia la misma interacción social permite
comprobar en la experiencia diaria la existencia de estas dos
posibilidades interpretativas. Por ello, se vive el silencio de Dios,
surge el "malestar existencial ante el Dios oculto" y se intuye también
que una posible explicación pudiera ser el "sentido del ocultamiento
divino". Este estar abierto al Dios oculto "a pesar de su lejanía y de
su silencio" sería así el fundamento de la actitud religiosa teísta del
hombre ordinario. El optimismo teísta del hombre religioso y de todas
las religiones se fundaría, por tanto, en una cierta "confianza" en
Dios que supera el "malestar teológico" y confiere "fiabilidad" a los
planes de Dios sobre la historia. En esta apertura a Dios se aceptaría
que hubiera creado el mundo real como enigma (al permanecer oculto) y
que hubiera permitido un universo autónomo que se hace a sí mismo a
través del sufrimiento en el drama personal y de la historia. La
religiosidad natural, por la fuerza misma de las condiciones
metafísicas que afectan a todo ser humano, estaría siempre mediada por
el "logos del ocultamiento divino": el creer en su voluntad liberadora
a pesar de su lejanía y de su silencio.
La no-religiosidad natural. Sea dicho lo
anterior reconociendo además que la religiosidad natural posible no es
impositiva. Es una persuasión racional libre que el hombre puede asumir
solo como "certeza moral libre", bien sea en un nivel de conciencia
reflexivo, bien sea en el conocimiento ordinario que permite también
conjeturas metafísicas intuitivas. La alternativa de la Pura Mundanidad
sigue siempre abierta y puede ser también asumida por el ejercicio de
la libertad humana. Esta alternativa no-religiosa tiene también sus
argumentos científico-filosóficos (capítulo IV); el argumento del
"sentido del ocultamiento divino" puede rechazarse, prevaleciendo el
"malestar ante el Dios lejano y en silencio". La experiencia religiosa
puede ser juzgada desde la increencia como un proceso psicológico
persistente de alienación en función del principio del placer,
como diríamos en perspectiva freudiana (recordemos las diferentes
"teorías de la alienación"). Pero la no-religiosidad puramente mundana
en la Era de la Ciencia no es una evidencia racional, sino un
compromiso moral libre que supone una "fe filosófica". Sería también
una "creencia", similar a la creencia que es propia del teísmo.
2.3.4. La antropología filosófica (metafísica)
del hombre moderno
Los presupuestos establecidos por la Era de la
Ciencia.
Debemos advertir que esta analítica existencial se funda en los
presupuestos de la imagen de lo real en la Era de la Ciencia y no sería
argumentable en el paradigma antiguo de la filosofía grecorromana. Este
era racionalista y teocéntrico, en los términos ya expuestos (capítulo
III). La Era de la Ciencia presenta, en cambio, la imagen de un
universo enigmático, dinámico, evolutivo y abierto, en que el hombre
debe configurar libremente el sentido responsable de su existencia. En
la nueva Era el hombre es consciente de surgir de la raíz del universo
y de estar abierto, desde la responsabilidad personal orientada por la
razón emocional, a la configuración libre de su existencia. Jaspers y
Heidegger han estudiado la analítica existencial de este hombre
"emergido en la dinámica del universo". El resultado de ambos análisis
-asumido por nosotros-ha mostrado cómo el hombre queda emplazado ante
el "enigma de la Cifra" y ante la pregunta por el "sentido del Ser" a
construir su existencia comprometiéndose con una "fe filosófica",
inevitable en un sentido u otro. Nosotros hemos tomado la analítica
existencial donde Jaspers y Heidegger la han dejado, prolongándola en
el itinerario existencial que realiza el discurso metafísico que debe
conducir a afrontar una u otra "fe filosófica". Así, nuestra analítica
existencial, prolongación de Jaspers y Heidegger, es la "antropología
filosófica" a que se ve abocado el discurso metafísico del hombre en la
Era de la Ciencia. En otras palabras, el discurso sobre el silencio
divino solo tiene fuerza real si ese silencio realmente está dado en la
estructura del universo creado. El paradigma teocéntrico ignora el
ocultamiento divino y explica el universo en términos de "patencia de
la Verdad". Solo el universo visto por la modernidad hace entender que
el universo creado es un espacio que, como diría san Ignacio de Loyola,
nos permite ver "cómo la Divinidad se oculta". Se oculta en la
encarnación y en la cruz, pero se oculta también en la obra creadora.
La antropología filosófica en la Era de la Ciencia.
¿Quién es el hombre en perspectiva metafísica? La imagen de lo real en
la Era de la Ciencia, el enigma del universo, y la analítica
existencial de Jaspers y Heidegger prolongada en la analítica del
discurso metafísico en que se valoran dialécticamente la hipótesis de
Dios y la hipótesis de la Pura Mundanidad, nos llevan a describir la
esencia de la condición metafísica del hombre moderno: su existencia
metafísica le abre a una doble pregunta en que se cifra el enigma final
del universo. Es una doble pregunta que no tiene respuesta segura; son
preguntas que reafirman el enigma de lo real. Pero son preguntas que
debe plantearse todo hombre, acompañándole a todo lo largo de su
existencia. Son preguntas que pesan sobre la conciencia del hombre
naturalmente religioso; pero también sobre el no-religioso, bien sea
ateo o agnóstico. Nos referimos a las preguntas por el Dios oculto y
por el Dios liberador, como preguntas esenciales de la condición
metafísica del hombre.
La pregunta por el posible Dios oculto. Nada
de cuanto hemos dicho hasta ahora en esta analítica existencial supone
haber desvelado el enigma último de la realidad. El universo enigmático
que describe la Era de la Ciencia persiste en su condición de enigma
una vez realizado el recorrido existencial humano bajo los
condicionamientos del mundo moderno. Es el enigma, ya constatado por
Jaspers y Heidegger, que se reafirma tras la analítica existencial que
nosotros hemos prolongado en la discusión sobre la dialéctica en torno
a la metafísica final del universo. La gran cuestión metafísica de
fondo es si la realidad es Dios o Puro Mundo. Sin embargo, la elección
crucial entre una u otra metafísica depende de la existencia de un Dios
oculto, en cuyos planes entran su lejanía y su silencio ante la
historia humana. ¿Es real y existente un Dios oculto, lejano y en
silencio? ¿Es real un Dios responsable de un universo que supone el
drama de la historia personal y colectiva? ¿Es real un Dios indiferente
ante el enigma y el drama que agobian la existencia humana? Quien
responde "no existe" (o "no es probable que exista") es el hombre
"cerrado a Dios", puramente mundano, que se siente molesto ante el
silencio divino. Quien, al contrario, responde "sí existe" es el hombre
"abierto a Dios" que estaría dispuesto a una liberación de la historia
obrada por el misterioso Dios oculto. Sin embargo, la pregunta por el
posible Dios oculto está siempre presente en la conciencia de todo
hombre -sea religioso o sea mundano-y vive siempre inevitablemente
cargando con ella, sin poder desembarazarse nunca de un enigma
metafísico final del que dependen el futuro y las expectativas de su
vida.
La pregunta por el posible Dios liberador.
Pero esta pregunta por el Dios oculto va siempre unida a la pregunta
por el posible Dios liberador. Superar el "malestar por el silencio
divino" a través del "sentido del ocultamiento divino" supone atribuir
a Dios la intención de liberar la historia de los hombres, dignos y
libres, que deben configurar creativamente su existencia. El hombre
mundano no acepta este sentido. Por ello, no solo se trata de que
existiera un Dios oculto, sino de que tuviera realmente una voluntad
liberadora de la historia. Así, no solo lleva el hombre a cuestas sobre
sus espaldas la pregunta por el posible Dios oculto sino, al mismo
tiempo, la pregunta por su posible voluntad liberadora. En el fondo
sería difícil superar el "malestar ante el silencio divino" si el Dios
real no fuera a ser un Dios liberador. Estas dos preguntas cruciales
representan algo así como la armadura problemática sobre la que se
construye la opción metafísica de todo ser humano. Desde el punto de
vista de la razón natural, creyentes y no creyentes, teístas, ateos y
agnósticos, no pueden dejar de sentir que viven bajo el peso
existencial y la angustia acerca de la gran incógnita de si es
efectivamente real un Dios oculto y liberador. Un Dios que al
manifestarse resuelva el enigma y al liberar a la humanidad elimine el
drama que pesa sobre ella.
El hombre en la modernidad y la hermenéutica del
cristianismo.
Podemos decir que el hombre real, descrito por la modernidad, es el
hombre que vive en el universo en conciencia de su enigma profundo; que
sabe que ese enigma nos deja abiertos a la conjetura de que se
resolviera en forma teísta o a la conjetura, también viable, de que se
resolviera de forma puramente mundana, sin Dios; que debe emprender su
vida tomando una posición ante ese enigma y que sabe que el enigma del
silencio divino pudiera tener una explicación en el "logos de su
ocultamiento", es decir, en la voluntad divina de retirarse de la
realidad para constituir en ella la plenitud de la dignidad libre del
hombre. Por ello, en definitiva, es posible superar el malestar
existencial ante el enigma del universo y ante el drama de la historia,
si "se cree en su designio creador aceptando su Amor liberador por
encima de su lejanía y de su silencio". Todo lo dicho en el capítulo
IV, prolongado en este con la antropología filosófica, converge con
toda armonía en describirnos al hombre moderno como aquel ser racional
que vive consciente un enigma del universo y un drama de la existencia
que le llevan a formular la pregunta por el Dios oculto y por
el Dios liberador
como incertidumbre metafísica última ante la que debe decidir su
existencia. Esta es la condición metafísica inexorable que pesa sobre
el hombre moderno: deber decidir si cree o no cree en el Dios oculto y
liberador. Como veremos, al estudiar la significación del kerigma
cristiano a la luz de esta condición metafísica, la Voz del Dios de la
Revelación se dirige a este hombre real que hemos conocido plenamente
en la modernidad. Dos mil años antes de la actual cultura de la
modernidad, el kerigma cristiano transmitió la doctrina de Jesús que
describe un designio creador del Dios trinitario cuyo sentido y
congruencia con el Dios de la Creación podemos entender, desde nuestro
tiempo, con una sorprendente profundidad.
3. Kerigma
cristiano: su hermenéutica desde la modernidad
El cristianismo primitivo -como ya tantas veces hemos explicado-nació
no como filosofía, sino como una adhesión personal, existencial y
totalmente confiada, a la predicación de Jesús. Predicar no consistente
en propagar una filosofía, sino en proclamar un mensaje divino
revelado. Adherirse a Jesús era aceptar el mensaje divino que en Él se
revelaba. La adhesión se producía desde el marco de expectativas de la
cultura hebrea, que era una tradición religiosa (no filosófica). Sin
embargo, de la persuasión cristiana de que Jesús había desvelado la
Verdad nació una inquietud decisiva en los primeros siglos: que la
brillante racionalidad de la filosofía clásica grecorromana debía de
estar en armonía con el kerigma que se transmitía en la fe cristiana.
El supuesto de "armonía" entre kerigma y razón se tradujo en un
movimiento de acoplamiento, que duró siglos en su gestación, y que
desembocó en la configuración de una forma de entender el kerigma como
"paradigma grecorromano". Pero, al producirse, por el avance del
conocimiento en la historia, un cambio sustancial en la imagen racional
del mundo en la Era de la Ciencia -de tal manera que la racionalidad
grecorromana pasó a ser solo un momento ya superado del pasado-, el
paradigma clásico dejó de ser eficaz y su forma de entender el kerigma
fue quedando por ello al margen de la cultura moderna. Se perdió la
fuerza significativa que tuvo la fe cristiana en otros momentos de la
historia.
Pero para la fe cristiana adherida al kerigma que proclama la doctrina
de Jesús sigue teniendo sentido aquella antigua expectativa de la
iglesia primitiva de que entre razón natural y kerigma debía de existir
una armonía profunda. Por tanto, si la razón ha avanzado en la
modernidad hasta superar la razón grecorromana, podrá entonces
esperarse una reinterpretación desde la modernidad que arroje nueva luz
en el entendimiento del cristianismo. La racionalidad moderna ha sido
descrita como nueva imagen del mundo en la Era de la Ciencia (capítulo
IV) y, como corolario, hemos analizado la antropología filosófica en la
Era de la Ciencia, por cuanto hemos preguntado cómo en ella queda el
hombre abierto a las preguntas, enigmas, hipótesis y opciones
metafísicas envueltos en su búsqueda del "sentido del Ser" (sección 2
de este capítulo). Por tanto, ¿permite la "racionalidad moderna" un
entendimiento más profundo de la armonía entre razón y kerigma
cristiano? Esta pregunta ha orientado desde el principio nuestro ensayo
al constatar la crisis de la religión en la modernidad. Para
responderla hemos ido estableciendo con rigor lógico el contenido de
los capítulos que nos conducen finalmente a construir la respuesta
esencial de este ensayo.
3.1. Armonía entre kerigma cristiano y
racionalidad moderna
La expectativa es, en efecto, que esta armonía existe. ¿Cómo
entenderla? Hacerlo exige una argumentación que muestre la congruencia
armónica entre ambos extremos. El resultado de esta argumentación sería
el "paradigma de la modernidad" en la interpretación del cristianismo.
Este "paradigma" no es solo una sentencia o una idea sencilla (aunque
pueda haber formulaciones pregnantes que ofrezcan quizá con mayor
fuerza la esencia de la nueva comprensión del kerigma): es un sistema
complejo de explicaciones que, en general y en detalle, exponen el
cristianismo desde los múltiples parámetros de la imagen de lo real en
la Era de la Ciencia, así como desde las inquietudes existenciales
contempladas en la antropología filosófica del hombre moderno. Ya el
paradigma antiguo no se reducía solo Platón o Aristóteles sino que
suponía una referencia multiforme a las formas variadas de pensar en la
cultura grecorromana de referencia (en lo filosófico, lo social, lo
religioso, lo político, lo estético). Lo mismo debería ocurrir con un
eventual nuevo "paradigma de la modernidad": su intento de entender el
cristianismo debería contener una referencia multiforme a los muchos
perfiles de la cultura moderna.
La expectativa cristiana de alcanzar una hermenéutica más profunda en
la modernidad se construye desde la persuasión de que el kerigma
proclamado en la tradición es lo que es y no puede cambiarse. La
iglesia cristiana se sabe desde el principio depositaria y proclamadora
de los hechos y de las palabras de Jesús, bajo la inspiración y la
asistencia del mismo Espíritu de Jesús. Hermenéutica no significa
revisión del kerigma sino su entendimiento más profundo desde la idea
de la realidad creada por Dios -la Voz del Dios de la Creación-, tal
como debe ser iluminada desde los diferentes aspectos de la cultura
moderna.
Armonía entre el "Dios de la Creación" y el "Dios
de la Revelación".
Por consiguiente, el supuesto de referencia tiene siempre dos polos.
Por una parte, la creencia en que el universo ha sido creado por Dios.
Su obra creadora debe responder, por tanto, a los planes de Dios: a su
designio creador establecido como la ley natural de acuerdo con la cual
el hombre debe construir su existencia. No solo se trata de la creación
del universo físico o viviente, sino de las condiciones objetivas que
crean el marco de lo que deberá ser la vida humana y de la forma en que
el hombre podrá relacionarse con Dios. El Dios de la creación es el
Dios que crea las condiciones que conducen la historia real de los
hombres hasta la modernidad. Dios, pues, ha hecho patente su designio
"antrópico" en la creación: es la Voz del Dios de la Creación que
apunta a lo que podríamos llamar un "diseño antrópico" (orientado al
hombre). Pero, por otra parte, si se admite que Dios se ha manifestado
a través de la doctrina de Jesús proclamada en el kerigma, debe
admitirse que la Voz de la Revelación es también la misma Voz del Dios
de la Creación. Son dos manifestaciones del mismo Dios que deben estar
en armonía. Lo hecho en la creación debe estar en armonía con lo dicho
en la doctrina de Jesús (con el kerigma). De ahí surge la expectativa
de búsqueda de armonía: una armonía que en la modernidad debería
superar aquella armonía provisoria que se alcanzó en el paradigma
antiguo.
Iluminación bidireccional. Debería ser una
iluminación bidireccional: la obra de la creación debería permitir
entender qué quiere decir Dios en la revelación; pero las expresiones
de la doctrina de Jesús proclamadas en el kerigma deberían permitir
también conocer mejor la forma y los objetivos de la creación divina.
Esta tensión iluminadora es bidireccional: al producirse su
acoplamiento se produce la armonía. Se entiende que la Voz del Dios de
la Creación es la misma Voz del Dios de la Revelación y entre ambas
Voces debe producirse un enriquecimiento armónico. La lógica de la
creación y la lógica de la revelación deben acudir a un encuentro
bidireccional inequívoco. No es solo que el conocimiento más profundo
del mundo creado ilumine la revelación, sino que esta permite entender
mejor cómo y por qué la creación es como realmente es. El hombre
moderno debe "sentir" e "intuir", además de entender por la razón, que
su vida en el mundo, en la sociedad y en la historia moderna, tiene una
profunda coherencia con la realidad que contempla la proclamación del
kerigma.
Iluminación provisoria, abierta y crítica.
Debemos hablar de iluminación provisoria, abierta y crítica, en el
sentido de que uno de los extremos -la Voz del Dios de la Creación-debe
ser interpretada por la razón humana que es por su propia naturaleza
provisoria, abierta y crítica. Lo que en otros tiempos fue considerado
armónico y definitivo (el kerigma y la razón grecorromana) se contempla
hoy solo como provisorio y superado por el ejercicio abierto y crítico
de la razón. Por tanto, la iluminación bidireccional construida por el
discurso teológico antiguo, y también por el moderno -entre
racionalidad moderna y kerigma-, no es una "verdad absoluta" sino solo
una interpretación perfectible, abierta y crítica. Solo una
hermenéutica posible que siempre deberá distinguirse del kerigma
fundante. Toda hermenéutica es siempre superable quizá en el futuro, al
igual que, con toda probabilidad, será superado en nuestro tiempo el
paradigma antiguo y como lo será también el paradigma de la modernidad
en el futuro.
El fundamento normativo: Escritura y Tradición.
Aunque la teología que explica la armonía entre razón y kerigma es
histórica y revisable, la fe cristiana tiene, sin embargo, un
fundamento normativo cuya lógica nació al entender la iglesia primitiva
que la Providencia divina debía haber "inspirado" la Escritura y
"asistido" a la Tradición en su interpretación. Cuando la teología, por
tanto, ve que debe proceder a una nueva reinterpretación del kerigma
queda referida a un fundamento normativo. Es la fijación del kerigma en
la Escritura y la acción viva de la iglesia siempre "asistida" por el
Espíritu en un proceso dinámico abierto continuo (capítulo II). La
iglesia cree, por tanto, que para regular esta progresión abierta de
las "teologías o hermenéuticas históricamente dependientes", hay una
referencia estable que se funda en la Providencia de Dios que "inspira"
la Escritura y "asiste" a la Iglesia para mantener el kerigma en la
historia (tradición como proceso abierto). Esta norma no aseguraría el
haber llegado a la comprensión final del contenido de la revelación,
pero haría admisible que las "teologías" (hermenéuticas) son posibles y
necesarias, pero no absolutas, explicaciones del kerigma cristiano.
Así, la iglesia consideró que las teologías del paradigma grecorromano
eran "aceptables" (pero no absolutas). Igualmente, deberá ser la
iglesia la que considere si las teologías de un nuevo eventual
"paradigma de la modernidad" son "aceptables". El nuevo concilio que
postulamos debería avalar la hermenéutica del cristianismo en nuestro
tiempo, pero no absolutizaría esta nueva visión del cristianismo que
seguiría estando abierta en la historia (capítulo VIII).
El método para el análisis de congruencia. Un
método posible de examen de la eventual armonía entre kerigma y
racionalidad moderna podría consistir en segmentar en bloques el
contenido de la proclamación kerigmática (capítulo II) para ir
examinándolos ordenadamente desde la imagen de las cosas en la
racionalidad moderna. El resultado de este examen sería la iluminación
bidireccional que ha sido mencionada (en caso de existir); Se iría
entendiendo así que la Voz de la Revelación nos está hablando en el
mismo lenguaje de la Voz de la Creación (conocida por la imagen de lo
real en la Era de la Ciencia). El "paradigma de la modernidad" iría
naciendo así a medida que constatáramos cómo la racionalidad moderna
permite descubrir con mayor profundidad la Revelación proclamada en el
kerigma cristiano. Teniendo en cuenta siempre, como dijimos, que la
expectativa de armonía no es nunca absoluta, ya que la razón es
provisoria, abierta y crítica, y además la fe cristiana sabe que el
kerigma proclamado tiene contenidos que van más allá de la razón
natural (verbi gratia, el misterio de la naturaleza trinitaria de
Dios).
3.2. Armonía entre la Voz de la Revelación y
la Voz de la Creación
Por consiguiente, ¿existe armonía entre el Dios de la Revelación y el
Dios de la Creación? El Dios de la Revelación es el Dios manifiesto en
la eventual revelación proclamada por el kerigma cristiano. El Dios de
la Creación es quien eventualmente ha creado un mundo que responde a la
imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (en el supuesto aceptable
de que debe ser más correcta que la imagen del paradigma grecorromano
antiguo). El Dios de la Creación no solo produce el universo físico
sino el tipo de hombre que se hace posible en el universo real
(antropología filosófica). Por ello, para entender la Voz del Dios de
la Revelación es esencial atender a la antropología filosófica del
hombre posible en el universo creado por Dios. La Era de la Ciencia es
la Era que hace posible al hombre moderno, tal como hemos descrito en
la secciones anteriores de este capítulo. El hombre de la modernidad,
surgido en un universo autónomo, constata la borrosidad enigmática del
universo, se ve abierto al enigma metafísico último y queda emplazado
por las circunstancias objetivas a crear su propia vida por el
ejercicio libre de sus decisiones personales. Sobre todo en la
decisiones metafísicas que deberán configurar el "sentido de la vida".
Hagamos, pues, una selección de los contenidos básicos de la Revelación
proclamada en el kerigma (ver capítulo II) y examinemos su armonía con
la imagen de lo real en la Era de la Ciencia que es, en definitiva, una
imagen del hombre real, del hombre de la modernidad, abierto a
configurar libremente, por el uso de su razón-emocional el sentido de
su existencia.
3.2.1. El eterno designio de Dios en la
Creación
Un Dios fundamento del Ser y del designio creador.
El kerigma proclama la existencia de un Dios Uno y Trinitario que
constituye el fundamento del Ser. El mundo es creado de la Nada y no
tiene en sí consistencia alguna: existe porque Dios lo crea y lo
mantiene en el ser por una creación continua. La creación del mundo
responde a un eterno designio divino (una voluntad de crear orientada a
objetivos que explican la forma de la creación). El plan de Dios -la
finalidad de la creación-es crear al hombre para hacerlo partícipe de
la vida divina. Así, la forma de la creación se entiende como el
escenario apropiado para presentar al hombre la oferta para entrar en
comunión con la misma Divinidad Trinitaria. El mensaje revelado de
Jesús, transmitido en el kerigma, contiene una observación decisiva
sobre el designio divino: Dios quiere hacer su oferta a un hombre que
acepte como persona libre la oferta divina. En otras palabras: Dios
quiere hacer posible que el hombre pueda cerrarse, como persona libre,
a la oferta divina; debe ser posible, si esta negación de Dios se
consuma, que el hombre se haga entonces "pecador" (es decir,
responsable de haberse negado libremente a la oferta divina). Dios
sabía, por decirlo así, que este proyecto creador tenía la grandeza del
don de la libertad. La grandeza de un diseño en que el hombre y Dios se
interpelan de "tú a tú". Pero esa misma libertad real haría también
real el pecado: la realidad de una humanidad cerrada a Dios por el
pecado. En este sentido, la estirpe humana iba a ser pecadora. Bastaría
el pecado de uno para que en la humanidad se hubiera consumado el
pecado. A los ojos de Dios no solo la humanidad estaba atrapada por el
pecado, sino que la misma creación estaba también sometida a las
consecuencias del pecado. Aparte del pecado que pudiera asumir un
hombre individual, la humanidad en su conjunto estaba así afectada por
un pecado de la "estirpe humana como tal". ¿Tenía sentido que Dios
emprendiera entonces la creación de una humanidad pecadora? El kerigma
cristiano se hizo eco de algo que entendió esencial en la revelación
predicada por Jesús: que Dios había tomado desde la eternidad la
decisión de asumir y, al mismo tiempo, perdonar el pecado del hombre y
de la humanidad. Esta voluntad divina de salvar ("redimir") del pecado
había hecho posible la creación, nacida así de la misericordia divina
ante el pecado. Donde sobreabundó el pecado (en la humanidad)
sobreabundó la Gracia (por parte de Dios). Pero la predicación de Jesús
había también revelado que, dada la naturaleza trinitaria de Dios, esta
voluntad divina salvadora era obra del Verbo, segunda Persona de la
Trinidad. El designio divino, por tanto, era el plan de crear un mundo
para la libertad y de asumir el pecado que esa libertad llevaría
consigo. La obra creadora y su eterno designio es emprendida por Dios
en su unidad ontológica. Sin embargo, la doctrina de Jesús que describe
la naturaleza trinitaria de Dios -más allá de cualquier atisbo de la
razón natural-transmite en el kerigma cristiano matices importantes de
la participación de las tres Divinas Personas en la obra creadora que
corresponden a rasgos inmanentes de la ontología misma de la Divinidad
Trinitaria. El Padre que funda el Ser de toda realidad, produce y
mantiene en el ser a toda la creación; el Hijo o Verbo en que consiste
la Sabiduría, el Logos, que diseña la obra creadora, asume el pecado,
la redención, la encarnación y la obra de Cristo, encabezando ante Dios
a la Humanidad a la que el Dios Uno concede la Gracia de la creación;
el Espíritu Paráclito que constituye el Amor interno de la Trinidad y
que funda la obra creadora del Padre y el diseño cristológico de la
creación, ya que toda la obra del Dios Uno se asienta en su esencia
como Amor o donación expansiva de sí mismo. La obra de Dios, incluida
su voluntad de redención y perdón, es obra del Dios Unitario: así el
Espíritu de Dios que todo lo abarca es el Espíritu del Padre, el
Espíritu del Hijo y el Espíritu Santo. No son "tres" Espíritus, ni tres
entidades divinas diferenciadas e independientes. El Dios revelado es
la perfecta unidad de Acción y de Vida que supone conciencia de ser
Padre (principio y fundamento del Ser), conciencia de ser Hijo (imagen
de Sí Mismo como Logos o Sabiduría Divina) y conciencia de ser Espíritu
Santo (ser el Amor que inunda la realidad interna de Dios). El Dios
revelado en Jesús se muestra en diálogo interno consigo mismo: tres
sujetos dialogales (el Padre, el Hijo y el Espíritu) que representan
aspectos especiales de la Vida Interior de la Divinidad y de la obra ad
extra emprendida en el designio de la Creación. Apelar al Dios
cristiano no puede implicar diferenciación: dirigirse al Padre, al Hijo
o al Espíritu Santo, es dirigirse a la unidad inmanente del Dios
trinitario es dirigirse al Padre que principia y fundamenta el Ser como
"padre", al Hijo o Sabiduría eterna del Padre que diseña y realizada la
obra creadora en Cristo y al Espíritu Santo como Amor que vincula
interiormente toda la realidad inmanente de Dios. Los conceptos
utilizados en el kerigma (presentes algunos en las Escrituras y otros
en la hermenéutica teológica posterior), para entender la realidad
inmanente del Dios trinitario, como son generación, persona, relación,
amor, sustancia, hipóstasis, espiración, etc., deben considerarse solo
aproximaciones analógicas, en el fondo insuficientes, que apuntan (y
también en cierta manera ayudan a precisar en lo que cabe) el
insondable Misterio revelado por Jesús, del que nos quiso dejar
vestigios en sus palabras y en sus obras.
La historia del Jardín de Edén. Esta narración
del teólogo bíblico, que se encuentra en Génesis 1,11, fue explicada
literalmente durante mucho tiempo. Hoy se entiende como una narración
que el teólogo judío concibió para dar sentido a la historia. En ella
se expresaban de forma mítica y ejemplar contenidos teológicos que, sin
duda, formaban ya parte de la doctrina común de entonces. Pero el
kerigma cristiano asumió esta narración como criterio iluminador de la
doctrina proclamada por Jesús (como asume igualmente el Antiguo
Testamento como prólogo de la revelación final en Cristo). Esta
historia "primordial" de lo que, en el supuesto de su autor,
presumiblemente aconteció en los primeros tiempos (ver capítulo II) nos
dice que Dios creó un Jardín de Edén, el Paraíso, donde no existían
dolor ni sufrimiento y donde el hombre tenía al alcance de la mano para
comer el Árbol de la Vida. Sin embargo, en ese mismo Paraíso colocó
también Dios otro árbol: el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Con
cierta imprecisión comenta el autor bíblico que Dios prohibió a Adán y
Eva que comieran de ese árbol, pero la serpiente les tentó diciendo: si
coméis del árbol de la ciencia del bien y del mal, seréis como dioses.
Una vez consumado el pecado (comer del árbol prohibido) Dios decidió
expulsar a nuestros primeros padres del Jardín de Edén, poniendo en sus
puertas ángeles con espadas de fuego para impedir que entraran. Es
claro que esta historia se construyó para comunicarnos un mensaje
teológico (o sea, una interpretación del designio divino en la
creación). La historia es verdadera, y existe realmente lo que en ella
se narra, aunque no lo sea literalmente. La primera enseñanza es
decirnos que Dios hubiera querido crear al hombre sin la carga del
sufrimiento, situándolo en un Paraíso. Pero en todo caso Dios quiso que
el hombre pudiera abrirse a Dios (aceptando su palabra) o rebelarse
contra El (comiendo del árbol de la ciencia para hacerse como "dios").
En el Paraíso el hombre debía ser, en todo caso, libre para poder
pecar. Por ello, al consumarse el pecado, entendió Dios que no podía
seguir manteniendo al hombre en el Paraíso y lo expulsa al mundo real
que conocemos: el mundo de la indigencia, dolor, sufrimiento y muerte.
Esto contiene una enseñanza importante: Dios ha aceptado el sufrimiento
porque el hombre pecador en el Paraíso -en posesión ilimitada de la
Vida- se habría separado de Dios. Pero, en la vida real, el dolor y el
sufrimiento, la indigencia, van a reconducir al hombre a Dios. Un
contenido teológico del kerigma cristiano entendió que, de acuerdo con
la doctrina de Jesús, la muerte había entrado en la historia por el
pecado (el pecado de nuestros primeros padres). Dios, en su Providencia
creadora, había aceptado un mundo de muerte para que el hombre abierto
a la posibilidad del pecado (de hacerse como Dios), es decir, libre, se
abriera desde la libertad a la oferta de comunión trinitaria hecha por
Dios en la creación.
La creación en la Era de la Ciencia. No
queremos afirmar, por supuesto, que la ciencia hable como tal de la
"creación" (capítulo IV). Pero, si Dios es el creador del mundo, el
resultado de la creación, constatado en la ciencia, debe ayudarnos a
los creyentes a entender el plan de Dios. Lo que Dios ha hecho es, en
último término, lo que el hombre tiene delante de los ojos y puede
describir por la razón. El supuesto de que partimos es que la ciencia
moderna constituye la descripción más correcta a la que, de momento, ha
llegado la razón humana; más correcta, cabe suponer con sensatez, que
la del paradigma grecorromano. ¿A qué nuevo entendimiento del kerigma
cristiano nos lleva?
La imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (capítulo IV) conduce
a la filosofía de un universo enigmático, borroso, que no impone una
Verdad única, sin alternativa, puesto que la razón
científico-filosófica es tanteante, hipotética y crítica. La
descripción del universo parte de un estado primordial (big bang) que
de acuerdo con los principios y leyes de la materia naciente es capaz
de generar por evolución todos sus estados internos en cada momento del
tiempo. Estamos hablando de estados físicos, biológicos y psíquicos, y
cada uno de ellos con su complejidad propia. Es un universo autónomo
(cuya ontología y leyes propias explican los estados de su propia
evolución). Sin embargo, autonomía procesual del sistema no significa
eo ipso autosuficiencia. La razón científico-filosófica, como veíamos,
intenta conocer la autosuficiencia del universo real y se refiere por
ello a dos posibles hipótesis metafísicas de coherencia última: la
Divinidad transcendente y una Pura Mundanidad sin Dios. Por
consiguiente, la Era de la Ciencia hace posible concebir argumentos
razonables para considerar que Dios es el fundamento del Ser, diseñador
racional y creador del universo. Pero esta hipótesis no es única ni
necesariamente impuesta. Es posible y debe ser asumida por la voluntad
personal del hombre libre que se inclina racionalmente a ella. Al mismo
tiempo, la razón construye también la hipótesis alternativa del
universo autosuficiente, puramente mundano, sin Dios. La apertura a
estas dos hipótesis es, por otra parte, el supuesto de partida en que
se funda el discurso del hombre en la antropología filosófica, tal como
hemos visto.
En consecuencia, el creyente debe entender que el Dios de la creación
ha querido que el universo tenga una naturaleza tal que, visto desde
dentro por el hombre, lo hace esencialmente enigmático. El universo es
tal como Dios ha querido y la razón científico-filosófica nos dice
-constata con la mayor fiabilidad cómo ha querido hacerlo: a saber,
enigmático y sin imponer necesariamente un modo de ser entendido
metafísicamente. Por otra parte, el diseño divino desde la razón
natural es extraordinariamente armónico con el diseño divino creador
transmitido en el kerigma cristiano. Este escenario en que Dios no se
impone necesariamente deja abierta la libertad para negar a Dios y hace
suavemente posible el pecado (o sea, la existencia libre al margen de
Dios). La imagen del universo en la ciencia moderna es más apropiada
que el teocentrismo grecorromano para una explicación del kerigma y de
la teología del pecado unida a la teología de la creación. Si Dios crea
al hombre libre, capaz de pecar y orientar su vida al margen de Dios,
debe poder hacerlo: y, si Dios hubiera impuesto en el universo por la
fuerza necesaria de la razón el reconocimiento de su existencia, el
hombre se hallaría en una posición casi con salida única, reconocer y
acatar su existencia, sometiéndose a su voluntad. Es verdad que el
hombre podría, aun así, rebelarse contra Dios, pero este "pecado" sería
casi un suicidio existencial. ¿Es esta una forma respetuosa y viable de
hacer al hombre libre y dejarle abierto el pecado? Parece que, si Dios
ha querido hacerlo realmente libre para separarse de Él, no lo habrá
hecho poniéndole de forma sesgada en la alternativa abierta entre un
sometimiento racional de acuerdo con la estructura natural de las cosas
y la rebelión existencial desde la irracionalidad. La naturaleza
enigmática de la realidad muestra, en cambio, la finura del diseño
creador para hacer realmente posible la libertad: el hombre que quiere
vivir en la mundanidad sin Dios puede hacerlo situándose en el ámbito
que Dios ha dejado abierto racionalmente, el de la pura mundanidad sin
Dios. El universo mueve al hombre a abrirse a Dios y es conducido por
Dios a aceptar la invitación a la filiación divina. Pero Dios no se
impone, porque el hombre cerrado a Dios halla una salida natural en la
pura mundanidad sin Dios. Esta salida natural ha tomado forma en la
estructura de la realidad creada por Dios.
Este universo de metafísica borrosa que podría ser puramente mundano y
que hace posible el pecado, en que se consuma realmente el pecado
-dejando a la creación y a la humanidad sometidas al pecado-, es el que
Dios ha aceptado, querido, redimido, hecho posible por la voluntad de
su eterno designio asumida por el Verbo. Al constatar el borroso
universo de la razón científico-filosófica se entiende hasta dónde ha
llegado, desde la misma estructura ontológica radical de la creación,
el designio de hacer posible la dignidad libre del hombre. La ley
natural de la creación no es el teocentrismo de la imposición de un
orden divino, sino la ley de la libertad que dona al hombre la tarea de
crear su propia vida. El orden natural creado por Dios es el de la
creatividad humana en la historia para asumir en libertad un orden
divino de libertad. Esta nueva perspectiva, además, concuerda
perfectamente con la historia paradigmática del Jardín de Edén. Como
hemos visto, en todo caso quiere Dios que el hombre tenga al alcance de
la mano el árbol de la ciencia del bien y del mal. Es así la opción
viable a comer, a pecar (distanciándose de Dios), haciéndose como Dios
en el mundo, como dueño y señor absoluto de la realidad al margen de
Dios. El árbol de la ciencia se nos presenta -desde el conocimiento del
mundo real-como imagen de la pura mundanidad abierta al hombre como
posibilidad de asumir el pecado "haciéndose señor y dueño absoluto de
la realidad".
La Era de la Ciencia nos muestra, pues, un hombre en el universo creado
que refleja la doctrina de Jesús o Voz del Dios de la Revelación. a)
Muestra un universo enigmático que, aunque no impositivamente, apunta a
la existencia de un Dios fundamento del Ser, creador y sostén del
universo, principio y fin de todas las cosas (el Padre). b) Muestra un
universo autónomo, que se hace a sí mismo con dolor en el drama de la
historia, que permite la dignitas de construir la propia vida en la
libertad teniendo que decidir el sentido metafísico de la vida ante
enigma de un universo borroso (el Hijo, el logos cristológico). c)
Muestra que Dios, de haber creado -o sea, si el mundo es creado y
refleja su designio-, se ha "dado a sí mismo" en un universo autónomo
(ha obrado con Amor) y ha emplazado al hombre a "donarse a sí mismo con
libertad a Dios dejándose impulsar por la fuerza del Amor" (el universo
es un designio que compromete al hombre frente al Amor, tal como vemos
en la esencia de la religiosidad natural), mostrándose así un universo
que impulsa hacia el Amor (el Espíritu Paráclito).
Sufrimiento y sentido de la autonomía del universo.
La creación autónoma del universo (constatada cuando la ciencia conoce
la suficiencia evolutiva de la ontología y de las leyes de la materia
para explicar la producción de todos sus estados en el tiempo) se
presenta así como un elemento esencial en el plan creador de Dios. Esta
autonomía, en efecto, favorece que la hipótesis puramente mundana sea
posible. El diseño creador debía hacer posible tanto el acceso a la
hipótesis de la Divinidad como a la hipótesis puramente mundana y esto
no habría sido fácil si el proceso evolutivo fuera inexplicable y
necesitara la intervención de un "Dios tapa agujeros". Por ello, el
proceso evolutivo autónomo supone ir accediendo a la vida poco a poco,
a través de la muerte, el sufrimiento, la contradicción, la lucha por
la vida, que van acercando a la perfección. La autonomía supone
"hacerse a sí mismo" y esto lleva al designio evolutivo y al acceso a
la perfección a través del drama dialéctico de la afirmación y de la
negación. Dios crea, pues, un mundo autónomo e indigente que responde a
un designio orientado a la libertad, a crear la posibilidad del pecado
y a conducir suavemente la existencia a enfrentarse con la oferta de la
filiación divina. El kerigma cristiano proclama así que el mal y el
sufrimiento son consecuencia de un designio creador que asume el
pecado. Igualmente, la historia del Jardín de Edén explica claramente
que pudiera haber habido una creación sin sufrimiento y sin muerte,
aunque siempre con la presencia cercana del árbol de la ciencia. El
pecado, como hemos visto, es causa de que Dios expulse a la especie
humana del Jardín de Edén. Es entonces cuando Dios crea el mundo real
según un plan en que juega un papel determinante la autonomía de un
mundo en evolución y en el que se accede a la vida a través de la
muerte y del sufrimiento. Dios acepta crear un universo dramático, con
sufrimiento, como sistema autónomo que haga posible la libertad, pero
para ello debe evolucionar hacia la perfección a través de la vida y la
muerte. Además, acepta el sufrimiento porque será la ocasión de que el
hombre se convierta hacia Dios, única posible fuente de la plenitud. La
Era de la Ciencia ha contribuido, por tanto, a conocer cómo es
realmente este universo autónomo que, por la fuerza de la evolución, se
ha ido "haciendo a sí mismo" a través del drama del ascenso evolutivo
hacia la perfección por la superación (muerte) de la imperfección. El
mundo real se presenta así como un diseño que nos hace entender de qué
forma ha hecho Dios posible la conjunción de la autonomía del universo,
del enigma sobre su fundamento metafísico (la libertad) y del drama de
la vida que hace posible tanto la autonomía como la indigencia del
hombre (el sufrimiento que, a pesar de su autonomía, ya fuera del
Jardín de Edén, le impulsará a buscar la plenitud en Dios). La
facticidad del Cosmos evolutivo, dramático, autónomo y autocreador de
sí mismo, es congruente con la imagen de la forma que debía tener el
universo según el diseño creador para la libertad en la Voz del Dios de
la Revelación manifestada en Jesús.
El Misterio de Iniquidad puramente mundana:
ángeles y demonios.
Es un hecho, según lo expuesto, que la imagen de lo real en la
modernidad, tal como intencionalmente ha sido creada por Dios, describe
un universo enigmático que ofrece a la libertad del hombre la
posibilidad de ser entendido de una forma puramente mundana, sin Dios.
El universo ofrece, pues, "comer del árbol de la ciencia" para "ser
como un Dios en el mundo"; para sentirse dueño y señor de la realidad.
Esta estructura cósmica constituye por sí misma una fuerte atracción
tentadora para el hombre. Por ello, quienes se sitúan frente a Dios se
sienten molestos por la fe de quienes reconocen a Dios. Nace en ellos
una agresividad contra lo religioso, ya que, si fuera cierto, pondría
en cuestión la opción puramente mundana de los no religiosos. El hombre
vive, pues, en un ámbito mundano que le induce, le mueve a rechazar a
Dios: es la contradicción de un Dios que permite el Mal, el drama de la
historia, y que calla en un universo enigmático. En el hombre se
manifiesta dentro de sí una voz personal, que es su propia persona, que
le lleva al desánimo y a la desesperanza. Fuera de él, la entidad
personal de quienes no creen constituye un cuerpo que le insta de tú a
tú a situarse en la increencia. El mundo descrito en la modernidad hace
entender que esta es la situación real del hombre. Desde esta
experiencia se entiende perfectamente que el kerigma se refiera al
árbol de la ciencia, a la libertad que conduce al pecado y al mundo de
la increencia como Misterio de Iniquidad (verbi gratia, en san Juan o
en el Apocalipsis) que se enfrenta a la creencia. En conexión con la
Iniquidad, la Escritura aceptó, como vimos (capítulo II), la creencia
en ángeles (que inducen hacia Dios por un impulso personal) y demonios
(que inducen personalmente a cerrarse a Dios, como hace la serpiente en
el Jardín de Edén). El hombre se rebelaba contra el teocentrismo y el
orden de la razón porque el Maligno, las fuerzas demoníacas personales
inducían con fuerza al error. En la Edad media se insistió en los
demonios especiales correspondientes a cada uno de los pecados
capitales. Pero, ¿cómo entender la realidad de ángeles y demonios?
¿Deben verse, según la fe, como seres personales, como poderes
intermedios creados por Dios, de acuerdo con las creencias ordinarias
en las culturas antiguas de Mesopotamia y del Oriente Medio? Notemos el
hecho de que, al desaparecer el teocentrismo del paradigma antiguo,
queda de manera clara delimitado realmente un ámbito mundano creado por
Dios como Misterio de Iniquidad en el que "fuerzas personales" inducen
al hombre a la negación de Dios. Detrás, pues, de los conceptos
bíblicos podría esconderse quizá la realidad que ha sido entendida en
la modernidad. Es decir, de la misma manera que la historia del Paraíso
se interpretó literalmente durante mucho tiempo y hoy se entiende la
forma en que esa historia nos habla de la realidad de otra manera, así
igualmente quizá la realidad que expresan ángeles y demonios tampoco
debiera entenderse en sentido estrictamente literal. ¿Debe hacerse así?
No lo sabemos. Según la lógica de la fe cristiana (capítulo II), el
kerigma ha hablado hasta el presente de ángeles y demonios con toda
claridad, se trata de una temática incluso mencionada en concilios y
documentos recientes del magisterio insisten en su condición personal.
Es, pues, lo que deben aceptar los creyentes. Sin embargo, se trata de
una cuestión de fe y de teología que debería estudiarse y clarificarse,
ya que, por una parte, sabemos que la cultura hebrea está dentro de las
Escrituras y, por otra, la iglesia sigue hoy estando "asistida" por el
Espíritu para hacer frente a cuantos problemas teológicos plantee la
interpretación y la proclamación del kerigma en nuestro tiempo.
La ontología del Dios del kerigma y la ontología
de la ciencia.
El kerigma proclama la existencia de un Dios que crea el universo de la
nada; es decir, a partir de la ontología primordial de la misma
realidad divina. Ese Dios hace que el universo nazca y lo sostiene en
el ser continuamente por una acción creadora persistente. En alguna
manera misteriosa el universo está "hecho de Dios", es abarcado desde
dentro por Dios en su totalidad y el Espíritu divino aletea en todas
las cosas con su presencia dialogal en el interior del espíritu de los
seres humanos. El Dios Trinitario revelado por Jesús está presente por
las tres Divinas Personas en todo lo creado. El Espíritu del Padre que
sostiene la ontología del universo; el Espíritu de Jesús, la Sabiduría
del Verbo que en el diseño cristológico de la libertad explica el
sentido y la forma de la creación; el Espíritu Paráclito por quien el
impulso del Amor esté presente en todas las cosas. Esta ontología
divina unitaria de la creación se ha topado históricamente con dos
dificultades conceptuales que entorpecían su entendimiento. Primero, la
ontología dualista del paradigma grecorromano: la materia platónica con
la que el Demiurgo hace el mundo, el dualismo platónico o aristotélico,
reinterpretado después en la patrística y la escolástica. Segundo, el
reduccionismo nacido de la mecánica clásica que, llevándolo a sus
últimas consecuencias modernas, nos ofrecería la imagen de un universo
robótico donde la conciencia sería solo un epifenómeno sin función y
sin explicación. Pero, frente a esto, la imagen de la Era de la Ciencia
nos presenta, como veíamos, una ontología monista y holística del
universo. Una ontología de campos y unidades ontológicas en las que se
habría producido por la materia fermiónica la aparición del mundo
mecano-clásico que permitiría un mundo de objetos diferenciados
(esencial para la vida, como veíamos). Pero, sin embargo, la imagen
científica actual, monística y holística, del universo nos hace
entender que la diferenciación macroscópica mecano-clásica es un
episodio, pero que la ontología profunda de la materia son los campos
h9lísticos que causan la emergencia del psiquismo porque la
"sensibilidad-conciencia" pertenece a la ontología primigenia que
constituye el universo. Es, en último término, la ontología misma de
Dios como fuente primordial de la sensibilidad y de la conciencia de
que participan los seres creados. En este universo unitario y campal
aparece siempre la referencia a un fondo explicativo constituido por el
mar de energía, el universo implícito, el fondo universal del vacío
cuántico que el creyente puede entender como referencias que apuntan
"primitivamente" a la ontología fontal de la Divinidad que el kerigma
cristiano proclama. En conclusión, parece que la imagen de la ontología
del universo que va abriéndose paso hoy, más allá del reduccionismo, en
la ciencia moderna hace más inteligible la ontología del Dios creador
proclamada en el kerigma. Con una capacidad iluminadora mucho mayor que
la ontología dualista del paradigma grecorromano. En el capítulo IV
hemos podido seguir en detalle la emergencia de esta nueva física,
no-reduccionista, que, en conjunto, permite entender con mayor
verosimilitud la idea de una Divinidad fundamento del Ser que es al
mismo tiempo el fondo de todas las cosas y la causa fontanal del
psiquismo del hombre.
3.2.2. El Misterio de Cristo
La proclamación del kerigma está centrada en la persona de Jesús. No
solo es que el cristiano se adhiera al mensaje transmitido por Jesús,
sino que Jesús mismo es el mensaje. Es más, su doctrina explica quién
es Jesús y anticipa lo que constituirá el centro esencial de su
mensaje: el misterio de su Muerte y de su Resurrección. Es lo que
llamamos el Misterio de Cristo en cuya proclamación revela Jesús el
Misterio de Dios. Fue explicado en los diversos sistemas de teología
encuadrados durante siglos en el paradigma grecorromano. Ahora bien,
¿cómo se entiende el Misterio de Cristo desde la Era de la Ciencia?
¿Cuál es la lectura o hermenéutica del Misterio de Cristo que puede
hacer el hombre de la modernidad? En principio, el hombre natural es
resultado de la obra creadora de Dios: percibe, pues, por su condición
natural, iluminada en la Era de la Ciencia en la modernidad, la Voz del
Dios de la Creación. Es el hombre cuya antropología metafísica hemos
descrito: el hombre abierto al enigma de la Cifra o del "sentido del
ser" que le instala en aquella inquietud metafísica esencial que se
expresaba en la pregunta final por el posible Dios oculto y liberador.
El Misterio de Cristo es proclamado en el kerigma como la esencia del
mensaje divino revelado, o sea, como esencia de la Voz del Dios de la
Revelación: ¿qué armonía se percibe entonces entre la inquietud
metafísica del hombre de la modernidad y la Voz del Dios de la
Creación? ¿Cuál es la hermenéutica del Misterio de Cristo desde la
antropología filosófica del hombre de la modernidad?
La Muerte y la Resurrección de Cristo como
revelación del eterno designio.
El kerigma que transmite la doctrina de Jesús proclama que Cristo es
Dios, una Persona divina hecha carne, realidad humana. Es el Hijo de
Dios, uno con el Padre y con el Espíritu en la esencia trinitaria. La
Encarnación es así el fundamento de la doctrina de Jesús. Pero el
mensaje revelado, no solo en las palabras sino en los hechos de Jesús,
concluye en el Misterio de su Muerte y de su Resurrección. Este
Misterio realiza y al mismo tiempo revela el plan eterno de Dios, su
designio en la creación del universo y en el establecimiento de una
relación con los hombres en la filiación divina (capítulo II). Una
humanidad recapitulada en Cristo, como su cabeza, que es amada por Dios
"en Cristo", en el logos cristológico que diseña el sentido de la
creación. Se proclama que Cristo es el Mesías salvador, el enviado de
Dios, el Ungido que anuncia y realiza en un momento del tiempo la
Bendición prometida a los padres de Israel, escondida desde la
eternidad en el designio divino. Revela, pues, cómo va a realizarse el
cumplimiento de la Alianza entre Dios, Israel y todos los linajes de la
Tierra.
El plan establecido ab aeterno se patentiza primero en la Muerte
de Cristo:
en ella se ve que Cristo ha elegido la vía de la kénosis, del
vaciamiento total y del oscurecimiento de la Gloria de su condición
divina, en palabras de San Pablo, dejándose llevar a la muerte en cruz.
Al ser Cristo persona divina es la misma muerte de Dios (de la
naturaleza humana de la única persona divina de Cristo); es, pues, el
anonadamiento máximo de la Divinidad creadora encamada en Jesús (aunque
no en el sentido ontológico intratrinitario, como después se
explicará). Extraordinario misterio que, sin embargo, es· anunciado con
firmeza en la proclamación kerigmática. Al mismo tiempo se proclama que
la muerte de Dios en la cruz realiza y revela en un momento del tiempo
la "Redención" de la humanidad sometida a las consecuencias del pecado
universal. Cristo, el Verbo de Dios, por su muerte en cruz asume, toma
sobre sus espaldas y perdona el pecado humano, de acuerdo con el eterno
designio del Dios Uno en las tres Divinas Personas. Al decidir la
Trinidad crear el mundo y hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza se
hace así posible el diseño cristológico de la historia. Pero lo que
Cristo acepta es la kénosis que, en realidad, hace posible la libertad,
el pecado y la santidad de los hombres en la historia. En otras
palabras, la kénosis divina hace posible la creación en que el
anonadamiento divino dejará abierta la puerta real a la negación libre
de Dios que constituye el pecado. El vacío cósmico en que Dios anonada
la Gloria de su Divinidad y establece la Sabiduría de la historia de la
salvación en el orden creado es la obra del Verbo que, tras su
encarnación, se constituirá en Cabeza de la humanidad, haciendo entrar
a los hombres en la filiación divina como "hermanos de Jesús". En este
sentido la creación del mundo que vemos es debida a la cruz de Cristo
que realiza y revela la decisión eterna del Verbo de Dios en unidad con
el designio trinitario.
Pero el eterno designio se realiza y revela también en la Resurrección
de Cristo.
Tras haber sufrido realmente la muerte (en su naturaleza humana) Cristo
resucita de entre los muertos con un cuerpo nuevo espiritual, el cuerpo
de una nueva creación de la que Cristo es primogénito. La tumba vacía
(que desde la fe tenemos la seguridad que se produjo) es el signo de
Dios para mostrar que el Cristo que se manifiesta sorprendentemente a
los discípulos ha resucitado y es ya el cuerpo glorioso. El kerigma
primitivo entendió y proclamó que Cristo anunciaba por la Resurrección
que la actitud divina ante la historia -la kénosis en la cruz-no era la
última palabra de Dios. A la kénosis de Cristo, inoperancia y
anonadamiento del poder de la Divinidad ante el mundo sometido al
pecado -o sea, al momento del escenario de la historia humana en que el
hombre debe decidir su voluntad ante Dios-le seguirá el escenario final
en que Dios se manifestará a los hombres como el Dios liberador que
realiza la Bendición prometida en la Alianza con Israel. Pero el
kerigma es consciente de que esta liberación final es metahistórica: es
la resurrección que supone pasar por el trance de la muerte y que hace
entrar en la nueva creación transcendente. Cristo es así el primogénito
que, por su resurrección, anticipa, realiza y anuncia, el camino de
liberación metahistórico que deberá recorrer la humanidad.
El Misterio de Cristo, de su Muerte y su Resurrección, es la síntesis
esencial del kerigma. Todo debe ser entendido a la luz de este
Misterio. Explica por qué el universo ha sido creado, cuál es su
sentido, cuál es la posición de Dios ante la historia, qué es el
hombre, cómo llegará a la liberación y cuál es el final de la historia.
Explica las teologías de la creación y del pecado, la teología del
sufrimiento, la teología soteriológica (de la salvación humana), de la
teología neumatológica (de la presencia del Espíritu Santo que inunda
la interioridad humana con el fuego de la presencia del Amor divino) y
de la salvación escatológica (metahistórica, más allá de la muerte). Al
asumir Cristo la muerte real en la cruz no solo manifiesta que nos
redime del pecado (crea el mundo real de la libertad), sino que también
se solidariza con el dolor que va a llevar consigo la creación del
mundo autónomo de la libertad. Cristo se solidariza con el dolor
producido por la kénosis de la Divinidad ante un mundo autónomo que
camina hacia la perfección en el proceso evolutivo desde las
experiencias dramáticas de la historia humana.
Eternidad y tiempo en el misterio de la Redención.
El Misterio de Cristo -vislumbrado por la palabra y los hechos de Jesús
y proclamado por la iglesia en el kerigma- es el Misterio de Dios y de
su eterno designio en la creación del mundo para hacer posible la
filiación divina de la estirpe humana. El Misterio de Cristo realiza el
Eterno Designio en el tiempo del mundo. Pero en el tiempo de Dios (que
suele designarse como eternidad) es donde nace, desde el Amor
trinitario originario, el logos cristológico (la voluntad del Verbo que
acepta la kénosis cósmica que se hará manifiesta en el Misterio de
Cristo, en su Encarnación, Muerte y Resurrección). El tiempo de Dios y
el tiempo del mundo se entrelazan de una manera misteriosa. Una vez
consumado el Misterio de Cristo, plenificado en la Resurrección, es la
misma persona de Cristo, al resucitar desde las sombras de la muerte,
ya gloriosa, la que produce la efusión del Espíritu pentecostal sobre
toda la creación y sobre el espíritu humano y la que encabeza la
entrada de la humanidad en la Nueva Creación en que se participa de la
vida divina, sacándola de la muerte o de la no-existencia que se
hubiera impuesto si no se hubiera dado el eterno logos cristológico
manifiesto en Cristo. La creación y su plenitud, su origen y su final,
nacen del Misterio de Cristo. Pero de la creación cósmica y de la
efusión del Espíritu disfrutan todos los hombres: los de antes, los del
tiempo de Cristo y los de después. En el "tiempo de Dios" (la Nueva
Creación) convergen de forma misteriosa todos los hombres, los justos
que han aceptado la oferta divina, que han vivido en los diferentes
momentos del "tiempo del mundo". Así, todos los muertos, los de todos
los tiempos, entran en el tiempo de Dios, la hora de la salvación,
encabezados al unísono por el Primogénito de la Creación, Cristo, al
renacer desde la muerte real, desde el mismo sheol en que estaría
perdida la humanidad, por la resurrección de su cuerpo glorioso. Esta
Primogenitura Soberana de Cristo que encabeza la entrada de la
humanidad en la Nueva Creación es la que reflejan los textos
neotestamentarios sobre el Juicio Final, en que nuevamente, de forma
misteriosa, convergen la diacronicidad del "tiempo del mundo" con la
enigmática sincronicidad del "tiempo de Dios" en la "eternidad".
La hermenéutica del Misterio de Cristo en la Era
de la Ciencia.
¿Cuál es la hermenéutica del Misterio de Cristo en la Era de la
Ciencia? Si hermenéutica es la interpretación (la forma de entender
cómo una imagen, un pensamiento, un texto, conecta con la realidad), se
trata ahora de preguntarnos cómo el hombre de nuestro tiempo -aquel que
tiene la experiencia y la idea de la realidad que se muestra en la Era
de la Ciencia (capítulo IV)-puede entender lo que significa el Misterio
de Cristo que, hoy como ayer, es proclamado en el kerigma cristiano. Es
decir, cómo conecta con la realidad y con la experiencia de la realidad
en el hombre de la modernidad. No nos referimos a la hermenéutica desde
la actualidad de lo que fue en otro tiempo la hermenéutica del kerigma
desde el paradigma grecorromano. Nos referimos solo a la hermenéutica
del puro kerigma de la esencia primigenia de la fe cristiana proclamado
desde los primeros tiempos del marco cultural hebreo y posteriormente
grecorromano. La teología actual es capaz de purificar el kerigma y
exponerlo, aislándolo de sus influencias epocales, bien sea la hebrea o
la grecorromana (capítulo II). La pregunta es, pues, ahora: ¿qué dice
el Misterio de Cristo al hombre actual, existencial y filosóficamente
situado en la Era de la Ciencia?
Hemos visto cómo el ser humano se ve constreñido por su naturaleza a un
compromiso existencial auténtico: una existencia de acuerdo con su
verdad en el mundo. Esta llamada existencial a "ser hombre en
autenticidad" produce la condición moral de nuestra especie. Ahora
bien, saber qué hay que hacer con la vida y cómo orientarla ante las
preguntas metafísicas últimas depende del uso de la razón. Es la razón
(natural, ordinaria y científico-filosófica) la que estudia las
condiciones objetivas de la realidad dinámica del universo para
construir "proyectos de existencia auténtica". Antes (en este capítulo,
sección 2) nos referíamos a la antropología filosófica: la condición
filosófica del hombre en la Era de la Ciencia, en cuanto abierto a un
mundo enigmático y últimamente borroso (descrito por la razón
científico-filosófica) que, siguiendo a Jaspers y Heidegger, le dejaba
abierto al enigma de la Cifra y a la pregunta última por el sentido del
Ser. El hombre de la Era de la Ciencia queda así instalado en una
cierta "condición metafísica" (una manera de estar abierto al enigma
metafísico y al problema existencial de deber asumir una posición
existencial libre ante lo último). Por ello, esta condición metafísica
del hombre de nuestro tiempo es esencialmente "problemática": es
nuestra condición humana -determinada por todos los factores
condicionantes de la Era de la Ciencia-la que nos sitúa inevitablemente
en una conciencia de la propia vida como problema: como el inexcusable
problema de deber asumir con riesgo un compromiso metafísico por sí
mismo borroso y problemático.
La borrosidad que funda la esencia metafísica del problema existencial
lleva a que la razón pueda delimitar dos posibles hipótesis de
coherencia última de lo real: Dios y la pura mundanidad sin Dios. Si
nuestro análisis existencial sobre la condición metafísica del hombre
en la Era de la Ciencia es correcto (y creemos que lo es), entonces
debe decirse por ello que la "problematicidad de su condición
metafísica" queda centrada en dos grandes preguntas que atañen a la
plausibilidad de la metafísica teísta: la pregunta por el Dios oculto y
la pregunta por el Dios liberador. La condición metafísica del hombre
natural le hace vivir su vida bajo el peso enigmático de estas dos
grandes preguntas. En ellas termina el discurso de la razón moderna
científico-filosófica, después de reconstruir el origen del universo,
la evolución de la materia y de la vida, hasta la emergencia de la
razón humana que es ya consciente del universo existente y que se abre
a su enigma metafísico último. No perdamos de vista que el hombre
antiguo, en el paradigma grecorromano, no se sentía en esta misma
condición metafísica que es propia de la modernidad: se sentía, más
bien, en un horizonte metafísico de naturaleza teocéntrica que
determinaba su sensibilidad existencial de forma muy distinta. El
hombre, según la razón antigua, se sentía en un ámbito natural en que
Dios se "imponía", era "patente", por la cultura, por la sociedad, por
la religión y por la razón.
Pues bien, el hombre en la condición metafísica moderna, abierto a
estas dos grandes preguntas en que se "cifra" el enigma del mundo, es
el que aborda la tarea de "lectura" -de hacer la hermenéutica-del
acoplamiento del Misterio de Cristo a la realidad (que es la realidad
de su propia condición metafísica y existencial como ser humano). El
hombre moderno no siente la realidad como la sentía el hombre bajo la
presión de la cultura teocéntrica antigua. Por ello puede entender la
armonía extraordinaria, por una parte, entre la pregunta por el Dios
oculto y la respuesta del Misterio de la Muerte en cruz y, por otra,
entre la pregunta por el Dios liberador y la respuesta del Misterio de
la Resurrección. Es entonces cuando la razón humana contempla la
armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la
Revelación. La experiencia de la modernidad hace inteligible de una
forma nueva hasta qué punto de Misterio de Cristo explica el diseño
creador que hace posible la experiencia humana y que ha sido querido
por Dios.
La pregunta por el Dios oculto y el Misterio de la
Cruz.
El kerigma en que se anuncia la existencia creadora de un Dios que
asume por la encarnación y la muerte en cruz la kénosis de la Gloria de
su Divinidad ante el mundo, que crea la libertad que hace posible el
pecado, que se anonada, humilla y vacía ante los poderes del mundo, es
iluminadora y armónica con la condición metafísica del hombre natural
que se pregunta por la posible realidad del "Dios oculto y en
silencio", manifiesto en la cultura de la modernidad. El Verbo de Dios,
en solidaridad con la voluntad unitaria del Dios Uno, de las tres
Divinas Personas, manifiesta la Sabiduría (logos) de la creación en el
Misterio de la Cruz. Es la respuesta directa de Dios que, en Jesús, nos
dice que, en efecto, es real un Dios creador que no quiere imponer su
presencia sino que asume la inoperancia de su Divinidad ante la
realidad para que sea posible la libertad y el pecado del hombre. La
Cruz, el anonadamiento divino ante el mundo, que la ciencia y la
cultura de la modernidad constatan, deja al paradigma teocéntrico
antiguo en la perplejidad y desconcierto, pero ilumina una nueva forma
de entender cómo y por qué ha querido Dios crear el mundo. Desde la
kénosis entiende el hombre natural por qué es real lo que se constata
en la ciencia: un universo enigmático y borroso, donde es posible la
apertura racional a Dios, pero donde su existencia no se impone porque
queda siempre abierta la vía de la pura mundanidad. Entre la Voz del
Creador en su silencioso vacío cósmico y la Voz de la Revelación que
proclama en el kerigma el eterno designio de la kénosis se constata así
una profunda armonía. La Voz del Dios de la Creación es la misma Voz
del Dios de la Revelación. Dios "muere" en la naturaleza creada
(figuradamente) y muere realmente en la cruz como manifestación del
logos del eterno designio. Es la kénosis del Dios creador (la kénosis
presente ya en el eterno designio trinitario que crea el universo) y es
la kénosis del Verbo en Cristo que revela la profundidad y naturaleza
del designio trinitario. Todo esto tiene gran coherencia y permite
iluminar lo que el hombre moderno advierte en su vida. La lectura
teocéntrica deja ya aquí de tener un sentido. La kénosis divina deja de
verse como un sin-sentido porque la humillación divina en el mundo no
es una contrariedad sobrevenida e imprevista, sino un eterno designio
nacido del Amor trinitario. Una nueva luz ilumina el kerigma y esta
iluminación proviene de la antropología filosófica que se ha hecho
posible en la modernidad.
La pregunta por el Dios Liberador y el Misterio de
la Resurrección.
Pero la condición metafísica del hombre moderno le deja también
instalado en otra pregunta correlacionada: el posible Dios oculto,
¿tiene una voluntad de relación con el hombre y de liberación de la
historia? La apertura al enigma metafísico último de la Divinidad en el
hombre moderno incluye también la cuestión sobre la posible voluntad
liberadora del Dios oculto. ¿Es un Dios creador que, aunque oculto y en
silencio ante la vida humana, tiene una voluntad de liberación final de
la historia? Desde esta condición metafísica el Misterio de Cristo es
también la respuesta revelada por Dios a una de las dos grandes
inquietudes metafísicas del hombre natural moderno: el kerigma, en
efecto, ve en la resurrección obrada en Jesús la liberación anticipada
de la humanidad. El Dios que asume la muerte es también el Dios que, en
la metahistoria, asumirá también la liberación de la humanidad. Aquí de
nuevo, en armonía con el Misterio de la Cruz, el Misterio de la
Resurrección muestra que la Voz del Dios de la Revelación es la
respuesta a las grandes preguntas que la obra del Dios de la Creación
ha dejado impresas en la naturaleza humana. La ciencia describe lo que,
en alguna manera, fue ya dibujado por la visión teilhardiana: el avance
de la humanidad hacia el deseado Punto Omega, la plenitud, el Pleroma,
al que aspira la humanidad naturalmente. La Resurrección de Cristo es
la respuesta de Dios a esta profunda aspiración profunda del hombre
moderno al Pleroma o plenitud teilhardiana: es la revelación del eterno
designio trinitario en que el Dios fundamento (el Padre) crea por el
logos cristológico (el Verbo) y coloca a Cristo como Cabeza que
introduce la Humanidad en la Metahistoria en que se cumplirá la
Bendición prometida a Israel, cuando la fuerza del Amor (el Espíritu
Santo) introduzca a los hombres como hijos en el interior de la vida
divina.
La religiosidad natural y el Misterio de Cristo.
La condición natural del hombre, abierto a las preguntas metafísicas
por el Dios oculto y liberador, hace posible ya una religiosidad
natural (derivada de la simple condición natural del hombre en el
mundo). El hombre moderno, en la Era de la Ciencia, tiene acceso a
formas de religiosidad viables, en alguna manera congruentes con la
razón. En ellas, sin embargo, se produce siempre una respuesta positiva
a las dos grandes preguntas de la condición metafísica humana: la
creencia en un Dios oculto al que se atribuye voluntad de liberación de
la historia (en este capítulo, secciones 2.3.2 y 2.3.3). Por ello, el
hombre religioso natural es siempre el que acepta la voluntad
liberadora de un Dios oculto, es decir, por encima de su lejanía y de
su silencio. De ahí que entre el logos (sentido o razón) de la
religiosidad natural y el logos de la religiosidad cristiana, que se
adhiere a la creencia en el Misterio de Cristo, exista una profunda
armonía. Creer en Dios por la revelación de Jesús es, en definitiva,
creer que Dios, en efecto, asume su ocultamiento por la dignidad libre
del hombre, realizado y manifestado en la cruz de Cristo, pero libera
la humanidad en la metahistoria transcendente, que se realiza
anticipadamente y se manifiesta en la resurrección de Cristo. En
armonía con esto, toda forma de religiosidad natural supone aceptar la
realidad de un Dios oculto que tiene, sin embargo, una voluntad de
salvación metahistórica. El kerigma revela que la religión es siempre
la aceptación implícita del eterno designio cristológico, asumido por
el Verbo en la unidad trinitaria, de retirarse de la realidad para
hacer posible la dignidad libre del hombre (la cruz de Cristo) y de
salvar a la humanidad por la liberación metahistórica (la resurrección
de Cristo).
Por consiguiente, el universo (que produce la vida y en que emerge el
ser humano), tal como es conocido en la modernidad, es un universo
"erístico", es decir, un universo que se ilumina desde el logos
cristológico de la creación. El enigma cósmico que permite la libre
opción humana por un sentido metafísico último y, en definitiva, que
funda la libertad y la posibilidad del pecado, refleja la voluntad
eterna del Verbo que conduce a una creación kenótica, manifiesta en el
orden natural en que Dios calla y en la cruz del Misterio de Cristo. La
apertura e indeterminación de un universo borroso y la ontología
psicobiofísica que da origen a la creatividad libre del hombre en una
naturaleza creadora, es reflejo del logos cristológico que realiza la
kénosis al hacer posible un universo autónomo que sea escenario de la
creatividad y de la libertad de la historia humana. La unidad
ontológica y holística, monista, del universo conocido es congruente
con la creación producida desde la ontología unitaria de Dios, como
fuente de la vida, de la sensibilidad y de la conciencia: es también
"erística" porque hace entender la unidad del proceso creador del Verbo
en la unidad de la ontología del Dios trinitario. El universo autónomo
que debe "crearse" en la evolución por el proceso de vida y muerte que
conduce a la perfección natural, y que implica una historia natural y
humana dramática, es reflejo del logos cristológico que crea según el
diseño de asumir la cruz, el sufrimiento, para que sea posible un mundo
autónomo que se crea a sí mismo en el proceso de la evolución y en el
que la indigencia humana conduzca al hombre a aceptar el diálogo libre
con la Divinidad. El universo que describe la ciencia aparece así como
un escenario "a medida" de la realización en el tiempo del eterno
designio divino de crear de acuerdo con el logos cristológico. Es el
logos cristológico el que nos hace entender un cosmos con el enigma y
con el drama de la historia. Es un cosmos que sería disonante con una
hermenéutica teocéntrica, pero en armonía con la borrosidad metafísica
de la modernidad.
3.2.3. El hombre creado
El kerigma cristiano que proclama el mensaje revelado por Jesús
contiene una imagen del hombre que, por una parte, es inteligible desde
la idea de la modernidad y, por otra, hace inteligible la antropología
de la Era de la Ciencia. Es así la iluminación bidireccional de que
estamos hablando. La idea cristiana del hombre es congruente con el
perfil básico del hombre en la modernidad.
La naturaleza humana y sus principios ontológicos.
El kerigma presenta una idea del hombre fundada en la antropología
hebrea. La ontología dualista es consecuencia, en cambio, del paradigma
grecorromano {capítulo III). Pero el puro kerigma ofrece una imagen del
hombre como ser viviente que culmina el proceso creador de Dios, único
en la creación por ser capaz de recibir la llamada divina. La
antropología hebrea no era precisa y filosófica, pero entendía que el
hombre era un ser personal capaz de la apelación divina, racional y
responsable de sus actos. El conocimiento científico ha iluminado la
forma en que Dios ha creado al hombre como parte del universo, hasta
llegar a ocupar el puesto único que le hace destacar como posible
interlocutor divino. Una vez abandonado el paradigma grecorromano (su
dualismo), la tensión, y posible contradictoriedad, entre ciencia y
ontología cristiana del hombre desaparece en el marco de un "teísmo
monista". Pero el kerigma no presenta obstáculo alguno para que los
resultados de la ciencia iluminen qué es el hombre y cómo ha surgido en
un proceso creador, evolutivo y autónomo. Así, el hombre aparece como
resultado evolutivo en que la razón ha emergido como una complejización
final de la neurología del psiquismo animal. Representa una forma de
ser real diferente e irreductible a otras formas de vida animal (aunque
surgido de ellas en continuidad evolutiva dentro de una concepción
monista del universo). Una vez emergida la condición neurológica
racio-emotiva propia del hombre, estaría ya este maduro para abordar el
cuestionamiento metafísico del sentido de su existencia y estaría
preparado para recibir la apelación divina.
Creado a imagen y semejanza divina: la presencia
del Espíritu.
Siendo así las cosas, sin embargo, la idea del hombre en el kerigma
cristiano presenta la persuasión: a) de que ha sido creado a imagen y
semejanza divina y b) de que el hombre histórico real, que puede
aceptar o negar a Dios, en la santidad o en el pecado, llega a la
plenitud humana a través de una especial acción divina que lo
constituye como tal. La persuasión kerigmática de que es así puede
entenderse en armonía con la Era de la Ciencia. Veámoslo. A) La
ontología del universo, desde el punto de vista de la creencia en
concordancia con las modernas visiones holísticas de la ciencia
(capítulo IV), es la misma ontología de Dios. El hombre, al ampliar su
sensibilidad-conciencia en el sensorium divinitatis newtoniano (verbi
gratia, al abrirse a la luz por la visión), posee una ontología que
consiste en una participación finita de la ontología divina (la unidad
campal del espacio como Espíritu, intuible a través de la imagen de la
luz infinita). B) El diseño eterno creador ha hecho al hombre persona
libre, en el sentido explicado: su condición personal es una
aproximación a la condición personal, que sabemos trinitaria, de Dios.
Dios ha ofertado la amistad al hombre de tú a tú, de persona a persona.
Para hacerlo posible su eterno designio ha creado el escenario
cosmológico de la historia como lugar para una apelación en libertad.
C) La especial intervención de Dios en la constitución de la ontología
humana no altera la continuidad evolutiva del proceso cósmico natural,
sino que consiste en la presencia del Espíritu de Dios en el "espíritu"
humano. En un momento de la historia que no sabemos cuándo fue, estando
ya la especie humana en una condición neurológica, racio-emotiva,
apropiada para ser objeto de la apelación divina, se produjo la llamada
divina, la locución transcendente -misteriosa o mística-en el interior
del espíritu humano (de su sistema psíquico consciente). No es posible
saber si esta intervención divina que afectó a roda la especie (y sigue
afectando desde entonces a todos los seres humanos) se dio en estadios
antiguos del homo erectus, en el heidelbergensis, en el
neandertalensis, o en el homo sapiens
sapiens
africano o en el ya extendido por Asia y Europa. Pero se trató de una
intervención especial -sobrenatural, mística, no implicada con
necesidad en la condición natural del hombre-que influyó sin duda en la
civilización de la especie. El hombre se sintió extrañamente apelado en
su interior desde un más allá y este hecho, además de impulsar el
ejercicio de la razón filosófica, fue la causa de que poco a poco se
fueran instalando en las zonas temporales, extendidas a lóbulos
prefrontales y al sistema límbico emocional, las localizaciones
constatadas en la neurología religiosa y filosófica (capítulo I). Esta
persuasión kerigmática de que el hombre ha sido creado por un proceso
en que Dios ha ido insuflándole su Espíritu (Espíritu del Padre,
Espíritu del Hijo o de Jesús y Espíritu Santo, en la unidad indisoluble
de la ontología trinitaria) está en perfecta armonía con la imagen del
hombre en la Era de la Ciencia, ya que la creencia en esta presencia
del Espíritu en el interior del hombre es entendida por el mismo
kerigma como una realidad sobrenatural. No es constatable por los
métodos objetivos de la ciencia, ni la fe cristiana lo pretende. Es una
persuasión nacida de la adhesión a la doctrina de Jesús que el kerigma
trató de proclamar en la historia. Es la presencia del Espíritu de
Jesús, derramado en Pentecostés como revelación de la presencia
universal del Espíritu trinitario en la creación.
La proclamación kerigmática del don de la Gracia.
El kerigma cristiano es consciente de que Dios ha "agraciado" al hombre
más allá de las exigencias de su condición natural. Esta persuasión dio
lugar a lo que la teología posterior llamó teología de la Gracia. Es la
Gracia o Don del Espíritu por el que Dios da testimonio de sí mismo en
el hombre. Esta presencia no es constitutiva de la naturaleza humana,
pues depende de la voluntad de Dios de hacerse presente en el hombre.
Dios, creador de un universo hipercomplejo, es también capaz de hacerse
presente en el interior del psiquismo humano individual (del "espíritu"
humano) por obra de su ontología holística (hoy hecha verosímil por la
ciencia) que abarca con su omnipresencia trinitaria toda la realidad.
Por esta Gracia, Dios apela al hombre, le "llama" interiormente -sin
quebrar su libertad abierta en el designio del mundo-y le mueve a
aceptar su oferta de amistad. Por tanto, la aceptación (santidad) o el
rechazo (pecado) de Dios por la libertad humana no solo supone aceptar
o rechazar la verosimilitud racional y las posibilidades de abrirse a
una religiosidad natural. Es algo más profundo: es aceptar o rechazar
la presencia mística, sobrenatural, del Espíritu de Dios que apela a
cada hombre interiormente para ser aceptado. Lo que en el kerigma se
entiende por mérito (santidad) o demérito sobrenatural (pecado) es
consecuencia, respectivamente, de la aceptación o el rechazo de la
presencia sobrenatural de lo divino en todo hombre (del testimonio del
Espíritu pentecostal de Jesús). En otras palabras, la pura aceptación o
rechazo de Dios como resultado de las posibilidades racionales,
emocionales, de verosimilitud y de coherencia, de la religiosidad
natural solo podría dar lugar a hablar de un mérito o un demérito
"natural" (pero nunca "sobrenatural" en el sentido de la
responsabilidad final que en el cristianismo se atribuye al hombre). El
pecado, por tanto, supone negar la racionalidad natural que puede
inclinar hacia Dios y negar la llamada interna sobrenatural de la
Gracia. Solo por la negación de la Gracia se hace el hombre "pecador"
en el sentido del kerigma. Esta concepción de las cosas está también en
profunda congruencia con la imagen de la realidad en la Era de la
Ciencia. Esta entiende, en efecto, que el universo es borroso y deja
abiertas dos posibilidades de coherencia racional última. Negar a Dios
es así una posibilidad legítima, una opción racional viable,
legítimamente asumible por la libertad del hombre. Así ha sido querido
por Dios. No tendría sentido que el cristianismo considerara al hombre
"pecador" por hacer uso de una posibilidad abierta por Dios ante la
libertad humana. En realidad, como hemos visto, para el kerigma el
hombre es pecador por haber rechazado la Gracia sobrenatural y mística
del Espíritu que es la Gracia de la presencia interior del Espíritu del
Padre (testimonio de la naturaleza), del Hijo (testimonio de Cristo) y
del Espíritu Paráclito (testimonio del impulso interior del Amor). Los
tres testimonios de la ontología trinitaria unitaria son, en último
término, convergentes en el testimonio del Espíritu de Jesús que mueve
a creer en la fundamentalidad de la obra del Padre y en el Amor
encendido por el Espíritu Santo, por encima del silencio y la lejanía
de Dios.
Por consiguiente, lo que la teología cristiana llama, en general, el
Espíritu presente en el "espíritu" del hombre responde, considerado con
mayor profundidad, a lo que es Dios para el cristianismo: la realidad
del Dios Uno y Trinitario. Por ello, esta presencia del Espíritu es el
impulso a reconocer a Dios como ser fundamental y creador que se
esconde detrás de la ontología apariencia! del mundo (Espíritu del
Padre). Es el impulso a reconocer el logos cristológico del Dios que se
oculta pero que quiere relacionarse con el hombre y salvarlo (Espíritu
de Jesús). Es el impulso a dejarse llevar por el Amor, es decir,
sentirse amado por el Amor de Dios y dejarse llevar por el Amor que se
abre a Dios (El Espíritu Paráclito).
Atribulado por la indigencia y por el pecado.
El hombre real del kerigma proclamado por la primera comunidad,
transmitiendo la doctrina de Jesús, está instalado en la indigencia de
su condición personal e histórica. En la narración del Jardín de Edén
se explica cómo el plan de Dios para crear a un hombre que estuviera al
alcance del árbol de la ciencia (que fuera libre) se vio forzado, por
el mal uso de la libertad (el pecado), a expulsar a la estirpe humana
del Paraíso. La indigencia, el mal y la muerte, irrumpieron entonces en
la historia real. Dios creó un mundo evolutivo y autónomo que ascendía
a la perfección de la vida por la muerte. Por ello, la primera causa de
desmoralización del hombre ante el posible Dios es la indigencia. Desde
el continuo drama angustioso y asfixiante de la biografía personal y de
la historia, le es muy difícil creer que todo forma parte del diseño
creador y salvador proclamado en el kerigma. Pero la segunda causa es
el pecado consumado en la historia real que, constituido en una
poderosa fuerza social, representa una enorme contradicción psicológica
para el creyente. Una poderosa fuerza exterior que se opone a Dios
presionando sobre el creyente. Esta fuerza exterior ha sido expresada
por el kerigma a través de diversas imágenes, como son el mundo
diabólico, el "mundo mundano" del evangelio de Juan, las bestias del
profeta Daniel o el Misterio de Iniquidad que protagoniza la revisión
de la historia en el Apocalipsis, entre otras. Que esto sea así es
perfectamente coherente con la imagen de la ciencia que nos describe un
mundo autónomo y evolutivo que avanza a través del drama de la vida y
de la muerte. Por otra parte, nos describe también un mundo en que Dios
es borroso y queda abierta la puerta tentadora de la pura mundanidad
sin Dios.
Frente al misterio del Mal y de la Iniquidad -que producen un profundo
malestar e inquietud humana ante la idea de Dios-el kerigma construye
una cierta teología para explicar por qué Dios ha admitido este
misterio, según la doctrina revelada por Jesús. Para explicar por qué
el Mal y el Pecado han sido admitidos por Dios como parte de la
historia. Sin embargo, el kerigma sabe que la fe cristiana nace del
entusiasmo del creyente que se adhiere confiadamente a la autoridad y a
la revelación de Jesús. Es en último término la confianza total en
Jesús (y no la razón o la emotividad) la que conlleva admitir el
misterio del Mal y de la Iniquidad como algo que Dios ha permitido con
sentido y que, por encima de este agobiante misterio, realiza sin
embargo el plan de salvación. Por consiguiente, la imagen del hombre en
la modernidad nos describe las causas evolutivas físico-biológicas -y
el uso de la libertad en la historia-que producen un mundo de
sufrimiento y de dolor. El mundo "mundano" es lo que es y hay que
admitir la facticidad de sus leyes evolutivas que producen el Mal de
una forma ciega e inexorable, afectando a los individuos y a las
colectividades: la muerte en cada una de sus múltiples presencias y las
circunstancias productoras la infelicidad. La fe cristiana, el kerigma,
trata de presentar el logos teológico que permite entender por qué ese
mundo real dramático, descrito por la ciencia, ha sido creado por Dios.
Llamado a perdurar en la vida eterna. La idea
de inmortalidad fue usada en el paradigma grecorromano. Fue
consecuencia de la idea del Ser transmitida a la "forma"
aristotélico-escolástica desde la tradición parmenídeo-platónica. El
ser, para la tradición griega es lo que es y permanece en sí mismo
(capítulo III). Al eidos platónico y a la morphé aristotélica
les pertenece por propia naturaleza algo así como la "inmortalidad"
(recuérdense las teorías filosóficas del tomismo medieval en torno a la
inmortalidad "universal", desindividualizada, de las formas al
producirse la separación de la materia/forma por la muerte: capítulo
III). Lo que moría era el cuerpo y se descomponía la unión sustancial
entre materia y forma. Así fue argumentado, en efecto, en la filosofía
escolástica. Sin embargo, el kerigma se expresó desde la antropología
hebrea diciendo que el hombre es "carne" y "carne mortal". Para san
Pablo, antes de que aparecieran los dualismos grecorromanos, está claro
que el "hombre", en su integridad vital, es el que en realidad "muere".
Por ello, su perdurabilidad más allá de la muerte debe ser obra de la
recreación salvadora emprendida por Dios. El hombre entra en la vida
eterna porque Dios (que ha tenido el poder de crear el universo) tiene
el poder de recrear la condición perdurable de toda persona dotándola
de una nueva "entidad" celestial. Dios podría así salvar al hombre de
forma inmediata tras la muerte y podría obrar la resurrección de los
muertos en el día del Juicio Final, según la doctrina transmitida en el
kerigma. Por consiguiente, la imagen del hombre en la Era de la Ciencia
no conoce la "inmortalidad" natural de una eventual "alma humana
aristotélica". El hombre es naturaleza explicada dentro del monismo
universal. Por tanto, el hombre muere realmente en su integridad. En
este sentido es congruente con la antropología hebrea que sirvió de
base a la proclamación del kerigma primitivo. La creencia en la
perdurabilidad eterna de la persona humana sería consecuencia, en el
cristianismo, de la adhesión a la doctrina de Jesús y de la esperanza
abierta por su doctrina. En la religión natural es también posible
abrirse a la esperanza en una perdurabilidad obrada por Dios, pero
supone, como explicábamos, confiar en el Dios oculto, por encima de su
lejanía y de su silencio, que obrará una salvación escatológica y final
de la historia. Por consiguiente, ni la religiosidad natural ni el
kerigma cristiano entrarían en contradicción con el monismo de la
ciencia, ya que esta deja abierta la verosimilitud de la hipótesis
religiosa en un universo borroso y, por ello, es posible creer
libremente que ese posible Dios oculto realice una liberación
metahistórica de la humanidad (la nueva creación salvadora). La ciencia
ofrece una visión monista del hombre compatible con la antropología
hebrea y con una idea de la salvación recreadora (en la salvación
individual inmediata) y por la resurrección de los muertos al final de
los tiempos (Juicio Final). No obstante, seguiría abierta a la
especulación teológica cómo conciliar la inmediatez de la "recreación
salvadora" de la persona humana individual y la "resurrección" de los
muertos en el día del Juicio o cómo conciliar el "tiempo presente"
(tiempo del mundo) con la "eternidad divina" (el tiempo de Dios). Pero
la referencia a la ontología dualista no sería en absoluto necesaria;
sería incluso un problema teológico ya que, para el tomismo clásico,
las formas sin el cuerpo pierden la individuación y la persuasión
doctrinal del kerigma contempla la pervivencia inmediata del individuo
personal tras la muerte. Por tanto, podríamos decir que la ciencia
moderna, al explicar con mayor profundidad la ontología real del hombre
dentro de la ontología evolutiva natural, ha permitido al kerigma
cristiano una nueva luz, más precisa, para entender la ontología humana
que podría explicar la doctrina de Jesús sobre la salvación del ser
humano más allá de la muerte. En todo caso, la conexión del "tiempo del
mundo" diacrónico con el "tiempo de Dios" sincrónico constituye el
"misterio sobrenatural del hombre" que es también el misterio de la
inserción de la historia en la dimensión divina. A este misterio
hicimos antes referencia al hablar de "la eternidad y el tiempo en el
misterio de la Redención".
3.2.4. El testimonio de la Verdad
La proclamación del kerigma fue consciente de que la doctrina de Jesús
estaba avalada por los martiría
o testimonios de su verdad. El testimonio de la verdad que el
cristianismo proclama puede ser armónicamente explicado en la Era de la
Ciencia. La imagen del hombre en la modernidad nos hace entender por
qué Jesús ha hablado de estos testimonios y cómo conectan con la
realidad. Son el testimonio de la naturaleza que fue entendido como
obra del Padre, el testimonio del Misterio de Cristo, obra del Verbo, y
el testimonio del Espíritu, obra del Espíritu Santo. La tradición
teológica cristiana entendió que la Trinidad estaba involucrada en la
especificidad de estos tres testimonios.
El testimonio de la naturaleza. El hombre
constituido en el mundo por el proceso evolutivo ejerce su razón y se
pregunta, en la Era de la Ciencia, por la suficiencia y explicación
última del sistema de la realidad. La razón puede así construir
argumentos verosímiles que permiten considerar la existencia real de
Dios como fundamento del Ser y creador del universo. Dios, pues, se
revela en sus obras y es posible conocerlo por la razón natural como
fundamento creador de todas las cosas. Sin embargo, la racionalidad de
la existencia de Dios, que debe ser libremente aceptada por el hombre,
no se impone necesariamente. La creación obrada por Dios ha constituido
un universo borroso donde es posible también construir una hipótesis
puramente mundana. Pero esto no significa que Dios no se haya revelado
en la naturaleza. Pero lo ha hecho de una forma tal que solo se explica
por el testimonio del Misterio de Cristo y que solo a la luz de este
cobra todo su sentido. Cuando el hombre, iluminado por la imagen de la
realidad en la modernidad, se siente referido al fundamento del Ser y
se abre a la realidad transcendente de Dios como origen y verdad
última, está dejándose llevar por el testimonio del Padre, de Dios como
fundamento y origen del Ser.
El testimonio del Misterio de Cristo. La
religiosidad natural es posible solo cuando el hombre abierto al enigma
del universo confía en el Amor de Dios por encima de su lejanía y de su
silencio (en este capítulo epígrafe 2.3.2). Por ello toda religiosidad
natural supone que el hombre supera la desmoralización del sufrimiento
(de la lejanía y silencio, de la inacción de Dios ante el drama de la
historia) para confiar, pese a ello, en su existencia y en su voluntad
liberadora. La condición metafísica del hombre natural lleva, pues,
impresas las dos preguntas fundamentales de la vida humana: la pregunta
por el Dios oculto y la pregunta por el Dios liberador. Pues bien, el
Misterio de Cristo es un testimonio dado por Cristo mismo (como Persona
Divina, el Verbo o Sabiduría de Dios que establece el designio de la
creación) en la historia que realiza y anuncia que, en efecto, el Dios
real ha establecido un plan de salvación que pasa por el momento de la
cruz (su anonadamiento ante la historia, ante el pecado) y por el
momento de la resurrección (de la liberación metahistórica). En este
Misterio Dios responde a las dos grandes preguntas humanas, por el Dios
oculto y liberador, dando testimonio del eterno designio creador ante
las expectativas humanas. La antropología filosófica nos describe,
pues, la condición natural del hombre que explica la significación, la
conexión y la armonía con la realidad, del testimonio de Cristo. Las
experiencias existenciales que el hombre debe recorrer a lo largo de su
vida -la vida en la modernidad- le conducen a entender que el Padre,
Dios de la realidad, podría haber creado por un logos cristológico,
proclamado en el kerigma, que daría sentido al aparente sin-sentido de
la historia. Esta intuición del posible Dios oculto/ liberador es el
testimonio del Verbo, o del Misterio de Cristo.
El testimonio del Espíritu. El testimonio del
Espíritu Santo, atribuido a la tercera Persona de la Trinidad
cristiana, afecta a todo hombre, religioso o no religioso, creyente o
no creyente. El hombre es objeto de una apelación interior misteriosa,
mística o sobrenatural, que el kerigma cristiano proclama solo por la
revelación de Jesús; es decir, el kerigma no ha pretendido nunca que el
hombre natural pueda constatar este testimonio por sus facultades
naturales ordinarias, en la ciencia o en la filosofía. El hombre siente
el Espíritu que está presente en él, pero es algo sobrenatural,
místico, que se escapa y no puede ser fijado como un hecho empírico,
tal como constatamos en la antropología filosófica moderna. El
increyente está cerrado a este testimonio que no reconoce; pero el
creyente, lo vive y lo reconoce como la Voz del Amor del Dios
trinitario, transcendente y creador. Entendido en cristiano, de acuerdo
con el kerigma, este testimonio del Espíritu supone la presencia del
Dios Uno, trinitario, en toda la realidad y en el "espíritu" del
hombre: es el testimonio del Espíritu del Padre que hace sentir el
fundamento del Ser, el Espíritu pentecostal del Hijo (de Jesús) que
hace intuir el logos cristológico de la creación y el Espíritu
Paráclito que hace sentir el Amor creador de Dios, del Padre y del
Hijo. En último término, por tanto, el Espíritu es siempre el Espíritu
de Jesús, así como es el Espíritu del Dios Uno, trinitario, presente en
todas las cosas. El kerigma diría: todo Dios, en todos y en todas las
cosas.
Estos tres testimonios son perfectamente congruentes con la imagen del
hombre en la Era de la Ciencia. El testimonio de la naturaleza, o del
Padre, dice algo congruente con nuestra experiencia: vivimos en un
universo enigmático en que es posible construir argumentos que hacen
verosímil la existencia de Dios; Dios, por tanto, se revela en la
naturaleza de forma suficiente para ser conocido por la razón humana
cuando el hombre lo acepta libre y personalmente. Por lo tanto, no se
impone nunca la "patencia" de la Divinidad. Este testimonio "humilde"
de sí mismo es congruente con el testimonio del Misterio de Cristo: en
él se reafirma algo armónico con la Voz del Dios de la Creación, a
saber, que el universo es enigmático y que Dios no impone su presencia.
El testimonio de Cristo es congruente con nuestra idea del universo y
su fuerza reside en esta congruencia. Es la congruencia entre un
universo creado enigmático y un Dios que nos dice que el logos de la
creación es su kénosis. En el mismo sentido, el testimonio del
Espíritu, como testimonio interior y místico, no rompe la kénosis y el
enigma de la realidad. La ciencia y su antropología filosófica nos
hacen entender el acceso natural al testimonio del Padre (el fundamento
del Ser), del Hijo (el Dios oculto/ liberador) y del Espíritu Paráclito
(el impulso del Amor).
3.2.5. La historia, creación libre del hombre
La idea del universo, de la vida y del hombre, que ha sido alumbrada en
el mundo moderno no se alcanzó de pronto, de manera súbita y
definitiva. Ha sido el resultado de un lento proceso histórico que ha
durado cinco siglos y que, en principio, no ha concluido todavía. El
respeto al hombre como creador soberano de su propia vida, personal y
colectiva, se alcanzó en los primeros tiempos del renacimiento. Pero el
entendimiento del sentido de la libertad se fue enriqueciendo poco a
poco hasta llegar a nosotros. Por otra parte, el kerigma cristiano
transmitió desde la fe primitiva la creencia de que Dios había creado
libre al hombre: libre para el pecado y libre para la santidad. Por
ello, el paradigma de la modernidad recoge la idea de libertad en la
Era de la Ciencia para interpretar desde ella el alcance del
significado profundo de la libertad en el kerigma cristiano
tradicional. La modernidad se muestra entonces en profunda congruencia
con el kerigma.
La historia, producto creativo de la libertad.
La persuasión de la libertad se gestó antes en la dimensión
socio-política que en la dimensión científico-filosófica. En esta
última, se pasó por etapas dogmáticas que no advertían que la libertad
estaba programada por Dios en la borrosidad metafísica misma de la
naturaleza creada. Por ello, la historia muestra el debate entre el
dogmatismo residual del paradigma antiguo, de corte teocéntrico, con el
nuevo dogmatismo del ateísmo moderno. Se pensaba que para defender la
libertad socio-política de la modernidad había que refutar el
dogmatismo teocéntrico residual de aquel mundo antiguo del que Europa y
América trataban de emanciparse. Fue un error tratar de sustituir un
dogmatismo con otro dogmatismo. Pero, ya en la segunda mitad del siglo
XX, se produjo la entrada en la cultura ilustrada y crítica, que
debemos considerar la evolución natural en que debía concluir la
modernidad. Se impuso una imagen del universo borroso y enigmático que
nos instala ante el misterio de su verdad última. Por ello, es
inevitable para el hombre tener que configurar por su creatividad libre
la interpretación metafísica en que debe instalarse. Y ya hemos visto
que está abierto a la posibilidad de ser teísta, pero también a la de
ser ateísta, o agnóstico. En lo metafísico es el hombre fruto de su
libertad. Pero no solo. En las decisiones de conocimiento, en la
ciencia, en la filosofía, en la política, en la economía... , debe
hacer siempre uso de decisiones libres que buscan tanteantemente la
adaptación a un "universo abierto". Este universo abierto, generador de
libertad, se nos presenta hoy en el Libro de la Naturaleza, leído con
ayuda del paradigma de la modernidad. Y representa una ayuda
inestimable para leer el Libro de la Revelación que nos habla de
Cristo. El escenario de la libertad, descrito por la modernidad, nos
hace inteligible hasta dónde ha llegado la obra creadora de Dios que
proclama el kerigma cristiano: la obra divina que, al crear libertad,
hace posible el pecado y la santidad.
La iglesia, obra de la libertad. La iglesia
nació, sin duda, de la Gracia del Dios Trinitario que estableció ab
aeterno un designio creador y soteriológico orientado a una libertad
sostenida en el Misterio de Cristo. Por esto, como veíamos, Cristo es
la Cabeza de la estirpe creada. Pero, siendo esto así, también es
verdad que la iglesia nace de la libertad de seres humanos que deciden
su adhesión existencial a la persona y a la doctrina de Jesús. Con
igual libertad, no hacen sino proclamar en la historia el mensaje de
Dios como llamada renovada para que la libertad humana siga
adhiriéndose a la persona de Jesús en la fe. La respuesta en pecado o
en santidad a la llamada de Jesús sigue siendo la misma respuesta libre
a la llamada de la iglesia. El escenario de la libertad, entendido por
la modernidad, ilumina la creencia en la libertad creada por Dios al
entender el kerigma en el paradigma de la modernidad.
El futuro de la historia y de la iglesia, drama de
la libertad.
En diversos lugares de la Escritura, que se considera "inspirada" para
la lógica cristiana, se habla del futuro de la historia y del futuro de
la iglesia. El Apocalipsis describe las penalidades que la iglesia
deberá recorrer hasta llegar al final en medio de una historia
turbulenta. También san Pablo, san Mateo o Lucas, se refieren a los
acontecimientos finales de la historia hasta llegar al Día del Juicio
Final. La iglesia deberá pasar por la Gran Tribulación y la Gran
Apostasía, siempre acosada por el Misterio de Iniquidad de que habla el
Apocalipsis. El kerigma no puede ignorar que detrás de estos textos
bíblicos se esconde algo real. Pero es difícil explicar qué, cómo,
cuándo y con qué alcance. La evolución del mundo moderno puede quizá
ser vista ya como la Gran Apostasía de una sociedad antes cristiana y
ahora cerrada a Dios libremente (por las causas y con los atenuantes
que sean). La Gran Tribulación ha acompañado, y sigue acompañando, a la
iglesia desde que comenzó su caminar en la historia bajo el dictado del
enigma y del drama de la vida en todas sus manifestaciones. No sabemos
cómo esas dos grandes tribulaciones continuarán en el futuro por venir
hasta la Segunda Venida de Cristo. Sin embargo, el mismo kerigma
transmite la confianza de que Cristo estará con la iglesia hasta el
final de los tiempos. "Estar con la iglesia" es estar junto a ella en
la misión de proclamar el kerigma ante la historia. Por ello, a la
expectativa de lo que pueda deparar el curso de los acontecimientos, y
esto es siempre un enigma, su misión es proclamar el Evangelio. Este
ensayo no es otra cosa que una propuesta para alcanzar un grado de
cualidad más alto en proclamar el kerigma cristiano, tras una lectura
más precisa del Libro de la Naturaleza. La razón permite a la iglesia
otear en el futuro el posible amanecer de tiempos históricos
excepcionales, hacia los que debe caminar con decisión bajo la urgencia
moral de cumplir la misión de evangelizar y de contribuir a la
ancestral lucha humana contra el sufrimiento. El despliegue moderno de
la libertad permite entender perfectamente el "escenario creado por
Dios" donde está teniendo lugar el Misterio de Iniquidad y el Misterio
de Santidad. El drama de la libertad establecido por Dios en el
escenario del mundo que vemos no es una broma y el kerigma cristiano
-la Escritura y la Tradición que transmiten la doctrina de Jesús-
parecen indicar que el drama de la libertad llegará hasta el final con
hombres cerrados a Dios (la Iniquidad) y hombres abiertos a Dios (la
Santidad). Y la Misericordia de Dios será Justa con la historia
biográfica que cada cual haya construido con su libertad. El mundo
moderno, visto desde el kerigma, es una llamada a la responsabilidad
personal, ya que la creación no es un diseño para imponer la salvación,
sino para ofrecerla a la libertad (la apocatástasis es solo una
especulación teológica, no fácilmente admisible). En todo caso, el
escenario de la libertad en el paradigma de la modernidad es
decisivamente iluminador para entender el alcance de la libertad
transmitida en el kerigma cristiano.
4. La Era de la
Ciencia ilumina el designio kenótico de la Divinidad
Por consiguiente, la imagen del universo, de la vida y del hombre en la
Era de la Ciencia no imponen la aceptación racional necesaria de la
existencia de Dios, pero la hacen en extremo verosímil. Se trata de una
verosimilitud que se hace más evidente si se cae en la cuenta de su
armonía con la imagen de la realidad en el kerigma. La condición
natural del hombre en el universo, en la ciencia y en el kerigma, es en
extremo armónica. Armonía que produce así la mutua iluminación. La
comprensión del kerigma iluminado desde la imagen del universo en la
ciencia nos lleva al "paradigma de la modernidad". ¿A qué modo de
entender e interpretar el cristianismo (las verdades esenciales del
kerigma) conduce hoy la imagen del mundo en la ciencia? Es decir: ¿cuál
es entonces la teología de la ciencia de la ciencia moderna? Al hablar
ahora de "imagen de la ciencia" entendemos también obviamente la
antropología filosófica construida en la cultura de la modernidad bajo
la influencia, entre otros factores, de los nuevos conocimientos
científicos (antropología filosófica que ha sido objeto de estudio
pormenorizado en este capítulo). El kerigma no puede "deducirse" de la
ciencia y de su antropología filosófica; esto es obvio. La ciencia no
tiene una "teología". Pero, sin embargo, la ciencia y la antropología
filosófica moderna (que describen la Voz del Dios de la Creación),
unidas al resto de factores de la cultura moderna, conducen a un cierto
tipo de teología: a saber, la interpretación del kerigma nacida desde
la ciencia (que podríamos llamar por ello teología de la ciencia o de
la "cultura moderna", la teología que se hace posible desde la
modernidad). Pero recapitulemos primero la imagen de Dios y de la
ontología del universo que en Él se produce, tal como se nos ofrecen
desde la imagen de la creación en la modernidad. Esta imagen funda la
"teología de la ciencia" (teología tanto de la ciencia como de la
antropología filosófica fundada en la ciencia). Veamos primero, la
imagen de Dios entendido desde la confluencia de modernidad y kerigma
y, segundo, cuál es entonces la "teología de la ciencia" que, como
explicaremos, es una "teología de la kénosis". Es decir, la teología a
que lleva la imagen del hombre en la modernidad desde la Era de la
Ciencia.
4.1. Confluencia del Dios de la ciencia y el
Dios del kerigma
Un Dios fundamento del Ser. Hemos visto cómo
la ciencia busca siempre describir sistemas autosuficientes. Si el
universo se presentara construido de tal forma que pudiéramos entender
su autosuficiencia (incluso hipotética), entonces la filosofía (porque
la ciencia, por su limitación metodológica, no tendría por qué
proponerse esta cuestión) podría atribuir al universo la "necesidad".
Necesario significa ser real, existente, y no poder dejar de serlo. No
tendría sentido pensar que algo ha surgido de la nada, o que algo
existente con autosuficiencia evolucione hacia la nada (pues en este
caso ya no existiría). Sin embargo, el problema del universo, tal como
la ciencia lo describe, es la dificultad de que pueda ser entendido
como autosuficiente y consistente. El universo es "enigmático" para la
ciencia.
Sin embargo, es posible construir una hipótesis atea para argumentar
esta autosuficiencia. Pero el ateísmo no es evidente, ya que se trata
de especulación o filosofía. Por ello, también es posible la
especulación teísta que argumenta la hipótesis de la realidad y de la
existencia de Dios como fundamento del ser, transcendente,
autosuficiente o absoluto y, en consecuencia, necesario. En este
sentido la hipótesis de la existencia de Dios surgiría como resultado
de la búsqueda de la autosuficiencia y necesidad del universo: Dios
aparecería como la hipótesis apropiada para fundar la suficiencia y
necesidad del universo. La filosofía teísta de la ciencia considera, en
efecto, que hay muchos argumentos de verosimilitud que apoyan la
hipótesis de que Dios fuera el fundamento autosuficiente y necesario.
En este sentido la imagen del universo en la ciencia es iluminadora
para la teología porque permite a la filosofía construir la hipótesis
de una Divinidad fundamento de la realidad y del ser del universo. La
imagen de Dios, para el cristianismo y para la mayoría de las
religiones, es el elemento esencial de la teología. La ciencia conduce
ya hipotéticamente, desde la filosofía de la ciencia, a que la teología
asuma la imagen de un posible Dios como "fundamento del ser".
La ciencia describe un universo que es "realidad" "existente": es
"realidad" (sustantivo) que tiene "ser" (verbo), o sea, realidad que se
reactualiza dinámica y evolutivamente en el mundo, constituyendo el
"tiempo del mundo". Por tanto, entendido desde la imagen actual de la
realidad en la ciencia, Dios debería ser entendido principalmente como
Realidad Fontanal que se actualiza en un Ser transcendente,
desconocido, que debería generar, por decirlo así, un tiempo propio que
sería el enigmático e inmanente "tiempo de Dios", evidentemente
distinto del "tiempo mundanal". La revelación de la naturaleza
trinitaria de Dios proclamada por Jesús dio lugar en el paradigma
antiguo a un complejo sistema de conceptos para iluminarla, en alguna
manera. La ontología del universo en la modernidad, superado el
paradigma antiguo, debería producir un esfuerzo similar que
profundizara en la naturaleza trinitaria de Dios (de forma también
especulativa, aunque teológica). No es nuestra intención esbozar aquí
propuesta alguna en esta línea (digresión que superaría el campo de
cobertura propia de este ensayo). Sin embargo, queremos recordar que
Xavier Zubiri, al que en muchos aspectos nos sentimos cercanos
(capítulo IV), ha hecho ya una propuesta conceptualmente nueva para
iluminar el misterio trinitario desde su metafísica primera fundada
primariamente en la Realidad (que se reactualiza como Ser). En este
sentido Dios sería Realidad Fontanal que realiza su Ser interno (y,
como nos dice el kerigma, constituyendo la Trinidad de Personas Divinas
en armonía con la unidad esencial de la Realidad Divina).
Un Dios creador. La ciencia ilumina la
teología cristiana porque presenta un universo enigmático que hace
verosímil la referencia racional a Dios como posible fundamento del
Ser. Si el universo fuera conocido con certeza como absoluto,
autosuficiente y necesario, sin Dios, entonces la imagen del universo
para la ciencia impondría un universo sin Dios. Pero este no parece ser
el caso. Dios es una hipótesis verosímil para fundar la suficiencia
absoluta del universo. El universo no necesita a Dios para explicar los
estados concretos de su evolución autónoma: no es un Dios-tapa-agujeros
que deba intervenir en el nivel de lo que los escolásticos llamaban
"causas segundas". El universo es autónomo y funciona por sus propias
leyes evolutivas: el problema de su suficiencia se plantea al
considerar su fundamento primero u originario y la forma racional de su
diseño global. Por ello, hacer a Dios fundamento del Ser supone que
Dios sea transcendente; no podría ser fundamento si fuera parte del
mundo porque es el universo como totalidad el que plantea un problema
de suficiencia. Para la filosofía de la ciencia solo tiene sentido
hablar de Dios como fundamento primero del ser; no como
"Dios-tapa-agujeros" que explique las "causas segundas". Este es un
tema de discusión importante con la filosofía-teología del proceso
(Whitehead). En ella se concibe a Dios como una especie de "alma del
mundo" o demiurgo platónico creador. La ciencia, a nuestro entender,
permite argumentos para un Dios fundamento transcendente, pero no para
un Dios que forme parte del mismo universo (como hace la filosofía del
proceso). Por ello, la hipótesis de Dios como fundamento del ser real
conduce a la hipótesis derivada de que el universo debiera haber sido
constituido en el ser por creación divina. El acto creador primordial
debería mantenerse en el tiempo como creatio continua, ya que sin el
concurso de Dios el universo volvería a la nada. El tema del Dios
creador es, pues, un contenido básico de la fe cristiana. La ciencia ha
permitido hoy una iluminación verosímil del acto creador de Dios y por
ello científicos "filósofos" teístas han hablado repetidamente del big
bang
como el momento de la creación. El Dios posible para la ciencia es el
Dios transcendente creador, no el Dios Demiurgo sometido a un mundo
eterno. La ciencia y el kerigma se muestran en congruencia armónica.
Un universo de ontología divina. Si Dios es
fundamento y es creador del universo, entonces se plantea una pregunta:
¿desde dónde o cómo produjo Dios el universo? ¿Cómo hizo Dios la
creación? La teología cristiana siempre ha defendido la creación ex
nihilo,
de la nada. Esto quiere decir que Dios para crear no usó ninguna otra
realidad existente previa que no fuera Dios (en oposición a la
"materia" platónica o neoplatónica). Dios mismo fue el único
presupuesto para la creación. Esto quiere decir que el mundo nació de
la ontología divina, desde dentro de la Realidad (Ser) de la Divinidad.
En este sentido puede entenderse a san Pablo cuando habla de que en
Dios nos movemos, existimos y somos. El universo creado está "en" Dios
y Dios es para la fe cristiana el fondo ontológico más profundo de toda
la realidad existente. Desde Él se genera la creación de una forma
misteriosa que no conocemos. Sin embargo, la ciencia moderna está
llegando a ciertos resultados y constructos teóricos que permiten al
científico-filósofo teísta hacer ciertas hipótesis que. iluminarían esa
presencia ontológica de Dios atisbada por vestigios de la ciencia. La
física hace hoy referencia a que la explicación del universo
observable, desde la radiación y las partículas más primigenias, es
difícil de entender sin vincularla a un fondo de referencia. Sería como
el trasfondo más básico del cual nuestro mundo visible aparecería como
una fluctuación. Así se habla hoy de vacío cuántico, de campo de
energía, de universo implícito, de éter, de campo, de dimensiones más
allá del espacio-tiempo donde no rigen las leyes de la física, etc.
Todo ello parece apuntar a una extraña "dimensión holística de fondo"
de la que surgiría la materia y en la que también se disolvería al
desaparecer... El teísmo puede considerar que estas hipótesis
científicas permiten vislumbrar de forma confusa, en sombras, esa
presencia fontanal de Dios como fondo ontológico real, holístico,
monista y unitario del que brota toda la realidad en el acto creador,
inicial y continuado en el tiempo. En ese fondo holístico del universo
aparecería aquella imagen de Dios propuesta ya por Newton en el siglo
XVII como el sensorium divinitatis o la imagen del Tzim-Tzum en la
kabalah judía, muy cercana al cristianismo.
Un Dios panenteísta. Científicos y filósofos
teístas, que han intuido hoy esta imagen holística del universo, han
introducido modernamente el concepto de panenteísmo como forma
cristiana de hablar de Dios. Este es el caso de Arthur Peacocke, entre
otros. No debe confundirse panenteísmo con panteísmo, ni con un Dios
"alma del mundo" al estilo de la filosofía platónica del proceso. En el
panenteísmo se habla de Dios como realidad transcendente, personal e
independiente del mundo. Pero, al mismo tiempo, como un Dios presente
en todas las cosas, entendido como fondo ontológico último del
universo. La misma escolástica antigua habló siempre de la
omnipresencia divina que hoy sería interpretada con más fuerza por un
panenteísmo conectado con la imagen científica del universo y la imagen
confusamente dibujada de la enigmática ontología holística de la
Divinidad. La ciencia, pues, interpretada al modo teísta, conduciría a
una síntesis panenteísta que ilumina la idea del Dios de la teología
como el fondo ontológico omnipresente de toda la realidad. El kerigma
daría de esta presencia universal divina una lectura trinitaria,
argumentable desde la fe.
Un Logos divino diseñador. La teología
cristiana pensó siempre en que la creación suponía también hablar de
una razón o logos divino que había guiado el acto creador para
constituir el mundo. Así, la racionalidad presente en la naturaleza era
un signo de la presencia de un Dios racional que habría dotado a la
creación de un orden racional orientado a un fin (teleología). La
ciencia moderna, en efecto, ha constatado una sorprendente racionalidad
físico-cosmológica y biológica que ha dado lugar a lo que en este
momento son la interpretación teísta del principio antrópico y del intelligent
design.
Queremos apoyar la idea de que la ciencia moderna ha llegado a
resultados que permiten al científico-filósofo-teólogo teísta
vislumbrar en el universo, en la vida y en el hombre, vestigios del
logos racional nacido de una Divinidad creadora. Este es un aspecto
importante de la iluminación de la teología desde la ciencia porque
esta hace inteligible e ilustra, ilumina, la forma del logos creador
considerado por la teología. Pero, a nuestro entender, es un camino
erróneo el análisis de autores del intelligent design como Behe
o Demski por su insistencia en que Dios es necesario para explicar
procesos intermedios (verbi gratia, la aparición evolutiva del ojo o
del sistema inmunitario). Usar así a Dios es convertirlo en un
Dios-tapa-agujeros que debe ir en ayuda continua de un proceso que no
puede llegar a su fin. La presencia del logos divino en la creación hay
que verla no en las estados intermedios (que los escolásticos llamaban
"causas segundas") sino en el diseño global cósmico de todo el proceso
con su teleología intrínseca. En esto mismo han insistido también
físicos como William Stoeger del Observatorio Vaticano, teólogos como
John Haught de Georgetown, o biólogos como F. J. Ayala.
El diseño evolutivo de un universo abierto y
autónomo.
La ciencia, pues, presenta un universo que, en conjunto, parece mostrar
un preciso orden natural orientado al objetivo final de la vida humana
y de la libertad. Esta racionalidad cósmica comienza ya en los factores
físico-cosmológicos. Sigue después con los factores del portentoso
orden biológico que desemboca en la persona humana. La reflexión
filosófica teísta encuentra en esta portentosa congruencia vestigios
verosímiles de un diseño racional atribuible a un logos divino. Pero el
diseño racional de la creación produce un universo creado como
autónomo, dinámico, abierto, que cambia sus estados en el tiempo a
partir de sus propios procesos y leyes internas. Es un teísmo evolutivo
que entiende el universo como producido por factores deterministas, por
necesidad, por indeterminismo, por azar y por caos. El diseño racional
alcanza sus fines teleológicos (el hombre y la historia humana)
mediante un juego de factores que incluyen el azar y las fluctuaciones
caóticas. El universo, pues, que la ciencia describe -es un universo
abierto, flexible y, sobre todo, que ha sido creado por Dios como un sistema
autónomo,
que se desarrolla según la lógica interna de sus procesos continuos en
la evolución (autonomía que debe ser sostenida por Dios en la creatio
continua).
Este universo ilumina a la teología sobre la forma precisa del logos
racional que ha orientado el proceso creador de un universo orientado a
la autonomía, que evoluciona por equilibrio balanceado entre
determinismo e indeterminismo.
Un universo en que la acción divina es posible y verosímil. Para
entender qué queremos decir recordemos el pensamiento determinista de
Einstein y su forma de entender la religión. El universo era para él
determinista y no tenía sentido pensar que Dios pudiera intervenir
alterando la concatenación causal determinista y necesaria de los
estados evolutivos del universo. Pero la imagen del universo en la
ciencia actual defiende el indeterminismo, el azar, el caos, la
flexibilidad probabilística y estadística, tal como hemos comentado.
Esto ha abierto vías de reflexión para entender cómo sería posible y
verosímil la acción divina en el mundo. Autores como Peacocke, Stoeger,
pero sobre todo John Polkinghome, han estudiado cómo podría
introducirse la acción divina en el mundo. Por ser el universo abierto,
indeterminista, caótico, flexible tanto en lo microfísico-cuántico como
en lo macrofísico-clásico, la actuación divina no sería por ello
inverosímil. Dios podría intervenir en sistemas que, en principio,
están abiertos y que no tienen la "rigidez" de los sistemas
deterministas. Para Polkinghorne, por ejemplo, nuestra imagen del
universo es compatible con aspectos tan importantes de la experiencia
religiosa y de la teología cristiana como son la Providencia, o incluso
los milagros. Por otra parte, la idea de Dios como ontología holística
fundante y omnipresente del universo, así como la interpretación
panenteísta, harían también verosímil la experiencia mística de las
religiones entendida como la cercanía interna y espiritual, psíquica, a
la presencia de un Dios al que se habla y que también nos escucha
místicamente como desde dentro de la ontología profunda del Ser, de
nuestro psiquismo y del universo englobante que, finalmente, se
resuelve en Dios.
Una ontología monista del mundo psicobiofísico.
Los paradigmas físico-químicos de la ciencia natural son actualmente el
marco explicativo básico de las ciencias de la vida. La teoría de la
evolución, partiendo de sus contenidos bioquímicos y del código
genético, explica cómo han surgido los organismos vivientes desde el
mundo físico. La biología fue, y todavía sigue siendo en parte,
"reduccionista". Hasta un cierto nivel el determinismo biofísico sigue
siendo necesario e insustituible. Sin embargo, la explicación biológica
no es ya para muchos reduccionista, ya que su marco conceptual es el
emergentismo. En conexión con este, además, la explicación de la
"sensibilidad" emergida en el curso de la evolución, ya probablemente
unicelular, está apoyada por las propuestas hechas desde la perspectiva
de una neurología cuántica, antes mencionada (capítulo cuarto). Si el
universo responde a una ontología divina de fondo, entonces cabe pensar
que esta ontología estará cercana a lo que nosotros llamamos
sensibilidad, psique o espíritu. El proceso de creación desde esa
ontología divina, por una parte, habría ido produciendo un mundo de
objetos macroscópico-clásicos formados por la organización de la
materia fermiónica (dotando al mundo de la estabilidad necesaria).
Sería un mundo de diferencias, desintegrado y determinista. Pero, por
otra parte, en los seres vivos se habría ido abriendo poco a poco una
vía para producir una cierta sensibilidad. Esta vía iría unida a
estados bosónicos de la materia (o de macrocoherencia cuántica) en los
que sería posible la aparición de campos holísticos de coherencia
cuántica, tal como antes explicábamos. Así habría aparecido el sujeto
psíquico animal por la sensación del propio cuerpo y por los sentidos
externos. La explicación monista de la vida, o sea del mundo
psicobiofísico, no es contraria a la teología cristiana, sino más bien
favorable a ella. Presenta una unidad mayor entre la realidad
psicobiofísica y la ontología profunda del universo fundada en la
Divinidad. El proceso de la creación desde lo físico a lo biopsíquico
puede verse así como proceso de emergencia de las propiedades
ontológicas que acercan el mundo a la Divinidad. Esta visión de la
ciencia enriquece así la idea cristiana de creación ex nihilo,
presuponiendo solo la ontología divina.
Ontología monista psicobiofísica y creación.
Si el universo ha sido creado de la nada y su ontología profunda
universal es el "espíritu" de Dios, entonces es congruente que nuestro
universo de experiencia tenga unidad psicobiofísica (monismo). Sin
embargo, ¿cómo creó Dios el Universo desde Sí Mismo? Esta enigmática
pregunta, de antemano con difícil respuesta, fue abordada por la
especulación teológica de Israel para mantener dos principios
irrenunciables en su teología: que Dios creaba desde la nada y que era
distinto y transcendente al mundo creado. Ya en la crónica sacerdotal
del "primer relato de la creación" (Gen 1-2, 1-4) el teólogo judío
comienza diciendo que "la tierra era algo caótico y vacío, y las
tinieblas cubrían la superficie del abismo". "Dijo Dios: Haya luz, y
hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y separó Dios la luz de las
tinieblas". De manera imprecisa, intuitiva y poética, el teólogo
explica la creación como producción de un abismo, caos y vacío, en que
domina una oscuridad en la que será también creada la luz. La filosofía
de la Kabalah judía, ya desde el siglo II, especuló sobre la
forma en que Dios había realizado la creación. Dentro de esta
tradición, muchos años después en el siglo XVI-XVII, el judío sefardí
Luria, en este tiempo asentado en Palestina, aportó nuevas
formulaciones para entender esta tradición teológica judía. Dios es
concebido como Luz y la creación como una contracción de Dios en sí
mismo que produce un vacío o Tzim-Tzum que hace nacer la
oscuridad absoluta. En ese vacío la luz unitaria de Dios (diríamos
holística en formulación moderna) queda desintegrada (contraída) y nace
la oscuridad de la tiniebla. Pero poco a poco el proceso creador, desde
dentro de la oscuridad (que en el fondo es "luz desintegrada", separada
de su integración en una ontología "holística" luminosa primordial),
creará nuevos espacios para la recuperación progresiva de la luz. En
los seres vivos han sido producidos ámbitos de recuperación e inserción
en la luz. El alma humana es un ámbito superior de inserción en la luz
que de forma reflexiva es consciente de que la vida humana, en esta
vida y en la otra, acabará inmersa finalmente, sin entorpecimiento
alguno de la oscuridad creada, en la luz primigenia de la Divinidad.
Estas vivencias están en la base de gran parte del misticismo judío.
La luz como imagen de la ontología del espíritu divino forma parte
también de la teología cristiana, y tiene manifestaciones variadas en
todos los siglos. San Juan dice en su primera carta: "Este es el
mensaje que hemos oído y que os anunciamos: Dios es Luz, en Él no hay
tiniebla alguna" (1, 5). Estar en Dios es así "estar en la luz"; en
cambio, cerrarse a Dios es permanecer en un mundo en que dominan las
tinieblas. La ontología divina de la luz y de la oscuridad se aplican a
explicar la historia, escindida entre quienes se abren a la luz y
quienes permanecen en las tinieblas.
La imagen del universo en la Era de la Ciencia no llega, en efecto, a
estas imágenes religiosas. Sin embargo, describe la evolución cósmica
de una forma que sugiere que las imágenes de la ontología divina como
Luz en la tradición judeo-cristiana son congruentes con los
conocimientos científicos. El big bang, en efecto, como fuente de
inmensa energía de radiación es origen de un proceso en que se forman
las primeras partículas-elementales (fragmentos de radiación aptos para
encapsularse corpuscularmente). Una parte de la materia primordial (la
fermiónica) mantiene su independencia frente a otras partículas, no se
fusiona y aparece por ello el mundo de electrones en sus orbitales, de
átomos, moléculas, de objetos físicos y de los seres vivos
diferenciados. El proceso de configuración en cuerpos macroscópicos
mecano-clásicos (capítulo IV) ha producido la escisión de una unidad
primigenia en multitud de unidades diferenciadas. En el cosmos, no
obstante, permanecen y se producen sin cesar nuevos campos
electromagnéticos unitarios, como por ejemplo la luz. Los seres vivos
son posibles porque tienen un cuerpo formado por unidades diferenciadas
(macroscópico-clásicas); pero son posibles también porque en ellos se
han formado ciertos fenómenos de coherencia cuántica en que la materia
se fusiona en campos unitarios (holísticos) que se unen a los campos
electromagnéticos externos (como podría suceder en la visión, dando de
esta una interpretación no constructivista sino neurocuántica y
gibsoniana). En este sentido los seres vivos habrían hecho nacer en sí
mismos complejos campos de sensibilidad-conciencia integrados los
ámbitos de resonancia electromagnética (holística) del universo. La
sensibilidad psíquica a la luz ("sentir la luz") sería así uno de estos
campos, utilizado evolutivamente por el sistema visual para la
supervivencia.
La ciencia, pues, describe una inmensa energía originaria que ha
producido un mundo escindido en que, sin embargo, se mantienen y
producen campos de unidad electromagnética. Esta imagen científica es
similar a la imagen teológica (o filosófica) de la tradición
judeocristiana de una unidad primordial que crea produciendo en sí
misma la escisión (la luz que produce la oscuridad). Los seres vivos a
través de la sensibilidad-conciencia, culminando en el hombre, habrían
ido recuperando su inmersión en ámbitos o campos unitarios de realidad.
Para la interpretación religiosa estos campos unitarios serían
experiencias parciales de la ontología unitaria de la realidad que, en
su transcendencia final, coincidiría con la ontología divina. A mi modo
de ver, centrar solo esta ontología en la luz sería parcial, ya que los
seres vivos presentan de hecho no solo una inmersión en la luz sino una
inmersión realizada a través de otras modalidades sensoriales. La
sensación del propio cuerpo (propiocepción), la audición o la sensación
del equilibrio gravitatorio, por ejemplo, son también modalidades que
-en la visión religiosa-serían accesos complementarios a la experiencia
parcial de la misma ontología de la Divinidad. La inmersión en el sensorium
Divinitatis,
así llamado por Isaac Newton, sería un primer paso hacia la experiencia
final de Dios. Pero Este no sería solo Luz sino una ontología mucho más
rica de matices, en que el universo, como dijimos en otro lugar,
alcanzará la "transparencia" final consigo mismo, integrando todas las
modalidades sensitivas. Esta liberación final del sensorium Divinitatis
newtoniano equivaldría al desvelamiento final de la ontología
"transparencial" de la Divinidad.
Una ontología monista del alma humana. Para la
ciencia, en este proceso evolutivo continuo, el hombre aparecería como
el nivel de emergencia superior, irreductible a los niveles inferiores
de la vida animal. En el hombre la razón, así como los restantes
caracteres vitales de su psique específica permitirían la configuración
de la persona humana: en esta habría emergido una nueva forma de ser
real irreductible al puro mundo animal (aunque, repetimos, en
continuidad evolutiva con él). Este ser humano, así creado
evolutivamente, sería ya posible sujeto de una interpelación divina
interior, entendida como lo que antes llamábamos la presencia mística o
sobrenatural del Espíritu de Dios en el "espíritu" interior o psiquismo
humano. Sería lo que en teología cristiana se llama la Gracia del
Espíritu, de ontología trinitaria. La ciencia actual impulsaría, pues,
a la teología de la ciencia a dejar los marcos interpretativos
dualistas (fundados en la filosofía grecoescolástica) para asumir la
idea del alma humana fundada en la ontología monista del universo. Esta
nueva idea de la antropología es compatible con los grandes principios
de la tradición cristiana. Estos no imponen el dualismo. La
antropología hebrea primitiva no era dualista (como vemos en san Pablo)
y el dualismo se introdujo en la teología cristiana cuando esta se
entendió por la razón filosófica grecorromana (en especial, la
platónico-aristotélica-neoplatónica). El monismo es, pues, conciliable
con la antropología bíblica y con el cristianismo. Por tanto, la
ontología monista de la ciencia moderna abre unas vías de entendimiento
del proceso creador del Dios cristiano esencialmente distintas de las
del paradigma antiguo. Por tanto, en la "teología de la ciencia" hablar
de "alma" humana se debería entender en el sentido de la parte superior
del psiquismo humano hecho de "ontología divina" (al igual que toda la
creación), capaz de ser apelado como persona libre por Dios. La
creación del hombre histórico (el hombre real en la historia humana)
supondría una intervención final de Dios -la presencia interior por el
Espíritu divino-que culminaría el proceso natural evolutivo descrito
por la ciencia. Este hombre hecho de "carne" (hecho de "universo"), en
el sentido bíblico, estaría sometido a la muerte real, pero su
pervivencia eterna más allá de la muerte (en el "tiempo de Dios") se
realizaría por la resurrección o liberación escatológica obrada por el
poder salvador de Dios. San Pablo entiende precisamente la fe en la
pervivencia eterna del ser humano como "resurrección de la carne".
El hombre como co-creador creado. Esta
expresión popularizada por el teólogo americano Philip Heffner es muy
importante porque permite intuir que la naturaleza creada por Dios no
es estática, hecha, constructa y cerrada. Las leyes naturales no serían
una expresión cerrada de la voluntad divina universal (recordemos las
teorías escolásticas acerca de la ley natural). Dios ha hecho el mundo
autónomo, abierto, dinámico para que se haga a sí mismo (como parece
deducirse incluso del relato de la creación en el Génesis). En este
sentido podemos hablar del hombre como un cocreador (que se
crea a sí mismo desde la libertad); pero también como un cocreador
creado.
Las leyes de la naturaleza (leyes queridas por Dios, si este es el
Autor de la naturaleza) son leyes abiertas que, en parte, dependen de
la voluntad del hombre. La ley divina, en este sentido, la ley natural
como ley divina es ley de libertad: no es una ley que impone un futuro
cerrado, sino que abre la posibilidad de crear. El hecho de que la
ciencia nos describa este "universo abierto" es una evidencia de que el
Dios creador de la naturaleza ha querido crear un "universo abierto".
El hombre participa como cocreador, por tanto, de una creación hecha y
sostenida por Dios. Pero Dios ha creado así el mundo para la libertad
en que el hombre debe aceptar su actividad cocreadora. La voluntad
divina estaría así plasmada en la ley natural derivada de un universo
abierto, que es el único que existe y que la ciencia describe. Tal como
en su momento explicábamos (capítulo IV), la forma en que Dios ha
creado se constata cuando la ciencia describe cómo ha sido hecho el
universo real, de tal manera que de ahí nace la forma de entender la
ley divina manifiesta en la ley natural del universo creado. Dios,
pues, haría patente en su ley natural que ha diseñado la creación para
aceptar la actividad cocreadora de la humanidad. Esta orientaría con su
actividad la transformación dinámica del mundo y de la historia humana
desde el ejercicio de la libertad.
Una razón provisoria ante un universo enigmático.
Los resultados de la ciencia son hoy muy distintos que en el siglo XIX.
Entonces era normal una epistemología dogmática, cerrada y segura.
Tanto el ateísmo como el teísmo eran dogmáticos, excluyentes y estaban
en contradicción. Hoy, en cambio, se defiende un criticismo racional
matizado por las teorías epistemológicas de Popper y de los otros
autores pospopperianos. La ciencia es un conocimiento provisorio,
crítico, hipotético. La ciencia nos describe un universo enigmático:
sabemos muchas cosas, pero en último término sigue presentándosenos
como un gran enigma no resuelto. En este sentido los resultados de la
razón no se consideran verdades absolutas, dogmáticas, sino resultados
provisorios que deben someterse a una crítica y revisión continua. La
cultura científica camina hipotéticamente en la oscuridad. Este estilo
general de la ciencia moderna (y no solo de la ciencia sino de la
cultura moderna) debe iluminar también la filosofía y la teología,
constituyéndose en uno de los estilos esenciales de la teología de la
ciencia. La filosofía y la teología de siglos pasados (como la misma
ciencia en el XIX) se construyeron desde la seguridad y el dogmatismo;
eran, en definitiva, las epistemologías propias de un tiempo anterior
ya superado. Pero en la actualidad la teología cristiana debe abandonar
epistemologías anticuadas para aprender a orientarse según las
epistemologías críticas e ilustradas de nuestra cultura. Desde ellas
debería proceder a reinterpretar enriquecedoramente muchos enfoques
propios de la teología. La asimilación de todos los matices de este
criticismo ilustrado nacido de la epistemología moderna debería ser una
de las directrices esenciales que la ciencia moderna transmitiera a la
teología. La "teología de la ciencia" debería ser, por tanto, crítica e
ilustrada, consciente de la borrosidad del conocimiento humano natural.
La ambivalencia interpretativa de un universo
enigmático.
La ciencia nos muestra, pues, un universo creado por Dios con una
estructura enigmática y borrosa. No es un universo que, al ser sometido
a escrutinio por la razón, haga patente inmediatamente su verdad
última. Así, de acuerdo con la epistemología crítica de la ciencia
moderna, profundizada en la antropología filosófica, descubrimos un
universo enigmático que podría ser últimamente explicado por hipótesis
alternativas posibles. Serían hipótesis filosóficas, pero fundadas en
los datos de la ciencia. El universo, visto por la ciencia y la
filosofía, no impone la idea de Dios como realidad existente,
fundamento del Ser. No se impone dogmáticamente por la razón
científico-filosófica. Cuando nos referimos a la idea de Dios no la
imponemos dogmáticamente; solo decimos que pueden aducirse, como
veíamos, "argumentos de verosimilitud" que avalan la hipótesis de Dios,
permiten valorarla y aceptarla libremente. La ciencia muestra también
la viabilidad científico-filosófica objetiva de quienes deciden
libremente construir una interpretación atea o agnóstica de este mismo
universo enigmático. El teísmo actual, surgido de una reflexión sobre
la ciencia, no pretende, pues, imponerse a nadie; pero exige que se
respete la verosimilitud argumentativa de su posición. No respetarla
sería difícilmente compatible con los principios de la epistemología
moderna de la ciencia y con el espíritu crítico, ilustrado,
intelectualmente tolerante de nuestra cultura. Hoy en día, solo desde
el dogmatismo (todavía activo en muchos ambientes), podría dejarse de
respetar a quienes se inclinan a aceptar los numerosos argumentos que
avalan considerar a Dios como posible fundamento de la Realidad y Ser
del universo. El Dios que la ciencia nos presenta es, pues, un Dios que
ha creado un universo borroso y ambivalente que puede ser entendido
como fundado en un ser divino transcendente o como puro mundo
autosuficiente sin Dios. Por consiguiente, la "ley natural" del mundo
que, si es creado por Dios, es la "ley divina" con que Dios ha querido
ordenar el escenario de la vida humana, es la ley que nos impone
orientar la existencia adaptando nuestras decisiones racionales a la
valoración de ese universo creado por Dios en la ambigüedad. En este
sentido, la imagen del universo en la Era de la Ciencia nos obliga a
cambiar la idea de la "ley natural" fundada en argumentos derivados del
paradigma grecorromano. El nuevo paradigma nos hace entender -con el
aval de la ciencia moderna-que el universo creado por Dios no es el que
creyó haber descrito la razón grecorromana (capítulo IV). Este universo
así descrito, epistemológicamente borroso y metafísicamente
ambivalente, se entiende como realización del universo que Dios ha
querido crear, como se proclama en el kerigma, a saber, el universo de
la libertad creativa del hombre, donde la Verdad no se impone, sino que
queda abierta para que sea alcanzada por el compromiso de la razón y de
la existencia libre del hombre, abierta a la santidad y al pecado.
4.2. La "teología de la kénosis" como lectura
moderna del kerigma
Por tanto, en resumidas cuentas, fa qué tipo de teología de la ciencia,
o de la "cultura moderna", conduce hoy la imagen del universo? Nuestra
propuesta es que la "teología de la ciencia" nos lleva a una teología
de la kénosis; es decir, a la teología de la kénosis como pieza
esencial y básica de nuestra interpretación o hermenéutica actual del
cristianismo. Esta teología no es nueva, pero quedó enmascarada por la
fuerza del paradigma grecorromano que, como vimos, era teocéntrico. La
kénosis tiene, pues, una larga historia que, sin embargo, debería ser
reinterpretada a la luz de la nueva imagen de la realidad en la
ciencia. La teología de la kénosis sería por ello mismo elemento
esencial del "paradigma de la modernidad", ya que para la hermenéutica
del kerigma cristiano en el mundo moderno es esencial la imagen del
universo de metafísica borrosa que la ciencia nos impone. Un universo
que muestra la "humillación kenótica" de Dios, al retirarse de la
realidad y ofrecerse al hombre en la libertad. El itinerario lógico que
conduce a esta teología de la kénosis puede resumirse en cuatro
puntos que exponemos seguidamente.
Primero: el hombre y la naturaleza de su
conocimiento.
La ciencia nos ofrece hoy una imagen del hombre en el marco del
paradigma evolutivo. Del mundo físico ha emergido la vida y de la vida
el ser humano como su producto terminal más perfecto. La mente humana y
sus funciones psíquicas, su conocimiento, han ido emergiendo en
dependencia de un proceso de adaptación al medio objetivo (en un
proceso a posteriori). Por esto, una vez emergida la razón, el hombre
se pregunta: ¿cuál es mi verdad humana? ¿Qué es últimamente el
universo? La respuesta debe construirse por la razón, describiendo
evidencias constatables y haciendo inferencias racionales críticas y
revisables. Esto es lo que han hecho la ciencia y la filosofía. Y esto
es también lo que hace el hombre ordinario ejerciendo su razón en la
vida. Observa el mundo (enigmático), su propia vida, su propia historia
(dramática) y establece las hipótesis metafísicas que deben dar sentido
a su vida (aunque sea de forma intuitiva, espontánea, a partir de la
experiencia inmediata del cosmos, de sí mismo y de la sociedad). El
conocimiento y el sentido de la vida se construyen, pues, a posteriori
por el ejercicio libre de las facultades humanas constituidas
evolutivamente. El hombre, abierto por la razón al mundo objetivo, debe
construir a posteriori un diseño para el "sentido de su vida". ¿Es
posible objetar este primer supuesto?
Una observación. Es verdad que, desde el punto de vista de la fe
cristiana (no argumentable desde la ciencia o la filosofía), sabemos
que todo hombre está llamado interiormente por una presencia mística,
sobrenatural, del Espíritu (la "Gracia" de que se habla en la teología
cristiana). Ya hemos aludido a ello. Pero esta presencia de Dios no es
evidente y clara. Es oscura y no podrá ser nunca descubierta por el uso
de la razón que el hombre natural ejerce a posteriori. Pero esta misma
experiencia interior mística es un hecho a posteriori (experiencia
fenomenológica interior) presente (de forma misteriosa, aunque real) en
la experiencia religiosa del cristianismo y de las otras religiones. En
la teología cristiana, como explicación racional de la fe, esta
experiencia interior jugará un papel importante y congruente. Por ello,
la creencia (la fe) no se fundará nunca solo en la razón natural
(ordinaria o científico-filosófica), sino en el testimonio interior de
la presencia "mística" de Dios en el interior del "espíritu" humano. La
fe se entiende así en la teología cristiana como resultado
complementario de la acción de la razón y de la Gracia (el Espíritu); o
sea, de las fuerzas naturales y de la respuesta a la acción
sobrenatural de Dios en la psique humana. De ahí que el creyente pueda
tener la certeza subjetiva, interior, insobornable, de la realidad de
Dios. Pero esta seguridad no se traduce en una seguridad natural de la
razón.
Segundo: el enigma real, dos posibilidades de
interpretación última.
El ejercicio natural de la razón, ordinario o derivado de la ciencia,
sitúa al hombre ante el mundo objetivo. La razón se ejerce como
discurso científico-filosófico (o por otras formas de conocimiento en
la vida ordinaria). La ciencia y la filosofía construyen su imagen del
universo. Todo hombre la construye en su vida, aunque sea solo
intuitivamente. Se muestra entonces el hecho de un universo enigmático
que, al someterse a un análisis filosófico apoyado en la ciencia,
conduce a dos posibles hipótesis de interpretación última: una
interpretación teísta y una interpretación atea o agnóstica, es decir,
puramente mundana, sin Dios. ¿Es posible negar que alguna de estas dos
hipótesis no sea posible? Ciertamente es muy difícil, a no ser que
retrocedamos hacia el dogmatismo filosófico teísta o ateísta del siglo
XIX, abandonando el criticismo ilustrado tolerante de nuestra cultura.
El teísmo, como hemos visto, tiene hoy "argumentos de verosimilitud"
para su hipótesis; pero ateísmo y agnosticismo también tienen
argumentos que fundan su posición metafísica (capítulo IV). La
sociología muestra que estas dos hipótesis son viables, y asumidas, de
hecho en la sociedad. A ellas está hoy abierto el hombre ordinario de
nuestra cultura.
Es muy difícil negar que las cosas sean así. Esta doble apertura es
admitida por los grandes autores en el diálogo ciencia-religión: por
ejemplo, Barbour, Peacocke, Polkinghorne, Ellis. Esto significa que la
teología antigua debería cambiar de perspectiva ya que se ha movido en
un marco impositivamente teocéntrico. La filosofía escolástica imponía
la certeza absoluta, metafísica, de la existencia de Dios. El tomismo
transcendental kantiano (Marechal o Rahner) imponía también la
existencia de Dios como un presupuesto transcendental apriórico (en
sentido kantiano). Dios sería así el condicionante transcendental de
toda acción humana y de todo conocimiento natural. La ciencia, en
cambio, orienta actualmente hacia una teología que ve al hombre inmerso
en el enigma del mundo y abierto a posteriori a esta doble posibilidad
de interpretación. El enfoque evolutivo monista de la ciencia moderna
se ha hecho incompatible con dos presupuestos de la teología clásica en
el paradigma grecorromano: primero con la ontología dualista griega y
segundo con el apriorismo kantiano asumido por la moderna
interpretación transcendental del tomismo.
Tercero: el sentido del ocultamiento divino.
Si esta situación es correcta, ¿cuál es entonces la posición metafísica
del hombre en el mundo? Estaría abierto al enigma de lo real y a la
posibilidad de estas dos hipótesis, Dios y la pura mundanidad sin Dios.
En definitiva, Dios no estaría impuesto por las condiciones objetivas,
ya que siempre estaría abierta la posibilidad de la hipótesis puramente
mundana. Por tanto, aunque el hombre se inclinara hacia una
interpretación religiosa, lo haría admitiendo que el Dios real mantiene
en último término su silencio en la creación (ha creado el mundo con un
diseño que hace posible interpretarlo sin Dios). Aunque la naturaleza
racional permite, pues, la hipótesis de Dios (con "argumentos de
verosimilitud"), no hay una seguridad racional absoluta de su
existencia y el Dios real, de existir, está oculto y en silencio. Por
ello, el hombre en el mundo debe entenderse como un ser abierto a las
dos grandes preguntas metafísicas finales, antes aludidas, en tomo a
Dios. La primera: les real un Dios que ha creado el mundo pero
permanece oculto y en silencio? Y la segunda: el Dios oculto, ¿tiene
una voluntad de relación con el hombre y liberación de la historia? En
último término se trata de una única pregunta: les real un Dios oculto
y liberador? Cuando el hombre es religioso, aunque no sea cristiano,
toma siempre una posición positiva ante estas preguntas: la
religiosidad natural se funda en la apertura a un Dios salvador (un
poder salvador último) por encima o a pesar de su ocultamiento y de su
silencio. Es decir, a pesar del dramatismo de la historia presente en
todas las culturas y en la biografía personal de todo hombre,
inexorablemente abocado al fracaso y a la muerte Jaspers, Heidegger).
El hombre religioso es posible al creer que el "ocultamiento divino"
tiene una explicación "teológica": crear un mundo en que sean posibles
la libertad, la autonomía y la dignidad humana. Son la libertad y la
dignidad que el mismo hombre está advirtiendo en su propia experiencia
vital, entendiendo que se abre o se cierra a Dios desde el uso de su
libertad humana. El hombre entiende experiencialmente que es libre, que
Dios no se le impone, y que su dignidad humana podría ser el gran Don
de Dios a la Historia. Este logos permite superar, como decíamos antes,
el enigma del universo y el drama de la historia, al abrirse a la
confianza en el Dios oculto y liberador.
Cuarto: la hermenéutica del Misterio de Cristo.
El cristianismo está, pues, fundado en la experiencia religiosa de
Israel que culmina en el Misterio de Cristo: el Misterio de la Muerte y
Resurrección de Cristo. El patrimonium fidei cristiano, y la misma
teología cristiana, han considerado siempre que en este Misterio de
Cristo Dios ha realizado y manifestado ante los hombres el sentido de
su plan salvador. Es el plan divino, eterno designio, en la creación
del mundo y en la salvación liberadora de la historia humana y de cada
uno de los hombres en su individualidad personal. Por tanto, si el
hombre en el mundo es el que hemos descrito antes (abierto
existencialmente a las preguntas por el Dios oculto y por el Dios
liberador), entonces ese hombre llega a una forma natural lógica de
entender el Misterio de Cristo. Es la hermenéutica humana del Misterio
de Cristo desde la historia real: una forma de entender qué ha hecho y
qué nos ha manifestado Dios en el Misterio de Cristo que se ilumina
desde la experiencia existencial humana en la modernidad. La Muerte de
Cristo (sabiendo que Cristo es una Persona Divina) se entiende como
confirmación y respuesta a la pregunta existencial por el Dios oculto:
la Cruz manifiesta la existencia de un Dios oculto que ha aceptado la
kénosis, el anonadamiento, el vaciamiento, de su Divinidad ante el
mundo para constituir la historia libre de los hombres, asumiendo
íntegramente el uso humano de la libertad, en la santidad y en el
pecado. La Resurrección de Cristo se entiende como la realización,
anticipada en Cristo, y el anuncio de una futura intervención
liberadora de la Divinidad para salvar la historia humana. La
resurrección nos dice, en efecto, que la pregunta por el Dios liberador
tiene respuesta positiva: el Dios trinitario, en la Persona Divina del
Verbo, en Cristo, asume el momento del ocultamiento, de la kénosis en
la muerte de Cristo en la Cruz, pero en la Resurrección se manifiesta
que su designio final es la liberación metahistórica de los hombres en
conformidad con el uso de su libertad en el "tiempo del mundo".
Teología de la kénosis, una teología de la libertad.
El texto bíblico básico de la teología de la kénosis está en san Pablo
a los Filipenses. Es el himno que reza: "Tened entre vosotros los
mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se vació de
sí mismo (kénosis) tomando la condición de siervo, haciéndose semejante
a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí
mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios
le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al
nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en
los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para
gloria de Dios Padre" (Filipenses 2,5-11). Este texto maravilloso ha
sido aplicado tradicionalmente a la cristología; es decir, interpretado
como referido a Cristo, en la kénosis de su encarnación y de su muerte
en cruz. Sin embargo, la teología de la kénosis moderna, asumiendo la
interpretación en este sentido cristológico tradicional, la proyecta a
Dios mismo y habla legítimamente de la "kénosis de Dios" en la
creación. Dios al crear el mundo habría admitido la kénosis de su
presencia impositiva, de la presencia de la Gloria de su Divinidad,
para manifestarse en la forma de un mundo en que está oculto. Esto es
lo que significa la "kénosis de Cristo" (o sea, la encarnación y la
cruz) que, en definitiva, es la misma "kénosis de Dios", ya que Cristo
es de "condición divina", la persona del Verbo, que realiza y revela el
misterio kenótico primordial de Dios Padre por medio del Verbo por el
Amor del Espíritu Santo. En este sentido Cristo es obediente y asume el
eterno designio de Dios (solidario con el designio trinitario),
manifestándolo y realizándolo en un momento de la historia para
revelarlo a los hombres. Dios, al crear, habría admitido su
ocultamiento, su kénosis ante su misma obra creada, haciendo posible
así la libertad humana en un mundo hecho como enigmático ante el
conocimiento humano (kénosis epistemológica). Pero la intención última
de Dios en la creación sería glorificar el sacrificio de Cristo
(mediador universal de la creación por su voluntad kenótica a favor de
la libertad), asumido ante el mundo, ante el pecado, para crear la
libertad humana y proceder a la salvación liberadora al final de la
humanidad por la Resurrección metahistórica.
Por consiguiente, la teología iluminada desde la ciencia -en
definitiva, la cultura de la modernidad en que constatamos la
"humillación" de Dios- está siendo la ocasión histórica que nos lleva a
entender algo que estaba ya en la esencia más antigua de la revelación
y de la teología cristiana: la teología de la kénosis. La existencia
del mundo se hace posible por la kénosis de Dios Padre en la Creación,
en la unidad trinitaria, cuyo eterno designio Cristo obedece en su
encamación y muerte en cruz, manifestando así y realizando el eterno
designio divino de una creación kenótica, muestra suprema del Amor a
favor del hombre. La ciencia ilumina nuestra comprensión del
cristianismo al hacernos entender que vivimos en un universo
enigmático, oscuro, en que la explicación final podría ser Dios, pero
podría ser también el puro mundo sin Dios. La ciencia conduce a
entender que el Dios real, el Dios cristiano, es un Dios conocible por
la razón y accesible a la libertad humana. Pero, al mismo tiempo, es un
Dios humilde y discretamente oculto que permanece en silencio por la
kénosis o anonadamiento de la manifestación Gloriosa de su Divinidad
ante el mundo. Así, el Dios del cristianismo es el Dios de la libertad.
El Dios que crea la libertad humana, la sostiene y la respeta. Y, por
ello mismo, el cristianismo es en su quintaesencia la religión de la
libertad.
La kénosis, clave del enigma y del drama del
universo.
La kénosis del Dios en la creación del universo y la kénosis de Cristo
que la realiza y la revela en el tiempo histórico son un desvelamiento
del sentido del enigma y del drama del universo. El
enigma producido por la lejanía y el silencio divino, que dejan al
hombre en la angustia ante la borrosidad del universo y en la
incertidumbre metafísica, suscitando el malestar por el abandono divino
de la historia personal y la colectiva, tienen su respuesta en la
kénosis divina como manifestación de un diseño creador que no quiere
imponer su presencia para fundar tanto la autonomía del cosmos como la
libertad humana. El drama producido por la creación de un universo
autónomo que se hace a sí mismo a través del penoso camino evolutivo
del sufrimiento, de la vida y de la muerte, tiene también su respuesta
en la kénosis de Cristo en que una persona divina asume el dolor en su
naturaleza humana. La redención como voluntad divina de permitir el
pecado y perdonarlo, afrontando la creación de un universo en que la
especie humana está afectada por el pecado original, podía haberse dado
sin el sufrimiento de Cristo. La Pasión de Cristo en la cruz contiene
un mensaje explícito que Dios, sin duda, ha querido comunicar: que Dios
sufre y soporta con dolor el drama de la historia. Dios no es
indiferente ante el sufrimiento humano que su designio creador ha
permitido: pero, sin embargo, Dios ha afrontado su plan de salvación
porque juega a favor de la plenitud humana, de su libertad y de su
dignidad. Este aceptar, por la adhesión a Jesús, el designio creador
que incluye el drama de la existencia mueve también al hombre a aceptar
la confianza en Dios a pesar del sufrimiento que nos embarga en el
drama personal y colectivo de la vida.
A este tipo de teología, teología de la libertad, parece mover lo que
hemos llamado "teología de la ciencia", como hermenéutica cristiana en
nuestra cultura entendida como teología de la kénosis. La teología
actual debe verse interpelada por el desafío ofrecido por esta hermenéutica
heurística que, por otra parte, es perfectamente conforme con el patrimonium
fidei,
con los grandes contenidos de la fe cristiana. Hoy, repetimos, son
difícilmente sostenibles tanto la ontología escolástica tradicional
(derivada de la ontología griega), como las posiciones epistemológicas
de un apriorismo kantiano incompatible con el paradigma evolutivo a
posteriori de la ciencia. La imagen moderna de la realidad es
incompatible con la filosofía teocéntrica (bien sea griega o
transcendental) que considera que un acceso humano a Dios cierto y
seguro, absoluto y metafísico, es posible para la pura razón natural.
El mundo enigmático y oscuro que la ciencia nos describe, en cambio,
parece hoy llevarnos a entender que el acceso a Dios solo es posible
desde la admisión del ocultamiento divino, caminando como diría san
Juan de la Cruz en la "noche oscura" que supone estar en el mundo.
Admitir a Dios en ese mundo enigmático es ser capaz de aceptar su
inoperancia, su silencio ante el mundo del sufrimiento que nos crea un
malestar profundo, cargando con la cruz de nuestra existencia y, a
pesar de ella, confiar en el designio divino orientado a la salvación.
Aceptar al Dios oculto y liberador es, en definitiva, acceder a Dios
por la mediación del logos cristológico; esto es, aceptando el Misterio
de la Muerte y la Resurrección de Cristo. Es aceptar que el enigma y el
drama del universo tienen el sentido teológico (sentido "en" Dios)
revelado en la kénosis de Dios en Cristo. En la religión natural esta
aceptación es implícita; en el cristianismo es la aceptación explícita
del Misterio de Cristo en que la historia se entiende en su
consistencia final.
4.3. Kénosis y tradición cristiana
Observaciones sobre la teología de la kénosis en
la tradición cristiana.
En este ensayo, y especialmente en este capítulo, hemos venido usando
el término kénosis y la denominación "teología de la kénosis" para
designar un cierto tipo de teología. Si teología es el intento de
comprensión de la revelación dada en Cristo, de la que es depositaria
la iglesia, proclamándola y explicándola mediante una hermenéutica que
muestre cómo el kerigma entra en congruencia con la realidad, al hablar
de "teología de la kénosis" hacemos referencia a que es posible un tipo
de hermenéutica en que juega un papel revelan te, integrador, lo que se
designa con el término kénosis. Este tém1ino está ya en la Escritura
(recordemos el texto de Filipenses que acabamos de citar) y puede
seguirse la historia de cómo la kénosis ha sido entendida en la
tradición teológica cristiana. En este ensayo defendemos que la nueva
situación humana en la modernidad, en que se ha producido un
conocimiento más profundo de las características de la obra creadora de
Dios, permite situar la idea de la kénosis como elemento central e
integrador de una hermenéutica teológica desde la modernidad. Esta
nueva teología es, por una parte, una aportación creadora de la
teología de nuestro tiempo, pero, por otra, entra en congruencia con
una larga tradición teológica en que la idea que se apunta con el
término kénosis ha venido jugando un papel central en el entendimiento
del kerigma cristiano.
1) El término kénosis es una derivación sustantivada del verbo griego
kenoun que se usa en el himno de Filipenses de san Pablo en la forma ekénosen.
El término kenós,
usado ampliamente en el Nuevo Testamento y en san Pablo, significa
vacío, vano, inútil. Así, la expresión usada varias veces por san Pablo
eis kenón se suele traducir como "en vacío",
"en vano". El verbo griego kenoun (kenoo)
significa vaciar, anonadar, destruir. Es un verbo usado solo en San
Pablo y, en el himno de Filipenses, en la forma ekénosen eautón (se
anonadó a sí mismo). Desde el punto de vista exegético parece ser que
san Pablo se refiere ante todo a la encarnación, en la que se produce
la humillación de Cristo que se entrega a sí mismo en la participación
de la condición humana, así como al vaciamiento en el que prescinde de
la Gloria de su Divinidad. Pero no cabe duda de que, como se ve en
Filipenses, dentro de la unidad del logos cristológico, la encarnación
conduce a la humillación final y plena de la Cruz (que se anticipa en
la encarnación). La exégesis de los diferentes textos bíblicos debe
precisar en qué sentido exacto se está usando cada una de las posibles
formas, bien sea en los sinópticos, en san Pablo o en otros lugares. Es
evidente que precisar el sentido preciso de la forma lingüística es
esencial para la interpretación de los sentidos teológicos que intentan
transmitir los autores bíblicos.
2) El himno de Filipenses que hoy se hace resaltar como la formulación
paulina más potente de la teología de la kénosis fue, en la tradición
teológica cristiana, un texto más donde quedaba patente un contenido
kerigmático general que no solo insistió en el término kénosis como
tal, sino en la idea de la humillación, la pobreza, la debilidad, el
sufrimiento y la cruz, escogidos por el Verbo Divino como camino de la
manifestación y realización de la Redención en el tiempo. Cristo oculta
su Gloria, y aunque en ocasiones se manifieste (verbi gratia, en los
milagros), trata de hacerlo con discreción (verbi gratia, recuérdese la
teología del "secreto mesiánico" en el evangelio de Marcos). La
proclamación del "Dios humillado" desde el momento mismo de su
encarnación como prólogo de un camino en pobreza y debilidad, de
impotencia ante los poderes del Mal, del pecado, que culmina en la
Cruz, es el tema constante y omnipresente de la proclamación del
kerigma. Jesús anticipa de mil maneras que ha venido no para imponer la
Gloria de su Divinidad sino para dar testimonio de la verdad en el
signo final de su voluntad de humillación, a saber, en el Misterio de
su Muerte en Cruz y de su Resurrección. En este sentido la teología del
"Dios humillado" como esencia del cristianismo, la locura de la cruz,
recorre por completo las teologías paulina y neotestamentaria, aun sin
necesidad de mencionar explícitamente el término kénosis. Pero esto no
significa que la teología del "Dios humillado", en el acto divino
creador del mundo que establece el escenario de la encarnación, no sea
la misma teología que se presenta en el himno de Filipenses tomando una
forma de expresión concreta (kénosis). Es la idea paulina del Dios que
siendo rico, y dominador de su Gloria, se hace "pobre" (se humilla, se
vacía a sí mismo, se anonada y muere) para enriquecemos con su pobreza
(para crear la libertad y la dignidad humana en la historia), tal como
se ve en 2Cor 8,9. La kénosis del himno de Filipenses es así la
quintaesencia del kerigma cristiano que proclama el eterno designio de
un Dios que se humilla en la creación para constituir la plenitud y la
salvación del hombre.
3) Debe pensarse, pues, que lo afirmado por san Pablo en el himno de
Filipenses estará en congruencia con el sentido global del kerigma
cristiano, en gran parte apoyado en la teología paulina, que la iglesia
proclama. No podría ser de otra manera en lógica cristiana. Esta
ortodoxia interpretativa nos lleva a establecer que la kénosis
(anonadamiento, vaciamiento, humillación, muerte) no afecta a la
esencia divina trinitaria en sí misma, al margen del designio creador.
La kénosis comienza por la creación, pero se da ya antes en el eterno
designio de crear de acuerdo con el logos cristológico. La Persona
Divina que protagoniza la kénosis es el Verbo, pero dentro de la
solidaridad del Dios Uno en su esencia trinitaria. El Verbo es la misma
persona de Cristo (el Verbo encarnado) y, por ello, es Cristo como
persona el que, siendo de condición divina, renuncia a manifestarla en
su Gloria y asume la kénosis de la encamación que le lleva a la muerte
en cruz (obedeciendo el eterno designio trinitario de la creación en el
logos cristológico). La Persona del Verbo encamado (Cristo) no se
"vacía" en ninguno de sus contenidos ontológicos como Divinidad
trinitaria en la kénosis, ya que sigue siendo Dios en toda su
omnipotencia y omnisciencia: lo que se anonada es la Gloria de la
manifestación que por derecho correspondería a un Dios encamado.
Cristo, despojado de la Gloria de su Divinidad, como Verbo encarnado,
toma la condición humana y se humilla a sí mismo (se "kenotiza" a sí
mismo, ekénosen eautón) llevándose a la muerte en cruz (en obediencia
al eterno designio cristológico). Este proceso kenótico es, pues,
protagonizado por el Verbo divino (Cristo). Es así la persona de Cristo
la que se humilla kenóticamente en su Gloria (el que se humilla es así
una Persona Divina) y, si no fuera así, la teología de la kénosis de
Pablo perdería su fuerza esencial y su congruencia con el conjunto del
kerigma. Además, lo que se anonada no es la condición ontológica de la
Divinidad, sino la manifestación de la Gloria a la que tenía derecho.
Pero el himno de Filipenses, una vez concluida la descripción del
proceso de humillación de la Divinidad, comienza el canto a la
exaltación que Dios ha concedido a Cristo como Cabeza de la humanidad.
Según el designio trinitario el Verbo, la persona de Cristo, ha asumido
la humillación que responde a la Sabiduría del logos cristológico, y
por ello todo hombre que entre en la filiación divina deberá hacerlo
teniendo a Cristo por Cabeza. Este entendimiento ortodoxo del himno de
Filipenses es la que defienden en sus artículos clásicos sobre la
kénosis, tanto P. Henry como A. Gaudel, aunque dentro de un conjunto de
matizaciones teológicas más barrocas que aquí no son del caso.
4) El himno de Filipenses ha sido, pues, un aspecto más de la teología
paulina integrado en la teología neotestamentaria general acerca del
misterio del "Dios humillado" por una creación a favor del hombre, como
elemento central del kerigma. Son los santos Padres quienes introducen
el término "kénosis" para referirse al anonadamiento de la Divinidad
descrito en el himno paulino. A lo largo de toda la patrística (y aquí
podríamos comenzar un estudio específico de las aportaciones de cada
uno de ellos) se extienden continuas referencias a la exégesis del
himno. Surgen con ocasión de la utilización de este texto hecho por
numerosas herejías del tiempo para probar sus afirmaciones. Así, por
ejemplo, la expresión "apareciendo en su porte como hombre" parecía
inducir a las tesis del docetismo de origen gnóstico que no admitía que
Dios hubiera realmente asumido una naturaleza humana (era solo una
apariencia); igualmente, la radicalidad de las expresiones paulinas
podía inducir a pensar que en Cristo se había producido un "vaciamiento
de la condición divina", hasta el punto de que ya no fuera Dios en
realidad como lo es el Padre (arrianismo). Frente a las lecturas
heterodoxas del himno, los santos Padres defienden una exégesis que
apunta a los perfiles ortodoxos que hemos trazado en el párrafo
anterior. Así lo hacen, en diferentes épocas y contextos, san Ireneo,
Clemente Alejandrino, Hipólito, san Cipriano, Hilario de Poitiers, y el
mismo San Agustín, entre otros muchos. Como observa P. Henry, en los
santos Padres no existe un esbozo de lo que pudiera llamarse una
"teología de la kénosis" específica, aunque asumen el himno de
Filipenses y lo entienden como un texto bíblico más, aunque sin duda
importante, dentro de una explicación general del kerigma como
proclamación del "Dios humillado". Para Henry no se constatan indicios
en la patrística de una "teología de la kénosis" que anticipe las
propuestas teológicas protestantes del siglo XIX (y actuales).
5) Para San Hilario, por ejemplo, la forma divina de la que el Verbo se
despoja en la encarnación no es ni la personalidad divina ni la
naturaleza divina, ya que tanto la una como la otra permanecen. El
despojo producido en la encarnación es para san Hilario el estado de
Gloria manifiesta que sería debido a una persona divina. En la
encarnación, el Verbo, la persona de Cristo, aparece en estado de
humillación y debilidad, hasta la muerte. En su naturaleza humana
padece el Verbo una limitación del resplandor de su Gloria, pero sin
que esto afecte a la naturaleza divina del Verbo. Para san Hilario el
Verbo, al asumir la naturaleza humana, por su humillación voluntaria,
no la ha dotado de aquella Gloria que le será propia en el momento de
su exaltación. Para Gaudel, siguiendo a Le Bachelet, la doctrina de san
Hilario asume el entendimiento ortodoxo de la kénosis y es ajeno a las
"teorías de la kénosis" protestantes modernas.
6) La primera comunidad de creyentes, la iglesia, aceptó la doctrina de
Jesús por la confianza nacida de una adhesión a su persona. Se sintió
inspirada y asistida por el Espíritu de Jesús para proclamar el kerigma
que expresaba lo revelado por Jesús: y así proclamó la existencia de
una única Persona Divina en Cristo, el Verbo encarnado, y dos
naturalezas, misteriosamente unidas, la naturaleza humana y la
naturaleza divina. La iglesia no creyó el misterio de la encarnación
porque pudiera explicarlo, sino porque esta era la doctrina de Jesús,
un misterio de inabordable profundidad. La doctrina de Jesús, de la que
la iglesia se sentía depositaria en la historia, era clara: "verdadero
Dios" y "verdadero hombre", pero una única Persona Divina. La imagen de
Jesús que, en efecto, daban los evangelios, era de una concordancia
entre estas dos naturalezas: la imagen de Jesús en su conciencia de
hombre real y la imagen de Jesús en su conciencia de Hijo de Dios que
conoce los arcanos de la Divinidad. ¿Era posible acercarse a la
explicación, o, al menos, al entendimiento de este misterio? El
criterio de la iglesia fue claro: denunciar aquellas explicaciones que
no concordaban con la simplicidad (aunque fuera mistérica) del kerigma.
Es lo que pasó con las herejías en la época patrística. La llamada en
la teología "unión hipostática" fue objeto de reflexión en el paradigma
antiguo. La teología antigua aplicó los principios y conceptos de la
ontología grecorromana para clarificar la idea cristiana de la Trinidad
y el Misterio de la persona de Cristo {todo ello no fueron sino
propuestas hermenéuticas, en ocasiones diversas y no concordantes, de
las que se puede discrepar). Más adelante, con la teología protestante
aparecieron nuevas propuestas que relacionaron el problema del
entendimiento de las dos naturalezas con la idea de la kénosis que
sugería el himno de Filipenses. En esto aparecieron problemas.
7) Para Lutero, el Verbo habría comunicado a la naturaleza humana de
Cristo aquellas cualidades propias de la naturaleza divina, la
omnipotencia y la omnisciencia. Pero Cristo habría renunciado al
ejercicio de los atributos divinos que poseía su naturaleza humana por
derecho, por haber sido exaltada a la condición divina. En este
contexto interpretó Lutero el himno de Filipenses: Cristo renuncia a la
manifestación de las perfecciones divinas de su humanidad y de su
Gloria. Pero la exégesis luterana clásica (en la que algunos teólogos
católicos han visto rasgos de docetismo) no fue asumida por la llamada
"teología de la kénosis" de un grupo importante de teólogos
protestantes del siglo XIX, pues en lugar de "divinizar la humanidad"
{tendencia de Lutero) trataron de "humanizar la Divinidad" de Cristo.
Para estos autores la kénosis de la Divinidad, de la persona de Cristo,
en el himno de Filipenses debería entenderse en el sentido de que el
mismo Verbo divino se habría "vaciado" de sus atributos divinos. En la
encarnación se habría producido así la autolimitación real voluntaria
de las cualidades divinas del Verbo. Esta posición fue defendida, entre
otros, por Thomasius para quien la posibilidad de la encarnación, de la
unión hipostática, dependía de que el Verbo poseía la facultad de
autolimitarse en sus propiedades ontológicas. Thomasius aportaba esta
explicación para entender la real unidad de la persona histórica de
Cristo. Para ello distinguía entre ciertas propiedades esenciales de la
Divinidad que eran irrenunciables y otras de las que el Verbo podía
voluntariamente prescindir (omnipotencia, omnisciencia). Para Gaudel el
autor más radical en esta línea fue Gess. La encamación supuso un
cambio producido en el interior de la Trinidad: durante la kénosis el
Padre deja de engendrar al Hijo y el Espíritu Santo procedería solo de
Él. Solo un Verbo despojado de su Divinidad podría ser hombre y
convivir realmente con los hombres. La encarnación y muerte kenótica
habría supuesto una dramática tensión que afecta a las mismas personas
divinas. Otros muchos autores siguieron esta línea interpretativa
fundada en la necesidad de admitir una autolimitación ontológica del
Verbo (kénosis ontológica) en su cualidad divina como tal, para hacer
posible la encamación. Sin embargo, no es de extrañar que lo que en el
XIX se llamó "teología de la kénosis", promovida por la teología
protestante (no solo luteranos) no fuera admitido por la teología
católica como explicación viable, ya que entraba claramente en
contradicción con aquel principio esencial del kerigma, antes
mencionado: que Jesús era "verdadero Dios" y "verdadero hombre",
misterio quizá sin explicación racional humana, pero presente
esencialmente en el kerigma constituido desde el fundamento de la
doctrina de Jesús.
8) Para el kerigma cristiano no existe duda alguna de que Cristo muere
realmente en la cruz. Extraordinario Misterio. Cristo era el Verbo
divino encarnado, que unía la naturaleza humana a la naturaleza divina.
La muerte real de Cristo no puede significar que muera realmente el
Verbo de Dios (el Dios trinitario permanece siempre en su identidad
ontológica). Pero el Dios encarnado, Jesús, el Cristo, deja realmente
la vida, si debemos admitir que su muerte fue real. ¿Cómo entenderlo?
Responder supone una legítima especulación teológica. A nuestro juicio,
el criterio de entendimiento debe ser la naturaleza del designio divino
que se proclama en el kerigma. Este designio es el origen de todo y en
él debemos hallar el principio explicativo. A saber: la libre voluntad
trinitaria, nacida del Amor comunicativo, de emprender la creación por
medio del logos cristológico que la hace posible. La creación en Cristo
deja abierta la libertad humana que lleva al pecado, y constituye a la
humanidad en su condición pecadora. Es también la creación en Cristo la
que instaura un orden de cosas que lleva al dramatismo de la historia,
y al drama final de la muerte. Por consiguiente, en la lógica del
kerigma cristiano, la obra de Cristo realiza y manifiesta en un momento
del tiempo el eterno designio divino de creación en el logos
cristológico. Es congruente entonces que la obediencia de Cristo al
Padre (la obediencia solidaria al designio trinitario) le lleve a
asumir la muerte real en la cruz que, primero, revela y manifiesta el
anonadamiento kenótico del Dios trinitario ante la libertad
incondicionada del hombre (ante el pecado) en la creación y, segundo,
muestra que el Dios encarnado sufre solidariamente con el sufrimiento y
el drama humano de la historia, mostrando que Dios no ama el
sufrimiento pero forma parte de un plan de salvación que enriquece a la
humanidad y que debe ser asumido, como Cristo lo asume sintiendo
repugnancia humana y experimentando el abandono de Dios que todo hombre
siente en su propia vida. Cristo, en su naturaleza humana, asume el
penoso dramatismo de la muerte, y muerte en cruz, a impulsos del Amor
que en la Trinidad es la persona del Espíritu Santo. Cristo asume el
abandono de la Gloria de Dios y el drama de la muerte real a impulso
del Amor que constituye la esencia del eterno designio trinitario que
debía hacer de Cristo la Cabeza de la humanidad, el primero de los
justos, la imagen perfecta del hombre justo que debía llegar a la
filiación divina por su hermandad con la persona de Jesús, asumiendo la
kénosis a la inversa (los mismos sentimiento de Cristo, según
Filipenses) y el drama de su propia existencia con la misma confianza
en el Padre que muestra Cristo en su Pasión.
9) Ya en el siglo XX la teología de la kénosis tuvo una aportación
innovadora en la obra original de Alfred North Whitehead. Ser trataba
de algo nuevo, quizá inspirado en la teología protestante de la kénosis
en el XIX, pero con trazos que responden exclusivamente a las
intuiciones científicas y filosóficas de Whitehead. Su importancia
radica en que su filosofía y su interpretación del cristianismo
producen el nacimiento de la llamada filosofía y teología del proceso,
principalmente extendida en los Estados Unidos. Su pensamiento sobre
todo a través de la influencia de su discípulo Charles Hartshorne y de
otros autores de calidad como W H. Vanstone, entre otros muchos, ha
constituido una de las escuelas teológicas de más importancia en las
últimas décadas en el mundo anglosajón. En mi opinión, como he
intentado mostrar ampliamente en otro lugar, no existe en realidad una
auténtica teología de la kénosis en Whitehead, ya que su Dios no es un
Dios creador del mundo, sino coexistente eternamente con el mundo. Dios
está limitado por la facticidad del mundo que se le impone. No es que
Dios haya decidido su autolimitación, con una voluntad kenótica, porque
la limitación le viene impuesta ya por el mundo. Sin embargo, esta
especie de Dios platónico que, como el demiurgo trata de llevar la
evolución hacia el Bien, tiene, en efecto, una limitación ontológica en
los condicionamientos que el mundo eterno inexorablemente impone (por
ello no es responsable del Mal, sino que lucha contra el Mal). Esta
limitación real impuesta se extiende a su omnipotencia y a su
omnisciencia. Whitehead es, pues, una forma más radical de "kénosis
ontológica" (si es que podemos hablar aquí de kénosis) cuyo sentido
habría sido, en la mente de Whitehead, liberar a Dios de la
responsabilidad por el drama de la historia.
10) En los últimos 25 años del siglo XX comenzó a desarrollarse,
principalmente en el ámbito cultural anglosajón, una reflexión sobre la
religión cristiana a partir de la imagen de la realidad en las
ciencias. Esta corriente de pensamiento ha constituido lo que se llama
el diálogo ciencia/religión, que ha contado con el estímulo de la
Templeton Foundation. Los primeros pasos fueron dados por Ian Barbour
entrando en la década de los setenta. Ya en los ochenta comenzaron las
aportaciones de Arthur Peacocke y de John Polkinghorne. Más adelante,
en los noventa, comenzó a sonar el nombre de George Ellis. Todos ellos
han recibido el Premio Templeton y han sido considerados los grandes
maestros del diálogo ciencia/religión. Un aspecto fundamental de estos
autores es haber advertido que la ciencia imponía admitir que el
universo puede ser descrito de acuerdo con una hipótesis no religiosa,
sin Dios. Existían argumentos, sin embargo, que hacían la idea de Dios
plausible y quizá, como repite Peacocke, la mejor hipótesis para
explicar que el universo sea posible. Pero Dios no era una imposición
racional de la naturaleza. Por ello, quizá influidos por la teología
del proceso, estos autores, y otros en el mismo ámbito de influencia,
comenzaron a hablar del concepto de kénosis para designar el hecho de
que Dios no había querido imponerse en la naturaleza. Ellis ha aportado
el importante concepto del "principio antrópico cristiano" que nos dice
que el universo creado por Dios, en que no se impone, es un universo
creado para la libertad. Jürgen Moltmann aportó también en la década de
los setenta la teología del "Dios crucificado" en que insistía, de
acuerdo con las tendencias de la teología en aquellos años (teología
política y liberación), en la teología tradicional cristiana del "Dios
humillado", a que antes hemos hecho referencia, aunque radicalizando
quizá algunos conceptos en la línea común a algunos teólogos
protestantes La obra editada por Polkinghorne, ya en el siglo XXI, con
el título The Work of Love. Creation as Kenosis, cuenta
con la colaboración de todos estos autores, y otros, pudiendo
considerarse un sumario de la reflexión sobre la kénosis en estas
últimas tres décadas. En esta línea de pensamiento destaca, pues, una
nueva interpretación extensiva del hecho real de la kénosis, de la
"humillación divina", en la forma de la Creación. En la revista
PENSAMIENTO serán fácilmente asequibles para el lector cinco artículos
míos en que he explicado ampliamente el pensamiento de Whitehead,
Barbour, Peacocke, Polkinghorne y Ellis, donde me fijo especialmente en
su teología de la kénosis y la discuto desde el punto de vista de mi
propia teología de la kénosis.
11) En este ensayo hemos argumentado que, en efecto, la kénosis es un
concepto teológico que debe ser destacado como elemento central de la
hermenéutica del cristianismo en la modernidad. Naturalmente la kénosis
entendida como expresión teológica, recogida de san Pablo, que designa
la quintaesencia del kerigma cristiano que proclama el eterno designio
divino de no imponer en el mundo la Gloria de la Divinidad, dejando
abierta la puerta a la libertad humana que podrá conducir al pecado y a
la santidad. Pero el kerigma que proclama el Misterio del "Dios
humillado" por Amor no solo habla de la humillación de Cristo que lleva
desde la encarnación a la cruz, sino de la humillación creadora donde
Dios no impone la Gloria de su presencia. Esta kénosis en la creación
ha podido ser entendida al abandonar el paradigma grecorromano y
entender la imagen del universo enigmático y borroso creado por Dios.
Como he indicado antes en este ensayo, ya al final de los años sesenta,
siendo muy joven, entendí que el mundo moderno exigía reconocer que era
posible una interpretación del universo "puramente mundana", sin Dios,
que conducía a entender el ocultamiento divino, o kénosis de su Gloria,
en la creación. Estas ideas pudieron ser publicadas en un largo volumen
de 750 páginas en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
Madrid, con el título Existencia, Mundanidad, Cristianismo. Las
ideas que allí expuse, que sonaron en el desierto, son las mismas que
expongo en este ensayo, aunque ahora arropadas por la "teología de la
kénosis" nacida de la moderna reflexión sobre la ciencia, aludida en el
punto anterior.
12) Las especificidades filosófico-teológicas de la "teología de la
kénosis" que se propone, pues, en este ensayo son las siguientes. A) Es
consciente de que anticipa la ampliación del concepto de kénosis a la
creación (como también han hecho más recientemente los autores que
hemos mencionado en el ámbito del diálogo ciencia/religión), asumiendo
también la tradicional teología del "Dios humillado" en Cristo,
esencial en el kerigma cristiano. B) Esta ampliación la entendemos como
una exigencia del entendimiento del cristianismo en el mundo moderno,
especialmente como el camino lógico de la "teología de la ciencia"
(pero no solo, ya que esta se presenta solo como un elemento de la
cultura de la modernidad). Es, pues, una pieza esencial del "paradigma
de la modernidad". C) Por ello no solo la hemos construido desde la
imagen del universo, de la vida y del hombre, en la ciencia, sino como
forma lógica de hacer la hermenéutica cristiana desde la experiencia
existencial humana descrita por una antropología filosófica de la
modernidad. D) Nuestra propuesta excluye que tenga sentido teológico
entender que la kénosis afecte en alguna manera a la ontología interna
del Dios que el cristianismo conoce como trinitario. Las relaciones
internas de las Personas en la Trinidad no sufren ningún proceso
kenótico que afecte a su naturaleza real. E) Nuestra propuesta excluye
igualmente que tenga sentido teológico hablar de una "kénosis
ontológica" en la forma en que fue entendida en las "teologías de la
kénosis" protestantes en el siglo XIX, o en la más reciente filosofía y
teología del proceso, fundada en Whitehead, todavía más difícil de
conciliar con el kerigma cristiano, ya que sitúa a Dios y al mundo en
una misma dimensión de eternidad. En otras palabras, no creemos que
tenga sentido teológico hablar de kénosis como autolimitación en
propiedades divinas como omnipotencia, omnisciencia, etc. Aunque el
mundo autónomo creado por Dios evolucione por probabilidad estadística
y por libertad, la idea del Dios presente en el kerigma cristiano nos
hace creer en un Dios que conoce el espectro de probabilidades y de
oscilaciones de la libertad en el futuro y puede intervenir según su
voluntad providente en el curso de la historia, aunque (como otras
muchas cosas en la fe cristiana) la razón no pueda explicarlo
cumplidamente. F) La kénosis aquí defendida afecta, sin embargo, a la
misma Divinidad, en su solidaridad trinitaria, por cuanto Dios, por la
kénosis, renuncia a imponer manifiestamente su Gloria, o esplendor
divino, en la creación. Es, pues, Dios el que se anonada, se vacía, se
humilla, pero no en su ontología, sino en su Gloria manifestativa,
llegando hasta la kénosis final en la muerte real de Cristo que realiza
y manifiesta el eterno designio kenótico ante la libertad humana. G)
Esto mismo puede expresarse teológicamente diciendo que Dios asume la
kénosis por cuanto establece el eterno designio de la creación en
Cristo: en este sentido, el logos cristológico en que Dios oculta su
Gloria -y que se manifiesta en el Misterio de la Cruz y de la
Resurrección de su Divina Persona-es el logos de la humillación
kenótica a favor de la dignidad humana que da sentido primero a la
creación y, después, en la plenitud de los tiempos, al Misterio de la
Encarnación y de la Cruz, y al recorrido del "Dios humillado" hasta la
muerte en la vida de Cristo. H) En concordancia con esto, nuestra
propuesta interpreta en qué consiste el acto de vaciamiento kenótico de
Dios en la creación a partir del conocimiento que hemos alcanzado del
universo, de la vida y del hombre, en la ciencia moderna y en la
antropología filosófica de la modernidad (capítulos IV y V). El
universo que conocemos es el que Dios ha creado: es un sistema
autónomo, evolutivo y abierto, que, al ser considerado racionalmente
desde su interior por el hombre, deja abiertas dos posibilidades
hipotéticas de suficiencia metafísica última, a saber, Dios y la pura
mundanidad sin Dios. Por tanto, la kénosis divina es la creación de un
universo borroso, ambiguo, construido de tal manera que la razón no
tiene una patencia manifiesta impositiva de la Gloria de la Divinidad.
No hay "patencia" ni en el enigma del universo ni en el drama de la
existencia. Así, hemos hablado de una "kénosis epistemológica" en la
estructura de la creación obrada por Dios (ante el conocimiento humano
desconcertado en un universo borroso) y una "kénosis existencial" (ante
el drama de la existencia desconcertada ante el sufrimiento de la
historia). Esta kénosis, por tanto, del Dios lejano y en silencio, del
que tanto hemos hablado, mantiene que, en su profundidad ontológica, el
Dios oculto sigue siendo omnipotente, omnisciente, fondo ontológico del
universo que se mantiene en el Ser por su voluntad creadora continua y
protagonista providente sobre la historia por su acción divina sobre el
universo, la vida y el hombre.
13) Pero el designio kenótico del universo creado de acuerdo con el
logos cristológico no solo supone que Dios se humilla por Amor ante la
dignidad de la historia libre del hombre, sino que configura el
escenario para que el sentido de la vida humana abierta a Dios deba ser
entendido como una "kénosis a la inversa" (a la que ya me referí en Existencia,
Mundanidad, Cristianismo).
El hombre, en efecto, al aceptar a Dios, renuncia a jugar el papel de
"Dios en el mundo", que podía asumir comiendo del árbol de la ciencia
del Bien y del Mal, y se entrega existencialmente a la salvación obrada
por Dios, creyendo en su Amor por encima de su lejanía y de su
silencio. El hombre renuncia a su autonomía (divinizándose
ilusoriamente) para entregarse a la comunión con Dios: esta es la
kénosis a la inversa. Kénosis humana que, en el hombre religioso, como
también ha advertido George Ellis, conduce a "dar la vida por los
demás", solidarizándose con el Dios Amor que también da su vida
(kénosis) por los hombres. La exégesis del texto de Filipenses ha
insistido también en que san Pablo coloca su himno para exhortar a los
creyentes a tener los mismos sentimientos de Cristo que se describen
por referencia a su sacrificio kenótico por la humanidad. Reproducir
estos mismos sentimientos significa para el hombre la renuncia a su
autonomía frente a Dios para entregarse a Él y a los hermanos con la
misma voluntad de anonadamiento kenótico.
14) Igualmente puede hablarse de una kénosis de la iglesia, incluso en
el sentido de "iglesia universal" o "cristianismo universal" que más
adelante explicaremos (capítulos VI y VIII). La iglesia aúna a todos
los que se han abierto a Dios, creyendo en Él a pesar de su lejanía y
de su silencio. Es decir, a todos los que han realizado la kénosis a la
inversa que supone entregarse a Dios y entregarse a los demás,
renunciando a hacerse a sí mismo el eje autónomo y egoísta de la
existencia. Además, la iglesia, en su proclamación del kerigma debe
aceptar la misma humillación del Dios revelado en Jesús. Si Dios ha
sido humillado en la historia ante el pecado (cargando con el pecado de
la historia), ante el Misterio de Iniquidad, no de otra manera la
iglesia deberá ser también humillada. La debilidad de Dios y la
debilidad de la iglesia hablan el mismo lenguaje de la kénosis. Esta
aplicación de la kénosis a la teología de la iglesia ha sido
desarrollada especialmente por von Balthasar, por ejemplo en su
artículo Kénose del Dictionnaire de Théologie Catholique
(en la primera parre del volumen VIII).
15) La experiencia de un Dios kenótico ha tenido también sus
consecuencias en la forma de entender la existencia cristiana (en la
espiritualidad cristiana como descripción del camino que conduce hacia
Dios en el Misterio de Cristo). El mundo creado según el designio
divino produce la experiencia de ambigüedad, de borrosidad, de
oscuridad ante un enigmático "Dios humillado" que permanece lejano y en
silencio ante el drama de la existencia. La aparente inoperancia divina
produce un profundo malestar y decepción en el hombre que vive así con
dramatismo su confianza o desconfianza, su apertura o cerrazón a Dios.
La forma en que los hombres, dentro del enigma y del drama de la
existencia, viven la relación con Dios en Cristo (abriéndose a confiar
en la existencia de un Dios oculto que se manifestará liberador y
glorioso) es verdaderamente atormenta, da. Esta oscuridad religiosa o
experiencia dramática del abandono de Dios (aunque se venza y el hombre
se instale en la religiosidad) es lo común en los seres humanos, dada
la naturaleza del designio divino de la kénosis en la creación. Pues
bien, la existencia religiosa de aquellas personas completamente
entregadas a Dios, cuya vida discurre en lo que cristianamente se llama
"santidad", no son ajenas a estos principios generales de la
espiritualidad cristiana, tal como atestigua la tradición espiritual de
la iglesia (e incluso de otras religiones que poseen también una
incuestionable experiencia mística de Dios). La providencia divina no
ha querido que el camino espiritual de aquellos que están en la
santidad sea un camino de rosas (de lo que, en terminología espiritual,
se llamaría "consolación"). No ha querido porque la santidad humana se
fragua desde la oscuridad y los santos deben vivir solidariamente con
una humanidad que camina en la angustia de las sombras, en el enigma y
en el drama continuo de la existencia. Por ello, la maduración en el
camino de la santidad hace entrar a los cristianos en un tiempo
interior que los grandes místicos, sobre todo san Juan de la Cruz, han
calificado como noche oscura. En ella se introduce el cristiano en un
extraño estado en que coinciden la entrega interior a Dios, y una
misteriosa sensación de su presencia, con la desconcertante sensación
de amargura ante un Dios distante que parece haber abandonado a un
hombre que se debate en la angustia de sus propias miserias y
debilidades. Esta desconcertante tensión interior entre presencia y
lejanía de Dios hacen que el creyente viva la entrega a su fe como
angustiosa. La permanencia en la fe se funda entonces en la adhesión
consciente a un Dios al que se accede por la aceptación del Misterio de
Cristo que es asumir su designio creador de un universo kenótico en que
todos nos debatimos en la angustia por su lejanía y por su silencio. La
aceptación de la noche oscura del creyente es así un acto solidario con
el designio divino en el logos cristológico y con la experiencia
universal de la lejanía y el silencio de Dios en todos los hombres. No
obstante, la tradición espiritual cristiana considera, como vemos en
san Juan de la Cruz, que Dios concede a quienes han atravesado en
creencia su noche oscura que su vida se resuelva finalmente en una
experiencia consoladora y desbordante de Dios. Experiencia gloriosa que
anticiparía incluso la experiencia metahistórica en que Dios se
manifestará glorioso ante todo hombre que se haya preparado libremente
para ello a lo largo de su vida.
La "teología de la kénosis" y el sufrimiento de la
historia.
Una de las constantes de la experiencia religiosa universal es la
presencia del dolor y del sufrimiento, que radicalmente es siempre
personal pero que, al presentarse, hace que todo hombre se sienta
solidario con el dolor y con el sufrimiento universal. La apertura a
Dios, en la experiencia interior o en las religiones, supone así una
conciliación de nuestra idea de Dios con la realidad universal del
sufrimiento. Pues bien, en la conciliación cristiana del sufrimiento
con el designio divino tiene una importancia esencial la teología de la
kénosis.
1) El designio divino en la creación, explicado repetidamente en
nuestro ensayo, supone el logos cristológico que hace posible la
libertad por el sacrificio de Cristo que, a la vez, hace posible y
perdona (redime) el pecado humano. Es una creación para la libertad por
la kénosis de Cristo que, como hemos explicado, según nuestro
entendimiento de la kénosis, supone un ocultamiento de la Gloria
manifestativa de la Divinidad, o sea, del anonadamiento, del
vaciamiento, de la debilidad, de la oscuridad, de la presencia de Dios
ante el mundo.
2) Sin embargo, este diseño kenótico, la qué mundo real ha dado lugar?
No puede ser otro que el mundo real descrito por nuestra razón en la
Era de la Ciencia que nos dice cómo es el universo que Dios realmente
ha creado. Pues bien, se trata de un universo autónomo, evolutivo,
abierto y creativo, que se hace a sí mismo de acuerdo con la ontología
de la materia primordial y con sus leyes organizativas. Este universo
discurre evolutivamente desde la materia emergente hasta formas de
organización superior por medio de la ley de la vida y de la muerte: la
configuración de los estados nuevos, más perfectos, supone la muerte de
los antiguos.
3) Este universo autónomo creado por Dios, que es el que se presenta de
hecho, el que la ciencia constata, tiene consecuencias importantes. A)
Permite que el hombre pueda entender este universo como producido desde
sí mismo como parte de un sistema universal mundano y suficiente: la
autonomía creada es esencial para que sea posible una hipótesis
metafísica sin Dios, un "humanismo sin Dios" que haga posible la
negación de lo divino. Un universo que no fuera creado como autónomo y
"hecho por sí mismo" en un lento proceso evolutivo difícilmente haría
posible la libertad. B) No obstante, este universo autónomo permite
también conciliar la autonomía con argumentos que hacen verosímil la
existencia de Dios. C) Es un universo que avanza hacia la perfección a
través del drama de la vida y de la muerte. Por su propia lógica
evolutiva reparte la perfección, y la imperfección, la vida y la
muerte, de acuerdo con procesos mecánicos, deterministas, pero también
estadísticos y probabilísticos que responden a la aleatoriedad de los
sucesos. D) Es un universo en que, por su apertura ontológica y por la
capacidad emergida de la razón humana, puede controlarse a sí mismo y
el hombre, en la historia, puede luchar por controlar el proceso
universal para hacer que la vida pueda vencer más y más sobre la
muerte. El universo es cocreador de sí mismo y el hombre es partícipe
cocreador del futuro evolutivo.
4) No sabemos, ni nunca sabremos, si este universo creado es el mejor
de entre todos los universos posibles. Solo sabemos que es el que Dios
ha creado de hecho. Pero, al menos entendemos, de acuerdo con nuestra
adhesión libre al kerigma cristiano, que Dios, al escoger este
universo, ha logrado cosas que son importantes religiosamente. A) Por
la borrosidad ha hecho posible la libertad que dignifica la historia y
hace posible el pecado (la existencia sin Dios) y la santidad (la
entrega existencial a Dios). B) Ha diseñado un escenario para la vida
humana en que la indigencia humana (constituida al expulsar a nuestros
primeros padres del jardín de Edén) hace que el hombre, aun pudiendo
ser libremente mundano, entienda que solo en Dios, si lo aceptara
libremente, podría hallarse la liberación final de la historia. El
universo es, pues, un escenario que, aunque no impone, sí impulsa al
hombre hacia la única esperanza posible de liberación final.
5) Por consiguiente, el universo, como sistema autónomo, evoluciona
según la lógica física, biológica y antropológica, de sus propias
leyes. Así, se producen las estrellas, las galaxias y los planetas, las
lluvias y las sequías, las tormentas y los ciclones, los temblores de
tierra y los sunamis. La vida evoluciona por sus propias leyes
produciendo la muerte y la perfección. Aparece la vida en su plenitud
de ejercicio, pero también los defectos congénitos, las enfermedades,
las epidemias, la vejez y la muerte. La libertad humana produce en la
historia la grandeza de la cultura, pero también las guerras, la
violencia y los enfrentamientos continuos en todos los niveles de
convivencia. Todos los días mueren en la tierra millones y millones de
seres humanos, en las más diversas circunstancias (enfermedades
penosas, accidentes, catástrofes, violencia, guerras, etc.). Son
muertes que representan la escena final del drama de la vida del que
nadie de escapa. A veces nos impresionan las grandes catástrofes: un
accidente aéreo, naval o ferroviario, los grandes terremotos y sus
víctimas (como el drama indescriptible de Haití o de Chile), los
maremotos y los sunamis imprevistos que arrasan por completo la vida de
cientos de miles de seres humanos, como consecuencia de procesos
geológicos ciegos de un mundo autónomo que evoluciona bajo la
determinación evolutiva de sus propios estados. Nos impresionan también
nuestra experiencia de casos individuales en que constatamos la
crueldad del sistema determinista de la naturaleza que produce las
enfermedades más crueles, en seres humanos queridos y cercanos. A cada
individuo le llega la muerte en las circunstancias que la rueda de la
fortuna determina, de acuerdo con la evolución determinista e
indeterminista de un universo autónomo, y por ello ciego. Cuando
consideramos hasta dónde llegan las consecuencias del designio kenótico
en el logos cristológico, crear un mundo autónomo que avanza por sí
mismo a la perfección por el drama de la muerte, nos damos cuenta de la
radicalidad de la libre voluntad kenótica de la Divinidad, de la
debilidad y de la impotencia de Dios ante una historia destinada a la
muerte inevitablemente, de una u otra manera arrastrada por el
determinismo de un universo autónomo y ciego que los hombres pueden
entender como puramente mundano.
6) La religiosidad cristiana bien entendida (que no es lo que pasa con
frecuencia en la religiosidad espontánea de muchas personas) no es
creer en Dios porque ha creado un mundo donde todo funciona bien, un
mundo perfecto, o, al menos, porque Dios atiende a mis deseos y me
previene individualmente del drama de la vida y de la muerte. No se es
religioso para premiar a Dios porque me resuelve mis problemas. Esto no
tendría sentido. Ser cristiano es un acto de confianza que acepta el
Misterio del Dios humillado, el Dios kenótico que crea un mundo
autónomo para la libertad y que reparte por azar nuestra parte en la
rueda de la fortuna de un universo determinista y ciego. Es dar un voto
de confianza a Dios, aceptando que no intervenga extraordinariamente en
la rueda de la fortuna que a todos nos asigna nuestra dosis de
sufrimiento, así como la forma y hora de la muerte. El designio eterno
del logos cristológico es mantener en el ser este mundo autónomo y
dramático que hace posible la creatividad de la historia humana. El
voto de confianza a Dios, que nace de la fe, nos hace creer que el
mundo creado es como es a favor de la plenitud humana en la historia,
según el designio divino en el logos cristológico. No sabemos si Dios
hubiera podido crear otro mundo más perfecto, o con menos dolor y
sufrimiento. Pero creemos, por la adhesión a la persona de Cristo en la
fe, que este es el mundo que responde al diseño eterno del logos
cristológico. Ser cristiano es así aceptar la parte de la cruz, del
drama de la historia en un universo autónomo, creyendo en el Amor de
Dios por encima de su lejanía y de su silencio. Ser cristiano, y ser
religioso en general, en el "cristianismo universal" del que
hablaremos, es siempre un acto de confianza en Dios; confianza que
acepta que nuestro mundo sea como de hecho es, viendo en ello la obra
providente de Dios por nuestra plenitud y aceptando asumir con valentía
lo que el destino nos prepara al participar en el enigma y en el drama
de la historia.
7) Ser cristiano, por tanto, es aceptar lo que a cada uno le toca en la
rueda de la fortuna de un universo autónomo. Un universo que el Dios
omnipotente y omnisciente quiere respetar en su autonomía de acuerdo
con el eterno designio divino que le ha dotado de esa autonomía. El
cristiano no se rebela ante el destino que le ha instalado en unas
expectativas de vida y de muerte. No se rebela ante el drama de la
muerte individual ni ante el drama de la historia colectiva (grandes
catástrofes y guerras). Sabe que Dios podría intervenir eliminando la
autonomía del mundo o interviniendo en su curso. Pero acepta el
designio de Dios sobre la historia y sabe que Dios conoce nuestra
historia personal, el destino que nos toca afrontar, y nos llama como
individuos a afrontar el drama de nuestra existencia, creyendo en su
Amor por encima de su lejanía y de su silencio. Por ello, el cristiano
acepta el drama de la vida y de la muerte, llevándolo con entereza
hacia la liberación final donde Cristo se manifestará glorioso. No
obstante, la experiencia cristiana de la relación con Dios (al igual
que la experiencia presente en otras religiones) hace que el hombre
religioso confíe también, al mismo tiempo, en la capacidad de Dios para
estar presente en la vida humana individual y en la historia. El hombre
puede pedir a Dios entereza y fe cuando debe afrontar el impacto
psíquico del dolor personal y del sufrimiento de la humanidad (que es
la forma universal del dolor). Pero puede pedir también con sentido que
Dios intervenga en la historia natural y en la historia humana. El
cristianismo nos hace entender que el designio divino es aceptar la
rueda de la fortuna del proceso evolutivo del universo autónomo y, por
ello, Dios no intervendrá ordinariamente en curso natural de las cosas
(en lo físico, lo biológico y lo humano). Si Dios interviniera continua
y manifiestamente se rompería el enigma y la borrosidad de la historia.
Sin embargo, la Providencia de un Dios que el cristiano cree
omnipotente y omnisciente puede intervenir extraordinariamente en la
historia natural y en la historia humana. La acción divina en el mundo,
tal como explicábamos antes en este capítulo, es posible. Hoy tenemos
una idea del universo que nos hace verosímil la acción divina en lo
físico, lo biológico y lo humano. Dios puede reconfigurar nuestro
destino personal por una acción extraordinaria en lo físico, en lo
biológico y en lo humano. La experiencia cristiana confía en Dios y en
el diálogo personal que puede inducir a Dios a intervenir en la
historia. Pero el cristiano acepta de antemano la voluntad de Dios y su
"debilidad" ante el mundo, ante la marcha inevitable del proceso del
mundo. Sabe que el designio divino es respetar el proceso del universo
autónomo y que todos debemos solidarizarnos con el drama universal
aceptando nuestro destino en el logos cristológico.
Relevancia de esta "teología de la kénosis".
Esta teología no es un apéndice peculiar en la teología cristiana sino
su esencia misma. El kerigma cristiano, siguiendo la doctrina de Jesús,
proclamó el eterno designio creador de un universo en que la Gloria de
la Divinidad quedaría oculta por la voluntad kenótica del Verbo en el
logos cristológico. La pobreza, la debilidad, la humildad, la
humillación del Dios encarnado que se deja llevar a la cruz como
manifestación y realización, en la plenitud de los tiempos, del eterno
designio, son formas de expresar la esencia de la teología de la
kénosis que constituye el núcleo del mensaje en el NT, desde el
"secreto mesiánico" de Marcos al himno de Filipenses de Pablo. La
aportación a la teología de la kénosis que supone este ensayo,
encuadrado en la trilogía y en la referencia a Existencia,
Mundanidad, Cristianismo,
en el año 1973, tiene una relevancia que debemos destacar. Como hemos
mencionado existen análisis de la idea de la kénosis en el marco de
estudios exegéticos y tratados de teología dogmática ordinarios (verbi
gratia, en cristología). No siempre, sin embargo, se le concede todavía
la atención debida. Además, debemos mencionar también las referencias a
la kénosis antes reseñadas, especialmente en el moderno diálogo
ciencia/religión; las formulaciones más pregnantes pertenecen, como
hemos dicho, a Georgé Ellis. Sin embargo, no conocemos una propuesta
teológica que, centrada en la teología de la kénosis, sea comparable a
la que nosotros proponemos, por diversas circunstancias. A) Porque nace
a fines de los sesenta y se publica en 1973, en la obra citada Existencia,
Mundanidad, Cristianismo,
de forma anticipada a la reflexión que ha tenido lugar en estos últimos
años. B) Por la fundamentación de la teología de la kénosis en el marco
de la Era de la Ciencia, como elemento esencial de lo que debiera ser
el "paradigma de la modernidad" entendido de una forma integral, tal
como se ha argumentado en este ensayo. C) Por la amplitud del análisis
de la imagen del universo en la ciencia relacionado con los principios
de una antropología filosófica de la modernidad que permite entender la
forma en que la referencia existencial del hombre a Dios está
naturalmente mediada por el logos cristológico, describiendo la
condición metafísica del hombre en la apertura a las dos grandes
preguntas por el Dios oculto y por el Dios liberador. D) Por la
referencia de la teología de la kénosis a marcos mucho más amplios,
tanto en relación con la convergencia interconfesional cristiana y el
diálogo interreligioso (capítulo VI}, como en relación con la filosofía
de la historia (capítulo VII). E) Por la conducción de todas estas
vertientes al diseño de una simulación del nuevo concilio en que se
realizara el esperado cambio paradigmático del cristianismo y el
liderazgo de un nuevo compromiso socio-político cristiano y religioso
en la lucha frente al sufrimiento humano.
5. El "paradigma
de la modernidad"
Tras estudiar la nueva imagen de la realidad natural conocida por la
ciencia actual (capítulo IV), y la antropología filosófica de ella
derivada en nuestra cultura moderna, nos hemos preguntado, en
consecuencia, cuál era entonces el "paradigma de la modernidad" en la
Era de la Ciencia (capítulo V), o sea, en la cultura de la modernidad.
Este ha sido, pues, el objetivo de este capítulo: hemos explicado
muchas cosas, todas ellas orientadas a responder con precisión una
pregunta muy definida: así como la inmersión del cristianismo en la
cultura antigua llevó a la formulación del "paradigma grecorromano", la
qué nuevo paradigma, es decir, "paradigma de la modernidad", nos lleva
la imagen del universo, de la vida y del hombre en la cultura moderna,
es decir, en la Era de la Ciencia? En las páginas precedentes hemos
respondido ya a esta pregunta, pero para no perdernos en el análisis
pormenorizado es conveniente que sinteticemos finalmente, con brevedad
y precisión, en qué consiste entonces el "paradigma de la modernidad"
en la Era de la Ciencia.
5.1. Naturaleza y función histórica del
paradigma
Paradigma de la modernidad. Ha sido definido
como la forma de explicar el kerigma cristiano desde la cultura moderna
que tiene como ingrediente básico la imagen del universo, de la vida y
del hombre, en la Era de la Ciencia y una nueva antropología
filosófica. En principio, el kerigma no está necesariamente
identificado con un determinado sistema interpretativo, bien sea este
la cultura hebrea o la cultura grecorromana en alguno de sus sistemas
filosóficos (Platón, Aristóteles, platonismo, estoicismo y,
posteriormente, tomismo, suarismo). Por tanto, en el supuesto (que debe
admitirse) de que el pensamiento moderno sea más preciso y exacto que
el pensamiento grecorromano, la qué hermenéutica del cristianismo nos
conduce? ¿Es esta nueva "lectura del kerigma desde la modernidad"
posible? Este "paradigma de la modernidad" sería, por tanto, la nueva
explicación del cristianismo a la luz de la imagen moderna del
universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia y su cultura.
Pero el paradigma no es una sola idea, sino un conjunto de parámetros
que, coordinados entre sí, configuran esta nueva comprensión del
cristianismo. Para ello, en el nuevo paradigma, la teología cristiana
selecciona los contenidos iluminadores de la cultura moderna, de la
misma manera que ya en el paradigma antiguo se hizo una selección de
contenidos de entre el conjunto de la cultura grecorromana. No todo
contenido de la modernidad sirve indiscriminadamente para hacer una
hermenéutica cristiana: esta se funda, en efecto, solo en rasgos que
han sido seleccionados (como pasó en el paradigma grecorromano).
Provisoriedad del "paradigma de la modernidad".
Los paradigmas usados por la teología para explicar la revelación
producida en Cristo que se transmite en la proclamación del kerigma, no
son nunca definitivos, no agotan en toda su profundidad la verdad de la
revelación. Son solo aproximaciones históricas en el contexto de la
cultura de las diversas épocas. Así fue con el paradigma grecorromano;
fue útil durante siglos, pero hoy somos conscientes de que está en el
final de su recorrido. Lo mismo pasa con el "paradigma de la
modernidad": es provisorio y no agota la profundidad del kerigma. No
sabemos si deberemos de nuevo cambiarlo en el curso posterior de la
historia del conocimiento humano. Además, la legitimidad eventual del
nuevo paradigma -ciada la teología de la iglesia como "asistida" por el
Espíritu~ no puede ser establecida por el criterio de teólogos
individuales. Estos pueden abrir camino, defender sus opiniones y hacer
propuestas hacia la reinterpretación del kerigma. Es lo que aquí
hacemos. Pero solo a la iglesia como tal compete legitimar un cierto
paradigma como hermenéutica provisional aceptable del kerigma en un
momento de la historia. Avalar la utilidad histórica de un cierto
paradigma (como la iglesia hizo pragmáticamente con la cultura antigua,
hasta ser usado incluso en el magisterio ordinario y en los concilios)
no significa que se conceda al puro paradigma (que es solo
hermenéutica) la condición de verdad (en el mismo nivel que para la fe
tienen el kerigma y el patrimonium fidei). La iglesia
avaló en su tiempo el paradigma antiguo y se identificó con él no de
forma superficial. Ahora se trata de considerar si un eventual nuevo
paradigma podría ser marco interpretativo más profundo de las mismas
verdades contenidas en el kerigma.
5.2. Rasgos esenciales del "paradigma de la
modernidad"
Un universo borroso y enigmático metafísicamente.
El supuesto inevitable de la ciencia y de la filosofía es que el
universo tiene una explicación metafísica del hecho de que ahora
exista. Pero esta metafísica fundante es borrosa, se nos escapa y nos
deja en una sensación de enigma. Aceptar esta borrosidad objetiva del
universo ante la razón natural viene impuesto hoy por la reflexión
científico-filosófica. Es un cambio profundo porque el paradigma
antiguo consideraba un universo en que su Verdad era "patente" a la
razón natural y coincidía con la Verdad religiosa del cristianismo. El
nuevo paradigma exige que el cristianismo salga de la psicología
racionalista del deseo de poseer la verdad inequívoca. El paradigma de
la modernidad supone asimilar este sentido del enigma que acepta una
"modestia filosófico-metafísica" que implica el reconocimiento de la
borrosidad natural del universo ante la razón. En una dimensión
distinta, sin embargo, esto no obsta para que la teología deba también
sostener, de acuerdo con los matices expuestos, la presencia
sobrenatural del Espíritu (no controlable por la razón natural) que da
testimonio en el "espíritu" humano de la llamada mistérica del Dios
oculto.
Una epistemología conjetural e hipotética. La
epistemología que reflexiona sobre la naturaleza del conocimiento
científico, y también filosófico, ha hecho entender que se construye
sobre conjeturas y sistemas de hipótesis. Esto crea la dinámica abierta
y crítica propia de todo conocimiento natural, de la filosofía y de la
ciencia: es la búsqueda sin término del popperianismo ortodoxo. La Era
de la Ciencia ha hecho posible una sociedad cada vez más crítica e
ilustrada, con capacidad de mutuo respeto y tolerancia entre opiniones
alternativas en todos los órdenes. También en el metafísico. Como ya
dijimos, admitir la precariedad del conocimiento no es lo mismo que
relativismo. Pero, en todo caso, el situarse en esta nueva
epistemología crítica, supondrá para el paradigma antiguo un duro
trance ya que se construyó como sistema natural de seguridades
edificado desde una epistemología fundamentalista consciente de poseer
la Verdad, tanto por la pura racionalidad natural como por la
revelación positiva. El nuevo paradigma, al aceptar una nueva
epistemología, que es la epistemología crítica e ilustrada de nuestro
tiempo, deberá adoptar un nuevo estilo en la defensa y discusión en la
sociedad de muchas tesis científicas, filosóficas, existenciales,
morales y teológicas. Esta "conversión epistemológica" es esencial para
entrar en el nuevo paradigma.
Un universo dinámico, evolutivo, abierto y
autocreador.
El universo que la ciencia conoce, y que la filosofía moderna asume, no
es un sistema hecho, con una arquitectónica cerrada y definida, que
permita ciclos dinámicos regulados en su interior. Es un universo
dinámico y evolutivo que se abre camino en la indeterminación. Es como
es, pero pudo haber sido diferente. No sabernos cuál será su futuro: es
un "universo abierto". En este sentido su dinámica evolutiva abierta
nos lo presenta corno autónomo y autocreador: tiene un diseño abierto
que la ciencia constata y que la fe cristiana atribuye a la voluntad
divina de crearlo de esta forma. Esta comprensión del universo es
también marcadamente diferente de la que fue propia del paradigma
antiguo (un universo creado con una arquitectónica estable que daba
lugar a la idea antigua de la ley natural y de la existencia humana
como "obediencia natural" al orden de las cosas). Por ello, el
paradigma moderno supone adaptarse a un universo abierto, que se crea a
sí mismo con la participación humana cuya forma final no está
predeterminada sino que depende de estos procesos autocreadores
abiertos donde la razón debe ir hallando su camino.
Un universo de ontología monista. El nuevo
paradigma ha impuesto la idea científica de que todo está hecho de un
fondo ontológico unitario que explica el universo físico, la vida y la
conciencia superior del hombre. Esta ontología que comúnmente suele
calificarse como "monista" supone un cambio radical de los principios
del paradigma grecorromano. Este pudiera haberse fundado en otros
sistemas griegos más cercanos a la modernidad, por ejemplo el
estoicismo (que muchos santos Padres aplicaron solo a la ética). Pero
la ontología cristiana se entendió desde el platonismo, el
aristotelismo y los neoplatonismos: de ahí sale la preponderancia de
una ontología dualista, presente en la patrística y en los sistemas
escolásticos, y llegando hasta nuestros días. Este "cambio ontológico"
hacia el monismo deberá ser una de las novedades más importantes del
"paradigma de la modernidad". No se puede dudar, si contemplamos la
densidad de un pasado filosófico-teológico comprometido con una
ontología dualista hoy indefendible, de que el "cambio ontológico" es
también una de las tareas y retos fundamentales del nuevo paradigma.
Una antropología natural monista de un hombre
libre y autocreador.
En el marco de la ontología monista general del universo dinámico,
evolutivo, abierto y autocreador, la ciencia moderna construye una
antropología acerca de un hombre que, a la vez, hunde sus raíces en la
ontología monista de la materia y representa el punto más elevado de la
evolución del universo. Este hombre se entiende a sí mismo como parte
activa de ese universo abierto y autocreador. No se ve en un universo
de arquitectónica inmutable que represente la ley natural fija a que
inexorablemente debe someterse por ser expresión de la voluntad
creadora divina que impone un orden estable hecho (ley divina). Las
inmensas posibilidades de autocreación abiertas por la tecnología
moderna en todos los ámbitos (abierta incluso al control de la misma
naturaleza humana) son una medida del grado en que la razón humana
controla el proceso autocreador del universo. Lo vemos en la tecnoética
y en la bioética. La modernidad mueve a cambiar la clave antropológica:
de un hombre que acata un orden construido (obediencia natural en el
paradigma antiguo) a un hombre nuevo que Dios quiere hacer cocreador
responsable (coconstructor) de un mundo abierto en evolución dinámica.
Este es el "cambio antropológico" del nuevo paradigma.
Una antropología teológica monista, sobrenatural y
holística.
Es un hecho que la nueva ciencia se halla hoy en camino de superación
del reduccionismo. El nuevo holismo -antes ampliamente explicado
(capítulo IV)-hace ver que el universo material es una realidad campal:
campos de realidad unitarios a los que los seres vivos han quedado
abiertos por un sistema de sentidos producido en la evolución. El campo
unitario final y omniabarcante del universo (que la física describe con
términos físicos no teístas) puede ser legítimamente entendido por el
teísmo creyente como una señal que apunta a la ontología profunda de
Dios. Ontología divina de la que nace la ontología del universo creado
y que todo lo abarca. La nueva física, pensada por la filosofía y por
la teología, nos hace entender que la "materia" (tan negativamente
considerada desde el dualismo grecorromano) es, en último término,
"ontología divina" y que una visión panenteísta (que no "panteísta")
hace inteligible y cercana la presencia de Dios en el interior de todo
hombre. En el nuevo paradigma, a la vez que se abandona el dualismo, se
crea una nueva imagen de un universo holístico que es ya experiencia
sensible de la realidad divina y que está transido por una misteriosa
presencia de Dios en su ontología profunda. El paradigma de la
modernidad, más allá del reduccionismo clásico en la ciencia antigua,
debe integrar las tendencias holísticas que hoy se abren camino en la
ciencia moderna. Sería la "conversión holística" de la imagen del mundo
en el nuevo paradigma.
Un universo que hace verosímil a Dios. El
universo que la ciencia constata (evidencias empíricas) y que
interpreta (teoría) deja abiertas legítimamente las preguntas
metafísicas acerca de su naturaleza última, absoluta y necesaria. Pero
estas preguntas no pueden responderse con el método científico que
conecta en relación interdisciplinar con la filosofía. Por ello, la
reflexión científico-filosófica moderna permite construir argumentos
objetivos que hacen verosímil la existencia de Dios. El nuevo paradigma
presenta la imagen de un universo que, conocido por la razón, podría
tener a la Divinidad como fundamento de su Realidad y de su Ser. Sin
embargo, la forma de argumentar la posible existencia real de Dios en
el nuevo paradigma no es la misma que se dio en el paradigma antiguo.
Es una nueva forma de razonar fundada, como vimos, en las estructuras
reales objetivas y en la idea del mundo como sistema. El paradigma
antiguo imponía racionalmente la idea de Dios con certeza metafísica
absoluta (esta era la calificación de las tesis en la filosofía
escolástica). El paradigma moderno presenta, en cambio, argumentos de
verosimilitud que avalan solo considerar la posible existencia de Dios
como hipótesis objetivamente argumentable. Esta "conversión a un teísmo
crítico" (no dogmático) es parte del nuevo paradigma.
Un universo que hace verosímil al puro mundo.
Los argumentos teístas de verosimilitud permiten, pues, una "hipótesis"
no impositiva. La ciencia describe así un universo enigmático que funda
también la hipótesis de un puro mundo sin Dios; o sea, una hipótesis
alternativa al teísmo. Es la hipótesis ateísta, que deja abierto
también el camino a quienes no se deciden entre teísmo y ateísmo, esto
es, al agnosticismo. El nuevo paradigma nos lleva a admitir que la
estructura del universo hace posible la negación de Dios en el ateísmo.
La reflexión científico-filosófica lo constata y la teología entiende
que Dios ha querido diseñar el orden del mundo para hacerlo posible.
Esta "conversión al reconocimiento natural del ateísmo" no empequeñece
la idea de Dios, sino que, al contrario, la ensalza.
Un universo metafísicamente ambivalente, borroso,
no teocéntrico.
Esto permite entender que desde un punto de vista antropológico -cuando
se pregunta por el sentido metafísico final de la vida-estamos abiertos
a un universo ambivalente: que puede ser Dios, pero que podría ser
también puro mundo sin Dios. El nuevo paradigma asume esta
ambivalencia, inserta en las raíces del problema metafísico de la
condición humana y manifiesto en la sociedad actual, tal como constata
una pura descripción sociológica. Es el problema metafísico, patente en
las dos grandes cuestiones que acompañan la vida de todo hombre: les
real un Dios en silencio que no impone su presencia? ¿Tiene este Dios
oculto una voluntad liberadora del hombre y de la historia? Ser o no
ser religioso supone tomar posición ante el problema de un posible
"Dios oculto y liberador". Toda religiosidad natural supone una
respuesta positiva a estas preguntas: es decir, no desesperar ante el
silencio divino y confiar en su voluntad liberadora a pesar del drama
de la historia. Aceptar esta perspectiva del nuevo paradigma supone un
cambio profundo, y para muchos traumático, del antiguo paradigma
fundado en la "patencia racional de la Verdad" que instalaba
existencialmente en el teocentrismo. Esta "conversión" es aceptar que,
por la razón natural, el hombre deja de estar en una "patencia
metafísica" de Dios, pasando a una situación de "borrosidad metafísica"
ante el enigma del universo que se traduce en la posibilidad concreta
del teísmo y del ateísmo.
Un universo que ilumina la kénosis del Creador.
La lógica de esta imagen del universo en el nuevo paradigma conduce a
entender que Dios ha diseñado el escenario de la vida humana de tal
manera que conocer a Dios sea posible, pero que también sea posible
construir una interpretación no teísta que funde la libre orientación
de la vida hacia el ateísmo, el agnosticismo o hacia la indiferencia
religiosa en general. Esta situación existencial ante lo metafísico
permite hacer una hermenéutica esencial del plan divino en la creación
del mundo y para la salvación del hombre que se presenta revelado en el
Misterio de Cristo. En este sentido la antropología metafísica permite
entender la congruencia de la Voz del Dios de la Creación con la Voz
del Dios de la Revelación que se revela en el Misterio de Cristo. En
esta congruencia se vislumbra el diseño de un plan de Dios consistente
en crear un mundo en que Dios se oculta, anonada, vacía totalmente en
la kénosis de su Divinidad, por la encarnación y la muerte en la cruz.
Esta "retirada de Dios de la realidad" hace posible que el hombre sea
cocreador libre de sí mismo en un universo autónomo: en último término
aparece la creación de la posibilidad del pecado y de la santidad como
decisiones libres del hombre. Pero, al mismo tiempo, un plan que
contempla la liberación final de la historia prefigurada en la
resurrección. De esta manera, el "paradigma de la modernidad" sitúa en
primer plano la clave angular o criterio hermenéutico esencial para
entender el diseño del plan eterno concebido por la mente divina en la
creación, en los términos expuestos. Esta clave angular no es otra que,
como decíamos, la "teología de la kénosis" en el marco del eterno
designio divino de creación en el logos cristológico.
Un universo iluminador del eterno designio
proclamado en el kerigma.
El "paradigma de la modernidad" se extiende, desde esta clave esencial
de su visión del universo y de la teología de la kénosis, hacia una
nueva lectura global del contenido del kerigma cristiano. El nuevo
paradigma conduce a entender, en su clave propia, todo el contenido del
kerigma; es decir, una nueva lectura global de la teología dogmática
(que expresa y pretende comprender desde nuestra época los grandes
temas contenidos en la revelación). Aparece la nueva interpretación
relacional del kerigma en la clave de la modernidad, de acuerdo con los
análisis que antes han sido presentados. Pero el paradigma -en caso de
imponerse y constituir una nueva lectura del cristianismo- no es obra,
pues, de un teólogo, sino algo aceptado por la iglesia como tal. Esto
le conferiría la garantía de ser "admisible" y congruente con el
kerigma que se sigue proclamando en la historia (aunque nunca sería la
última palabra en el proceso abierto para profundizar el conocimiento
de la revelación). Así, el paradigma antiguo gozó de reconocimiento
durante siglos. Pero esto todavía no se ha dado con el eventual
"paradigma de la modernidad"; este se halla, en efecto, solo en el
estadio de las propuestas teológicas tanteantes (y este libro es una de
ellas). Lo importante es advertir que el paradigma moderno implicaría
-avalado por la autoridad de una iglesia "asistida" por el Espíritu-una
revisión general del kerigma, de la teología dogmática y del
pensamiento cristiano en su conjunto. A ello nos referiremos después al
hablar finalmente de la simulación del nuevo concilio. El "paradigma de
la modernidad", por tanto, no es solamente la "teología de la kénosis"
sino una reinterpretación global del kerigma desde la clave de la
kénosis que, a su vez, es iluminada por la imagen del universo como la
Voz del Dios de la Creación. El nuevo paradigma supone esta
"conversión" a una nueva lectura global del kerigma cristiano.
Un universo que impone la ley natural de la
libertad.
En el fondo podemos decir que el "paradigma de la modernidad" tiene dos
puntos de apoyo: la Voz del Dios de la Revelación (proclamada en el
kerigma) y la Voz del Dios de la Creación (conocida por la imagen del
universo en la Era de la Ciencia entendida como factor esencial de la
antropología filosófica en la cultura moderna). La forma de la creación
y el papel del hombre en ella son impuestos por Dios y constituyen la
Ley Natural, que, al manifestarse como voluntad divina, es vista por el
hombre religioso como Ley Divina. La ley que Dios ha impuesto -y es
inevitable-no es otra que el universo borroso descrito por la ciencia y
en que el hombre debe construir libre y personalmente, en un universo
abierto, el sentido metafísico de su existencia. El "paradigma de la
modernidad" ha transformado la Ley Natural teocéntrica de un universo
con arquitectónica cerrada en la nueva Ley Natural del universo
borroso, ambiguo y abierto que puede hacerse teocéntrico solo como
resultado del ejercicio de la libertad personal (o sea, cuando el
hombre asume como persona libre su integración existencial en un orden
metafísico teísta). La Ley Natural del nuevo paradigma es, pues, la ley
de la libertad. El universo ha sido creado para la libertad humana.
Dios nos ha impuesto la libertad y la razón: debemos hacernos
responsables de su ejercicio. Esta ley natural siempre ha estado
patente en la naturaleza, pero el paradigma antiguo no acertó a
conocerla con la profundidad que ha permitido el avance de la ciencia y
de la cultura de la modernidad. Este entendimiento moderno de la ley
natural como el orden de la libertad establecido por Dios en la
creación, no significa que el ejercicio de la razón no permita conocer
la forma correcta de integración libre en ese orden natural objetivo,
evolutivo y abierto. La razón impone criterios que se siguen
reconociendo naturalmente y en los que la nueva Ley Natural asume
muchos de los principios que conoció la Ley Natural descrita en el
paradigma antiguo, tal corno en su momento explicamos (capítulo IV).
Pasar del humanismo racionalista teísta a esta antropología radical de
la libertad será otra de las "conversiones" fundamentales del nuevo
paradigma.
La nueva moral humana y cristiana en la modernidad.
Las consecuencias del nuevo paradigma en la doctrina moral son
importantísimas. Para la sociedad ha sido, y sigue siendo, una cuestión
de extrema importancia el dictamen que la razón natural debe hacer
sobre la moralidad de las acciones humanas, tanto en lo personal como
en lo colectivo. La razón autónoma es el origen de la moral, tal como
ya vieron los grandes escolásticos (santo Tomás y Suárez), aunque es
verdad que para ellos la razón instalaba en un orden teocéntrico
(capítulo III). El orden social está incuestionablemente influido por
los dictámenes morales de la razón natural en las costumbres populares,
en la política, en la economía, en las leyes y, por tanto, en la
justicia. El tratamiento de las cuestiones morales en la perspectiva
cristiana ha estado influido por el paradigma antiguo, y lo sigue
estando en tanto en cuanto todavía pervive en la actualidad (capítulo
III). Por lo tanto, se ha argumentado desde la razón natural, pero
entendida desde dentro del paradigma teocéntrico ordinario. Es
evidente, sin embargo, que los principios señalados en lo que precede
obligan a un moderno replanteamiento de la filosofía moral del
cristianismo en cuanto fundada en la Ley Natural. En este ensayo no
hemos querido entrar en las cuestiones morales, pero es evidente que el
nuevo paradigma nos introduce en una nueva moral, de la misma manera
que introduce también en una nueva filosofía y en una hermenéutica
teológica nueva del kerigma. En el fondo, la lógica de esta nueva moral
puede deducirse de los principios filosóficos y teológicos modernos que
han sido establecidos en las argumentaciones de este ensayo. Esta moral
de la modernidad cristiana debería desarrollarse, tanto en aquellos
principios que nacen desde la razón natural (Ley Natural) como en
aquellos específicos que nacen de la adhesión existencial a Jesús en el
kerigma proclamado por la comunidad cristiana (moral cristiana).
Supondría también la profundización en el sentido moral de las
acciones, en lo humano y en lo cristiano, que iría más allá del
paradigma antiguo. La idea, por tanto, de Ley Natural no desaparecería,
sino que, muy al contrario, debería ser profundizada a la luz del nuevo
paradigma, en el contexto que hemos venido explicando (capítulo IV).
Esta "conversión moral" del cristianismo sería otra de las tareas del
nuevo paradigma, solo apuntada en este ensayo.
La convergencia interconfesional cristiana y el
diálogo interreligioso.
Las consecuencias del paradigma para la convergencia interconfesional
cristiana y para el diálogo interreligioso no han sido aludidas hasta
el momento, pero son uno de sus aspectos más importantes. Al estudio
sistemático de las relaciones del paradigma de la modernidad con las
religiones dedicamos el capítulo VI de este ensayo. No anticipamos,
pues, en este momento lo que seguidamente debe tratarse con la
profundidad debida. Sin embargo, no se puede olvidar que uno de los
aspectos relevantes del nuevo paradigma es precisamente el horizonte de
nuevas posibilidades abiertas, creativas e interactivas, para el ámbito
universal de la religiosidad cristiana y de las grandes religiones. En
el nuevo paradigma se liberará el lastre que para el diálogo supuso el
antiguo paradigma teocéntrico y se abrirá el horizonte de perspectivas
de la nueva hermenéutica.
La filosofía de la historia cristiana en la
modernidad.
Es también un tema relevante que tampoco ha sido aludido hasta ahora,
pero que se debe mencionar en esta relación de rasgos relevantes del
paradigma de la modernidad. Hablamos ya de la dimensión socio-política
del paradigma grecorromano. Al estudiar en qué consistía (capítulo III)
estudiamos su dimensión socio-política en relación a la
filosófico-teológica. No obstante, en el capítulo IV y en este, se ha
presentado solo la dimensión filosófico-teológica del nuevo paradigma.
Pero no se ha aludido aún ni a lo que debería ser la nueva dimensión
socio-política de la modernidad, ni a sus consecuencias para la
interacción cristianismo/sociedad. Esta temática será tratada en el
capítulo VII y, por tanto, tampoco es ahora pertinente anticipar lo que
entonces trataremos con la atención debida. No obstante, debemos dejar
constancia, en esta relación de rasgos del paradigma moderno, de la
relevancia de la apertura a nuevos horizontes socio-políticos para el
compromiso socio-político cristiano en la lucha contra el sufrimiento
humano en un momento crucial de la historia.
Conclusión. El paradigma antiguo se extendió a lo largo de veinte
siglos y todavía no ha sido cancelado en la actualidad. Incluso durante
el siglo XX gran parte de la teología católica respondió al paradigma
antiguo, aunque hubiera conatos de renovación. El tomismo
transcendental, y Teilhard de Chardin, en cuanto se movió bajo la
influencia del neotomismo (capítulo III), respondieron al esquema
teocéntrico del antiguo paradigma. Pero otros filósofos y teólogos, al
igual que muchos creyentes cristianos, han entendido que el paradigma
ya estaba fuera de su tiempo, intentando, de una u otra forma, buscar
alternativas. Quizá su falta de acierto en proponer alternativas
viables o en difundir en la sociedad sus ideas han hecho, sin embargo,
que su influencia real no haya sido suficiente. La situación
constatable es que en el mundo cristiano católico ha sido la iglesia la
que ha establecido los principios de la hermenéutica filosófica y
teológica. En esta doctrina oficial ha pervivido el paradigma
grecorromano, y pervive, aun dentro de los sutiles matices mencionados,
de las progresivas adaptaciones ad hoc y del talante creciente del
"incompromiso hermenéutico". El resultado ha llevado, pues, a un claro
desconcierto y, sobre todo, a un vacío hermenéutico, a una "debilidad"
en el discurso racional que produce sensación de inseguridad y conduce
a constantes tensiones con una sociedad instalada ya en los principios
de la modernidad. Se tiene hoy la impresión de que se salta de una
adaptación ad hoc a otra, de que la ideología de la iglesia parece ya
un vestido donde se ven más los remiendos que el diseño primitivo y
donde es confuso el sistema oficial de pensamiento hermenéutico al que
en definitiva debemos atenernos, ya que el paradigma antiguo es como
submarino que parece oculto, quizá hundido en el fondo del océano, pero
que, cuando menos lo esperas, vuelve a surgir en superficie con una
fuerza que no se podía sospechar. En conjunto da la impresión de que,
cuando se necesita una hermenéutica no hay otra solución que reanimar
al enfermo (el paradigma antiguo) porque se carece de alternativas
viables a las que la iglesia haya concedido fiabilidad. El mundo
cristiano mira la sociedad de la modernidad y queda en la perplejidad
-constantemente manifiesta- de que se está creando algo que no puede
entender desde su paradigma antiguo: el intento de organizar una
sociedad sin Dios. Este "humanismo sin Dios", sigue siendo el gran
escándalo de quienes entienden su religiosidad todavía desde un marco
en último término teocéntrico, aunque sea en cada caso con los debidos
matices.
Es evidente que una sociedad religiosa, fundada en las ideas (también
en la experiencia religiosa) no puede seguir en este desconcierto. Debe
afrontarse la tarea de repensar el cristianismo desde la crisis de lo
religioso (capítulo I). Pero, ¿puede este repensamiento dibujarnos
alternativas viables, que asuman en su totalidad el kerigma cristiano y
muestren su armonía con la profundidad del conocimiento humano
alcanzada en la modernidad? En este ensayo defendemos la respuesta que
ha sido argumentada en este capítulo. Es posible reinterpretar el
kerigma desde el corazón mismo de la visión del mundo en la modernidad.
Es necesario tener la valentía de cambiar de paradigma, en los términos
expuestos. Si el cristianismo lo hace hallará seguridad ideológica,
saldrá del desconcierto, será fiel a su esencia, tendrá en la iglesia
un liderazgo firme y podrá cumplir la misión que Cristo confirió a la
iglesia: hacer presente el kerigma cristiano en todos los momentos de
la historia humana. Un colosal cambio de perspectiva hermenéutica será
percibido por la sociedad, en tanto en cuanto la iglesia sepa gestionar
(hoy diríamos publicitar, anunciar o proclamar) la profundidad y
alcance del cambio de paradigma. Para ello, como seguiremos viendo,
jugarán un papel decisivo tres movimientos estratégicos (en la
estrategia de anunciar el kerigma cristiano) que se argumentarán en los
tres capítulos que siguen, y que concluyen este ensayo: primero la
convergencia interconfesional cristiana y el diálogo interreligioso;
segundo el compromiso de la comunidad cristiana, y de las religiones,
con las tendencias hoy emergentes en la filosofía de la historia;
tercero, el gran espectáculo mediático universal que deberá escenificar
que el mundo de lo religioso ha entrado en una nueva época, a saber, la
convocatoria y la realización de un nuevo concilio. Probablemente, uno
de los concilios más importantes de la historia del cristianismo. Desde
luego impactante por la forma espectacular con que en él se mostraría
la profundidad y flexibilidad del mundo intelectual del cristianismo.
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