Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
2. El kerigma cristiano
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1. Orígenes del cristianismo
en la religión de Israel
2. Cristo en la
historia de Israel
3. La fe de la comunidad en
Cristo Jesús
4. Origen lógico de la
teología cristiana
5. Conclusión
La crisis del hecho religioso -y de su
manifestación histórica más importante, el "hecho religioso cristiano"-
ha impulsado en la actualidad, por tanto, una reflexión crítica
cristiana hacia la revisión de sus propios fundamentos. ¿Cuál es la
esencia del cristianismo? No es otra que la adhesión existencial a la
persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret que la iglesia trató de
preservar y transmitir. La cuestión de fondo es por qué esa adhesión ha
entrado en crisis, o, lo que es lo mismo, si esa doctrina puede
proclamarse con sentido en la modernidad. El punto de partida de la
revisión debe ser la recapitulación de la esencia (kerigma) de la
doctrina de Jesús, ya que se trata de ver si esa doctrina tiene sentido
en la cultura moderna y cómo puede ser proclamada. La explicación del
hecho religioso cristiano exige distinguir entre su forma esencial -el
mensaje o kerigma proclamado que transmite la doctrina de Jesús en el
marco cultural hebreo- y las teologías (o interpretaciones) de ese
primer kerigma en otras culturas (en especial la grecorromana). En este
capítulo presentamos el kerigma cristiano tal como se nos ofrece en la
fe de la primera comunidad y se reafirma en la Tradición cristiana. El
enigmático "hecho religioso" y, en el mismo sentido, "hecho metafísico"
(descritos en el capítulo anterior) se iluminarán a través de la
comprensión progresiva del "hecho religioso cristiano". Cómo y por qué
se llegará a esta iluminación se justificará por los argumentos
pendientes de nuestro discurso posterior del ensayo. El kerigma
cristiano de la primera comunidad no puede entenderse sin situarlo en
la historia del pueblo de Israel y este será, en efecto, nuestro punto
de partida. Entremos, pues, primero, en la descripción del kerigma -del
Anuncio o Guía, de la Buena Nueva- como proclamación en la iglesia del
mensaje predicado por Jesús. Constituye la esencia de la fe a la que se
adhirió la primera comunidad cristiana por la confianza en la persona
de Jesús; la esencia o patrimonium fidei, reafirmado en la Tradición de
la iglesia, que el cristianismo ha pretendido siempre preservar y
transmitir a la historia. Ese kerigma es el mismo que hoy siguen
queriendo asumir y proclamar las iglesias cristianas. Sin embargo, esta
es la gran pregunta que deberemos responder en otros capítulos de este
ensayo: les hoy asumible el kerigma del cristianismo! En otras
palabras: ¿puede hoy el hombre ser fiel a sí mismo -a su razón, a sus
emociones, a su cultura, fiel a la modernidad- y asumir al mismo tiempo
el kerigma cristiano! En sus veinte siglos de historia el cristianismo
creó una poderosa unión entre kerigma y cultura. Pero la crisis de la
"religión cristiana" en el mundo moderno nos obliga a preguntarnos si
sigue siendo hoy posible algo similar a aquella antigua fidelidad a la
cultura unida a la fidelidad al kerigma cristiano.
Nuestro punto de partida es, por tanto, el estudio de la naturaleza
germinal del hecho religioso cristiano. Pero el cristianismo es solo
una manifestación de la religiosidad humana. Tiene sus peculiaridades
propias, sus experiencias de la Divinidad o teofanías especiales, su
historia y su evolución, su teología, sus ritos y tradiciones. El hecho
cristiano nace con los orígenes de la historia de Israel, pero se
constituye finalmente como tal al aparecer en la historia del pueblo
escogido la sorprendente figura de Cristo. Jesús predicó un mensaje
divino (una Guía, un kerigma para la vida humana hacia
la salvación), que se presentó como revelación del plan universal de
Dios para la bendición prometida al hombre. Su mensaje fue proclamado
para suscitar la adhesión humana; o sea, la fe fundada en la confianza
en la persona de Jesús. La iglesia primitiva se adhirió por la fe a la
persona de Jesús, aceptó su doctrina y la proclamó: esta proclamación
es el kerigma que contiene la doctrina de Jesús. Pero, ¿en qué consiste
el mensaje de Jesús trasladado al kerigma? Es el mensaje asumido
existencialmente en la fe por la primera comunidad cristiana. La
iglesia entendió siempre que su única misión era hacer presente en la
historia el mismo mensaje de Jesús.
El concepto de kerigma. Debemos entender desde
el principio algo que se explicará al concluir este capítulo: el
kerigma nace de la adhesión existencial a Jesús en la fe y, por ello,
no pretende inventar nada sino entender y transmitir puramente a Jesús
de Nazaret. Por ello, el kerigma se construyó reflejando los hechos y
las palabras de Jesús, explicándolas tal como la primera comunidad
creía deber hacerlo para ser fiel a Jesús. Este reflejo de la obra de
Jesús dio lugar a unos primeros escritos, los más cercanos a la
experiencia directa de Jesús que había tenido y comunicado la comunidad
de los apóstoles. Más tarde, pero todavía en los primeros siglos, la
iglesia cayó en la cuenta progresivamente de que la providencia de Dios
debía estar velando para que la transmisión a la historia del mensaje
fuera correcta. Por ello, a) Dios debía haber velado para que sus
hechos y sus palabras quedaran recogidos en aquellos escritos
primordiales, debiendo para ello haber "inspirado" las Escrituras (pero
estas no solo contenían los hechos y las palabras de Jesús, sino una
teología explicativa que también debía estar "inspirada", tal como
vemos en san Pablo, pero no solo en él), y 6) Dios además debía
"asistir" también a la misma iglesia para reconocer cuáles eran los
libros "inspirados" (de entre los muchos escritos que comenzaban ya a
proliferar) y para interpretarlos después rectamente en el curso de la
historia. Así, la iglesia reconoció el Canon de los libros sagrados
(del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento) y se consideró
"asistida" para interpretarlo. Advirtamos, pues, que la iglesia
consideró siempre que la doctrina de Jesús estaba contenida solo en la
Escritura y que la misma iglesia solo estaba "asistida" para
interpretarla (no podía, pues, agregar nada al kerigma cristiano
primitivo que siempre se consideró reflejado en la Escritura
"inspirada").
Por consiguiente, cuando hoy hablamos de kerigma nos referimos a la fe
de la iglesia que proclama su adhesión a la persona y a la doctrina de
Jesús. Pero la fe cristiana se ha extendido y proclamado en la
historia. Así, el kerigma es primordialmente la fe de la primera
comunidad reflejada (como una teología) en la Escritura. Pero el
kerigma incluye la "lectura asistida" de las Escrituras hecha por el
magisterio de la iglesia a lo largo de la historia que ha ido
constituyendo extraordinariamente la Tradición dogmática -los dogmas-
de la teología cristiana (y en esto no solo nos referimos a los dogmas
definidos por el papa o los concilios explícitamente, sino a otros
dogmas consensuados a lo largo de los tiempos con constancia y que no
han sido objeto explícito de una definición, como es, por ejemplo, la
existencia de Dios). Por ello, cuando seguidamente sinteticemos el
kerigma del cristianismo, por ejemplo, al hablar de la idea trinitaria
de Dios reflejaremos la "lectura asistida" de la iglesia (tal como se
dio en los primeros concilios). Por tanto, el kerigma es el kerigma de
la primera comunidad (las Escrituras), pero reafirmado en la Tradición
dogmática. Es por ello la "fe de la iglesia cristiana" mantenida
durante siglos y en la actualidad, que no pretende otra cosa que
proclamar el mismo mensaje de Jesús al que se siente existencialmente
vinculada. Este es, pues, el kerigma que presentaremos en una síntesis
de sus contenidos más fundamentales. Debemos observar, sin embargo, que
más adelante en este ensayo matizaremos con mayor precisión cómo
entender, de acuerdo con la teología cristiana, el papel de la iglesia
y en qué sentido está "asistida", o no, en su magisterio (ya que hay
aspectos del magisterio ordinario que, como siempre se ha admitido, son
evidentemente "reformables", como son principalmente en lo que el
magisterio depende de las hermenéuticas propias de cada tiempo).
El sorprendente kerigma cristiano. La historia
de Jesús, sus hechos y sus palabras, son desconcertantes, nos dejan
perplejos y nos sorprenden hasta el punto de que invitan a la
incredulidad. Este enigma impactante de Jesús es el que se proclama en
el kerigma cristiano. Proclama una idea extraña y nueva del Dios
trinitario en que se habla del Padre, del Hijo y del Espíritu, al
tiempo en que parece conmoverse la idea racional de un Dios único tanto
en la tradición de Israel como en la especulación filosófica. Se habla
de la encarnación del Hijo en Jesús, cuya condición divina se proclama:
¿cómo es posible que el Dios eterno y absoluto se "encarne"? ¿Cómo es
posible que un hombre como es Jesús pueda considerarse Dios? El kerigma
proclama también que el Hijo de Dios es sorprendentemente crucificado
de acuerdo con el plan divino: ¿qué sentido podía tener hablar de un
"Dios crucificado"? Todavía más: el kerigma proclama que a los tres
días "resucitará" y que, una vez resucitado, se manifestó a los
discípulos. Además, muy pronto la comunidad cristiana, entendiendo las
Escrituras, comenzó a proclamar que María era la "Madre de Dios". ¿No
era todo esto demasiado? Ciertamente esta perplejidad se expresó ya
primero entre los judíos: ¿quién es este que siendo hombre se hace
Dios? Y, sin duda, continuó a lo largo de los siglos hasta llegar a la
incredulidad propia de nuestro tiempo, iluminado por la luz de la
razón. El mismo san Pablo confesó que la cruz era una necedad y una
locura.
Sin embargo, el kerigma que proclamaba esta "increíble historia de
Jesús" y que transmitía la fe de los apóstoles se extendió por toda la
cuenca mediterránea y se apropió de la cultura grecorromana. La
experiencia religiosa de la sociedad en Europa se nutrió intensamente
de la "historia de Jesús" durante milenios y se extendió por todo el
mundo. Es la emoción que se expresó con una profunda reverencia en los
capiteles y en los tímpanos románicos y góticos, o en la profusa
ornamentación barroca que reinterpretó en cristiano el mundo clásico
grecorromano. La increíble "historia de Jesús" se apropió de la razón
antigua y quienes quieran seguir hasta el final los argumentos de este
ensayo entenderán hasta qué punto vivimos tiempos excepcionales en que
podría apropiarse de la "razón moderna". ¿En qué radica la fuerza de
esta "increíble historia de Jesús" para apropiarse de los sentimientos
y de la razón? Este es, en definitiva, el argumento de nuestro ensayo.
Sin embargo, debemos ahora presentar la síntesis esencial de este
"increíble kerigma" -actualización en la historia de la obra de Jesús-
para indagar después en su profunda significación humana.
El kerigma de la iglesia primitiva. Es, pues, comprensible la
importancia esencial que para el kerigma cristiano tienen las
Escrituras. Ahora bien, el kerigma en la fe de la primera comunidad no
puede entenderse sin situarlo en la historia del pueblo de Israel. El
"hecho religioso cristiano" comienza unos mil ochocientos años antes
del nacimiento de Jesús cuando el patriarca Abrahán se siente
interpelado por un Dios protector, Yahvé, que promete la futura
bendición de Israel y de todos los linajes de la tierra, estableciendo
la Alianza con el pueblo escogido. Bendecir, en sentido bíblico, quiere
decir prometer la felicidad y el cumplimiento de las aspiraciones
humanas. La historia de la religiosidad de Israel narra la esperanza de
un pueblo que cree que la bendición se hará realidad, pero que vive la
frustración de que Dios aparece lejano, sin intervenir, ajeno a la
bendición prometida. Israel es presa de sus enemigos y atraviesa
dramáticos sufrimientos. La fe en la bendición se debilita y los
profetas exhortan a Israel para que permanezca fiel a la Alianza
confiando en la fidelidad de Yahvé. En un tiempo en que Israel está
desmoralizado y en que domina la teología de las llamadas figuras
salvíficas -imágenes del futuro liberador de Israel que realizará la
bendición prometida, aparece Jesús de Nazaret. Después de treinta años
en silencio comienza Jesús su predicación proclamando un mensaje
sorprendente que deja atónitas a las autoridades religiosas de Israel.
Se presenta como el Hijo de Dios que revela su plan eterno para la
salvación del hombre y el cumplimiento de la Alianza de Yahvé con
Israel realizando la bendición prometida. La bendición llegará a
quienes libremente acepten la fe en el mensaje de Jesús, manifestado y
realizado en el Misterio de su Muerte y su Resurrección. Jesús no hace
filosofía, sino que proclama con autoridad un mensaje divino, sin
ningún complejo y con atrayente persuasión. Demanda de sus oyentes la
confianza en su mensaje fiándose de su persona, que se adhieran al
kerigma de su doctrina y que lo sigan proclamando ante los hombres a lo
largo de la historia. El hecho religioso cristiano nace como adhesión
al kerigma de Jesús que abre a una misteriosa experiencia de la
presencia transcendente de Dios y a una sorprendente explicación del
plan de salvación divino en la creación.
En otros capítulos preguntaremos cómo fue interpretado este kerigma en
el paradigma grecorromano y qué posibilidad tiene hoy de ser
interpretado desde la cultura moderna. En este capítulo afrontamos una
presentación del contenido esencial del kerigma cristiano (por tanto,
de la fe de la iglesia). Por consiguiente, no pretendemos sino una
síntesis que, como tal, no contendrá todos y cada uno de los contenidos
kerigmáticos que, por ejemplo en un catecismo o en otro tipo de
escritos, podrían ser expuestos íntegramente. ¿Qué quiere esto decir?
Una referencia concreta puede aclararlo: esta síntesis no abordará en
sus detalles, por ejemplo, la doctrina de los sacramentos o el
contenido pormenorizado de la fe en relación a la figura de María, la
Madre de Dios. Sin embargo, que esta exposición del kerigma haga una
síntesis (los "credos" fueron también una síntesis) responde solo al
hilo argumental propio de este ensayo, centrado en el Misterio de
Cristo, sin que por ello se ignore o no se considere el conjunto más
detallado de posibles contenidos del kerigma. Como es patente desde la
Introducción a este ensayo, su autor es creyente adherido a la doctrina
de Jesús, proclamada por la iglesia en el kerigma cristiano en toda su
integridad.
Pero de momento deberemos retrotraernos a los momentos iniciales de la
historia del cristianismo, cuando nace la religión de Israel, para ir
reconstruyendo la experiencia religiosa que conduce a la aparición de
Cristo y a la constitución de la iglesia cristiana. Ser cristiano, en
efecto, no será otra cosa que adherirse a una doctrina y proclamar en
el kerigma lo predicado por Jesús. Pero la doctrina de Jesús se
proclama como plenitud de sentido de la historia de Israel, hasta el
punto de que "entender a Jesús" es entender el sentido final de la
historia de Israel. Para reconstruir aquí una síntesis del kerigma
cristiano, de la fe de la iglesia cristiana que trata de proclamar en
la historia la esencia pura de la doctrina de Jesús que quedó reflejada
en la Escritura, no podemos hacer sino meternos en las raíces de la fe
de Israel.
1. Orígenes del
cristianismo en la religión de Israel
La religión cristiana nació, pues, dentro de la religiosidad de Israel.
Es más: el cristianismo se entiende como cumplimiento de la
religiosidad de Israel y, en este sentido, la historia de la relación
del pueblo judío con Dios es un momento histórico asumido en la
religión cristiana como propio. El judaísmo no aceptó el mensaje
cristiano, pero gran parte del patrimonio espiritual de cristianos y
judíos es el mismo. La fidelidad de los judíos a su propia tradición
-no aceptando la sorprendente y revolucionaria doctrina de Jesús- tuvo
sin duda sus razones y su honestidad subjetiva. Pero reconstruir la
historia que nos conduce a entender el cristianismo desde sus raíces
primordiales se fundamenta, pues, inevitablemente en los orígenes
históricos de la religiosidad de Israel.
1.1. El Antiguo Testamento bíblico
La fuente para el conocimiento de la religiosidad de Israel es la
Biblia "hebrea": pero debemos tener en cuenta que el Antiguo Testamento
cristiano no coincide con el judío. Esto se explica por el hecho,
histórico y teológico, de que el cristianismo -como después se
explicará- solo reconoció como libros "inspirados" una parte de los
escritos de Israel y admitió otros de la llamada Biblia "griega". El
Antiguo Testamento, en efecto, fue entendido y explicado a través de
extensas enseñanzas teológicas rabínicas y cabalísticas (antes de
Cristo, con posterioridad a Cristo, en la Edad media y más adelante)
que no formaron parte del patrimonio teológico cristiano. También el
cristianismo produjo los escritos del Nuevo Testamento, asumidos en la
Biblia cristiana, y además una gran cantidad de teología, escrita ya
desde los primeros siglos. Por tanto, numerosos escritos, bíblicos y no
bíblicos, son fuente del conocimiento de los orígenes de las religiones
judía y cristiana. Por ello debemos tener en cuenta que de los
acontecimientos bíblicos y de la historia de Israel podemos hablar
desde dos enfoques distintos: el histórico-crítico y el teológico.
Primero es el enfoque histórico-crítico que estudia con los métodos
históricos científicos pertinentes en cada caso qué sabemos realmente
acerca de la historia de Israel y de su religiosidad (lo que incluye
obviamente una teología que puede historiarse críticamente). El segundo
es el enfoque teológico: es el entendimiento y explicación de la
historia de Israel desde una fe religiosa, bien judía, bien cristiana.
Estos dos enfoques están relacionados por muchas razones.
Nuestra intención es exponer la fe cristiana: dónde está hoy y cómo se
proclama la fe en el cristianismo. Exponer el kerigma cristiano es
exponer la fe y la teología de la primera comunidad, a la que siempre
quiso estar referida la iglesia a lo largo de su historia. Pero esto no
quiere decir que para hacer esta exposición no debamos tener en cuenta
los resultados estrictos del método histórico-crítico. En la fe
cristiana se ha entendido la historia de Israel como una "historia de
salvación": los momentos de la intervención de Dios en la historia que
a través de Israel culmina en la constitución de la religión cristiana.
A esta "lectura teológica de la historia en clave cristiana" nos
referimos ahora. Es la que Jesús proclamó y la comunidad cristiana
transmitió como kerigma para la salvación fundado en la persona y la
doctrina de Jesús.
1.2. Yahvé y la Promesa de bendición
Yahvé y el patriarca Abrahán. Una de las
antiguas tribus asentadas en las montañas del interior inhóspito de
Palestina, alejadas de las tierras fértiles de la costa, habitadas por
pueblos más ricos y poderosos, y dirigida por el patriarca Abrahán, fue
protagonista inicial de los acontecimientos que dieron origen al
movimiento religioso más importante de la historia, el
judea-cristianismo. Como las otras tribus y los pueblos de la región,
los seguidores de Abrahán poseían sentimientos religiosos vinculados a
algunos de los dioses comunes en las tradiciones del entorno cultural.
Pero Abrahán tuvo la experiencia de haber entrado en relación con un
Dios nuevo y especial por el que había sido apelado de una forma
extraña. El Dios que irrumpió en la vida de Abrahán y del pueblo de
Israel fue en aquellos momentos entendido como uno de los dioses que
hacían acto de presencia en las otras tribus del entorno. Por tanto, no
debemos entender anacrónicamente la idea de Dios que pudo tener
Abrahán, desde luego distinta de la que después tuvieron Israel y la
tradición cristiana. Aquel Dios, Yahvé, fue sentido por Abrahán como un
Dios poderoso que le apelaba -a él y al pueblo que dirigía- y que le
ofrecía una Alianza.
La Alianza y el sacrificio de Abrahán. Yahvé
exigía al patriarca Abrahán y a todo el linaje de Israel ser reconocido
como único Dios que pedía entrega y confianza; Yahvé exigía ser objeto
de un culto objetivo que reconociera su presencia privilegiada en la
vida de Israel. Por la Alianza, Israel pasaba a entenderse como el
"pueblo escogido" por ese Dios misterioso para realizar un no menos
misterioso designio que entendió como extensivo a todos los linajes de
la tierra. La firme convicción de universalidad de la religión judía se
funda ya en la Alianza con Abrahán. La historia bíblica relata la
dramática escena de Abrahán dispuesto al sacrificio de su propio hijo
en testimonio de su voluntad incondicional de aceptar a Yahvé como Dios
único de Israel. En esta escena impresionante se nos muestra una vez
más el talante sacrificial de la experiencia religiosa (ver capítulo
1). La voluntad de Israel de entregarse a Yahvé debería ser
correspondida por Yahvé con la parte de su compromiso en la Alianza.
Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios: esta era la Alianza
que la tribu judía de Abrahán aceptó con profunda fe.
La Promesa de Bendición. Yahvé queda así
comprometido por la Alianza a intervenir siempre a favor del "pueblo
escogido", el pueblo de Israel, el linaje de Abrahán. La actuación de
Yahvé a favor de Israel se expresa, de forma un tanto imprecisa, en la
narración bíblica como "bendición". Pero "bendecir" es augurar el
"bien"; es anunciar un futuro halagüeño en que la vida se cumplirá
conforme a los deseos y expectativas de quien es objeto de bendición.
No pensemos que Abrahán concibió ya un Paraíso transcendente o la
"inmortalidad". Solo se esperaba ser bendecido por Yahvé, en
correspondencia a la Alianza que Yahvé mismo había prometido, en las
cosas inmediatas que afectaban a su vida: la posesión de una tierra
segura (la tierra palestina que habitaban) , la constitución de una
nación, la seguridad frente a los enemigos, el bienestar y felicidad
ordinaria de la "vida buena", en el sentido aristotélico.
1.3. Exilio y Monarquía
La historia de Israel, y también del cristianismo, tiene siempre
relación con la espera del cumplimiento de esa antigua "Promesa de
Bendición". La figura de Abrahán fue sin duda decisiva en la persuasión
religiosa de ser "pueblo escogido" y de haber sellado con Yahvé una
Alianza universal. Israel esperaba con firmeza el cumplimiento fiel de
la Promesa divina, pero no eran conocidos los planes de Dios en la
estrategia de este cumplimiento y el problema de Israel será mantener
con firmeza la esperanza de bendición a través del dramatismo de su
historia. La experiencia religiosa de Israel -la experiencia indigente
de los "pobres de Yahvé" puede representar lo que es la experiencia
religiosa de todo hombre: la apertura en la fe al poder salvador de lo
divino en contraste con la experiencia humana de abandono, de pobreza,
de sufrimiento y de indigencia que se impone a lo largo del drama de la
vida. No será fácil para Israel, como no lo es tampoco para ningún
hombre, confiar en Yahvé tras la continua sensación de que aquel Dios
en quien se quiere confiar es inoperante ante el drama de la existencia
humana.
El exilio, la pérdida de la tierra y la Monarquía.
La persuasión naciente de Israel de ser objeto de una especial
predilección y bendición divina fue consolidándose hasta la primera
gran contradicción del exilio. Fuera de la tierra que Israel anhelaba
se afrontaba la supervivencia del pueblo escogido en la tierra extraña
de Egipto. La ilusión de volver a la Tierra Prometida y palpar el
cumplimiento de la Promesa de Bendición anhelada es la gran esperanza
que mueve a Israel durante el exilio y que le orienta bajo el liderazgo
de Moisés, de los otros Jueces y Reyes. Los acontecimientos
extraordinarios que acompañan la vuelta a la Tierra Prometida, la
entrega de las Tablas de la Ley a Moisés y la exhortación continua a la
confianza firme a pesar de las penalidades, son nuevas escenas que
mantienen y consolidan al pueblo en la Alianza sellada con Yahvé, el
Dios de Abrahán. Una vez en la Tierra y abierto el período de los reyes
todo parece indicar que la antigua Promesa está en vías de
cumplimiento. El reino de Israel se hace posible venciendo sobre
cananeos, filisteos y otros pueblos vecinos, hasta llegar al esplendor
del reinado de David y de su hijo Salomón. La construcción del Templo
para custodiar en el Sancta Sanctorum el Arca de la Alianza con las
Tablas de la Ley nos hace entender la conciencia que Israel tiene de
que toda su vida como pueblo y como nación gira en torno a la fidelidad
a la Alianza. En esta se funda, en efecto, la esperanza de que la
bendición producirá para Israel una vida buena, segura y fecunda en la
Tierra Prometida.
Comienzos de la teología de Israel. La
historia de Abrahán y del Israel antiguo no contó con "cronistas" que,
en tiempo real, fueran dando cuenta de cuanto acontecía. Existió, sin
duda, una tradición oral; pero fue solo al gozar de cierta paz y orden
social -o sea, de una estructura socio-política naciente-
proporcionados por la monarquía, cuando escribas y teólogos, de forma
anónima y al servicio del pueblo, comenzaron a poner por escrito la
historia maravillosa que Israel estaba viviendo. De esta manera,
diversos autores en épocas distintas fueron aportando tramos y
episodios de la historia, de la teología, e incluso de la poesía y de
la emoción religiosa de Israel. Todo fue entrelazándose hasta dar por
resultado, entre otras cosas, los libros que hoy componen el Antiguo
Testamento de la Biblia cristiana y judía. El estudio histórico-crítico
del Antiguo Testamento permite conocer las diferentes crónicas o
estratos que componen algunos de sus libros (yahvista, sacerdotal,
elohísta, etc.) , las épocas y teología a que responden, así como los
tramos bíblicos que pertenecen a cada una. Otros libros pueden ser
atribuidos a ciertos autores; pero incluso entonces con matices, ya que
es posible en muchos casos reconocer añadidos de diversas épocas (como
ocurre con los profetas). Lo importante es advertir que Israel, siglos
más tarde del comienzo de su historia, la recuerda, la escribe y piensa
sobre ella haciendo "teología"; es decir, tratando de releer,
profundizar, llegando al lagos o razón teológica (la explicación del
sentido de las acciones divinas) de la intervención de Yahvé en la
historia de Israel. El cristianismo es una prolongación teológica de la
religión de Israel; pero no la única, ya que esta dio origen a otras
hermenéuticas (verbi gratia, las escuelas teológicas judías, rabínica o
cabalística). El lector interesado hallará numerosos estudios
histórico-críticos sobre la estructura histórica de los libros
bíblicos, así como estudios sobre las teologías con que Israel va
pensando su propia historia al desentrañar el sentido de los designios
divinos.
Israel reconstruye su teología del sufrimiento: el
Paraíso.
El libro del Génesis comienza por la historia de la creación: aparece
un Dios creador -ajeno completamente a la idea de Yahvé en la época de
Abrahán- que constituye parte de la teología de la crónica sacerdotal.
Pero la historia de Adán y Eva en el Paraíso pertenece a la crónica
yahvista y fue colocada aquí para encabezar de forma muy profunda la
descripción de los orígenes (que Israel trata de clarificar para hallar
sentido a las actuaciones enigmáticas de Yahvé). Nuestros primeros
padres personifican a los primeros humanos. La historia nos dice que el
plan de Dios consistió en un principio en poner al hombre en el Jardín
de Edén, lugar denominado Paraíso porque en él no existían ni el mal ni
el sufrimiento. La especie humana gozaba de felicidad y podía comer
cuantas veces quisiera del Árbol de la Vida. El Paraíso solo era un
mundo humano que Dios creaba para establecer la relación con el hombre.
Por ello hizo saber al hombre que podía disponer de todo cuanto veía,
pero debía abstenerse de comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del
Mal. La historia supone que el hombre era libre en el Edén para comer o
no comer. Todos conocemos la historia. Nuestros primeros padres
pensaron: al comer del fruto de este Árbol seremos como dioses. Y
comieron con la voluntad manifiesta de hacerse como dioses. La reacción
de Dios ante la rebelión del hombre es inequívoca: le expulsa del
Paraíso, poniendo ángeles con espadas de fuego ardiente para velar la
entrada en el Jardín de Edén. La teología cristiana piensa hoy
comúnmente que la historia del Paraíso es una narración etiológica que,
como tal, describe no obstante una realidad. El teólogo yahvista debía
de pensar que sus personajes representaban a la humanidad y era
consciente de escribir, digamos, una historia ejemplar; pero no por
ello ajena a la realidad. El mensaje real teológico de la narración es
claro: Dios dejó al hombre en libertad para pretender "hacerse como
Dios" y, al ver Dios que el hombre optaba por esta posibilidad, se vio
obligado a situarlo en la historia real de la indigencia, del mal y del
sufrimiento, ya fuera del Jardín de Edén. Pero para entender el sentido
de esta historia es necesario completarla con otro aspecto de la
teología veterotestamentaria: el hombre real sigue siendo libre para
independizarse y negar a Dios -esto es, pecar o negar a Dios en la
propia vida- , pero la experiencia existencial de la indigencia le
prepara para "convertirse" a Dios. Dios sabe que la indigencia es
"penosa", y hubiera querido evitarla (por eso, nos dice la historia, el
plan inicial era el Jardín de Edén). Pero, en equilibrio con la
libertad para pecar frente a Dios, el sufrimiento humano forma parte de
su estrategia de salvación para que el hombre se vuelva hacia la oferta
de amistad hecha por Dios. El sufrimiento es terrible, pero ha sido
aceptado por Dios para construir una "historia de salvación" desde la
libertad para pecar. El cristianismo entenderá posteriormente que esta
teología del Paraíso es congruente con el designio creador revelado por
Jesús, tal como será proclamado en el kerigma.
1.4. Destierro y profetismo
El sufrimiento. Esta es la gran cuestión para
la experiencia existencial de la religión de Israel. Los "pobres de
Yahvé" viven en la esperanza de que se cumpla la Alianza y reciban la
Bendición que les acerque la felicidad y la "vida buena". Con el tiempo
ha aprendido Israel que el Yahvé cuyo Amor se expresa en los Salmos de
David, es el Yahvé creador (crónica sacerdotal en el Génesis) que tuvo
razones para permitir el sufrimiento (crónica elohísta en el Génesis).
Pero, a pesar de todo, Israel cree todavía que, en virtud de la
Alianza, Yahvé vencerá el sufrimiento y realizará la bendición. Esta
firme creencia es la esencia de la religión de Israel, guardada con
celo en el Arca de la Alianza en el Templo de Jerusalén. Esta ciudad
santa es escenario de la Tierra Prometida que al parecer se creyó
poseída definitivamente en el tiempo de la monarquía de David. Pero la
experiencia de Israel es la misma experiencia presente en la vida
religiosa de todo hombre: creer en el Amor de un Dios benévolo que
quiere y va a producir la bendición, a pesar de la inmersión en el
sufrimiento y la frustración continua de la vida. La teología de Israel
tras la monarquía es la angustiosa pregunta por la bendición desde la
aflicción continua por las más variadas experiencias de sufrimiento y
de frustración: es la vivencia dramática de la contradicción entre la
creencia (la bendición) y la realidad (el sufrimiento). La
contradicción entre la idea de Dios y la experiencia de su inoperancia
en la historia humana. Así, las grandes preguntas e inquietudes de los
teólogos de Israel son: ¿Cabe esperar que Yahvé bendiga finalmente a su
pueblo? ¿En qué consistirá la bendición prometida? ¿Cómo y cuándo se
producirá la bendición? ¿Quién es Yahvé? ¿Puede confiarse en la
fidelidad de Yahvé? ¿Cómo entender sus designios y planes en la
elección y papel de Israel en la historia?
Destierro. Tras haber creído que la bendición
comenzaba a realizarse en la monarquía triunfante de los reyes David y
Salomón, las vicisitudes y las penalidades que conducen al destierro de
los judíos a Babilonia debieron de suponer una conmoción radical de sus
creencias religiosas. Israel se debate entre seguir confiando en la
Alianza y la promesa de bendición o desistir de una fe que los hechos
hacen difícil mantener. El destierro debió de ser más penoso que la
estancia en Egipto porque supuso una marcha atrás inconcebible después
de haber poseído la Tierra Prometida. Israel ya nunca volvería a ser lo
que fue en tiempos de David y el destierro fue solo el comienzo -quizá
el más dramático de una serie continua de penalidades que no cesarían
ya durante siglos y siglos hasta nuestros días. La inoperancia de Dios
ante el sufrimiento de Israel, que es una imagen del sufrimiento
humano, es el gran problema teológico de los judíos y así seguirá
siendo al prolongarse la teología de Israel en la teología cristiana.
Profetas. La consolidación de la monarquía
tuvo gran importancia en la formación de las principales tradiciones
culturales de la nación judía: su lengua, su escritura, su literatura,
su religión. La sociedad judía formó unas tradiciones de pensamiento,
de teología y de escritura propias de una gran nación que pudieron
perdurar más allá, incluso con los medios precarios del exilio en
Mesopotamia, en las débiles monarquías y estructuras sociales que se
reorganizaron tras la segunda vuelta a Palestina. Los profetas fueron
los teólogos de Israel que mantuvieron viva la fe y la esperanza en
cuanto la Alianza suponía. Tuvieron que pensar en la idea de Yahvé, en
el misterio de sus designios, en el sufrimiento y en los planes de
bendición divina. En su conjunto la teología de los profetas es
impresionante: estudiarla supone conocer las circunstancias históricas
concretas en que su actuación se inicia y las respuestas teológicas que
proponen, su idea de Yahvé, su teología del sufrimiento y la profecía
del cumplimiento de la futura bendición. Los dos grandes profetas son
Jeremías e Isaías. Este último Déutero Isaías (cap. 48ss) formula la
teología del Siervo de Yahvé que contiene una profunda reflexión del
camino sufriente de Israel: el Siervo de Yahvé es así figura del
sufrimiento de Israel y ha sido entendido por la teología cristiana
posterior como una prefigura del sufrimiento de Cristo. Sin embargo,
por encima del sufrimiento, Israel debe abrirse a la esperanza de una
futura bendición. La prueba del sufrimiento entra en los planes de
salvación, pero Israel debe aceptarla, asumirla, y, al mismo tiempo,
quedar abierto a la esperanza de un Dios de salvación.
1.5. Últimas penalidades y mesianismo
Hasta la dominación romana. La vuelta del exilio a Palestina permitió
la refundación de la monarquía, aunque siempre tutelada por los poderes
dominantes de la región. Entre los últimos episodios destaquemos la
persecución de Antíoco IV que produjo la sublevación de los Macabeos y
la dominación romana que, años después, desembocó en la cruel guerra de
Roma contra los judíos dirigida por Tito en torno al año 70 después de
Cristo. Poco tiempo antes del nacimiento de Cristo vivía Israel con
dramatismo un tiempo de nerviosismo e inquietud existencial, motivado
por un desaliento final ante el incumplimiento de la Promesa de Yahvé,
tras más de mil años de espera y truncación, y ante la formación de un
apasionado nacionalismo antirromano.
Las figuras salvíficas: el Mesías. Las muchas
penalidades de Israel no hacían fácil el mantenimiento de la esperanza
en la Promesa. Sin embargo, el gran ejemplo de fidelidad del pueblo de
Israel es extraordinario, sin que ninguna circunstancia penosa le haga
desistir de la antigua fe de los padres, en último término la fe del
patriarca Abrahán. Cuando se piensa que la dominación romana distaba ya
en el tiempo más de 1.600 años de las primeras experiencias religiosas
de la tribu de Abrahán, advertimos la dimensión del agobiante camino
recorrido con perseverancia. Es explicable que en esta situación de
cansancio la teología de Israel tratara desesperadamente de concebir
nuevas figuras salvíficas que hicieran la esperanza final todavía
posible. Ya el Siervo de Yahvé en Isaías era una figura de la llegada
final de la salvación. Sin embargo, en los últimos profetas y teólogos
judíos comienzan a aparecer nuevas figuras que se dibujan en el
horizonte como próximos realizadores del Reino. El profetismo orientado
al anuncio de una salvación inminente aumenta y va unido a figuras
salvíficas como la del Mesías salvador de Israel que vencerá sobre los
enemigos y refundará el nuevo Reino de Judá. Aparecen también
referencias al enigmático Hijo del Hombre. En este ambiente de
frustración por una monarquía que de hecho es un títere del imperio
romano, de comprensible cansancio histórico por una espera
interminable, de nerviosismo por la creencia en anuncios salvadores de
una llegada inminente del Mesías fundador del Reino y por apasionadas
conspiraciones políticas de marcado sesgo nacionalista, en este
ambiente tan complejo es cuando se produce la aparición de la figura de
Cristo.
2. Cristo
en la historia de Israel
La religión cristiana depende de la existencia histórica de Cristo.
Jesús de Nazaret nace en una familia pobre, como un judío más de su
tiempo. Vive trabajando con su padre carpintero y solo al llegar a los
treinta años comienza su predicación pública, manifestándose como un
nuevo profeta que se involucra en la compleja historia de Israel,
abordando los graves problemas religiosos que inquietaban la fe de
Israel desde hacía siglos. Su predicación, sin embargo, tenía perfiles
distintos a los ya habituales en el profetismo de aquellos últimos
siglos. Dirigiéndose a los sentimientos del pueblo, entre otras cosas,
pretende anunciar un mensaje divino nuevo que revela la forma de
realización de la Promesa de Bendición: esto es precisamente lo que los
teólogos judíos querían conocer y en torno a lo que seguían
especulando. Jesús presentó la congruencia de su mensaje religioso con
las expectativas y las profecías abiertas en la tradición de Israel,
pero el hecho es que la parte mayoritaria de la sociedad de Israel no
lo consideró así. Sus afirmaciones y su doctrina eran tan arriesgadas,
decían cosas nuevas tan sorprendentes que fueron incluso calificadas
corno blasfemia por los sacerdotes (hacerse "Hijo de Dios" era una
blasfemia grave para la fe judía). Así, la tensión entre las
autoridades judías y Jesús -que había reunido en torno a su persona
numerosos seguidores- condujo al desenlace final de su muerte en cruz
cuando los dirigentes judíos consiguieron que las autoridades romanas
lo juzgaran y lo condenaran. El cristianismo nacerá como la adhesión a
la persona y a la doctrina de Jesús, hasta el punto de que en realidad
"se reduce a Jesús": no es sino la adhesión testimonial a Jesús y la
proclamación de los hechos y las palabras de Jesús. El kerigma
cristiano en la historia no ha pretendido ser más que Jesús.
2.1. Nuestra información sobre Jesús
Salida a la escena en la historia de Israel.
El marco en que Jesús comienza ·su predicación es la sociedad judía de
su tiempo. Su mensaje iba dirigido a los judíos desde la perspectiva de
la tradición religiosa de Israel. En principio, su mensaje divino era
algo interno a la religión judía. Los romanos veían el "asunto de
Jesús" como una cuestión interna de judíos y se mantenían al margen.
Para el mundo exterior a Palestina (el imperio romano dominador) ni
Jesús ni su mensaje interesaban; por descontado que ni siquiera era lo
que hoy se llamaría "noticia". Nadie habló de Jesús, ni tenía por qué
hablar. Los judíos cultos lo miraron con sospecha y en los tres años de
su presencia pública apenas hubo tiempo para el registro literario de
su actividad social. Una vez ejecutado, Jesús y los cristianos, que
pronto se organizaron en comunidades locales estables, comenzaban a ser
algo incómodo para el Israel oficial que, lógicamente, se trataba de
silenciar. Sin embargo, a medida que los grupos cristianos crecieron y
se extendieron por Asia Menor y por toda la cuenca mediterránea,
comenzaron a jugar un papel social objetivo que debía ser relatado por
los escritores de la época, judíos o romanos. Pero los cristianos
seguían siendo, en conjunto, de poca importancia. Por ello, años
después de la muerte de Jesús, aparecen ya referencias que mencionan la
existencia de los cristianos, algunos apuntes sobre sus creencias
religiosas, incluyendo alguna información sobre la extraña figura de su
fundador, muerto en la cruz ejecutado por Roma. Estos primeros relatos
históricos son breves y no daban excesiva importancia al fenómeno
cristiano, tal como lógicamente debía ser, dadas las circunstancias
globales de la época.
Información y teología en las primeras comunidades
cristianas.
En vida de Jesús no hubo de parte de sus discípulos ningún intento de
registro escrito de sus palabras y de sus hechos. Es lógico, ya que en
apenas tres años de vida pública no hubo tiempo para dejarse sorprender
y arrastrar por las palabras y los hechos de Jesús. Al morir Jesús y
organizarse la comunidad de creyentes en su doctrina surgieron algunas
inquietudes derivadas de la naturaleza de la situación: era necesario
recordar lo que Jesús había dicho y había hecho; había que recapitular
su doctrina y entenderla -esto es, hacer teología sobre ella- ; había
que constituir la doctrina del nuevo grupo en formación; había que
cruzar información entre unos grupos y otros, ya que se debía optimizar
el rendimiento de los materiales disponibles; para todo ello se debían
poner por escrito las informaciones y los contenidos esenciales de la
nueva fe. Los apóstoles fueron fuente esencial de narraciones y de
teología, pero no solo. Al principio fueron pequeñas historias o
escenas vividas por testigos de la vida de Jesús que pusieron por
escrito el recuerdo contextualizado de su doctrina. Estas narraciones
eran atribuidas a sus fuentes (autores, por ejemplo un apóstol) y otras
se transmitieron solo de forma anónima. Las narraciones fueron
cruzándose y formando poco a poco ciertos "paquetes de contenido";
muchas escenas viajaban de un sitio a otros y eran repetidas en todas
las comunidades, pero en algunas podía haber aportaciones específicas.
Pasadas algunas décadas aparecieron ya autores que trataron de unificar
los contenidos en una redacción unitaria de la historia de las palabras
y de los hechos de Jesús. Así nacieron los cuatro evangelios,
atribuidos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Otros dos libros responden
también a la obra de un autor: Los Hechos de los Apóstoles (de autoría
incierta, quizá Lucas) y El Apocalipsis (atribuido a san Juan). Estos
seis libros, junto a las cartas de los apóstoles y el rico corpus
doctrinal y teológico de las cartas de san Pablo, constituyen el Nuevo
Testamento, griego, de la Biblia para el cristianismo. Hubo otros
escritos que, como explicaremos, no están en la Biblia cristiana. Lo
importante es ahora advertir que los escritos del Nuevo Testamento no
son pura historia objetiva: son la presentación, interpretada desde la
fe y desde la teología, de los hechos y de la doctrina de Jesús. La
concepción del Nuevo Testamento es pues ante todo teológica: es el
entendimiento teológico de la figura de Jesús en la fe cristiana. Es la
fijación del kerigma proclamado por Jesús que no pudo hacerse sin una
cierta aportación teológica. La iglesia primitiva era consciente de que
su aportación solo era transmitir a Jesús a la historia y, por ello, su
"teología" pretendía solo ser la "teología" que habían oído a Jesús.
San Pablo fue sin duda el gran teólogo del cristianismo y sus cartas
forman parte del Nuevo Testamento. Pero la iglesia considerará que la
extraordinaria especulación teológica de Pablo estaba "inspirada" y
formará parte esencial del kerigma primordial del cristianismo que será
criterio regulador de la fe de la iglesia a lo largo de los siglos.
2.2. El Jesús histórico y el Jesús del kerigma
cristiano
Parece, pues, que las fuentes para conocer quién fue realmente Jesús,
cuál fue su vida, sus palabras y sus hechos, solo son dos: la
información no creyente (la historia judía y romana que son muy pobres)
y la información kerigmática (que suministra la información envuelta en
la teología que proclama y anuncia la fe como kerigma). La primera es
muy pobre en sus inicios, pero a medida que pasa el tiempo estuvo cada
vez más influida por la segunda. La información kerigmática es muy
rica, pero plantea el problema de que es difícil distinguir qué es el
puro dato histórico y qué es un constructo producido por la fe. En todo
caso, la fuente kerigmática (todo el Nuevo Testamento) no queda
excluida como fuente de historia porque puede ser estudiada desde la
metodología histórico-crítica. En todo caso, la fe cristiana se
entiende como la adhesión existencial a un kerigma que transmite con
inspiración a Jesús de una forma fiel. En todo caso, el Jesús del
kerigma es el de la fe cristiana, que incluye una interpretación.
El Jesús de la historia. De acuerdo con la
metodología científica no se albergan dudas de que puede trazarse un
perfil estrictamente histórico de la figura de Jesús. Fue un profeta o
reformador religioso aparecido en unos años precisos de la historia de
Israel. Predicó sus doctrinas durante un corto tiempo al pueblo judío,
hallando amplia audiencia y numerosos seguidores, pero entrando en
conflicto con las autoridades religiosas. Esto le condujo a ser
condenado por la administración romana y a ser ejecutado en la muerte
en cruz. Su personalidad, doctrina moral y religiosa fueron
sorprendentes, nuevas y con la enorme capacidad de influencia que
evidencia la evolución posterior del cristianismo. ¿Cuál fue la
doctrina de Jesús? Aun admitiendo que la información kerigmática
pudiera contener añadidos y teología que debieran atribuirse a la
comunidad cristiana, en conjunto debe considerarse que esta buscó la
fidelidad a la enseñanza de Jesús. Por tanto, cabe pensar que su
información y su teología respondieron correctamente a la doctrina que
Jesús difundió (la comunidad no pretendía otra cosa sino "proclamar" la
misma doctrina de Jesús ya que se exigía a sí misma la fidelidad). La
metodología histórico-crítica puede en algunos casos incluso llegar a
las ipsissima verba Jesu (las mismísimas palabras de Jesús). Además, el
relato evangélico que atestigua que Jesús se proclamaba Hijo de Dios es
del todo congruente con que fuera considerado blasfemo y por ello fuera
ajusticiado, como de hecho se produjo. Los discípulos difícilmente
hubieran osado por sí mismos atribuir a Jesús la condición divina, si
no lo hubieran oído realmente en la predicación de Jesús. Es lo más
verosímil dada la psicología de los primeros cristianos (urgidos solo a
"transmitir") y, además, muy probable, desde una perspectiva
histórico-crítica, que gran parte de los hechos y doctrina relatados en
los evangelios, así como la doctrina atribuida a Jesús (en especial la
firme convicción de su condición divina) respondan efectivamente al
kerigma predicado por Jesús. El cristianismo, sin embargo, no se funda
en los resultados histórico-críticos sino en la adhesión existencial a
la persona y a la doctrina de Jesús proclamada en la fe primordial del
kerigma.
El Jesús proclamado en el kerigma cristiano.
Aunque en conjunto sea moralmente cierto que la información kerigmática
acerca de Jesús nos dice lo que realmente aconteció, en hechos y en
doctrina, sin embargo, es cierto también que en la mayoría de los casos
es muy difícil evaluar si tal idea, tal expresión, tal circunstancia
concreta (verbi gratia, los reyes magos), tal como nos vienen dadas en
el Nuevo Testamento, responden exactamente a la realidad. Estamos
hablando de una seguridad histórica de conjunto que no niega que en el
Nuevo Testamento, en especial en los evangelios, haya una
interpretación humana y una teología; es decir, elaboración realizada
por la comunidad (por ejemplo, la portentosa especulación teológica de
san Juan o de san Pablo que la iglesia considera también "inspirada").
Sobre todo esto volveremos más adelante al introducir el concepto
teológico-cristiano de "inspiración". En todo caso debe advertirse que
la toma de posición ante el cristianismo como religión no se hace a
través del Jesús histórico; es decir, el camino a la fe no consiste en
purificar la información kerigmática hasta llegar a algo así como la
pura idea histórica de Jesús, de su doctrina, para tomar entonces una
posición personal ante ella. La creencia o increencia es una respuesta
a la propuesta de asentimiento a la proclamación kerigmática de la fe
cristiana en Jesús. Lo que interesa es, pues, la forma en que la
comunidad cristiana asume, interpreta y proclama los hechos y la
doctrina de Jesús de Nazaret. Los signos y el fundamento (que después
llamaremos los martiría de acuerdo con la teología del Nuevo
Testamento) que permiten la adhesión a la fe están en la proclamación
kerigmática de la imagen de Jesús en el cristianismo. Lo que se acepta
o rechaza es la fe de la comunidad cristiana (kerigma), tal como está
siendo interpretada y proclamada, una fe a la que se atribuye fidelidad
a la figura real de Jesús, pero también creatividad teológica (como
después diremos "inspirada"). El kerigma es así la "obra de Jesús"
presente en la historia que se proclama y reclama la adhesión personal
y la fe.
3. La fe de la
comunidad en Cristo Jesús
Jesús de Nazaret, por tanto, irrumpe en la historia de Israel en medio
de experiencias atormentadas y en respuesta a su predicación se forma
la primera comunidad de creyentes en su mensaje; es decir, de
cristianos. La fe de la comunidad consiste en aceptar y proclamar que
Jesús es el Cristo, el Mesías, el Enviado por Dios. La caracterización
de Jesús como Cristo, el Mesías, se hace desde dentro de las
expectativas de la historia religiosa de Israel. Jesús es quien encarna
el que estaban esperando profetas y teólogos de los últimos siglos: es
el Anunciado ya por Isaías, el Siervo de Yahvé, el Hijo del Hombre, el
Mesías. Es el Enviado para anunciar el cumplimiento de la Santa Alianza
y la Promesa de Bendición, revelando los designios de Dios para hacer
realidad sus compromisos con el pueblo escogido, Israel, y anunciar
cómo la bendición se extenderá a todos los linajes de la Tierra. El
Nuevo Testamento es la fe de la comunidad que proclama el
reconocimiento de Jesús como el Ungido, el Cristo, el Mesías, el
Enviado por Dios a proclamar la Buena Nueva del camino que lleva a la
salvación prometida, al cumplimiento de la Promesa de Bendición hecha
al patriarca Abrahán.
Exponemos ahora algunos de los aspectos más sobresalientes de la fe de
la comunidad en Cristo Jesús, tal como se nos presenta en el conjunto
de Nuevo Testamento El cristianismo histórico nació de la adhesión a la
proclamación kerigmática de esa fe. La adhesión personal al Jesús
histórico real dio origen a la fe de los primeros discípulos y la
adhesión a esta (al kerigma que proclamaba), difundida por la
predicación a lo largo de la cuenca mediterránea, produjo la expansión
posterior del cristianismo como religión universal. Este es su origen.
Es una interpretación de la significación de la figura religiosa de
Jesús de Nazaret en congruencia con la tradición religiosa de Israel.
Pero la fe cristiana no absorbe unilateralmente la historia de Israel.
Representa el momento de la bifurcación de caminos que prolongan la
historia de Israel en diferentes direcciones: el cristianismo y el
judaísmo. El cristianismo, siguiendo las enseñanzas de Jesús, hizo una
lectura nueva e innovadora, arriesgada sin duda alguna, de la teología
tradicional, para algunos "blasfema", de Israel. En cambio, el judaísmo
se mantuvo en una lectura más conservadora en un marco que respondía
quizá mejor a las expectativas "ortodoxas" de la tradición judía.
Probablemente en unos y otros se dio una honestidad subjetiva en lo que
entendieron como voluntad de Dios.
3.1. El cristianismo como Plenitud de la Ley
Plenitud. Los primeros cristianos entendieron
que la doctrina de Jesús representaba el cumplimiento de la Promesa
hecha a los primeros padres de la nación judía. El anhelo ancestral de
una Voz de lo Alto que anunciara en verdad el cumplimiento de la
Alianza se había realizado en el Señor Jesucristo, Jesús el Mesías. Era
la respuesta anunciada por los profetas desde antiguo, tal como se
esforzarán en atestiguar con citas veterotestamentarias los autores del
Nuevo Testamento que proclaman la congruencia de Jesús con el Antiguo
Testamento En este sentido puede decirse que la doctrina de Cristo es
la Plenitud de la Ley por cuanto esta representaba la regulación de la
fidelidad a la Alianza con Yahvé de parte de la religión judía y Cristo
precisa con su mensaje divino, de una forma nueva y sorprendente, cómo
deberá mantenerse la fidelidad a la Alianza y cómo deberá acceder el
hombre al cumplimiento de la Promesa que se anuncia. Por ello, en el
kerigma cristiano se anuncia a un Jesús que se ha presentado a sí mismo
como cumplimiento perfecto de las aspiraciones de Israel fundadas en la
Alianza y este hecho es asumido por la tradición cristiana. El Antiguo
Testamento entra así a formar parte del anuncio kerigmático de Jesús en
la comunidad cristiana.
Innovación y escatología. La congruencia del
mensaje de Jesús con el Antiguo Testamento suponía al mismo tiempo el
conocimiento de su carácter innovador. El mensaje divino en la doctrina
de Jesús abría nuevos horizontes que, aunque no contradictorios con las
líneas ordinarias, ya consolidadas, de la teología judía, representaban
innovación profunda en todos los campos teológicos. Por decirlo así,
Dios en Jesús revelaba una impresionante cantidad nueva de doctrina,
imprevista para el judaísmo ordinario ortodoxo. Este se había hecho una
idea de Dios, de la Promesa, de la Alianza y de un advenimiento del
Mesías congruente con la lectura ordinaria de la religión judía. La
predicación de Jesús representó como una ola desbordante de novedad,
como algo rompedor y sorprendente, en algún sentido revolucionario:
algo que, si se aceptaba, suponía un cambio teológico radical hacia una
dimensión nueva e imprevista. Es pues comprensible que el judaísmo
conservador de aquella época entendiera que la fidelidad a la historia
de Israel suponía permanecer en el marco de una lectura ortodoxa y en
gran parte conservadora de la tradición de Israel. La doctrina de Jesús
constituía un impresionante cuerpo de doctrina, sorprendente y nuevo.
Lo veremos en los epígrafes que siguen. Pero había un aspecto que debió
parecer muy duro para el judaísmo: la forma en que Jesús anunciaba el
cumplimiento de la Promesa de Bendición era escatológico, más allá del
tiempo presente, más allá de la muerte donde Dios fundaría la Nueva
Jerusalén Celestial. Pero para el judaísmo ortodoxo la interpretación
de la Promesa era la Tierra Prometida, la Bendición tangible en el
Reino de Judá que tenía un sentido terrenal. En la teología
apocalíptica de los últimos siglos del Antiguo Testamento ya se había
asentado la idea novedosa de una supervivencia personal más allá de la
muerte. Pero el eje de las creencias judías seguía siendo un reino
terrenal bendecido por Dios y el Mesías esperado debía ser el caudillo
que llevara a la restauración del Reino.
Universalización. La promesa había sido vista
ya por la teología judía como una bendición que se extendería a todos
los linajes de la Tierra. Pero en realidad la forma de esa
universalización no había sido concretada y la espera judía estaba
centrada en la Tierra Prometida para el pueblo de Israel. Con el
cristianismo la acción de Yahvé a favor de Israel se abre a todos los
pueblos gentiles. Por ello la primera comunidad entendió (recordemos a
san Pablo) que la fidelidad a la Alianza para los gentiles no debía
suponer el atenimiento a la Ley en que el antiguo judaísmo había
cifrado el signo de este cumplimiento de parte de Israel. El horizonte
nuevo que se abría con el cristianismo cifraba la fidelidad a Dios en
la aceptación de la Nueva Ley, la Ley de Cristo constituida por la
adhesión a su doctrina y por el compromiso en su cumplimiento.
3.2. El Dios cristiano
Dios único y creador. Los últimos siglos de
teología judía, antes de la venida de Cristo, habían supuesto un
considerable progreso en la idea de la Divinidad; aquel primer Yahvé
impreciso del patriarca Abrahán se había convertido en un Dios
absoluto, único, transcendente y creador. Esta idea de Dios se presenta
asumida con nueva fuerza en el Nuevo Testamento cristiano. Los escritos
del Nuevo Testamento muestran, en efecto, que la primera comunidad
cristiana había entendido las palabras de Jesús como reveladoras de la
existencia de un Dios Único, fuente absoluta del Ser y de la Creación.
El Dios Uno del kerigma es siempre el Dios Trinitario en su
perfectísima unidad ontológica. Un Dios personal todopoderoso,
omnipresente, omnisciente, providente y libre al que nos podemos
dirigir en la oración, que nos escucha, nos respeta, nos ama como un
pastor ama a sus ovejas y un padre a sus hijos. Ese Dios es Único
porque no existen otros dioses junto a Él (no existen las muchas
deidades de las religiones de aquel tiempo); estos dioses, en todo
caso, serían solo balbuceos, formas imperfectas de acercarse a ese Dios
desconocido y único. Es verdad que la idea filosófica posterior de la
transcendencia no aparece todavía como tal en el Nuevo Testamento, pero
está ya implícita al considerar que el Dios de Jesús es el creador y el
señor absoluto, teniendo el mundo y todas las cosas a sus pies.
Dios trinitario. Sin embargo, la idea de Dios
que presenta Jesús en su predicación es mucho más profunda y
desconcertante. Habla ciertamente de un Dios Único en el sentido
anterior, pero el Dios de Jesús no es el Dios de los filósofos o del
Antiguo Testamento. Jesús, al referirse al Dios Uno, menciona al Padre,
nos habla de la presencia universal del Espíritu en que todo alienta, y
se refiere a sí mismo como el Hijo. La idea trinitaria de Dios se
presenta ya en el Nuevo Testamento y sus autores querían transmitir a
toda costa una enseñanza de Jesús; incluso en ocasiones sin la
conceptualización precisa de una doctrina con frecuencia difícil de
entender (y esto mismo muestra, a nuestro juicio, el esfuerzo del Nuevo
Testamento por transmitir los mensajes auténticos de Jesús, aunque
fueran enigmáticos, misteriosos e incluso crípticos). Esta dificultad
explica las muchas herejías de los primeros siglos que surgieron al
hilo del esfuerzo por la conceptualización precisa de las creencias
transmitidas desde la tradición inicial y que la primitiva comunidad
apenas acertaba a entender y formular con exactitud. Sin embargo, la
comunidad cristiana fue consciente de que Jesús había transmitido una
idea trinitaria del Dios Único y, dada la imprecisión, se sintió urgida
a clarificarla en los primeros concilios. Sobre todo tras la
experiencia de numerosas herejías que la fidelidad al mensaje de Jesús
obligaba a rechazar. Una única naturaleza divina -un solo y único Dios
realizada en las tres personas divinas coexistentes, el Padre, el Hijo
o Verbo y el Espíritu. Ninguna persona divina es creada sino engendrada
por igual desde la eternidad como principio absoluto en conformidad con
la naturaleza del Único Dios. El kerigma cristiano vio que esta
diversidad trinitaria de personas y su unidad de naturaleza divina,
siguiendo las enigmáticas enseñanzas de Jesús y el plan de su obra
salvadora, llevaba a contemplar, por una parte, la diversidad o "sesgo
teológico" de la obra del Padre, de la obra del Hijo y de la obra del
Espíritu y, por otra, la unidad de la obra divina porque donde está el
Padre allí están el Hijo y el Espíritu, y donde quiera que esté alguna
de las divinas personas allí están también las otras en la unidad
ontológica profunda de la Divinidad. El kerigma cristiano es la pura
transmisión de este misterio de Dios en los términos en que lo
reflejaron las Escrituras. El kerigma fue consciente de que no dominaba
conceptualmente la "increíble historia sobre Dios proclamada por
Jesús", o sea, "sobre sí mismo" puesto que Jesús era Dios. Pero la
iglesia se adhirió a esta idea de Dios y la proclamó, sin confundirla
nunca con las explicaciones que más adelante se propusieron en las
escuelas teológicas.
Los cristianos que reflejaron en el kerigma primordial la enseñanza de
Jesús eran conscientes de que Jesús había hablado del Dios Único, así
como del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pero sabían que Jesús
solo les había introducido en el Misterio de Dios. Era el Único Dios,
con su única naturaleza, el que abarcaba el universo y en el que, como
dice san Pablo, nos movemos, existimos y somos. El Dios omnipresente
era siempre el Dios trinitario, con las tres divinas personas, que hace
acto de presencia fundante en todo lo real y en el hombre. La doctrina
de Jesús se refería misteriosamente al Padre como el fundamento del
ser, al Hijo como al logos, palabra, imagen o sabiduría divina que
emprende y da sentido a la obra de la redención y de la comunicación al
hombre en Jesús y al Paráclito, al Espíritu Santo o fuerza del Amor.
Por ello, en toda la realidad, y por ende en el "espíritu" del hombre,
se extendía la presencia de la naturaleza unitaria del Dios trinitario:
el Espíritu del Padre, el Espíritu del Hijo y el Espíritu Paráclito.
Así, para el kerigma de la iglesia primitiva, asumido por la iglesia de
siglos posteriores, en la creación resplandecen unitariamente la obra
del Padre, la obra del Hijo y la obra del Espíritu-Paráclito y en el
hombre hace acto de presencia la trinidad de las tres divinas personas.
De ahí que la vivencia kerigmática de la presencia de Dios en el hombre
sea la experiencia del Dios fundamento del Ser (el Padre), la del Dios
encarnado, redentor, logos de la creación, presente en Jesús (el Verbo)
y la del Amor en que se realiza la esencia de la relación del Padre y
del Hijo (el Espíritu-Paráclito). La iglesia primitiva recogió de Jesús
esta misteriosa idea de Dios, se adhirió a ella, la vivió y la proclamó
en el kerigma que se transmitía a la historia. A través del intenso
tráfico de especulación dado en la historia de la teología, sin duda
valioso, sobre la esencia trinitaria del Dios Uno (misiones,
procesiones, generaciones, espiraciones...), el kerigma mantuvo unos
principios que se asentaron poco a poco en la tradición: la unicidad de
Dios y de la naturaleza divina, la trinidad de personas, la
equivalencia ontológica de todas ellas en la condición divina, el Ser
del Padre manifiesto en la obra creadora y fontanal que principia todas
las cosas, el Ser del Hijo manifiesto en el logos revelador de la
imagen del Padre y en la obra redentora, el Ser del Espíritu Santo
manifiesto en la obra que impulsa hacia el Amor que integra al Padre y
al Hijo en la donación de uno al otro y al hombre en la donación de sí
mismo en la misma dinámica del amor divino.
3.3. El designio eterno de Dios: la creación
comunicativa
El designo eterno del Dios de la Creación. La
idea trinitaria de Dios fue revelada por Jesús al hilo de su
proclamación de la obra realizadora del eterno designio divino para la
salvación del hombre. La creación del mundo que hace posible la
historia humana responde a una decisión libre tomada desde la eternidad
por Dios (desde siempre). Es un designio trinitario unitario en que
cada persona divina tiene su aportación dentro de la unidad de la obra
divina. El kerigma cristiano, según lo dicho, siguiendo a Jesús,
transmitió algunos rasgos de la obra de las personas divinas dentro de
la solidaridad ontológica de la obra del Dios único. San Pablo describe
este designio eterno como la causa de la creación del mundo. Dios crea
el mundo real desde la nada: solo desde su propio poder y entidad
divina, lo mantiene en el ser, lo controla e interviene en él, pudiendo
aniquilarlo a su voluntad. Dios no necesita el mundo, y de hecho la fe
cristiana proclama su futura desaparición para ser sustituido por una
"nueva creación". Si ha concebido su designio creador es porque el
mundo es medio para el verdadero fin del eterno designio divino: la
comunicación de lo que el cristianismo primitivo nombra como "su
Gloria". Es la Gloria de la Divinidad que comunica el logos o la imagen
divina que constituye la obra del Hijo. El universo es así
manifestación de la Gloria de la Divinidad: de su ser, su poder, su
vida, su belleza. Es la comunicación de Sí Mismo que, dada ya en el
universo como creatura, tiene por fin último la comunicación personal
de esta Gloria de la Divinidad al ser humano: el hombre en sí mismo, en
su ser, es ya una imagen de Dios y el fin de la Creación. Pero el
hombre es el único ser de la creación capaz de reconocer la condición
divina y de saberse apelado por la comunicación divina, por la Gloria
divina manifiesta. Solo en el hombre creado culmina así la obra de la
creación del universo en que Dios comunica su propia realidad, su
Gloria, su propio logos, que es una persona divina, el Hijo, al hombre
como único ser capaz de ser interpelado por esa comunicación.
Participación y filiación divina. Lo que Dios
comunica en la creación es una llamada universal a participar en la
condición divina. La conciencia de esta llamada a participar de
condición tan alta está presente con claridad en el Nuevo Testamento.
Es más: la doctrina de Jesús proclama que el designio divino es adoptar
al hombre como hijo, hermano de Jesús, el Hijo de Dios. Dios quiere
unir al hombre a su misma vida divina. Lo que la doctrina de Jesús
transmitida en el Nuevo Testamento dice es impresionante, sorprendente
y de un alcance difícil de imaginar: que Dios se comunica en la
creación para hacer a la estirpe humana partícipe de una filiación
divina por Gracia y Adopción. No se trata ya solo de que un Dios
prometa al hombre el don de la felicidad en un Paraíso terrenal o
transcendente (lo que sería ya maravilloso). El Dios que Jesús predica
parece superar todo lo imaginable: concede al hombre la condición de
una filiación divina que le introduce en el interior de la misma vida
trinitaria. El hombre es hijo de Dios y hermano de Jesús, llamado a
introducirse en el Amor de la misma vida divina trinitaria. Es
comprensible así que la predicación de Jesús pareciera desmedida al
judaísmo ortodoxo y que se rebelara frente a ella como blasfema.
3.4. El hombre creado
El hombre, culmen y señor de la creación. El
universo ha sido creado en servicio del hombre: como escenario para que
haga su propia vida. Dios tuvo desde el principio la intención de
colocar al hombre en un escenario del que Dios se retiraría
voluntariamente. Este escenario es la creación del mundo en que el
hombre es llamado por Dios al dominio, al disfrute y al señorío sobre
todas las cosas. La creación no es un fin en sí mismo sino un medio
para crear las condiciones necesarias que hagan posible la
comunicación, participación y filiación divina. La creación hace
posible la oferta divina y la libertad humana para aceptarla o
rechazarla (en último término hace posible el pecado). El Nuevo
Testamento sabe que el escenario primordial del Jardín de Edén no fue
viable. Por ello, el designio divino creó el mundo real en sus
condiciones actuales.
El hombre, apelado por Dios a la comunión divina.
Es una llamada a todos los hombres, universal. El escenario, el
universo, ha sido creado para que Dios pueda dirigirse al hombre,
apelarle y preguntarle si quiere aceptar la oferta de integración en la
comunión divina. La primera comunidad es consciente de que Dios ha
llamado, llama y llamará a todo hombre por su nombre para que acepte la
oferta de recibir la Vida en Dios. La irrupción de Yahvé en la historia
de Abrahán y la Promesa de Bendición fue un primer paso en el
descubrimiento de la oferta de filiación desvelada en Jesús. Pero Dios
se ha revelado también en la naturaleza ya que esta muestra un designio
creador que culmina en el hombre de acuerdo con el lagos cristológico
(testimonio del Padre). El Espíritu de Dios -que es el Espíritu del
Padre, del Hijo y del Paráclito- hace acto de presencia también en la
intimidad del "espíritu" de todo hombre y da por ello testimonio
interno de la llamada divina al Amor, a la comunión con Él aceptando el
logos cristológico que da sentido a todas las cosas (testimonio del
Espíritu). Las obras y las palabras de Jesús -ante todo el Misterio de
su Muerte y su Resurrección-, así como la proclamación de la fe de la
primera comunidad presentando su testimonio ante el mundo, constituyen
también, por último, una llamada al hombre para ponerle en condiciones
existenciales de aceptar y de recibir el Don de Dios (testimonio del
Misterio de Cristo). Estos martiría o testimonios que presentan la Voz
divina ante todo hombre, explicados en el evangelio de Juan, san Pablo
y en el Nuevo Testamento, hacen percibir claramente la apelación
divina. Es patente que el contexto en que se manifiesta el Nuevo
Testamento muestra que la primera comunidad entiende que Jesús ha
estado predicando una llamada universal en que la oferta a la comunión
divina llega a todo hombre, desde los judíos a los gentiles. La fe de
la comunidad proclama esta llamada universal con convicción, y la
explica por el testimonio de la naturaleza, del Antiguo Testamento, del
Misterio de Cristo, del Espíritu y de la fe de la misma comunidad.
Jesús proclama un kerigma que está avalado por testimonios, martiría,
de su verdad.
El hombre, libre y pecador. El Nuevo
Testamento no tiene dudas ~cerca de que el Don de Dios puede ser
aceptado o rechazado. El hombre puede abrir o cerrar su vida a Dios. De
ahí la insistencia, dirigida a judíos y a gentiles, para que se
reconozcan los "testimonios" que mueven a aceptar la oferta divina. Lo
que se está viviendo es, pues, un escenario, el universo, creado por
Dios en el que al hombre le es posible negar a Dios. Ya en el Jardín de
Edén Dios dejó abierta la posibilidad de separarse de Él al comer del
Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal; la Voz de Dios, como dice el
relato mítico, resonaba en el Paraíso, pero de una forma "oscura" que
no impidió el pecado de nuestros primeros padres. La posibilidad de
cerrarse a Dios siguió abierta en el mundo real que conoce el Nuevo
Testamento; en él los martiría o testimonios están ahí, son asequibles
al hombre, pero no le impiden decidir su voluntad hacia el pecado. Esto
muestra un contexto teológico en que cabe entender que en el designio
eterno de Dios era esencial que el hombre pudiera aceptar o negar a
Dios, y la creación estableció las condiciones que lo hicieran posible.
El hombre es, por tanto, "pecador" por cuanto libre, personal,
responsablemente, se cierra a Dios y, digamos simbólicamente, come de
la fruta del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, pretendiendo
hacerse como Dios en el mundo. El pecado es así uno de los grandes
protagonistas y la Biblia está llena de escenarios de "pecado", en el
Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento. Pero el hombre puede
también entrar en la vía de la "santidad" que le conduce a la filiación
divina cuando se acepta la llamada divina y se abre libre y
personalmente al diálogo con Dios. Tanto el pecado como la santidad son
respuestas diferentes a una llamada divina que toda ella es una Gracia,
el Don de Dios, principalmente el Don del Espíritu interior, que Dios
concede a todo hombre como Gracia que el hombre no podría nunca exigir.
El hombre es por ello responsable del "pecado" o de la "santidad"
porque rechaza o responde a la iniciativa superior de la acción divina
sobre él; o sea, de la Gracia.
La Humanidad, pecadora. Si el hombre es libre
al poder elegir entre la aceptación o la negación de Dios, la
consideración de la historia muestra cómo efectivamente la Humanidad se
ha escindido entre quienes se abren o se cierran a Dios por su propia
responsabilidad libre. El diseño creador de un mundo de libertad donde
el hombre puede pecar es para los primeros cristianos evidente por la
historia misma y así lo anuncian en el kerigma, siguiendo las palabras
de Jesús. El Nuevo Testamento presenta esta escisión con dramatismo en
los escritos joánicos, sobre todo en el Apocalipsis. El "mundo" no
entiende, e incluso persigue, a los discípulos de Jesús, profetiza san
Juan. Los hijos de las Tinieblas no entienden a los hijos de la Luz. La
historia real muestra, en efecto, que el designio eterno de crear un
escenario para la libertad no era "una broma": basta considerar el
hecho de una humanidad al margen de la oferta realizada por Dios. Es
evidente que cada hombre depende de la creación y de la existencia de
la Humanidad. El hombre es, pues, solidario del destino de la
Humanidad: su existencia depende de que Dios quiera o no la creación de
la estirpe humana en conjunto. Dios no decide crear este o aquel hombre
aislado, sino la creación solidaria de la Humanidad. El hecho es, pues,
por lo dicho, que el linaje humano es pecador; ha hecho uso de su
libertad para cerrarse a la oferta para la comunicación divina. En este
sentido el hombre, al margen de sus decisiones personales, forma parte
de la Humanidad pecadora y por ello es también solidariamente pecador y
está afectado por el destino de la Humanidad como un todo. Todo hombre
es visto por Dios como parte de un linaje que en gran parte es pecador.
Y en este sentido está afectado por un "pecado de la estirpe" del que
se es solidario, aunque no sea un pecado personal. La idea de este
hombre "sometido al pecado" forma parte de las grandes síntesis
teológicas del Nuevo Testamento, de san Juan y de san Pablo. Estas
ideas que se recogen de las Escrituras se expresaron más adelante en el
dogma del pecado original, uno de los contenidos esenciales del kerigma
cristiano.
La Creación, sometida al pecado. Pero no es
solo que todo hombre esté ya sometido al pecado en cuanto es
corresponsable con la Humanidad pecadora, corresponsable del destino
final de la estirpe humana a la que pertenece, sino que incluso la
misma Creación, que culmina en la Humanidad, está también sometida al
pecado porque ha sido separada perversamente de Dios por obra de la
libre voluntad humana. Por la misma lógica, tanto el hombre individual
como la creación en su conjunto están sometidos a la condición pecadora
de la estirpe humana. Pero es también la misma Creación la que está
afectada como tal por la condición pecadora de la Humanidad. La
libertad pecadora la ha sometido al pecado y, en este sentido, la
creación nunca hubiera sido emprendida por Dios. El hombre y la
Creación son vistas por Dios como sometidas al pecado.
Misterio de Iniquidad: ángeles y demonios. La
humanidad y la creación bajo el dominio del pecado obrado por la
libertad humana constituyen el ámbito de Iniquidad. Sin duda los textos
bíblicos, especialmente en los atribuidos a san Juan, en su Evangelio y
en el Apocalipsis, observamos una densa presencia de la "teología
interpretativa". Sin embargo, la primera comunidad que produjo la
Escritura debía recordar, sin duda, las referencias de Jesús a la
realidad del pecado y del mundo de quienes no le aceptan y le llevan a
la cruz. El hombre se halla bajo la presión del Misterio de Iniquidad
que los cristianos sentían en la persecución del imperio romano. La
Biblia menciona también la existencia de ángeles y de demonios (en el
Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento) como poderes intermedios
creados por Dios que inspiran hacia el Bien (ángeles) y tientan hacia
el Mal (demonios). Estos seres se hallan en la mayoría de las
religiones, especialmente en Oriente Medio y en Mesopotamia. En
ocasiones, ciertas enfermedades y alteraciones humanas eran atribuidas
a la posesión diabólica y Jesús, en efecto, como consta en los
evangelios, sanó a quienes tenían fe, expulsando de ellos a los
demonios. Estas creencias se han mantenido en el kerigma hasta nuestros
días. A ello nos referiremos de nuevo más adelante en el capítulo V.
El hombre, la indigencia, la pobreza, el dolor y
la muerte.
La teología de la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, entiende que
la indigencia humana, la pobreza, el dolor y la muerte, forman parte
del designio creador de Dios por razón del pecado. El sufrimiento es
una consecuencia del pecado. La teología del Jardín de Edén nos dice
que Dios hubiera creado un mundo sin indigencia. Pero ese mundo debía
también dejar abierta la posibilidad de pecar (el árbol de la ciencia).
El hecho irremediable de la libertad para pecar fue la causa de que
Dios incluyera la indigencia humana como protagonista de la historia.
En el mundo real el hombre indigente seguiría siendo libre para pecar,
pero su condición indigente le haría mirar la oferta de la Divinidad
como la única plenitud posible. Solo Dios podría ofrecer la última
posibilidad final de plenitud para el hombre indigente, aunque pudiera
siempre seguir siendo rechazada por la libertad. Por tanto, para la
antropología bíblica del hombre real, la indigencia humana, la pobreza,
el dolor y la muerte habrían sido admitidos por Dios porque serían la
ocasión existencial para que el hombre se acordara de Dios. La pobreza
acerca a Dios; la riqueza crea la ilusión de que el mundo es absoluto y
de que el hombre no necesita la oferta hecha por Dios. Por ello, la
indigencia es un don de la providencia divina orientado a suscitar en
el hombre la escucha existencial de la oferta de filiación y salvación.
Para la Biblia el hombre puede negar a Dios, pero su esperanza final es
entonces solo la muerte; solo el que se abre a la oferta de amistad con
Dios puede ver el futuro como salvación. El kerigma cristiano proclama
la llamada de Jesús a la aceptación de nuestra condición indigente
porque Dios la ha incluido en su misterioso diseño de salvación del
hombre libre que puede pecar.
Bienaventurados los pobres. La Buena Nueva de
Jesús es anunciada así a los pobres, como se transmite en el
maravilloso sermón de las bienaventuranzas. Considerar bienaventurados
a los pobres no es un escarnio, sino la constatación de que son los
pobres los que están en condiciones de abrirse a Dios. El "pobre"
evangélico es aquel que está en condiciones de sentir la indigencia
humana y de abrirse a entender que solo Dios es la esperanza de
plenitud liberadora. Así es dichoso el pobre frente a los ricos, el
débil frente a los poderosos, el enfermo frente a los sanos, el
oprimido que sufre la injusticia frente a los dominadores... , porque
la vida les ha situado en una experiencia de indigencia que les lleva a
poner el corazón libre en Dios. El "pobre de Yahvé" en el kerigma
cristiano no es político, sino existencial. Todo hombre, en cualquier
condición personal de su vida -pobres y ricos- , puede ser "pobre de
Yahvé" y a él va dirigida la Buena Nueva de Jesús.
3.5. Jesús de Nazaret, el Cristo, Uno con el
Padre
Enigma y revelación del designio creador. La
teología del Nuevo Testamento -desde los Evangelios hasta las Cartas
Apostólicas, Los Hechos de los Apóstoles y El Apocalipsis- está toda
ella imbuida de una persuasión muy importante: que la omnisciencia
divina debía haber previsto que la creación real, fuera ya del Jardín
de Edén, iba a producir la verdadera extensión del pecado en la
historia y, además, que debía ser una creación sufriente, por cuanto
los hombres padecerían en su condición real de indigencia. Por tanto,
en las condiciones en que iba a tener lugar la historia real de los
hombres, ¿tenía sentido que Dios emprendiera una creación en que se
extendería el pecado, rechazándose en gran parte la oferta para una
comunión divina, y en que la historia humana sería dramática, caminando
a través del dolor y de la indigencia? ¿Debía Dios asumir una creación
sometida al pecado, y mantenerla en el ser, cuando gran parte de la
humanidad estaría cerrada a la apelación divina (pecado) y se debatiría
en una historia sangrienta, llena de dolor, penalidades e indigencia?
El Nuevo Testamento conoce, y así lo proclama en el kerigma, que la
predicación de Jesús había explicado por qué Dios aceptó el designio
eterno de la creación; es decir, por qué asumió la creación de este
universo real que por sí mismo, por el pecado de la estirpe humana, por
el pecado personal y por su dramatismo sufriente, quizá no hubiera
merecido nunca ser creado. La primera comunidad es consciente de que en
la teología que expone la doctrina de Jesús en las Escrituras se está
ofreciendo la explicación de por qué Dios creó un mundo como el
nuestro. Y la explicación se construye en la teología sobre la persona
de Jesús de Nazaret, tal como el mismo Jesús ha explicado en su
mensaje. Es precisamente en relación con Jesús donde aparecen los
contenidos más enigmáticos y sorprendentes de la teología cristiana
manifiesta en el Nuevo Testamento la condición divina de Jesús, la
Encarnación, la Redención, el Misterio de su Muerte y Resurrección, la
soteriología o mediación salvífica universal de Cristo. La figura de
Jesús, tal como nos la presenta el Nuevo Testamento, no se explica sino
como respuesta desveladora del designio creador. La figura divina de
Cristo es congruente con el designio creador y la condición pecadora de
la humanidad. A todo esto nos referimos en lo que sigue. Comencemos por
la persona de Jesús de Nazaret.
Jesús de Nazaret, el Cristo. Era evidente que
Jesús era el hijo de José y de María. Pero la fe en Jesús comenzó al
reconocer que era el Ungido por Dios; que Dios le había bendecido y su
Espíritu estaba presente en Él. La persona de Jesús, sus acciones y sus
palabras, eran fiables porque era receptáculo del beneplácito divino
que se había posado en Él, tal como se ve en las escenas con que se
inicia su vida pública. Al reconocer que Jesús es el Ungido divino
comienza también su reconocimiento como el Cristo, el Mesías, el
Enviado de Dios, esperado con ansiedad en los últimos siglos de la
dramática historia de Israel. Jesús es reconocido como el Mesías porque
Jesús mismo se presenta como tal. Es el que revela el plan de Dios, es
quien asumirá la salvación esperada por el pueblo de Israel y quien
dará satisfacción a la Promesa de Bendición y al cumplimiento de la
Alianza de los primeros padres con Yahvé. La comunidad sabía que Jesús
se había presentado como el Mesías y así lo transmitió en su
proclamación de la fe.
Cristo, el Hijo de Dios, de la misma condición
divina.
Si quienes oían a Jesús no lo hubieran escuchado de su misma boca,
difícilmente se puede pensar que se le hubiera ocurrido a alguien hacer
de Jesús una persona de condición divina. La tendencia hubiera sido a
hacer de Él un profeta; quizá el más grande de los profetas, pero solo
un profeta. Esta era la tradición de Israel. Pero Jesús se presentó a
sí mismo como el Hijo y esto fue aceptado -por duro que fuera- por la
primera comunidad porque Jesús era fiable, era el Santo, el Ungido que
manifestaba la presencia desbordante de Dios. El cristianismo nace solo
como una adhesión existencial confiada a Jesús. Probablemente los
primeros cristianos ni siquiera lo entendieron bien y quedaron
deslumbrados por un torrente de enseñanzas profundísimas. Pero
confiaron en la Palabra de Jesús y así lo transmitieron en los escritos
del Nuevo Testamento. Los discípulos no dudaban de que Jesús era
hombre, el hijo de María y de José, carpintero de Nazaret. Pero tampoco
dudaban, siguiendo el sorprendente testimonio de Jesús sobre sí mismo,
que era de condición divina, uno con el Padre, el Hijo que venía del
Padre. La teología del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Cristo es
más clara y teológicamente potente en san Juan y en san Pablo, donde ya
es evidente, pero llena también todos los escritos neotestamentarios.
Sin embargo, la primera teología sobre Cristo está mezclada con la
teología de Dios y del Dios trinitario, enseñada por el propio Jesús;
por ello, aunque transmitida por los discípulos, esta teología distaba
mucho de ser conceptualmente clara. Para los judíos eran conceptos que
no tenían precedente y la conexión armónica de aquellas novedades
teológicas entre sí no era fácil. En realidad se necesitaron los
primeros concilios para aclarar lo que estaba ya en el Nuevo
Testamento: que Cristo debía ser entendido como una sola persona
divina, pero con dos naturalezas, humana y divina, verdadero Dios y
verdadero hombre, al mismo tiempo que se entendía su condición divina
en el marco de la doctrina trinitaria, como el Verbo de Dios hecho
carne que será pregonado por san Juan. La relación entre el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo se presenta en el Nuevo Testamento como un
diálogo entre personas (un Yo se dirige a un Tú); sin embargo, la idea
trinitaria de Dios (que la teología intentó aclarar) dista mucho de ser
obvia y de tener una patencia conceptual. El kerigma conoce el hecho
trinitario por la revelación de Jesús; pero queda abierto a él como un
Misterio.
3.6. Jesucristo, el Mesías Salvador
Cristo, fundamento de la historia. El Nuevo
Testamento es consciente de la condición pecadora del hombre, del
dramatismo de una historia humana sufriente e indigente, tal como
explicábamos. Los autores neotestamentarios saben que una creación en
que la humanidad ha hecho uso de su libertad para pecar y someter la
creación al dominio del pecado no merece por sí misma ser objeto de
creación. ¿Por qué Dios, el Santo, debería mantener en el ser una
creación que, representada por el hombre, es dramática por el
sufrimiento y, además, rechaza libremente la Gracia ofrecida
libérrimamente por Dios? ¿Tenía sentido crear una humanidad en conjunto
pecadora como especie? La persuasión teológica de que esta creación
pecadora no hubiera merecido ser creada por Dios va unida en la primera
comunidad a la persuasión de que es Jesús, el Cristo, el que ha hecho
posible que Dios emprendiera la creación del universo real, pecador.
Por tanto, Cristo es el fundamento de la historia. Pero, ¿por qué lo
es? ¿Por qué puede serlo? Que Cristo pueda ser quien funda la creación
depende de que sea efectivamente de condición divina; solo un Dios
puede aceptar la creación de un mundo pecador y asumirlo. La teología
de la divinidad de Jesús es esencial para entender la lógica integral
de la teología cristiana del hombre, del pecado y de la creación. Solo
si Jesús es Dios es congruente la teología del Nuevo Testamento De ahí
que la hoy llamada "jesusología" (la tendencia a presentar a Jesús solo
como hombre) deba considerarse "moda" teológica decadente, desde la que
no se mantiene ni lógica ni kerigmáticamente el cristianismo. La
primera comunidad vio a Jesús como Dios y así también lo vio la
tradición teológica cristiana posterior.
Cristo, el Redentor. La humanidad caída y
sometida al pecado solo fue posible por la voluntad libre de Dios de
permitir la libertad que iba a producir el pecado y, al mismo tiempo,
de perdonarlo. En una creación en que, como dice san Pablo, sobreabundó
el pecado respondió Dios con una sobreabundancia de la Gracia. La
creación de este universo solo podía depender, por tanto, de la
voluntad divina. La teología neotestamentaria, según el mensaje de
Jesús, en el marco de la doctrina trinitaria, entendió que el papel
protagonista del Verbo en la creación le hacía también protagonista de
la decisión divina de permitir la humanidad pecadora y perdonarla. Al
ser Jesús, el Hijo de Dios, el Cristo, de condición divina identificado
como el Verbo en la naturaleza trinitaria de Dios, es Jesús entonces
quien por su libérrima decisión divina asume la historia humana, con su
drama y su pecado, y la perdona. Por esta voluntad divina es Cristo el
Redentor, o sea, quien libera al hombre del pecado y lo salva en varios
sentidos: porque perdona el pecado de la humanidad en su conjunto -que
la hubiera hecho quizá inviable- y porque perdona el pecado individual
de cada hombre concreto. La redención es, pues, la Gracia de la
voluntad divina·; es Dios, la persona de Cristo, quien salva al hombre
de su sometimiento al pecado y de las consecuencias que esto hubiera
supuesto. Cristo es "redentor" porque salva la especie humana pecadora
y por su libre voluntad divina hace posible la creación y la historia
de salvación para el hombre. La primera comunidad ha entendido que la
superación del pecado es solo la voluntad divina protagonizada por el
Verbo, por Jesús, dentro de la solidaridad unitaria de la trinidad.
La Redención, el designio eterno de Dios. La
voluntad divina de crear el mundo pecador y redimirlo, es decir, asumir
el hecho del pecado humano y perdonarlo, que Jesús proclama en su
predicación, no podía ser entendido como una decisión improvisada ante
un mal uso sorprendente de la libertad humana. San Pablo describe en
términos impresionantes el eterno designio de Dios en la creación del
mundo, su voluntad redentora y el plan salvador de la historia humana.
Dios sabía ya desde su eterna condición divina el tipo de creación que
iba a realizar y las circunstancias diversas del uso de la libertad, en
el pecado y en la santidad, que se producirían. Al aceptar el designio
eterno de la creación Dios debió entender que, a pesar del drama del
sufrimiento y del pecado de la historia humana, el plan creador tenía
valores que respondían a la grandeza divina. A esto nos referiremos más
adelante. Por consiguiente, el kerigma que seguía de cerca la
predicación de Jesús entendió que así como la obra del Padre fundaba en
el Ser la Creación, la obra del Hijo hacía posible el logos del mundo
creado: la forma de creación que hará posible el pecado, la redención y
la fe de los santos que lleva a la salvación final a través de una
existencia sufriente. Igualmente, en la obra del Espíritu-Paráclito se
personalizaba el Amor divino trinitario que se extendía en toda la
Creación y en el "espíritu" del hombre.
El designio redentor en el tiempo: la Encarnación.
La filiación divina del ser humano, como decíamos, es el objetivo
comunicativo de la creación. Debía realizarse, sin embargo, por la
aceptación humana libre de la oferta hecha por Dios que podría ser
rechazada por el pecado. Esta oferta se hacía patente, se manifestaba a
los hombres de diversas maneras, a través de los martiría o
testimonios, antes mencionados. Pero uno de estos martiría es
sorprendente y es una parte esencial del designio divino. Es algo casi
inimaginable, si no hubiera sido proclamado por la misma figura de
Cristo y aceptado por la primera comunidad. Dios está hasta tal punto
implicado y comprometido en la historia humana en el tiempo que, en su
designio eterno del plan de comunicación a la estirpe humana, decide
testimoniar y ofrecer personalmente a la humanidad la comunión
trinitaria. Este anuncio se realiza por la persona divina de Cristo.
Anuncio hecho posible por el Misterio de la Encamación, primera
manifestación de la kénosis o anonadamiento divino que culminará en la
muerte en cruz: el Misterio en que el Verbo eterno de Dios se hace
carne en la persona de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Los
enigmáticos Misterios en torno a la Encarnación inician los Misterios
en torno a la enigmática figura de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios.
Misterios que Jesús proclama y que la primera comunidad transmitió.
El anuncio del plan de salvación. El designio
de la Encamación tenía como objetivo anunciar la oferta de la Gracia
divina, en congruencia con el testimonio objetivo de la naturaleza (del
Padre) y el testimonio interior del Espíritu (del Paráclito). En el
designio eterno de Dios la especie humana recibe la apelación divina en
la persona de Cristo, sin que por ello se elimine la opción humana a
decir no y rechazar la oferta divina. Por ello, la Encarnación es una
muestra de la humillación divina congruente con la humillación ante una
creación en que es posible pecar y rechazar la oferta divina. La
persona divina de Cristo nos explica el designio eterno de Dios y el
plan de salvación, al tiempo en que nos exhorta a responder
positivamente a Dios. Pero anuncia la salvación, la Buena Nueva, desde
nuestro nivel y nuestra misma condición humana. La palabra de Jesús es
aceptable y rechazable porque nos habla desde la carne, sin querer
imponer la Gloria de su Divinidad. El anuncio del impresionante
designio eterno y plan salvador de Dios lo hace Cristo en la
predicación aceptada y proclamada por la primera comunidad en los
escritos del Nuevo Testamento Es la proclamación kerigmática de la fe
en Jesús.
La Redención en el tiempo: el Misterio de la
Muerte y de la Resurrección.
El designio eterno manifiesto en el mensaje de Jesús no consistía solo
en la eterna voluntad divina de redimir, de salvar o de liberar al
hombre del pecado y de sus consecuencias, sino en realizar y manifestar
solemnemente esa Redención eterna en un momento culmen del tiempo, en
la "plenitud de los tiempos". La Encarnación del Verbo es el primer
paso en la realización de la Redención en el tiempo, donde el estilo y
el designio del plan eterno de Dios se realizan y se manifiestan ya en
la humillación de asumir nuestra condición humana carnal en la kénosis
de la Divinidad que se cumplirá en el Misterio final de la Pascua de
Muerte y Resurrección. Jesús, en efecto, anunció antes de que
aconteciera que en su Muerte y Resurrección se proclamaría y se
realizaría la voluntad divina del plan de salvación. En la Muerte de
Cristo en cruz -siendo una persona divina- entendió la primera
comunidad la patente voluntad divina de aceptar su humillación, el
anonadamiento (kénosis) de su Divinidad ante la posibilidad del pecado,
de su consumación y de su perdón. La kénosis de Cristo, que es la
divina persona del Verbo, ante el poder del pecado -que somete a la
especie humana y a la creación-, manifiesta en la cruz, es la
propiciación divina que ante el Dios trinitario nos salva del pecado y
hace posible la historia humana real. Cristo murió realmente en la
cruz; no la persona divina del Verbo, sino la naturaleza humana de
Cristo que, al padecer la muerte, hizo que Cristo realmente muriera. Al
morir realmente "descendió" a los "infiernos", al ámbito de la muerte o
del sheol veterotestamentario. La única persona de Cristo, con su
naturaleza humana y su naturaleza divina, resucitó al tercer día, como
consta en las Escrituras y proclamó el ke1igma primitivo. El cuerpo
resucitado de Cristo no era ya su cuerpo mortal, sino su cuerpo
glorioso y así fue entendido. El milagro de la Resurrección dejó el
sepulcro vacío como signo testimonio real de que Jesús había resucitado
y de que era el que se manifestaba de forma tangible a los discípulos.
En el Misterio de la Resurrección entendió el primer cristianismo, como
vemos en san Pablo, que la kénosis de Cristo -manifiesta en la
Encamación y en el Misterio de la Cruz- no era la palabra final de Dios
ante la historia, ya que, más allá de la muerte, el misterio de la
Resurrección anunciaba la futura salvación de la historia humana como
cumplimiento de la Promesa de Bendición y de la fidelidad de Dios a su
Alianza con Israel, extendida a todos los linajes de la Tierra. Por
ello, se entendió que Cristo, como primogénito de la nueva creación, al
salir de las sombras de la muerte en las que realmente entró, del
sheol, llevó consigo a todos los justos que debían también entrar en la
Gloria. La Redención, por tanto, en el kerigma cristiano inicial, es la
eterna voluntad redentora del Verbo de Dios. Es de advertir que la
Escritura es consciente de que la Redención en el tiempo, por la
Encarnación, la Muerte y la Resurrección de Jesús, no debía ser
necesariamente así. Fue así porque el eterno designio del Verbo quiso
que fuera en la forma cruenta de la cruz. La teología kerigmática que
intentaba proclamar la doctrina de Jesús dio una explicación al camino
de la cruz: porque el Verbo, Cristo, quiso manifestar a la humanidad la
plenitud de su Amor, ya que nadie muestra más amor que aquel que da la
vida por aquellos a los que ama, y porque, en el camino sufriente de la
muerte en cruz, Cristo quiso solidarizarse con el sufrimiento humano
que había dejado abierto en su eterno designio creador. Cristo nos
dice, pues, en sus Misterios que la kénosis de la creación es la total
entrega del Ser de Dios a favor del ser del hombre y que el sufrimiento
humano no le es indiferente, sino que Dios sufre con el sufrimiento
producido en la historia. Sin embargo, Dios sabía que este eterno
designio que incluye la cruz y el sufrimiento conducía a la plenitud de
aquellos que debían lavar su existencia "en la sangre del Cordero" (de
Cristo en la cruz), como dice el Apocalipsis. Por ello, el Misterio de
Cristo proclama que el eterno designio divino es su kénosis ante el
mundo y es también el drama del sufrimiento que asume en la cruz. De
ahí que para el kerigma inicial ser cristiano es esperar la salvación
futura aceptando el sentido providente del eterno designio, la kénosis
de la Divinidad y el drama del sufrimiento. Seguir a Cristo es no
avergonzarse de su kénosis y cargar junto a Él con el drama de nuestra
cruz en la espera de la resurrección anticipada en la Resurrección de
Cristo.
3.7. La fe en Jesús, el Cristo
La proclamación del kerigma cristiano. El
testimonio cristiano del Nuevo Testamento se presenta como proclamación
de un kerigma que constituye la fe de la primera comunidad. Se proclama
una fe -se anuncia la Buena Nueva- y se promueve la adhesión del oyente
a esa fe. El contenido de la misma fe que se proclama le confiere las
credenciales (los martiría o testimonios) para ser aceptada; ante todo
la referencia a la credibilidad misma del testimonio de Jesús (su
muerte y su resurrección). La fe en Jesús supone, pues, creer y aceptar
la invitación a la filiación divina; supone aceptar la gran Bendición
que Dios realizará sobre la historia entera, cumpliendo la Alianza con
Abrahán universalizada. Aceptar el kerigma cristiano es aceptar que
Cristo es el Señor, el Hijo de Dios, el Verbo encarnado que manifiesta
y realiza en el tiempo el designio eterno de Dios al ofrecer la Gloria
de su Divinidad en la humillación (kénosis) manifiesta en su muerte en
cruz, que hace posible el pecado y lo perdona, y al anunciar por su
resurrección la salvación final de la historia, superando la muerte
como efecto final de la dramática historia del hombre indigente. El
camino que lleva, pues, a la aceptación humana del kerigma en la fe es
admitir la autoridad divina de Cristo que en el Misterio de su Muerte y
Resurrección anuncia y realiza en un momento de la historia la
salvación escatológica final (más allá de la muerte), cumpliendo la
Bendición y la Alianza prometidas a Israel. La adhesión, pues, al
kerigma proclamado es la adhesión a Cristo, la confianza en una persona
cuya condición divina se admite y que ha revelado el eterno designio
divino para la salvación que comunica su doctrina.
La salvación como fe en Cristo. En el designio
divino la creación es el escenario para que el hombre pueda decidir
libremente si acepta o si rechaza la oferta a la filiación divina. Para
realizar su plan de comunicación de la propia plenitud divina a los
hombres Dios no pide otra cosa que la voluntad libre de aceptarla.
Ahora bien, lo que el kerigma cristiano anuncia es que, dadas las
circunstancias del escenario, la aceptación de la comunión con Dios
equivale a aceptar la fe en Cristo: aceptar que la Divinidad se anonada
en su kénosis ante el pecado, el perdón del pecado de la humanidad, el
sentido del sufrimiento en el plan de salvación, así como la voluntad
divina de emprender la salvación por la resurrección escatológica. El
Nuevo Testamento proclama que creer en Cristo es ser salvado y recibir
la Promesa de Bendición. Pero esta fe en Cristo no es un puro enunciado
al margen de la vida, sino -en tanto que es una fe real- supone un
compromiso necesariamente transformador. La fe en Cristo que salva -si
es vivida en toda su fuerza y autenticidad real por cada persona- es la
apertura transformadora de la vida que se convierte al "valor" decisivo
de la entrega a Dios y a los hermanos llamados a la misma fraternidad
divina.
Cristo, el mediador único y universal. Siendo
Jesús solo un personaje de Israel y siendo, por otra parte, la
salvación una oferta libre abierta a todos los hombres, no restringida
a ningún pueblo escogido, no parece fácil vincular la salvación a la
aceptación de la fe en Cristo. La humanidad anterior a Cristo no le
conoció, durante su vida solo predicó en Israel y solo una parte de la
historia posterior llegará a conocerle. ¿Cómo entender entonces que la
salvación deba depender de la fe en Cristo, es decir, de la aceptación
del Misterio de su Muerte y Resurrección? La verdad es que no es fácil
de explicar. Sin embargo, el hecho es que la fe del Nuevo Testamento,
proclamadora kerigmática del mensaje de Jesús no tiene dudas en ver a
Cristo como único mediador universal entre Dios y los hombres. El
kerigma entiende que, en efecto, según lo dicho, Cristo ha hecho
posible la relación entre los hombres y Dios, solo por su voluntad de
Redención según el eterno designio realizado en el tiempo. Pero hay
algo más: Cristo es también mediador único porque los hombres no pueden
abrirse a Dios para relacionarse con Él si no es por medio de la
aceptación de la fe en Cristo. Esta "mediación cristológica" -aceptar
la oferta de Dios por la fe en Cristo (creer en Dios "por Cristo")- es
así universal, ya que afecta a los hombres anteriores, coetáneos y
posteriores a Cristo. Todo hombre personalmente debe decir "sí" a
Cristo y fuera de esta adhesión no hay salvación. No existe excepción:
solo se accede a Dios a través de la mediación cristológica, aceptando
la fe en Cristo. El Nuevo Testamento -pero sobre todo las teologías de
san Pablo y san Juan- proclaman con firmeza esta mediación única y
universal de Cristo, sin inmutarse ante las preguntas y dudas que esto
podría suscitar. La persuasión y firmeza con que el kerigma proclama
esta "mediación universal de Cristo" es impactante. Se trata de un
contenido esencial del kerigma. Cómo explicarlo dependerá de las
"teologías interpretadoras" en las diversas épocas teológicas. Más
adelante veremos que su explicación adquiere nuevos perfiles en el
"paradigma de la modernidad".
3.8. La Iglesia
La Iglesia, comunidad de creyentes en Jesús.
Es evidente que la fe en Jesús como respuesta personal a su predicación
debió producir entre los discípulos un sentimiento de vinculación
derivado del hecho mismo de solidaridad en la creencia. Pero la misma
predicación de Jesús incluía referencia a una comunidad de creyentes
que debía sobrevivir a la figura histórica de Jesús. Más aún: Jesús
mismo atribuyó explícitamente a la primera comunidad cristiana de
creyentes -que conocemos como iglesia- un papel determinante en el plan
de salvación. Se trataba de una comunidad que debía organizarse, a la
que se confería autoridad, a la que se prometía la asistencia del
Espíritu divino, que debía permanecer unida frente a las vicisitudes
que la historia plantearía y que el mismo Jesús anticipó. Es claro que
la idea de la iglesia o "comunidad de creyentes" en el Nuevo Testamento
responde a la teología presente en los textos transmitidos desde las
diferentes comunidades cristianas, presente en la mente de los
apóstoles y de los autores neotestamentarios, sobre todo de san Juan y
de san Pablo. Sin embargo, es evidente también la persuasión del Nuevo
Testamento de que en la teología de la iglesia se está transmitiendo
una parte esencial del mensaje de Jesús. Mensaje que estaba vivo
todavía en las comunidades cristianas y que les confería su fuerza
inicial.
La Iglesia, proclamadora del kerigma. El
sorprendente designio eterno de Dios incluía la presencia en la
historia humana de la persona divina de Cristo para ofrecer, por
apelación personal, una invitación a la filiación divina. El
cristianismo nació como la adhesión personal confiada a la Palabra de
Cristo: reconocimiento de su autoridad divina que hace nacer a la
iglesia como respuesta confiada a la fiabilidad percibida en Jesús.
Esta fiabilidad se fundaba, como antes dijimos, en martiría o
testimonios de la verdad de Jesús: la fuerza misma de Jesús y de su
doctrina, sobre todo el testimonio del Misterio de su Muerte y
Resurrección, el testimonio de la naturaleza, el testimonio del
Espíritu y el testimonio de los mismos discípulos como iglesia. El
mensaje de Jesús iba dirigido a la totalidad de la historia futura y
aquí nace la esencia del papel de la iglesia: la proclamación de la
Palabra y los Hechos de Jesús a lo largo de los tiempos. La iglesia que
escribe el Nuevo Testamento es por ello consciente del protagonismo
imprescindible que Cristo le ha conferido y, en la proclamación del
kerigma de la fe, sabe que está reactualizando en la historia la
apelación de Jesús a confiar en Él y adherirse a su oferta de filiación
divina. La iglesia es consciente de que la presencia en la historia que
hace pervivir la Palabra de Jesús es ya el kerigma de la fe de la
comunidad, que incluye el testimonio transmitido de Jesús y, al mismo
tiempo, la teología de la misma iglesia. La apelación a la historia
será así la apelación a la adhesión al kerigma proclamado por la fe de
la iglesia. En el kerigma anunciado que se plasma inicialmente en la
Escritura aparece la iglesia querida por Jesús, su protagonismo
proclamador en el curso de las generaciones, la asistencia del
Espíritu, su lucha con los poderes del Maligno como inclinación humana
hacia el pecado y la autoridad concedida al colegio apostólico y a
Pedro como cabeza de la iglesia. El protagonismo de la iglesia en el
designio divino es patente en los evangelios, en los Hechos de los
Apóstoles y claramente en san Juan y san Pablo. Dijimos antes que el
kerigma estaba vinculado a la persona de Jesús según la transmisión
primordial "inspirada" que se contenía en la Escritura y en su
teología. Entender la forma que Jesús había querido dar a su iglesia,
por su "asistencia" providente, llevó, a lo largo de los primeros
siglos, a consolidar tanto la estructura jerárquica de la iglesia,
fundada en el primado de Pedro, el papa, y en el colegio apostólico,
los obispos, como su estructura sacramental. La iglesia entendió que
debía preservar y, al mismo tiempo, proclamar en el kerigma esta
estructura porque reflejaba su adhesión al "diseño de Jesús".
La Iglesia, en el plan de salvación. El
designio eterno de Dios para la creación, la kénosis, la permisión del
drama de la historia humana, de la libertad y del pecado, la Redención
y el plan de salvación, solo podían tener un objetivo: la comunicación
de la plenitud divina a la estirpe humana, integrándola en la misma
vida trinitaria por filiación divina. El designio divino, por tanto, no
es sino crear las condiciones para que el hombre libre acepte la oferta
de comunión con Dios mismo. Si consideramos que la iglesia es el
conjunto de todos los hombres que a lo largo de la historia han
aceptado -de una u otra manera- la oferta divina, entonces podemos
considerar que el fin de la creación es la iglesia. En otras palabras:
si Dios aceptó el designio eterno de la creación de un mundo sometido
al pecado en la historia humana y en la misma historia natural o
creación, fue porque la santidad anticipada de la iglesia, que se haría
posible en ese escenario dramático, justificaba el proyecto creador. No
solo el Nuevo Testamento sino también el Antiguo Testamento presentan
una teología en que las relaciones de Dios con los hombres "santos"
alcanzan niveles de finura existencial y de perfección extraordinaria.
La melodía de aceptación, de apertura personal a Dios -la melodía de la
santidad-, desde dentro del dramatismo de la historia que se produjo en
los espíritus humanos, iba a ser de tal calidad que la voluntad divina
se inclinó por la creación de nuestro mundo. Dios amó al mundo, a la
iglesia, y por ella afrontó el inmenso trabajo de la creación y de la
empresa de los Misterios de la vida de Cristo: por una iglesia que
tiene a Cristo por Cabeza y a María como su Madre. No existe en la
Biblia una comparación con la perfección de otros mundos posibles. Pero
no cabe duda de que los dos testamentos son conscientes de que la
"santidad" de los creyentes (de la iglesia), y de María, la madre de la
iglesia, se ganó la voluntad divina. La Gracia de la creación y de la
Redención, surgida libremente como puro Don del eterno designio divino,
contempló la "humanidad santa", la "iglesia santa", teniendo a Cristo
por cabeza como logos primogénito de la humanidad que da sentido a
todas las cosas.
María, madre de Dios y madre de la iglesia. En
este marco es comprensible que la iglesia expresara en las Escrituras y
profundizara posteriormente en la teología la imagen de María, la madre
de Jesús. María había sido madre real de la naturaleza humana de Jesús,
pero, al ser Jesús una persona divina, entonces María era también la
madre de Dios, madre de la persona del Verbo. Así fue entendido y así
fue proclamado en el kerigma cristiano. Por ello, en la relación de
Amor maternofilial entre Jesús y María se realizó la unión en santidad
más perfecta entre la Divinidad Trinitaria y la estirpe humana. Cuando
Dios decidió crear el mundo, y unirse a la especie humana porque "amó
la santidad que iba a producirse en la historia", el Amor a María, su
madre, jugó sin duda un papel relevante que fue proclamado en el
kerigma cristiano. María era así la cabeza de la iglesia que fue amada
por Dios e inspiró la creación. Y por ello mismo fue vista, ya desde
los primeros siglos, como la madre de la iglesia. Este misterio de
María, unido al Misterio de Cristo, no por ser sorprendente y
maravilloso, dejó de ser proclamado por la fe de la iglesia primitiva y
reactualizado en la historia.
El Espíritu de Dios y el Espíritu de Jesús.
Según lo dicho, en el kerigma se proclamó que todo el universo estaba
fundado en Dios, en el Dios trinitario omnipresente, en el que nos
movemos, existimos y somos. Por ello, allí donde está Dios -que es en
todas partes por ser creador y sustentador de todo- allí está también
solidariamente la Trinidad. Así, el Espíritu de Dios es la presencia
del Dios trinitario que abarca toda la realidad y que acoge en su seno
al "espíritu" del hombre. Por ello, el kerigma cristiano proclamó el
sentido de la experiencia religiosa universal: la conciencia de que
Dios está presente en el espíritu del hombre, que nos habla, nos apela
y emociona por la experiencia interior de la Gracia. El Padre, el Hijo
y el Paráclito, en la solidaridad trinitaria de la unidad divina, están
en todo hombre y le apelan para que venza la tentación del "pecado" y
para que emprenda el libre camino existencial de la santidad. Pues
bien, el Verbo Encamado, en la persona de Jesús, prometió a la iglesia
que su Espíritu, el Espíritu de Jesús, estaría con ella -en el
interior de todos los creyentes- hasta el final de los tiempos. Así
como la obra del Hijo es la Redención que se manifiesta a los hombres
por la Encarnación y por el Misterio Pascual, así el espíritu de Cristo
ilumina al hombre interiormente para entender el logos del designio
divino, la aceptación del dramatismo de la historia y de la confianza
en la sobreabundada de la Gracia que proclama el mensaje salvador de
Jesús. En este sentido los martiría (testimonios) mencionados en el
Nuevo Testamento son avalados por el Espíritu trinitario de Dios: el de
la naturaleza por el Espíritu del Padre, el del Misterio de Cristo por
el Espíritu del Hijo y el del Amor filial que nos hace gritar Abba,
Padre, por el Espíritu-Paráclito y nos une al Amor intratrinitario. El
testimonio interno de la Trinidad converge en apelar a la confianza en
el Espíritu de Jesús, a saber, en el logos cristológico que da sentido
a toda la creación: la obra kenótica de la Creación dirigida a Cristo
que es su Cabeza (la obra del Padre) y la obra del Espíritu Paráclito
que impulsa a creer en el Amor de Dios y a realizar el amor kenótico de
la creatura que renuncia al pecado y se entrega a Dios (la obra del
Espíritu). En el eterno designio es la obra de Jesús, su Muerte y
Resurrección, la que funda la presencia del Espíritu en todos los
hombres. Sin embargo, la realización y manifestación de la eterna obra
redentora de Cristo en un momento del tiempo explica también que el
kerigma cristiano situara el Don del Espíritu, el Espíritu de Jesús
(que es también el Espíritu del Padre), que se derrama en Pentecostés
sobre la iglesia y sobre toda la tierra tras la consumación del
Misterio de Cristo.
3.9. Escatología, la Jerusalén Celestial
El fin de los tiempos. La proclamación de la
fe en la doctrina de Jesús no contempla la existencia de una creación
eterna. El destino mortal de todo ser humano implicado en el escenario
real creado por Dios, tras la vía fallida del Jardín de Edén, es la
muerte personal en un momento del tiempo creado con el mundo. Para todo
hombre, pues, llega el fin del tiempo por la muerte. Pero el Nuevo
Testamento transmite también la enseñanza de Jesús sobre un futuro fin
absoluto de los tiempos. La creación llegará a su fin, el universo
creado desaparecerá y acabarán los tiempos en absoluto. Tras la muerte
todo hombre es salvado por Dios en la resurrección de su ser personal
al entrar en una dimensión nueva, la dimensión de la Jerusalén
Celestial cuya esencia y naturaleza desconocemos, aunque en los
escritos bíblicos se anticipen imágenes y símbolos poéticos sugerentes.
Pero, además, el fin del mundo presente, el final de los tiempos,
coincidirá con la resurrección universal de los muertos en un escenario
final de cuanto aconteció en el tiempo. Estos acontecimientos finales
de la historia estarán precedidos por el caminar de la iglesia en el
tiempo, donde deberá afrontar la gran tribulación y la gran apostasía
que anunciarán la segunda venida de Cristo en la Panda como Juez que
hará la Justicia Final. Entonces será cuando se reconstruirá la
historia humana, se entenderá el designio eterno de la creación y
resplandecerá ante los hombres la Justicia divina para todos y cada
uno. En ese momento todos los hombres tendrán luz para juzgar qué fue
el escenario de la historia vivida. El Nuevo Testamento presenta ese
Juicio Final como misterioso futuro fin de la historia en que el
término mortal de la biografía personal coincide y es iluminada por el
fin de los tiempos (fin del mundo) en su conjunto. Entonces se
producirá la resurrección de los muertos. Será la segunda venida de
Cristo, la Parusía, cuando el que es Cabeza y Primogénito de la
Humanidad se constituirá también en Juez Final sobre el curso de la
historia (juicio escenificado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina
vaticana). Será el estado en que el tiempo creado parece cliso! verse y
los seres humanos entran en la dimensión de lo divino que suele
calificarse con el término enigmático de eternidad (la misteriosa vida
eterna de Dios). El kerigma anuncia dos cosas: la oscuridad del camino
de la iglesia ante la gran tribulación y la gran apostasía, la
inminencia de la resurrección personal y el escenario del Juicio Final
en que se hará luz sobre la historia pasada y sobre el futuro. Aceptar
a Jesús y su doctrina es aceptar el anuncio de la resurrección y del
Juicio, aunque no sepamos explicar, ni siquiera atisbemos, cómo, cuándo
y dónde se producirán estos estremecedores sucesos finales de la
historia. En el fondo es el enigma de cómo se producirá la inserción de
la vida humana (el tiempo) en la ontología profunda de la Divinidad (la
eternidad o el "tiempo del Ser de Dios").
Por consiguiente, la iglesia cristiana que trataba de transmitir la
doctrina de Jesús insistió en dos dimensiones. Por una parte, la
creencia de que, tras la muerte, se produce inmediatamente una
salvación (para los santos) y un rechazo (para los pecadores), de tal
manera que el poder creador de Dios salva, o condena, al hombre con su
identidad personal. Pero por otra parte, en el kerigma se transmite
también la doctrina del Juicio Final al final de los tiempos, cuando
los muertos resucitarán y todos entenderán el sentido de la historia en
el designio divino. ¿Cómo entender estas dos dimensiones, la salvación
inmediata tras la muerte y la resurrección para el Juicio Final que el
kerigma transmite con firmeza? Como decíamos, es el enigma de la
conexión de la dimensión temporal del presente con la inserción en la
dimensión del más allá en el "tiempo" o "eternidad" de Dios. Enigma
abierto a la especulación teológica.
El drama escatológico del pecado. El fin del
mundo coincide con el Juicio Final que el Nuevo Testamento presenta
recordando sin duda la doctrina predicada por Jesús. Son
representaciones difíciles -que el autor neotestamentario describe con
los recursos de que dispone- en que el tiempo creado se inserta en la
otra dimensión transcendente de lo divino que nadie sabe en realidad
cómo es. En todo caso la descripción del final de la historia hace
patente el drama del pecado, que es el drama de la libertad para
aceptar o rechazar a Dios. Lo que queda claro es que Dios salva solo a
los "santos", a los "benditos" (en quienes se cumplirá la antigua
Promesa de Bendición) que han aceptado libre y personalmente la
filiación divina; el pecado por sí mismo no condena porque ha sido
perdonado por la Redención. El pecado ha sido perdonado porque donde
sobreabundó el pecado (la historia) sobreabundó también la Gracia
divina. Pero el pecador debe aceptar libremente la oferta divina. Sin
aceptación no hay salvación: Dios no salva a nadie en contra de su
voluntad. El colosal esfuerzo del "designio creador para la libertad",
no puede terminar considerando la libertad algo trivial. No tendría
sentido. Es perfectamente coherente con el designio divino llevar la
libertad humana a sus últimas consecuencias. Poder aceptar o rechazar a
Dios es la grandeza de la creación que Dios, ni siquiera en el Jardín
de Edén, dejó nunca de mantener. El poder del pecado es el drama de la
historia que se magnifica en el Juicio Final: al parecer, si seguimos
las Escrituras y el kerigma proclamado, parte de la estirpe humana será
rechazada por Dios a la luz del designio divino cuya justicia a todos
quedará patente. Este drama de la historia, del pecado humano y sus
consecuencias, pudo haber puesto en cuestión, como decíamos, que Dios
emprendiera la creación de este mundo dramático, pecador y sufriente.
Solo por la humillación divina ante el pecado, manifiesta en la kénosis
de Cristo en la cruz, por la voluntad redentora del Verbo de Dios
encarnado, la creación fue emprendida y la santidad de la iglesia, que
cautivó la voluntad divina, se hizo posible. El final de la historia en
que Dios salva solo a quienes quieren ser salvados es dramático, pero
es justo y lógico en conformidad con el designio eterno de la creación.
Los autores bíblicos son conscientes de esta coherencia lógica y la
describen con vehemencia teológica, explicando la doctrina de Jesús. El
kerigma cristiano no ofrece lugar a dudas: el futuro será el que cada
hombre haya construido en ejercicio de su libertad. Dios, al crear
pretendió la salvación universal, ofrecida a todos; pero su proyecto
creador incluía el conocimiento de que la libertad humana estaba
abierta al pecado. Por ello, parece que el proyecto creador en Cristo
incluía que parte de la humanidad rechazara la oferta de filiación
divina. Es lo que parece más claro si atendemos a la Escritura y a la
Tradición que con el término "infierno" (más allá de lo teológicamente
anecdótico) nombran simplemente el estado final, misterioso, en que
concluiría la historia personal del hombre cerrado a Dios.
El Apocalipsis: la Jerusalén Celestial.
Respondiendo al común género apocalíptico concibe Juan (a él se
atribuye el Libro del Apocalipsis), en medio de potentes símbolos,
imágenes y elementos míticos, una dramática descripción del tránsito de
la iglesia por la historia y de su final como enfrentamiento entre la
luz y las tinieblas: entre quienes aceptan (la santidad) y quienes
niegan a Dios (el pecado). Delante del trono de Dios coloca el autor
bíblico a los ciento cuarenta y cuatro mil justos (número simbólico)
que han lavado sus túnicas blancas en la sangre del cordero (de Cristo
inmolado en el misterio de la cruz). Cerrando el curso de la historia
en alusión al Jardín de Edén, describe la Jerusalén Celestial como la
morada final de Dios con los hombres. En ella pueden satisfacer su
aspiración por la vida y, en alusión al "árbol de la vida" plantado en
medio del Paraíso, comer de cientos de nuevos árboles de vida plantados
en ambos márgenes del río. Los que entran en la nueva creación, la
Jerusalén Celestial (Tierra Prometida de Israel), son solo aquellos que
han hecho uso de su libertad personal en la aceptación de la oferta de
filiación divina.
La nueva creación. La predicación de Jesús
despertó a la sorprendente idea de un Dios todopoderoso creador y señor
del mundo. Dios había creado la tierra y el mar, los fundamentos del
mundo y el firmamento, el escenario inmenso en que tenía lugar la
historia de todos los pueblos y la biografía de cada persona en su
individualidad. El kerigma cristiano proclamó que Dios abarcaba la
creación y se dirigía personalmente a todos los hombres, como un padre
a su hijo y el pastor a sus ovejas. El creyente adherido a la persona
de Jesús no solo creyó esta "casi increíble" historia del Dios creador
todopoderoso, sino que fue más allá al recibir la buena nueva de que
Dios, para realizar la Promesa de Bendición, iba a crear una Tierra
Nueva. La Tierra Prometida sería la Nueva Creación, ya no sometida al
poder del pecado y del sufrimiento, donde todos los pueblos y las
naciones, todos los seres humanos, podrían hallar el descanso y la
felicidad en la filiación divina. El kerigma proclamó la confianza en
que el Dios que había sido capaz de fundar el mundo visible y abarcarlo
con su poder absoluto, sería capaz también de fundar la Nueva Creación
que albergara la futura morada de Dios con los hombres, más allá de la
historia presente. Una morada donde cabrán, en el nuevo diseño creador,
todos los pueblos y naciones, y Dios atenderá a todo ser humano
individual enjugando las lágrimas de sus ojos, como dice el Apocalipsis
recordando la angustia dramática de la existencia en el mundo anterior.
4. Origen
lógico de la teología cristiana
La teología cristiana tiene una lógica propia. Es decir, se construye
por el uso de los principios lógicos naturales de la mente humana que,
en este caso, extraen las consecuencias de un hecho que se considera
aceptado: que Dios se ha revelado en la persona de Jesús. Esta
aceptación tiene sus razones (martiría o testimonios). La fe o creencia
en la revelación de Dios en Jesús es una adhesión existencial al
kerigma anunciado y el Nuevo Testamento contempla que no es gratuita,
sino que cuenta con el apoyo de los marciría o testimonios (razones)
que justifican la fe en Jesús. Lo que a continuación explicamos es la
lógica de la teología cristiana como la "lógica de la fe". Es la lógica
que nace una vez que se está situado ya en la creencia, o sea, en la
adhesión a la enseñanza de Jesús. Son inferencias que solo tienen
sentido para la fe y, por ello, la teología cristiana tiene solo valor
lógico para los creyentes. El no creyente puede entender cómo se
construye la teología (puede reconstruir la lógica propia de la fe
estudiándola objetivamente), pero al no conceder valor de verdad a su
premisa fundamental (que un Dios real se ha revelado en Cristo),
entonces para él la teología es solo un constructo -quizá incluso bien
construido formalmente- pero sin valor de verdad. La iglesia cristiana,
sin embargo, fue construyendo poco a poco esta "lógica de la fe" que
supone asumir el papel de la misma iglesia en el proceso histórico de
proclamación del kerigma. Lo más importante es entender que esta
"lógica de la fe" formó parte esencial de la misma proclamación del
kerigma y es la que da sentido al concepto mismo de kerigma en teología
cristiana.
La lógica kerigmática como lógica teológica.
No se entiende qué significa el cristianismo sin advertir que todo él
se funda en la voluntad de adherirse a Jesús y proclamar su doctrina.
Es el sometimiento a algo dado: la revelación que se produce en los
hechos y las palabras de Jesús (por ello la iglesia se sintió siempre
"depositaria" de un legado sagrado). Pues bien es el mismo kerigma el
que contiene la idea de la iglesia querida por Jesús y la persuasión de
que el Espíritu de Jesús "estará con la iglesia a través de los
tiempos". Por ello, como antes decíamos, el kerigma cristiano no es
solo la fe de la primera comunidad, sino su actualización en la
historia. El kerigma es la "fe de la iglesia" que se proclama ante la
sociedad y una parte esencial de este kerigma es que la iglesia está
"inspirada" para reflejar la obra de Jesús en las Escrituras y
"asistida" para proclamar en la historia la Escritura. Por ello, el
kerigma no ha sido nunca para la iglesia una "quintaesencia
histórico-crítica" de la historia de Jesús, sino la proclamación del
mensaje esencial de Jesús, tal como ha sido vivido por la fe de la
misma iglesia. La "increíble historia de Jesús" que el kerigma
cristiano proclama incluye que el Espíritu de Jesús "inspira" y
"asiste" a la iglesia a lo largo de la historia en la constitución del
mismo kerigma.
Así, por ejemplo, el kerigma cristiano, y la adhesión existencial a lo
que significa, resuelven las dudas que sobre ciertas puntos pudieran
plantearse desde el enfoque histórico-crítico. Este es el caso, por
citar solo algún contenido importante, de la virginidad de María, la
Madre de Dios, o de la cuestión acerca de la "tumba vacía". La adhesión
al kerigma infunden la seguridad creyente de que María fue Virgen o la
seguridad de que la presencia del "cuerpo resucitado" de Jesús supone
que se realizara la resurrección del cuerpo de Jesús, muerto en la
cruz, tal como ha sido contemplado en la fe de la iglesia.
4.1. El punto de partida
La predicación de Jesús y la respuesta de la fe.
El cristianismo nace por el asentimiento de los creyentes a la
predicación de Jesús: por su propia autoridad (por la fuerza del
Misterio de Cristo) y por el apoyo que a las palabras de Jesús dan el
testimonio de la naturaleza y el testimonio interior del
Espíritu-Paráclito que mueve al Amor de Dios manifestado en Jesús (o
sea, el testimonio del Padre, del Hijo y del Espíritu-Paráclito). Jesús
enuncia su mensaje y exhorta a su aceptación. Los creyentes responden
entonces con la fe que acepta en bloque la proclamación del "designio
eterno de Dios" dada en la doctrina de Jesús. Aunque existe congruencia
de Jesús con el Antiguo Testamento, debe también reconocerse que la
consideración en conjunto de la Buena Nueva anunciada por Jesús
representa una doctrina sorprendente y nueva, casi inimaginable para la
teología judía; por ello es explicable que la tradición judía más
rigurosa la rechazara. Sin embargo, los primeros cristianos aceptan en
bloque, sin dudas, el complejo conjunto de doctrina presentado por
Jesús de Nazaret impulsados por la autoridad misma de Jesús: su
condición divina y humana, el Dios trinitario, la redención del pecado,
la encamación, el misterio de la muerte-resurrección y el final
escatológico de la historia anunciando una salvación en el más allá que
realiza la Promesa de Bendición hecha al patriarca Abrahán, fundamento
de la Alianza con Israel. Es la adhesión existencial al kerigma que
hemos resumido.
La responsabilidad del anuncio kerigmático.
Los primeros discípulos son conscientes desde el principio de que en
respuesta a la fe deben asumir una seria responsabilidad que les ha
sido anunciada por Jesús: ser testigos del mensaje cristiano ante las
generaciones futuras. La única actitud lógica es entonces proclamar las
palabras y los hechos de Jesús, transmitiéndolo todo (traditio,
tradición) a la historia posterior. De la misma manera que Jesús
predicó, murió en la cruz y resucitó, y fue testigo de todo ello, así
igualmente los discípulos deben dar testimonio de las palabras y de los
hechos de Jesús. No se pretende otra cosa que proclamar a Cristo para
que los hombres que no fueron testigos directos de su predicación
puedan recibir el testimonio de la iglesia que permita asentir con su
propia fe, siguiendo el mismo camino recorrido ya por los primeros
discípulos y por la iglesia.
Teología y Escritura. Es evidente que cuando,
tras la muerte de Jesús, los cristianos comenzaron a ser testigos de la
fe pretendían presentar las palabras y los hechos de Jesús tal como en
realidad sucedieron; pero era también una exigencia comunicativa
inevitable que, a las palabras y hechos de Jesús, quisieran añadir
explicaciones, comentarios, exhortaciones que contribuyeran a presentar
ante los oyentes la fuerza y el significado de la doctrina de Jesús (el
significado que Jesús mismo había dado a su mensaje y que ellos habían
entendido). La iglesia comenzó así desde el principio a hacer
"teología": reflexión "humana" sobre el contenido del mensaje de Jesús
mostrando su significación y sentido. Era una "teología" que, en
aquellos momentos primordiales de la historia del cristianismo,
dependía de la cultura judía y de la helenística que constituían el
supuesto en que se movía la primera comunidad. Por ello, el testimonio
que dio la primera comunidad cristiana no fue frío, distante y
meramente "notarial", sino un kerigma que incluía también la
proclamación "teológica" (interpretativa), comprometida
existencialmente, del mensaje recibido de Jesús. Se comenzaba a
comunicar la doctrina de Jesús, pero en la forma de kerigma cristiano:
la fe, hecha ya teología, de la primera comunidad tal como era vivida y
proclamada por los primeros creyentes. Esta fe kerigmática fue
produciendo, como se ha explicado, los textos escritos en diferentes
comunidades y la obra más personal de autores concretos. La obra de san
Pablo en sus cartas no fue solo una transmisión de los hechos y
palabras de Jesús, sino un imponente sistema teológico que
"interpretaba" la doctrina de Jesús. Lo mismo puede decirse de san Juan
y de la portentosa construcción teológica del Apocalipsis (que ha sido
atribuido a san Juan). Así se escribieron evangelios, cartas
apostólicas y libros del Nuevo Testamento cristiano. Como veremos, esta
"teología" de la iglesia primitiva (verbi gratia, la de san Pablo) será
considerada como "inspirada" por formar parte del Nuevo Testamento
bíblico. Aceptar la "inspiración" divina será así la inspiración del
kerigma vivido y proclamado por la primera comunidad. Así, la teología
del Nuevo Testamento está "inspirada", según ha explicado siempre la
iglesia. Lo entenderemos con mayor precisión en los comentarios que
siguen.
4.2. Hermenéutica y diálogo con la cultura
Mundo helenístico-romano y patrística. La
misión apostólica de ser testigos hasta los confines de la tierra tuvo
que abrirse inevitablemente al mundo helenístico-romano de la época.
Era entonces una cultura superior de prestigio y autoridad filosófica,
jurídica, social y política. Es lógico así que el impulso explicativo
de la primera comunidad se transmitiera al diálogo con aquel mundo
cultural en que estaba produciéndose la gran expansión cristiana. En
este marco aparecen, pues, una serie de filósofos, teólogos y
pensadores que en conjunto buscaban proseguir el esfuerzo teológico
cristiano anterior, hecho desde la cultura hebrea, para abrirlo al
nuevo contacto con las ideas helenístico-romanas. Una manifestación de
esta dinámica inevitable fue la aparición de los llamados Padres
Apostólicos, Apologetas y patrística en general: el conjunto de "santos
Padres" (como después fueron conocidos). En los primeros siglos
contribuyeron a profundizar en el pensamiento cristiano por el diálogo
con la cultura grecorromana. Fue un impulso que creó condiciones nuevas
en la dinámica teológica del cristianismo. Esta dinámica ayudó entonces
a la iglesia a profundizar en el conocimiento de su propio papel y de
su protagonismo en la historia. En estos primeros siglos, en paralelo
con la dinámica generada por la nueva hermenéutica emergente desde el
mundo grecorromano, la iglesia llegó pronto a la conciencia de la
"inspiración" de las Escrituras, de lo que constituía el núcleo
kerigmático de la fe y de la necesaria "asistencia" del Espíritu de
Dios a la iglesia a lo largo de la historia. Lo explicamos.
Divergencias interpretativas. A medida que
fueron multiplicándose las aportaciones de unos y otros se fue cayendo
en la cuenta de que la doctrina cristiana, aun siendo siempre la misma,
podía ser entendida y explicada de diversas maneras. Explicaciones no
siempre divergentes y excluyentes, aunque en ocasiones pudieran serlo.
A veces algunas propuestas teológicas parecían incluso no conciliables
con el kerigma que estaba siendo anunciado por la fe de la iglesia.
Aparecieron así las primeras "herejías" que ya desde el inicio fueron
discutidas y sembraron división. Las herejías eran formas de entender
la fe cristiana que no parecían conciliables con los grandes contenidos
presentes en la "tradición" transmitida por el kerigma cristiano
original, del que la iglesia se sentía "depositaria" y al que debía
fidelidad. La iglesia sabía que la fidelidad a la doctrina de Jesús era
la responsabilidad esencial de su actuación en la historia humana. Por
ello comenzó a intuir que no toda teología sobre la fe (no toda
hermenéutica) que pretendía anunciar el kerigma, e interpretarlo, era
por principio aceptable. Se sintió la urgencia moral de la fidelidad a
Jesús (el cristianismo no debía "inventar" sino "transmitir" a Jesús).
Crisis del anuncio kerigmático. Este proceso
de discusión, explicable por la dinámica ordinaria en los procesos de
sociología del conocimiento, tuvo una consecuencia importante: sembrar
cierta inseguridad en el anuncio kerigmático de la fe que constituía la
esencia de la iglesia primitiva. Lo que estaba pasando es que la
teología -o mejor, la diversidad de "teologías"- estaba poniendo en
crisis la unidad de la proclamación kerigmática. El kerigma no era
transmisión "notarial" de la doctrina literal de Jesús, sino
transmisión de su doctrina envuelta en la teología de la primera
comunidad. Por consiguiente, si la palabra de Jesús se seguía
transmitiendo envuelta en teologías divergentes se podía caer en
kerigmas divergentes; es decir, que no respondieran ya al kerigma
original que Jesús les había confiado. El alcance de esta situación
peligrosa fue poco a poco advertido por la iglesia cristiana (ya que
pudiera llegarse incluso a una situación en que la iglesia no realizara
la misión esencial que Cristo le había confiado). Esta percepción fue
una de las circunstancias determinantes que impulsaron la evolución
lógica de la teología cristiana. Fue entonces cuando la iglesia, ya en
sus primeros tiempos, aprendió a distinguir el kerigma de las
teologías. Las teologías eran importantes (mostrar la conexión del
kerigma con la razón de aquella época, superando incluso la matriz
hebrea del Nuevo Testamento), pero el criterio para distinguirlas era
siempre el contenido esencial del kerigma que se perfilaba en su misma
andadura histórica bajo la providencia divina.
4.3. Primeros principios teológicos
La Providencia sobre la iglesia: la "asistencia"
del Espíritu.
En la primera comunidad se fue consciente de la misión de testimonio
encomendada por Jesús y de su promesa de ayuda hasta el final de los
tiempos. La iglesia hizo frente a las primeras persecuciones del
imperio romano, pero a medida que advirtió la crisis del anuncio
kerigmático se cayó en la cuenta de que un peligro de más envergadura
la amenazaba: la posible disolución de la iglesia en un sin número de
"iglesias" diferentes. Pero la fe cristiana llevaba consigo la creencia
de que la Providencia de Dios velaría sobre la iglesia para cumplir de
forma satisfactoria la misión de hacer presente en la historia el
testimonio de las palabras y de los hechos de Jesús. Sin embargo, fue
necesario recorrer un camino de reflexión hasta entender la forma en
que la Providencia de Dios "asistiría" a la iglesia. A lo largo de los
primeros siglos el concepto de "asistencia" fue precisándose poco a
poco, a medida que la iglesia caía en la cuenta del importante papel
que jugaba en el plan de Dios y en la proclamación del mensaje de
Cristo ante la historia.
Distinción teológica entre el "núcleo kerigmático"
y la interpretación.
El kerigma que había sido proclamado desde el principio contenía la
esencia de lo que Jesús había enseñado. La primera comunidad lo
proclamó en la conciencia de estar comunicando la esencia de la
doctrina de Jesús, aunque todo estaba envuelto en una primera teología,
la teología de las primeras comunidades, de los apóstoles y de los
autores neotestamentarios. La iglesia cayó en la cuenta de que, si Dios
tenía voluntad eficaz de velar providentemente por la comunicación del
mensaje cristiano a la historia, debía haber velado por ese momento en
que la primera iglesia configuró lo que podríamos nombrar "núcleo
kerigmático" que dio origen al cristianismo. Frente a este primer
"núcleo esencial" destacaba un nuevo estadio en que apareció la
proliferación posterior de "teologías", "interpretaciones" o
"hermenéuticas" de la doctrina cristiana, muchas de ellas con ocasión
de la apertura al mundo helenístico-romano. Había que distinguir entre
la "esencia del núcleo kerigmático de la fe cristiana" y sus posibles
interpretaciones; muchas compatibles y enriquecedoras de ese núcleo
esencial, pero otras quizá no. Sin embargo, en el momento en que se
advirtió la necesidad de distinguir entre "núcleo kerigmático esencial"
y sus "interpretaciones", estaban ya difundidos en la sociedad
cristiana una gran variedad de narraciones, teologías, opiniones
discutidas e intentos de ver el kerigma cristiano en perspectiva
grecorromana. ¿Dónde trazar la frontera? ¿Cuándo, dónde y cómo
delimitar y preservar lo que constituía el "núcleo kerigmático
esencial" del cristianismo? ¿Dónde estaba la esencia de la doctrina de
Jesús? Si, en efecto, la doctrina no se había registrado de forma cuasi
notarial, sino envuelta en la predicación kerigmática, ¿dónde estaba
aquel kerigma esencial que, de acuerdo con el anuncio de Jesús, debía
transmitir a la historia sus palabras y sus hechos salvíficos?
"Inspiración" de la Escritura y reconocimiento del
Canon.
Según esta manera de pensar pronto se vio la necesidad de fijar el
"núcleo kerigmático esencial" que pudiera servir de punto de referencia
de aquella primera fe que había reflejado y explicado la doctrina de
Jesús. El camino no podía ser otro que seleccionar aquellos escritos
primordiales que reflejaban este kerigma. Y, puesto que había ya cierta
variedad de documentos y textos de orígenes diversos, el primer
problema era seleccionar los escritos a los que, efectivamente, cabía
atribuir el kerigma de la fe cristiana que contenía la doctrina de
Jesús y que debía transmitirse. Pero la pregunta de fondo era, ¿quién,
con qué criterio, con qué autoridad podía hacer una selección de
escritos? La respuesta que se intuyó poco a poco fue un avance decisivo
en la conciencia teológica que la iglesia fue adquiriendo de sí misma,
de su autoridad y de su protagonismo histórico bajo la "asistencia
divina". El momento en que la iglesia tomó conciencia clara de que, si
el Espíritu de Jesús estaba con ella, la "asistía", para acompañarla en
la misión de hacer presente el kerigma en la historia, entonces ese
mismo Espíritu debía "asistirla" en el reconocimiento de las Escrituras
que contenían los hechos y las palabras de Jesús, y la teología
inspirada de la primera comunidad. Este momento fue transcendental en
el nacimiento de la lógica de la teología cristiana.
Tras la muerte de Jesús, paso a paso, en las diversas iglesias y
comunidades se fueron seleccionando los escritos (evangelios) y
epístolas que se consideraban normativos y dignos de leerse en las
reuniones litúrgicas. Desde mediados del siglo II, obispos, prominentes
teólogos y algunos concilios particulares fueron delimitando la lista
de esos libros que, desde mediados del siglo IV, empezaron a llamarse
"canónicos". Hacia el año 400 ya aparece "completo" en varios concilios
locales el Canon de 27 libros (a los que se atribuía "inspiración") que
definitivamente sancionaría el concilio de Trento (1546) para los
católicos. Fuera del Ca, non quedaron, pues, otros evangelios,
escritos, cartas y documentos diversos. No es que se consideraran
siempre heréticos, pero no entraban bajo la tutela divina que había
velado por la transmisión de la revelación a la historia. Desde el
momento en que se fijó un Canon como punto de referencia, la Biblia
cobró mayor fuerza como "inspirada" por Dios para transmitir la
revelación a la historia. La "inspiración" de la Escritura y la
"asistencia" a la iglesia no eran lo mismo, pero respondían a la misma
acción providente de Dios para velar por la transmisión a la historia
de las palabras y los hechos de Jesús. Si había llegado a haber Biblia
era porque existía una iglesia inspirada capaz de establecer un Canon.
La autoridad de la iglesia, al fijar el Canon cristiano "inspirado", se
fundaba en la necesidad lógica (en la lógica de la fe) de admitir la
Providencia para "asistir a la iglesia" en la selección de los libros
sagrados. Por consiguiente, la persuasión lógica general (en la "lógica
de la fe") de que Dios debía "asistir" a la iglesia en la transmisión
de la doctrina de Jesús, se tradujo en la persuasión de que esta
asistencia "creída en la fe" le daba autoridad para reconocer el Canon
de los libros "inspirados".
Tradición, concilios y dogma cristiano. La
forma sutil en que Dios había "inspirado" la Escritura para que
contuviera la esencia del mensaje que debía pasar a la historia, cómo
entenderla y cómo distinguir su contenido, constituyó desde entonces un
tema básico de la teología cristiana. Una vez fijado el Canon se vio
que seguía existiendo un problema de interpretación, ya que se trataba
de escritos de origen diverso, no siempre claros, con expresiones
difíciles e incluso crípticas. Desde un punto de vista histórico no
cabe duda de que el mayor desconcierto se centró en la idea trinitaria
de Dios, así como en la naturaleza divina y humana de la persona de
Cristo. Algunas interpretaciones racionalistas que pronto aparecieron
no parecían compatibles con la pura aceptación del kerigma transmitido
que reflejaba la sorprendente doctrina trinitaria de Jesús y la
naturaleza de la persona Jesús como "verdadero Dios" y "verdadero
hombre". Por ello la iglesia cayó en la cuenta pronto de que para el
mantenimiento de la revelación comunicada por Cristo era necesario que
la Escritura fuera interpretada por la misma iglesia "asistida" por el
Espíritu. La efectividad de la Providencia de Dios en velar por la
transmisión a la historia del mensaje cristiano exigía una
complementariedad entre "inspiración de la Escritura" y "asistencia a
la iglesia". "Inspiración" y "asistencia" se hicieron entonces dos
conceptos fundamentales para entender la lógica desde la que se
construyó la teología cristiana. Poco a poco fue elaborándose la
teología de los concilios como asambleas de la iglesia universal en que
se tomaban aquellas decisiones esenciales que interpretaban la fe
cristiana bajo la "asistencia" de Dios. Así fue naciendo el "dogma"
cristiano, se resolvieron las crisis producidas por las herejías, se
fijó el Canon de las Escrituras y se estableció la doctrina esencial
para permanecer dentro del kerigma de la fe cristiana. La iglesia
ejerció así un Magisterio continuo, a lo largo de los siglos que
mantuvo e interpretó el kerigma cristiano, aun dentro de los
inevitables usos de los sistemas hermenéuticos que en cada época se
consideraron pertinentes.
El Magisterio de la iglesia. De acuerdo con
esta manera de pensar -que, repetimos, responde solo a la "lógica de
la fe", o sea, de quien acepta que Dios se ha revelado en Cristo y
quiere hacer presente su revelación en la historia- es explicable que,
desde los primeros tiempos, la comunidad cristiana atribuyera a la
iglesia un magisterio, una "autoridad" (la autoridad de ser "maestra")
que se fundaba en la persuasión teológica fundamental de la
"asistencia" divina. Este "magisterio" se refería y, esto es claro por
cuanto se ha dicho, a la autoridad para discernir la fidelidad al
kerigma, del que la iglesia era "depositaria", y se fundaba en la misma
"lógica teológica" de la "asistencia" divina. La persuasión de fondo se
asentaba en la seguridad de que Dios "asistiría" a la iglesia para que
no se produjera error en la transmisión del kerigma: en este sentido, y
solo en él, la iglesia se sintió con la seguridad de la inerrancia.
Esta persuasión ancestral, por la evolución histórica del kerigma,
llevó a la formulación de la infalibilidad extraordinaria (concilio
Vaticano I) que se centraba el magisterio dado en las definiciones
dogmáticas de los concilios y en las definiciones del Papa hablando ex
cathedra (que, después del Vaticano I, solo se ha dado en la definición
de la Asunción de la Virgen en el pontificado de Pío XII). Parece
comprensible, sin embargo, que, para la lógica de la fe, el magisterio
no es solo extraordinario sino ordinario. Pero la seguridad de la
"asistencia" divina (para no caer en el error) no se reduce a este
"magisterio extraordinario", sino al conjunto del kerigma transmitido
en la fe de la iglesia: en él hay muchos contenidos -relativos a la fe
y a la acción humana derivada de la fe- que no han sido definidos, pero
que pudieran serlo, si surgiera alguna razón que lo aconsejara (como
fue el caso de los primeros concilios sobre la Trinidad y la persona de
Cristo). ¿Dónde está, por tanto, la autoridad del magisterio de la
iglesia? Está en la autoridad misma del kerigma, tal como es vivido en
la tradición cristiana en la fe del "pueblo de Dios": es el "sentido de
la fe", sensus fidelium, en que insistió el concilio Vaticano II (Lumen
Gentium), ya que el Espíritu de Dios obra universalmente en la iglesia.
Pero, el magisterio propiamente dicho pertenece a los obispos, a las
asambleas de obispos, a los concilios, al papa en comunión con el
sensus fidelium y con el colegio universal de los obispos del que es
Cabeza. Cuanto mayor es el acto magisterial en la iglesia mayor es la
autoridad y el respeto que los creyentes deben atribuirle, sobre todo
en lo relativo a la proclamación del kerigma esencial de la fe
cristiana (en cuya proclamación la iglesia tiene solo la seguridad
teológica de la inerrancia). Esto quiere decir que la iglesia misma
entiende -como se ve en el Vaticano II, en documentos de las
conferencias episcopales, en la tradición teológica y en la doctrina
teológica ordinaria en la actualidad- que en el magisterio ordinario de
obispos, concilios y papas, no solo se ha dado una pura proclamación
del kerigma, sino que se ha hecho uso de hermenéuticas diversas en
dependencia de cada tiempo histórico. Por ello, al magisterio ordinario
en textos conciliares, que no pretenden una definición dogmática (en el
Vaticano II no hubo ninguna), en encíclicas, en declaraciones
teológicas del papa o de los obispos, o en otras muchas formas de
documentación eclesiástica cristiana, no se le puede atribuir la
inerrancia (que sí se atribuye, en cambio, al magisterio extraordinario
y al kerigma cristiano en la fe de la iglesia). Tanto más en cuanto se
distancie de la pura proclamación del kerigma esencial y se adentre, de
una u otra forma en lo hermenéutico, este magisterio ordinario puede
ser reformulado, superado por la historia, e incluso puede haber
incurrido en errores, como la misma iglesia ha reconocido (verbi
gratia, probablemente, añadimos nosotros, en lo referente al uso de la
hermenéutica del paradigma grecorromano, platónica, aristotélica o
escolástica, como veremos en el capítulo III). En otras palabras, esto
quiere decir que la iglesia debe exigir la adhesión al kerigma
cristiano vivido en la fe de la iglesia - interpretado por este
magisterio histórico- que constituye el kerigma mismo; pero, al
intentar que el magisterio ordinario tenga el mayor eco posible, la
iglesia no puede imponer las hermenéuticas que, siendo conciliables con
el kerigma, dependen de un uso individual de la razón y de un proceso
hermenéutico no cerrado, sino constantemente abierto en la historia (ni
siquiera la reinterpretación y profundización hermenéutica de los
dogmas, que expresan el contenido esencial del kerigma, está
definitivamente cerrada).
4.4. Lógica de la teología cristiana
La teología fundamental cristiana. Como ocurre
ya en otras religiones, el cristianismo no es una teología filosófica
(como el budismo), sino que responde a una previa revelación
presupuesta que se trata de entender (esta "asimilación" o
"entendimiento" humano es precisamente "teología"). En la teología
cristiana no se trata, por tanto, de reinventar nada, sino de "escuchar
y proclamar la Palabra de Dios". El kerigma se podrá explicar
(teologías), y es necesario, pero distinguiendo entre el kerigma y las
teologías. Esta revelación deberá tener unas "fuentes" en que estará
dada; pero, una vez producida, se transmitirá o comunicará a la
historia a través de la iglesia cristiana. Este hecho inevitable de la
"lógica de la fe" llevó a la teología cristiana primitiva a una
consecuencia de enorme importancia: si la Providencia de Dios quiere
hacer presente su revelación en la Historia de forma efectiva, debe
haber "inspirado" las Escrituras que la contienen y "asistido" a la
iglesia cristiana en el proceso de explicación teológica de la
Escritura para vehicular la proclamación de la revelación en cada
momento del tiempo. Por consiguiente, el kerigma del cristianismo del
que aquí hablamos son los hechos y las palabras de Jesús, la doctrina
de Jesús tal como ha sido proclamada en la fe de la iglesia. Es lo que
venimos explicando.
El método teológico cristiano: Escritura y
Tradición.
Por tanto, ¿Cómo hacer teología? ¿Cómo entender la Revelación para
asimilarla, hablar de ella y hacerla presente en la historia? La
teología fue ensayando un método desde los tiempos más antiguos:
primero debía irse a las "fuentes" de la Revelación y después se debía
explicar el contenido de la Revelación en los términos de la cultura de
cada tiempo. Pronto se vio que las fuentes de la Revelación eran dos,
interdependientes o conexas: la Sagrada Escritura y la Tradición (si
Dios "asistía" a la iglesia, la forma en que esta había explicado y
fijado los contenidos de la Revelación en la historia era un criterio
esencial para hacer la hermenéutica o interpretación de la Sagrada
Escritura). La iglesia (asistida por el Espíritu) se enfrentaba así no
solo a la hermenéutica de la Escritura sino también a la hermenéutica
de la Tradición (verbi gratia, de los textos conciliares). El kerigma
se hallaba, pues, en la Escritura y en la Tradición de la iglesia.
La interpretación, la hermenéutica y el
"patrimonium fidei".
La Biblia y la Tradición eran dos caras de un todo unitario. Pero,
supuestas las "fuentes", la teología debía ser un esfuerzo de
"interpretación" o "hermenéutica": es decir, esfuerzo para hacer
presente explicativamente la revelación en cada momento histórico. Ya
en la proclamación primordial del kerigma de la fe cristiana estaba
implicada inevitablemente una teología dependiente de la cultura hebrea
y helenística. Esta interpretación suponía, pues, un primer compromiso
teológico: explicar la revelación en términos de una cultura concreta
en un momento cultural preciso. Este factor teológico "interpretativo",
más incierto por ser dependiente de la subjetividad y la historicidad
humana, era inevitable. No podía haber conocimiento de la revelación
sin asimilarla al modo humano; es decir, sin entenderla desde la
experiencia del hombre real al que va dirigida (y ese "hombre real"
estaba siempre condicionado por su cultura). La revelación, por tanto,
tenía dos fuentes; pero la teología (que no es lo mismo) tenía tres:
las dos fuentes de la revelación (Escritura y Tradición) y, además, la
perspectiva de la interpretación humana culturalmente condicionada.
Pronto se vio que los sistemas de interpretación podían ser muy
variados: desde Orígenes o Tertuliano a san Agustín, pasando por
Clemente Alejandrino, Hilario de Poitiers o san Ireneo, entre otros
muchos. La misma Biblia estaba escrita desde la cultura hebrea y
helenística y el kerigma original tenía también su propia teología. Por
ello, la iglesia fue entendiendo que lo fundamental eran los grandes
contenidos de la fe; lo que antes hemos llamado el "núcleo kerigmático
esencial". Así se llegó poco a poco al concepto del llamado patrimonium
o depositum fidei, ya expresado básicamente en los credos primitivos y
constituido por la profundización de la fe en el kerigma cristiano a lo
largo de los siglos. En la Escritura "inspirada" y en la iglesia
"asistida" estaba contenida la fe cristiana que se proclamaba
sintéticamente en los credos. Dios "asistía" a su iglesia para
permanecer en la fidelidad al patrimonium fidei esencial; pero, sin
embargo, las "interpretaciones teológicas" eran asunto humano, aunque
necesario e inevitable. Las "teologías" eran respetables, aunque no
concordaran entre sí (verbi gratia, entre san Agustín y santo Tomás);
pero siempre se exigía que las teologías fueran conciliables con el
patrimonium fidei que mostraba la vivencia en la historia del kerigma
cristiano. Si no lo eran se denunciaban entonces como erróneas (es
decir, como no concordantes con el patrimonium fidei). Al persistir,
nacían las herejías. Lo permanente era el patrimonium fidei que
expresaba el kerigma cristiano. Las teologías eran en principio
perecederas y dependientes de la evolución de la cultura.
Dinámica de la interpretación teológica de la fe.
Lo dicho nos hace ver que en cierta manera la Revelación está cerrada
(se culminó y se cerró con la figura de Cristo y en las Sagradas
Escrituras). Pero, puesto que su presencia en la historia dependía de
una iglesia que creaba la Tradición, y que todavía seguía bajo la
"asistencia" del Espíritu, podía decirse que la Revelación estaba
abierta a su reactualización permanente por la iglesia. Es decir, el
proceso de actualización y comprensión de los contenidos ya "cerrados"
de la revelación estaba todavía "abierto" a formulaciones más novedosas
y ricas. En esto, como siempre ha sido, las teologías han jugado un
papel decisivo. Estas, a medida que la cultura avanza y produce un
conocimiento más preciso del universo, de la vida y del hombre,
intentan reinterpretar de forma más rica el contenido de la revelación
(el kerigma cristiano). De esta manera, si el patrimonium fidei se
expresa en los grandes dogmas de la fe cristiana presentes en el credo
y en el kerigma, podría hablarse también de una dinámica "historia de
los dogmas" y de un "progreso dogmático"; o sea, de una historia viva
de la reinterpretación teológica del contenido básico de la revelación,
transmitido en el kerigma, que progresa y se perfecciona en el curso
del tiempo.
5. Conclusión
En el capítulo primero, tras estudiar fenomenológicamente la
experiencia religiosa, el hecho religioso -o sea, religiosidad y
religiones- planteábamos preguntas sobre su crisis en la cultura
moderna. ¿Cuáles son las causas de la crisis de la religión? ¿De qué
factores y causas depende hoy la crisis de la "religión" en el
cristianismo? El hecho es que el anuncio del kerigma cristiano, en el
marco cultural de interpretaciones teológicas del pasado, fue
masivamente aceptado y durante siglos se vivió en una sociedad
identificada globalmente con la fe cristiana. En la actualidad el
cristianismo atraviesa una crisis profunda. ¿Qué causas la han
producido? ¿Por qué el, antes firmemente asentado, "hecho religioso
cristiano" ha entrado en crisis a medida que se extendía la cultura de
la modernidad? La conciencia de la importancia y de la fuerza
existencial del "hecho religioso cristiano" y, al ,mismo tiempo, la
constatación de la crisis de la religiosidad en la modernidad, es el
punto de partida de nuestras reflexiones. ¿Por qué el hombre
tradicionalmente cristiano ha perdido su "sentido" en las culturas
modernas? La conciencia de la crisis crea la perplejidad que impulsa la
reflexión crítica que en último término conduce, como argumentaremos en
este ensayo, a la necesidad del nuevo concilio. Lo que ha entrado en
crisis es la aceptación del kerigma cristiano expuesto en este capítulo
y, por ello mismo, de la percepción de su significación y de su
sentido, de su congruencia con la realidad, según las hermenéuticas con
que ha seguido siendo proclamado en el mundo moderno (en continuidad
con las hermenéuticas antiguas).
La crisis podría depender en su raíz de factores ajenos a la
explicación cristiana; quizá la sociedad moderna haya evolucionado
hacia nuevos contenidos culturales y hayan surgido nuevos obstáculos
para mantener la religión cristiana en la nueva sociedad. Pudiera ser
que el kerigma cristiano como tal (es decir, el contenido del
patrimonium fidei) no fuera ya coordinable de ninguna manera (o
"entendible") para esta sociedad moderna. Podría haber surgido un
abismo insalvable. Así es como algunos piensan, en efecto, desde los
enfoques ateístas y agnósticos. Pero también pudiera ser que en parte
fallara la teología; o sea, la correcta explicación y adaptación del
cristianismo a la cultura moderna, de manera que la forma explicativa,
hermenéutica, del kerigma cristiano (no el kerigma como tal) fuera
anacrónica e inadaptada. Podría incluso depender de una convergencia de
todos estos factores, e incluso quizá de otros más sutiles: externos
(dependientes de la cultura) e internos (dependientes de la forma de
"mediación" cristiana en nuestra cultura).
Como decíamos (capítulo I), la dinámica reflexiva y la inquietud con
que el cristianismo se ve impulsado a revisar su sentido y su posición
en la historia es consecuencia de su vivencia de la fe. La persuasión
de la fe cristiana hace que se sienta el malestar de "no saber cómo
hacer inteligible el sentido del cristianismo -del kerigma cristiano-
en la modernidad". Se siente por ello una sensación de impotencia en el
cumplimiento de la responsabilidad urgente de hacer que la vida humana
sea iluminada por la fe cristiana. No para que el hombre libre se vea
forzado a ser cristiano por necesidad impositiva, sino para que la
iluminación del sentido de la fe cristiana sea suficiente para atraer e
impulsar la voluntad libre hacia el enriquecimiento existencial unido a
la fe que supone la adhesión a Jesús.
En este capítulo hemos expuesto qué es el cristianismo como religión y
en ello mismo hemos constatado que el autoexamen cristiano tiene tres
contenidos esenciales que determinan la forma en que debe someter a
crítica su forma de proclamar el kerigma cristiano en la historia
moderna.
La fidelidad de la iglesia al kerigma. La
iglesia cristiana es consciente de que la fe no inventa nada sino que
consiste en la adhesión existencial a la persona y a la doctrina de
Jesús. Es consciente de que la Providencia divina ha "inspirado" las
Escrituras y ha "asistido" a la misma iglesia para hacer presente las
palabras y los hechos de Jesús. Por ello, el kerigma que predica es
resultante de Escritura y de Tradición. Siempre desde la persuasión de
ser depositaria de una doctrina que no es suya, sino de Jesús. De ahí
el cuidado extremo que siempre ha mostrado la iglesia en la fidelidad a
ese mensaje objetivo que posee desde la Escritura y desde la Tradición.
El kerigma es lo que es y debe ser proclamado en su integridad: no
tiene sentido para la teología cristiana pensar que alguna de sus
partes o contenido pueda ser puesto en duda por la crítica racional.
Por ello, el autoexamen del cristianismo en la modernidad excluye de
principio que lleve a ignorar o revisar alguno de los contenidos
esenciales del kerigma. Por esto lo hemos expuesto, en una síntesis
fundamental, porque es el condicionante de que partimos para
preguntarnos, a lo largo de este ensayo, si ese kerigma tiene sentido y
es inteligible en el mundo moderno.
La postulación kerigmática de la inteligibilidad.
Pero, al mismo tiempo, es el kerigma, según su contenido, el que
postula que el Dios de Jesús nos habla en verdad de la realidad del
universo, de la vida y del hombre. Los hechos y las palabras de Jesús,
por tanto, debieran ser inteligibles desde el mundo moderno porque
deben ser congruentes con la verdadera realidad que la modernidad está
viviendo, si es que esta ha llegado a un conocimiento más profundo y
honesto del mundo creado. La fe cristiana, depositaria de la doctrina
de Jesús, siente en consecuencia una enorme extrañeza al constatar la
apostasía arrogante con que la modernidad, en estos últimos siglos, se
ha colocado al margen de una fe que formaba parte ancestral de su
cultura de siglos. La responsabilidad por ser fiel al kerigma tiene,
pues, la misma fuerza que la persuasión de que ese kerigma debería
iluminar la existencia del hombre en la modernidad. De ahí la sorpresa
y la perplejidad ante la apostasía de la sociedad contemporánea.
La confianza en la "asistencia" abierta del
Espíritu.
Como hemos visto, el kerigma cristiano es, en último término, la fe de
la iglesia comprometida en la proclamación de los hechos y las palabras
de Jesús. Adherirse a esta fe es verla como un proceso abierto y
dinámico en la historia. La Escritura se vio envuelta en la cultura
hebrea (e incluso mesopotámica en muchas cosas) y la transmisión de la
doctrina de Jesús no fue en todo perfectamente delimitada y precisa
(por ejemplo, en algo tan esencial como la doctrina trinitaria y la
misma cristología). De ahí que el principio teológico de "asistencia"
de Dios a la iglesia, entendido como fuente de la revelación,
establezca la idea de una iglesia en proceso abierto de profundización
e interpretación en la historia. Creer que la "asistencia" solo estuvo
presente, por ejemplo, en los primeros concilios, sin creer que la
iglesia actual goza de la misma "asistencia" que la de Éfeso, por
ejemplo, es una evidente imprecisión teológica. Este principio de
"apertura hermenéutica" debe verse, ya desde ahora, como un criterio
esencial para entender las propuestas que trataremos de argumentar en
este ensayo.
Por consiguiente, conocemos ya qué es en su origen el hecho religioso
cristiano que nace como el kerigma anunciado por Jesús y proclamado por
la iglesia en la historia. Hemos formulado la esencia del kerigma
cristiano cuya viabilidad en la cultura moderna nos vemos impulsados a
cuestionar por la crisis de la religión y de la religiosidad en
nuestros días. El cristianismo no quiere ser otra cosa que el anuncio -
la Buena Nueva- de este kerigma. Las "teologías", las interpretaciones
del kerigma son solo un medio, útil o no, según los tiempos, al
servicio de la inteligibilidad del kerigma. Pero un dictamen
intelectual sobre lo que está pasando en la crisis actual del "hecho
religioso cristiano" debe hacerse después de conocer con precisión los
elementos que configuran nuestra situación histórica: es decir, la
forma de hermenéutica o explicación de ese kerigma al que la iglesia
debe ser fiel. 1) Cómo está siendo explicada hoy la religión cristiana
(el kerigma) a) a la sociedad. Es decir, cómo se está mostrando la
congruencia del Dios de la Revelación con el Dios de la Creación
descrito por la razón natural. 2) Qué características culturales e
ideológicas, qué visión del mundo natural, presenta esa sociedad en que
la religión ha entrado en crisis. 3) Qué evaluación teológica cabe
hacer sobre la pertinencia de las explicaciones al uso en el mundo
cristiano, habida cuenta de las características de la sociedad moderna,
tanto en la dimensión filosófico-teológica como en la socio-política (a
ellas nos referiremos con precisión en los capítulos que siguen). 4)
Qué vías podrían abrirse para explicaciones alternativas del sentido de
la fe cristiana que supusieran una profundización del kerigma en la
cultura de la modernidad.
En el capítulo siguiente, estudiaremos cómo -es decir, desde qué
filosofías y teologías- está siendo presentada hoy la religión
cristiana a la sociedad. Como veremos, la teología de la iglesia
oficial (salvando en su caso las teologías de teólogos concretos
especiales) todavía se halla intelectualmente en el paradigma
grecorromano que comenzó a formarse cuando el cristianismo primitivo se
extendió a lo largo del mundo mediterráneo, de cultura helenística
(griega) y romana (que había asimilado en profundidad la idea griega
del universo, de la vida, del hombre y de la religión). El cristianismo
era consciente de que entre el universo creado conocido por la razón
(en aquel tiempo razón grecorromana) y la realidad revelada que se
proclamaba en el kerigma, proveniente del Dios de la creación, no podía
haber contradicción. Entre la Voz del Dios de la Revelación (el kerigma
cristiano) y la Voz del Dios de la Creación (descrita por la razón
grecorromana) no podía haber contradicción. Debía tratarse de la única
Voz del mismo Dios que crea y se revela en Jesús. Por ello la iglesia
antigua se embarcó en un complejo proceso de hermenéutica que trató de
mostrar la congruencia entre la razón natural de aquel tiempo y el
kerigma cristiano. El kerigma cristiano se mantuvo en la historia de
los últimos veinte siglos, pero fue envolviéndose en el marco
conceptual grecorromano de la cultura ambiente en que comenzó a
expandirse por el Mediterráneo. Así nació el paradigma grecorromano,
objeto monográfico del capítulo siguiente.
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