Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
Conclusión. Responsabilidad histórica y
creatividad cristiana
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- El reto de un Nuevo Mundo
- El reto del cambio de paradigma en el
cristianismo
- El reto de la convergencia
interreligiosa
- El reto del concilio
- Quiénes podrían hacer posible el cambio
- El reto de la
responsabilidad histórica y de la creatividad cristiana
- Creencia e increencia ante el
enigma del universo
Somos conscientes de que el ensayo que
concluimos, en el conjunto de
las otras dos obras que lo preceden y que le dan sentido -Dédalo y
Hacia un Nuevo Mundo- pueda suscitar una sensación de vértigo.
Nosotros
mismos tenemos la misma sensación de embarazo al contemplar no solo la
variedad de temas que han sido objeto de reflexión, sino también la
ambición y la relevancia de sus propuestas. A lo largo de esta trilogía
hemos pensado sobre la historia de las naciones y sobre la historia de
las tradiciones religiosas, especialmente sobre el cristianismo y el
estado filosófico-teológico de la iglesia católica. Pero el fondo de
nuestras reflexiones ha apuntado hacia el futuro: el futuro de la gran
aventura humana por alcanzar el "dominio en comunión" sobre la
naturaleza, haciendo frente al sufrimiento, al inevitable drama de la
existencia humana, y el futuro del cristianismo y de las religiones en
la historia por venir. En ambos casos hemos osado prever qué podría
suceder y hemos trazado un proyecto para que pudiera hacerse realidad
el futuro. Hemos concebido propuestas tan ambiciosas y tan relevantes
que se transforman, ciertamente, en una inevitable sensación de
vértigo: la entrada de la historia civil en una nueva época que se
caracterizaría por el protagonismo emergente de la sociedad civil y la
entrada de la historia religiosa en un tiempo nuevo en que debería
producirse el ansiado cambio de paradigma filosófico-teológico y
socio-político en el cristianismo. Por ello, la convergencia histórica
de estos dos cambios sustanciales transformaría sin duda nuestro mundo.
¿No es esto demasiado ambicioso?
El vértigo ante la dimensión abierta por estas propuestas se explica
por la inevitable sensación embarazosa de que solo por estar apuntando
tan alto, solo por ello, habrá quien piense que se trata de uno más de
tantos desvaríos visionarios y proféticos que son objeto de sospecha
inmediata; o quien se sienta molestó y agresivo contra quien se atreve
a "mirar tan alto". Quiero repetir aquí lo que ya afirmé en Hacia un
Nuevo Mundo, a saber, que no nos sentimos profetas. En la trilogía no
se anuncia nada que deba suceder y de cuyo anuncio nos sentimos
responsables. Nada de esto. Más bien somos escépticos y albergamos
dudas en tomo al efecto que tengan nuestras propuestas, si es que en
realidad van a tener un efecto. Lo que sí debemos sostener es que
cuanto hemos defendido resulta de una consideración racional objetiva
de los factores que concurren actualmente en la historia civil y en la
historia religiosa. Tenemos la osadía de proponer algo de mucho alcance
porque nuestro ejercicio de la razón crítica nos lleva a poner de
manifiesto circunstancias concurrentes y un estado en la evolución de
las ideas que permiten conjeturar que bien pudiera suceder cuanto
proponemos. Además, a lo largo de la trilogía, hemos explicado
claramente las razones que tenemos para argumentar que tales conjeturas
son posibles. Ante obras como este ensayo (siempre ha pasado así) es
fácil que los que se sienten molestos ante ella pronuncien frases
descalificadoras, que son como piedras irresponsablemente lanzadas al
aire; pero no es tan fácil afrontar una descalificación seria fundada
en la argumentación, es decir, analizando con precisión qué dice la
obra (y para ello hay que entenderla) y mostrando por qué se trata de
algo "descalificable" (y en ello el descalificador se compromete al
mostrar las tesis desde las que descalifica). Es claro que solo estas
últimas críticas pueden calificarse como intelectualmente honestas y
responsables.
Es más, a mi juicio, estas conjeturas que defendemos (en la historia
civil y en la historia religiosa) proponen lo que debería pasar y que,
si no sucediera, debería contar como un déficit histórico importante.
Pero, si soy sincero, no debo negar que, a pesar de todo, quiere brotar
en mi interior un cierto optimismo histórico: cuando la lógica de la
historia presiona en una dirección (y hasta el momento estoy persuadido
de que esta lógica histórica existe) es difícil que sea frenada y acabe
en un colosal fiasco. Podrá pasarse por tránsitos tortuosos, con
revueltas y más revueltas, pero finalmente sucede lo que impulsaba la
lógica de la historia. Sin embargo, no me es fácil desprenderme del
pesimismo realista (que se impone con los años) y de la oscuridad sobre
la eficacia final de mis esfuerzos.
La fuerza interior que me ha llevado a componer esta trilogía,
venciendo el desánimo comprensible en muchos momentos, y el temor a ser
considerado un visionario, es la convicción intelectual de que cuanto
he concebido en ella es pertinente. Propuestas no solo pertinentes,
sino un plan congruente, construido con argumentos evaluables, que
haría posible un colosal cambio histórico. Para que suceda serían
necesarias dos cosas: que el proyecto de transformación estuviera
intelectualmente formulado con precisión y que la libertad personal de
los hombres se inclinara a comprometerse con el proyecto. No podemos
hacer aquí sino poner nuestro pequeño grano de arena para contribuir a
delimitar intelectualmente las líneas lógicas que convergen en la
coyuntura actual. Lo que los hombres quieran hacer con sus voluntades
libres no depende ya de nosotros, aunque podamos confiar en el supuesto
de que la lógica de la historia es imparable y, para quienes creemos,
confiar también en el supuesto de la Providencia de Dios que influye
sobre la historia por caminos inescrutables.
Por tanto, la convicción de que las ideas defendidas en la trilogía son
serias y responden además a una necesidad objetiva percibible me hacen
sentir la responsabilidad histórica de no callar. Al mismo
tiempo,
entiendo también que debo confiar, en principio, en la creatividad
cristiana: el cristianismo puede ser capaz de sentir esa misma
responsabilidad sentida por mí y de embarcarse en un excepcional
proceso de creatividad cristiana. En la base de la trilogía
alienta la
responsabilidad histórica que rompe las inhibiciones que frenan la
creatividad cristiana. Por ello mismo, la trilogía, como producto de
pensamiento objetivo, se constituye en un reto tanto para la
responsabilidad histórica como para la creatividad cristiana de los
creyentes (y también de los no creyentes). Es posible que la iglesia
sintiera esa responsabilidad y osara entrar con valentía en una de las
épocas más excepcionalmente creativas de su historia. Todo está
abierto.
Por consiguiente, la trilogía es un reto a la sociedad y al
cristianismo para embarcarse en un excepcional cambio histórico. Es un
reto que abarca diversas vertientes. Es un reto a la sociedad civil
para la creación de un Nuevo Mundo en que se asuma la responsabilidad
final en la lucha contra el sufrimiento. Es un reto al cristianismo
para que se enfrente a una tarea pendiente desde hace varios siglos, el
gran cambio de paradigma que le haga entrar en la modernidad. Es un
reto a la iglesia católica, a las otras confesiones cristianas y a las
grandes religiones, para que, dentro del marco conceptual más flexible
del paradigma de la modernidad, emprendan el posible (el único posible)
diseño de convergencia en el testimonio del "universal religioso" y del
"cristianismo universal". Es un reto, por último, a la iglesia católica
para que tenga la valentía de convocar un concilio en que, con
orquestación portentosa, se realizara y se escenificara ante el mundo
el alcance del excepcional cambio histórico que estaría teniendo lugar.
Se trata, pues, del reto de un Nuevo Mundo, del reto del cambio de
paradigma, del reto de la convergencia interreligiosa y del
reto del
concilio. ¿Responden estos retos a una coyuntura histórica
argumentable
con rigor objetivo? ¿Son en su esencia retos hoy asumibles, viables,
con responsabilidad intelectual y con prudencia ejecutiva?
El reto de un Nuevo Mundo
Al margen de las ideologías religiosas, el proceso histórico civil de
estos últimos siglos se entiende como la gran cabalgada final hacia la
realización del ideal ético-utópico de la modernidad: a saber, la
consecución de una sociedad en paz consigo misma por el "dominio en
comunión"; esto es, el dominio del mundo por medio de la perfecta
comunión interhumana. Es, en último término, el ideal de la. especie
que mueve hacia el dominio del mundo personalista y, al mismo
tiempo, comunitario, según la expresión del Hegel, ya citada
antes, que
describe el estado de comunión (el Espíritu) como "el yo que es el
nosotros y el nosotros que es el yo". En nuestra reflexión sobre la
filosofía política y de la historia hemos defendido que, a fines del
siglo XX y comienzos del XXI, estaría produciéndose un cambio
sustancial en la sensibilidad ético-utópica de la gente que sería el
germen de una transformación de la historia que nos haría entrar en una
nueva época, en un Nuevo Mundo, para combatir el sufrimiento y para
hacer realidad el ancestral ideal del "dominio en comunión". Se ha
tratado solo de una conjetura argumentada en filosofía política: la
constatación de los signos de que efectivamente está produciéndose ese
transcendental cambio en la sensibilidad ético-utópica y la "conjetura"
en relación a las consecuencias que podría suponer.
Estas argumentaciones en filosofía política han sido expuestas sobre
todo en Dédalo. La revolución americana del siglo XXI, en forma
literaria, y en el ensayo Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política
del
protagonismo histórico emergente de la sociedad civil. En Hacia
el
Nuevo Concilio hemos retomado el mismo discurso y lo hemos
encuadrado
en el conjunto del estudio más amplio del papel socio-político del
cristianismo y de las religiones como consecuencia del tránsito al
paradigma de la modernidad. Hemos descrito, con argumentos en la
filosofía política y de la historia, por tanto, un proceso que podría
darse y que supondría un enriquecimiento del ideal del
dominio-en-comunión. La propuesta intelectual es ya, de por sí, un
reto, el reto de un Nuevo Mundo. ¿Es un reto que responde a una
construcción intelectual argumentable? ¿Tiene sentido pensar que
"pudiera suceder" lo que se conjetura? ¿Es un reto hacia algo viable,
hacia algo que pudiera suceder en realidad?
1) No albergo dudas de que la historia que conduce hasta nosotros
depende del gran movimiento emergente de sensibilidad ético-utópica
que, frente al mundo medieval, nació en el renacimiento. La modernidad
hizo revivir el ideal clásico grecorromano de la dignitas, de
los
derechos humanos, de la soberanía popular y de los derechos de los
pueblos (tema este que se profundizó durante el romanticismo). La
modernidad nos llevó a la revolución inglesa, a la americana y a la
francesa, al mismo tiempo que se identificaba con los principios
liberales en economía. Pero en el siglo XIX surgió con fuerza una
crítica política feroz a la modernidad liberal por obra del comunitarismo.
La modernidad había hecho una sociedad a medida del
ciudadano burgués, pero había olvidado al pueblo, la comunión, la
comunidad fraternal. Por ello se quiso derribar la modernidad para
sustituirla por el historicismo, el anarquismo y, sobre todo, por el
socialismo marxista. De hecho, tal como hemos argumentado, hasta fines
del siglo XX, el escenario socio-político ha consistido en la disputa
entre la modernidad liberal y un proyecto de acción en común
nuevo de
corte socialista-marxista. La sociedad estuvo escindida en dos
sensibilidades ético-utópicas y dos concepciones del proyecto de acción
en común, la modernidad y el comunitarismo. Esta tesis de filosofía
política es ordinaria y, por ello, perfectamente defendible. No tiene
en realidad alternativas.
2) Sin embargo, la originalidad de la tesis que defendemos es el
supuesto de que, a fines del siglo XX, tanto la sensibilidad
ético-utópica de la modernidad como la del comunitarismo
socialista-marxista han entrado en crisis y de que por ello está
emergiendo en la sociedad, en la gente, imperceptiblemente, una nueva
sensibilidad que respondería a una síntesis tanto de elementos de la
modernidad como del comunitarismo socialista-marxista (incluso con
algunos rasgos de no poca importancia del historicismo y del
anarquismo). Esta nueva sensibilidad estaría en emergencia y, por
tanto, que en realidad exista es un supuesto, fundado en argumentos de
filosofía política. Por canco, es una "conjetura filosófico-política".
Conjetura que puede confirmarse, sin embargo, por diversos síntomas
premonitorios. Es posible, pues, describir qué rasgos configurarían
este nuevo ideal ético-utópico y, en consecuencia, atisbar el tipo de
proyecto de acción en común que haría posible realizarlo. Es lo que
hemos hecho al presentar el proyecto universal de desarrollo
solidario,
síntesis de modernidad y de comunitarismo, entendido como el primer
ensayo mundial de "liberalismo perfecto", tal como en su momento
explicamos. Son conjeturas perfectamente congruentes que se argumentan
dentro de la discusión abierta en la filosofía política y de la
historia moderna. No argumentamos diciendo "esto pasa" apodícticamente
y con necesidad "sucederán tales o cuales cosas". Solo decimos, con
modestia epistemológica, que la coyuntura hace posible argumentar
ciertas conjeturas que, por su propia naturaleza, deben ser
consideradas profundas y congruentes como tales.
3) En nuestra filosofía política hemos reflexionado también, dentro de
los supuestos anteriores, sobre la estrategia de acción política
que
pudiera llevar a hacer realidad el proyecto universal de desarrollo
solidario como proyecto de acción en común del nuevo ideal
ético-utópico conjeturalmente emergente. Es aquí donde toma forma
nuestro discurso más importante: la argumentación de que la vía de los
movimientos de acción civil serían la forma más inmediata y pragmática
de llegar pronto al proyecto universal de desarrollo solidario, de tal
manera que la nueva época histórica introduciría el nuevo protagonismo
de la sociedad civil, desconocido hasta ahora en la dimensión que
proponemos. En el movimiento de acción social Nuevo Mundo se
cumplirían, según nuestro juicio, los requisitos para que una
organización de esta naturaleza pudiera alcanzar con eficacia, urgencia
y pragmatismo sus objetivos. Nuestra propuesta es, pues, que este
movimiento se organizara. Es una propuesta intelectual viable que deja
a la responsabilidad libre de los ciudadanos su realización. Es, por
ello, el reto de la creación de Nuevo Mundo.
¿Es, por tanto, este reto viable? ¿Es posible la creación de Nuevo
Mundo y que los grandes problemas pendientes en la lucha contra el
sufrimiento entraran en una nueva vía de resolución por obra de la
presión organizada de la sociedad civil en una acción internacional
concertada sobre los poderes públicos y sobre los partidos políticos?
Evidentemente, es muy fácil responder de inmediato "no es posible", "es
puro idealismo", "sería imposible organizar un movimiento de este
tipo", y otras cosas semejantes espetadas con displicencia. Sin
embargo, estas expresiones no son un argumento respetable para negar
que nuestras conjeturas y nuestras propuestas sean en absoluto viables.
El mundo desarrollado que tiene en sus manos el futuro de la historia,
¿no es democrático? ¿No depende el poder en las sociedades democráticas
del voto de los ciudadanos? ¿Acaso no es posible que en la sociedad
civil se funden organizaciones de opinión y de acción política, al
margen de los partidos políticos, tal como ha sido concebido en el
proyecto civil Nuevo Mundo? ¿Acaso estas organizaciones, bien diseña
das y dirigidas, no podrían imponer el rumbo de la gobernación de las
naciones hacia el proyecto universal de desarrollo solidario
por medio
de la selección de su voto? Por tanto, ¿qué dificultad teórica puede
oponerse a la consideración de que la historia está en las manos de la
sociedad civil, si esta es capaz de hacer conscientes sus propios
ideales ético-utópicos y de organizarse para hacerlos realidad? Si la
sociedad civil se organizara, en sus manos estaría entonces el futuro
de la historia humana por cuanto supondría el control real de la
política: este principio es inobjetable.
Sin embargo, el hecho de que nuestras conjeturas y propuestas estén
bien construidas y perfilen un futuro que "es posible pensar que
pudiera suceder", no significa que la evolución de la sociedad coincida
con la "posible prognosis" que proponemos, por si hubiera quien
quisiera tomarla como modelo intelectual para transformar la realidad.
Como hemos dicho, que el Nuevo Mundo se haga realidad dependerá de la
libertad humana. De la capacidad de decisión para asumir el riesgo y
los compromisos con la sociedad. Los líderes civiles que en su momento
asumieran el proyecto de acción civil Nuevo Mundo tendrían las
motivaciones más elevadas porque el éxito apuntado en sus proyectos
sería un cambio excepcional en la historia humana, de dimensiones
incalculables.
En todo caso, quiero dejar sentado un principio esencial: en la
existencia de todo hombre se configura una exigencia moral siempre
presente -siempre que la conciencia moral no se haya pervertido-, a
saber, la exigencia del dominio en comunión, comprometiéndose en la
eliminación del sufrimiento haciendo que siempre prevalezca la vida.
Por ello, cuando nos preguntamos, ¿qué hacer? y no respondemos
comprometiéndonos con "lo que podría hacerse", entonces no hay una
respuesta adecuada de nuestra conciencia moral. Si hoy aparece la
acción de la sociedad civil como la estrategia que, con urgencia y
pragmatismo, podría llevarnos mejor a combatir el sufrimiento y no nos
comprometemos con ella, no estamos respondiendo a nuestra conciencia
moral. Ciertamente, las conjeturas y propuestas hacia el Nuevo Mundo,
presentadas en la trilogía, son un reto, si es que se llega a tener
noticia de ellas, para la conciencia moral del ciudadano de nuestro
tiempo.
El reto del
cambio de paradigma en el cristianismo
Hemos defendido también en la trilogía que la coyuntura de ideas que
hoy confluye en el mundo cristiano aboca a la necesidad de emprender un
cambio de paradigma en la hermenéutica del cristianismo. Este cambio
fue ya explicado en Dédalo y en Hacia un Nuevo Mundo,
al menos en sus
perfiles esenciales, ya que no podía olvidarse en orden de la
congruencia tanto de la trama literaria o de la ensayística,
respectivamente. Sin embargo, la argumentación desarrollada sobre el
cambio de paradigma se halla en este Hacia el Nuevo Concilio,
donde
constituye el principal hilo argumental del ensayo.
Proponer el cambio de paradigma en el cristianismo es, ciertamente, un
reto colosal. Casi un atrevimiento inconcebible para quien quiera pasar
por sensato y prudente, al menos en algunos círculos cristianos. Sin
embargo, estamos en la firme convicción de que el cambio de paradigma
no solo es posible, sino que es inevitable y que está probablemente más
próximo de lo que pueda pensarse. No podemos concluir sin preguntamos,
una vez más: la propuesta de un cambio de paradigma, responde a
argumentos serios, bien construidos, concordantes con la filosofía y la
teología cristiana? ¿Es un cambio de paradigma teológico en absoluto
viable? Los argumentos que avalan nuestra propuesta se extienden a lo
largo de la trilogía, y especialmente en este ensayo. Pienso que a
pocos se les antojará considerar que nuestras argumentaciones no son
serias y no merecen respeto. Creo que sería difícil justificar que es
así.
Evidentemente, puede haber quien piense (todo es posible) que la
iglesia no estuvo nunca en el paradigma grecorromano; o quien piense
que efectivamente estuvo y que debe seguir estando; o quien piense que,
aunque estuvo, hoy ya no está "tanto", que ha cambiado en muchas cosas
y que es mejor continuar dando pasitos y dejar las cosas como están,
olvidando siempre que sea posible que se estuvo en un marco de ideas
hoy tan engorroso. Es posible también que alguien piense que, en
efecto, debemos cambiar de paradigma pero que el paradigma sustitutorio
no es precisamente el paradigma que hemos propuesto. Permítaseme
recapitular algunas observaciones finales que ya han sido mencionadas
al hilo de nuestros argumentos.
1) La verdad es que no creo serio dudar que la iglesia haya estado y,
siga estando en alguna manera, en el paradigma grecorromano, tanto en
la dimensión filosófico-teológica como en la socio-política. Hasta hace
muy poco tiempo de forma evidente, manifiesta continuamente. Baste
pensar en el integrismo propio del siglo XIX (verbi gratia, Pío IX),
extendido también en parte del siglo XX, o en los movimientos actuales
integristas (como los lefebvrianos) que están molestos porque advierten
que la iglesia ya no está claramente en "lo de antes" (es decir, en el
paradigma grecorromano en su máxima explicitud). Una investigación que
ofreciera todo tipo de detalles históricos confirmaría que, en efecto,
la iglesia ha estado en el paradigma grecorromano y que este respondió
al perfil filosófico-teológico y socio-político que hemos presentado
(capítulo III).
2) Tras la inmensa inercia histórica del paradigma grecorromano que,
como sistema hermenéutico, influyó tan decisivamente en el pensamiento
y en las posiciones socio-políticas de la iglesia católica (y del
cristianismo en general), no hay en la actualidad signos evidentes,
precisos y definidos del papel que este paradigma sigue teniendo en la
iglesia católica. No digo solo que no haya habido un paradigma
sustitutorio, sino que reina una total confusión sobre la hermenéutica
oficial. Es verdad que, sobre todo después de Pío XII, han sido
introducidas numerosas adaptaciones ad hoc y se ha sostenido en
lo
posible la estrategia del "incompromiso hermenéutico". La iglesia se ha
pasado, en parte, a un estilo puramente kerigmático, tal como se ha
explicado. Pero, en muchas ocasiones, como antes decíamos, el paradigma
aparece de nuevo. Conclusión: el problema es de indefinición. No
sabemos hasta dónde estamos en lo de antes, ya que las adaptaciones ad
hoc no llevan adjunta la mención explícita de un sistema
hermenéutico
nuevo que les dé sentido, ni cómo se armonizan lógicamente con el
paradigma anterior. El presupuesto que cabe admitir es que el paradigma
antiguo sigue vigente, a pesar de las "adaptaciones ad hoc" y
del
"incompromiso hermenéutico". Pero siempre late la misma pregunta,
¿hasta dónde? Por otra parte, además, es claro que no se ha propuesto
ninguna alternativa paradigmática sustitutoria.
3) La opinión que hemos defendido considera que la iglesia debiera
entrar explícitamente en un nuevo paradigma, tal como hemos expuesto.
La razón se puede formular con claridad: porque hablar sobre Dios exige
una hermenéutica en concordancia con nuestra cultura para que se
entienda la armonía entre la Voz del Dios de la Revelación (el kerigma)
con la Voz del Dios de la Creación. Si la iglesia como tal no respalda
ninguna hermenéutica, los cristianos no saben a qué atenerse: o
recurren a apoyarse en tales o cuales teólogos bajo su cuenta y riesgo,
o deben renunciar a una hermenéutica y reducirse al puro enunciado del
kerigma, afrontando la inevitable debilidad al confrontar la fe
cristiana con la modernidad. Por esto hemos defendido que la iglesia
debería avalar que hoy la modernidad permite una nueva hermenéutica del
cristianismo, a la que puede atribuirse una calidad explicativa
aceptable más concorde con la cultura actual. El concilio que hemos
simulado acompañaría al mundo cristiano para hacer ver que esta nueva
hermenéutica es posible: pero no por ello la elevaría a condición de
verdad, ni la impondría necesariamente. Por ello hemos dicho que se
trataría de un concilio preferentemente hermenéutico y no dogmático. Al
igual que en el pasado la iglesia usó la hermenéutica antigua y el
cristiano sabía con exactitud dónde se estaba y a qué debía atenerse,
así también en nuestro tiempo la iglesia debería avalar con su
liderazgo la nueva hermenéutica. Este aval hermenéutico clarificaría
las cosas, uniría a la iglesia y daría nueva fuerza a la proclamación
del kerigma mostrando su congruencia con la cultura.
4) Esta entrada oficial en el paradigma de la modernidad, además, de
forma explícita y sin tapujos, sin enmascaramientos, sería esencial
para hallar en congruencia la nueva posición en el mundo moderno. Este
reencuentro de la iglesia con la modernidad no podría manifestarse sino
es con el reconocimiento explícito de que se ha transitado a un nuevo
paradigma. La iglesia debería, por tanto, aceptar que el paradigma
antiguo era solo un paradigma y que pudo estar afectada por sus
imprecisiones durante siglos. Pero esto no iría en contra de la
persuasión que la iglesia debe tener de estar en la Verdad: pero solo
la verdad de las palabras y los hechos de Jesús que el kerigma de la
primera comunidad plasmó en la Escritura y anunció como patrimonio
esencial de la fe, como el patrimonium fidei. La iglesia pudo
estar en
el error en los aspectos categoriales del paradigma hermenéutico
antiguo, pero estuvo siempre en la Verdad transcendental del kerigma.
Por ello, la iglesia no debe temer que, después de tantos siglos, sea
necesario asumir un cambio de paradigma. Lo extraño es que no se haya
asumido hasta ahora.
La conveniencia de que la iglesia procediera a un cambio de paradigma,
es decir, al reconocimiento de que es hoy posible una nueva
hermenéutica del kerigma en mayor concordancia con la modernidad es, al
menos, defendible en perfecta armonía con la teología cristiana. Sin
embargo, les posible un nuevo paradigma? Quizá la iglesia no lo haya
introducido hasta ahora simplemente por no poder disponer de ninguno.
En este ensayo, sin embargo, hemos mostrado que al menos existe una
alternativa: la que nosotros hemos presentado. Podría, no obstante,
objetarse también que quizá el paradigma propuesto aquí no sea el
conveniente o más apropiado. Es claro que no pretendemos absolutizarlo.
Pero creemos que, en las actuales circunstancias concurrentes, es muy
difícil que el paradigma que debería integrar al cristianismo en el
mundo moderno difiriera mucho del que aquí hemos propuesto como el
"paradigma de la modernidad".
1) El nuevo paradigma debería entenderse como la profundización que el
kerigma cristiano adquiriría desde la imagen del mundo en la
modernidad, es decir, en la Era de la Ciencia. Depende, por tanto, de
los resultados científico-filosóficos que muestran cómo ha sido creado
realmente el mundo por Dios. El paradigma que hemos propuesto es la
derivación lógica de la imagen que hoy nos ofrecen las ciencias. La
cultura es más amplia, obviamente, pero el núcleo de la visión
científico-filosófica es determinante. De ahí la importancia que le
hemos concedido. La ciencia es lo que es y responde a la exposición que
hemos presentado en el capítulo IV. Por tanto, es difícil no coincidir
en los parámetros básicos que describen el mundo que la ciencia conoce
actualmente.
2) Estos parámetros son los que nos imponen una idea crítica y abierta
del conocimiento, la imagen del universo como enigma último con su
ambigüedad metafísica que deja al hombre abierto a la hipótesis de Dios
y a la hipótesis de la pura mundanidad, tal como hoy comprobamos por
puro análisis sociológico.. Es difícil hoy querer imponer una
metafísica única: tanto el ateísmo como el teísmo dogmático chocan con
la epistemología moderna y con los resultados científicos que nos abren
a un universo enigmático. El universo real no es teocéntrico sino
borroso y la ley natural no es como describió el paradigma antiguo sino
la que se deriva de la obra creadora de Dios que la ciencia describe.
Dios no ha creado un universo impositivo sino un escenario enigmático
para la libertad creativa. En esto no hemos hecho sino sacar las
consecuencias lógicas que lleva consigo la nueva imagen
científico-filosófica de la realidad.
3) Por otra parte, situados ya en los parámetros de la imagen moderna
de la realidad, se genera una dinámica hermenéutica del kerigma
cristiano que hace constatar la profunda armonía de la Voz del Dios de
la Revelación con la Voz del Dios de la Creación. La condición
metafísica del hombre moderno en el mundo responde a la inquietud ante
las dos preguntas por el Dios oculto y el Dios liberador. La nueva
imagen de lo real y de la condición humana permite así leer paso a paso
los impresionantes contenidos teológicos proclamados en el kerigma
cristiano, haciendo la hermenéutica de su profunda conexión con la
realidad. El paradigma de la modernidad es, en conjunto, esta lectura
global del kerigma desde la cultura moderna en todos sus aspectos. Pero
el elemento clave de esta nueva arquitectura hermenéutica es la teología
de la kénosis, tal como ha sido expuesta, y su concordancia
con la imagen del universo como una creación en que Dios acepta su
anonadamiento kenótico para la libertad y la dignidad de la historia
humana. Es, pues, inevitable, si nos dejamos conducir por la lógica
hermenéutica de la modernidad: el universo enigmático no nos impone a
Dios, sino que emplaza a nuestra libertad ante la ambigüedad metafísica
del universo, Dios o puro mundo sin Dios. Desde ahí es difícil no
advertir que el Misterio de Cristo se armoniza perfectamente con el
plan del Dios de la Creación que no es otro que la kénosis que hace
posible la libertad de la historia y que nos lleva a la hermenéutica
del cristianismo como la religión de la libertad.
Un aspecto importantísimo del cambio paradigmático es el que se refiere
a su dimensión socio-política, que permite pasar del teocratismo al
compromiso cristiano en el marco de la condición del ciudadano
cristiano. Lejos de quedar arrinconado socialmente, el cristianismo de
la modernidad ve cómo se le abre un horizonte mucho más rico de
posibilidades nuevas de compromiso a favor de la lucha final contra el
sufrimiento humano hacia el dominio-en-comunión. Su acción, tal como se
ha expuesto, queda situada en el marco de la sociedad civil. Es
precisamente ese cambio hacia la sociedad civil del ciudadano cristiano
el que la historia ha hecho coincidir con el proceso de cambio de
sensibilidad ético-utópica que lleva hoy al protagonismo emergente de
la sociedad civil. Aquí es donde el reto del Nuevo Mundo entra en
convergencia con el reto socio-político cristiano en el nuevo paradigma
de la modernidad. Por ello, la conciencia moral cristiana, en el marco
del compromiso civil, podría ocupar un nuevo protagonismo excepcional
en el proceso histórico paralelo de emergencia del protagonismo de la
sociedad civil hacia el Nuevo Mundo que haga realidad los ideales
ético-utópicos del hombre actual. El reto del Nuevo Mundo
entraría así
en convergencia con un cristianismo que hubiera respondido
positivamente al reto del cambio de paradigma.
El cambio de paradigma, tal como ha sido propuesto en este ensayo, en
la dimensión científico-filosófico-teológica y en la dimensión
socio-política, ¿es un reto viable, argumentado con profundidad desde
la historia? El análisis y la interpretación de la historia del
pensamiento, así como la prognosis del futuro en el discurso político y
en el discurso religioso, tal como hemos propuesto no son una verdad
absoluta, sino solo una propuesta para ser valorada libremente. Es
posible que alguien piense que el paradigma grecorromano es correcto y
no sea pertinente un cambio de paradigma. Quizá es posible que alguien
haya hecho otra propuesta alternativa a la forma de entender el cambio
paradigmático (en realidad desconocemos por completo que una tal
propuesta haya aparecido hasta el momento). Quizá haya quien piense que
es mejor dejarlo todo como está para seguir con las habituales
adaptaciones ad hoc en el "incompromiso hermenéutico". Pero,
respetando
la libertad valorativa de todos, no creo que pueda ponerse seriamente
en duda que el cambio de paradigma es argumentable y que se ha mostrado
con rigor en nuestra propuesta.
El
reto de la convergencia interreligiosa
La trilogía propone también un camino para la convergencia
interreligiosa, tanto en relación a las confesiones cristianas como a
las grandes religiones. Se trata sin duda de propuestas ambiciosas, de
altos vuelos, que también podrían suscitar la sensación de
incredulidad, cuando no de vértigo al ver que se mueve el terreno
seguro del aislacionismo, de la defensa de la propia identidad bajo el
temor a quedar arrastrado por los molestos vecinos circundantes. El
horizonte de convergencia que hemos argumentado va más allá del diálogo
retórico (cuyo valor no pretende negar, ni la eficacia de los
resultados a que se haya llegado). Puede parecer quizá arriesgado para
unos y para otros, en diferentes sentidos. En consecuencia, se plantea
una cuestión inmediata: Les sensato y viable el reto de la convergencia
interreligiosa propuesto en la trilogía?
Debemos decir que el diseño del curso futuro de convergencia
interreligiosa no es gratuito, sino que surge de las posibilidades
conceptuales del paradigma de la modernidad. "Universal religioso",
"cristianismo universal" o la "iglesia universal", son principios que
permiten profundizar en la teología cristiana que siempre se había
defendido en la tradición. Es la mediación universal de Cristo cuya
presencia real en la existencia humana de todo tiempo y condición debe
ser afirmada teológicamente, si no queremos hacer del cristianismo algo
tan pequeño y local que no tendría sentido en el logos creador
universal de Dios en Cristo. A través de una política de convergencia
interreligiosa bien llevada por una iglesia que se siente ya segura de
sí misma por el paradigma moderno no se arriesgaría la entidad de la
iglesia sino que se reforzaría. Nunca el cristianismo y su mensaje
habrían llegado tan lejos y con tanta profundidad, hasta apelar al
mismo corazón del "universal religioso" (y también del específico) de
todas las religiones. La nueva perspectiva abierta debería hacernos
renunciar al sueño ilusorio que terminaría en querer "convertir" a las
otras religiones. La nueva lógica de la modernidad supone el
reconocimiento de la legitimidad religiosa, historicismo y teología, de
las otras religiones para iluminarlo desde el logos cristológico
universal para aprender a ver que Cristo, el universal religioso, está
ya dentro de su experiencia religiosa, de tal manera que el
cristianismo está en todas las religiones y estas en el cristianismo.
Esto no es sincretismo, y ha sido argumentado con suficiente solvencia
en el capítulo VI.
Cuestión aparte es la convergencia interconfesional cristiana, que
también recibiría nuevo impulso cuando el paradigma de la modernidad,
que afecta a las diversas iglesias cristianas, permitiera entender el
verdadero alcance del logos cristológico y en todas las iglesias se
hiciera posible una profundización en el sentido moderno de la fe. La
política ecuménica, vista desde la iglesia católica, se orienta a la
unión de las iglesias y, para ello, se gestiona hoy un lento diálogo
teológico. La idea sería que una vez lograda la unidad teológica se
haría posible la "unión". Unir significa convertir en "uno" a elementos
hasta ahora desunidos. Si se quiere entender bien lo que nosotros
proponemos, es importante advertir que no hablamos de ''unidad" sino de
"comunión cristiana" (Asamblea de la Comunión Cristiana). Es cuestión
de matices, pero importantes. La comunión es una forma de unidad, pero
que permite la legitimidad, el marco historicista y la teología
específica de cada una de las iglesias. Mientras se piense que solo hay
un camino para la unidad, a saber, la disolución de las iglesias para
constituir una nueva iglesia "unida" no se llegará nunca a ninguno de
los diseños posibles de unión realista y viable. No negamos que a largo
plazo la unidad cristiana no fuera un objetivo deseable y que el
diálogo teológico, como hoy se entiende, no pudiera ayudar. Pero la
"comunión cristiana", en los términos que antes fueron argumentados,
es, a nuestro juicio, el camino transitable que conduce a la
reconciliación intercristiana inmediata, realista y viable, que además
impulsaría la prosecución del diálogo teológico hoy abierto con mayor
profundidad.
Pensemos que el pacto que llevaría a la "comunión intercristiana"
debería aceptar por ambas partes todo aquello que es esencial para la
comunión. De ahí que las iglesias separadas debieran aceptar los
principios irrenunciables de la teología de la iglesia católica,
centrados en su reconocimiento como la iglesia de Cristo que mantiene
en continuidad la tradición apostólica desde Jesús de Nazaret. La
estructura de la iglesia católica, tal como hoy la conocemos y como se
justifica en su teología dogmática, quedaría inalterada. Reconocimiento
que se traduciría en la presidencia papal estable de la Asamblea de la
Comunión Cristiana (MC). La iglesia católica, por su parte, debería
asumir la legitimidad, historicismo, soberanía, autonomía
administrativa y especificidad teológica, de cada una de las grandes
iglesias separadas. El proyecto que hemos propuesto es perfectamente
asumible por la ortodoxia eclesial de todas las iglesias. La iglesia
católica no debería renunciar, o malinterpretar laxamente, ninguno de
los grandes principios dogmáticos de su teología de la iglesia. El que
esta comunión fuera posible no dependería entonces de los problemas
teológicos específicos de difícil solución, sino de las decisiones
políticas que la hicieran factible. En un tiempo de inseguridad por la
vigencia "difusa" del paradigma antiguo en la iglesia católica, las
iglesias podrían sentir el vértigo de afrontar con valentía la
"comunión cristiana" interconfesional. Pero la profundización en el
paradigma de la modernidad ofrecería la seguridad ideológica requerida
y, al mismo tiempo, la convicción de que esta comunión reforzaría el
debilitado papel de las iglesias en sus respectivos ámbitos de
influencia.
Las iglesias cristianas se escindieron en un tiempo en que el paradigma
antiguo oscurecía la idea de la iglesia en la sociedad (crisis de las
Iglesias Orientales) y su posición en el mundo moderno (crisis de las
iglesias de la Reforma). El paradigma de la modernidad ofrecería por
fin el esperado cambio de paradigma sociopolítico y
filosófico-teológico en el cristianismo que llevaría a la clarificación
de las causas de la escisión y al establecimiento del marco ideológico
que debería propiciar el reencuentro intercristiano. Desde una nueva
seguridad ideológica -al sentirse el cristianismo fuerte en la historia
y ante la modernidad- se haría posible la nueva actitud de convergencia
que ha sido argumentada en este ensayo.
Un aspecto importantísimo del reto de la convergencia interreligiosa
sería que, de producirse, en el supuesto de que en paralelo progresara
el cambio de paradigma teológico, se haría posible unidad de acción de
todos los creyentes en un momento histórico en que se debe hacer frente
al reto del Nuevo Mundo. El compromiso socio-político de los
creyentes,
cristianos y no cristianos, debería ser universal, constituyendo una
fuerza civil imparable que moviera el gobierno de las naciones hacia el
proyecto de desarrollo universal solidario que afrontara la lucha final
contra el sufrimiento humano evitable. Pensar que las religiones
pudieran entrar en un proceso de convergencia, en los términos
expuestos, y que ello las pusiera en condiciones de jugar un papel
decisivo en el emergente proceso de configuración de un Nuevo Mundo por
el compromiso de la sociedad civil, no es un "desvarío" o una boutade
intelectual. Es un supuesto que sería "viable" porque la lógica de la
historia confluye en hacerlo posible. Pero siempre bajo La condición
del ejercicio de La libertad que debería producir los líderes civiles y
religiosos comprometidos seriamente en hacerlo realidad. Las
posibilidades se harían realidad por La elección libre.
El reto del
concilio
El reto del concilio sería exigido por la misma dinámica del cambio en
la historia, en tanto en cuanto estuviera produciéndose. Una iglesia
consciente de la crisis de la religiosidad, de su propia inseguridad
ideológica en los tiempos modernos, consciente de que es "antigua" y
lleva siglos y siglos en lo mismo, sin plantearse el cambio de
paradigma, consciente de que la cultura moderna ha construido una
portentosa imagen de la realidad que no puede ser hoy ignorada,
consciente de que un nuevo paradigma de la modernidad comienza a
configurar la alternativa viable para hallar el puesto de lo religioso
en la sociedad actual, consciente de que se abren horizontes
excepcionales para afrontar con valentía la convergencia
interreligiosa, consciente de que la evolución de la filosofía de la
historia civil coloca a las religiones en la coyuntura de saldar su
débito con el sufrimiento humano asumiendo un protagonismo determinante
en el camino hacia el Nuevo Mundo, una iglesia consciente de todo esto
entendería que ya ha llegado el momento de convocar el nuevo concilio
donde se sancionara por fin el tránsito de la iglesia hacia la
modernidad y se perfilara el diseño de principios que deberían
dirigirlo.
¿Es viable y tiene una argumentación sólida apelar a la convocatoria de
un concilio? Evidentemente que sería una boutade, sí pidiéramos
un
concilio para mañana mismo. Hoy la iglesia no está en condiciones de
celebrar un concilio. Lo que con precisión queremos decir es que, si la
iglesia hubiera madurado al hacerse consciente de cuanto mencionábamos
en el párrafo anterior, entonces se habrían cumplido las condiciones
que, por su propia lógica, desembocarían en la convocatoria del
concilio. Por tanto, cuando apelamos al concilio estamos en realidad
apelando, más básicamente, al desencadenamiento del proceso hacia el
cambio paradigmático que hemos argumentado en la trilogía. En este
sentido, en tanto en cuanto la dinámica de cambio histórico que daría
sentido al concilio fuera expresión de la lógica de los tiempos,
también el nuevo concilio sería la culminación debida de esa misma
lógica.
Por tanto, el reto del nuevo concilio -que es el reto a comprometerse
en el proceso histórico que debe hacerlo posible como su culminación
lógica- es hoy tanto más fuerte por cuanto estamos ya en condiciones de
vislumbrar está lógica histórica que conduce hacia él. Nuestro ensayo
es una argumentación de altura que nos hace entender cómo la lógica de
la historia (capítulos I al VII) conduce a la convocatoria del concilio
(capítulo VIII). Que este sea realidad depende de que esta lógica
histórica sea valorada en un amplio proceso de consenso social y
eclesial. Nuestro ensayo ha expuesto con argumentos de altura en qué
consiste esta lógica de la historia y en qué sentido conduciría a
trazar el contenido de un futuro concilio que hemos simulado con el
detalle y la precisión que un ensayo como este permite. Contemplar la
dinámica incontenible de la historia y la simulación del nuevo concilio
que debería responder a ella es uno de los retos que han sido trazados
a lo largo de nuestros argumentos.
Quiénes podrían hacer
posible el cambio
Siendo consciente de que la apelación al concilio defendida en la
trilogía es solo la propuesta de un intelectual en solitario, se
presenta una pregunta de fondo, que personalmente me planteo, pero que
quizá también se hará quien lea estas páginas. ¿Cuándo, cómo y a través
de qué protagonistas podría hacerse posible el cambio histórico al que
apelamos? ¿Cómo podría hoy el cristianismo llegar a ser consciente de
los tiempos excepcionales que atraviesa y de sus exigencias hacia el
cambio paradigmático de la teología en la modernidad y hacia el
compromiso civil decisivo con un Nuevo Mundo en lucha contra el
sufrimiento humano? Estas preguntas no pueden responderse sin
encuadrarlas en la situación socio-eclesial que vivimos. Es decir, no
podemos señalar las circunstancias y los protagonistas de este cambio
religioso-cristiano, apelado en este ensayo, sin identificarlos en la
iglesia real que hoy en día existe.
¿Cuál es, pues, la situación socio-eclesial?
Una parte sustancial de la iglesia actual responde al perfil
conservador que se ha descrito en este ensayo. Es una iglesia que no ha
hecho una autocrítica de su pasado hermenéutico, en unos porque todavía
confían en él y en otros porque prefieren ignorarlo discretamente,
aplicarle las adaptaciones ad hoc necesarias y moverse solo en
el
"incompromiso hermenéutico" de la pura proclamación del kerigma. La
iglesia oficial responde a este perfil conservador, aunque tiene una
faceta moderada en el conservadurismo-kerigmático (a ello nos referimos
en el capítulo III). Dispone de todo el poder eclesiástico y del apoyo
incondicional de grupos selectos de creyentes que cifran en su
fidelidad a la iglesia la forma de ser cristianos. Otra parte de la
iglesia -importante, aunque no comparable a la anterior- responde al perfil
radical de una "iglesia de los pobres". Ha buscado una reforma
radical desde el enfoque social de una iglesia comprometida con los
pobres, según el lema de "vende al Vaticano y dáselo a los pobres" (un
lema simple pero que permite intuir de qué se trata), aplicar la
democracia a la iglesia, etc. La teología de la liberación ha
pretendido ofrecer el fundamento teórico-cristiano radical de esta
reforma de la iglesia. Quienes responden a esta sensibilidad radical no
tienen hoy la fuerza del perfil conservador, pero han creado
sus
ámbitos de influencia y de poder donde se sienten seguros, con el
séquito de grupos de incondicionales no desdeñables. Junto a estos dos
perfiles, conservador y radical, existe también un tercer perfil
centrista que vive sinceramente el cristianismo, pero que sospecha
del
conservadurismo y del radicalismo. Sin embargo, es una pura actitud
intelectual que en realidad no posee programas integradores de reforma
de la iglesia y no forma grupos consistentes (son talantes individuales
aislados y no organizados). Aunque no se ve, por su propia naturaleza,
quizá sea este perfil centrista el más numeroso.
No se nos oculta que las propuestas de reforma de la iglesia que no
sigan los principios del perfil conservador o del perfil radical,
tienen muy difícil el abrirse camino. No disponen de un "aplauso"
garantizado de antemano. Este es ciertamente nuestro caso. Levantará
sospechas para el perfil conservador y el perfil radical intuirá desde
el primer momento que se trata de un talante que no responde a su
radicalismo de grupo. Además, toda propuesta original, que se sale de
la servidumbre a lo "políticamente correcto" para uno u otro grupo
(para conservadores o radicales) suscita inmediatamente agresividad.
Siempre ha sido así y seguirá siendo. Con ello contamos. Por otra
parte, quienes se mueven en el perfil centrista están aislados y,
aunque quizá serían los más preparados para someter a examen las nuevas
propuestas, es muy difícil que sepan discernir qué es lo que realmente
tiene sentido. La valoración de lo nuevo, por otra parte, será también
tanto más difícil cuanta mayor sea la altura intelectual de las
propuestas sometidas a consideración pública. Este es nuestro caso, ya
que, aunque la trilogía tenga una obra literaria y dos ensayos, se
trata de ensayos de alto nivel, cuya comprensión supone reflexión y
estudio inevitable.
La dignitas de la responsabilidad
intelectual del cristiano
Por tanto, ¿cuándo, cómo y por qué protagonistas pueden abrirse camino
nuevas propuestas como la nuestra? La primera y esencial circunstancia
que nos abre a una cierta esperanza es la dignitas, humana y cristiana,
que mueve a la responsabilidad intelectual de cada individuo como tal.
La dignitas era la fuerza moral que impulsaba al ciudadano
romano a
participar en los asuntos. públicos de Roma como persona individual. La
dignitas christiana nos impulsa a sentir la
responsabilidad intelectual
de hacer funcionar nuestra razón individual para ponderar con precisión
las circunstancias de la historia para "responder" a la urgencia
cristiana de evangelizar: de proclamar ante la historia el kerigma de
tal manera que pueda iluminar realmente la conciencia del hombre de
cada tiempo, moviéndole a adherirse al mensaje plenificador de Jesús.
La dignitas christiana nos hace sentir que el Espíritu de Jesús
está en
nosotros y mueve al pueblo de Dios en el sentido del Vaticano II. Pero
nosotros somos personas y el Espíritu obra en nosotros como "personas
de naturaleza racional". Obrar "ciegamente", esto es desde una
fidelidad ciega a la iglesia del perfil conservador o del perfil
radical no es obrar de acuerdo con la dignitas christiana que
nos mueve
al ejercicio individual de la razón cristiana en el sentido más
puramente erasmiano del humanismo incipiente de la modernidad. La
trilogía ha nacido, en efecto, de este sentimiento cristiano, de esta dignitas
christiana profundamente sentida y de la responsabilidad
intelectual de dejar que el Espíritu obre en nosotros como forma más
auténticamente cristiana de integrarnos en el proceso histórico de
hacer presente el kerigma en la historia. La responsabilidad crítica en
la dinámica abierta de la historia es más cristiana que la ceguera.
¿Por qué no creer que otros cristianos pueden sentir también la
urgencia moral de ejercer su dignitas christiana?
Urgencia histórica de ejercer la dignitas
christiana
La llamada a ejercer la dignitas christiana es una urgencia
histórica
que se funda en la persuasión de que la proclamación del kerigma
atraviesa una crisis profunda, sintiéndose hundida en la oscuridad del
túnel que comenzó cuando se inició el transcendental cambio histórico
de la modernidad. La iglesia siente hoy el drama de ser consciente de
la falta de calidad en el cumplimiento de la misión encomendada por
Jesús: a saber, la proclamación inteligible del kerigma ante cada uno
de los momentos históricos. Esta falta de calidad dificultará a muchos
hombres acceder al enriquecimiento de sus vidas por la fe cristiana.
Quienes defienden el pe1fil conservador son conscientes de la crisis y
de la debilidad histórica de la iglesia cristiana y de las religiones.
Quienes siguen en la aventura de la reforma de la iglesia desde el perfil
radical tienen ya suficientes elementos para darse cuenta de que
su propuesta socio-política, fundada en una ideología marxista ya
agotada en la historia civil, es inviable. Igualmente es inviable su
reforma de la iglesia desde un radicalismo que nunca dispuso de una
verdadera propuesta filosófico-teológica de calidad nacida de un
diálogo profundo con la modernidad. Es un hecho inevitable que las
propuestas inviables, bien sean civiles (el marxismo) o religiosas (el
radicalismo cristiano), siempre acaban transformando una ilusoria
solución en un grave problema.
De ahí que la conciencia histórica tanto de la necesidad de un cambio
como de la insuficiencia de los programas hoy existentes, debe mover a
la dignitas christiana a afrontar el esfuerzo de ponderar con
responsabilidad intelectual las propuestas que contengan un proyecto de
cambio hacia una revitalización de la proclamación del kerigma en la
época moderna. Ponderar con responsabilidad intelectual no significa eo
ipso aceptación de los proyectos objeto de análisis. Pero no se llegará
a identificar racionalmente lo que merece ser objeto de un compromiso
personal responsable si no se afronta lo que Hegel llamó en su tiempo
el "esfuerzo del concepto". Por ello es hoy una urgencia histórica de
la dignitas christiana someter al "esfuerzo del concepto" todas
aquellas propuestas para actualizar la misión cristiana de hacer
presente el kerigma cristiano en la historia. Nuestra propuesta, como
cualquier otra que pudiera surgir, debería ser ponderada con urgencia,
ya que solo esto tiene sentido para el ejercicio intelectualmente
responsable de la dignitas christiana. Si esto debería decirse
de
cualquier propuesta, mucho más de la nuestra que constituye hoy, en el
conjunto de la trilogía, una propuesta única (la verdad es que no
conocemos nada similar) para una reforma de la iglesia que actualice la
proclamación del kerigma desde dentro de la cultura de la modernidad.
Por ello, aunque sea complejo afrontar el "esfuerzo del concepto" ante
cualquier propuesta que pudiera surgir, no hay hoy otro camino de
responder intelectualmente con la dignitas christiana que los
tiempos
exigen.
Protagonistas de la respuesta intelectual a la
dignitas christiana
A la dignitas christiana está llamado en su totalidad el pueblo
de
Dios. Es cada uno de los cristianos, pero también son los
intelectuales, los cristianos de las más diversas tradiciones, los
sacerdotes, la jerarquía eclesiástica, los obispos y el mismo papa, los
teólogos y pensadores cristianos, tanto quienes forman en la iglesia el
perfil conservador como el perfil radical porque por encima de todo
compromiso "ciego" está la urgencia moral a ejercer individualmente la dignitas
christiana que mueve al uso de la razón crítica. Si el pueblo
de Dios responde globalmente a esta urgencia moral se producirá la
emergencia de un proceso paralelo en los diferentes sectores de la
iglesia. Este proceso confluirá en hacer posible la maduración
intelectual previa que concluirá por su propia lógica en la
convocatoria del gran concilio de nuestro tiempo que hemos postulado.
En este proceso deberá madurar la base de la iglesia, principalmente
los intelectuales, pero no solo; sin embargo, en paralelo, deberá ir
evolucionando también la jerarquía de la iglesia. Todos están sometidos
a la misma responsabilidad de la urgencia histórica de proclamar con
calidad el kerigma cristiano en la historia. Si se responde a esta
urgencia moral con la debida dignitas christiana todos deberán
participar y deberá producirse una inevitable interacción entre los
niveles inferiores y superiores de la iglesia.
1) El concilio, culminación del proceso de cambio paradigmático, no
sería nunca posible sin un papa que quisiera convocarlo. Un papa movido
por la dignitas christiana que actuara con la convicción del
papel que
el nuevo concilio debiera jugar en la historia. El concilio moderno es
siempre la obra personal de un papa, y por ende del conjunto de
organismos vaticanos que cubren sus actuaciones. Lo hemos comentado en
el capítulo VIII. Ahora bien, un papa no se movería probablemente (digo
probablemente porque Juan XXIII actuó carismáticamente y por sorpresa)
sin percibir una opinión en la iglesia que apuntara hacia el cambio
paradigmático. En ella debería perfilarse un cierto consenso en torno a
la existencia de una alternativa paradigmática que pudiera ser
ponderada, que estuviera en movimiento hacia la convergencia
interreligiosa y hacia la configuración de los movimientos cristianos
de acción civil hacia el Nuevo Mundo. Esta confluencia de factores
previos movería a la convocatoria del nuevo concilio. Sería posible que
desde arriba un papa intelectual pudiera favorecer que en la iglesia se
produjera este movimiento de maduración hacia el cambio. Tenemos un
ejemplo reciente, repetimos, en el carismático papa Juan XXIII que
convocó por sorpresa el concilio Vaticano II y provocó la reflexión
urgente que debía servirle de fundamento. Pero, en condiciones
normales, la maduración del cuerpo eclesial en el sentido expuesto
debería estar en marcha previamente para que un papa tuviera la
valentía de convocar el concilio.
2) Si debiera producirse un proceso de maduración previo, esto nos
remite al cristiano individual que constituye el cuerpo social de la
iglesia y cuya actuación debería moverse también bajo la urgencia moral
de la misma dignitas christiana. Me refiero a cuantos
constituyen la
iglesia: a obispos, sacerdotes, religiosos, intelectuales cristianos
comprometidos y a los creyentes en general. Evidentemente la opinión
favorable al cambio se produciría, al menos en sus comienzos, en los
círculos de cristianos selectos en condiciones de ponderar
intelectualmente las cosas. Hay cristianos, y el autor de este ensayo
se cuenta entre ellos, conscientes de que los problemas actuales del
cristianismo exigen reflexionar creativamente para ir más allá (este ha
sido el papel tradicional de la teología en la iglesia). Están
dispuestos a plantearse preguntas y a discernir con el uso de la razón
crítica qué pudiera pasar en el futuro y qué cambios serían necesarios.
Sin embargo, muchos cristianos individuales e influyentes grupos de
católicos, solo responden al criterio (sin duda admirable) de confiar
en y apoyar a la iglesia, tal como es y se manifiesta dirigida por la
jerarquía. Sin duda escaldados por la experiencia acumulada (que
nosotros entendemos), estos individuos y grupos desconfían de toda
novedad, sometiendo a sospecha, indiscriminadamente, a todo aquel que
se atreve a decir algo nuevo (asumo que mi trilogía caerá también bajo
sospecha). Para este tipo de cristiano no se debe dar un paso en falso
y, por ello, hay que mirar cómo se mueve la cabeza. Pero, si el jefe de
pelotón no se mueve, entonces se impone el inmovilismo estable. Por
ello quiero insistir en que, a mi juicio, el cambio no será posible en
la iglesia si no se despierta la responsabilidad personal de pensar y
valorar las cosas por sí mismo, sintiendo la urgencia moral de
responder a la dignitas christiana. La sincera creatividad
cristiana
individual es una forma más cristiana de vivir a impulsos del Espíritu
y de contribuir a la misión de la iglesia que el pasivismo ciego.
Impulsar el cambio necesario en armonía con La iglesia, a impulsos de
la razón y del kerigma, es más cristiano que el inmovilismo ciego. La
trilogía, y en especial esta tercera entrega, no puede ser valorada sin
trabajo y sin esfuerzo. Pero vale la pena emprenderlo, con honestidad y
apertura, por la relevancia de los temas que se proponen y por su
posible repercusión sobre la historia civil y la reforma de la iglesia.
Para muchos, sin embargo, somos conscientes de ello, la trilogía será
un black box al que no se osará hincar el diente, ni siquiera para ver
cómo sabe: simplemente por ser creativa o por suponer un esfuerzo
crítico.
3) Si coincidiera la responsabilidad personal de afrontar con
objetividad el análisis de nuestra situación histórica, en individuos y
grupos cristianos, con un proceso en paralelo dado. en los altos
estamentos que dirigen la iglesia, entonces quizá se pudiera producir
una situación favorable para la transformación de las ideas y de las
actitudes. El movimiento de la base, en individuos y en grupos, podría
coincidir con las intuiciones paralelas de quienes gobiernan la iglesia
y se dinamizaría el proceso interactivo hacia la maduración en la
comunidad de los creyentes, tal como lo postulamos, que normalmente
debería preceder al concilio.
4) Este proceso de maduración en paralelo en los estamentos superiores
y en los intelectuales de base debería estar precedido por la
aportación de obras de pensamiento serias que ofrecieran el modelo de
lo que debiera ser el futuro. La trilogía es, por nuestra parte, una
aportación en este sentido: no conocemos que haya algo parecido hasta
el momento, donde con tanta claridad se analice el pasado y se perfile
una propuesta congruente sobre el futuro, incluyendo hasta la misma
simulación de lo que pudiera ser el concilio, concebido de acuerdo con
la lógica del desarrollo de este ensayo. Pero la expectativa sería que,
si el proceso de reflexión, en las alturas y en la base, comienza,
otras muchas obras intelectuales y sectores comprometidos de la iglesia
proseguirían el necesario proceso de maduración de ideas hacia el
cambio de paradigma y hacia la nueva posición del mundo
cristiano-religioso en la común tarea, de todos los hombres, hacia el
Nuevo Mundo de nuestros ideales ético-utópicos.
5) Una vez que, por el impulso de los estamentos superiores favorables
y de los intelectuales de base, el marco intelectual de la iglesia
fuera cambiando y nos acercáramos al paradigma de la modernidad, en lo
filosófico-teológico y en lo socio-político, las iniciativas que
surgirían en la iglesia serían de una calidad extraordinaria. En la
iglesia hay mucha gente de fe, con profunda experiencia religiosa, que
están dispuestos a comprometerse hasta el infinito. Hoy en día, a pesar
de las dificultades evidentes de conexión con el mundo contemporáneo,
por la crisis ponderada, son admirables los grupos y las asociaciones
cristianas que quieren hacer cosas y las hacen con profusión con un
compromiso evidente. Es, sin embargo, penoso constatar a veces tantas
energías y tanto entusiasmo dedicado a tareas de poco fuste y, cuando
no, incluso a empresas y diseños que están ya fuera de su tiempo
histórico, como a burbujas del pasado que todavía flotan residualmente
en un ambiente extraño. Pero la dinámica de la sociedad cristiana no
alcanzará su pleno rendimiento hasta que se le propongan buenos
proyectos que realizar y hasta que puedan abordarse por un liderazgo
nacido de la unidad de la iglesia. Los cristianos necesitan ejercer su
creatividad histórica sintiéndose apoyados por la iglesia. Es muy
difícil que ciertas empresas sean apoyadas "en contra" o "al margen" de
la iglesia. Esta es la razón de que siempre hayamos pensado que la
futura reforma de la iglesia o es liderada por la misma iglesia o no se
producirá nunca. Lo que pueda surgir desde la base (como es esta
trilogía, a la espera de otras propuestas mejores) debe llegar a ser
asumido por la iglesia en un cierto momento: primero por la
predisposición favorable de los altos estamentos y, finalmente, por la
convocatoria del concilio. Desde mi condición de creyente siempre he
pensado que el soplo del Espíritu debe de estar especial mente presente
en aquellos que tienen la enorme responsabilidad de contribuir con sus
decisiones a hacer presente el kerigma en la historia humana. La
iniciativa hermenéutica no puede depender solo de teólogos de base,
siempre bajo sospecha y con poca autoridad, sino que debe ser liderada
por la iglesia primero en la maduración intelectual previa y,
finalmente, en el concilio (básicamente hermenéutico) que protagonice
con solemnidad la entrada oficial de la iglesia católica en la
modernidad. Con buenas ideas (con el kerigma cristiano en la
modernidad), con sentimiento de unidad y con un liderazgo inequívoco de
la iglesia, las posibilidades de actualización teológica y de
compromiso social cristiano en el mundo moderno son infinitas. Mayores
que en el pasado. Se gestionaría una nueva hermenéutica para entender
el cristianismo, se promovería la acción civil cristiana hacia el Nuevo
Mundo, se dinamizaría tanto el diálogo intercristiano como el
interreligioso, se organizaría de forma nueva más eficaz la presencia
del cristianismo en nuestra sociedad para que todos tuvieran luz para
decidir desde una comprensión correcta del cristianismo su adhesión
enriquecedora al kerigma que proclama la doctrina de Jesús. En la
iglesia habría energías· para todo. Sobran los medios materiales y
humanos para emprender actuaciones de alta calidad. La iglesia cuenta
hoy con grupos entregados que, bien pertrechados intelectualmente,
serían base suficiente para emprender una ingente obra de nueva
presencia cristiana en la sociedad. Lo que falta, sin embargo, a
nuestro encender, son los diseños intelectuales del marco
filosófico-teológico que dé potencia a los proyectos de actuación
cristiana.
6) Queremos manifestar también con toda claridad nuestra convicción de
que el humus ideal, en mejores condiciones, para generar el
movimiento
de acción civil Nuevo Mundo (expuesto en el capítulo VII y en la
trilogía) podrían ser las asociaciones de laicos en la iglesia. No como
tales, pero sí inspirando y apoyando inicialmente a aquellos ciudadanos
cristianos que tuvieran la valentía de convertirse en los líderes
civiles que generaran un movimiento capaz de transformar el curso de la
historia, de forma eficaz, urgente y pragmática. La aparición de
líderes civiles independientes, aislados y en situación precaria, es
difícil, aunque posible: la historia es siempre sorprendente y
maravillosa. Pero sería muy verosímil que surgieran desde el humus de
las asociaciones cristianas para situarse en el ámbito de la
organización de movimientos puramente civiles que pronto aunarían otros
colectivos religiosos y sociales.
El
reto de la responsabilidad histórica y de la creatividad cristiana
Ha llegado el tiempo de concluir. Somos conscientes de que en la
trilogía hemos abierto un nuevo horizonte vertiginoso de cambio, tanto
en la sociedad civil como en la religiosa. No tenemos expectativas
ilusorias sobre el efecto que puedan tener nuestras propuestas. Pero
las hemos expuesto, afrontando tanto la oscuridad de fondo como el
desánimo comprensible, solo porque nos impulsa la persuasión
intelectual de que cuanto hemos expuesto responde a argumentos de los
que en cualquier momento podemos responder. Han sido argumentos que
hacen verosímil que pudieran suceder ciertos acontecimientos
excepcionales (la emergencia del protagonismo de la sociedad civil y el
esperado cambio paradigmático en la hermenéutica del cristianismo).
Pero argumentar lo que "pudiera suceder" no equivale a afirmar
proféticamente que vaya a suceder, ya que no depende de nosotros el
ejercicio abierto de la libertad humana en la historia. Estas
convicciones, intelectuales aunque no proféticas, que no son absolutas
pero son hasta el momento firmes, nos han dado fuerza para actuar sin
complejos al perfilar el horizonte de la creatividad cristiana (y
también civil) que son excepcionalmente posibles en nuestro tiempo.
Para nosotros ha sido una cuestión personal de responsabilidad moral y
cristiana el afrontar con decisión y constancia este esfuerzo, no
fácil, de lanzar voces en el desierto sin tener la certeza de que haya
alguien dispuesto a escucharlas. Como hemos dicho, se trata de
responder a la urgencia moral de obrar en conformidad con lo que exige
hoy, a nuestro entender, la dignitas christiana.
Si observamos dónde está hoy el concierto de las naciones y dónde está
la presencia cristiana -y religiosa- en el mundo moderno, ¿qué debemos
hacer? La verdad es que no me atrevería a responder diciendo que "más
de lo mismo". La sociedad está atascada y se oscurecen lo que en otros
tiempos fueron ideales de la modernidad y del comunitarismo, mientras
el sufrimiento humano universal está todavía sin soluciones aceptables.
El mundo religioso camina penosamente en la modernidad y una
desmoralización general lo invade todo. ¿Debemos seguir en las vías
estériles de siempre, en lo socio-político y en lo religioso? ¿Más de
lo mismo? Si alguno ha afrontado el esfuerzo de estudiar la trilogía y
ha llegado al final, ¿no cabe concluir que, al menos, es posible
proponer una alternativa que afronte la responsabilidad para con la
historia civil de las naciones y que haga entrar al cristianismo en la
nueva época de creatividad que supondría la adaptación paradigmática a
la modernidad? Si alguien está en situación de comparar el ''más de lo
mismo" con el horizonte abierto en la trilogía verá que no hay color.
Sería pasar de la desmoralización, de la conciencia de que todo puede
ir a peor por haber perdido el ritmo de la historia, a una nueva época
de prosperidad y de creatividad excepcional en el mundo civil y en el
mundo religioso.
El cristianismo podría entrar en un tiempo excepcional en que se
produjera el esperado tránsito al nuevo paradigma de la modernidad que
se sancionara en uno de los más importantes concilios de la historia,
favoreciéndose con ello la convergencia interconfesional cristiana y la
solidaridad interreligiosa en la experiencia del mismo Dios universal
de la creación. Por otra parte, las iglesias cristianas, en am1onía con
las grandes religiones, podrían jugar un papel nuevo de liderazgo
puramente civil en el movimiento ciudadano que hoy parece nacer en la
historia para sentar los fundamentos ele un Nuevo Mundo que hiciera
posible el dominio-en-comunión de la naturaleza. Estos tiempos
excepcionales harían entrar al cristianismo, y a las otras religiones,
en una época nueva de excepcional creatividad histórica.
Cerrarse a indagar las propuestas viables sobre el futuro de la
historia humana, negándose a dejarse llevar con valentía y con
creatividad por la lógica de los tiempos, no puede hacerse,
ciertamente, sin responsabilidad personal. Por ello, mi deseo sincero
sería que aceptáramos el reto de nuestra responsabilidad histórica,
civil y religiosa, que respondiéramos a la urgencia moral de ejercer
nuestra dignitas christiana y que afrontáramos el "esfuerzo del
concepto", así como la creatividad nueva que los tiempos demandan. Esta
respuesta cristiana a tiempos excepcionales debe ser la consecuencia de
una valoración intelectual. Pero dejarse llevar por la amplitud de los
cambios que la historia demanda, al ser considerada por la razón,
produce una sensación de vértigo, antes aludida, que, para los
creyentes, solo podrá ser superada por la confianza en el Espíritu de
Jesús, que es el Espíritu del Padre, del Hijo y del Espírito Paráclito,
que mueve la historia y que seguirá estando con la iglesia -la iglesia
universal, el cristianismo universal- hasta el final de los tiempos,
como creemos con firmeza los cristianos que nos hemos adherido al
kerigma proclamado por Jesús de Nazaret.
Creencia e
increencia ante el enigma del universo
No quisiera terminar sin referirme a los no creyentes. Creencia e
increencia deben convenir en que el universo nos deja abiertos a un
enigma metafísico. No cabe otra posición crítica e ilustrada ante la
verdad última de lo real. Pretender que conocemos con seguridad
racional qué es metafísicamente el universo no responde a la
epistemología moderna y nos sitúa en un dogmatismo ilusorio. En este
ensayo -esto debe advertirse con claridad- no se ha dicho en ningún
momento que el enigma final no pueda ser respondido por una "hipótesis"
atea, sin Dios. Que la negación de Dios sea posible no es para el
cristianismo una sorpresa que se resiste a aceptar, sino, al contrario,
una posibilidad congruente con la idea cristiana del universo que ha
sido creado por Dios para que la libertad de cerrarse a lo religioso
sea efectiva y real. Pero admitir la honestidad y legitimidad personal
de quien se sitúa en el ateísmo no significa que la razón natural,
considerando el enigma de ese mismo universo, no pueda construir
también la "hipótesis" racional de que Dios sea la mejor conjetura para
explicar la verdad metafísica última. Esto es lo que ocurre en nuestra
sociedad. Basta abrir los ojos y mirar. Hay quienes se sienten molestos
y fríos ante la idea de Dios, ante el sufrimiento y el dramatismo de la
historia, ante lo negativo de las religiones y del clericalismo
decadente, inclinándose a construir y aceptar una posible explicación
atea del universo. No entienden el mundo de las religiones y se sienten
"molestos" ante la idea de Dios. Pero también hay quienes, con la misma
ciencia y con la misma formación filosófica, se inclinan a considerar a
la Divinidad como la hipótesis más plausible para explicar el enigma
metafísico del universo. El teísmo, en efecto, conoce perfectamente los
resultados de la ciencia en todas sus vertientes, la tradición
filosófica, la filosofía actual y la historia de la cultura: y todo
ello no es óbice para que libremente inclinen su valoración racional
hacia la hipótesis teísta. Esta diversidad interpretativa es un hecho
innegable que muestra que, en efecto, el universo es un enigma. Ante
este enigma solo son posibles "conjeturas" racionales en las que,
aunque sea con el apoyo de diversos argumentos plausibles, solo cabe
"creer": el teísmo es así una creencia metafísica, pero también lo es
el ateísmo. Tanto teístas como ateístas no pueden dejar de ser siempre
"creyentes". Y como tales deben respetarse y tolerarse
bidireccionalmente. Si no se hiciera así se caería en la ingenuidad
epistemológica y en el dogmatismo, pero sobre todo en la falta de
tolerancia realista y de sentido común.
Aparte de la consideración racional en sí misma, referente a la
naturaleza del universo, de la vida y del hombre, en la ciencia y en la
filosofía, el hecho de las religiones debe ser objeto de una atención
especial. La inmensa mayoría de la humanidad, del pasado y del
presente, incluso en los países desarrollados en la cultura de la
modernidad en los últimos siglos y en la actualidad, han sido y son
creyentes, organizándose socialmente en gran variedad de religiones.
Esto significa que la inmensa mayoría de los hombres han tenido una
experiencia mistérica de relación con un Dios oculto y han entendido la
vida como un camino de salvación. Los no creyentes observan las
religiones y destacan en ellas sus aspectos más negativos, buscando en
ello un apoyo para su ateísmo (o agnosticismo increyente). El ateísmo,
surgido en los últimos siglos al amparo de la modernidad en los países
de tradición cristiana, ha destacado el arcaísmo y la falta de
adaptación de la hermenéutica cristiana al mundo que nos ha impuesto la
razón moderna. Sin embargo, el no creyente que -sin duda animado por su
curiosidad intelectual por sondear cómo plantea hoy el cristianismo su
armonía racional con la cultura moderna- haya seguido los argumentos
presentados en este ensayo habrá visto que la sorprendente doctrina de
Jesús, proclamada en la historia por la iglesia como kerigma cristiano,
puede ser entendida hoy en toda su profundidad desde el paradigma de la
modernidad en la Era de la Ciencia. La extraordinaria capacidad de la
teología cristiana para renovar su hermenéutica desde la imagen moderna
del universo es algo muy serio e impactante que, como "cristianismo
universal" permite el entendimiento del sentido profundo de todas las
religiones, cada una dentro de sus tradiciones historicistas concretas.
El mundo de las religiones no parece ser solo una alteración emocional
del psiquismo ante el dramatismo de la vida, sino que cuenta con el
aval de una profunda cultura, de múltiples manifestaciones
historicistas, respaldada por un uso de la razón que puede instalarse
en la imagen científico-filosófica más actual del universo en la
modernidad. La religiosidad, sin embargo, no se impone nunca por
necesidad racional y la conjetura ateísta, o en su caso el
agnosticismo, son siempre posibles, tal como hemos establecido
repetidamente.
La increencia, si quiere entender correctamente qué es el cristianismo,
debe advertir que el kerigma cristiano, tal como se ha explicado en
este ensayo, es la adhesión existencial y personal a Jesús de Nazaret.
La confianza en Jesús hace creer en su doctrina (el sentido de la
creación y de la historia de salvación), tal como ha sido proclamado en
la historia por la iglesia en el kerigma, de acuerdo con la Providencia
divina que la misma creencia postula. El cristianismo no es, pues, una
filosofía (y menos todavía una ciencia). Su intención no es construir
finos argumentos filosóficos para configurar su doctrina. Esta es solo
el kerigma: algo ya dado que se trata de respetar y que no se puede
cambiar por valoraciones filosóficas. La iglesia, en este sentido se
siente "depositaria" de la revelación producida en Cristo. Por ello, la
filosofía cristiana tiene solo un sentido: constatar que entre la Voz
del Dios de la Creación -el universo, la vida y el hombre descritos en
la Era de la Ciencia- y la Voz del Dios de la Revelación (el kerigma)
existe una profunda congruencia (que hemos tratado de explicar en este
ensayo). La razón (y así lo considera el teísmo cristiano) hace de
hecho plausible, inteligible y creíble el kerigma. Pero este no depende
de la razón, ni se reduce a lo que pueda ser atisbado o justificado por
ella.
Recordamos esto porque el kerigma cristiano contiene de hecho
contenidos importantes para entender cómo la creencia cristiana
entiende la increencia. A esto nos referimos a continuación. En todo
hombre se produce un testimonio suficiente de la realidad del Dios que
apela a ser aceptado: los testimonios de la naturaleza (que no se
impone pero hace plausible a Dios), del Misterio de Cristo (ya que es
posible creer en el Dios oculto/liberador a pesar de su lejanía y de su
silencio) y del Espíritu (que nos impulsa y llama interiormente de
forma mística, no impositiva pero real, a participar en el Amor del
Padre manifiesto en el sacrificio del Verbo). En la increencia estos
tres testimonios son rechazados y el hombre puede construir
positivamente una imagen del universo sin Dios (ateísmo), o una
indecisión metafísica frente a la llamada divina (agnosticismo). El
kerigma cristiano solo conoce un pecado: la increencia que se cierra
libre y personalmente a la apelación divina que se manifiesta en estos
tres testimonios. Este pecado fundamental de estar cerrado a Dios puede
manifestarse en muchas actitudes y comportamientos en la vida: pero
todo es reflejo del pecado esencial de la condición humana, a saber, la
cerrazón existencial a Dios. Es claro que el kerigma contempla la
historia como escenario del Misterio de Iniquidad en que la libertad
real del hombre construye su existencia al margen de Dios (al comer del
Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, haciéndose como Dios en el
mundo). La idea cristiana de "pecado" contempla, por lo tanto, que el
hombre increyente es "responsable" personalmente de cerrarse a Dios. Si
consideramos solo la razón natural habría solo una "responsabilidad
filosófica" por rechazar a Dios (ya que la naturaleza hace
objetivamente posible el ateísmo que puede ser asumido como decisión
libre). Pero la presencia trinitaria en su unidad en el interior del
hombre (la llamada del Padre, el Misterio de Cristo y la fuerza del
Espíritu Santo), para el kerigma cristiano, hacen al hombre
"responsable moralmente" de su cerrazón a Dios (y esto es el "pecado").
¿Por qué? Porque en el kerigma cristiano (que en la fe cristiana
proclama la doctrina de Jesús) se considera que todo hombre recibe,
personal e intransferiblemente, un testimonio suficiente de la Verdad
divina, en parte de forma natural por la razón y en parte sobrenatural
(el testimonio interior del Espíritu que es el Espíritu del Padre y el
Espíritu de Cristo). En otras palabras: todo hombre se siente interior
y sobrenaturalmente apelado por una presencia del Espíritu que llama a
creer en el Amor de Dios (del Padre creador y del Hijo redentor y Logos
de la creación) por encima de su ocultamiento en la realidad (o sea, a
aceptar el logos cristológico). Repetimos que nos referimos aquí solo a
cómo entiende el kerigma cristiano la increencia (es obvio que la
increencia se entendería a sí misma de otra manera).
Por consiguiente, desde el kerigma cristiano puede verse la posibilidad
natural de la increencia como algo "sacra!" por cuanto ha sido
producida en el orden natural creado por Dios. El cristiano respeta la
increencia en profundidad porque la ve como algo abierto en la
naturaleza creada por Dios. El escenario de la historia es visto como
el gran diseño divino para la libertad humana. Una libertad real, hasta
el fondo, donde Dios ha llegado a la kénosis abismal de la Gloria de su
Divinidad, que hace posible el pecado. Es la clausura existencial a
Dios que constituye en la historia lo que el Apocalipsis llama el
Misterio de Iniquidad. La libertad es algo tan serio en el designio
divino que Dios no salvará a nadie que no acepte libre y personalmente
la oferta hecha por Dios en la creación a través de los tres
testimonios mencionados. En la Nueva Jerusalén, la Jerusalén Celestial,
en la Nueva Creación, donde los hombres tendrán a la mano el Árbol de
la Vida para comer de él y donde Dios enjugará toda lágrima de sus ojos
porque el mundo viejo ya ha pasado, estarán presentes los ciento
cuarenta y cuatro mil justos de que habla el Apocalipsis (número
simbólico) que han lavado sus vestiduras blancas en la Sangre del
Cordero (es decir, que han purificado sus vidas por la aceptación del
misterio kenótico de Cristo). En el kerigma cristiano se contempla,
pues, desde una tradición que se funda en la misma doctrina de Jesús,
que no toda la historia acabará en la Bendición Prometida. Habrá
hombres que, tras el drama de la existencia en el mundo, por su
responsabilidad personal, deberán atravesar el drama final de sus vidas
ante el juicio divino (el drama escatológico, más allá de la muerte que
será, sin duda, el verdadero drama final de su existencia).
La consideración de la historia, sin embargo, ofrece para el
cristianismo los signos que permiten entender cómo se realiza la
salvación diseñada por Dios. La inmensa mayoría de la humanidad ha sido
religiosa y se ha abierto desde el drama de la vida a la creencia en el
Amor salvador de Dios por encima de su lejanía y de su silencio. En las
diversas tradiciones historicistas que han creado las grandes
religiones está presente, tal como se ha argumentado en este ensayo, el
Misterio de Cristo y, por ello, en el "universal religioso" están
presentes el "cristianismo universal" y la "iglesia universal". En las
grandes religiones ha estado presente en alto grado la santidad ante
Dios. En el cristianismo, apoyado en la adhesión a la doctrina de
Jesús, proclamada en el kerigma del que la iglesia es depositaria, se
han impulsado en la historia la adhesión a Dios y grados superiores de
santidad. Muchos hombres, además, aunque no integrados en las
tradiciones religiosas, han vivido una sentida "experiencia religiosa"
(capítulo I). Otros, dentro de las diversas culturas religiosas, han
vivido desconcertados, sin entender, perdidos ante la significación
última de la vida. Han podido quizá hasta ser indiferentes,
arreligiosos externamente e incluso increyentes ante la presión social.
Pero en el fondo de sus conciencias no han estado totalmente cerrados a
Dios. Es decir, su apertura a Dios ha sido inmadura y poco definida. La
tradición cristiana no cree que el juicio de Dios vaya a ser duro con
estas personas, victimas del drama y del desconcierto de la historia,
sino que, tras la muerte, atravesarán un proceso de maduración ante
Dios que les purificará y les hará entrar en plenitud libre en la Nueva
Jerusalén (proceso que en la teología cristiana tradicional dio lugar a
postular la idea del estado escatológico denominado "purgatorio").
Muchos incluso que durante sus vidas han sido protagonistas y en
apariencia líderes del Misterio de Iniquidad en tramos largos de su
existencia, podrían también acabar su "biografía interior" en una
apertura a Dios en respuesta a la llamada "interior" del Espíritu de
Jesús. La apertura positiva a Dios, que es siempre aceptación del Dios oculto
(muerte) y liberador (resurrección), esto es, "cristianismo
universal", posibilitada por el escenario de la historia, se realiza
para el cristianismo de muy diversas maneras, previstas en la
Providencia divina. Es resultado de un complejo proceso diacrónico,
reflejado en la evolución biográfica de cada persona. Pero en el
kerigma cristiano se contempla también un posible final de la vida en
la amargura existencial, en la negación inequívoca e incontrovertible,
incluso agresiva, del hombre a Dios. En estos casos Dios no revocará
impositivamente el ejercicio humano de la libertad y la historia
acabará en el drama final que anticipan con claridad los textos
bíblicos. Quizá sea molesto decir estas cosas, pero el cristianismo
debe aceptar y proclamar simplemente el contenido del kerigma
constituido y mantenido en la fe, ya desde las Escrituras "inspiradas"
y la primitiva fe de la iglesia.
En la introducción a este ensayo nos referíamos al sentimiento de
asombro y de emoción que produce la constatación del universo en que
existimos. Este sentimiento pierde fuerza por la habituación desde la
infancia -como señalaba Baltasar Gracián- pero puede ser revivido en
cualquier momento. Sorprende que el universo exista, pero sorprende
también que haya irrumpido en la historia la figura de Jesús de
Nazaret, cuyo kerigma es proclamado por la iglesia. Que ese universo
sorprendente y la existencia humana se funden en un Dios Uno y
Trinitario, que emprende la creación de acuerdo con un eterno designio
divino en el logos cristológico que hace posible la libertad humana y
que concluirá en el Juicio Final de Dios sobre la historia, es ·también
profundamente sorprendente y nos asombra al considerar la posibilidad
de que pudiera ser real. Sentimos asombro, emoción y sobrecogimiento de
que algo tan profundo pudiera ser efectivamente la explicación
religiosa del universo. El hombre se siente como posiblemente envuelvo
como protagonista de "una historia maravillosa". La maravilla de que
algo exista y haya sido objeto del designio de un Dios Amor
sorprendentemente existente. Por otra parte, es también impactante
entender que el kerigma cristiano a la vez que desborda lo que la razón
humana puede atisbar también al mismo tiempo presenta una profunda
congruencia con la razón. Es la profunda congruencia de la Voz del Dios
de la Revelación con la Voz del Dios de la Creación, argumentada en
este ensayo. Todo ello concuerda, por último, con la persistente
religiosidad del género humano que se ha manifestado en una gran
variedad de religiones construidas en las tradiciones historicistas de
los pueblos.
Este sentido de la experiencia religiosa, de su congruencia con la
razón y de su presencia en la historia de las religiones, ha sido
oscurecida en los últimos siglos al configurarse la nueva imagen
racional del universo, de la vida y del hombre, en la modernidad. Las
religiones han atravesado la profunda crisis de la modernidad (capítulo
I). La tesis de este ensayo ha sido que vivimos tiempos excepcionales
en que las religiones están cercanas a recuperar el logos de su
conexión profunda con la realidad en el mundo moderno y en que las
religiones podrán asumir un nuevo papel protagonista en la historia
civil. Este proceso histórico debería conducir al gran concilio de los
tiempos modernos que ha sido argumentado en nuestro ensayo.
Lo decimos conscientes de que en estos últimos siglos el cristianismo
ha pasado por tiempos de oscuridad y la increencia ha gozado del
aparente prestigio de la razón. En los últimos siglos el cristianismo
ha caminado, en efecto, en una profunda oscuridad. Quiere esto decir
que la tarea de hacer presente el kerigma cristiano en la historia se
ha dado en medio de una continua tribulación. En gran parte han sido
tribulaciones producidas por los mismos cristianos, por los desórdenes
de la razón y por las pasiones instaladas en los profundos entresijos
del ser humano. La iglesia ha sobrevivido a la cruel persecución del
Imperio romano, y a otras muchas. Ha sobrevivido a la servidumbre
política teocrática que le impusieron ese mismo Imperio romano, así
como las monarquías cristianas de la Edades media y moderna. Ha
sobrevivido la multiforme perversión y corrupción moral de la Edad
media, que arrastró a las altas jerarquías y al papado. Ha sobrevivido
a la incultura y a las supersticiones que se extendieron masivamente.
Ha sobrevivido a la promoción teocrática de conductas que hoy nos
avergüenzan, como son la bendición de las guerras, de la violencia, de
la pretensión de dominio violento de la sociedad o de la inquisición.
Ha sobrevivido al apego al poder, a las riquezas y al olvido de los
pobres, de la justicia y de la solidaridad humana. Ha sobrevivido a los
últimos siglos de desprestigio ante la cabalgada imparable de la razón
y de la cultura de la modernidad. Durante siglos ha sobrevivido a la
imposición de fanatismos fundamentalistas que la impulsaban a
refugiarse en un mundo cerrado y excluyente. Ha sobrevivido a numerosos
escándalos morales que en los últimos años han sido especialmente
hirientes. Ha sobrevivido a campañas de desprestigio de todo tipo y
naturaleza, y en las condiciones históricas más variadas. Ha
sobrevivido a la mala gestión administrativa y a numerosas decisiones
políticas de gobierno que, en el pasado y en el presente, fueron
incorrectas y que no hubieran debido tomarse.
Si la iglesia, sin embargo, evoluciona en la dirección argumentada en
este ensayo el cristianismo está cercano a un tiempo histórico nuevo en
que recupere su congruencia con el logos de la modernidad. Entonces
aparecerá en toda su fuerza la imagen de Dios en el kerigma cristiano
que proclama a Jesús, núcleo del "universal religioso", su armonía
racional con la realidad y su presencia en la historia universal de las
religiones. En este sentido la "creencia teísta" podrá mostrarse como
una conjetura profunda que responde a un conjunto de sorprendentes
indicios de verosimilitud que, además, instala a los seres humanos en
una expectativa consoladora de su futuro. El cristianismo entiende que
el Misterio de Iniquidad se despliega ciertamente en la historia. Pero
también es verdad que Jesús ha prometido a la iglesia que cumplirá su
misión y que estará con ella hasta el fin de los tiempos. Para la
iglesia no cabe sino esforzarse honestamente a afinar la calidad de la
proclamación del mensaje de Jesús que debe gestionarse con la mayor
eficacia porque de su anuncio depende el enriquecimiento personal libre
de muchos seres humanos. La "creencia increyente" (porque la increencia
no puede dejar de ser una "creencia") seguirá siendo posible porque
Dios no se impone por la fuerza de la razón natural y seguirá habiendo
una conjetura no religiosa del universo. Sin embargo, y esto es
inevitable para la increencia, su expectativa de futuro no podrá ser
otra que la experiencia dramática final de abandono y de muerte. Es
responsabilidad cristiana que esos hombres entiendan el enriquecimiento
que supone acceder con dignidad humana (que incluye el atenimiento a la
razón) a la felicidad que pueden soñar y anticipar los creyentes que se
han dejado llevar por la fuerza interior de la llamada del Dios
trinitario que descubre el sentido de la creación corno un portentoso
designio divino nacido del Amor que nos ha sido desvelado en
Jesucristo.
Pero para entender cómo ve el cristianismo la creencia y la increencia
debe advertirse algo, ya sugerido en lo anterior. Ni la creencia ni la
increencia son resultado de una fría consideración racionalista del
universo, de la vida y del hombre. Tal como es visto desde el kerigma
cristiano suponen una respuesta a la llamada interior del Espíritu que
mueve a reconocer a Dios Uno como fundamento del Ser y Creador del
universo (Espíritu del Padre), al Dios oculto/liberador que da sentido
al logos kenótico de la creación (Espíritu del Verbo en Jesús) y al
Dios que crea por Amor comunicativo infundiendo en los corazones la
fuerza del amor (Espíritu Paráclito). Creencia e increencia son una
toma de posición libre y personal del hombre ante esta presencia
unitaria misteriosa del Dios Trinitario, conocido por la doctrina de
Jesús, que está presente como Espíritu en la ontología profunda del
universo y en el "espíritu" del hombre. El único Espíritu del Dios Uno,
que apela al hombre en su "espíritu", es el Espíritu del Padre, el
Espíritu del Hijo en Jesús y el Espíritu del Paráclito. La creencia
vive esta presencia divina de forma mística, se siente apelado por ella
y responde con la oración que le hace sentirse en diálogo con ese Dios
misterioso pero extrañamente sentido en el interior. Lo esencial de la
increencia no es que opte por una visión racional del universo sin Dios
(que es posible), sino que se cierra a esta apelación interior o
llamada personal de Dios que, según el kerigma cristiano, no falta a
ningún hombre a lo largo de la vida. Por ello mismo, para el kerigma,
la conversión de la increencia a la creencia no es tanto un cambio de
"racionalidad natural" cuanto una nueva actitud personal de respuesta a
esta llamada interior del Dios Espíritu, trinitario, presente en el
"espíritu" humano que mueve a aceptar el sentido del logos religioso de
la creación, a saber, a aceptar el Espíritu de Jesús. Podría decirse
así, en sentido cristiano, que la creencia nace cuando el hombre es
capaz de orar y responder al Dios que le acompaña continuamente en su
interior. Esta identificación del enigma místico interior como la Voz
del Dios real que apela y que todo hombre lleva dentro, es la creencia.
Como santo Tomás ante Jesús en el evangelio, es caer de rodillas ante
el Dios interior y decir algo que quizá se estaba inhibiendo durante
años: "¡Señor mío y Dios mío!". Este reconocimiento ontológico, asumido
desde la plena experiencia consciente del drama de nuestra vida, es
abrirse al Dios kenótico oculto/liberador por encima de su lejanía y de
su silencio. Es entrar en comunión con el "universal religioso", con el
"cristianismo universal" y con la "iglesia universal". Para el kerigma
cristiano la conversión es posible y el Dios interior trabaja para que
el hombre la asuma. Pero Dios no ha querido imponerla y el orden creado
es el escenario que ha hecho posible la dignitas existencial
que hace
depender nuestro sentido de la vida de la decisión personal libre de
cada uno de nosotros.
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