Hacia el nuevo concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia

8. El nuevo concilio

JAVIER MONSERRAT





1. Apelación a un nuevo concilio

2. La gran simulación del nuevo concilio

3. El concilio se dirige a todos los hombres

4. La hermenéutica de la modernidad en el cristianismo

5. El kerigma cristiano y la teología dogmática desde la modernidad

6. Otros documentos y declaraciones conciliares

7. Conclusión: la lógica de la historia y la lógica del concilio



Los argumentos presentados en este ensayo han partido de la constatación de la fuerza ancestral del hecho religioso, de las religiones, y de su sorprendente crisis en la modernidad. Una crisis más profunda en las "religiones" que en la "experiencia religiosa" interior de los individuos. El cristianismo, protagonista principal de esta crisis histórica, se ve abocado a una reflexión rigurosa sobre su significación y su sentido, para aclarar su situación en la cultura de la modernidad. Dejándonos llevar por el impulso de esta reflexión, epocalmente necesaria, nos hemos retrotraído al paradigma grecorromano, al cambio de la imagen de lo real producida en la Era de la Ciencia en la modernidad y a la necesaria reinterpretación del cristianismo en el "paradigma de la modernidad". Las consecuencias de este paradigma nos han llevado además a considerar un nuevo horizonte en las relaciones interconfesionales cristianas y con las otras religiones, así como un nuevo horizonte en el compromiso de los ciudadanos cristianos en la lucha contra el sufrimiento humano. El resultado de nuestro recorrido nos deja abiertos a la conciencia de que el mundo cristiano se halla en un momento excepcional de su historia: ha llegado el tiempo del cambio de paradigma hermenéutico, después de veinte siglos en el paradigma antiguo, y ello coincide con la necesidad de abordar cambios cruciales tanto en la convergencia interreligiosa como en el compromiso religioso, urgente y pragmático, por aliviar el inmenso sufrimiento de la humanidad. Es este carácter excepcional de los tiempos el que reclama, por su propia lógica, la convocatoria de un nuevo concilio, tal como, en lo que sigue, será argumentado con precisión. Los capítulos anteriores son como los cimientos, o las columnas sustentantes, sobre los que se eleva la lógica histórica que conduce al nuevo concilio. El nuevo concilio, de acuerdo con los supuestos hipotéticos presentados en nuestro ensayo, deberá construirse en conformidad con los argumentos defendidos. La lógica del concilio aparece, pues, al final del recorrido, levantándose sobre los argumentos que constituyen el hilo lógico conductor de este ensayo. El concilio está ya incoado en los capítulos anteriores, y de ellos recoge su contenido. No nos extrañemos de que así sea, ya que este ensayo ha sido redactado precisamente para sentar paso a paso el análisis intelectual científico-filosófico-teológico que, de acuerdo con nuestras conjeturas, nos conduce inevitablemente al nuevo concilio.


La voz latina concilium o la griega synodos tienen la misma significación en el lenguaje teológico cristiano. La etimología de concilium nos lleva a cum y al verbo calare (kalein en griego), con significación de "convocar al conjunto" que confluirá en "asamblea". En cambio, synodos, de syn y odos, significa hacer camino en común, caminar juntos. Uniendo los dos significados etimológicos diríamos que un concilio es una convocatoria de asamblea para hacer camino en común. Este es el verdadero papel histórico de la iglesia, al que tantas veces hemos aludido: hacer camino en la historia para proclamar el kerigma cristiano predicado por Jesús. La iglesia entendió pronto que debía estar inspirada (en las Escrituras) y asistida (en la interpretación de la Tradición) por el Espíritu para cumplir con suficiencia la misión de proclamar el kerigma. La responsabilidad de esta misión histórica que confiere sentido al cristianismo se entendió desde el principio como compartida: no era la misión de uno u otro, sino la misión de la iglesia en conjunto, "unida en el Espíritu". De ahí que pronto (ya en el siglo II) comenzaran las primeras asambleas de obispos y cristianos para tomar el pulso a este caminar juntos, animándose unos a otros, resolviendo problemas y viendo cómo realizar con excelencia la misión encomendada por Jesús.


El número y calidad de las personas participantes, la amplitud de las zonas geográficas y las comunidades asistentes, los temas tratados, así como otras circunstancias concurrentes, permitieron ver a los teólogos posteriores que no todas las asambleas tenían la misma importancia. Hubo concilios provinciales, regionales o nacionales, según la amplitud, y concilios ecuménicos ya que así fueron designados los siete primeros concilios que reunieron la iglesia ortodoxa de oriente y la iglesia romana. Estos primeros concilios fueron convocados por el emperador (teocratismo), pero se celebraron con delegados papales y fueron finalmente sancionados por el papa. En la iglesia católica el código de derecho canónico actual establece con claridad qué se entiende por concilio ecuménico. Sin embargo, la idea teológica de sínodo, de concilio y de concilio ecuménico tiene aspectos específicos tanto en la iglesia ortodoxa oriental como en las iglesias de la reforma. Además, el reconocimiento, clasificación, diferenciación, valoración doctrinal y la teología de los concilios (entendiendo con precisión que significan cada una de sus sentencias, documentos, decretos y definiciones dogmáticas) son cuestiones ampliamente debatidas, todavía hoy, entre los teólogos profesionales. No es nuestra intención entrar en estas discusiones y en los finos matices de una "teología de los concilios". Pero sí debemos indicar que aceptamos la idea ordinaria de concilio que es habitual en la iglesia católica desde la Edad moderna: la convocatoria de una asamblea universal de obispos en representación de toda la iglesia con la intención de deliberar sobre numerosos aspectos relacionados con la fe cristiana, especialmente cuestiones doctrinales, y sobre la forma de hacer presente en las circunstancias de cada tiempo la misión de proclamar el kerigma cristiano. Cada concilio, presidido por el papa, es siempre soberano para concebir su propio estilo, contenido y su aportación a la historia.


No todo lo que un concilio establece tiene el mismo valor teológico. Sin embargo, las definiciones dogmáticas (aquellas en que la iglesia, sabiéndose "asistida" por el Espíritu providente, toma las decisiones cruciales sobre cómo entender el kerigma que la iglesia proclama) son solo atribuidas al papa y a los concilios en la iglesia católica. Es en este nivel dogmático -que afecta al meollo mismo del kerigma cristiano esencial, del patrimonium fidei- donde el papa y los concilios están "asistidos" para no cometer un error que transmitiera a la historia una versión falseada del kerigma. Sin embargo, puede haber concilios donde no haya definiciones dogmáticas, de la misma manera que puede haber papados en que tampoco las haya (en la mayoría). Igualmente, tanto el papa como los concilios en su magisterio ordinario están también asistidos por la providencia divina que conduce a la iglesia, pero están en su "época" (histórica y teológica) y bajo el condicionamiento de la inercia del pasado, pudiendo decir las cosas de tal manera que después vayan a ser superadas por la historia. Es lo que de hecho ha pasado, pues si repasamos la doctrina de concilios y papados del pasado constatamos -y esto es pura historia objetiva-que muchas enseñanzas no serían hoy mantenidas ni por el papa ni por el concilio. En este ensayo, hemos puesto de manifiesto repetidamente que una cosa es el kerigma cristiano esencial, el patrimonium fidei y otra cosa distinta las interpretaciones o hermenéuticas que aparecen en el curso de la historia. Así, el paradigma grecorromano no se identifica con el kerigma (como tampoco se identifica el kerigma con los comportamientos de la iglesia, y de los eclesiásticos, tantas veces lamentables, en el pasado y en el presente). Si este paradigma resultara superado por la historia del pensamiento, todas las enseñanzas de papas y de concilios que se hubieran expresado en la clave hermenéutica de ese paradigma antiguo se verían también superadas y deberían ser reinterpretadas. La "historicidad" de la iglesia -que la providencia divina no ha querido evitar y que es compatible con la "asistencia" en todo lo referente a la esencia de la fe está reconocida por la teología católica actual sin ninguna restricción.



1. Apelación a un nuevo concilio


El hilo de la argumentación presentada en este ensayo en torno al eventual paradigma de la modernidad conduce por su propia lógica a la apelación final a la convocatoria de un concilio ecuménico de la iglesia católica. La apelación es consecuencia de la conciencia de que atravesamos tiempos excepcionales en los que la iglesia católica debe poner en juego todos los recursos de que dispone en aras de cumplir con la misión encomendada por Jesús: hacer presente en cada tiempo la proclamación del kerigma cristiano. Bloquear esta proclamación, en el nivel de calidad que debe tener en cada época histórica, es, sin duda, por cualquiera de las causas de este bloqueo, una grave responsabilidad de la conciencia cristiana.


Tres supuestos me mueven a este compromiso, que no es poca cosa, de apelar a la celebración de un concilio: en primer lugar, la crisis de la religión y del mundo católico en especial frente a la extensión moderna de la increencia, que nos permite intuir que algo no se está haciendo bien; en segundo lugar, la intuición de que la evolución de las ideas parece haber llegado a un punto en que las diferentes piezas del rompecabezas comienzan a encajar perfectamente y comprendemos que la situación ya está lo suficientemente madura como para emprender, con valentía y confianza en el Espíritu, la ingente obra de un concilio; en tercer lugar, la existencia de importantes retos externos, es decir, coyunturas de la historia que se nos imponen, que es necesario afrontar y cuya respuesta es de tal envergadura que solo puede ser abordada por un concilio. Estos supuestos son los que han sido ya argumentados a lo largo de este ensayo. La iglesia, en el fondo podríamos decir "el mundo cristiano" y las religiones, se hallan en tal tribulación y desconcierto, están enfrentadas a retos históricos tan grandes, que no hay otra forma responsable de actuación cristiana que apelar al instrumento más poderoso de que la iglesia dispone: el concilio. Solo en un concilio podría abordarse el replanteamiento global que exigen los cambios históricos.



1.1. El concilio como apelación al Espíritu en un tiempo crucial


Desde el momento en que la iglesia cayó en la cuenta de que su misión era transmitir el kerigma cristiano a la historia y de que Dios debía tener decisión eficaz de hacerlo posible por su Providencia, comenzó a entender poco a poco que Dios la "asistía" en su tarea. La iglesia ha confiado en que esta "asistencia providente" de Dios está detrás de la configuración de gobierno que la misma iglesia instauró en el curso de los siglos. La iglesia piensa que la providencia de Dios ha llevado a que sea como de hecho es, aunque, como obra humana, no haya sido siempre gestionada con la elevada calidad de gobierno que hubiera sido deseable (pero la providencia de Dios contaba también con esto). Ya en el capítulo VI decíamos que el verdadero sentido de la "iglesia institución" no era acaparar en sí misma la historia de salvación, sino ser signo que proclama la realidad de la "iglesia universal". Por tanto, esta iglesia humilde, localizada en unos límites históricos, ha sido querida por Dios, como veíamos, como signo de una "iglesia universal" en que se realiza el verdadero "cristianismo universal" presente en todos los hombres y culturas. Ya desde los orígenes de la iglesia primitiva aparecieron dos elementos de gobierno fundamentales: el papa, que asumía la autoridad de Pedro, recogida ya en el NT, y los obispos o cabezas de las iglesias locales. Así, la iglesia adoptó la forma de "gobierno unipersonal" que era propia del tiempo en que se fundó. La asamblea o concilio, que reunía a los obispos o a los obispos con el papa, no suponía concebir la existencia de dos instancias autoritarias de gobierno diferentes, contrapuestas e incluso rivales, el papa y los obispos, sino la forma inevitable de realizar la "colegialidad". Los obispos eran "ungidos" para gobernar sus iglesias, así como el papa presidía y gobernaba la asamblea de obispos. Cuando primitivamente comenzó a darse la forma de asamblea que llamamos "concilio" se estaba ejerciendo la conciencia "colegial" del gobierno de la iglesia. La colegialidad es un resultado lógico de lo que los primeros cristianos pensaban acerca de aquella presencia del Espíritu que Cristo había prometido. El Espíritu de Jesús soplaba por doquier entre los creyentes, no estaba solo en una persona, ni en el papa ni los obispos: estaba en todos, estaba en la iglesia. De ahí que la idea de reunirse para conferir y oír en oración la voz del Espíritu se fuera constituyendo poco a poco (a medida que se formó en la iglesia primitiva la idea de concilio) un modo de procedimiento que entraba en lo ordinario: se reunían asambleas comunitarias, los obispos cercanos conferían entre sí, se escuchaba a todos los cristianos en una apertura ilimitada a los carismas, y cuando era posible y necesario había concilios de obispos, hasta el nivel máximo de presencia papal.


El protagonismo del papa. Para la teología cristiana que se formó desde las vivencias de la primitiva comunidad era clara la unidad y la participación de la iglesia. Había un papa y había obispos, pero formaban unidad con el pueblo que les seguía como las ovejas a su pastor. Papa y obispos sabían que su fuerza era la unidad en el Espíritu y la idea de concilio fue una forma de hacerla realidad. Papa y obispos se sabían responsables "colegialmente" de la iglesia (digamos, en el "colegio" del Espíritu). Dicho por contraste: aunque la autoridad final era del papa, este no era como un monarca absoluto o un general que gobiernan las naciones o los ejércitos por el simple dictado de su voluntad. La iglesia era otra cosa. Es verdad que el modo de ejercer la autoridad del papado en la iglesia no siempre ha sido la adecuada; esto pertenece a su dimensión humana. A lo largo de la historia pueden darse, y se han dado, oscilaciones y cambios. Por ello se produjeron las escisiones en la iglesia. Las iglesias ortodoxas pensaban que la iglesia de un papa "monarca" no era la iglesia de Jesús. La reforma protestante consideró al papado responsable de la corrupción de la iglesia. Pero, en todo caso, la idea de Lutero que apelaba a la celebración de un concilio "contra el papa", mostraba no haber entendido lo que un concilio es: la manifestación más importante de la unidad colegial del papa con los obispos y con el pueblo. Sin papa no hay concilio. Por esto debemos entender que, al apelar aquí al nuevo concilio, lo entendemos como una apelación al papa para la convocatoria de un concilio. El papa es el elemento arquitectónico esencial de la iglesia católica y un concilio no puede sino producirse amparado en esa arquitectura.


En el actual código de derecho canónico es el papa el que convoca, dirige y sanciona la celebración de un concilio. Por tanto, el concilio no será posible si no hay un papa que esté persuadido de su conveniencia para la iglesia y que afronte la osadía de convocarlo. Es posible que el pueblo cristiano, intelectuales de la filosofía y de la teología, sacerdotes, obispos, le pidan al papa la convocatoria del concilio. Este ensayo es una forma de apelar a la convocatoria. Pero solo el papa podrá tomar la decisión de que haya concilio. Durante su celebración es verdad que cualquiera podría pedir la palabra para comunicar su pensamiento, sin condicionamiento de órdenes-del-día absolutamente cerrados. Además, se haría una consulta al orbe cristiano sobre lo que el concilio debería tratar. Pero también es verdad que la marcha real del concilio estará en su mayor parte determinada por una idea previa, elaborada por las comisiones romanas, de lo que el concilio deberá ser, de los documentos donde se establecen los análisis de la situación, de los problemas, de las alternativas entre las que se debe optar. Es verdad que los documentos y la "materia del concilio" estará preparada por expertos (en comisiones) que deberán pasar, antes de llegar a la sala conciliar, por comisiones más abiertas en que se podrán rehacer o, en su caso, ampliar o corregir. Pero la verdad es que unas u otras comisiones serán nombradas por el papa; además, el papa y los organismos vaticanos seguirán y controlarán en todo momento lo que se está haciendo y lo que al final llegará al aula conciliar para ser debatido. Más adelante, al concluir el capítulo, me referiré a las etapas que, a mi entender, supondría el proceso que debería desembocar en el concilio.


No obstante, quiero que quede establecido claramente, desde el comienzo de nuestras reflexiones, el principio del protagonismo papal en el concilio. No podría ser de otra manera, dada la organización jerárquica de la iglesia católica. Por consiguiente, no habrá concilio sin que un papa esté persuadido de que debe haber concilio y, para ello, si no quiere lanzarse al vacío sin saber dónde se va a caer, el papa deberá tener en su mente una cierta idea previa de qué debería ser el concilio. Así como nosotros en este ensayo proponernos una idea de lo que el concilio debería ser, así también el papa (y sus equipos de consejo) deberían tener una "imagen robot" del concilio. Es verdad que, una vez inaugurado, las cosas discurrirían por su propia dinámica. Pero la dirección papal del concilio tendría sus estrategias para conseguir que todo acabara en los resultados que se debieran alcanzar. Esto quiere decir que un concilio moderno, en gran parte, ya estaría casi "hecho" antes de comenzarse. En el fondo un concilio respondería a una cierta política papal sobre el cambio en la iglesia. Un concilio sería la gran obra de un papa. Esta es la realidad. Por ello, para que se llegara al concilio debería producirse antes el convencimiento subjetivo en la mente del papa del momento sobre su conveniencia estratégica y sobre un modelo anticipado de su posible contenido. Y para que el papa llegara a este convencimiento sería necesario un proceso previo de formación de la opinión pública en la iglesia. El pulso de esta opinión debería anticipar que el concilio respondería de forma congruente a una nueva sensibilidad emergente y unitaria en la iglesia. Nunca he dudado sobre la importancia capital de este protagonismo papal que estuvo ya presente en la historia literaria de Dédalo, donde pueden seguirse muchas de las ideas aquí presentadas.


El concilio como comunión colegial en el Espíritu. Dado el papel del papa en la iglesia católica moderna, un concilio es la obra de un papa (por contraste, recuérdese que los siete primeros concilios fueron convocados por el emperador y el papa, aunque sancionó los resultados, solo envió sus delegados). La iglesia es gobernada ordinariamente por el papa que puede incluso promover por sí mismo definiciones dogmáticas de aspectos importantes de la fe cristiana. Los concilios han sido una excepción en la iglesia: el último fue hace medio siglo y el penúltimo en pleno siglo XIX. En alguna manera puede decirse que el gobierno papal, en ciertos momentos importantes del camino de la iglesia en la historia, se ve inspirado a convocar un concilio para que su actuación papal se vea respaldada por la comunión colegial del episcopado en el Espíritu. En el concilio busca, pues, el papa la comunión con el orden episcopal del orbe católico. Esta comunión siempre existe, pero el concilio es el momento idóneo para ejercerla plenamente y manifestarla así a la cristiandad y a todo el mundo. Es como si el papa, en momentos de especial transcendencia histórica, sintiera el peso de su responsabilidad y buscara el apoyo en la colegialidad espiritual con el cuerpo episcopal. La "asistencia" de Dios a la iglesia, por tanto, que es un elemento esencial de la teología cristiana, tiene en el concilio su forma superior de realización. El concilio se convoca, primero, por causas extraordinarias en que la iglesia debe resolver problemas de envergadura que afectan a su misión de proclamación del kerigma. Pero, además, se convoca para que el episcopado colegialmente, junto al papa, su cabeza, imploren la "asistencia" del Espíritu en decisiones importantes. El concilio convoca a la iglesia, por tanto, a ponerse en disposición de "ser asistida" y, como asamblea real objetiva de quienes ostentan el orden superior jerárquico de la iglesia en todo el mundo, es un signo objetivo percibible por todos (o sacramental, en terminología teológica) tanto de la tradición apostólica y de la presencia del Espíritu, como de la transcendencia del resultado de las decisiones para la marcha de la iglesia. En los momentos más difíciles en que el papa, a pesar de su autoridad, podría sentirse agobiado y abrumado por decisiones excepcionales, la convocatoria del concilio le hace sentir y hacer sentir ante toda la iglesia, y ante el mundo, que las decisiones a tomar están avaladas solemnemente por todas las cabezas de la iglesia y por la "asistencia providente" del Espíritu.


Apelación al Espíritu en tiempos cruciales. La convocatoria de un concilio supuso siempre una gran dificultad. En tiempos antiguos era molesto emprender largos viajes, cuanto más al tener en cuenta la elevada edad media del cuerpo episcopal. En el Vaticano II la dificultad tenía un origen distinto: organizar una asamblea de 2.500 obispos en Roma durante meses llevaba consigo problemas obvios. Por ello, no ha habido muchos concilios ecuménicos en la historia de la iglesia y, por lo general, respondieron a una conciencia clara de necesidad. Se convocaron sabiendo que se atravesaban tiempos cruciales que exigían el esfuerzo inmenso de convocar una asamblea universal. A) En los primeros concilios se tenía conciencia de que la misión de la iglesia de proclamar el kerigma podía quedar desvirtuada si no se sentaban con seguridad los principios dogmáticos sobre la idea de Dios y de Cristo (problemas básicos acerca de la Trinidad y la Cristología). Fueron concilios en que se vivió el dramatismo crucial de sentar para siempre los fundamentos del kerigma proclamado: así en N ice a en 325, Constantinopla en 381, Éfeso en 431 y Calcedonia en 451. B) Muchos de los concilios medievales -por ejemplo, la serie de los lateranenses-respondieron en ocasiones a circunstancias que en su tiempo se sintieron como cruciales, pero que eran de orden menor (a veces disputas con el poder civil). C) Sin embargo, los últimos grandes concilios fueron la respuesta de la iglesia a situaciones de verdadera crisis, fueron situaciones cruciales en que el papado trató de hallar en el concilio el apoyo, el consuelo y la esperanza. El concilio de Trento respondió al reto crucial de la separación de las iglesias de la reforma en toda Europa y fue uno de los concilios más transcendentales de la historia. D) El Vaticano I fue convocado también en un momento de desconcierto ante las revoluciones europeas y la extensión de la modernidad. La iglesia de siempre volvió a necesitar, como en Trento, una restauración que llevó a insistir sobre la autoridad de la iglesia. E) Por último, el Vaticano II fue convocado de repente y por sorpresa por el carismático Juan XXIII desde la experiencia de que la iglesia necesitaba un aggiornamento para adaptarse al mundo moderno. Era evidente ya en los años sesenta la crisis de la iglesia y sus anacronismos, aunque no se había llegado todavía a la situación actual. Fue un concilio preparado con prisas que se quedó en profundizar en la idea de la iglesia (como pueblo de Dios), en lo disciplinar, litúrgico, pastoral y, sobre todo, en la apertura de una nueva actitud de diálogo con la sociedad moderna. Su fruto fue inmenso, tras largos años de cuasiintegrismo católico (defensa militante radical del paradigma grecorromano). Pero la verdad es que, aunque promovió, como hemos explicado en otro lugar, la teología kerigmática en documentos importantes, no fue, digamos, un gran concilio de pensamiento y no realizó, a nuestro entender, la reforma en profundidad que nosotros demandaríamos del nuevo concilio que aquí promovemos. Pienso que en aquellos años todavía no se estaba en las condiciones de madurez necesarias para hacer lo que hoy sí podemos: vislumbrar como posible el programa de un nuevo concilio en los términos que aquí exponemos.


Tiempos excepcionales para un nuevo concilio. Los tiempos que hoy vive la iglesia son cruciales porque nunca se había vivido una crisis tan profunda, ya que en las anteriores se pasaba por amenazas externas graves pero la creencia de las sociedades cristianas se mantenía firme e inalterable. Hoy es la crisis de la misma creencia: la iglesia tiene, por lo general, los problemas institucionales y materiales básicos resueltos, pero ve cómo se resquebraja la fe tradicional del pueblo de las sociedades occidentales que habían sido siempre el fundamento de la cristiandad. La crisis es más crucial que nunca por ser crisis de fundamento. Pero los nuevos tiempos, a la vez que cruciales, son también excepcionales por una razón muy sencilla: porque se vislumbra que, aun dentro de la oscuridad de la crisis, comienzan a percibirse ya las luces de una salida del túnel que, de producirse, podría poner en condiciones a la iglesia para afrontar excepcionales retos, deudas con la historia todavía no saldadas, que de pronto comenzarían a verse como posibilidades cercanas. Nuestro tiempo es todavía para la iglesia cristiana de oscuridad profunda, pero también de luces augurales de un futuro de retos excepcionales.


Estos tiempos cruciales en que la crisis nos pone en situación decisiva para decidir qué hacemos y estos tiempos de luces augurales de un futuro de retos excepcionales han sido descritos a lo largo de los capítulos de este ensayo. 1) El hecho religioso -tanto la experiencia religiosa como las religiones-representa una constante universal que con sorpresa ha entrado en crisis general, y no tanto la religiosidad cuanto la confianza de los individuos en las religiones. Esta crisis pone a las religiones, y a la iglesia católica, en un punto crucial en que deben preguntarse qué hacer (capítulo I). 2) Lo que la iglesia cristiana debe hacer le viene dado por su propia esencia: proclamar el kerigma recibido de la doctrina de Jesús. Ser cristiano es adherirse a la persona de Jesús y proclamar su mensaje de salvación. El kerigma establece para el cristianismo el margen de maniobra para pensar qué puede hacer en nuestro tiempo ante la crisis del hecho religioso y de la religiosidad cristiana (capítulo ll). 3) La iglesia cristiana no solo conoce el kerigma que debe proclamar. Debe ser también consciente de la hermenéutica interpretativa que le ha servido para proclamar el kerigma y hacerlo inteligible a lo largo de los tiempos. El hecho es que la iglesia se halla todavía inmersa en el paradigma grecorromano que se estableció como andamiaje intelectual desde la época patrística. Este paradigma tiene dos dimensiones: la filosófico-teológica y la socio-política. ¿Puede seguirse manteniendo hoy este paradigma? ¿Podría depender de su inadecuación la falta de eficacia en la proclamación moderna del kerigma cristiano? (Capítulo III). 4) El hecho es que la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia muestra cómo la evolución del conocimiento en los últimos siglos ha sustituido la imagen grecorromana por una nueva que nos permite ya conocer con mayor precisión cómo son realmente la materia, el universo, la vida y el hombre que Dios ha creado. Esta nueva idea fiable de la creación pone a la iglesia en trance de deber reinterpretarse a la luz de los nuevos conocimientos, superando la imagen filosófico-teológica arcaica del paradigma grecorromano (capítulo IV). 5) El paradigma de la modernidad constituye la hermenéutica del cristianismo, del kerigma cristiano, construida desde la imagen de lo real en la nueva cultura de la Era de la Ciencia. Representa la superación de la dimensión filosófico-teológica del paradigma antiguo. El paradigma de la modernidad deberá sentar los fundamentos para una nueva manera de proclamar y explicar el kerigma en nuestros tiempos (capítulo V). 6) La histórica entrada de la iglesia católica en el paradigma de la modernidad la pondrá en condiciones de emprender una profundización de las relaciones interconfesionales con las iglesias cristianas y, al mismo tiempo, del diálogo interreligioso con las grandes religiones. Este nuevo enfoque dialogal de convergencia y de mutuo reconocimiento entre las confesiones y las religiones las colocará en una nueva posición de fuerza para promover el hecho religioso y el kerigma cristiano (capítulo VI). 7) El paradigma de la modernidad permitirá también superar la dimensión socio-política del paradigma antiguo, pasándose de un marco teocrático a otro de acción civil del ciudadano cristiano. La acción civil cristiana convergerá con las transformaciones paralelas en filosofía política hacia un nuevo protagonismo emergente de la sociedad civil, abriendo para el compromiso civil cristiano un nuevo ámbito excepcional de responsabilidades históricas (capítulo VII).


Por consiguiente, las luces augurales presentadas nos dicen que podríamos estar en un tiempo en que la iglesia católica abandonara por fin el paradigma grecorromano para entrar en el paradigma de la modernidad. Si este tránsito se produjera, entonces se dispondría de un nuevo marco hermenéutico, a medida de nuestro tiempo, para explicar el kerigma cristiano. Esto podría ser augurio de una nueva presencia cristiana en la sociedad. Al mismo tiempo, con el cambio se abrirían para la iglesia católica dos retos excepcionales: la convergencia interconfesional e interreligiosa y el compromiso socio-político en una nueva dimensión puramente civil que podría hacer entrar la historia en un compromiso más potente para combatir el sufrimiento humano. El tránsito al paradigma de la modernidad y los retos derivados en una coyuntura histórica excepcional serían los pilares para que la iglesia católica convocara la celebración de un nuevo concilio ecuménico.



1.2. Argumentos para la celebración del concilio


Crisis masiva de la fe cristiana. Este hecho tiene consecuencias que todavía no pueden ser valoradas en toda su extensión. No se trata de especulaciones sino de resultados objetivos de la investigación sociológica que, además, coinciden plenamente con la percepción directa en nuestra experiencia personal de qué está pasando hoy en la sociedad: ya no se habla de religión, se oculta todo lo que pueda sugerir religiosidad y se palpa en mil sentidos una descristianización incuestionable. Las estadísticas dicen (cuando las personas responden sin temor al eco social de sus actitudes) que la mayor parte de la sociedad sigue siendo cristiana (con porcentajes distintos en los diferentes países). Pero las mismas personas que se declaran católicas, o creyentes, en su mayoría, apenas saben qué creen y su identificación con la iglesia es mínima. La renuncia práctica a la identificación con la iglesia cristiana (católica) es mucho mayor que la desaparición de la experiencia religiosa; ya que esta todavía está presente en la contextura psicológica esencial de la mayoría de las personas. En estos momentos todavía existe una parte importante de la población educada en aquella religiosidad más "sentida" de hace unos años. La juventud y la media edad están ya mucho más descristianizadas. Los jóvenes apenas se educan religiosamente. Cuando los mayores falten, gran parte del apoyo social firme todavía hoy existente puede desmoronarse. Este hecho social objetivo, incuestionable, es mucho más grave que la situación que llevó a la convocatoria del Vaticano l: entonces había grupos sociales muy agresivos frente a la iglesia, pero la masa social permanecía firme en la fe. Igualmente, Juan XXIII intuyó que la situación moderna exigía hacer algo, el aggiornamento: pero no tuvo ocasión de ver lo que hoy nosotros constatamos. En conclusión: el proceso de descristianización es tan grave que justifica por sí mismo la convocatoria de un concilio que delibere sobre qué podría hacer la iglesia para la conservación de la fe y establezca un proyecto de acción congruente con la historia.


Percepción social del anacronismo eclesiástico. La iglesia es percibida por la sociedad, y por la gente en general, como una institución ancestral prestigiosa que, sin embargo, está anclada en el pasado. Es claro que los creyentes activos, que todavía son muchos, ofrecen a la iglesia una espectacularidad en ciertos actos religiosos que no deben llevarnos a ilusiones engañosas que oculten la descristianización masiva que realmente está produciéndose (esta ilusión puede darse, por ejemplo, ante el éxito de los viajes papales). La realidad es que la iglesia sigue ofreciendo una impresión anacrónica y no tanto por la vestimenta eclesiástica cuanto por lo ideológico. La gente considera a la iglesia como una institución "antigua" que, como es lógico, tiene "ideas del pasado" que repite sin desmayo, que está asustada por los conocimientos actuales de la ciencia, por la evolución de la cultura, de la sociedad y de las costumbres; molesta además porque las autoridades civiles la ignoran. Esto se ve principalmente en las prescripciones morales que la mayor parte considera desfasadas y que ni siquiera quienes se consideran católicos practicantes están en condiciones de seguir. La ven, pues, como una institución "fuera de su tiempo" (anacrónica) que lanza de tanto en tanto gritos testimoniales alarmistas que pocos escuchan. Aunque la gente no sepa matizar (no tiene preparación intelectual), intuye sin embargo que la evolución de la sociedad responde a lo que debe ser, a lo que son las cosas y al sentido común (¿cómo se le puede objetar algo a la ciencia?). Por ello, mira con superioridad al "desfasado mundo eclesiástico", no le inquieta y se siente segura haciendo lo que todos hacen y dejándose llevar por el atractivo discurrir del consumo, de las diversiones y de las ocupaciones inmediatas. Quizá en su interior tienen todavía una experiencia religiosa (que les justifica "subjetivamente" ante Dios) y quizá no se atreven incluso a decir que ya no sean católicos. Pero no tienen inquietud ni remordimiento si de hecho ignoran un mundo eclesiástico que es responsable por sí mismo de "estar tan anticuado". Probablemente Dios no es "tan antiguo" como esta iglesia, parecen pensar. Esta percepción de una iglesia que, sin advertir su anacronismo, sigue empeñada en mandar, en dar doctrina y prescripciones (que con frecuencia ella misma no cumple), está en la base de una gran parte del anticlericalismo que en el siglo XIX fue muy agresivo (porque la iglesia tenía más fuerza) pero que hoy todavía pervive en muchos. En conclusión: el aggiornamento apuntado en el Vaticano II de Juan XXIII parece no haber bastado para frenar el desfase de la iglesia. Si a Juan XXIII el aggiornamento le pareció razón suficiente para convocar el concilio, cuanto más hoy el aggiornamento inacabado sigue sien do una razón suficiente para convocar un concilio, sobre todo al constatar que el desfase existente "sociedad-iglesia" puede estar relacionado con la crisis de fe antes constatada. Pienso que el aggiornamento todavía inacabado del Vaticano II se debe probablemente a que no afrontó el problema ideológico (filosófico-teológico) de fondo que debiera ser la temática capital del nuevo concilio.


Percepción social de la crisis disciplinar de la iglesia. La sociedad tiene la percepción inequívoca de que la iglesia tiene una crisis disciplinar profunda. Ya en sí misma es un problema. Pero su efecto se intensifica porque de ella se saca una consecuencia inmediata: la crisis disciplinar es resultado de la falta de fuste de una iglesia que se desmorona por la crisis de fe general y por el anacronismo anticuado de su doctrina. La crisis disciplinar tiene tres aspectos: el pecuniario (el dinero o la riqueza de los clérigos y de la iglesia), el de obediencia y unidad de acción entre los cristianos (las tensiones dentro de la misma iglesia) y el de todo aquello que tiene que ver con la afectividad y la sexualidad (los escándalos que con tanta frecuencia aparecen en la prensa). La crisis pecuniaria no es hoy tan importante como fue en otras épocas en que, por contraste con un pueblo en condiciones de pobreza manifiesta, el mundo de los eclesiásticos no carecía de nada esencial y se poseían además cuantiosas riquezas institucionales (verbi gratia, en la edad media). Hoy en día la población se ha enriquecido (en los países occidentales) y dispone de lo esencial en abundancia. El clero vive pobremente y disfruta menos del consumo que la gente normal; el hecho de que la iglesia posea riquezas institucionales se ve como algo inevitable y, más bien, como una carga. Por otra parte, las obras sociales asistenciales de la iglesia y su compromiso con los pobres (sobre todo en el tercer mundo) son percibidos por todos y alcanza un nivel de calidad excepcional. Por tanto, pienso que el ancestral problema de la "riqueza del clero" tiene hoy poca fuerza (quizá todavía influya en gente mayor de otro tiempo como residuo del pasado). La crisis de comunión en el cuerpo de la iglesia, principalmente entre eclesiásticos, es hoy percibida con claridad por la gente. Entre sectores de la iglesia existe una "alta tensión" que produce polémicas y represión por parte de quienes pueden ejercerla. Da la impresión de que existe incluso "odio" entre sectores eclesiales. Lo que la gente saca de todo esto es que la iglesia está en crisis: lo que unos hacen es criticado por otros visceralmente. Por tanto: esto es señal inequívoca de que ese inmenso organismo eclesiástico, anticuado y anacrónico, está en crisis; no es de extrañar que tantos cristianos quizá sigan en su experiencia religiosa, pero cada vez más se desvinculen de una "religión", una "iglesia" que, tal como intuyen, no parece saber bien por donde va.


La crisis afectivo-sexual del clero siempre ha existido y se explica por la naturaleza humana, en los instintos y tendencias asentados en el mismo cerebro que en ocasiones son tan fuertes que no pueden ser controlados. Existió en todas las épocas (pensemos en el renacimiento). Es claro que el clero podría casarse, pero, si la iglesia prescribe el celibato, es una indisciplina seria cuanto lo contraviene, produciéndose así la perplejidad de los cristianos. La iglesia moderna después de Trento tomó medidas y se consiguió un clero no solo correcto, sino incluso en ocasiones con alta perfección moral y santidad. Sin embargo, siguen dándose excepciones. Sabemos que, en contra de la disciplina eclesiástica, en América Latina una parte del clero vive maritalmente de forma estable, y en ocasiones han mantenido relaciones sexuales que han llevado a la paternidad (esto era habitual en la Edad media). Lo mismo pasa hoy en África, donde la cultura ancestral y los condicionamientos sociales de aquellos países han producido situaciones de verdadero caos disciplinar, incluso en altos niveles eclesiásticos. Que un clérigo se enamore de una mujer, y entre en crisis su vocación, es algo que siempre ha pasado y es, en el fondo, comprensible. Lo más penoso han sido los numerosos casos de pederastia conocidos, sobre todo en Norteamérica, pero en otras partes también. Estos casos, aireados con insistencia por los medios de comunicación, han creado una atmósfera densa de desprestigio sobre la iglesia católica (injusta porque, entre líneas, se ha jugado con generalizaciones, extendiendo la sospecha al clero que, en su inmensa mayoría ha tenido un comportamiento correcto). Desprestigio mayor porque la iglesia católica, desde hace años, ha tratado oficialmente de seguir una política de negaciones y ocultamiento reiterado (política que, en honor suyo debe hacerse constar, no puede atribuirse a Benedicto XVI, cuando la responsabilidad ha dependido de él). Mucha gente, de razonamiento simple pero tendente siempre a "pensar mal", generaliza e imagina que en la iglesia todo, o mucho, es igual, y se pregunta entonces con razón qué credibilidad puede atribuirse a cuerpos religiosos donde esto ha pasado. Por otra parte, estos comportamientos intraeclesiásticos (los delitos en sí mismos de algunos, aunque sean pocos, y la tibieza de la iglesia en denunciarlos) contrastan, por otra parte, con el rigorismo de la moral católica en todo lo referente a la sexualidad. El desprestigio, y la inducción al descompromiso con la religión, que todo esto ha producido ha sido inmenso. Todos somos conscientes de ello.


Es evidente que la crisis disciplinar no justifica la convocatoria de un concilio (quizá podría hacerlo en casos muy extremos). Pero la crisis disciplinar es una causa concurrente con el proceso de descristianización por pérdida de la fe y de falta de credibilidad eclesial por el anacronismo eclesiástico en general. Es evidente que las cosas pasan cuando falta motivación y cuando se vive en un caos ideológico que, sin duda, afecta a parte del clero. Se vive en una sociedad donde lo religioso está mal visto y apenas se tienen recursos ideológicos para hacer frente al proceso de desmoronamiento eclesial que rodea a los sacerdotes en su entorno inmediato. En conclusión: la crisis disciplinar profunda exige medidas, nuevos planteamientos, cuadros de motivación definidos y seguros que permitan al clero responder establemente a la disciplina en que se han comprometido. El lugar para plantear y asumir las medidas disciplinares sería, pues, un concilio que se convocaría por otros argumentos (evidentemente de mayor consistencia e importancia histórica), pero en el que también deberían replantearse al mismo tiempo otras muchas cuestiones que ayudarían a diseñar las medidas que debieran tomarse en lo disciplinar.


Agotamiento histórico del paradigma grecorromano. En las tres causas que acabamos de explicar se manifiesta un problema de fondo de la iglesia actual al que hemos estado aludiendo a lo largo de este ensayo: la pervivencia residual en un paradigma hermenéutico del kerigma cristiano que ha caducado desde hace ya muchos años, e incluso siglos. Ha caducado tanto en su dimensión filosófico-teológica (capítulos III-IV) como en su dimensión socio-política (capítulo VII). ¿Es acaso una suposición arriesgada pensar que, tras veinte siglos de servicio el paradigma grecorromano deba ser jubilado? ¿No es lo obvio pensar que tras el cambio transcendental en el conocimiento por la ciencia y tras el cambio sociopolítico que ha supuesto la modernidad, ha llegado el momento de que la iglesia se plantee con seriedad si el paradigma antiguo le sigue sirviendo? La iglesia es un organismo social que, aunque no debiera ser así, según su propia teología, puede de hecho describirse como "rígido": como dicen en psicología, con gran "resistencia al cambio". Esta angustia ante lo nuevo depende de su persuasión de que está "asistida" por la providencia divina para no cometer errores en la transmisión del kerigma. Esto es teológicamente correcto, pero no lo es si esta "inerrancia" se extiende indebidamente a las explicaciones dadas por la iglesia en dependencia de hermenéuticas condicionadas por la cultura del tiempo. Si el paradigma grecorromano ha caducado y si parte del proceso hermenéutico de la teología cristiana se ha construido sobre los supuestos grecorromanos, entonces no cabe alternativa: las explicaciones teológicas así construidas han caducado también en lo que tienen de grecorromano. Es posible, y así es, que dentro del paradigma antiguo se hayan expresado ideas profundas en las que se manifiesta la tradición cristiana y el kerigma. Por ello tienen un valor incalculable para la iglesia que aquí no pretendemos cuestionar. Pero aun así, el marco conceptual dependiente de la razón natural grecorromana debe verse hoy como superado, y también en la teología cristiana. Dos ejemplos obvios evidentes: tanto san Agustín como santo Tomás responden a filosofías que tanto una como otra (porque son diferentes) no son hoy admisibles. Pero esto no significa que no sean dos hitos que configuran la transmisión del kerigma y su interpretación. Es más, en ambos autores, más allá de lo hermenéutico, hallamos formas de presencia del kerigma altamente cualitativas que ayudan a entender cómo se ha sostenido en las diferentes épocas (lo mismo pasa en la patrística). La iglesia, pues, "no ha enseñado el error" en el kerigma (en el patrimonium fidei), pero sí puede haberlo hecho en la hermenéutica explicativa. Dijo cosas en el pasado que hoy están superadas y hoy está también sentando argumentos que el futuro impondrá como superados, necesitados de corrección o de reinterpretación.


La tesis que hemos sostenido a lo largo de este ensayo es que la iglesia se mantiene todavía en el paradigma grecorromano. Creemos que es así, pero, para matizar exactamente qué queremos decir y qué no, considero conveniente hacer ahora estas observaciones que, por otra parte, se han hecho ya en su momento. A) Si decimos que la iglesia está todavía en el paradigma antiguo es porque esta es la tradición de veinte siglos, ninguna instancia oficial la ha puesto en duda, más bien se ha reafirmado sin lugar a dudas cuando ha habido ocasión, y no se ha propuesto ninguna alternativa (y esto en las dos dimensiones del paradigma). B) Pero la iglesia percibe hoy claramente que el paradigma explicativo ya ha caducado (aunque no lo llegue a decir) y, por ello, desde hace ya años, se mantiene en la mayor parte de sus manifestaciones en un lenguaje teológico esencial ceñido al kerigma, sin querer meterse en vericuetos explicativos actuales que forzaran a recurrir al paradigma (al antiguo, naturalmente, que es el único que se tiene, aunque bajo "sospecha"). Se produce entonces lo que he llamado el "incompromiso hermenéutico". C) No siempre es así porque con frecuencia la mención del paradigma es explícita, como pasa cuando aparece la referencia a santo Tomás como doctrina filosófico-teológica tuta, cuando se constatan los principios filosóficos en que se fundan los argumentos de las doctrinas morales, cuando se revisan las enseñanzas de los catecismos oficiales o cuando se analizan en detalle las enseñanzas que se imponen en seminarios. D) En muchos casos, sin embargo, la iglesia, forzada por los resultados de la ciencia moderna o por la evolución inevitable de la sociedad, ha ido admitiendo numerosas adaptaciones ad hoc del paradigma. Se han hecho zurcidos en las rasgaduras evidentes, pero no se ha cambiado de traje. Por tanto, no afirmo que la iglesia actual esté como en la Edad media. Se ha tomado conciencia velada (aunque no se confiese abiertamente) de que los marcos conceptuales ya no valen, se han hecho cosas para salir del paso y en lo posible adaptar ad hoc el paradigma. Pero en realidad todo sigue todavía dentro del paradigma y nadie sería capaz de señalar una alternativa hermenéutica que haya sido aceptada por la iglesia. E) Además, debemos indicar que esto solo se refiere a la iglesia oficial (a la que en este ensayo nos referimos principalmente), ya que muchos filósofos y teólogos cristianos, de todas las iglesias, se han esforzado a lo largo de este siglo en abrir nuevas vías filosóficas y teológicas más adaptadas al mundo moderno, aunque su influencia real en la iglesia oficial haya sido muy reducido. Esta obra no está dedicada a valorar la obra de estos teólogos.


Por tanto, esta cierta indefinición hace que ni los cristianos ni la sociedad perciban claramente dónde se halla la iglesia en lo referente a la hermenéutica esencial sobre cómo concuerda el cristianismo, el kerigma, con la imagen de la realidad en la cultura de nuestro tiempo. Esta oscuridad y falta de nitidez en los planteamientos contribuye a que la gente perciba la iglesia como algo esotérico, una organización anacrónica que repite sus creencias "a la antigua" y en la que solo "a ciegas" se puede uno introducir. El estar "en el pasado" porque se piensa según un "paradigma del pasado", no contribuye a reafirmar la creencia en un tiempo en que son muchos los reclamos que mueven a olvidarla. Por ello, en mi opinión, la iglesia no puede seguir más tiempo con la política de adaptaciones ad hoc y de reafirmación en lo de siempre, con tácticas de camuflaje, como si nada hubiera pasado en la historia del conocimiento y en el cambio social.


En conclusión: la constatación histórica de que el paradigma usado desde siglos atrás ha caducado, junto a la falta de fe, increencia, anacronismo y crisis disciplinar, colocan a la iglesia en una situación extremadamente grave, en un punto crucial en que debe tomar decisiones importantes sobre su futuro. Es, sin duda, una grave coyuntura histórica que requiere convocar a toda la iglesia para que el papa halle apoyo en la "colegialidad espiritual del episcopado universal" para apelar todos juntos la asistencia divina prometida por Jesús. Sin paradigma, es decir, sin una hermenéutica fundada en la imagen racional del hombre en cada momento de la historia de la cultura, la iglesia estaría como "en el aire", sin poner los pies en la sociedad de su tiempo. Un estado grave ya de por sí que justificaría por sí solo la convocatoria de un concilio.


Necesidad de definir un nuevo paradigma. Hasta ahora hemos argumentado causas negativas, problemas graves existentes en la iglesia que justificarían que se recurriera al recurso espiritual de mayor envergadura: el concilio. Pero las causas negativas apuntan a una razón positiva involucrada en ellas: la necesidad de hallar un nuevo paradigma. Un concilio que simplemente constatara que hay problemas (increencia, anacronismos, indisciplina, falta de paradigma) sería inútil. Lo negativo, por tanto, es causa que justifica el concilio: pero solo si este puede aportar una solución a medida de. tales problemas. La naturaleza de la actual coyuntura orientaría al concilio, por lo dicho, a un objetivo definido: configurar un nuevo paradigma para hablar del kerigma cristiano en nuestro tiempo. Esto es: para proclamar el kerigma y, al mismo tiempo, explicar que en la Voz del Dios de la Revelación resuena con armonía la Voz del Dios de la Creación. Si el nuevo paradigma se formulara con precisión se dispondría del medio esencial para intentar inyectar fuerza en la creencia, superando la imagen anacrónica de la iglesia, así como los problemas disciplinares pendientes. La respuesta del concilio a la situación debería ser, por tanto, poner a disposición de la iglesia un nuevo paradigma. En esto debería cifrarse la razón fundamental para convocar un concilio: respaldar con su autoridad suprema (el papa con los obispos) la entrada de la iglesia en un nuevo paradigma hermenéutico, una profundización, a la altura de la cultura de nuestro tiempo, en los principios del kerigma cristiano de siempre. El concilio debería así no solo constatar problemas, sino construir positivamente soluciones o, al menos, principios de solución bien diseñados.


No quisiera que pasara desapercibida la transcendencia inmensa de cuanto estamos diciendo. Significa que el cristianismo ha vivido durante dos mil años en un paradigma explicativo que, al caducar, pone a la iglesia en trance de hallar un nuevo paradigma. Para una institución que ha vivido veinte siglos en una manera de pensar definida es un verdadero drama tener que cambiar (aunque se trate solo de cambiar, como es el caso, el sistema hermenéutico). Se cumple la observación de Hegel sobre el cambio hacia la nueva figura-de-conciencia que produce la duda y la desesperación de sentir el camino de la historia como un "perderse a sí mismo". Pero solo la valentía y el impulso moral hacia la verdad dan fuerza al hombre para afrontar el trauma de avanzar en la historia. Este impulso a la verdad que permita profundizar en el conocimiento del kerigma, y la confianza en el Espíritu de Jesús, deberán ser la fuerza de la iglesia para afrontar el cambio necesario de paradigma. Pero en todo caso, lo que la coyuntura actual fuerza a la iglesia a demandar, un nuevo paradigma para entender el kerigma, es de una transcendencia excepcional: en el nuevo paradigma deseado la iglesia, a través del concilio, cerraría la época del paradigma grecorromano y abriría el tiempo del nuevo paradigma. Un papa y un concilio capaces de afrontar este reto pasarían sin duda a la historia de la iglesia, y de la humanidad. Sería uno de los concilios más importantes de la historia: probablemente quizá el más crucial en la historia del cristianismo. Conclusión: constatado el desmoronamiento del paradigma antiguo, la iglesia apelaría al concilio como asamblea que hiciera posible la construcción positiva de un nuevo paradigma para hablar del kerigma cristiano en crisis de creencia, de anacronismo y de disciplina. Esta búsqueda del nuevo paradigma sería el argumento fundamental para el concilio.


Disposición del paradigma de la modernidad. La necesidad de encontrar el nuevo paradigma justificaría la convocatoria del concilio. Pero, ¿dónde hallar el nuevo paradigma? ¿Es que en realidad existe o es posible un nuevo paradigma? ¿En qué debería consistir? Podría ser que la iglesia necesitara un paradigma nuevo, pero no lo tuviera a disposición. Creo que esto ha pasado en las ·décadas anteriores. Si entonces se hubiera configurado un nuevo paradigma, y la iglesia hubiera llegado a percibirlo con claridad, probablemente el "nuevo concilio" al que nosotros apelamos sería ya historia pasada. Si en el pasado la iglesia no ha percibido ninguna alternativa viable, se explica perfectamente lo que ha pasado (y sigue pasando): seguir disimuladamente en el antiguo paradigma, ponerle las adaptaciones ad hoc necesarias y seguir trampeando hacia delante. Por esto creo que el nuevo concilio no se ha emprendido todavía: había problemas, se tenía conciencia de que el paradigma antiguo era ya arqueológico, pero no se tenía ninguna alternativa positiva que construir; por esto las cosas seguían su curso normal, en "lo de siempre", saliendo hacia delante como se podía del embrollo de la historia humana. ¿Para qué hacer un concilio si no se tenía todavía una idea precisa de las respuestas a los graves problemas planteados, sobre todo al anacronismo filosófico-teológico del paradigma antiguo?


Pues bien, la tesis que hemos propuesto y defendido en este ensayo es precisamente que las cosas han cambiado: estamos ya en condiciones de entender que el paradigma deseado es el "paradigma de la modernidad" en los términos expuestos. Este paradigma ya está a disposición de la iglesia y podría ser el hilo conductor del nuevo concilio. Por tanto, la disposición de este paradigma es un argumento decisivo para la convocatoria del concilio. El concilio podría convocarse porque no solo podría constatar los problemas, sino porque podría aportar también el nuevo paradigma que ofreciera un marco filosófico-teológico adaptado a nuestros tiempos que ayudara a construir las respuestas necesarias. El concilio debería convocarse porque se dispone ya de un paradigma sustitutorio del paradigma caducado.


Pero, ¿por qué precisamente este "paradigma de la modernidad"? ¿No sería posible formular otras propuestas, otros paradigmas alternativos al paradigma antiguo? ¿Quién avala la idoneidad del paradigma que aquí proponemos? Para valorar debidamente nuestra propuesta debemos caer en la cuenta de su sentido. El objetivo de este ensayo no es negar la posibilidad de otras argumentaciones o, esto es evidente, que un concilio sería soberano para caminar en una u otra dirección. Nuestra intención es argumentar la necesidad de un nuevo concilio de la iglesia católica. Esta argumentación tiene dos puntos de apoyo principales, entre otros: que el paradigma antiguo ha caducado (capítulos III y IV) y que el paradigma de la modernidad es la alternativa sustitutoria (capítulo V). ¿Que hay otros paradigmas alternativos? Sería deseable que existieran. Pero pregunto, ¿dónde están? La verdad es que no los veo. No distingo propuestas teológicas de envergadura que pudieran constituir un paradigma sobre el que montar una reinterpretación global del cristianismo. Si las hubiera, mejor ya que el concilio podría deliberar entre un espectro de alternativas y cabe suponer que escogería la más válida, desde el criterio de su mayor o menor congruencia con el kerigma cristiano. Lo que pretendo en este ensayo es solo argumentar la necesidad y la viabilidad de un concilio porque, para celebrarlo, se necesitaría al menos un paradigma alternativo y en este ensayo hemos argumentado que este paradigma existe: podría ser el "paradigma de la modernidad" propuesto. Pero proponer una argumentación compleja como la presentada en este ensayo no equivale a imponerla: es simplemente dejarla ahí para promover la idea del nuevo concilio mostrando, al menos, una hipótesis global de su viabilidad. Nuestra propuesta y otras que deseablemente pudieran hacerse (aplicando aquel principio de Paul Feyerabend de la "proliferación de teorías"), enriquecerían la formación de una opinión pública eclesial hacia el necesario escenario de un futuro concilio. Si el resultado final del concilio no asumiera las propuestas presentadas aquí, mejor porque entonces cabría suponer que las que se aceptaran serían mejores.


Pero no debemos olvidar que el hilo conductor de nuestra argumentación es mostrar una propuesta de viabilidad del concilio. Por ello nos movemos siempre en la hipótesis del paradigma de la modernidad y la aplicamos al desarrollo del concilio, tal como seguiremos haciendo en este capítulo. Nuestra aportación es plantear una concepción global del concilio que parte de los argumentos que se construyen en paralelo. Su convergencia nos dará una percepción de lo que el concilio podría ser: al menos en nuestros supuestos podría representar sin duda un momento excepcional de la historia de la iglesia.


Necesidad de explicar el kerigma desde el nuevo paradigma. Si un nuevo paradigma fuera introducido debería reinterpretarse a su luz el contenido del kerigma cristiano, así como los contenidos vertebrales de la dogmática en la teología católica. El hecho es que hasta el momento la teología católica ha sido entendida y explicada en términos del paradigma antiguo. El nuevo paradigma exigiría una reinterpretación y profundización en los contenidos tradicionales del kerigma y de la teología dogmática. Como se ha comentado, el kerigma cristiano es lo que es, a saber, la fijación de la doctrina de Jesús, pero a lo largo de la historia del paradigma grecorromano se hizo una densa interpretación de lo que significaba el kerigma desde la realidad (vista al modo grecorromano). La interpretación antigua estaba también sometida al kerigma; no lo falseó pero le dio un sesgo especial propio. Al aceptarse que una nueva imagen de la realidad ha sustituido al paradigma antiguo, la teología cristiana se hallaría en posesión de una imagen del universo, en principio más profunda, que debería permitir una profundización lógica en el entendimiento del kerigma que, en términos más pobres, fue explicado en el paradigma antiguo. Las líneas básicas de esta nueva interpretación del kerigma deberían establecerse, pues, en el concilio, a expensas de que la teología posterior comenzara una obra de profundización similar a la que, desde su punto de vista, fue haciendo poco a poco el paradigma antiguo. Un trabajo de tanta importancia, como es trazar las líneas esenciales de una nueva explicación del cuerpo doctrinal de la iglesia católica, debería tener el respaldo de un concilio, siendo la consecuencia lógica de la entrada en el nuevo paradigma. Este tipo de tareas dogmáticas esenciales han sido siempre en la iglesia una ocupación propia de concilios desde los primeros siglos. Hubo momentos, como pasó en los concilios trinitarios y cristológicos de la iglesia primitiva, en que los concilios fijaron el dogma católico en situaciones difíciles. Una labor de fijación similar, aunque en circunstancias diferentes, debiera hacerla el nuevo concilio. En conclusión: supuesta, por tanto, la admisión del paradigma de la modernidad, la necesidad de la ingente obra de reformulación y reinterpretación de la dogmática cristiana sería un argumento para la celebración del concilio. A los perfiles teológicos esenciales de esta nueva hermenéutica nos referiremos seguidamente para trazar un panorama congruente general de lo que debería ser tarea del concilio.


Necesidad de una estrategia de recristianización de la sociedad. La tarea del concilio debería ser responder a los problemas cruciales, factores negativos en la marcha de la iglesia, constatados como argumentos que lo justificaban. Uno de ellos era la descristianización, el aislamiento cada vez mayor de la iglesia en medio de una población antes cristiana, que probablemente conserva quizá todavía la experiencia religiosa interior. El anacronismo y la percepción de los problemas disciplinares del clero, sobre todo morales, eran también problemas en sí mismos que producían un serio caos en la imagen de la iglesia, contribuyendo a la falta de firmeza intelectual y moral del clero, así como a la descristianización en general. Es claro que los problemas de increencia e indiferencia ante lo religioso dependen de procesos históricos como el consumo, el bienestar, la atracción por lo inmediato, que no solo merman la capacidad de sacrificio general de los individuos sino también la capacidad de atención a las grandes cuestiones metafísicas. Si a esta inclinación negativa le sumamos la falta de calidad del mensaje cristiano -enmascarado en anacronismos, en un paradigma anticuado, en una imagen moral decepcionante del clero y del cuerpo eclesial-, entonces el resultado es una todavía mayor descristianización. El verdadero problema para la iglesia cristiana es no acertar en proclamar el kerigma cristiano en forma inteligible para la sociedad, habida cuenta de su cultura, de su psicología y de sus condicionamientos. El problema no es si hay más o menos cristianos, ya que esto depende de la libertad humana. El problema es no hacer las cosas de tal manera que la gente pueda entender qué es el mensaje cristiano, de tal manera que, si lo rechaza, no sea porque no se haya percibido. El problema es hacer las cosas de tal manera que más y más personas tengan la senda abierta para enriquecer sus vidas llevándolas a la fe cristiana. Por consiguiente, supuesta la tarea del concilio para reformular la fe en términos del nuevo paradigma, la expectativa sería que esta actualización permitiera una nueva forma de presentación -proclamación-de la fe cristiana ante la sociedad contemporánea. En conclusión: que la autoridad del concilio fuera el escenario idóneo para reconstruir una estrategia de recristianización de la sociedad fundada en los resultados del nuevo paradigma, sería sin duda otro argumento suficiente para la celebración del concilio. Una nueva estrategia global para la presencia cristiana en la sociedad debiera nacer con el concilio. No solo debería ser histórico por haberse producido en él el tránsito a un nuevo paradigma, tras dos mil años de pervivencia en el antiguo, sino por sentar los fundamentos de la nueva estrategia cristiana para cumplir la misión esencial de proclamar el kerigma cristiano según una hermenéutica apropiada que lo hiciera inteligible. El diseño de la nueva presencia social respaldada por el concilio daría los perfiles esenciales, el modelo general a seguir, que debería ser profundizado después y ampliado por la teología y la pedagogía de la fe. En el marco de esta aportación conciliar deberían tratarse la formación del clero, la vida religiosa, las organizaciones laicales, los creyentes cristianos, la increencia y sus formas. Todo ello debería ir precedido de un marco general descriptivo de contenidos, formas y psicología de la sociedad contemporánea.


Ocasión histórica excepcional para la convergencia interreligiosa. Hemos ya comentado cómo el tránsito al paradigma de la modernidad establecería las condiciones para un nuevo enfoque en el diálogo interconfesional cristiano y en el diálogo interreligioso. No solo se trata de que este diálogo sea una obligación moral de las iglesias y de las religiones, que en todo caso debería emprenderse siempre de acuerdo con las posibilidades viables de cada momento, sino de que, como consecuencia del cambio hacia el paradigma de la modernidad, el proceso de convergencia podría tener una envergadura tal que contribuyera de forma excepcional a potenciar el prestigio social de las iglesias y de las religiones. Todas se verían reafirmadas, verían potenciado el prestigio ante sus fieles y ante sus nichos sociales específicos. En una situación global en que el avance de la modernidad produce el repliegue de las religiones en todas las culturas (esta es la agresión que el islam siente como producida desde el mundo occidental), la convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa debería ser un factor de freno que potenciaría a las religiones, en sus respectivos marcos sociales, para mantener la vivencia religiosa popular ante la increencia. Lógicamente, si el concilio llegara a celebrarse, en el supuesto de que se orientara hacia el paradigma de la modernidad, que es la propuesta que aquí defendemos, serían necesarios algunos años para madurar las ideas que condujeran a su celebración. En ese tiempo podrían haberse dado avances en el diálogo religioso. Sin embargo, a mi entender, el lugar propio más solemne para que la iglesia católica hiciera la gran oferta de convergencia interreligiosa sería el concilio. Esta oferta -quizá facilitada por conversaciones previas-podría responder a los términos antes expuestos. Los documentos que se aprobarían en el concilio establecerían los criterios y el sentido de la nueva convergencia religiosa en el marco del "mutuo reconocimiento", aplicado a las relaciones interconfesionales y a las interreligiosas. En conclusión: promover el avance hacia el diálogo interconfesional e interreligioso sería ya por sí solo un argumento suficiente para convocar un concilio, mucho más al haber diseñado antes un concilio para afrontar los grandes problemas mencionados, sobre todo el cambio de paradigma, que por su propia lógica harían posible el avance en el diálogo religioso. Que la entrada en el "paradigma de la modernidad" hiciera también posible un avance histórico de tal envergadura hacia la convergencia interreligiosa sería un argumento importante para la celebración del concilio. En él, al mismo tiempo, la iglesia católica entraría en un nuevo paradigma y haría la gran oferta histórica de convergencia a las otras confesiones y religiones. Por diferentes vías la transcendencia histórica que se seguiría a la celebración del concilio sería un argumento decisivo para su celebración. Insistiremos en ello más adelante, en este capítulo.


Ocasión histórica excepcional en la lucha contra el sufrimiento. Volviendo al supuesto desde el que construimos el razonamiento, si el concilio se llegara a celebrar en el marco del paradigma de la modernidad, esto querría decir que un tiempo antes hubiera tenido lugar en la iglesia un movimiento de opinión hacia el compromiso socio-político en la línea de la acción civil. Este movimiento estaría en armonía con la previsible emergencia del protagonismo de la sociedad civil en cuya promoción podrían haber tomado parte decisiva los ciudadanos cristianos y religiosos. Estaría en gestación un poderoso movimiento civil hacia el compromiso socio-político orientado a la lucha pragmática y urgente contra el sufrimiento humano. Quizá incluso pudiera haber nacido, o estar en camino de fundación, el proyecto de acción civil que antes hemos llamado Nuevo Mundo. Estos movimientos podrían haber surgido por la lógica de la nueva sensibilidad ético-utópica de la sociedad civil, al margen de asociaciones religiosas por la iniciativa de intelectuales y líderes puramente civiles. Pero en este movimiento civil podrían haber aportado iniciativas importantes los ciudadanos cristianos que tendrían toda la legitimidad para obrar como puros líderes civiles. En la filosofía política que propongo, y que constituye uno de los pilares históricos, sociales, políticos y filosóficos, cuya lógica lleva a unos tiempos nuevos que coincidirían con la entrada del cristianismo en el paradigma de la modernidad (capítulo VII), se considera que Nuevo Mundo podría nacer eventualmente por el liderazgo de diversos candidatos al protagonismo. Sin embargo, quiero aquí expresar mi persuasión de que la madurez del compromiso socio-político de la sociedad civil podría finalmente nacer por acción del asociacionismo cristiano. Si en la iglesia surgiera, en efecto, un movimiento de ideas y de formación de opinión pública cristiana que fuera estableciendo el humus básico que llevara, en primer lugar, al reconocimiento del paradigma de la modernidad y, por último, al nuevo concilio, este tráfico de ideas, creador y transformador de la realidad, inspiraría sin duda a asociaciones cristianas para orientarlas hacia el nuevo compromiso socio-político civil para luchar pragmáticamente contra el sufrimiento humano. Por ello, en el cristianismo podría bullir pronto un nuevo laboratorio de ideas que hiciera caer en la cuenta de que combatir el sufrimiento es dramático, es urgente, no admite demoras y exige actuaciones pragmáticas. En este nicho social cristiano podrían nacer pronto los compromisos viables que movilizaran a ciudadanos de toda condición, a cristianos y a religiosos, para hacer "algo posible", la fundación de Nuevo Mundo, que si no se hiciera pesaría sobre sus conciencias morales: ese "algo posible" sería el movimiento de acción social bien diseñado para llegar al definitivo control socio-político del rumbo de las naciones para imponer por fin una política humanista.


No cabe duda de que la iglesia católica, como consecuencia esencial de la fe que proclama en el kerigma la doctrina de Jesús, está llamada a realizar lo que hemos llamado la caridad teologal para con todos los hombres. En tiempos antiguos la iglesia intentó que los sistemas teocráticos, en los que quedó atrapada, realizaran una política cristiana que fuera signo del amor fraternal. Cuando la sociedad de la modernidad denunció el pacto teocrático con el mundo religioso, la iglesia no cejó en sus intentos de que el orden de las naciones reflejara el orden de la caridad cristiana. La doctrina social de la iglesia viene resonando ya desde hace varios siglos como una cantinela retórica que apenas influye en la marcha de las naciones de acuerdo con los principios de una modernidad, ya en el fondo controlada por férreas "estructuras de dominación", donde la aparente dignidad de los ciudadanos es manejada por la "mano invisible" que en realidad gobierna el mundo, insensible al sufrimiento de cada hora, de cada minuto, de cada segundo. Parece, pues, evidente que un concilio como el que proponemos, donde estaría representada la iglesia universal, no podría callar ante la voz de los que sufren; o mejor, de los que sufren sin tener voz. Al menos retóricamente la iglesia debería aprovechar esta ocasión para volver a denunciar una sociedad internacional donde el sufrimiento aumenta más aprisa que las soluciones que se van gestionando lentamente. Sin embargo, si es verdad que la caridad de Cristo urge a la iglesia, no se podría contentar con la retórica. Debería sentir urgencia y pragmatismo para hacer algo por el inmenso sufrimiento de cada instante en la vida de millones y millones de seres humanos. Esta urgencia pragmática, en el fondo, funda ya las obras caritativas de la iglesia en los cinco continentes, y con una inmensa movilización de recursos privados, por cierto. Pero las soluciones definitivas no son la caridad cristiana, o las ONG civiles; la única solución de los problemas real y efectiva depende del gobierno nacional e internacional del mundo. El concilio debería, pues, preguntarse con la angustia y la urgencia de un problema moral grave: ¿qué hacer?


Ante esta pregunta, la iglesia no debería responder con respuestas políticas concretas., comprometiéndose en una línea de acción política frente a otras, ya que como tal, la iglesia, no es sino una asociación espiritual que, tras la salida del paradigma antiguo, no insiste ya en pretensiones de control teocrático de la sociedad y, además, por otra parte, los cristianos se comprometen por opciones diversas y la iglesia, que los acoge a todos, no debiera optar solo por una de ellas, Parece que, de nuevo, la iglesia debiera quedar puramente reducida al plano retórico habitual. Sin embargo, no es así, puesto que su entrada en la dimensión socio-política del paradigma de la modernidad le permitiría actuar dentro de un amplio margen de maniobra. 1) El concilio debería hacer con toda la solemnidad posible un llamamiento a la dramática conciencia del sufrimiento, 2) Debería igualmente hacer un llamamiento en conciencia a los ciudadanos cristianos, religiosos y no-religiosos, a intervenir en la vida pública de cuantas maneras dicte su conciencia moral y su razón socio-política. 3) Debería también instar a los ciudadanos a hacer valer su fuerza por medio del asociacionismo civil para influir sobre el poder político que, tras la experiencia inequívoca de los últimos siglos, no ha mostrado ni capacidad ni voluntad de resolver los problemas de la convivencia humana. 4) Debería instar a las iglesias cristianas y a las religiones a colaborar solidariamente, haciendo valer todas las religiones juntas su fuerza moral universal, para la promoción de compromisos eficaces que combatieran el sufrimiento humano. Esta solidaridad interreligiosa estaría avalada por el proceso de convergencia interconfesional e interreligiosa. Una de las motivaciones que harían entender precisamente a las religiones el carácter estratégico y la conveniencia del proceso de convergencia sería precisamente la percepción de la fuerza transformadora de la realidad que todas juntas podrían asumir.


Si el movimiento de acción civil Nuevo Mundo, propuesto por la filosofía política, estuviera formándose o hubiera llegado eventualmente al estadio de crecimiento crítico apropiado para recibir el apoyo de las religiones (tal como se explicó en el capítulo VII y a nuestro entender debería suceder), cabría pensar qué debería hacer el concilio. En mi opinión el lugar y el momento idóneo para el apoyo oficial de las iglesias y de las religiones a Nuevo Mundo (capítulo VII) no sería precisamente el concilio, ya que el eventual "apoyo a Nuevo Mundo" sería un evento en alguna manera más arriesgado y político, de una naturaleza distinta a los temas esenciales del concilio. El concilio no debería, pues, actuar en este tipo de compromisos, salvaguardando el nivel de su instancia superior en el orden teológico en la iglesia. Sin embargo, si en efecto Nuevo Mundo ya hubiera alcanzado los niveles críticos de expansión y se acercara el momento crucial en que las iglesias debieran mostrarle su apoyo institucional, entonces la declaración del concilio exhortando al asociacionismo civil de los ciudadanos católicos, cristianos, religiosos y no-religiosos, podría ya sentar veladamente el apoyo final que debería producirse después, pasado un tiempo, a Nuevo Mundo. En todo caso, el concilio debería dejar fuera de toda posible duda el hecho de que las religiones han entrado en una nueva época en la que el compromiso civil de los ciudadanos religiosos para resolver el problema del sufrimiento humano, con urgencia y pragmatismo, mediante el asociacionismo civil debería hacer que la historia humana entrara en una nueva situación en que los ciudadanos no siguieran ya como espectadores impotentes, atados de pies y manos, frente al devenir incontrolado del sufrimiento constante de la humanidad.


En conclusión: la celebración del concilio se produciría en un tiempo en que la maduración filosófico-teológica interna de la iglesia por efecto del acceso al paradigma de la modernidad, así como el progreso del diálogo interreligioso, coincidirían con un proceso paralelo de la historia socio-política que produciría la emergencia de una nueva sensibilidad ético-utópica que desembocaría en la postulación de un nuevo protagonismo de la sociedad civil. En esta coyuntura de la historia que calificamos, sin dudar, como excepcional, la iglesia católica no podría inhibirse de la marcha de los acontecimientos. Siendo así que sería un momento de máxima importancia para que la iglesia saldara su deuda histórica para con el sufrimiento humano, la convocatoria de un concilio para establecer las directrices de la política en el compromiso frente al sufrimiento sería por sí sola un argumento suficiente para hacerlo. Mucho más si este concilio debiera al mismo tiempo dar el tránsito al paradigma de la modernidad y embarcar a la iglesia en un proceso de renovación y de diálogo con las otras religiones de tal envergadura que no tendría precedentes en el pasado.


La fuerza proclamadora de la celebración del concilio. Es patente por lo que llevamos dicho que el verdadero drama para la iglesia católica (en su nivel también para las otras iglesias y religiones) es no sentirse con fuerza para que su palabra y su doctrina ayuden a la gente a dar sentido a sus experiencias religiosas. Por ello, el objetivo esencial de un concilio sería ayudar a la iglesia frente a la increencia, frente a los anacronismos de su mensaje y el impacto popular de sus problemas disciplinares, superando un paradigma anacrónico, ya inoperante, entrando en una nueva manera de hablar de la fe en consonancia con la cultura de nuestro tiempo. Supongamos que los resultados de un eventual concilio se alcanzaran sin un concilio; por ejemplo, mediante documentos eclesiásticos en su forma ordinaria. Es evidente que su impacto, su fuerza de efecto sobre fieles católicos, sobre las otras iglesias y religiones y sobre la sociedad en general, no sería en absoluto el mismo. El que el cambio transcendental se escenificara en la grandiosa celebración de un concilio ecuménico -aparte del efecto que ya de por sí pudiera producir por su propio contenido-tendría un efecto transmisor incomparablemente mayor. Si la iglesia busca esta capacidad comunicativa: que su mensaje se extienda al máximo y con máximo impacto tanto en relación a sus fieles como al resto de instancias religiosas y sociales, entonces la celebración del concilio sería un argumento en sí mismo. Pensando en la relación coste-beneficio (en este caso espiritual) la complicación organizativa evidente de un concilio produciría un beneficio propagandístico inmenso, ya que día a día, durante meses, toda la prensa universal, así como radios y televisiones en retransmisiones en directo, en programas ordinarios y especiales, todos los medios de comunicación social en general, se harían eco de los temas tratados, de novedades teológicas, de discusiones, de intervenciones, acompañándolo de entrevistas a los personajes más relevantes. Es fácil imaginar cómo sería esta portentosa celebración del concilio y la fuerza de su impacto social. Por ello, el concilio en sí mismo, aun considerando solo su pura celebración mediática, por su capacidad de inmenso impacto social en todas las direcciones, sería un argumento suficiente para emprenderlo. La importancia excepcional del cambio producido en la iglesia necesitaría una forma de transmisión excepcional.


Pero hay algo más: el nuevo concilio no sería un concilio ordinario, sino un evento excepcional que apasionaría a la opinión pública. Un concilio ordinario como el Vaticano II atrajo ya en su tiempo un seguimiento mediático fuera de lo común, aunque se trató de un concilio donde la iglesia se ocupó de sus cosas en la línea en que siempre lo había hecho hasta entonces, hubo documentos de interés y un nuevo espíritu general de apertura que interesaron porque producían la impresión de que se quería entrar en una nueva época (en la que no se entró porque la iglesia siguió en el paradigma antiguo, sin atisbar ni siquiera que pudiera pensarse en pasar a uno nuevo). Pero en el nuevo concilio se produciría realmente la entrada en una nueva época, la de un entendimiento más profundo del cristianismo de siempre, el del kerigma de la fe primitiva, bajo la luz enriquecedora del paradigma de la modernidad. Ver cómo la iglesia católica, una institución de dos mil años de existencia anticipada por otros dos mil años de historia de Israel, cansada de caminar en la historia, es capaz de renovar su pensamiento, de asentarse con una seguridad pasmosa en los cimientos de la cultura moderna y de la ciencia, de reformular con congruencia profunda el contenido de su kerigma esencial, de abrirse con firmeza y sin titubeos al diálogo interconfesional e interreligioso con una creatividad sorprendente, de dialogar y de respetar por igual el mundo de la increencia, haciendo admirar el impresionante cuerpo de su doctrina filosófico-teológica en conexión con las raíces de la cultura occidental, de introducirse en la dinámica misma de la historia como protagonista decisiva del compromiso final y de la lucha contra el sufrimiento humano, ver todo esto, repito, sería un espectáculo intelectual impresionante. Este espectáculo no dejaría indiferente a la sociedad actual que reaccionaría entendiendo lo que realmente estaría pasando en el concilio: una experiencia única, excepcional, de renovación y de actualización dinámica del kerigma cristiano, en una forma creativa e inteligible para la sociedad.


Por ello, la iglesia, consciente del impacto mediático del concilio y de ser una ocasión única para promover la fe católica debería tener preparada con toda precisión su propia gestión mediática. Esto sería posible porque, el concilio, de celebrarse, estaría ya preparado en sus líneas generales y la política vaticana debería velar para que se cumplieran los objetivos previstos. Todo esto habría supuesto un enorme proceso de formación de opinión pública en la iglesia y de convergencia del episcopado mundial en el "espíritu" del nuevo concilio. De ahí que fuera posible una preparación previa minuciosa de la política de medios y de comunicados, de materiales informativos de trabajo puestos a disposición de la prensa por las oficinas de comunicación vaticanas.


En conclusión: habiéndose extendido en la iglesia la persuasión de que el cambio de paradigma es inevitable y teniendo ya una idea de que su contenido respondería a las expectativas del tiempo, se extendería también la convicción de la conveniencia de convocar el concilio. Ningún otro acontecimiento podría promover con tanta fuerza la nueva imagen del cristianismo que el cambio de paradigma produciría. La fuerza mediática del concilio, aparte de la oportunidad teológica dada la coyuntura en la historia del cristianismo, se convertiría en un argumento decisivo para su convocatoria. La iglesia católica, debiendo dirigir el inevitable cambio hacia un nuevo paradigma teológico, comprendería también la inevitable conveniencia de la convocatoria del concilio.


Recapitulación: ponerse en manos del Espíritu. La autoridad jerárquica de la iglesia católica tiene -desde la madurez y experiencia conseguidas a la altura del siglo XXI-una persuasión muy clara de que está en sus manos gestionar la proclamación del kerigma cristiano. Esto supone, a la vez, fidelidad esencial a la doctrina de Jesús y esfuerzo hermenéutico para que el hombre de cada tiempo perciba la congruencia de la Voz del Dios de la Revelación con la Voz del Dios de la Creación. Esto es: la congruencia de· la fe cristiana con nuestra condición de hombres que construimos nuestra vida bajo la guía de la razón natural. No tendría sentido pensar que una jerarquía responsable de la iglesia se lanzara al vacío de convocar un concilio sin tener una idea clara de su punto de partida y su punto de llegada. El Vaticano II de Juan XXIII fue una sorpresa carismática de un papa con gran corazón que dejó "helados" a muchos hombres prudentes del staff eclesiástico. Pero Juan XXIII no hubo más que uno. Sin embargo, no afrontar el debido esfuerzo hermenéutico equivale a una "baja calidad" en la proclamación del kerigma que pesa negativamente en la conciencia de la iglesia cuya misión es clara. La hermenéutica es obra de la razón, y desde ella se ha realizado en el paradigma grecorromano. Llegará, sin embargo, un cierto momento en que los argumentos que pesan para entender la necesidad del cambio de paradigma y para admitir la inevitabilidad del concilio -argumentos que hemos expuesto-inquietarán la conciencia cristiana de los responsables jerárquicos de la iglesia. Llegará un momento en que la consideración objetiva de la lógica filosófica y teológica que lleva al cambio paradigmático y al concilio se les impondrá. Aunque todavía no lo confiesen intuirán que, en efecto, el paradigma antiguo ha dado de sí todo lo que podía, y más, y que se impone racionalmente el cambio. Entenderán incluso que la maqueta teológica de la iglesia que resultaría del cambio paradigmático ha sido ya propuesta, es brillante y es congruente con el kerigma que se debe proclamar. El peso de la prudencia responsable ante las decisiones históricas y el vértigo ante la creatividad excepcional que debería afrontarse, producirán sin duda angustia y tribulación; la experiencia hegeliana de que la historia es el camino de la duda y de la desesperación. Pero la angustia natural deberá superarse por la rectitud moral, la objetividad de las valoraciones de la razón y la confianza en el Espíritu de Jesús. El creyente, y más el gobierno de la iglesia, debe saber, aceptar y confiar en que el Espíritu no fallará nunca a la iglesia. La iglesia debe dejarse llevar por el soplo del Espíritu y hay tiempos en que sopla poniéndonos ante los ojos los argumentos que avalan que un cierto comportamiento es el que responde a la lógica de la presencia del cristianismo en la historia. Antes decíamos que no hay concilio sin papa. Por ello, el soplo del Espíritu que aquí postulamos deberá hacerse presente en un papa que llegue a entender que no puede ya seguir cerrando a la iglesia al protagonismo de los tiempos excepcionales que inevitablemente se avecinan.



2. La gran simulación del nuevo concilio


El nuevo concilio que promovemos es un evento futuro cuya realización no sabemos si tendrá lugar. Pero para hacerlo posible es necesario que imaginemos que "podría ser realidad". Imaginar significa aquí no solo construir la imagen interna del Vaticano y de las tres grandes basílicas romanas llenas con los 5.000 obispos del orbe católico. Es algo más: es imaginar su contenido, la filosofía y la teología que podrían dar respuesta a los grandes problemas cruciales hoy planteados a la cristiandad. Es necesario imaginar contenidos ponderando que el kerigma cristiano no solo no se vería debilitado, sino enriquecido por nuevas hermenéuticas más profundas, surgidas de un conocimiento más preciso de la realidad, que permitirían un rejuvenecimiento apostólico de la iglesia católica, y del conjunto de las confesiones cristianas y de las religiones. Esta capacidad de imaginar es la mejor promoción del concilio, puesto que nos permite contemplar dónde podría estar la iglesia y dónde está hoy en realidad. Pues bien, esta imaginación propuesta es lo que hoy debemos llamar una "simulación": la gran simulación del nuevo concilio que nos permita palpar "la futura realidad de un eventual concilio" que, al menos, sería posible en los términos argumentados en la simulación.



2.1. Naturaleza de la simulación


Qué es una simulación. El concepto "simulación" se usa hoy en las ciencias de la información y de la computación. Un programa de simulación del tiempo atmosférico, por ejemplo, establece un conjunto de variables en un tiempo dado (temperaturas, humedad, intensidad y velocidad de los vientos, etc.) y, según un programa de cálculo, predice o "simula" cuál será la situación de la atmósfera en los días siguientes. Establecidas ciertas variables y el diseño de un motor se "simula" también cómo evolucionarán otras variables en condiciones extremas de funcionamiento. En un "simulador de vuelo" los pilotos se entrenan al tener que reaccionar ante situaciones ordinarias y emergencias surgidas en la cabina de vuelo. De acuerdo con esto, una aplicación analógica del término simulación al sistema que es la iglesia católica nos llevaría a la siguiente conclusión: podría "simularse" la producción real de cualquier acontecimiento en la iglesia dentro del establecimiento de ciertos parámetros o variables que definirían el sistema de salida. En el fondo, en términos más sencillos, "simular" es pensar "qué sucedería si"; o bien, "cómo evolucionarían las cosas si pasara esto o aquello". En términos eclesiales, simular sería entonces imaginar "cómo evolucionarían las cosas en la iglesia si pasara esto o aquello". "Esto" o "aquello" formarían parte del punto de partida definitorio de la situación cuya evolución se trata de prever. En el mundo psicobiofísico las simulaciones no son nunca predicciones al 100 % de certeza. Son solo cálculos probabilísticos que dejan abiertas otras posibles vías de evolución del sistema. Lo mismo acontecería en la simulación de eventos en la iglesia con mucha mayor razón.


La simulación del nuevo concilio. Sería, pues, imaginar el suceso futuro de un acontecimiento especial de la iglesia: la celebración de un nuevo concilio. La simulación, por tanto, imaginaría los problemas, las circunstancias, el contenido y los documentos, las soluciones alcanzadas y la proyección social de la iglesia, que resultarían de la celebración del concilio que se postula. Sin embargo, la simulación dependería de un conjunto de supuestos que determinarían a) que el concilio mismo se celebrara y b) la configuración de sus contenidos. Es claro que, en ciertos supuestos, el concilio no llegaría nunca a celebrarse. Es claro que desde otros ciertos supuestos se llegaría a un tipo de concilio determinado (por ejemplo, para el Vaticano II sus supuestos decidieron su resultado). Al simular, pues, el nuevo concilio será esencial presentar el conjunto de factores a) que harán el concilio posible y b) que determinarán el perfil de sus contenidos. Por esto la simulación solo será válida en el contexto de los supuestos establecidos. Y aún debemos decir más: esos mismos supuestos pueden quizá conducir a la simulación propuesta (si está bien hecha), pero no necesariamente con una certeza al 100 %. Es decir, los mismos supuestos darían lugar siempre a un cierto tipo de simulaciones, pero estas podrían diferir entre sí en muchos aspectos no sustanciales. Las simulaciones dependen siempre de un sistema interpretativo.


La forma del discurso en la simulación del concilio. Un programa normal de simulación de procesos físicos, e incluso biológicos, funciona de una forma rígida establecida por diseños de análisis matemático. La simulación resultante responde, pues, a un "discurso rígido" (matemático), propio de la ciencia, aun dentro de cierto marco probabilístico-estadístico (que se establece también por un razonamiento rígido, normalmente computacional). En la simulación de este otro tipo de sucesos humanos y sociales (como la evolución filosófica, religiosa, política, etc.) se usa otro tipo de discurso que no es "rígido". Se funda en el tipo de discurso que es propio de las ciencias humanas donde lo que predomina no es el cálculo numérico y las funciones matemáticas, sino la ponderación de los conceptos cualitativos que describen en el lenguaje humano (crítico, filosófico, teológico) la naturaleza real de las cosas. Este tipo de discurso muestra que, en ciertos supuestos, la lógica natural del discurso mueve en una dirección que podría llevar a ciertos resultados. Obviamente, el nexo entre los supuestos y el resultado de la simulación (que aquí sería el nuevo concilio) dependería de una mayor oscilación, en función de la interpretación del autor que la concibe. La simulación científica la construye una máquina, pero la simulación de un proceso humano y social es interpretada imaginativamente por la mente de un autor (aunque se haga desde argumentos formulados de una cierta forma). Los supuestos lógicos se mueven siempre en una dirección general coincidente: pero la forma específica del discurso dependerá de la oscilación de las valoraciones y de la creatividad del autor.


Nuestra simulación del concilio. Lo que deberemos exponer es, pues, una posible simulación del concilio. Por tanto, describiremos con cierto detalle los perfiles de lo que "podría ser el concilio". La simulación, por una parte, estará en dependencia de los supuestos que nos permiten construirla. Pero, por otra, no podemos ocultar, ya que es obvio, que la forma de construir la simulación será propia de nuestro enfoque y de nuestra capacidad personal de especular con la imaginación que el evento pide. Los supuestos establecidos podrían llevar a otro autor a resultados similares y su simulación tendría rasgos personales que no podrían ocultarse. De la misma manera, un concilio real, que partiera de los mismos supuestos, también se desarrollaría dejándose llevar por la línea lógica de estos supuestos, pero los resultados ya no coincidirían completamente con las imaginaciones que han propuesto simulaciones previas de autor, sino que serían ya los resultados del concilio real. Pero nuestra simulación, aun siendo de "autor", es importante, ya que permite entender que, al menos, un concilio (el aquí simulado) sería posible y que sus contenidos responderían a la necesidad de la iglesia. Al menos una simulación habrá construido un modelo del concilio que "pudiera ser": contemplar su envergadura, su naturaleza excepcional en la historia de la iglesia y la posible fecundidad de sus resultados para la creencia, para la disciplina eclesiástica, para la actualización filosófica y teológica de la cristiandad, para el diálogo entre las confesiones cristianas y con las grandes religiones, para el protagonismo de los creyentes en el compromiso final en la lucha contra el sufrimiento humano, será sin duda el mejor argumento para inclinarse a la promoción del concilio.



2.2. Los supuestos de la simulación


La específica simulación del concilio que proponemos parte de supuestos muy precisos que han sido expuestos a lo largo de este ensayo. No son hechos sucedidos o estados filosófico-teológicos, o socio-políticos, ya consolidados que simplemente debamos referir. Los supuestos que establecemos para dar sentido a la simulación del concilio son, a su vez, hipótesis que podrían suceder, pero que no son un hecho hasta el momento. Nuestro ensayo consiste precisamente en ofrecer los argumentos que ayuden a promover nuestras hipótesis para que se conviertan en realidad. Si estas hipótesis se cumplieran constituirían el supuesto que permitiría la simulación del concilio que deseamos.


Conciencia de la necesidad de cambio paradigmático. Para que se pudiera producir sería necesario un proceso previo de formación de la opinión pública en la iglesia. Esto supondría difusión de ideas y propuestas que llevaran a la persuasión de la necesidad de un cambio paradigmático. Esto no se produciría si, al mismo tiempo, no se vislumbrara que existe una alternativa con solidez suficiente como para sustituir al paradigma caduco. Las dos cosas irían al mismo tiempo, tal como se ha explicado. Por nuestra parte, en este ensayo (así como antes en Dédalo y en Hacia un Nuevo Mundo) hemos pretendido ayudar a crear opinión sobre la necesidad de cambio. En todo caso, si la iglesia, es decir, el papa, que es el verdadero motor del concilio, no llegara a persuadirse de que la iglesia ha estado mucho tiempo en el paradigma antiguo y de que es necesario embarcarse en el cambio por el bien de todos, este supuesto no se cumpliría y el concilio no sería posible.


Conciencia de la pertinencia del paradigma de la modernidad. No bastaría con la conciencia de una necesidad de cambio paradigmático. Si no hubiera una alternativa viable, no sería posible cambiar. La iglesia no tendría otro camino que seguir en el mismo paradigma, disimularlo, moverse en el "incompromiso hermenéutico" y poner parches de emergencia por el método ya ensayado de las adaptaciones ad hoc. Por tanto, un supuesto esencial sería que la formación de opinión pública hubiera desembocado en el convencimiento de la existencia de un paradigma alternativo consistente-Es evidente que una situación previa de desconcierto, de división entre alternativas contrapuestas, de tensión entre unos y otros, no permitiría decidir la promoción del concilio. Este, en efecto, no podría convertirse en un escenario de desunión y de crisis, con resultados abiertos e inciertos. Si esto pudiera suceder no sería prudente convocarlo. La única posibilidad real de convocatoria sería la de un consenso suficientemente amplio, percibido con certeza en contactos previos entre el episcopado universal, que hicieran posible prever que se tiene a disposición una alternativa de calidad que sería respaldada por la asamblea conciliar. Si el que debiera decidir finalmente la convocatoria es el papa, este no llegaría decidirlo nunca sin darse cuenta de que en la opinión pública ha madurado un cierto consenso en torno a una alternativa viable al paradigma antiguo. Parece claro que el papa no podría ir él solo hacia delante en solitario, en un proyecto tan complejo.


¿Existe esa alternativa? Pensamos que no. La situación actual de la iglesia es la descrita a lo largo de este ensayo. Un estado de parálisis, de mantenimiento de lo que hay, trampeando como se puede. La tesis de este ensayo consiste en proponer precisamente un análisis filosófico-teológico para caer en la cuenta de la crisis del paradigma antiguo y para proponer la nueva hermenéutica que, en nuestra opinión, debería responder al marco de lo que aquí hemos llamado el paradigma de la modernidad. A nuestro entender, en este paradigma confluyen todas las variables del tiempo, se entrelazan con armonía lógica y configuran la imagen del cristianismo. Creo que es muy difícil buscar alguna otra alternativa paradigmática (a ello me referiré más abajo). En nuestro ensayo proponemos el paradigma de la modernidad y formulamos (que nosotros sepamos por primera vez) su imagen congruente y razonamos su capacidad para responder a los problemas que hoy afectan al cristianismo. Si apenas hay alternativas a este paradigma, en consecuencia, solo hablaríamos de viabilidad del concilio si se hubiera producido un consenso sobre la necesidad de cambio y un consenso para que este se resolviera por la alternativa del paradigma de la modernidad. Es, por tanto, evidente que el supuesto en que nos movemos es que la propuesta que hacemos en este ensayo -que solo es una propuesta pues todavía no tiene el respaldo social requerido-hubiera sido considerada y aunado en torno a sí un consenso eclesial suficiente en los términos comentados. El consenso podría ser en torno a la propuesta que aquí presentamos o en una versión similar mejorada, tras la deliberación teológica a que diera lugar; pero, en nuestra opinión no se debería alejar mucho de los términos de nuestro paradigma, ya que responde a la confluencia casi inevitable de las circunstancias de nuestro tiempo, sobre todo a la imagen del universo, de la vida y del hombre en la Era de la Ciencia, tal como se razonó previamente (capítulos IV y V). No hemos propuesto solo el paradigma que nos parece bien, sino el que requieren tanto las circunstancias filosófico-teológicas como las socio-políticas.


Por consiguiente, nuestra simulación del concilio se levanta en el supuesto de que el concilio va a celebrarse desde la persuasión previa de que existe un paradigma alternativo en los términos del paradigma de la modernidad. Esto significaría, a su vez, que en la iglesia se hubiera llevado a cabo un proceso de discernimiento filosófico-teológico que hubiera creado consenso en torno a esta alternativa paradigmática. ¿Es esto mucho suponer? Es claro que sí. Pero no se puede descartar y en este ensayo se contempla movernos en este supuesto, ya que solo en él podemos hacer una simulación del concilio que nos permita intuir dónde desembocarían lógicamente nuestras propuestas.


Conciencia del excepcional momento para el diálogo interreligioso. Desde el supuesto anterior, cabe suponer también que el proceso de discernimiento filosófico-teológico producido en la iglesia abriría importantes horizontes para el diálogo interconfesional cristiano e interreligioso. En la propuesta de este ensayo se han presentado ya las líneas maestras de lo que debiera ser el nuevo diálogo interreligioso. Debemos suponer, por tanto, que este ambiente de ideas creativas y de persuasión consensuada de que debería entrarse en una nueva época del diálogo interreligioso, produciría el marco intelectual previo que en el concilio debería traducirse en la excepcional oferta teológica de la iglesia para la convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa. Sin este supuesto no se entendería que uno de los argumentos para la celebración del concilio fuera la promoción de la convergencia interreligiosa, ni seríamos capaces de haber diseñado la forma correcta para dar cabida en el concilio a esta dimensión de importancia histórica fuera de lo común.


Conciencia del excepcional momento para el compromiso socio-político. El otro supuesto, a nuestro entender transcendental, que establecemos para simular el nuevo concilio es el proceso de protagonismo emergente de la sociedad civil en los términos que expusimos en Hacia un Nuevo Mundo, y antes en Dédalo, que fueron además considerados en este mismo ensayo (capítulo VII). Que la emergente sensibilidad ético-utópica que describimos en Hacia un Nuevo Mundo efectivamente acabe por generar el proceso que llevaría a un Nuevo Mundo es una conjetura fundada en argumentos construidos dentro de la filosofía política. No sabemos, por tanto, si la emergencia del Nuevo Mundo acabará por producirse. Quisiéramos que se produjera y hemos aportado ideas para hacerlo posible. Pero no somos profetas y no sabemos el curso real de los acontecimientos, siempre en dependencia de la voluntad libre de los hombres. Pero hay algo que nos da esperanza y que podría suceder. Si el paradigma de la modernidad fuera aunando en torno a sí un consenso, según nuestro supuesto, produciría la transformación del horizonte socio-político en que los ciudadanos cristianos entenderían su compromiso en la lucha contra el sufrimiento humano. Por ello, el ambiente intelectual creado por el paradigma de la modernidad, podría conducir a que fueran precisamente los ciudadanos cristianos los que cayeran en la cuenta de la necesidad histórica de emprender la gestión del definitivo protagonismo de la sociedad civil hacia la creación de Nuevo Mundo. Por tanto, el crecimiento de la opinión pública en la iglesia en torno al paradigma de la modernidad podría llevar consigo la salida a escena de los líderes capaces de promover el protagonismo de la sociedad civil. Si esto sucediera, el supuesto previo al concilio incluiría también la conciencia de que las religiones estarían jugando un papel excepcional en el compromiso civil en la lucha contra el sufrimiento. De esta manera, la ocasión histórica de la convergencia interreligiosa coincidiría con la emergencia de la conciencia del compromiso civil para combatir el sufrimiento, y todo ello con el concilio, de tal manera que este debiera hacerse eco de ambas circunstancias. Este es nuestro supuesto, por tanto, y desde él construiremos la simulación de lo que pudiera ser el nuevo concilio que hipotéticamente promovemos.


¿Hay alternativas al paradigma de la modernidad? Nuestra simulación se construirá, por tanto, dando por supuesto que no. Es decir, suponiendo que el concilio tendría lugar como consecuencia de la maduración de dos procesos paralelos y simultáneos: la persuasión de respaldar el cambio de paradigma y la exigencia moral de contribuir de una forma nueva a la lucha contra el sufrimiento. Sin embargo, aceptar estos supuestos, ¿será una elección caprichosa, ya que, pongamos por caso, existen otros paradigmas alternativos en competencia para ser aceptados como el eje vertebral del nuevo concilio? Debo confesar que no los conozco. No conozco paradigmas alternativos. Hay, eso sí, estrategias ante el paradigma. Una de ellas es ignorarlo: no darse por aludido, esperar que otros también lo ignoren, y quizá haya suerte y todo llegue a olvidarse en poco tiempo. Combatirlo es otra alternativa: pero tiene la contrapartida de que, si se combate, otros querrán defenderlo, pudiéndose provocar así una polémica que no se sabe dónde podría acabar. En el fondo, sería la alternativa de seguir como siempre con el alibi de que es lo más prudente y no estaría bien visto dejarse llevar por el vértigo de la creatividad y de las aventuras. ¿Otras alternativas? No lo son escuelas o autores que, como tales, están todavía en el paradigma antiguo. Es el caso del neotomismo transcendental y, en el fondo, de Teilhard de Chardin (aunque este último tiene muchos elementos aprovechables: capítulo III). ¿La teología de la liberación? Esta teología se construyó a medida de una época protagonizada por la filosofía marxista de la historia, hoy ya sin prestigio alguno; su justa reivindicación de que el cristianismo debe comprometerse con la liberación de los pobres es universal, de siempre, y ha sido asumida en el paradigma de la modernidad desde una filosofía de la historia más correcta y en congruencia con la situación actual. Además, la teología de la liberación fue solo socio-política sin abordar los problemas filosófico-teológicos profundos (verbi gratia, en relación con la ciencia) que deben ser parte integrante esencial del nuevo paradigma. ¿Paradigmas de autor? Es evidente que muchos filósofos y teólogos cristianos han intentado aportar ideas para una salida cristiana del paradigma antiguo. Muchas de estas ideas son aprovechables: por ejemplo, las de Xavier Zubiri. Pero no conozco propuestas paradigmáticas, concluyentes en alguna forma de simulación del concilio, que tengan la envergadura del paradigma de la modernidad que nosotros promovemos. Lo más ordinario es hoy que otros muchos profesionales de la filosofía y de la teología católica hayan seguido haciendo "ciencia normal" (en el sentido kuhniano), pero siempre al margen de cualquier alternativa paradigmática seriamente planteada.


Fuera del mundo intelectual católico tampoco conozco alternativas de corte similar a nuestra propuesta paradigmática. Quizá la escuela de la filosofía y de la teología del proceso, inspirada en Alfred N. Whitehead, es la de más entidad en el mundo de la teología protestante americana actual. Esta escuela, como he explicado en otros escritos, aportó ideas importantes en torno a la kénosis ya en los años sesenta (que es cuando yo estaba concibiendo mi obra ya citada antes, Existencia, Mundanidad, Cristianismo, publicada en el año 1973 en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid). Sin embargo, en conjunto, es una teología con serios problemas de ortodoxia, tanto en perspectiva protestante como católica, y, además, no contiene ninguna concepción paradigmática que fuera aplicable para la renovación de la iglesia católica. Lo más válido de sus intuiciones, por otra parte no exclusivo de esta escuela, ha sido integrado en el paradigma de la modernidad (verbi gratia, la teología de la kénosis, aunque en una mejor interpretación). También muchos buenos profesionales de la filosofía y de la teología protestante han seguido haciendo su trabajo especializado, pero lejos también de cualquier propuesta paradigmática considerable por nosotros.


Donde realmente ha existido una conciencia de la necesidad de un cambio paradigmático ha sido en el movimiento de investigación que se conoce como el diálogo ciencia-religión, que ha tenido lugar en un ambiente interconfesional, en gran parte impulsado y apoyado por la obra altruista y benéfica de la Templeton Foundation. Autores como Barbour, Polkinghorne, Peacocke, Rolston, Ellis, Heller, etc., han contribuido a profundizar en la imagen del Cristianismo desde la ciencia. La obra editada por Polkinghorne, The Work of Love, Creation as Kenosis, en que colaboran los principales autores, entre ellos Moltmann, es una muestra de que, en efecto, el eje vertebral de esta línea de reflexión desemboca en la teología de la kénosis. Coinciden en este tipo de filosofía-teología cristiana; sobre todo Ellis que, a fines de los años noventa, aportó su idea del principio antrópico cristiano. Me alegra que esta importante corriente haya coincidido, después de los años, con lo que yo había ya explicado en mi obra publicada en 1973, y madurada en años anteriores, Existencia, Mundanidad, Cristianismo. En todo caso, tanto en mi obra de 1973 como en este ensayo creo haber expuesto la versión, a mi entender más completa, de la teología de la kénosis y de su proyección como eje del cambio paradigmático en la iglesia católica (capítulo V). Por tanto, lo aportado desde la reflexión ciencia-religión, como posible marco de un cambio paradigmático, ha sido recogido, y ampliado considerablemente, en este ensayo, siendo presentado como paradigma de la modernidad en los términos expuestos. Por tanto, el cuerpo de ideas nacido en el ámbito del diálogo ciencia-religión no es una alternativa al paradigma que aquí proponemos porque el paradigma de la modernidad es la forma de entender el cristianismo en la Era de la Ciencia.



2.3. Las cautelas de la simulación del concilio


Es patente, desde la primera página de este ensayo, que está escrito por una persona religiosa, creyente, perteneciente a la iglesia católica y, por tanto, en solidaridad con la fe católica y con su gobierno por la jerarquía de la iglesia. En ningún momento, por tanto, del desarrollo de este ensayo ha habido intención de decir algo que no esté en consonancia con la fe católica. Si hubiera algo, que se hubiera deslizado por descuido en el texto, lo retiraría inmediatamente. Es más: este ensayo está todo él escrito para promover la fe católica, y no solo esta sino la apertura confiada a un Dios salvador que se proclama en las otras confesiones cristianas y en las otras religiones. No obstante, este ensayo es una densa trama de ideas que necesita formular explícitamente una serie de cautelas, aplicables a cuanto se ha dicho en capítulos anteriores y, en mayor grado, a esta simulación final del concilio.


El kerigma cristiano y el "patrimonium fidei". Este ensayo no contiene en absoluto afirmaciones que contradigan el contenido del kerigma cristiano o del llamado patrimonium fidei de las verdades esenciales de la fe que se remontan a la doctrina revelada de Jesús y han sido objeto en muchos casos de definiciones dogmáticas. La fe católica de que aquí se habla, y que se promueve, abarca el amplio espectro de creencias esenciales de la fe: la existencia de un Dios Uno, personal, creador y sustentador del universo, la naturaleza trinitaria de ese Dios Uno y el eterno designio de Dios para la creación; el pecado original y el pecado personal, la encarnación del Verbo y la redención, la divinidad de Cristo y los grandes principios dogmáticos de la cristología definidos en los concilios antiguos; la idea del hombre personal apelable por Dios, la libertad, la Gracia y las virtudes cristianas, el carácter mediador del Misterio de Cristo para la fe en Dios y para la salvación; el papel de la iglesia cristiana en el plan divino de comunicación a la historia, la inspiración de las Escrituras y la asistencia a la iglesia, las fuentes de la revelación en la Escritura y en la Tradición, la teología de los concilios y el reconocimiento progresivo del Canon, la presencia real del Espíritu en la iglesia y en todos los hombres, la forma de gobierno de la iglesia establecida por la providencia divina a través de su cabeza en el apóstol Pedro y de sus sucesores o papas, a los que está unido el colegio episcopal, en la continuidad de la tradición apostólica realizada en la iglesia católica, la organización de la vida de la iglesia en la Gracia del Espíritu por los sacramentos; la teología de los así llamados "novísimos", sobre todo la salvación escatológica por la resurrección más allá de la muerte que será alcanzada por quienes hayan creído en Cristo y hayan vivido de forma coherente con su fe y el Juicio Final que hará entender a todos los hombres, en la presencia divina, el plan salvador de la historia y su resultado final. Son estos algunos contenidos esenciales del kerigma cristiano que presentamos como cabecera de nuestro ensayo (capítulo II). La esencia de la fe es la que se contiene en los numerosos credos de la iglesia primitiva, por ejemplo la formulación del credo niceno-constantinopolitano, aunque tal como se ha explicado a lo largo de este ensayo, el kerigma es algo más amplio que, en alguna manera, recoge lo que ha sido la historia de la iglesia.


Hermenéutica del kerigma cristiano. La explicación del kerigma cristiano a la cultura del tiempo buscaba entender que la Voz del Dios de la Revelación era armónica con la Voz del Dios de la Creación, conocido por la razón natural. La hermenéutica o interpretación era una necesidad de la iglesia, ya que tenía la misión de proclamar y hacer inteligible la doctrina de Jesús. Este proceso de hermenéutica, condicionado por la historia, condujo al paradigma grecorromano y a una numerosa serie de variantes diferenciadas dentro de él. Pues bien, un principio aceptado desde antiguo en la teología cristiana es que la hermenéutica puede no respetar (las herejías) o respetar (verbi gratia, san Ireneo, san Justino, san Juan Crisóstomo, san Agustín o santo Tomás) el kerigma cristiano. Hermenéuticas que difieren entre sí, pero respetan el kerigma y son conciliables con él, pueden ser defendidas legítimamente dentro de la iglesia. Se impondrá aquella que sea más potente (como pasó con santo Tomás). Este principio clásico, ya primitivo, ha sido mantenido por los siglos y también en la actualidad. Las hermenéuticas o interpretaciones no son todas igualmente correctas; pueden contener errores propios de la cultura del tiempo. Por ello, la asistencia de Dios a la iglesia se refiere solo al kerigma cristiano; es decir, no garantiza que las interpretaciones no puedan contener error (no en lo kerigmático, pero sí en lo hermenéutico). En conclusión: nuestro ensayo es consciente de que así es la teología católica y de que, por tanto, es perfectamente legítimo pensar que el paradigma grecorromano en general (una hermenéutica) ha caducado. En ningún momento se afirma, sin embargo, que haya caducado ni un ápice del kerigma esencial del cristianismo y de su patrimonium fidei.


El magisterio de la iglesia. Es el que en todas las épocas han ejercido las autoridades jerárquicas de la iglesia en diversas circunstancias eclesiales (tales como concilios, sínodos, encíclicas, cartas pastorales, catecismos, documentos diversos, etc.). A él nos referimos ya en el capítulo II. Este magisterio tiene momentos extraordinarios en que la iglesia, en conciencia de estar "asistida" por el Espíritu, proclama definiciones que se llaman dogmáticas. Pero tiene un curso ordinario en la vida de la iglesia. Es en este curso donde el magisterio puede enseñar los contenidos esenciales del kerigma y del patrimonium fidei, incluso en ocasiones, pretendidamente, sin la menor contaminación "hermenéutica". Es evidente que el cristiano no puede sino identificarse plenamente con este magisterio. Pero el magisterio tiene la obligación de hacer inteligible el kerigma y, por ello, utiliza también elementos hermenéuticos que dependen de "sistemas de interpretación". El magisterio en todo momento busca que sus explicaciones se apoyen en aquellos principios establecidos en la tradición católica: santos Padres, filosofía cristiana, etc. Sin embargo, es comúnmente aceptado en la teología católica que, en lo hermenéutico, pueden cometerse errores derivados del error propio de los sistemas de referencia que no tienen garantía ninguna de ser la verdad final del conocimiento humano. El magisterio, en cada tiempo, debe afrontar el riesgo hermenéutico porque tiene que hablar a la cultura de cada tiempo. El "incompromiso hermenéutico" es en ocasiones un mal menor, pero representa un estado de pobreza conceptual por parte de la iglesia. El hábito cristiano de "sentir con la iglesia" hace que la disposición del cristiano deba ser seguir el magisterio de la iglesia en todo su contenido, pero debe ser consciente de que el magisterio ordinario, en lo hermenéutico, no tiene la garantía de inerrancia.


La función de la teología. La teología ha tenido siempre, ya desde la iglesia primitiva, una función creativa. No solo conocer y exponer el contenido del kerigma cristiano que proclama la doctrina de Jesús, a partir de la Escritura y de la Tradición (de las exposiciones hechas por la iglesia en concilios, sínodos, magisterio, santos Padres, grandes teólogos), sino también la de actualizar las explicaciones que vienen del pasado en concordancia con el momento presente. El teólogo es por esencia creativo: es su misión, así ha sido reconocido por la iglesia de siempre, y también en la actualidad. Nadie en la iglesia osará negar que la teología es libre para pensar y proponer hermenéuticas. Si no fuera así, santo Tomás no habría construido su formidable hermenéutica aristotélica del cristianismo. Por consiguiente, la teología no solo puede sino que debe ir más allá de los principios hermenéuticos del magisterio en un tiempo determinado. Esta es precisamente su función: la de proponer ideas nuevas que perfeccionen la calidad hermenéutica cristiana. La teología, por tanto, no consiste en repetir el magisterio eclesiástico en lo hermenéutico; en parte puede ser así (debe tender a ser así siempre que sea posible), pero no necesariamente en su totalidad, ya que el teólogo perdería su creatividad y no produciría un enriquecimiento de la iglesia. Si Santo Tomás en su tiempo se hubiera limitado a repetir el magisterio eclesiástico de entonces en lo hermenéutico, hoy no existiría el tomismo. Esto es evidente. Las ideas propuestas por la teología no son el kerigma como tal, ni son ipso facto aceptadas por la iglesia para explicar el kerigma en su magisterio. Hay un requisito, sin embargo, esencial para la teología: que se respete el kerigma y el patrimonium fidei con todo su contenido dogmático. Por ello la iglesia debe advertir, cuando lo considera conveniente, si aparecen hermenéuticas que no concuerdan con los principios del kerigma; sobre todo si estas hermenéuticas son enseñadas además como si el magisterio eclesiástico las hubiera aceptado. Una cosa es la investigación teológica, donde deben aparecer ideas nuevas, y otra la enseñanza de la teología católica. En esta última, es lógico que la iglesia exija que se enseñe realmente el magisterio de la iglesia y su doctrina (incluso en lo hermenéutico), cal como son en su momento histórico (por descontado en el kerigma, pero también en las hermenéuticas aplicadas). Investigación teológica (creativa) y enseñanza de la teología católica son dos cosas distintas; aunque, por otra parte, tampoco cabe excluir que en la enseñanza se mencione la investigación creativa, aunque debe presentarse siempre como tal, sin confundirla con la doctrina católica real que es la que es en cada momento histórico y el teólogo debe conocer. Estos criterios deben aplicarse a nuestro ensayo para ser valorado correctamente.


El paradigma de la modernidad, propuesta teológica creativa. Supuesta la valoración perfectamente legítima de que el paradigma grecorromano está ya fuera de tiempo y ha caducado, nuestra propuesta de un paradigma alternativo es una obra de creatividad (o investigación) filosófico-teológica. Lo es en lo científico-filosófico (capítulo IV) y en su aplicación al nuevo entendimiento del kerigma cristiano (capítulo V). Deben quedar claros algunos puntos. A) Responde a la intención de aportar modelos hermenéuticos nuevos, creativos, entendidos como posible servicio a la promoción de la fe cristiana, ejerciendo lo que la misma iglesia siempre ha pedido y sigue pidiendo de la filosofía-teología cristiana: que ayude al entendimiento del cristianismo, así como a su armonía con la ciencia, la filosofía y la cultura. B) La opinión de que el paradigma antiguo ha caducado es, en principio, defendible y no hay problema teológico en que pudiera ser así; si alguien piensa que no ha caducado, esto no excluye la legitimidad de pensar que sí. Los argumentos para pensar que ha caducado se han expuesto antes con la suficiente precisión desde diversas perspectivas (capítulos III-VII). C) En la propuesta de la alternativa paradigmática, paradigma de la modernidad, se da por supuesto que no es una repetición del magisterio de la iglesia en lo hermenéutico. Es, por su propia naturaleza, una propuesta de creatividad teológica que va más allá del magisterio (no en lo kerigmático, repetimos, ya que aquí se coincide por completo, sino en lo hermenéutico, ya que el magisterio, por principio, o bien está todavía en el paradigma antiguo, o bien actúa en el "incompromiso hermenéutico"). Por ello, según la teología católica, es posible pensar que el magisterio esté en principios hermenéuticos atrasados que deban ser superados (es lo que defendemos en este ensayo con toda legitimidad). Así pasó en la historia, sin lugar a dudas, y así puede seguir pasando. D) La propuesta paradigmática no se presenta como ya aceptada (hermenéuticamente) por el magisterio o por la doctrina de la iglesia, ya que, por principio, se trata de una propuesta nueva,_ abierta, que debe ser considerada por la opinión pública, valorada con el tiempo que esto supone y sobre la que, eventualmente, el magisterio pudiera manifestar su parecer, si lo considera oportuno. La propuesta, pues, no incita a nadie al error, ni se presenta fraudulentamente en ningún sentido, porque se muestra en lo que es: pura investigación teológica creativa orientada a la promoción de la fe católica. E) La alternativa paradigmática, sin embargo, se construye sobre supuestos filosóficos y teológicos que constituyen una hermenéutica posible de la fe cristiana (como en su carácter propio lo fueron san Agustín, santo Tomás o Francisco Suárez). Hermenéutica posible significa que su contenido asume íntegramente y es por entero compatible con los contenidos del kerigma cristiano y el patrimonium fidei. Compatibilidad no significa pertinencia: san Agustín es compatible, pero esto no significa que su sistema sea hoy pertinente para resolver los problemas planteados a la iglesia (al menos esta es nuestra opinión). Pero, ¿realmente nuestro paradigma asume el kerigma en su integridad? Pensamos que sí. Por otra parte, cuando este libro se publique ya habrá pasado los filtros suficientes para asegurar que efectivamente es así. F) Lo mismo decimos de cuanto hemos especulado en el capítulo VI sobre el diálogo interreligioso, especialmente las propuestas para la convergencia con las otras confesiones cristianas. En nuestra propuesta se defienden todos los contenidos dogmáticos esenciales de la teología de la iglesia: la unidad y la continuidad de la iglesia en la tradición apostólica ininterrumpida, la primada del papado, la autonomía teológica mantenida de acuerdo con la tradición, etc. G) Tanto en el capítulo VI como en el VII, sin embargo, nuestras especulaciones se refieren en muchos casos a decisiones políticas que no tienen relación con lo dogmático: decisiones que podrían tomarse, o no, por estrategias y decisiones políticas. Nosotros, simplemente, hacemos una propuesta que consideramos enriquecedora y nacida de la lógica de la historia en estos momentos. En nuestra argumentación se traza una imagen del resultado positivo que llevarían consigo las decisiones en la línea que consideramos correcta. No existe, pues, ningún problema doctrinal en pensar que la iglesia pudiera tomar las decisiones que se proponen en nuestro paradigma, ni en lo relativo a la convergencia interconfesional e interreligiosa, ni en lo relativo a la filosofía de la historia. H) Igualmente argumentamos en torno a la simulación propuesta del nuevo concilio: lo dicho en este párrafo puede aplicarse para entender correctamente qué significa la simulación que aquí construimos desde la lógica de nuestro ensayo (y de la trilogía en su conjunto).



3. El concilio se dirige a todos los hombres


La simulación de los documentos conciliares comienza, pues, por un bloque que titulamos: El concilio se dirige a todos los hombres. Este bloque contendría cuatro documentos que constituirían la introducción al concilio: la explicación de su significado histórico y el establecimiento de un contacto inicial con los creyentes católicos, con los cristianos, hombres religiosos, no creyentes y con la sociedad en su conjunto.


Preámbulo: el método de la simulación. No es posible simular en toda su amplitud la celebración de un concilio. Por ello debemos hacerlo por medio de una selección y síntesis de su contenido. Selección quiere decir que solo se tratarán aquellos contenidos que parezcan revelantes para transmitir la idea de qué podría ser el concilio. Síntesis por cuanto los contenidos seleccionados no se podrán desarrollar en la amplitud que tendrían en un concilio real y, por ello, se presentarán en un resumen que permita intuir lo que deberían ser. Selección y síntesis, sin embargo, deberían tener la suficiente entidad para entender en qué términos debería discurrir el concilio y cuál sería su fecundidad teológica.


1) Simulación de documentos conciliares. Lo que simularemos serán, pues, los documentos finales en que el concilio transmitiría sus enseñanzas en torno a la fe cristiana. Los concilios de la iglesia católica concluyen con un volumen de documentos conciliares que es sancionado finalmente por el papa. Sin embargo, no todos los documentos tienen la misma calificación: puede haber documentos dialogales o declaraciones (con el objetivo de dialogar con la sociedad, con las autoridades públicas, con los creyentes cristianos, con las otras religiones, etc., por ejemplo, los documentos iniciales de presentación); documentos doctrinales (donde el concilio desarrolla hermenéuticamente doctrina en tomo a una cierta materia); constituciones dogmáticas (donde se establece doctrina referente a aspectos relevantes del kerigma y de la dogmática); decretos y declaraciones en tomo a cuestiones más bien concretas, por ejemplo de orden disciplinar. Hay también lo que se llaman definiciones dogmáticas donde se toma posición ante cuestiones esenciales de la fe en conciencia de estar bajo la "asistencia" del Espíritu y con toda la solemnidad que ello requiere. En nuestra simulación solo hablaremos de "documentos conciliares" en-general, sin precisar la calificación que finalmente pudieran tener en un concilio real. Pensamos que basta para los objetivos antes señalados y, al mismo tiempo, simplifica la simulación, mirando sobre todo a su contenido esencial.


2) Categoría teológica de los documentos conciliares. En el concilio vemos siempre dos protagonistas: primero, el kerigma o patrimonio esencial de la fe y, segundo, las hermenéuticas teológicas dominantes en cada tiempo. Así, en los concilios lateranenses medievales pudo haber definiciones dogmáticas (de gran importancia para la fe) formuladas en términos escolásticos. Pero este hecho no justifica que la "escolástica" quedara por ello elevada a "verdad dogmática", ya que en el concilio (de acuerdo con lo antes explicado) debe distinguirse también entre el kerigma y las hermenéuticas teológicas. Estas últimas pueden ser erróneas (o insuficientes) al ser juzgadas por tiempos posteriores, porque se construyen desde el pensamiento provisorio de una época. Sin embargo, en lo hermenéutico, aunque quizá necesitado de una reformulación más avanzada, pudiera haber también elementos positivos (por ejemplo, la "escolástica" tiene sin duda elementos positivos, como son muchas de sus observaciones en torno a la ley natural, reasumibles en una nueva perspectiva más moderna). Esto mismo se aplicaría también; en pura lógica teológica, al nuevo concilio: debería distinguirse lo dicho sobre el kerigma y sobre los sistemas hermenéuticos aplicados. Por ello, el paradigma de la modernidad sería solo un sistema hermenéutico más. No obstante, es importante advertir que el nuevo concilio debería producir ante todo documentos hermenéuticos en que se mantendría y se explicaría el kerigma cristiano, consolidado ya, pero sin añadir nuevas definiciones dogmáticas. Este carácter predominantemente doctrinal-hermenéutico del concilio (documentos hermenéutico-doctrinales) no le restaría importancia, ya que es propio de un concilio, y de gran transcendencia, avalar en un momento de la historia una cierta hermenéutica del kerigma cristiano. Los concilios se convocan en la iglesia por las más variadas razones: desde problemas teológicos muy concretos (en la antigüedad), circunstancias políticas por los roces con la sociedad civil (verbi gratia, con el sacro romano imperio en la edad media), o por amplias necesidades pastorales de naturaleza diversa (Vaticano II). La iglesia es soberana y puede ejercer su soberanía para convocar un concilio que responda, por ejemplo, a los intereses preferentemente hermenéuticos que en una época puedan considerarse determinantes. El aval conciliar de una hermenéutica -aun sin elevarla a categoría absoluta-tiene, sin embargo, una excepcional importancia porque la asamblea suprema de la iglesia orientaría en un tiempo crucial, cortaría dudas, ambigüedades, indecisiones, e impulsaría la forma de entender el cristianismo que supone el avance del conocimiento y de la cultura en un tiempo concreto. La iglesia, a través de su asamblea suprema, avalaría el entendimiento hermenéutico de la conexión con la cultura, ya que sin este aval la iglesia se perdería en la incertidumbre y en la inseguridad.


3) La forma de la simulación. Por tanto, la simulación de los documentos que seguidamente presentaremos no podría llegar nunca, según lo dicho, hasta una redacción completa de los documentos conciliares. Será una simulación tanto selectiva como sintética que dividiremos, a conveniencia explicativa, en tres secciones: preámbulo, criterios y textos conciliares. En el preámbulo y en los criterios justificaremos el documento, explicaremos su naturaleza y haremos las consideraciones aclaratorias pertinentes, siempre con la mayor concisión. En los "textos conciliares" se simulará la redacción de párrafos que pudieran estar contenidos en los mismos documentos reales. Estos textos ayudarán a intuir lo que el documento debería transmitir.


4) Clasificación de los documentos. Para mayor unidad explicativa se hace una clasificación de los documentos en diversas secciones. Así, por ejemplo, en la primera sección, titulada "El concilio se dirige a todos los hombres", hacemos una presentación de aquellas declaraciones y documentos doctrinales básicos que debieran dar comienzo al concilio, dirigiéndose a todos los hombres y a la sociedad en general. En la segunda sección se expondría el sentido del nuevo paradigma de la modernidad y sus contenidos básicos en el marco de la cultura moderna. En otras secciones se recogerían documentos conciliares dirigidos a la iglesia católica en especial: sobre la reinterpretación teológica del kerigma cristiano en la nueva perspectiva, sobre los aspectos pastorales y disciplinares consecuentes, así como sobre el compromiso socio-político de los católicos y de la iglesia. Por último, en la sección final, el concilio se dirigiría a las otras confesiones cristianas y a las grandes religiones.



3.1. Caminando en el misterio de la vida (Documento I)


Preámbulo: El hombre en busca de la vida. El primer documento conciliar debería consistir en un mensaje a la humanidad para establecer un consenso en los intereses y en las motivaciones de las acciones humanas que explican la configuración de las sociedades, de las culturas, de su actividad productora de conocimiento y de dominio tecnológico creciente de la realidad. La inquietud humana esencial se describiría como impulso a la vida, buscando el dominio del mundo (vencer a la muerte) y realizando la comunión de existencia entre los hombres (vencer el enfrentamiento interhumano). El segundo documento conciliar (El mensaje de Jesús a la inquietud humana) ofrecería a los hombres la esencia del mensaje de Jesús como respuesta directa a esa inquietud humana expuesta en el primer documento. Este, por tanto, se construiría recogiendo elementos de la psicología, de la antropología y de la filosofía, pero sin referencias especiales a lo teológico. No sería un documento de "expresión de la fe religiosa", sino de "situación consciente en la realidad humana" de la que brota naturalmente la acción del hombre, la historia civil y las religiones. El documento vendría a ser una constatación de la realidad humana: así somos los hombres, caminando hacia la vida sobre el enigma del universo. Las religiones serían la respuesta última construida por las culturas de todos los tiempos, señalando siempre hacia el último misterio transcendente que podría resolver la aspiración humana por la vida. El cristianismo sería una propuesta metafísica en el marco de la religiosidad universal. Sin embargo, en la cultura moderna, la promoción de una opción atea o agnóstica por el sentido de la vida ha sido ocasión de situar al hombre ante la incertidumbre. La cultura de la sospecha se ha extendido, las religiosidades ancestrales se han puesto en duda y el hombre difícilmente puede seguir encontrando ya sosiego en sus posibles "sentidos metafísicos de la vida"... Este documento debería ser una apertura del diálogo con el corazón del ser humano individual y con sus aspiraciones a la vida; no tanto con las cuestiones sociales, colectivas, cuanto con el corazón humano en la intimidad individual de cada persona.


Criterios: Una antropología intimista de la vida. El criterio básico para este primer documento no sería exponer un tratado de antropología clásico, quizá con los sesgos existenciales habituales, sino dirigirse a la intimidad existencial de todo hombre para reconstruir con él la estructura de sus íntimas apetencias de ser humano en su apertura a la vida. Sería una apelación a poner a flote con toda sinceridad el verdadero peso de la experiencia subjetiva, de la búsqueda interior de acogimiento y de felicidad, en medio del drama subjetivo de la existencia. El ser humano tiende bajo el peso de sus ansiedades y de sus angustias a ocultarse a sí mismo, a olvidar el verdadero ser interno de su subjetividad personal. El documento debería apelar así a la sinceridad radical del hombre ante la propia realidad individual, no tanto -en este documento- hacia su proyección sobre otras dimensiones sociales, políticas o culturales, también esenciales que serán aludidas en otros lugares.


1) La vida. Debería partirse del hecho de la vida en el marco sorprendente de la existencia del universo. La vida humana situada en el proceso de la vida en el universo, por tanto, recogiendo los impulsos a vivir desde la dinámica de lo real, como una realización plena de las funciones corporales, del ejercicio de los sentidos que nos unen a la experiencia estética del espacio y de la luz, de la satisfacción en el dominio de las cosas para alimentarnos, cobijarnos de las inclemencias de la naturaleza y realizar una vida en común con los miembros de nuestra especie, formando así una familia y realizando nuestros afectos y sexualidad con armonía natural…


2) La felicidad. La felicidad es el estado en que se siente realizada la vida en su plenitud. Al perseguir la realización de la vida, todos los hombres buscan la felicidad. Este concepto, a veces desgastado por su constante uso popular, expresa perfectamente la aspiración esencial del hombre. Muchos hombres han desvirtuado el móvil esencial de sus vidas ante la presión de los imperativos sociales: el poder obsesivo, el acopio de riquezas y de dinero, la sexualidad animal, los vicios ordinarios, la frivolidad... Muchos de estos comportamientos son desviaciones pervertidas de la verdadera ansia de felicidad auténtica de los seres humanos...


3) Caminos de búsqueda de la felicidad. El trabajo ha sido la respuesta del mundo animal y humano al impulso por la vida. La vida no está dada sino que debe hacerse por las propias acciones. El documento debería describir la acción humana en busca de la vida, tanto como dominio del mundo (conocimiento, ciencia, tecnología) o como intercomunicación humana que busca a la mujer para la formación de la familia y se amplía después en otros círculos sociales de comunión interhumana. Debería describirse la dimensión apetitiva subjetiva de esta búsqueda desde el punto de vista de la necesidad individual de dar "sentido a la vida". El sistema de sentido que cada persona construye en su vida es una respuesta a la búsqueda imperiosa de felicidad, de significación y de sentido...


4) El drama y la frustración de la vida. La aspiración ideal de la vida a la felicidad queda dramáticamente contrastada con la facticidad de lo que da de sí la existencia en el mundo. El dominio acaba en frustración y la comunicación interhumana también. El drama del agotamiento paulatino de la vida hacia la muerte final dibuja la amplitud del dramatismo de la existencia... La historia humana en su conjunto, o la descripción de la biografía personal de todo hombre, han sido y son una-constatación de la gran frustración en el dominio del mundo (que acaba en la muerte) y en la comunión humana (que acaba en el desamparo y en el vacío final).


5) Soñar la exaltación y el drama de la vida. La medida de la aspiración a la vida y de la conciencia dramática de su frustración se alcanza al observar el grado en que la exaltación de la vida y de su experiencia dramática han sido recreados en las artes humanas y en los medios de comunicación. La cultura crea modelos, héroes, ensoñaciones multiformes, realidades mágicas, que hacen a las personas evadirse de la realidad, viviendo su vida en los "sueños". Así, el documento debería hacer caer en la cuenta de este mercado de "ensoñaciones estéticas" en la sociedad contemporánea... Sin embargo, la exaltación no solo es del "sueño" de la plenitud, sino del "drama" que se impone en la vida real...


6) La imaginación religiosa, reserva final de la felicidad. El concilio observaría que, si consideramos la historia de las religiones se constata que responden a una última esperanza de que la vida pueda acabar en plenitud. El hombre ha creído que las religiones están en conformidad con la verdad última del universo y las han utilizado como consuelo ante el dramatismo de la vida. Los hombres han creído que su ilusión por la vida podía hacerse realidad en el horizonte abierto por las religiones... La historia muestra así la persistencia humana en el "sueño de la religión", abierto a una felicidad final absoluta...


7) La sospecha de la razón crítica atea y agnóstica y el vacío existencial... Sin embargo, la historia muestra también que lo que en un principio fue obvio en la historia de las culturas, a saber, la pertinencia y el sentido de las cosmovisiones religiosas, fue puesto en duda por una cultura construida por la crítica de la idea de Dios y de las tradiciones religiosas establecidas. Los argumentos esgrimidos fueron la frustración y el dramatismo de la vida (el Mal), la crítica anticlerical de los malos usos de las religiones ejercidos en diversas sociedades y el apoyo de la razón científico-filosófica que argumenta una explicación sin Dios del universo. Pero la "cultura de la sospecha" y de la increencia dejó al hombre sin ilusión y solo con el dramatismo de la vida... Los hombres han concebido libremente ideologías sin Dios, pero con ello se ha acrecentado la angustia ante el enigma del mundo y el drama de la existencia. El hombre ha sido libre, pero con su libertad se ha conducido a la soledad en el universo. La historia humana ha entrado en los últimos siglos en una época atormentada por las grandes incertidumbres metafísicas sobre el futuro y sobre el acceso a la vida que cabe esperar de la existencia...


8) Las grandes preguntas del camino en el enigma de la vida. La seguridad metafísica de las culturas antiguas se ha roto en la cultura moderna y el hombre vive sobre la incertidumbre del enigma de la vida. Es sospechosa la religión, pero son también sospechosos el ateísmo y el agnosticismo. El mundo de las religiones que permitía, al menos, "soñar", vivir en la esperanza de un futuro de plenitud y salvación, ha sido puesto en cuestión por la cultura moderna (quizá porque el mismo mundo religioso no ha sabido situarse en la modernidad) y una poderosa estructura de estímulos inmediatos ha tendido una red que hace que los hombres olviden el horizonte de la metafísica embebidos en la "ilusión" del consumo y del gozo próximo del más-acá. Por ello, parte de la sociedad moderna se ha situado en un camino cuyo último término es la frustración, la infelicidad final y la muerte. El hombre moderno, sumergido en una experiencia ilusoria de la vida, se ha orientado hacia un previsible fracaso final de su aspiración a vivir. El documento debería concluir analizando la experiencia de búsqueda de felicidad en este mundo ambiguo y enigmático, abierto a la sospecha, y planteando cómo la vida humana puede recapitularse por dos grandes preguntas, insertas en la conciencia íntima del hombre en la cultura que vivimos: la pregunta por el posible Dios oculto y la pregunta por el Dios liberador (preguntas ya presentadas en la argumentación de este ensayo: capítulo V). Estas dos preguntas serán retomadas además en el documento II.



Textos conciliares: la voluntad de creer en la vida


"El impulso biológico a vivir explica cuanto hacemos, pero no es algo que pueda darse o no darse, porque está inserto en las disposiciones neuronales más esenciales heredadas del mundo animal. Los hombres han diseñado sus vidas como un viaje inexorable hacia la muerte, del que pronto serán conscientes con angustia. Sin embargo, aun siendo así, el hecho es que muchos hombres parecen haber aceptado que el ansia por vivir es una ilusión que acabará necesariamente frustrada. Sospechan ya del dominio de las cosas, que acabará siendo un engaño; pero sospechan incluso de los otros seres humanos con los que querrían estar en comunión, viendo sin embargo que es la incomunicación profunda lo que se impone. El hombre queda solo, frustrado, desamparado ante su ilusión por vivir. Parece aceptar los hechos, el dramatismo de la vida y se somete a su condición indigente con mal humor, con zafiedad y falta de estilo ante la vida, con intemperancia y un lenguaje desabrido, con hipercrítica y amargura ante todo. Es el malestar existencial que se expresa en la explosión emocional de la "blasfemia". Ese hombre cerrado a la esperanza de la vida parece un diseño erróneo de la naturaleza. El concilio exhorta a todo hombre que vive del impulso neuronal, biológico, a perseguir la felicidad, a no reprimir la esperanza final en una vida plena. El hombre -siendo crítico consigo mismo, renunciando a la amargura existencial, a la zafiedad intelectual despectiva para con todo, a las posiciones preconcebidas ya cerradas-debe afrontar la búsqueda de los caminos posibles hacia la felicidad, hacia la vida, haciendo un uso objetivo de la razón, abierto a la sinceridad interior en que solo debe dar cuenta ante sí mismo, para ponderar los indicios, por mínimos que sean, de que pueda realmente existir un camino que nos conduzca como personas, como seres individuales con nombres y apellidos, cada ~no con su propia historia, a la felicidad que todos ansiamos. Es necesario que pensemos que la vida es quizá posible para cada uno de nosotros y que depende de las decisiones que debemos tomar solos en la intimidad de nuestro ser. Sin tener que dar cuestas a ningún otro hombre, solo ante nuestra sinceridad interior que nos hará responsables de haber cortado el acceso a la vida".



3.2. El mensaje de Jesús a la inquietud humana (Documento II)


Preámbulo: El mensaje de Jesús toca el corazón humano. El objetivo del segundo documento iría dirigido a comunicar la esencia misma del mensaje del cristianismo al ser humano. La esencia del cristianismo responde a las grandes preguntas que lleva consigo la naturaleza humana cuando pondera qué caminos quedan abiertos para alcanzar la felicidad al discurrir a través del enigma de la vida. Cuando se considera el dramatismo de la vida, la experiencia sufriente de toda biografía personal, la sangre y violencia esparcidas a lo largo de la historia de las naciones, es patente la dificultad de abrirse a la fe y a la esperanza en un Dios salvador; y más en una cultura cada vez más crítica hacia lo religioso. Pero cabe pensar que el mensaje esencial del cristianismo -el mensaje de Jesús-no es un pliego explicativo, con letra grande y con letra pequeña, asequible a unos pocos, sino la palabra sencilla que toca el mismo centro del corazón humano. El concilio y la iglesia creen que el mensaje de Jesús nos hace intuir la explicación de la vida y nos impulsa a esperar una salvación futura en que la felicidad ansiada será enigmáticamente posible. La oferta universal de salvación en que cree sin dudar la religión cristiana, y la iglesia católica, excluye teológicamente pensar que el misterio religioso de la vida -humana dependa de la pertenencia social explícita a la iglesia católica, con sus ritos, sus ordenanzas y su "letra pequeña". Hay un cristianismo universal del que ya hablamos (capítulo VI) que debe estar inserto en la naturaleza humana y constituye la quintaesencia de la religiosidad humana intuida directamente por todo hombre. Es teológicamente incuestionable que la esencia del mensaje de Jesús va dirigida a todos los hombres y, por tanto, debe responder a esa esencia universal de la vida y de su dramatismo profundo. El mensaje esencial de Jesús que la iglesia custodia y transmite a la historia no es, pues, "regular" con normas positivas la existencia de una iglesia "pequeña", la iglesia católica como tal (pequeña si es comparada con el conjunto de la humanidad), sino proclamar una salvación de orden universal. No es que Jesús no haya regulado la existencia de la iglesia cristiana como tal, que lo ha hecho y entra en su plan providente, sino que la "iglesia pequeña" es un instrumento providencial de proclamación de la "iglesia grande", la verdadera iglesia universal que abarca a todos los hombres. Este segundo documento debería proclamar solemnemente la esencia universal del cristianismo para mover a los hombres, instalados con dramatismo en su historia personal y en la inquietud existencial por la vida y por la felicidad (Documento I), a percibir la intensidad atrayente de la luz que el cristianismo -la palabra de Jesús-deja abierta como posibilidad final.


Criterios: Jesús confirma la sospecha transcendente del hombre. Cuando hablamos de "esencia universal del cristianismo" nos referimos a la "esencia del mensaje de Jesús". Para entenderla y que produzca su impacto natural en la vida del hombre es necesario que este advierta reflexivamente cuáles son las grandes inquietudes que constituyen su condición humana. El mensaje de Jesús, el que la iglesia debe proclamar ante todos los hombres, solo se entiende desde estas inquietudes· porque la palabra de Jesús las responde directamente. El hombre se ve así sorprendentemente afectado por un mensaje enigmático que le ofrece indicios, pistas para resolver el misterio de la transcendencia. La esencia de esta inquietud fundamental de la existencia ante la transcendencia es si en realidad existirá, o no existirá, un Dios oculto que, a pesar de su silencio actual, quiera ser un Dios liberador de la vida individual de cada uno y de la especie humana. Pues bien, el mensaje de Jesús responde directamente a estas incertidumbres o sospechas metafísicas de todo hombre, ya que, en último término, dice: debéis confiar en ese impulso que os mueve a creer que pudiera haber un Dios oculto que quiere liberarte y liberaros porque Yo os digo en nombre de Dios que es así, que afectivamente la explicación última del universo es un Dios creador que se oculta pero quiere liberar la especie humana.


1) La experiencia gozosa de la vida. El don de la vida nos ha permitido estar abiertos a la ilusión por alcanzarla plenamente. La hemos deseado intensamente. Hemos trabajado para conseguir un dominio satisfactorio del mundo, tener los alimentos necesarios y un cobijo para vivir. Quizá hemos triunfado y hemos en parte conseguido nuestra apetencia por vivir. Hemos buscado también la unión existencial con otros hombres. Hemos buscado amar y ser amados, dentro de los impulsos sociales, sexuales y quizá hemos fundado una familia. Hemos tenido la gozosa experiencia de lo que significa vivir, al menos un destello de lo que podría ser. Y si no ha sido así, o incluso así, hemos estado abiertos a evadimos y ser felices en la ilusión de una realidad mágica, la "ensoñación" de la vida que nosotros hemos creado con nuestra imaginación con los abundantes elementos que la misma sociedad ha puesto a nuestra disposición. Y, sobre todo, hemos tenido la experiencia de que el gozo del mundo, realizado o soñado, ha sido construido por nuestra libertad, por nuestras decisiones libres y por nuestros compromisos. Lo que hemos hecho es en parte fruto de nuestra libertad. Pero lo que no hemos hecho también ha sido producto de nuestra libertad.


2) La frustración de la vida. Pero junto a la experiencia del gozo por la vida también hemos pasado todos por la experiencia de la frustración. Incluso en la juventud, cuando vivimos la borrachera de la salud, de la potencia, de la ilusión, y parece que podemos comernos el mundo a voluntad, han caído sobre nosotros nubes de densa oscuridad, hasta hacernos llorar depresivamente en la desnudez de la sinceridad interior, como presintiendo la angustia premonitoria del drama final en que acabará la historia de nuestra vida. El drama es el final inevitable de la vida. Esta es siempre una mezcla, cuasi dialéctica, de gozo y de frustración. Quizá no a los veinte años, o quizá sí, pero siempre llega un momento en la vida de todo hombre en que la realidad, gozosa y frustrante, de la vida se impone con absoluta nitidez.


3) Preguntas y sospechas metafísicas. Solo cuando el hombre ha llegado a experimentar la vida en su puro realismo aplastante, la exaltación del gozo y la frustración del fracaso, al menos cuando lo ha entendido intelectualmente, está en condiciones existenciales de plantearse las grandes preguntas y sospechas metafísicas. El hombre mundano que ha vivido sin pensar en lo transcendente, atendiendo solo a lo inmediato, al triunfo, al dinero, al amor, arrastrado por el vértigo del consumo, está en la cultura contemporánea instado a una "sospecha ante lo transcendente" promovida.por lo que ha llegado a constituirse "lo políticamente correcto". No parece que Dios fuera creador de un mundo tan frustrante y desordenado, tan dramático y con capacidad de producir tanto sufrimiento en los seres humanos. Además, es poco alentador que Dios esté representado por religiones también tan frustrantes, ante las que se han mantenido durante años posiciones anticlericales. Dicen, por otra parte, que la ciencia no ve razones para pensar que Dios sea real. Por todo ello, muchos hombres acaban sus días en el "malestar profundo" de haber vivido, en alguna manera avenidos a que no queda ya sino que la vida sea absorbida en la oscuridad sin fondo de la muerte; sin ser capaces de ver la más mínima luz ni capaces de sentirse moralmente justificados a comprometerse con ella. Pero ante este final sin esperanza de vida, todo hombre tiene todavía sospechas que le inquietan y le hacen temer que su rumbo sin esperanza no haya sido un error. La sospecha metafísica le llena de inquietud y de remordimiento. Observa el hecho histórico real de que la inmensa mayoría de los hombres han orientado sus vidas bajo la luz de las religiones que han nacido en las más recónditas regiones de la tierra. ¿No será que, en último término, Dios existe? ¿No será verdad que existe un Dios que, por algún designio que no se entiende, ha ocultado su presencia y ha dejado que el universo siga su curso inexorable? ¿No será que, en realidad, como esperan las religiones, existirá un Dios liberador de los hombres? En todo hombre, las preguntas con que se concluía el Documento I acompañan siempre irremediablemente la condición humana, sobre todo a quienes siguen viviendo desde la sospecha metafísica resuelta en la pérdida de esperanza ante la vida.


4) La proclamación del mensaje de Jesús. El concilio de la iglesia católica, consciente de que esta es la inquietud esencial de la existencia humana, quiere proclamar y transmitir a todos los hombres la esencia del mensaje de Jesús. El concilio, como iglesia cristiana, es la asamblea de quienes han dado crédito a las palabras y a los hechos de Jesús, a su doctrina transmitida como revelación del eterno designio o plan de un Dios creador del universo. El mensaje de Jesús está dirigido a todos los hombres: es la exhortación a creer en aquello que podíamos ya sospechar por nuestra condición humana. Creer en la existencia de un Dios que ha querido ocultar su presencia, que ha establecido un plan de relación con el hombre plenamente libre que incluye un mundo de dolor, pero un Dios que se manifestará liberador más allá de la muerte. El mensaje de Jesús es así un nuevo impulso, introducido en la historia, que nos llama a "creer en la existencia de un Dios liberador, a pesar de su ocultamiento", lo que equivale a decir, "a pesar del dolor y del sufrimiento de la historia".


5) Exhortación a esperar la transcendencia de la vida. El concilio exhorta a todos los hombres a no dejarse hundir por la desesperanza. Los hombres que se ven aliviados por la angustia y el dramatismo de la vida, que se rebelan ante un mundo de dolor, son invitados por Jesús a tener el valor de creer que, a pesar de todo, existe un Dios oculto y liberador. La iglesia invita a sentirse aliviados por Jesús, si se siente el agobio por la frustración de la vida. Cada persona, cada individuo en las circunstancias concretas de su vida real -por dramáticas y decepcionantes que a cada uno le parezcan-es libre para abrirse en lo íntimo de su ser a la fuerza que le impulsa a creer que la plenitud de la vida es en último término posible, si aceptamos en libertad personal a un Dios oculto, a pesar de la desmoralización que nos produce su lejanía y su silencio. Toda la creación está hecha por Dios, según el mensaje de Jesús, para promover que el hombre, al menos en la sinceridad interior de su conciencia, diga "sí" al Dios oculto y liberador, siendo capaces de confiar en la pertinencia de su designio salvador a pesar del dramatismo de la vida personal y de la historia. Esta fuerza para vencer la desmoralización ante la continuidad final de la vida es, al menos, la que el concilio nos exhorta a ser capaces de tener. Es, al menos, la gran cuestión que debe resolverse ante Dios, sin testigos ni andamiajes externos, en la apertura personal y libre del hombre a Dios como relación personal, de tú a tú, desde nuestro "espíritu" al Espíritu divino. Sin testigos. Solo ante nosotros.


6) Sentirse miembro del cristianismo universal. Aceptar al Dios oculto pero también liberador es formar parte del cristianismo universal. Todos los hombres que en las diferentes religiones aparecidas en las más variadas culturas se han abierto a la esperanza de un poder salvador divino, a pesar de la experiencia del dramatismo de la vida, están aceptando la esencia del mensaje de Jesús. En este sentido la iglesia cristiana los considera parte implícita del cristianismo. En su inmensa mayoría la humanidad ha sido "cristiana" aceptando la Voz del Dios de la Creación, que impulsa a creer en la voluntad liberadora de un Dios oculto, que ha sido reafirmada y confirmada, como creen los cristianos, por la Voz del Dios de la Revelación en Jesucristo. Este documento enlazará con el documento VII que expondría la nueva hermenéutica del paradigma de la modernidad. En el documento VII se proclamaría el sentido cristológico de toda religiosidad natural.



Textos conciliares: La fuerza para superar la angustia del sufrimiento


"Quienes consideren la obra realizada por el concilio de la iglesia católica quizá tiendan a pensar que sus objetivos sean defender intereses, promover adeptos, · buscar pleitesías y reconocimientos de la iglesia como tal. El concilio quiere, sin embargo, proclamar con firmeza que el objetivo más importante que se propone no está vinculado a lo que pudiera considerarse un interés inmediato favorable a la organización de su entidad eclesial. La iglesia quiere dirigirse a los hombres y decirles algo que afectará simplemente a la vida interior de sus personas. Busca ayudar a los seres humanos en las decisiones y en las vivencias, en el modo final en que deberán construir su "sentido de la vida", allí donde son sinceros consigo mismos, en la intimidad interior de la que solo cada uno es testigo, sin tener que dar cuentas a nadie, sin necesidad de reconocer nada ante los demás, ni ante la sociedad ni ante iglesia o religión alguna; ayudar en las decisiones y en las vivencias esenciales que llevan a configurar interiormente lo que realmente pensamos, cómo sentimos el enigma final de la vida y cuáles son los verdaderos sentimientos que nos animan, más allá de las servidumbres y las consideraciones sociales. El concilio quiere transmitir a nuestra intimidad como personas libres el mensaje que Jesús quiso proclamar a todos los hombres. Es un mensaje muy sencillo: es la llamada a confiar en aquello a que nos mueve ya, en alguna manera, nuestra condición de hombres, a saber, que, sin dejarnos vencer por la desmoralización ante el sufrimiento, por la lejanía y por el silencio de Dios en la historia, debemos confiar en un Dios oculto que permite un mundo de dolor, pero que, sin embargo, prepara una liberación final de nuestras vidas. El concilio se dirige a la conciencia interior de todo ser humano para exhortarle a creer en la realidad de un Dios oculto y liberador que ha sido confirmado por el mensaje de Jesús y que nos instalará en la Vida. Decir que sí, es hacer posible que, a pesar del sufrimiento que nos agobia, sintamos la realización interior de confiar en que finalmente la felicidad, la plenitud de Vida, será posible para cada una de nuestras biografías personales. Cada uno, en su historia personal, será acogido por el Dios, ahora oculto, que prepara la liberación. Para creerlo y acogernos a esta esperanza estamos solos y libres ante Dios en la intimidad de nuestras conciencias".



3.3. La iglesia reencuentra a Jesús en la modernidad (Documento III)


Preámbulo: Reconocimiento del cambio hermenéutico. La naturaleza del nuevo concilio sería la de avalar el gran cambio paradigmático producido tras veinte siglos de vigencia en continuidad del paradigma antiguo. Por tanto, una vez establecido el contacto inicial del concilio con el hombre de nuestro tiempo en el Documento I (por una analítica existencial sobre "caminar en el misterio" abiertos al enigma de lo metafísico) y presentado el mensaje esencial de Jesús a la inquietud radical humana en el Documento II (cristianismo universal), sería el momento de explicar también a todos los hombres cuál será la tarea conciliar. A mi entender, no puede dejar de explicarse esta tarea para que el mensaje que se va a transmitir llegue en toda su nitidez. La política habitual de la iglesia en el paradigma antiguo fue disimular introduciendo las adaptaciones ad hoc como si no pasara nada. Pero esta actitud ya no se podría seguir manteniendo: la iglesia debería explicar con toda claridad que ha llegado el momento del cambio y que va a emprenderlo con decisión. Debería aclarar por qué razones la explicación del kerigma cristiano necesitó una hermenéutica y cómo se formó la primera gran hermenéutica cristiana a partir de la cultura grecorromana. A través de los siglos de vigencia de ese paradigma, y dentro de sus condicionamientos, se fue expresando la teología cristiana. El kerigma cristiano esencial se transmitió en la vestidura del paradigma antiguo, aunque esta respondiera a esquemas que con el tiempo se mostrarían inapropiados. Esto es lo que comenzó a pasar, poco a poco, desde que la Edad media se transformó en la modernidad. Desde entonces se fue formando una nueva imagen de la realidad que suponía, en el fondo, una profundización en la naturaleza del universo, de la vida y del hombre que Dios había creado. Era necesaria una nueva interpretación, lectura o hermenéutica de la fe cristiana, es decir, del contenido del kerigma predicado por Jesús, al que los cristianos se adhirieron y cuya misión es hacerlo presente en la historia. Este cambio hermenéutico, o paradigmático en términos epistemológicos modernos, se demoró durante siglos, pero finalmente va a ser emprendido por el concilio. Sin este reconocimiento, por tanto, del "cambio hermenéutico" abordado por el concilio, ni la sociedad en general ni los creyentes entenderían lo que se estaría haciendo realmente en el concilio, ni la transcendencia histórica excepcional de sus resultados y consecuencias.


Criterios: El itinerario histórico hacia el cambio hermenéutico. Admitido ya el "cambio hermenéutico" como objetivo capital del concilio, el objetivo que además cumpliría el Documento III sería ofrecer una explicación introductoria de la naturaleza de la iglesia (dirigida a todos los hombres), su necesidad de una perspectiva hermenéutica, lo que fue el paradigma antiguo, la ocasión histórica de cambio como exigencia de la nueva imagen de la realidad configurada en la modernidad, el resultado del cambio hermenéutico abordado por el concilio y algunas consecuencias más importantes (ya que en detalle se irían presentando en los documentos específicos posteriores).


1) Origen de la fe cristiana: Jesús y el kerigma primitivo. Este documento debería comenzar por una presentación sumaria de la aparición de Jesús en el marco de la historia de Israel. Jesús, el sorprendente "profeta" (algo más que un simple profeta) que predica una doctrina revelada y que se presenta a sí mismo como el Hijo, de condición divina. Su doctrina revela el plan divino para la creación y la salvación del hombre. La iglesia nace como adhesión existencial sin límites a la persona de Jesús y al asumir, de acuerdo con su doctrina, la misión de proclamar el mensaje de Jesús en la historia. El kerigma es esa doctrina de Jesús que la iglesia debe proclamar y que se apoya en la narración de los hechos y palabras de Jesús en las Escrituras Sagradas (Biblia).


2) Necesidad hermenéutica en la proclamación del kerigma. Los cristianos, por tanto, estaban persuadidos de que la Verdad se había manifestado en Jesús y, en consecuencia, la verdad cristiana (revelada en Jesús) debía ser conforme a la verdad de la creación (obra del mismo Dios de Jesús). Por tanto, entre la razón natural -o, más ampliamente, la experiencia del hombre en el mundo-y el pretendido mensaje revelado de Jesús debía darse una concordancia. Por ello, profundizar en el conocimiento racional del hombre en el mundo debía conducir a explicar de forma más inteligible el mensaje de Jesús. Se abordaba así una "hermenéutica" o interpretación del kerigma cristiano. En la proclamación del kerigma debía entonces iluminarse en armonía la verdad del hombre. Así nació la teología cristiana.


3) La configuración de la hermenéutica antigua. Es comprensible que en los primeros siglos comenzara pronto una teología hermenéutica que no podía en aquel tiempo sino fundarse en la cultura grecorromana. Así nació un cierto tipo de hermenéutica que, ampliamente, se inspiró en la cultura grecorromana y que se ha mantenido hasta la actualidad, en un marco amplio de variaciones y de adaptaciones. Este paradigma antiguo tuvo dos dimensiones. En la filosófico-teológica se impuso la ontología platónico-aristotélica, introduciéndose puntos de vista impropios del pensamiento hebreo. En la dimensión socio-política se instauró pronto el teocratismo que aparece ya en el cristianismo del imperio de Constantino como religión de estado. El documento debería abundar algo en la presentación de las características de las diversas etapas del paradigma antiguo.


4) La teología primitiva de la iglesia: inspiración y asistencia. Una vez que la primera comunidad cristiana comenzó a hacer teología, la iglesia fue cayendo en la cuenta de que la providencia de Dios debía velar para que, en efecto, el kerigma cristiano se transmitiera a la historia. Se vio que las Escrituras debían estar inspiradas y se reconoció el Canon. Al mismo tiempo la iglesia sintió que la asistencia del Espíritu la acompañaba en la proclamación del kerigma. Pero ya desde el principio la iglesia entendió que una cosa era el kerigma y otra cosa diferente su hermenéutica o interpretación. De hecho había hermenéuticas diferentes y en conflicto entre ellas. Por consiguiente, las hermenéuticas podían ser erróneas, "perfectibles" al menos, y dependían siempre de cada momento de la cultura. La iglesia no debía optar por unas u otras hermenéuticas, siempre que mostraran su armonía con el kerigma.


5) Fuerza y fragilidad de la iglesia. El concilio debería explicar cómo la iglesia entiende la Providencia de Dios al velar por la transmisión del kerigma. Dios no ha eliminado la condición humana de quienes han formado la iglesia: su conocimiento débil, sus pasiones arraigadas y la fragilidad multiforme del ser humano. La iglesia no olvida su tormentosa historia, arrastrada por la tortuosa historia de la humanidad y por las oscuras tendencias de la conducta humana. De todo ello ha habido muestras lamentables en la historia reciente. Sea dicho, sin embargo, proclamando que nunca la iglesia ha tenido tantas personas con un compromiso religioso y social, absoluto y heroico, como en los últimos años; aunque la santidad de la mayoría no deba ocultar la fragilidad que, aunque minoritaria, manifiesta la condición humana de la iglesia. Pero su fuerza ha sido, a pesar de la fragilidad y de las sombras, haber mantenido la presencia del kerigma anunciado por Jesús, aunque a veces esa fragilidad haya contribuido a oscurecer el mismo mensaje de Jesús. Los que, molestos, como todos, con las fragilidades, han permanecido en la iglesia lo han hecho porque han entendido que lo que entra en juego es la adhesión a Dios o su rechazo por la adhesión a la doctrina de Jesús. El concilio debería exhortar a la humanidad a entender que el criterio para decidir su existencia no es la fragilidad de la iglesia, sino la decisión existencial transcendente ante el enigma metafísico, ante la posible existencia de Dios y ante el mensaje de Jesús en el kerigma cristiano.


6) El gran cambio de la modernidad y la crisis del paradigma. Al concluir la Edad media y comenzar la Edad moderna se produjeron cambios sustanciales en la visión del mundo. La dimensión filosófico-antropológica contenida en la hermenéutica antigua fue sustituyéndose por la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia. Además, la dimensión socio-política del teocratismo, iniciado por Constantino, cambió a medida que el humanismo renacentista fue imponiendo la visión de las naciones desde el nuevo prisma de la modernidad. El documento debería abundar en la descripción de cómo la hermenéutica teológica fue quedando desplazada tanto en la imagen de la ontología real del mundo como en la concepción moderna de la convivencia socio-política. El paradigma cristiano entró en crisis y quien sabe si la falta de contacto entre iglesia y sociedad en los últimos siglos no estuvo causada por la falta de un paradigma armónico con la modernidad. Sin embargo, la expectativa hubiera sido que una profundización en la imagen de la realidad debiera de haber producido un mejor conocimiento del mundo creado por Dios y una mejor hermenéutica del kerigma cristiano. Sin embargo hubo causas que explican que este cambio hermenéutico no se produjera cuando debía haberse producido y, sin embargo, se esté produciendo en la actualidad.


7) Ha llegado el tiempo del cambio hermenéutico. El concilio debería hacer la declaración oficial de la voluntad de la iglesia de afrontar un cambio histórico de paradigma. Este cambio se demoró durante siglos por causas que el concilio debería explicar (entre otras: la inmadurez reduccionista de la ciencia y la falta de disposición de un paradigma alternativo suficientemente preparado). Esto mismo permite pensar por qué ha sido posible el cambio de paradigma en la actualidad: porque la ciencia ha evolucionado hacia una imagen más precisa del universo y porque en el mismo cristianismo se ha configurado un paradigma alternativo. La iglesia mira el cambio de paradigma con esperanza porque debe permitir una proclamación más eficaz del mensaje de Jesús. Sin embargo, el que se hable de cambio de paradigma no equivale a decir que la iglesia declare la verdad final del nuevo paradigma. No lo hizo con el paradigma antiguo y tampoco puede hacerlo con el nuevo. No excluye otros paradigmas alternativos en que también se asumiera la explicación del kerigma cristiano. Cambio de paradigma o sistema hermenéutico solo quiere decir que la iglesia avala que la modernidad permite una visión nueva del cristianismo que instala al cristianismo en nuestro tiempo. Esta visión, presumiblemente más profunda que la anterior, es vista por el concilio como una hermenéutica posible, abierta a su transformación en los próximos siglos. La tarea del concilio será, pues, la de respaldar y orientar un cambio hermenéutico que permita una mejor proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo histórico. Por tanto, el concilio debería dejar muy claro que se avala un cambio hermenéutico, aun sin elevarlo a la condición de verdad definitiva, y que el kerigma cristiano permanece en su integridad, sin cambios, ya que, en el fondo, es el criterio de referencia que no se ve afectado por los enfoques hermenéuticos como tales.


8) El reencuentro con Jesús: el cristianismo universal. El concilio debería explicar que el cambio de paradigma es una ocasión excepcional en la historia de la iglesia, después de veinte siglos de paradigma antiguo y cuatro de demora en una situación molesta de incertidumbre. Si el avance del conocimiento debe producir, en principio, una imagen de la realidad más precisa, la modernidad ha permitido en consecuencia conocer mejor cómo es el universo creado por Dios. La nueva hermenéutica ha hecho caer en la cuenta a la iglesia de que aspectos esenciales del kerigma cristiano pueden ser entendidos con mayor claridad. Se entiende mejor el diseño creador anunciado por Jesús como un escenario para la libertad y el cristianismo se contempla en su verdadera dimensión universal. La iglesia de los últimos siglos, insegura ante la evolución del mundo moderno, se mostró a la defensiva y trazó férreamente las fronteras que le permitieran seguir adelante con la imagen "antigua" de sí misma. Pero la iglesia, que se entiende a la luz de la nueva hermenéutica, está ya segura de su teología, se ve en congruencia con el mundo moderno y es ya consciente de que el cristianismo se muestra con una profundidad insospechada: por ello entiende que debe dejar de ser una "iglesia encerrada en sí misma" para hacerse una "iglesia universal". El mensaje esencial de Jesús anunciado por el concilio a todos los hombres (Documento II) se hace posible en nuestro tiempo porque esta nueva conciencia del "cristianismo universal", alcanzada desde la hermenéutica de la modernidad, nos lleva a entenderlo.



Textos conciliares: Disposición al reencuentro con Jesús


"El concilio quiere proclamar la importancia histórica excepcional, para la iglesia cristiana y para todos los hombres, de emprender la nueva explicación del cristianismo desde la hermenéutica de la modernidad. Para los creyentes es la ocasión de un nuevo encuentro con Jesús; es decir, con la doctrina revelada en sus palabras que el avance del conocimiento en la historia permite entender ahora en su profundidad. La iglesia cristiana cree en Dios y en su revelación en Jesús. Cree que la Providencia divina ha velado para que la iglesia sea su depositaria y lo transmita a la historia por la "inspiración" de las Escrituras y la "asistencia" a las decisiones de la misma iglesia. Para todos los hombres, creyentes y no creyentes, se configura una nueva oportunidad de ponderar la armonía entre el kerigma del cristianismo y la imagen de la realidad en la modernidad. Es un nuevo dato que a todos puede ayudar: a los creyentes no-cristianos a profundizar su religiosidad propia al entender que el "cristianismo universal" es algo connatural a todos que está en el corazón mismo de toda apertura confiada a un Dios transcendente; a los no-creyentes se les descubre una nueva imagen del cristianismo que sin duda deberán ponderar en la deliberación existencial sobre el sentido de sus existencias en búsqueda de la Vida. La nueva hermenéutica no cambia el cristianismo; solo cambia el entendimiento, ahora más profundo, de la fe cristiana de siempre; aquella fe que la primera comunidad reflejó en las Sagradas Escrituras y que constituyó el kerigma que fue proclamado por la iglesia, asistida por la Providencia divina, a la sociedad desde los primeros tiempos. El concilio anuncia que su labor consiste en establecer los criterios que deberá cumplir la nueva hermenéutica: el concilio no puede elevar al nivel de verdad absoluta ninguna hermenéutica, pero avala que la evolución del conocimiento en la modernidad hace posible la nueva hermenéutica en que la profundidad del kerigma cristiano brilla en todo su esplendor. La disposición al entendimiento del trabajo conciliar deberá ser para todos, por tanto, la apertura a la novedad histórica de una nueva hermenéutica cristiana. En el concilio una nueva luz se proyectará sobre la doctrina de Jesús que la iglesia transmite. Los tiempos del concilio serán tiempos de novedad, ya que la instalación de la fe en una seguridad intelectual buscada desde hace varios siglos permitirá también dar nueva fuerza al diálogo interreligioso y al compromiso cristiano con la lucha ancestral de la humanidad contra el dolor y el sufrimiento".



3.4. La iglesia exhorta a la fidelidad a la vida (Documento IV)


Preámbulo: La fidelidad a la vida exige la solidaridad interhumana. En los documentos conciliares precedentes se hace un llamamiento a la búsqueda de la vida como realización profunda de las aspiraciones humanas (documento l) y una presentación del mensaje universal de Jesús a creer que, más allá del dolor y de la tragedia humana, existe un Dios oculto que liberará y concederá la vida a quienes libremente quieran ser liberados por Él (documento II). Además, se ha explicado que un cambio del paradigma hermenéutico va a permitir a la iglesia entender con mayor profundidad que el cristianismo es una religión universal y, por ello, también la iglesia es una "iglesia universal" (documento III). En este último documento introductorio (IV) se debería plantear que ha llegado el tiempo histórico para responder moralmente a nuestros impulsos a la vida, desterrando de la humanidad la cultura de la muerte. Una cultura contradictoria en que buscamos la "vida individual", pero transigimos con la "gestión de la muerte" para los otros seres humanos. El concilio debe anunciar que, desde la perspectiva cristiana, se ha llegado al tiempo histórico en que deben denunciarse sin atenuantes las variadas formas en que las sociedades humanas transigen con las culturas de la muerte. El concilio debería tener ante los ojos la inmensidad del sufrimiento humano extendido en todos los continentes, en todas las naciones, en todas las clases sociales. Debería expresarse de tal manera que todos percibieran que siente, es capaz de revivir y hacer propio el sufrimiento humano extendido en cada segundo, en cada minuto, en cada uno de los largos días y noches, de millones y millones de seres humanos de todo orden y condición. El concilio debería recitar también el sincero mea culpa en nombre de la iglesia por haber transigido e incluso ejercido en otros momentos de la historia, y quizá incluso en el presente, la cultura de la muerte. El concilio debería proclamar que ha llegado un tiempo en que ya no es posible seguir mirando de lado cuando nos encontramos con el sufrimiento y en el que las naciones deben entender que ha llegado el momento de la verdad en el compromiso ante la vida. El llamamiento a las naciones para resolver el problema universal del sufrimiento debería completarse con el compromiso de la iglesia católica para combatir con todos sus medios el sufrimiento, así como con un llamamiento solidario a las iglesias cristianas y a las grandes religiones para comprometerse en colaborar en la lucha final contra el sufrimiento humano, evitable mediante la gestión humanista de los recursos. Aunque este documento estaría dirigido a todos los hombres debería incluir una exhortación a los ciudadanos a crear y a gestionar organizaciones civiles capaces de combatir el sufrimiento y de influir en el rumbo de la política nacional e internacional. En otro documento posterior, sin embargo, el concilio debería dirigirse en especial a los ciudadanos católicos para exhortarles al compromiso multiforme en la lucha contra el sufrimiento y al asociacionismo civil en la línea ya expuesta en las secciones anteriores de este ensayo (capítulo VII).


Criterios: Geografía del sufrimiento y gestión humana. El concilio debería denunciar lo que realmente está pasando: la inmensa extensión del sufrimiento humano. Al mismo tiempo la contradicción que supone creer en la vida, aspirar a la vida individual y, sin embargo, evadirse del sufrimiento de los demás y, lo que es peor, gestionarlo a favor del propio bienestar. El concilio debería, pues, denunciar ante la conciencia moral del hombre, ante las creencias cristianas y de las otras religiones, la persistencia secular del sufrimiento universal, hasta ahora sin solución, ni aparente interés de hallarla. Este documento enlazaría con otro documento posterior que replantearía el compromiso cristiano específico frente al sufrimiento. En este documento se plantearía un llamamiento introductorio a la solidaridad interhumana en la lucha para promover la dignidad humana.


1) La aspiración universal a la vida: la solidaridad. El punto de partida sería la aspiración universal a la vida (documento 1). Se describiría cómo la vida es individual, pero unida esencialmente a la vida de la especie. Por ello, en la apetencia individual se busca siempre la comunión con el otro, en niveles cada vez más amplios y superiores: la familia, la tribu, la ciudad, la etnia, el pueblo, la nación, el estado, etc. No se puede aspirar a la vida sin verla realizada en la vida de los demás. De ahí que la búsqueda de la felicidad deba entenderse como la felicidad de la especie. Por ello, los vínculos sociales y las complicidades de todo tipo aúnan a los seres humanos en la búsqueda de la vida. Vivimos en un universo dramático en el que, sin embargo, tenemos el don de la libertad para gestionar poco a poco el ascenso a la felicidad. La solidaridad es el camino que lleva a los seres humanos a la vida como nos hace entender la filosofía...


2) La muerte de la vida sufriente. La muerte es la frustración definitiva de la aspiración a la vida. Pero el sufrimiento es ya un pequeño paso en dirección a la muerte: ya sea por la falta de dominio sobre el mundo (pobreza, hambre, enfermedad, desamparo) o por falta de comunión con los otros hombres (odio, violencia, indiferencia, injusticia), el sufrimiento es la frustración de la ilusión por la vida. El documento debería emprender una descripción pormenorizada de todos aquellos estados personales y coyunturas sociales en que se producen los sufrimientos humanos, insistiendo en aquellos que podrían ser evitados por un compromiso eficaz de la sociedad: pobreza, injusticia, falta de trabajo, vejez y marginación, enfermedades, hambre, subdesarrollo endémico de áreas aisladas y olvidadas del interés de los demás, desamparo social y psicológico, soledad social, guerras y violencias, enfrentamientos y odios sociales entre unos y otros, etc. La sociedad actual convive con la inmensidad de la angustia humana y con el sufrimiento universal de millones y millones de seres humanos con actitud de indiferencia, como si fuera algo inevitable que "no va con nosotros". En esta actitud inauténtica se realizaría la gran traición de la sociedad contemporánea a la aspiración a la vida. El egoísmo no es un "sí" auténtico a la vida, ya que esta solo puede realizarse en la solidaridad comprometida frente a la muerte y frente a todo conato de muerte en el sufrimiento humano.


3) La respuesta de las ideologías socio-políticas. El documento analizaría qué papel han jugado a lo largo de la historia las ideologías políticas, así como su papel en prometer y realizar una vida mejor para la sociedad humana. Tras la revisión de la historia, formas y resultados de las ideologías políticas, se haría una recapitulación de la inmensa cantidad de sufrimiento producido (violencia y guerras) y también de los beneficios del progreso por la tecnología. La situación actual sería también analizada para mostrar el crecimiento de la geografía de la pobreza y cómo se concluye en una mecánica social insensible al sufrimiento, diseñada para el sostenimiento de los ricos, pero sin diseños comprometidos de solidaridad para acabar con el sufrimiento universal... El futuro de la vida y de la felicidad sigue siendo oscuro y sin respuestas fiables bien diseñadas.


4) La respuesta de las religiones. Las religiones han intentado también dar una respuesta comprometida al sufrimiento en una dimensión metafísica. Pero han quedado atrapadas en las estructuras sociales de otras épocas que convivían con el sufrimiento, inevitable y fatalista, y se instalaron también en sus ciertos "nichos de confort" al amparo del poder. En algunas religiones incluso, como hinduismo y budismo, se transigía con un dolor que se consideraba necesario y natural en el proceso de purificaciones sucesivas hacia el Nirvana. En todo caso, las religiones, incluyendo el cristianismo, han fallado también en su denuncia y en su compromiso radical en la lucha contra el sufrimiento...


5) La cultura de la muerte. Pregonando el respeto a la vida y alardeando del valor moral de actuar para realizar la vida, las culturas humanas han entendido en realidad una "vida egoísta": mi vida, nuestra vida. Esto quiere decir que se ha transigido con la muerte de los demás, e incluso se ha gestionado. Las disputas en torno a una fuente, un territorio, unos mares, cualquier interés de los grupos humanos llevó a las más cruentas guerras, estableciéndose una cultura donde se hacía alarde de la muerte y se exhibía el cadáver de los enemigos. Pero no es solo esto: individuos particulares han considerado justificado, bajo razón de sus intereses y conveniencia, sojuzgar a otros seres ht1manos y explotarlos, hasta someterlos a estados de sufrimiento continuos sin la menor inquietud. Se diseña un orden económico a conveniencia de los países ricos que se inhiben de cuanto supone la pobreza, la enfermedad y el hambre en zonas inmensas del mundo. Incluso en la vida ordinaria unos hombres se causan dolor y sufrimiento, unos a otros de forma intencionada y cruelísima... Esta agresividad se funda en los instintos que provienen de la lucha por la supervivencia animal; instintos que la razón desarrollada no ha hecho nada por superar sino que los explota a placer. La conveniencia e interés egoísta de los padres, o de los gobiernos ricos que temen una explosión demográfica en el tercer mundo que dificultaría su control, no dudan en sacrificar cruelísimamente a millones y millones de seres humanos inocentes no nacidos, con la misma indiferencia e impunidad con que se emprendería una guerra o las más perversas agresiones a cuantos nos rodean. La "vida egoísta" es alardear hipócritamente de "amor a la vida", falso, cuando se esconde detrás una "cultura de la muerte", generalizada desde tiempo inmemorial, que hace sentir vergüenza por la dignidad humana pisoteada a las mentes más honestas y más lúcidas.


6) El cristianismo atrapado en la cultura de la muerte. El cristianismo debe también declarar su culpabilidad reconocida porque se ha visto atrapado por la lógica agresiva de la historia y por los propios intereses deshonestos de personas que forman la iglesia, aceptando en general e incluso colaborando con la cultura de la muerte. La iglesia ha sido protagonista de ajusticiamientos de disidentes, de bendición de guerras injustas, de participación en represiones organizadas por poderes políticos de uno u otro signo, de asociación a la indiferencia ante el sufrimiento universal que toda la sociedad opulenta exhibía. El concilio debería reconocer, sin ambages, las faltas de fidelidad de la iglesia a la cultura de la vida a lo largo de su historia...


7) La conversión a la cultura de la vida. El concilio debería declarar que se convoca y celebra en un tiempo en que la razón humana y la cultura han llegado a la persuasión colectiva de que ya no se puede seguir conviviendo más con la "cultura de la muerte". No se pueden seguir admitiendo las guerras, las violencias de cualquier signo, la opresión a los demás, la producción de "mal" de unos a otros, la injusticia, la indiferencia ante el dolor de los otros... Es necesaria una "conversión a la vida" que nace primero de la conciencia moral de todo hombre por la ley natural y, segundo, de la conciencia moral de los creyentes en las grandes religiones y en el cristianismo. Es preciso denunciar la degradación moral en que se halla la humanidad: la hipocresía de alardear el compromiso con los grandes intereses humanos que representan las ideologías, pero, al mismo tiempo, la hipocresía de quienes se creen "llenos de derechos", pero viven su vida sin embargo como una continua producción de sufrimiento a los demás. Por lo tanto, la conversión a la cultura de la vida es una condición necesaria para que se hable de cultura en madurez racional propia de nuestro tiempo: exige a la vez conciencia personal y colectiva de la degradación y voluntad de tomar aquellas decisiones libres pertinentes para el compromiso integral hacia la cultura de la vida que no es otra cosa que la "cultura de respeto integral del hombre" en todas las situaciones, personales y colectivas...


8) Exhortación al compromiso civil: urgencia y pragmatismo. El concilio debería concluir este documento haciendo un llamamiento general para aceptar definitivamente un compromiso eficaz para promover una cultura de la vida. La exhortación debería ir dirigida primero a los poderes públicos, recordando que la iglesia católica se les ha dirigido ya muchas veces en las encíclicas sociales aportando ideas que podrían hacer el mundo más humano. En segundo lugar, la exhortación debiera dirigirse también a los creyentes católicos y cristianos, a los creyentes de religiones no cristianas y a los ciudadanos en general para urgir una cruda sinceridad existencial para caer en la cuenta de que estamos presos de la cultura de la muerte y de la necesidad moral de encaminarse hacia la cultura de la vida. El documento debería apelar a la responsabilidad ciudadana como tal que tiene en su poder, en las sociedades democráticas, a los partidos políticos, ya que estos dependen de la voluntad de los ciudadanos. Esto es en "teoría" porque la sociedad civil no podrá nunca ejercer sus convencimientos morales si no se organiza, con urgencia y pragmatismo, para imponer la política humanista en el orden nacional e internacional. El concilio debería concluir con una potente apelación universal al asociacionismo civil ciudadano, participado por cristianos de diversas confesiones, por religiosos no-cristianos y por ciudadanos, que fuera capaz de tomar sobre sí la responsabilidad humanista de la historia, actualmente a la deriva por la gestión política de los últimos siglos y de la actualidad.



Textos conciliares: Un momento moralmente crucial de la historia


"El concilio ecuménico, asamblea universal de obispos de la iglesia católica que acuden como cabezas de sus iglesias respectivas, se reúne y es consciente de que no solo se dirige a los creyentes católicos, sino también a otros creyentes y no creyentes que observarán qué se hace en este importante evento mundial. El concilio proclama que su entrada en la cultura de la modernidad hace posible, para el cristianismo y para las otras religiones, nuevas formas de compromiso eficaz y pragmático, basado en la condición civil de los ciudadanos cristianos y religiosos, en la lucha contra el sufrimiento humano y contra la ancestral "cultura de la muerte". Es consciente de que debe proclamar un mensaje moral que a todos nos atañe: como ciudadanos, y como creyentes en diferentes credos. Vivimos rodeados por sufrimiento humano, por personas cuya vida está sometida a una angustia que no cesa y les lleva al borde mismo de la muerte. Guerras, odios, enfermedades, pobreza, subdesarrollo, desamparo social, desamparo psicológico, mil causas produjeron en el pasado y siguen produciendo la angustiosa existencia de millones y millones de seres humanos. Reunido el concilio se siente moralmente urgido a denunciar la presencia que no cesa, y crece cada vez más, del sufrimiento humano. Pero a denunciar también una sociedad que habiendo hecho cosas buenas, y producido bienestar en algunos, mira con indiferencia y pasividad la inmensa geografía física y espiritual del sufrimiento humano. El concilio debe hacerse eco moral de una inquietud que no solo es religiosa, sino puramente humana, que hoy ha ido creciendo en la conciencia moral de nuestro tiempo, el sufrimiento humano universal evitable cuya presencia es una ofensa a la dignidad humana. Hemos llegado al momento crucial de la historia en que ya no podemos soportar por más tiempo que las cosas sigan este "camino sin sentido", en apariencia inexorable. El concilio hace también en este documento introductorio, dirigido a todos los hombres, una apelación a que se tomen las medidas posibles, urgentes y pragmáticas, que aminoren o incluso supriman el sufrimiento humano. Esta apelación vehemente a los poderes públicos -aludidos por la doctrina social de la iglesia en el pasado-quiere hacerse extensiva a la responsabilidad social de los ciudadanos que, con sus decisiones y su organización, podrían imponer lo que los poderes públicos llevan siglos sin hacer. El concilio considera que ha llegado el tiempo crucial en que deben confluir todas las energías en hacer posible la solidaridad real con el universo sufriente. Una parte determinante de estas energías morales debe ser la conciencia organizada de la sociedad civil. La iglesia católica, las iglesias cristianas, las grandes religiones de la tierra, todos los creyentes en un Dios que aúna a todos los hombres como hermanos, deben sentirse llamados por su conciencia moral, y por la voz de este concilio, a contribuir desde la condición de ciudadanos a la lucha eficaz y final contra el sufrimiento humano evitable".



4. La hermenéutica de la modernidad en el cristianismo


El concilio ya habría proclamado en el documento III su objetivo esencial: introducir a la iglesia católica en la nueva hermenéutica del kerigma cristiano, que ha hecho posible la cultura de la modernidad. Este documento habría declarado ya los perfiles que explican por qué es necesario un nuevo paradigma y en qué va a consistir. Creyentes y no creyentes serían ya conscientes de que el cambio protagonizado por el concilio es ya inevitable, es necesario y exigido por la historia. Es una respuesta debida de la iglesia a la obligación de proclamar el kerigma y de afrontar el esfuerzo de una hermenéutica para hacerlo inteligible ante la cultura de cada tiempo. Ya nadie se llamaría a engaño porque el concilio habría comenzado proclamando (documento III) que el cambio es posible en la iglesia, un cambio hermenéutico que no solo deja íntegro el kerigma cristiano, sino que permite entenderlo con mayor profundidad. El concilio se habría manifestado con toda claridad, sin ocultar nada: diciendo que la iglesia está necesitada de cambio (porque no todo estaba bien) y que debe someterse al enriquecimiento que supone el avance del conocimiento en la historia humana. Por otra parte, quedaría ya suficientemente explicado que el concilio no eleva por ello el nuevo paradigma a condición de verdad religiosa, o algo similar, sino que simplemente avala que la imagen del mundo configurada en la modernidad permite una nueva y enriquecedora interpretación del kerigma cristiano. La importancia del cambio hermenéutico es tan excepcional que la convocatoria de un concilio se justifica: tanto para avalar el paradigma, dando seguridad a los creyentes con un liderazgo firme, como para explicar la naturaleza del cambio y establecer las orientaciones esenciales en un momento crucial en la historia de la iglesia católica. Del nuevo concilio podría decirse que sería un "concilio hermenéutico", con un sesgo propio que lo distinguiría del sesgo característico, nacido de la misma autoridad del concilio, que tuvieron otros concilios de la historia (verbi gratia, Trento o el Vaticano II).


Sin embargo, en el documento III se habrían trazado solo ciertos perfiles iniciales del cambio hermenéutico que deberían ser profundizados en otros documentos conciliares dedicados a la "hermenéutica de la modernidad en el cristianismo". Estos documentos responderían a una lógica propia que está en correspondencia con la estructura de este ensayo (capítulos III, IV, V, VI y VII). Primero habría que referirse al paradigma antiguo (documento V), segundo a la nueva imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (documento VI), tercero al nuevo paradigma o hermenéutica de la modernidad que hace posible una nueva interpretación del kerigma cristiano (documento VII) y cuarto al tránsito sociopolítico desde el teocratismo antiguo al sentido de la ciudadanía cristiana desde la modernidad (documento VIII). Por tanto, simulamos ahora con brevedad cada uno de estos documentos, ya que una intuición más amplia de sus posibles contenidos queda sugerida en los mencionados capítulos de este ensayo.



4.1. Veinte siglos de paradigma grecorromano (Documento V)


Preámbulo: Riqueza y limitación del paradigma antiguo. Puesto que en el concilio deberá producirse un cambio hermenéutico excepcional parece que no debería faltar un documento en que se tomara conciencia de dónde se ha estado, es decir, qué es y qué ha significado el paradigma grecorromano. El documento debería apuntar a dos objetivos definidos. 1) Recapitular solemnemente, en el momento del cambio, qué fue el paradigma y a qué consecuencias condujo; es decir, qué sesgos interpretativos del kerigma fueron inducidos por su contenido. Al hacerlo, el concilio no debería evitar el reconocer las "querencias" que se consolidaron en el paradigma, tanto en lo filosófico-teológico como en lo sociopolítico, y que, al cambiar de paradigma, van a ser superadas. La iglesia, a nuestro juicio, no debería eludir este reconocimiento de las deficiencias porque en tanto en cuanto se perciban con claridad será posible también ver el contraste y entender qué significa el nuevo paradigma. El que la iglesia haya arrastrado las servidumbres (deficiencias inevitables) de culturas del pasado, tras veinte siglos de historia, aunque solo en lo hermenéutico (no en lo kerigmático), no debe avergonzar a la iglesia (a no ser que esta tenga una idea errónea de sí misma y del sentido de la inerrancia teológica). Muy al contrario, el cambio debe ser ocasión para mostrar la fuerte vitalidad de la iglesia, capaz de readaptar la interpretación del kerigma tradicional, y de hacerla más profunda a medida que se profundiza el conocimiento humano. 2) Reconocer con claridad que decir que el paradigma antiguo ha caducado no debe inducir a ignorar que en muchos sentidos supuso una gran riqueza para la iglesia. En el documento debería mostrarse que el paradigma antiguo fue una profunda aproximación racional a la realidad que hizo posible que la fe cristiana se expresara en él. Aun dentro de las deficiencias históricas de su ontología y de su teocratismo socio-político, en el paradigma antiguo se expresó la fe de la iglesia y es hoy esencial para entender la historia de la teología y la forma en que se mantuvo la esencia de la fe. El kerigma estuvo presente en el paradigma antiguo y en él se halla parte esencial de su entendimiento en la historia. Los santos padres, como san Agustín, o los autores y escuelas escolásticas, como santo Tomás, serán fuente insustituible de enseñanzas sobre la fe cristiana que, matizadamente, pueden ser reasumidas en la hermenéutica de la modernidad. Esto (que no ha sido negado en este ensayo) debería ser realzado por el concilio.


Criterios: El equilibrio dialéctico de superar y asumir. El documento, por tanto, debería mantener un equilibrio entre la exposición objetiva de lo que fue el paradigma, las tendencias interpretativas y el tipo de teología que se produce, con los elementos que deberían superarse y los que deberían ser asumidos tras el cambio paradigmático. Muchas de las ideas que podrían ser asumidas por este documento han sido expuestas en el capítulo III de este ensayo.


1) Recapitulación de la hermenéutica grecorromana. Debería hacerse una historia condensada del paradigma, mostrando sus diversas etapas y el montaje de unos temas sobre otros: la patrística, la escolástica, la neoescolástica y los ensayos modernos por hallar una actualización del paradigma. Debería también señalarse que en siglos pasados, sobre todo en el siglo XX, no todos los autores católicos, filósofos y teólogos, se situaron con precisión dentro del paradigma. Sin embargo, estos autores, aunque algunos tuvieron importancia, no llegaron a constituir nunca una alternativa clara viable al paradigma antiguo; convivieron con él y fueron también tolerados por el pensamiento oficial de la iglesia que se mantenía dentro del único paradigma viable.


2) Sesgos interpretativos del paradigma. Una vez descrito su contenido se deberían analizar los sesgos interpretativos de la visión platónico-aristotélico-escolástica. Me refiero a rasgos como estos: la epistemología racionalista, la ontología de sesgo dualista, la visión de un universo definido y estable por obra de la creación, el conocimiento de Dios metafísicamente cierto que establece un orden teocéntrico para el sentido de la vida, la ley natural creada que se hace por ello ley divina y se funda en una razón teocéntrica, etc. Como digo, el capítulo III de este ensayo podría ofrecer una guía de contenidos posibles.


3) El teocratismo socio-político. La mención de la derivación socio-política del paradigma antiguo debería ser también establecida, mostrando sobre todo la conexión entre el teocentrismo racionalista y la lógica del orden teocrático al que el cristianismo se vio arrastrado tras la conversión de Constantino. Debería explicarse la distinción entre las dos dimensiones del paradigma, la filosófico-teológica y la socio-política. Esta última debería ser presentada como fundada en la primera, aunque el teocratismo político se produjo también por coyunturas políticas de las que el cristianismo no fue responsable.


4) Impulsos positivos del paradigma. Aunque el paradigma se fundara en supuestos que el pensamiento moderno ha superado, su contribución teológica fue esencial en la historia del cristianismo. El documento debería insistir en las aportaciones de la patrística, de la escolástica y de otras facetas del paradigma, así como su contribución a los concilios. El cambio de paradigma no debiera producir un sentimiento de infravaloración de las riquezas producidas en veinte siglos de pensamiento en el cristianismo. Este patrimonio debería ser sintetizado y reasumido con claridad por el concilio. En realidad, la nueva teología desde el paradigma moderno no excluiría obviamente lo antiguo, sino que procedería dialécticamente, al asumir y superar al mismo tiempo, el rico contenido de la tradición antigua.


5) La crisis del paradigma y el malestar cristiano en la modernidad. Estos dos aspectos deberían constituir la parte final del documento que enlazaría con los dos siguientes, donde se haría la exposición positiva del paradigma de la modernidad. Se explicaría por qué el crecimiento de la modernidad, tanto en lo científico-filosófico como en lo socio-político, fue poniendo en dificultades al paradigma antiguo que se vio poco a poco desplazado. La iglesia comenzó a sentir entonces el malestar incómodo de la inadaptación, sentido por los mismos fieles. La mención explícita de aquellos puntos en que la inadaptación se hizo más hiriente daría el paso a los dos documentos siguientes.



Textos conciliares: La paz en la clarividencia histórica


"El concilio reconoce que la iglesia ha debido caminar en los últimos siglos con el malestar de saberse al margen de un proceso histórico multiforme que se ha venido en llamar modernidad. La iglesia, comunidad de creyentes con veinte siglos de historia, había configurado su manera de pensar en conformidad con ciertas líneas de interpretación del cristianismo aprendidas de la cultura grecorromana. Al consolidarse el pensamiento moderno los esquemas en que se movía el cristianismo comenzaron a quedar desfasados y la iglesia sintió un malestar profundo. No había alternativas a unos hábitos de tan largo alcance. Pero llegó un momento en que la iglesia supo fijar el pasado, definirlo, y entender que el futuro le abría un horizonte de transformación enriquecedor. Poner orden en el propio pasado y mirar al futuro nos lleva a la paz de la clarividencia histórica. Entender dónde estábamos, qué ha pasado y donde debemos estar".



4.2. Una nueva imagen del mundo creado por Dios (Documento VI)


Preámbulo: El conocimiento muestra la obra de Dios. Este documento debería comenzar manifestando un criterio de confianza en todas las formas de conocimiento: desde la ciencia a la filosofía. Un supuesto que, en principio, debe aceptarse, a saber, que la ciencia produce un conocimiento más preciso y cierto sobre la naturaleza del mundo, se ha cumplido en nuestro tiempo. Tras varios siglos de avance en la ciencia, hoy se nos ofrece una imagen más fiable del universo que la dada por el paradigma antiguo. Esta nueva imagen permite conocer mejor cómo ha hecho Dios el mundo real, qué es la obra divina. El conocimiento más profundo del universo, de la vida y del hombre, deberá permitir, en consecuencia, un conocimiento que se presume más profundo del plan divino, revelado en Jesús y proclamado en el kerigma cristiano. La nueva hermenéutica o paradigma de la modernidad es la interpretación del kerigma que se ilumina desde los diferentes contenidos que constituyen la imagen de la realidad en la modernidad: la ciencia, la cultura, la sociedad, la concepción de la convivencia socio-política. El concilio expresaría su contento porque la imagen de la modernidad permite la profundización histórica excepcional en el sentido del kerigma cristiano; la exposición de esta nueva hermenéutica, su aval y el establecimiento de los criterios unitarios que permitan al orbe cristiano hacerse a ella y utilizarla fecundamente en su proclamación del kerigma sería el objetivo principal del concilio. En este documento el concilio debería ofrecer una visión sintética de la nueva imagen del mundo creado en la perspectiva científico-filosófica que es, en definitiva, el punto de partida para construir la nueva hermenéutica cristiana. Debería insistir en que la ciencia ofreció durante siglos una imagen "reduccionista" del universo, de la vida y del hombre, que hizo muy difícil al cristianismo entenderse desde ella. Sin embargo, en las últimas décadas ha ido naciendo una nueva ciencia, todavía hoy emergente, pero que describe un mundo más humanista, más holístico y cercano a la "vida"; es decir, una ciencia, más allá del reduccionismo, que permite ya una intuición cristiana congruente del mundo real creado por Dios. El concilio debería expresar su intención de hacerse eco de esta nueva imagen de la ciencia porque la ciencia debe considerarse uno de los pilares esenciales de la modernidad (aunque esta no se reduzca solo a la ciencia). Este documento se completaría con otros dos: la exposición de la hermenéutica teológica desde la modernidad, el paradigma de la modernidad propiamente dicho (documento VII) y, además, la dimensión socio-política del paradigma moderno (documento VIII).


Criterios: Una nueva imagen del universo, de la vida y del hombre. Sería, pues, un documento de fundamentos previos a la hermenéutica teológica dónde el concilio se hiciera eco de la imagen de la ciencia; sería incluso una escucha básica del mundo real, ya que no contendría teología. No sería un documento doctrinal, sino científico-filosófico donde el concilio se haría eco de la Era de la Ciencia. Con la claridad necesaria el documento indicaría que el concilio no avala la verdad de ninguna teoría científica, cuya elaboración pertenece a la pura ciencia autónoma en el uso de la razón natural. El concilio estaría tomando nota de la imagen de la realidad que hoy parece configurarse con la suficiente claridad -siempre abierta y en proceso renovador crítico, de acuerdo con los principios de la epistemología moderna-, proclamando al mismo tiempo que esa imagen, aun en su provisoriedad, manifiesta perfiles de una comprensión nueva del universo, de la vida y del hombre. Aunque haya muchas discusiones abiertas, la imagen del mundo ofrece unas constantes, parámetros estables en la forma de entender la realidad, que apuntan a una nueva imagen de las cosas en alguna manera consolidada en sus perfiles fundamentales. A lo largo de sus diversas secciones el documento debería insistir en que la imagen del universo resultante tiene un decisivo valor teológico, aunque se funde solo en la ciencia y en la filosofía. Nos muestra con mayor seguridad cómo son realmente el universo, la vida y el hombre que han sido creados por Dios. La ciencia lleva, pues, al conocimiento real fáctico del plan creador de Dios (del mundo tal como fácticamente es). Este supuesto tiene claras consecuencias para la hermenéutica teológica. De ahí, pues, la responsabilidad histórica a que el concilio se sentiría llamado: mostrar cómo la creación, mejor conocida por la modernidad, permite entender con mayor profundidad el kerigma cristiano.


Puede haber quien se extrañe de que en esta simulación propongamos este documento. Creernos, sin embargo, que, en un concilio hermenéutico, distinto de otros en otros momentos de la historia, la iglesia debería mirar a la sociedad y hacerse eco del conocimiento que en ella se ha producido como paso previo a la hermenéutica del kerigma que ese conocimiento produce (mirada, claro está, que no pretendemos reducir a la ciencia, pero que debería incluir la ciencia como pieza esencial). Recordemos que este mirar al mundo fue ya un avance del Vaticano II. A nuestro entender el documento debería dividirse en cuatro partes y una conclusión. Debería abordar por separado tres campos de conocimiento delimitados, aunque en una estrecha relación: materia/universo, vida y realidad humana. Además debería también hacerse eco de la idea del conocimiento fundada en la ciencia que constituye la epistemología moderna. Por último debería relatar también en qué puntos o rasgos la nueva imagen de la modernidad difiere del paradigma antiguo y nos ofrece una sorprendente visión de la ontología del universo. Nos referimos, sumariamente, a cada una de estas cuatro partes, cuyo contenido está también sugerido con amplitud en el desarrollo del capítulo IV de este ensayo.


1) Naturaleza del documento. De acuerdo con esto, el documento debería exponer de antemano cuál es su naturaleza y cómo debe verse su papel como producto emitido por un concilio. Se harían las matizaciones sobre el enfoque y la manera en que debe ser entendido: como constatación fáctica de la nueva imagen del mundo, mostrando sus diferencias con el paradigma antiguo. No se pretendería, en este documento, una síntesis (y mucho menos cerrada o en que se tomara posición anee disputas interpretativas todavía abiertas) de cuanto hoy dice la ciencia, sino simplemente de una relación de las tendencias estables que conducirán a la lógica posterior del paradigma de la modernidad. El concilio debería observar que la ciencia ha sido, y sigue siendo todavía para muchos, "reduccionista"; sin embargo, debería constatar también por qué y cómo se abre actualmente, por fuertes corrientes internas, a una "nueva síntesis" que supera el reduccionismo desde perspectivas más vitalistas y holísticas.




VI-A) Materia-Universo


1) Mecánica clásica y reduccionismo. Debería explicarse por qué la ciencia permaneció durante tantos siglos sin conectar con el pensamiento cristiano. La explicación debe buscarse en que la ciencia ofreció durante muchos años una imagen fundada en la mecánica clásica que condujo a una teoría mecanicista-determinista incompatible con la imagen cristiana del hombre. El reduccionismo de la ciencia no ha terminado y sigue con importante influencia. Pero la nueva imagen de la ciencia que ha ido configurándose ha abierto en el siglo XX un horizonte nuevo de entendimiento con la cosmovisión cristiana.


2) El estado de la ciencia: materia y cosmología. El documento abordaría una revisión sumaria de los resultados de la ciencia moderna en su idea de la materia y de la cosmología. Debería componerse con precisión técnica y en el capítulo IV hemos dado una aproximación a los contenidos que, según nuestra opinión, sería apropiado introducir. La conclusión debería ser que la imagen actual aúna la mecánica clásica (que explica la emergencia de un mundo estable de objetos diferenciados) y la mecánica cuántica que hace entender el papel de la indeterminación y de los fenómenos de campo que fundamentan una visión holística del universo. La nueva física permite aproximarse a la libertad humana y a la realidad holística de Dios como una hipótesis verosímil de la filosofía que se construye desde la ciencia en el teísmo moderno.


3) Filosofía: metafísica del universo. La conclusión de esta sección llevaría a plantear las grandes cuestiones metafísicas a que la ciencia apunta, pero que no resuelve por la limitación de sus métodos. Una metafísica de la materia y de la cosmología plantearía el problema de la consistencia final del universo que, tal como antes expusimos, deja abierta la imagen de un universo enigmático que podría ser un puro mundo, sin Dios, pero que hace también posible plantear argumentos rigurosos sobre la posibilidad de una verosímil hipótesis teísta. Esta ambivalencia final del universo de la ciencia al proyectarse sobre la metafísica se abre ya en la física y se mantiene en todos sus niveles posteriores. El concilio debería aceptar explícitamente que el estado actual de la filosofía de la ciencia permite construir una hipótesis explicativa sin Dios, aunque para ello deba fundarse en teorías y en especulaciones (cuerdas, multiuniversos), que no se imponen (porque son especulación) pero que son posibles (como legítima teorización científica).



VI-B) Vida


1) El estado de la ciencia: biología y evolución. Se resumirían también los principales resultados de la biología contemporánea y de la teoría evolutiva. Una guía de contenidos puede hallarse igualmente en el capítulo IV. La idea fundamental debería ser que el reduccionismo de la reciente biología está siendo superado por una nueva biología donde la "sensibilidad" emergida en el proceso evolutivo juega un papel causal determinante. La nueva biología permite una visión más profunda que responde a una necesidad objetiva ineludible: la de dar explicación de las sensaciones, en el mundo animal y humano (psíquico), al que debe atribuirse una inevitable causalidad. La emergencia de esta sensibilidad evolutiva desde la materia-universo conecta con las dimensiones indeterminista, cuántica y holística del mundo físico, dentro de la visión monista propia de la ciencia actual. La explicación de los cuerpos biológicos estables en el espacio-tiempo, que fundan la existencia singular, conectaría con la dimensión mecano-clásica de la ciencia física.


2) Filosofía: metafísica de la vida. El hecho real de la vida, en lo mecánico y en lo sensitivo, plantea problemas metafísicos que la biología como ciencia no puede resolver. La ciencia puede explicar cómo nace la vida desde el mundo físico mediante un proceso evolutivo autónomo: la realidad tiene una ontología que ofrece causas suficientes del orden biológico y de la sensibilidad. Pero estas propiedades ontológicas y las variables precisas que hacen posible la vida llevan a que la biología se haya planteado el enigma metafísico sobre el diseño global de un universo que produce la vida. Estos enigmas metafísicos dejan también abierta la biología a la posibilidad de que todo fuera producido en un mundo sin Dios, sin diseño, o que todo dependiera del diseño racional de una inteligencia ordenadora, que respondería a una hipótesis teísta.



VI-C) El hombre


1) El estado de la ciencia: psicología y antropología. El documento debería hacerse eco también de la forma en que la ciencia moderna explica al hombre en conexión con la evolución biológica, todo ello dentro del supuesto monista. Las cuestiones en disputa deberían dejarse obviamente abiertas, pero se destacaría la forma en que la psicología, neurología y antropología actual, sobre la base de la nueva biología, está llegando a una idea del hombre donde su naturaleza es resultado del proceso general autónomo de la naturaleza. El capítulo IV nos ofrece también una guía del posible contenido de este documento.


2) Filosofía: antropología metafísica. El hombre como hecho objetivo lleva también a la ciencia a enigmas metafísicos que no puede responder. La forma en que la ciencia aborda su proyección sobre lo metafísico no es la misma en que el hombre se abre también existencialmente al sentido último de su vida. Desde el enfoque de la ciencia el hombre es solo una realidad evolutiva en el proceso cósmico autónomo que lleva desde el mundo físico al biológico. Así se explica la aparición del hombre en el proceso autónomo natural. Pero una forma de realidad tan especial como la del hombre permite constatar que es el término final de la evolución y que, por tanto, la ontología física del universo y las propiedades de la evolución viviente precedente tienen un claro diseño antrópico: dirigido a la emergencia de la realidad humana. El principio antrópico es un enigma de la visión científica del hombre en la ciencia porque las propiedades ontológicas de la materia que hacen posible el proceso evolutivo podrían ser distintas, pero son aquellas que precisamente deberían ser para que sea posible la aparición del hombre. Sin embargo, la antropología no cierra el enigma del universo en un sentido teísta, ya que puede seguir entendiéndose como puro mundo sin Dios o como diseñado para la vida humana por una inteligencia ordenadora, tal como hipotetizaría el pensamiento teísta. El universo, la vida y el hombre, siguen siendo metafísicamente borrosos para la ciencia. En la consideración del hombre se reasume, pues, el enigma metafísico, ya contemplado antes en el mundo físico y en el biológico. La ciencia ve en el hombre el enigma del sorprendente término "antrópico" de un proceso evolutivo que reasume el enigma cosmológico y el biológico de la realidad.



VI-D) Epistemología


1) La teoría epistemológica: un universo conjetural. El documento debería también recoger que la ciencia, tanto por sus resultados generales como por el conocimiento científico del mismo conocimiento (como se hace en neurología), ha mostrado como improcedente una idea fundamentalista del conocimiento. No hay puntos de apoyo para las certezas absolutas y el conocimiento es conjetural, borroso, abierto a su crítica y evolución. La epistemología de la modernidad, que ha aparecido de acuerdo con los resultados de la ciencia, es un aspecto esencial para entender la misma ciencia y, sobre todo, su proyección sobre la metafísica. Es esencial para entender las características de la moderna sociedad crítica e ilustrada. Si la epistemología antigua fue fundamentalista (en alguna manera dogmática), la nueva ciencia tiene una epistemología abierta y crítica que ha sido aceptada en la segunda mitad del siglo XX. A nuestro entender, una de las principales tareas del paradigma de la modernidad debería ser la reinterpretación hermenéutica del kerigma desde esta nueva epistemología crítica (más allá de la seguridad cognitiva del paradigma antiguo: capítulo III).



VI-E) Una nueva imagen del universo creado por Dios


1) El orden creado por Dios como escenario de la vida humana. La imagen de la realidad presente en la ciencia describiría cómo son de hecho el universo, la vida y el hombre. Una imagen fiable porque la ciencia responde a intenciones de conocimiento honestas y a un método riguroso. Además, no absolutiza sus conocimientos, sino que es crítica. Lo que la ciencia nos dice, aun dentro de su provisoriedad, abre una ventana al conocimiento de cómo ha creado Dios el universo, la vida y el hombre. El concilio constataría los rasgos de esta nueva imagen de lo real y los compararía con el paradigma antiguo. Entre otras, estas características de la creación divina serían: creación de un mundo enigmático, de naturaleza final borrosa que no permite al hombre apoyos "fundamentalistas" para alcanzar la verdad; un universo ambivalente que puede ser explicado como puro mundo sin Dios (es posible construir esta hipótesis explicativa), pero que también permite construir serios argumentos que muestran la existencia de Dios como realidad fundamental (teísmo); por tanto, un mundo en que Dios no se impone inevitablemente a la razón al no ser "impositivamente teocéntrico", ya que el teocentrismo debe ser asumido por la libertad humana racional; una realidad en la que el hombre advierte que su libertad metafísica no es retórica, sino fundada en la forma de la naturaleza creada por Dios; una naturaleza que no es dualista, sino unitaria, es decir, monista, producida a partir de una materia germinal; un universo, cuya materia germinal posee unas propiedades y leyes que permiten el desarrollo evolutivo autónomo de la historia natural y humana; un mundo que evoluciona hasta producir objetos estables firmes, determinados, que hacen posible la vida (mecánica clásica), pero objetos afectados también por procesos hasta tal punto indeterminados, abiertos (mecanocuánticos), que hacen posible que los "seres con vida" "sientan" y construyan su propia historia al configurarla por elección en un universo de posibilidades; un mundo en que la evolución no es cerrada sino abierta, donde el' futuro está "por hacer" y que impulsa al hombre a asumir la dirección del proceso autocreador de la naturaleza; un universo en que los "ámbitos de sensibilidad" se fundan en estados holísticos de la naturaleza cuyas propiedades "sensibles" se manifiestan en los seres vivos con conciencia... Estas y otras propiedades (cuya guía puede seguirse en el capítulo IV) desvelan el mundo descrito por la ciencia moderna que, para el creyente, debe verse como el mundo que Dios ha querido crear y de hecho ha creado. La ley natural manifiesta así la ley divina como la ley de la libertad. No un orden hecho al que el hombre debe someterse, sino un orden "por hacer" que debe ser cocreado por la libertad humana, adaptándose a los estados objetivos y dinámicos del universo descubiertos por la razón (la nueva ley natural). Este mundo conocido en la Era de la Ciencia promovida por la modernidad no es asequible por tres o cuatro adaptaciones ad hoc del paradigma antiguo. Es el nuevo paradigma, construido desde la lógica de los resultados de la ciencia, que el concilio proclama como apto para una nueva hermenéutica, más profunda, del kerigma cristiano.



Textos conciliares: El orden creado de la libertad


"Aunque la libertad haya sido una experiencia humana insobornable, que se ha tenido a pesar de tantas circunstancias en contra, la verdad es que durante muchos siglos de historia humana los hombres vivieron sometidos a la angustia de estar dentro de un orden transcendente que respetar, un mundo hecho al que todos debían estar sometidos y que era urgido por los sistemas políticos y por las religiones. Los sistemas filosóficos y religiosos solían dar, en ocasiones al unísono, la justificación de ese orden universal imperante. Pero frente a este mundo "hecho", la aventura de la razón en la Era de la Ciencia, renovada en la modernidad, nos ha llevado a conocer que no estamos en un universo hecho sino "por hacer", puesto a la mano de nuestra libertad y de nuestra creatividad para apropiamos de su energía y de su dinamismo. Un universo dinámico que funda un entendimiento más profundo de la ley natural enunciada en las tradiciones más antiguas del derecho natural. El concilio reconoce lo que este portentoso proceso intelectual moderno ha supuesto y se alegra porque nos dispone a una nueva hermenéutica mucho más rica del proceso creador divino y del sentido del kerigma revelado por Jesús donde el universo creado aparece como el gran escenario creado por Dios para la libertad".



4.3. El paradigma de la modernidad en el cristianismo (Documento VII)


Preámbulo: La kénosis divina, diseño cósmico para la libertad. Este sería el documento esencial del concilio, que explicaría por qué la nueva imagen de lo real en el paradigma de la modernidad introduce en una hermenéutica más profunda del cristianismo. Debería ser un documento conectado especialmente con el documento II (El mensaje de Jesús a la inquietud humana) y, en general, con los documentos dogmáticos del bloque siguiente (documentos IX ss). En el documento II, introductorio, ya simulado, el concilio habría hablado al hombre individual en su intimidad existencial para decirle que nuestra existencia natural apunta ya a la gran incógnita de que realmente existiera un Dios oculto que quisiera salvar nuestra existencia personal. La doctrina de Jesús, en último término, presentándose como el que proclama un mensaje divino a los hombres, nos dice que efectivamente son verdad nuestras más íntimas inquietudes y sospechas humanas; esto es, que debemos confiar en que existe un Dios cuyo designio es su ocultamiento en la creación, pero que esconde un futuro plan de salvación universal, ofrecido a todos los hombres. En el documento II, por tanto, se insistía -en la forma más general posible-en que el mensaje de Jesús apunta a la esencia de la inquietud religiosa universal de todo hombre. Es la llamada más universal posible a creer, confiar y esperar en el misterioso Dios transcendente que quiere relacionarse con el hombre. El anuncio del concilio en el documento II mencionaba que la iglesia estaba en condiciones ya de entender el mensaje de Jesús en esta "universalidad absoluta" (como dirigido a la esencia religiosa de todo hombre) gracias a la hermenéutica hecha posible por la modernidad. Pues bien, en este documento VII, el concilio debería explicar ya con detalle por qué la imagen de lo real en la modernidad permite construir una nueva hermenéutica teológica de la esencia del cristianismo, a saber, del Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, de cuya proclamación en el kerigma es depositaria la iglesia. En el documento II no se habría mencionado todavía el Misterio de Cristo, pero el documento VII explicaría con detalle por qué la modernidad permite una nueva hermenéutica del Misterio de Cristo y por qué esta hermenéutica lleva a ver el cristianismo como una llamada universal a realizar la "esencia universal de la religión". Por otra parte, los documentos del bloque siguiente desarrollarían en detalle las consecuencias teológicas de esta nueva hermenéutica del Misterio de Cristo.


Criterios: El Dios de la Creación y el Dios de la Revelación. El supuesto de que parten tanto la razón natural como la teología cristiana es que, si existe un Dios que ha creado el universo, la vida y el hombre, y este Dios, en alguna manera, se revela, entonces deberá haber una armonía entre la creación y la revelación. Esto quiere decir que, bidireccionalmente, conocer la creación debe ayudar a entender la revelación y, viceversa, conocer la revelación llevará a un mejor entendimiento de la forma de la creación. La armonía o convergencia de ambas dimensiones, creación y revelación, producirá una sensación intelectual de haberse cumplido, en efecto, una expectativa tanto de la razón como de la fe cristiana. Por ende, podría también decirse que un conocimiento racional falso, incorrecto o deficiente, en un sentido u otro, oscurecería la hermenéutica de la revelación (es lo que pasaba con la visión reduccionista de 1~ ciencia y, en su medida, con el paradigma grecorromano). A su vez, un perfeccionamiento del conocimiento racional (es decir, científico-filosófico) de cómo es el mundo real equivaldría, al ser interpretado por el creyente, a una cercanía mayor a la presupuesta armonía entre creación y revelación. Se debería cumplir lo que hemos repetido sin cesar: que la Voz del Dios de la Creación debería ser la misma que la Voz del Dios de la Revelación. El concilio debería mostrar, por tanto, cómo la Voz del Dios de la Creación, conocida a través de la imagen de la realidad aportada en la Era de la Ciencia por la modernidad, lleva a una nueva hermenéutica, más profunda, de la Voz del Dios de la Revelación (el kerigma cristiano). El documento debería tener, en nuestra opinión, dos partes. Una guía más amplia de su posible contenido puede recogerse del conjunto de nuestro ensayo, y especialmente del capítulo V.



VII-A) Lectura cristiana de la imagen moderna de la realidad


1) Lectura cristiana. Piénsese que el documento VI sería solo una revisión general, asumida por el concilio, de la imagen de la realidad en la modernidad, mostrando las diferencias con el paradigma antiguo. En este nuevo documento se explicaría la nueva imagen de la realidad, pero entendiéndola como obra de la creación divina. La ciencia explica cómo es el mundo. La lectura cristiana de ese conocimiento lo entiende como obra de la creación. Interpreta qué significa que el mundo haya sido creado por Dios de esa manera. Es decir, ve el mundo real que la ciencia describe como voluntad divina de que sea tal como en efecto se constata. Aparecería así una nueva forma de entender la ley natural como ley divina, como revelación en la naturaleza de la voluntad divina.


2) La unidad del mundo, indicio de la ontología divina. Un principio de la ciencia moderna es el monismo. Es la unidad del mundo como proceso en que todo ha sido producido desde un fondo de realidad unitario, del que todas las cosas derivan. El concilio debería abundar en la consideración de que la ciencia se acerca hoy a la imagen de una realidad que brota de un fondo de referencia unitario, holístico, que, aunque derivado a estructuras materiales diferenciadas, sigue albergando campos holísticos que juegan un papel causal en el psiquismo animal y humano. Esta imagen unitaria de la ciencia sugiere la idea cristiana de un Dios que es la realidad fundante del universo que crea ex nihilo, pero a partir de su propia ontología divina fontanal. Un Dios que es Espíritu, por excelencia, "sensación" y "conciencia" en su analogía suprema. Los seres vivos, tras la creación de las diferencias (los cuerpos materiales) podrían entenderse como una recuperación por los sentidos de esa inmersión en los campos holísticos de la realidad que tendría su plenitud en la luz final o Espíritu de la Divinidad.


3) Dios quiere crear un universo autónomo, pero borroso. El universo que Dios ha creado es un sistema con propiedades y leyes germinales que permiten una evolución autónoma en la producción de todos aquellos estadios y estados evolutivos que la ciencia constata. Es, sin embargo, una autonomía "borrosa" por cuanto el hombre, desde dentro del universo, ve borrosamente por qué tiene el universo precisamente esa ontología física que lo hace autónomo. Para la lectura cristiana debería verse que esa autonomía y borrosidad han sido queridas y diseñadas por Dios. Son manifestación fáctica de la voluntad divina.


4) Dios quiere crear un universo metafísicamente ambivalente. El universo de la ciencia es también un universo cuya existencia es metafísicamente borrosa en el sentido de ambivalente: deja abierta la posibilidad de una explicación por la hipótesis de una Divinidad fundamental, diseñadora y creadora, pero también la explicación por una hipótesis puramente mundana, sin Dios. El universo de la ciencia moderna nos hace reconocer que esta ambigüedad metafísica es posible. Por ello cabe pensar también, en lectura cristiana, que eso es precisamente lo que Dios ha pretendido en su diseño creador.


5) Dios quiere crear un universo para la libertad creativa. Si Dios es autor del universo que la ciencia describe, debemos decir que ha creado un universo autónomo, abierto, dinámico, evolutivo, en que no todo está cerrado y en que podrían darse muchas posibilidades evolutivas. El hombre con su razón está de hecho dentro de un universo en que debe participar como protagonista libre en este proceso creador. El hombre es así un cocreador creado abierto a la libertad de elección para configurar su vida. Dios, por tanto, no ha querido crear un universo "cerrado", sino "abierto" a la libertad creativa, presente en la naturaleza y en el hombre. Así debe ser vista la voluntad divina que ha impuesto la ley de la libertad creativa en la estructura de la creación.


6) Dios quiere instalar al hombre en la inquietud metafísica. Si se hace una lectura cristiana de la forma en que Dios ha querido crear el universo, entonces parece deducirse que el Dios creador de un universo borroso que instala al hombre en la ambigüedad metafísica, es un Dios que no quiere imponer su presencia. Es un Dios que ha instalado al hombre en una esencial "inquietud" metafísica. Es la inquietud que le hace preguntarse si es real el Dios creador de un universo borroso que no impone su presencia y si ese posible Dios oculto tendrá voluntad de relacionarse realmente con el hombre y de liberarlo. Estas dos preguntas, mencionadas con frecuencia en nuestro ensayo, expresan la inquietud metafísica que la creación ha grabado en el hombre. Es la inquietud constitutiva del hombre de la modernidad. Por consiguiente, el concilio debería insistir en que Dios ha hecho el mundo de tal manera que todo hombre abierto a la esperanza de un poder divino salvador lo hace creyendo que es real un Dios oculto y liberador. La vida de todo hombre se debate entre aceptar o no aceptar esta creencia que es base de toda posible religiosidad (documento II).


7) Lectura cristiana de la cultura de la modernidad. El concilio señalaría que la cultura moderna es reflejo de la imagen del universo, de la vida y del hombre, que se han configurado en la Era de la Ciencia. Una cultura que no vive ya en la seguridad, sino abierta a la Cifra y enigma final en la ambigüedad metafísica que hace posible la pluralidad de ideologías. El concilio declararía que la modernidad es el reflejo del universo que Dios ha querido crear. Para el cristianismo, pues, capaz ya de entenderse a sí mismo desde la modernidad, no es una sorpresa, una inquietud imprevista, o algo incomprensible, que la modernidad viva en la incertidumbre de un universo borroso porque este es el ,escenario querido por Dios para la libertad creativa.



VII-B) El Misterio de Cristo en la hermenéutica de la modernidad


1) El Misterio de Cristo en el kerigma cristiano. El concilio comenzaría por recordar un principio capital de la teología del kerigma cristiano: que la adhesión existencial y personal a Jesús se resume en la fe, esperanza y caridad, vinculadas a la aceptación del Misterio de Cristo. El Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, como persona divina en la unidad trinitaria, representa todo lo que el cristianismo es: una proclamación de este Misterio y la llamada a adherirse personalmente a creer lo que el Misterio significa. El cristianismo, como kerigma y como teología ha sido siempre "función de", "referencia a", "consecuencia de", "proclamación de", este extraordinario Misterio de Cristo. Esta centralidad capital del Misterio es parte esencialísima del kerigma, y así se explicó en la teología más antigua (san Pablo, como parte inspirada de las Escrituras) y en los santos padres. El concilio presentaría este Misterio y anunciaría que la perfección del conocimiento humano en la modernidad -profundización en la Voz del Dios de la Creación-habría hecho posible arrojar nueva luz a la hermenéutica de su significado en conexión con la realidad y, por tanto, a la hermenéutica esencial del cristianismo.


2) La revelación del gran Misterio de Cristo. Lo que la primera comunidad cristiana recogió de la predicación de Jesús es que en su Muerte y Resurrección, Cristo, el Verbo de Dios, el Hijo de condición divina, realizaría y anunciaría solemnemente en un momento de la historia el plan o designio eterno de Dios en la Creación para la salvación del hombre: aceptar en el orden de la historia el momento de su kénosis (del anonadamiento de su Divinidad, manifiesto en la encamación y plenificado en la cruz), para realizar finalmente la resurrección que salvaría a Cristo como primogénito de la humanidad, también liberada por Dios tras la muerte. Este Misterio, aceptado por la voluntad del Verbo divino, explica la humildad de Dios, su silencio ante la historia, y anticipa la gran liberación final por la resurrección. Los hombres que a lo largo de su vida acepten la oferta de la amistad divina (filiación divina a la que están llamados) no podrán hacerlo sin aceptar, en alguna manera, el Misterio del Dios kenótico en la cruz y del Dios liberador por la resurrección. En el Misterio cristiano se contempla la mediación "cristológica universal" de la salvación: no hay salvación sin una aceptación -aunque sea implícita-del Dios kenótico y del Dios liberador.


3) El mensaje divino a la condición humana. La iglesia proclamaría en el concilio ante creyentes y no creyentes su persuasión de ser depositaria del extraordinario mensaje del Misterio de Cristo, que acepta como la Voz del Dios revelado, que entra en sorprendente congruencia con la Voz del Dios de la Creación. Si comprendemos el Misterio de Cristo a la luz de la condición humana explicada en el paradigma moderno, tal como se ha visto, destaca inmediatamente que el hombre siente naturalmente la posibilidad, pero, al mismo tiempo, el silencio y lejanía de un Dios oculto. Es algo que lleva consigo necesariamente la condición humana en un universo borroso: de ahí surge la pregunta por el Dios oculto (que tiene sentido porque el hombre se sabe en un universo ambivalente, borroso, enigmático, no teocéntricamente impositivo, en que la hipótesis mundana, sin Dios, es posible). Y también la pregunta por el posible Dios liberador: es decir, la incertidumbre acerca de si el posible Dios oculto quisiera ser también un Dios liberador. La profundidad de esta condición metafísica del hombre, abierto al enigma y a la incertidumbre racional de un posible Dios oculto/liberador, solo se ha entendido en todo su alcance al sopesar la imagen del hombre en el mundo descrita de acuerdo con el paradigma de la modernidad. Esta condición metafísica (ampliamente estudiada en el capítulo V) pone en situación al ser humano 1) de ser naturalmente religioso (si se cree en el amor liberador de un Dios por encima de su silencio y de su inoperancia ante el sufrimiento) y 2) de entender que lo que Cristo revela en su Misterio es precisamente que el plan eterno de Dios responde a la sospecha de la religión natural: que, en efecto, el Dios real ha establecido su ocultamiento kenótico en la realidad ante la historia del mundo, pero que también tiene la intención de una salvación escatológica tras la resurrección. Por tanto, el Misterio de Cristo se entiende como un mensaje a medida de la condición humana, una respuesta que Dios dirige directamente a las grandes incertidumbres metafísicas del hombre: es, pues, un mensaje universal que desvela, y confirma, el sentido profundo de la "religiosidad universal" que ha sido diseñada por el Dios de la Creación. Por otra parte, la imagen de la realidad en el paradigma de la modernidad hace más inteligible el alcance del ocultamiento kenótico y de la resurrección liberadora de Cristo. Si lo pretendido se ve en el resultado que se comprueba en el universo creado, constatamos un universo autónomo, abierto, dinámico, evolutivo, donde el "sentido" no está "cerrado" sino que debe ser cocreado por la libertad humana. Así, el Misterio de Cristo es leído desde la modernidad como el diseño divino que hace posible por la creación la libertad y la dignidad integral del hombre como co-creador de su destino natural y metafísico. El concilio debería exhortar a contemplar la profunda armonía de la esencia del cristianismo en el Misterio de Cristo, como Voz del Dios de la Revelación que descubre su eterno designio hace dos mil años, con la condición de la existencia en el universo borroso que la razón natural describe hoy en la modernidad y que la fe cristiana entiende como la Voz del Dios de la Creación.


4) El testimonio de la verdad: el cristianismo universal. En el paradigma de la modernidad entendemos cómo el universo no impone el teocentrismo, ya que es una realidad enigmática que pudiera ser puro mundo sin Dios; pero permite construir una hipótesis bien fundada y profunda a favor de la existencia de una Divinidad creadora. Dios, pues, aun sin imponerse, ha dejado en la naturaleza signos suficientes para que su existencia sea reconocida por la razón libre del hombre. Al mismo tiempo, el Espíritu de ese Dios Trinitario que en su unidad divina aletea en el fondo de las cosas y de los espíritus humanos, tal como es entendido en el kerigma que proclama la fe cristiana, como ontología holística unitaria del universo, deja testimonio y atrae al hombre a la creencia de que ese Dios misterioso es real y existente. Por último, la verosimilitud natural objetiva y la atracción interior del Espíritu trinitario (dado al hombre como Gracia) se complementan con la posibilidad que el hombre tiene de vencer la resistencia a dudar de un Dios oculto, lejano y en silencio, aceptando la creencia en su Amor y voluntad liberadora por encima del sufrimiento. Estos tres testimonios son, pues, convergentes en el kerigma de la fe: el testimonio de la naturaleza (del Padre), del Espíritu (del Espíritu Paráclito) y del Misterio de Cristo (del Verbo encarnado y crucificado). Son la estructura del testimonio de la verdad que está presente universalmente ante todo hombre, haya o no haya conocido al Jesús histórico y oído hablar del Misterio de Cristo. El tercer testimonio mencionado, el del Misterio de Cristo, llega implícitamente a toda la estirpe humana: es el impulso de la razón por la naturaleza y del Espíritu por el Amor que mueven a creer en la voluntad liberadora del Dios oculto. Esta necesaria aceptación del Dios oculto y liberador es la esencia de la religión natural y en el Misterio de Cristo queda confirmada (documento II). Por esto el cristianismo es una religión universal: su esencia es la palabra de Dios dirigida a la inquietud universal presente en todos los hombres. El concilio, depositario como iglesia del mensaje de Jesús, debería por ello exhortar a todos los hombres a escuchar la llamada de Cristo que nos mueve a no reprimir el impulso natural a esperar en la plenitud de la Vida creyendo en el Dios oculto/liberador.



Textos conciliares: El Misterio de Cristo, clave de la dignidad humana


"El concilio es consciente de que el espíritu de la modernidad nos ha hecho descubrir el alcance de nuestra dignidad humana. Es una dignidad que aparece en la misma contextura física, biológica y psíquica del universo. No vivimos en un mundo que nos imponga su ley de forma cerrada. El mundo posee una forma de ser que no podemos alterar porque responde a propiedades y a leyes definidas. Pero estas leyes configuran un universo autónomo y abierto que debe hacerse realidad por una evolución en curso, indeterminada ante múltiples posibilidades, en que el hombre participa orientado por una razón que le confiere la responsabilidad. Pero este universo que nos dona la dignidad de hacernos libremente, personal, social y metafísicamente, nos impone también sus propios límites. La aspiración profunda a la vida, a la felicidad, queda oscurecida por la inevitabilidad de la muerte y de la tragedia humana. De ahí el impulso humano a creer en un Dios transcendente liberador, testimoniado en la historia de las religiones. De ahí, la incertidumbre profunda del hombre ante la eventualidad de que realmente sea real y existente un Dios que no vemos pero que nos quiera ayudar a conseguir la felicidad deseada. Pues bien, el concilio quiere declarar que esta antropología de la modernidad se constituye en una luz inestimable para emprender una nueva hem1enéutica de la esencia del cristianismo. El Misterio de Cristo, esencia del cristianismo del que la iglesia se sabe depositaria, explica que la dignidad humana, constatada por la modernidad, es la dignidad pretendida por Dios en su diseño creador: es la dignidad y libertad humana en la historia, es el proyecto de creatividad natural, social y metafísica, abierto por la decisión divina de ocultar su presencia y ofrendar su kénosis ante la historia para la plenitud humana, para su dignidad y para su libertad creativa. Pero el Misterio revelado en Cristo responde también a la incertidumbre ante un posible Dios liberador de la historia, construida por la dignidad y libertad. El Misterio de Cristo revela la profunda armonía entre la kénosis de la Divinidad en la Creación y la kénosis del Dios humillado por la encarnación y por la cruz. Esta aparente complejidad del mensaje cristiano, está presente en la simplicidad de la decisión de todo hombre ante Dios: vencer la desconfianza ante el enigma del universo y el drama del sufrimiento (ante la debilidad de Dios en la cruz) y creer con confianza en el Amor liberador de un Dios oculto que recreará un Universo Nuevo (la resurrección). Así, el Misterio de Cristo desvela la intrínseca posibilidad religiosa dada en libertad al hombre de la modernidad, aunque sea implícitamente".



4.4. El tránsito socio-político cristiano en la modernidad (Documento VIII)


Preámbulo: del teocratismo a la ciudadanía. La modernidad se manifiesta en dos dimensiones, ya mencionadas en este ensayo: la científico-filosófica y la sociopolítica. Por tanto, el paradigma de la modernidad en el cristianismo debe considerarse desde ambas dimensiones. La imagen de la realidad en la Era de la Ciencia lleva a la nueva hermenéutica del Misterio de Cristo (por la dimensión científico-filosófica) en la cultura moderna. Pero la lógica socio-política de la modernidad lleva también a una nueva interpretación de la posición del cristianismo en la sociedad y la historia. Esta novedad debería también ser abordada por el concilio en estos documentos cuyo objetivo es hacer una presentación general del paradigma de la modernidad en el cristianismo. El paradigma antiguo justificó una concepción teocrática del lugar de la iglesia en la sociedad. Pero en la modernidad la iglesia queda liberada del teocratismo antiguo, porque se mueve ya en la idea borrosa de un universo que no impone la presencia de Dios. Al no estar ya históricamente atrapada en el teocratismo clásico, la iglesia entra a considerar el compromiso socio-político cristiano en el marco de la ciudadanía civil cristiana. Puede decirse, por tanto, que en la modernidad se produce el tránsito desde el teocratismo antiguo a la ciudadanía civil cristiana. El concilio debería declarar este tránsito y conectarlo con el documento IV (La iglesia exhorta a la fidelidad a la vida) en que ya se ha tratado la necesidad de asumir un compromiso integral y sin límites en la lucha contra el sufrimiento humano.


Criterios: La laicidad como impulso al compromiso civil cristiano. Hasta la nueva perspectiva laica abierta por la modernidad la iglesia siguió pensando en términos teocráticos que se manifestaron con fuerza en el integrismo del siglo XIX (por ejemplo, en el pontificado de Pio IX). Dios era evidente para la razón natural, era fundamento del orden moral, social y político, y la iglesia detentaba aquella posición de garante moral de la ley natural y de la ley divina. No había humanismo sin Dios. Sin embargo, sobre todo en el siglo XX, acabó admitiendo por vía de los hechos, como solución ad hoc, el laicismo del estado moderno. La sociedad distaba ya mucho de ser aquella sociedad monolíticamente cristiana en que la iglesia tenía un papel de tutela ideológica reconocido y en que con su palabra trataba de que los gobernantes guiaran sus actuaciones por la caridad teologal propia de la fe cristiana. Las grandes monarquías habían conservado la tutela moral de la iglesia y esta hubiera querido que también los regímenes de la modernidad hubieran seguido admitiendo a Dios como único principio racional admisible del orden socio-político. Mientras la iglesia estuvo en el paradigma antiguo vivió en una posición de admisión pragmática del laicismo impuesto por los estados, pero de mantenimiento de los principios filosófico-teológicos que rechazaban el intento contra naturam de construir una sociedad al margen de Dios. Sin embargo, al iluminarse la naturaleza del cristianismo desde los principios de la modernidad, la iglesia puede asumir (ya no como mera adaptación ad hoc) la lógica filosófica del laicismo. Pero puede ver también cómo esta misma lógica le deja abierta nuevas posibilidades más eficaces de compromiso sociopolítico a favor de la etiología natural, o sea, en la lucha contra el sufrimiento humano. El concilio debería proclamar el fin de la época del teocratismo y la entrada en un tiempo nuevo para el compromiso civil cristiano. Un compromiso que forma parte del paradigma de la modernidad: o sea, de la hermenéutica de la lógica del comportamiento moral y socio-político de los cristianos en los condicionamientos establecidos por la cultura de la modernidad (en último término derivados del entendimiento de la naturaleza del universo creado en la Era de la Ciencia).


1) El paradigma teocrático antiguo. El documento debería explicar qué fue el paradigma teocrático antiguo y su influencia, en la historia. Debería también exponer tanto sus fundamentos filosófico-teológicos como las circunstancias coyunturales que instalaron a la iglesia desde Constantino en el teocratismo. No deberían dejarse de explicar las formas veladas, confusas, indecisas, con que la iglesia se mantuvo todavía en el teocratismo hasta tiempos recientes, aunque los síntomas evidentes proclamaban ya que un cambio se avecinaba. El cambio que el concilio deberá establecer con la precisión y la claridad que se necesitan.


2) La lógica filosófico-teológica de la modernidad. El concilio debería dar cuenta además de que el abandono del teocratismo antiguo no es arbitrario sino consecuencia de la lógica filosófico-teológica del paradigma de la modernidad. Este, en efecto, ha pasado de un horizonte teocéntrico a la imagen del universo ambivalente, borroso y enigmático, que hace posible la increencia y que abre la creatividad humana manifiesta en las múltiples tradiciones religiosas. Pero lo importante es que Dios ha creado, por voluntad propia, un universo "escenario para la libertad". La "ley de la libertad" no puede justificar nunca las opciones metafísicas, cosmovisionales o religiosas del estado moderno, entendido como orden de convivencia de una sociedad ideológica y religiosamente pluralista.


3) La religión en el estado de la modernidad. Con ocasión de este cambio a la perspectiva de la modernidad el concilio debería asumir en este documento la doctrina ordinaria del estado moderno y de su filosofía política, contemplando el lugar y el papel de las religiones en la sociedad, en la cultura y en el estado. En este sentido la iglesia debería entenderse a sí misma no como un elemento constituyente de las estructuras del estado, sino como una organización civil existente con todo derecho en la sociedad y, como tal, integrada en los estados y, de acuerdo con su importancia relativa, objeto de interlocución, respeto de sus derechos históricos y atención de parte del estado en la misma forma en que este, a través de los gobiernos, debe atender a cualquier otra asociación civil o tradición cultural de raigambre popular que se haya constituido legítimamente en la sociedad. Desde esta posición civil de incuestionable transcendencia histórica y social, la iglesia tiene el derecho a su integración en el estado, a la expresión pública de sus creencias y a realizar cuantas declaraciones considere oportuno realizar, bien dirigidas a los creyentes cristianos, a la sociedad o a los gobernantes de los órdenes nacionales o internacionales.


4) El ciudadano cristiano. El documento debería explicar por qué es la razón natural la que orienta las acciones humanas en la construcción del orden político, y también social y cultural, de la convivencia pluralista nacida con la modernidad. Este carácter crítico de la razón deja, pues, abiertas diversas opciones que debe asumir bajo su responsabilidad el ciudadano cristiano. Por ello la iglesia como tal no puede comprometerse por opciones que no todos los creyentes pueden considerar las más racionales y justas. El concilio debería trazar los límites de la actuación de la iglesia como institución y lo que constituye la responsabilidad personal de los ciudadanos cristianos (por su condición natural de hombres y por la exigencia moral derivada de la creencia en el kerigma cristiano). La iglesia puede orientar, sobre todo desde la exigencia del kerigma, pero nunca interferir la libertad natural de los ciudadanos cristianos. Son estos los que intervienen en la sociedad de la modernidad, según su razón individual, con pleno derecho, influyendo tanto más cuanta mayor sea su capacidad de asociación civil.


5) Un nuevo compromiso frente a la cultura de la muerte. Este documento debería enlazar con el documento IV insistiendo en la responsabilidad de la iglesia institución y de los ciudadanos cristianos en combatir el sufrimiento de la humanidad. La modernidad ha establecido el marco en que las religiones, y también la iglesia católica, deben concebir su compromiso socio-político. En realidad, la modernidad que parecía haber arrinconado la religión a sentimientos puramente privados, ha abierto a las religiones un inmenso horizonte de derecho en que ejercer su compromiso socio-político. Este compromiso es una inmensa responsabilidad moral en que deben coincidir ciudadanos y creyentes que solo en el asociacionismo civil podría convertirse en una fuerza transformadora de la sociedad.



Textos conciliares: La modernidad libera la acción del cristiano


"Desde que la Edad media llegó a su fin y comenzó una nueva época que se tradujo en el movimiento ideológico de la modernidad, se sucedieron grandes cambios en la concepción de las cosas. El mundo cristiano estaba instalado en otra manera de ver, el paradigma antiguo, que no era esencial para la fe, pero se había admitido porque así pensaba la prestigiosa cultura grecorromana. Cuando la modernidad desarrolló las ideas que se impusieron en la sociedad, la iglesia quedó a la intemperie. La visión científico-filosófica de la ontología del mundo era desconcertante, muy distinta de la antigua. La visión del orden social y de la filosofía política acabaron con los reinos medievales, donde la iglesia hallaba su acomodo en los rescoldos del imperio teocrático instaurado por Constantino. Tras una larga espera de siglos, por fin, la madurez de la modernidad y la madurez de la iglesia han propiciado que esta, por obra del concilio, haya emprendido la tarea secularmente pendiente: reconciliar el kerigma cristiano con la imagen de las cosas producida en la modernidad. La modernidad que al principio se pensó que oscurecía, muy al contrario, ilumina el cristianismo. Por ello, la tarea de este concilio es sentar las pautas de la nueva hermenéutica de la modernidad en el cristianismo. La nueva imagen moderna de la ontología del mundo ha permitido la hermenéutica de la esencia del cristianismo: el Misterio de Cristo con nueva profundidad. Además, en perspectiva socio-política, el tránsito producido en la modernidad desde el religiocentrismo teocrático antiguo a una sociedad neutra metafísica y religiosamente, laica, constituida por un marco pluralista en sus ideologías y en sus religiones, ha permitido a la iglesia superar una situación impropia del pasado para hallar por fin su sitio en la historia. La modernidad, lejos de haber arrinconado la acción de la iglesia a lo privado, la ha situado con toda la legitimidad debida en el marco de la sociedad civil y le ha abierto la verdadera fuerza de sus posibilidades de intervención por el bien de la sociedad. Así, el concilio es consciente de la nueva filosofía política cristiana y de su posición en el nuevo estado moderno. Sabiendo ya dónde está, y cuál es su fuerza, quiere hacerla valer en promover aquello que impone la conciencia moral, natural y cristiana: el compromiso en combatir el sufrimiento humano como combate contra "la cultura de la muerte". Para ello, la iglesia, como sociedad civil religiosa, seguirá proclamando sus mensajes a los creyentes, a la sociedad y a los gobernantes. Pero los ciudadanos cristianos deberán ser creativos para organizar los movimientos de acción civil que, en unión con otras confesiones, religiones y ciudadanos moralmente honestos, sean eficaces en conducir la lucha final de las naciones contra la indignidad humana y contra el sufrimiento ancestral de la humanidad. La modernidad, lejos de haber sacado al cristianismo de la historia, le ha hecho entender dónde radica la verdadera fuerza de los creyentes en la lucha real contra el sufrimiento".



5. El kerigma y la teología cristiana desde la modernidad


Desde el momento en que la modernidad permite una hermenéutica de la esencia del kerigma cristiano, a saber, del Misterio de Cristo, debe producirse la reinterpretación en cadena del contenido general del kerigma y de la teología dogmática de la iglesia católica. No podría ser de otra manera ya que el Misterio de Cristo pone en su función todos los otros contenidos de la fe cristiana. De la misma manera que la modernidad, tal como habría explicado ya el concilio en la sección anterior (documentos V-VIII), por ser un conocimiento más profundo del universo creado por Dios, permite una lectura en profundidad de la Voz del Dios de la Revelación en el Misterio de Cristo, así igualmente sucedería con el corpus doctrinal del kerigma anunciado por Jesús y con el conjunto de teología dogmática que lo habría precisado a lo largo de la historia bajo la "asistencia" del Espíritu a la iglesia. El paradigma de la modernidad no cambiaría nada del conjunto del kerigma ni del corpus de la teología dogmática, que quedaría tal como está, obviamente, ya que no podría ser de otra manera según la lógica del pensamiento cristiano. El concilio no abordaría tampoco nuevas definiciones dogmáticas. No se trataría de esto. Estos documentos teológicos serían también solo hermenéuticos: explicaciones para entender cómo se ilumina la teología del patrimonio de la fe cristiana, la teología dogmática, cuando se contempla desde un conocimiento en profundidad de la obra del Dios de la Creación en el marco de la hermenéutica de la modernidad. De nuevo se trataría aquí de un análisis hermenéutico de congruencia entre la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación. Con ocasión de la introducción de esta nueva hermenéutica, obra fundamental del nuevo concilio, se deberían también presentar y actualizar los contenidos tradicionales el corpus doctrinal básico de la iglesia católica desde la nueva perspectiva (documentos IX-XII). El concilio debería manifestar solemnemente, para orientar a creyentes y no creyentes, su voluntad de hacerse eco de la intensa luz que el curso de la historia, hasta entrar en la modernidad, ha proyectado sobre el kerigma cristiano que, revelado por Jesús, explica el plan de Dios en la Creación y en la Historia humana. El conjunto de documentos teológicos debería constituir, apoyándose en la fuerza del paradigma de la modernidad, una impresionante presentación del sentido del kerigma cristiano, así como de la tradición dogmática de la iglesia, ante el mundo actual.



5.1. Dios y el designio divino (Documento IX)


Preámbulo: Designio creador y mundo creado. El Dios existente revelado en la doctrina de Jesús concibe eternamente un designio creador que termina en el mundo real existente. Las características del mundo creado se constatan por el ejercicio de la razón natural en el paradigma moderno. Por una parte, por tanto, la doctrina de Jesús permite reconstruir los perfiles de la deliberación divina hecha sobre su diseño creador. El mundo real de la modernidad, creado por Dios, permite la hermenéutica de la significación real de la deliberación divina porque constatamos qué clase de mundo real ha sido creado por Dios: una creación para el Amor que debe ser por ello un escenario para la libertad, cuyas características reales son descritas por la modernidad. El concilio debería explicar cómo la Voz del Dios de la Revelación, que muestra su designio creador en las palabras de Jesús, es iluminada por la Voz del Dios de la Creación, cuya obra entendida por la modernidad entra en impresionante congruencia con la revelación. El concilio debería proclamar que la palabra de Jesús no anula el enigma, el drama humano y la libertad, pero nos sobrecoge al hacer verosímil la sorprendente posibilidad de que, como fondo del universo, exista realmente un Dios que ha diseñado la creación y su comunicación en Cristo como el escenario de la libertad que constatamos en la modernidad.


Criterios: La intención del Amor y la realidad del pecado. En el documento pondría el concilio de relieve cómo la historia natural y humana nacen, en la revelación de Jesús, del eterno designio creador del mundo como escenario para el Amor y para la Libertad (libertad como ingrediente esencial del Amor). Pero la configuración final del mundo en orden a ese designio es la realidad creada que se constata en la modernidad. Un mundo cuya estructura hace posible que el hombre oiga el "susurro" del Dios que llama, pero también que se haga sordo y lo niegue por la libertad que acaba en el pecado personal y colectivo, en el pecado de la especie, de la humanidad.


1) El Dios Uno y Trino. La doctrina enseñada por Jesús, en armonía con sus precedentes en la teología de Israel, tiene su piedra angular en la proclamación de la existencia de un Dios Uno que sorprendentemente se revela como Trino, en la forma que será clarificada y fijada en los primeros concilios ecuménicos, asumida en el kerigma. Jesús ha desvelado la naturaleza trinitaria de Dios al mismo tiempo que nos ha explicado cómo la Trinidad concibió y realizó su plan eterno de relación con el hombre. La razón moderna no atisba, evidentemente, la existencia de un Dios Trinitario, pero sí la de un Dios Uno, fundamento del ser, cuya realidad se argumenta con verosimilitud, aunque no con absoluta certeza (aunque así era en el paradigma antiguo). La forma en que la filosofía de la modernidad atisba la existencia de ese ser divino sería como fondo holístico del universo del que brota la materia y la dinámica autónoma del universo. El fondo ontológico campal en que todos nos movemos, existimos y somos, sería el marco de referencia fundante en el que la filosofía moderna situaría la verosímil existencia de Dios. La revelación, por tanto, nos confirma la incertidumbre moderna sobre un Dios verosímil pero oculto. Jesús proclama que el Dios "verosímil" realmente existe, posee una sorprendente naturaleza trinitaria (el Padre, el Hijo o Verbo y el Espíritu Santo) que concibe desde la eternidad un plan creador y de oferta de comunión al hombre constituido en su libertad.


2) Un designio creador originado en el Dios Amor. El kerigma proclama que el Dios Uno y Trino es, en su esencia íntima, Amor, que se realiza a través de las donaciones respectivas entre las divinas personas. El Amor comunicativo explica que el Dios Uno y Trino revelado por Jesús haya concebido desde su eternidad un designio creador orientado a la donación de sí mismo. El Dios de Jesús decide crear un universo como escenario de la vida humana, llamada a la filiación divina. Es un Amor tan grande que llama al hombre a la filiación divina. Este anuncio sorprendente de Jesús sobrecoge, pero es el que es: el que Jesús realmente proclamó. El hombre moderno solo sabe que es profundamente verosímil la existencia de un Dios, fundamento de la realidad, y constata que ese Dios, de existir, ha emprendido, en efecto, un proyecto creador. El kerigma cristiano le aclara al hombre moderno que el Amor trinitario es la causa de su obra creadora: un Amor autodonante que es llamada a la filiación.


3) Un mundo diseñado para el Amor. Si Dios es Amor en sí mismo debía dar a la creación el sentido de una expansión del Amor. Si el Amor es siempre la autodonación de sí mismo, un darse al otro libremente, el escenario creado debía orientarse a hacer posible el Amor. La obra de la creación sería una obra nacida del Amor divino, pero también el destinatario del Amor divino debía dar una respuesta nacida del Amor. Y para ello debía darse una respuesta originada en la libertad. Imaginemos un escenario en que la patencia absoluta de Dios lo inundara todo de forma inexorable: el hombre no sería libre para decir sí o no a Dios, pues se vería arrastrado por la presencia divina. Por ello decide Dios crear un "mundo", un lugar donde el hombre está solo, donde Dios no se le impone: un mundo creado con hermosura donde "todo estaba bien hecho". La historia yahvista de la creación, en Génesis 1,11, aclara que Dios dejó al alcance del hombre el árbol de la vida; no padecía ni la muerte ni la indigencia. Pero Dios quiso también dejarle al alcance la posibilidad de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (si coméis de este árbol, seréis como dioses, dijo la serpiente). Dios le "susurraba" al hombre que no comiera de este árbol, pero era capaz de comer y, al final, rechazando el susurro divino, comió. La predicación de Jesús se hace también en el supuesto de que está realizando una oferta libre a los hombres que puede ser rechazada (en conformidad con el anuncio hecho premonitoriamente en la historia primordial de Génesis 1,11). El hombre se mueve en un escenario o mundo que le hace posible pecar (separarse o rechazar a Dios libremente) y donde de hecho peca. Este es el supuesto de la tradición bíblica, de la doctrina de Jesús y de su proclamación en el kerigma cristiano. El concilio debería iluminar estas verdades de fe por el conocimiento proporcionado por el paradigma moderno: el mundo creado por Dios se corresponde perfectamente con este diseño para el Amor, que es lo mismo que "para la libertad". Dios no crea un universo en que impone teocéntricamente su presencia, sino el universo enigmático y borroso de la Era de la Ciencia. El hombre puede oír el susurro divino y seguir la creencia verosímil de una Divinidad creadora, pero puede rechazarlo y situarse en una interpretación puramente mundana del mundo sin Dios. La modernidad ayuda a entender mejor cómo las historias ejemplares, imágenes y símbolos de la Biblia y del kerigma cristiano primitivo se traducen en las estructuras ontológicas de la creación divina.


4) La oferta y el rechazo del Amor: el pecado. La consideración divina de un designio creador que hiciera posible la auténtica libertad para aceptar o para rechazar el Amor a Dios, en respuesta al Amor divino, hizo saber a Dios que el pecado (rechazo de Dios) sería una realidad inevitable. El hecho del pecado que se contempla en la historia primordial de Génesis 1, 1 I es ya posibilidad consumada en el mundo real de Jesús. El pecado es siempre una responsabilidad personal del hombre que realmente peca. Génesis 1, 11 contempla unos primeros padres de la humanidad que pecaron, Adán y Eva, pero en la historia real de la humanidad hubo también sin duda unos "primeros hombres" que pecaron; con el tiempo fueron más y más quienes desvincularon sus vidas del susurro interior de Dios que les llamaba para aceptarle y confiar en Él. En la sociedad de la modernidad se muestra cómo, en efecto, los hombres han rechazado de hecho a Dios y han construido una convivencia pluralista al margen del reconocimiento divino.


5) El pecado original del hombre y de la humanidad. La forma en que Dios ha creado ese mundo para el Amor y la Libertad, que es realidad ya creada en el tiempo de Jesús, es el mundo autónomo que ha producido evolutivamente la especie humana. El mundo creado por Dios, conocido por la modernidad, no hace posible que un solo hombre hubiera sido creado: este, como individuo, es solo posible dentro de una especie. En este sentido la ciencia dice que el hombre es solidario con el destino de su especie y.está afectado por ella. De ahí que a los ojos de Dios es el pecado de uno, de los primeros padres (y por ende el de muchos), el que hace pecadora a la humanidad. Todo hombre individual, pues, a los ojos de Dios, al margen de sus decisiones personales, está afectado por una condición de pecado, pecadora, que proviene de su pertenencia a una especie pecadora. Una especie donde de hecho se ha consumado el pecado. Dios sabía, pues, que el diseño de un mundo para el Amor y para la Libertad, tal como es el mundo diseñado para la libertad creativa que hemos conocido por la modernidad, haría a la especie, y a todo hombre, pecadores. Dios, en su eterno designio, debió considerar si un mundo real -que responde a la ambigüedad que hace posible la libertad, tal como es la creación descrita por la modernidad-, que iba a ser de hecho un mundo pecador, por el pecado individual y por el pecado original de la especie que pesa sobre todo hombre, merecía ser creado. ¿Tenía sentido crear para el Amor un mundo humano que rechaza el Amor?


En la modernidad -proclamaría el concilio- se hace sorprendentemente patente la profunda coherencia y sentido del plan divino: del eterno designio de comunicación de su Vida al hombre como Don de su Gracia nacida del Amor que constituye la esencia comunicativa del Dios Trinitario. Tiene sentido crear por Amor, tiene sentido constituir la libertad y la dignitas humanas al retirarse Dios de la realidad, tiene sentido que el pecado sea posible, tiene sentido que todo hombre sea solidario como pecador, al ser parte de una especie pecadora, con el destino de la humanidad. El mundo que constatamos es un mundo que muestra su sorprendente congruencia con el eterno designio divino revelado por Jesús.



Textos conciliares: El compromiso divino con la Libertad


"El Dios que nos ha sido revelado por Jesús es un Dios comprometido hasta tal punto con el Amor que decidió crear un mundo para la Libertad, porque solo esta haría posible el Amor. Cómo ha sido realmente el mundo creado desde el eterno designio divino lo conocemos describiendo cuál es la estructura real del mundo en que de hecho estamos viviendo (que es el realmente creado por Dios). La profundización del conocimiento en la modernidad permite hoy saber qué propiedades tiene el universo creado: la ambigüedad borrosa que hace posible la libertad y, como su consecuencia, el pecado. Diseñar un mundo que mantenga el equilibrio entre la posible apertura al Amor y al pecado (la negación de la oferta divina) no es fácil. Nosotros podemos comprobar qué tipo de mundo ha creado Dios para hacer realidad este equilibrio. Sin embargo, la creación de un mundo en que la libertad no es un juego sino algo muy real que puede producir la libre autonomía frente a Dios, el pecado, al considerarse el designio divino, pudo haber puesto en juego la misma creación. Es decir, la humanidad, por sí misma, por su propia condición pecadora pudo haber hecho desistir a Dios de su designio creador. El kerigma cristiano nos explica que algo influyó en Dios para que decidiera crear un mundo como el nuestro. Lo que sucedió fue la voluntad trinitaria, asumida por la persona del Verbo, de redimir, perdonar y amar por pura Gracia a una humanidad pecadora. Una humanidad dramática en la que abundaría el pecado, pero en la que abundaría la grandeza de la santidad asumida por los justos".



5.2. Cristo, protagonista del designio salvador y creador (Documento X)


Preámbulo: Cristo hace comprensible el designio creador. La naturaleza del mundo real está dada en la experiencia que constituye la modernidad. Es experiencia de un mundo de pecado, de orientación de la existencia al margen de un Dios que permanece relegado a la indiferencia de muchos. Es experiencia de un mundo de sufrimiento, de tragedia humana personal y colectiva. Es el mismo hombre el que difícilmente entiende que el mundo real que tiene ante sí haya sido objeto de un designio divino que consiente impasible el sufrimiento, la tragedia humana y el pecado. El ateísmo y el agnosticismo consideran inverosímil que un mundo como el nuestro, de enigma, de drama y de pecado, haya podido ser producido por un ser divino. Recordemos, por ejemplo, el análisis religioso budista que, en efecto, constataba la inviabilidad de entender el mundo real como una creación divina por el hecho del sufrimiento. Es el hombre el que difícilmente entiende que un Dios creador esté manteniendo un universo en que la libertad humana se independiza con arrogancia ofensiva contra la Divinidad. El concilio debería en este documento emprender la presentación del designio creador fundado en el Misterio de Cristo, originado en la eterna voluntad del Verbo. Misterio que es la respuesta divina al enigma, al sufrimiento, a la libertad y al pecado. El concilio debería proclamar la profunda congruencia del kerigma enseñado por Jesús que la iglesia ha transmitido durante veinte siglos: que el mundo ha sido creado porque Dios ha asumido por pura Gracia su humillación divina, el pecado y el drama de la historia en orden a la santidad de los creyentes (o sea, de la "iglesia universal"). Esta voluntad del Verbo, en la solidaridad trinitaria del Dios Uno, es la Redención que ha hecho posible la Creación y la Historia.


Criterios: Congruencia entre mundo real y Misterio de Cristo. La doctrina conciliar debería apuntar a recoger y a presentar la doctrina tradicional sobre el Misterio de Cristo, pero acentuando cómo la descripción de la naturaleza de la obra creadora de Dios, profundizada por la aportación de la modernidad, hace posible una visión actualizada de la sorprendente coherencia entre el mundo real, la creación, y el Misterio de Cristo como logos del diseño creador de Dios.


1) Inviabilidad del designio creador. La especie humana en un universo que hace posible el pecado -como exigencia de una libertad real-, y en que se ha consumado el pecado, no hubiera merecido nunca por sí misma llegar a ser creada. La mera posibilidad de un mundo pecador concebida por Dios en su eternidad no le hubiera movido nunca a la creación. El mundo real que vemos, de hecho creado, el mundo descrito en el paradigma moderno, no merecía por sí mismo ser creado y basta una simple mirada a lo que ese mundo ha producido para entenderlo. ¿Por qué? Primero, porque el mundo real iba a hacer realmente posible la libertad y el hombre podría desvincularse de Dios en toda su crudeza; Dios no iba a crear un mundo de libertad a medias, con la libertad en alguna manera manipulada. El hombre iba a ser libre sin enmascaramiento y la historia se cubriría de pecado. Segundo, porque Dios, consciente del pecado, si creaba, renunciaría al supuesto de crear un cierto "Paraíso Terrenal" y debería situar al hombre real en el mundo final del sufrimiento, de la tragedia humana, del que muchos le harían responsable (como de hecho pasa). ¿Creemos que a Dios le gusta vernos sufrir? No era fácil emprender, pues, la creación de un mundo de sufrimiento como el que ha acabado creándose. De ahí la persuasión teológica cristiana, derivada del mismo kerigma, de que ni el hombre ni la humanidad tenían en sí el valor intrínseco, y menos el mérito, para ser creados. El concilio debería insistir en que es nuestro mundo, el mundo de la modernidad, orgulloso de su libertad, pero tapándose los ojos ante la indignidad humana, el dolor y la tragedia humana, el que hubiera sido inviable por sí mismo como candidato a "ser creado". Es la pura "indigencia radical" ante Dios de una "humanidad pecadora" como especie la que haría inviable el mundo real, el mundo de la modernidad que nosotros hemos sobrevalorado.


2) Voluntad creadora y salvadora del Verbo: la Redención. Pero, ¿por qué entonces ha sido creado nuestro mundo real? ¿Por qué existe un mundo donde la libertad es real, donde el hombre puede comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, haciéndose como Dios, donde sobreabunda el pecado, donde el dolor es inmenso, sobre todo la tragedia y el sufrimiento de los inocentes? El concilio debería proclamar que, al entrar en el dogma de la Redención, pisamos ya en la esencia teológica de la doctrina proclamada por Jesús y se ilumina de forma sobrecogedora nuestro entendimiento de por qué nuestro mundo fue creado. Es el dogma cristiano que ofrece la explicación de por qué el mundo real ha sido creado: la razón de por qué la libertad existe y de por qué Dios ha permitido el sufrimiento. La respuesta a las preguntas enunciadas es esta: Dios emprendió la creación de nuestro mundo porque allí donde, es verdad, sobreabundó el pecado, también sobreabundó la Gracia. El universo es Gracia. En otra palabras: Dios pudo no crear, pero tuvo la voluntad de aceptarnos tal como éramos, en nuestro pecado y en nuestra indigencia. Dios, perdonó así el pecado humano y asumió nuestra indigencia. La voluntad divina de emprender el designio creador, a pesar de nosotros, por pura Gracia, ha sido atribuida en la teología cristiana al Verbo de Dios, en la unidad de la solidaridad trinitaria. Esta voluntad de salvar a la humanidad, perdonando nuestra condición humana, es lo que responde al concepto dogmático de Redención en el cristianismo. El Verbo nos "redime del pecado y de la indigencia" (que nos habrían hecho inviables) y nos hace entrar en la Vida por el mérito divino de su decisión como Gracia. Es más, el primitivo designio divino (Paraíso Terrenal), por obra del Verbo, digamos, se "rediseña" con un nuevo designio creador en que sobreabunda la Gracia de la Redención: el Verbo se unirá a la humanidad, solidarizándose con ella en todo, menos en el pecado, convirtiéndose en su cabeza, realizando y manifestando plenamente el plan salvador de Dios. La creación real, por tanto, fue emprendida por Dios porque se creaba una humanidad engrandecida por la presencia en ella del diseño sobreabundante de Gracia que fue libremente asumido por el Verbo divino. Fue creada una humanidad que, a los ojos de Dios, tenía a Cristo por Cabeza. El Dios Trinitario no solo decide perdonar la humanidad pecadora y crearla (Redención), sino que establece un sorprendente plan, de Amor desbordante, para unirse a la humanidad a través del Misterio de Cristo.


3) Cristo, protagonista del designio salvador y creador. El concilio debería proclamar que en el Misterio de Cristo, que resume el contenido del kerigma cristiano, la persona de Jesús responde a un eterno designio de la Divinidad Trinitaria, representada por la voluntad del Verbo. Es el eterno designio redentor en que cree el cristianismo adhiriéndose a la doctrina de Jesús, como obra de Gracia sobreabundante que une la humanidad a un Dios que se hace con ella solidario. El cristianismo está constituido por un conjunto de Misterios, a los que, aunque no sean irracionales o contradictorios, la religión cristiana no pretende encontrar comprensión racional, pero que cree que son Verdad por confianza en la revelación de Jesús. Estos Misterios (sorprendentes pero verosímiles) han tenido lugar en la historia real para revelar y para realizar el eterno designio de Dios personificado en el Verbo. Todo comienza por el sorprendente Misterio de la Encarnación del Verbo en la persona de Jesús. ¿No es sorprendente y mistérico afirmar que la persona del Verbo haya tomado la condición humana, se haya encarnado? Es El Mismo quien predica y proclama los extraordinarios Misterios del designio de Dios. Pero la encarnación culmina en el Misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesús que se hace finalmente "el Cristo", y así es nombrado, cuando se le reconoce como el Mesías que realiza la Bendición anunciada a los patriarcas de Israel. La lógica encarnatoria es la misma que culmina en la Cruz y en la Resurrección. Es la lógica del Dios humillado. En ella, el Cristo debe manifestar a los hombres y, al mismo tiempo realizar en un momento del tiempo cósmico, el eterno designio redentor del Verbo divino en la solidaridad trinitaria. Por una parte, Dios, al hacerse hombre asume la condición humana en todo, hasta en el sufrimiento que llega a su máximo exponente en la cruz. El misterio de la cruz, que es misterio del sufrimiento de Cristo, nos dice que Dios "sufre" con su kénosis ante la historia, sufre por el hombre angustiado en el enigma del mundo y sufre por la inoperancia divina que consiente el sufrimiento trágico de la humanidad en el drama de la historia. Dios nos dice que no ha permitido la historia sufriente sin titubeos y con frialdad, sino que ha sufrido por la libertad pecadora y por el sufrimiento humano que, sin embargo, ha decidido admitir en su eterno designio creador. Pero, por otra parte, este Dios solidario que nos hace hermanos en la humanidad y en la divinidad, en su muerte en cruz y resurrección, manifiesta y realiza en el tiempo, el eterno designio de Dios que crea la libertad: la kénosis o el anonadamiento del poder de la Divinidad ante el mundo (la cruz) y la gloria de su liberación anticipada (la resurrección). Este Misterio anuncia que nuestro mundo -el mundo que, en nuestro tiempo, gozamos como la experiencia de libertad que da forma a la modernidad-existe porque Dios ha asumido el pecado de la humanidad y lo perdona; anuncia además que este mundo de libertad y de ausencia de la Gloria de la Divinidad será, sin embargo, liberado cuando Dios se manifieste en su Gloria final. La humanidad que Dios "crea" y "salva" es la que Cristo encabeza con el protagonismo de su obra redentora. Redención es el sí al hombre (a la libertad y a sus consecuencias, a cuanto es la historia humana en su grandeza y en su miseria), es el sí al perdón, es el sí a la salvación, es el sí a una historia trágica que, sin embargo, conducirá al hombre hacia Dios. Este "sí" se funda en el designio eterno del Verbo, en la solidaridad trinitaria, que Cristo realiza en el tiempo por los misterios de su vida, muerte y resurrección. El Misterio de Cristo manifiesta que Dios asume y carga con nuestro sufrimiento porque constituye con su kénosis la grandeza de nuestra libertad y de nuestra dignidad. Todo esto nos hace entender la gran importancia que, para la teología del kerigma cristiano, tiene el reconocimiento de la condición divina de Cristo. Si Cristo no fuera en realidad Dios ni habría Redención ni su Misterio sería signo o sacramento del eterno designio. Podemos decir que, si Cristo no es Dios, entonces no tiene sentido el designio creador fundado en el Misterio de Cristo. La profunda congruencia del kerigma cristiano con la realidad (hasta el punto en que hoy podemos verla a la altura de la modernidad) desaparecería.


4) Cristo, mediador universal. El designio de creación y de salvación, así revelado en la doctrina de Jesús, hace a Cristo, la persona del Verbo encarnado, mediador universal, tanto de la creación como de la salvación. El plan que hace posible la creación (que mueve a Dios a la creación) es la obra de Cristo y, en este sentido, Cristo como cabeza de la humanidad es mediador de la Creación. Pero, además, es también mediador de la salvación desde dos puntos de vista: el divino y el humano. El divino porque la posible salvación del hombre es obra de la Redención asumida libremente por el Verbo Encarnado, en la eternidad y en el tiempo. El humano porque el hombre que acepta a Dios y ofrece su vida para la salvación final no puede hacerlo sin la mediación de Cristo (sin aceptar a Cristo y a su Misterio en alguna manera, aunque sea implícita). El documento debería explicar aquí cómo la inviabilidad del designio creador de un mundo como el nuestro (inviabilidad de que Dios lo hubiera creado) es también percibida por el hombre en el mundo (por el sufrimiento y por el pecado). Por ello, cuando, a pesar de la experiencia del mundo, el hombre natural se abre a la esperanza de un Dios salvador es porque cree en un Dios liberador (resurrección metahistórica) por encima de su ocultamiento, de su lejanía y de su silencio (muerte en la historia). Por ello, la esencia de la religiosidad humana es así una intuición que da sentido a la creación: el Misterio de Cristo como voluntad divina de hacer la libertad posible por el ocultamiento divino que consiente por su providencia el sufrimiento que culmina en la liberación final. Para todo hombre religioso esperar en Dios es cargar con el sufrimiento (la inoperancia divina, la cruz) pero confiar en la liberación final (resurrección). Por ello, la religiosidad natural está siempre en alguna manera "mediada" por la aceptación del Misterio eterno que se ha desvelado en la obra de Cristo (aquí se debería conectar con el documento II). El hombre que se abre a la esperanza en un Dios transcendente salvador cree que Dios "sufre" con el dolor humano pero que con su inoperancia, su kénosis, crea nuestra riqueza existencial, nuestra libertad y nuestra dignidad.


5) Cristo, logos de la creación. La creación obrada por Dios, por el Padre como persona trinitaria, ha sido emprendida a medida de la obra de Cristo. Él es el logos de la creación. Por ello, si el logos esencial de la revelación en Jesús es el Misterio de Cristo, este es la esencia de la Voz del Dios de la Revelación. Ahora bien, si la creación ha sido emprendida por Dios Padre como escenario de la obra del Hijo, de Cristo, entonces la creación ha sido realizada a medida del cumplimiento del designio divino. Es decir, Cristo es el logos, la razón que explica el porqué y el cómo de la creación. En otras palabras: la Voz del Dios de la Creación se explica por el logos de la obra de Cristo. Entre ambas voces debe haber una congruencia total. Así, la forma en que ha sido hecha la creación ayuda a la hermenéutica de la Voz de la Revelación. Pero, viceversa, el logos cristológico de la creación ayuda a entender la forma en que Dios ha hecho las cosas en realidad. Cristo es así el logos que ayuda a entender por qué las cosas son tal como la razón ha conocido en profundidad por la modernidad. Ayuda a entender su verdadera significación de fondo. Dios crea el universo de la nada, ex nihilo, pero a partir de su propia ontología divina. En la energía creadora nacen las partículas que crean un mundo de diferencias y objetos independientes en el espacio-tiempo, pero Dios permanece como fondo ontológico que todo lo abarca. Un fondo divino de realidad lo abarca todo y es la profundidad de todas las cosas. Es el "sensorium primordial" que, por ende, es la Luz metafísica, plenitud de la luz cósmica, pero nueva y embriagadora. A medida que los seres vivos aparecen se abren por su sensibilidad a dimensiones campales u holísticas de lo real que reflejan la luz unitaria final en que se resuelve la ontología divina. Es la luz, o transparencia ontológica de la Divinidad, en que los seres vivos comienzan a sumergirse por la experiencia holística que ha emergido en sus psiquismos. La forma de la materia, sus propiedades y sus leyes, están diseñadas por la mente divina para producir un proceso natural autónomo. La evolución es parte de este diseño autónomo en que la vida se abre camino hacia la perfección a través de la muerte. La tragedia evolutiva que nos hace autónomos y que, al mismo tiempo, nos pondrá en condiciones de saber que solo en un posible Dios podrá hallar el hombre la Vida que desea. Este portentoso diseño evolutivo apunta direccionalmente al hombre, cabeza de la creación, pero el universo, visto desde dentro por la razón humana autónoma, está diseñado de tal manera que sea ambiguo, borroso, en su explicación final. Es el diseño cósmico a medida de la libertad, que producirá el pecado pero que responsabiliza al hombre dotándole de su dignidad personal, hecha posible por la voluntad eterna del Verbo manifestada en la obra de Cristo en el tiempo. Esta forma de creación hace posible el designio divino. Dios se manifiesta al hombre lo suficiente como para aceptar la oferta de filiación divina. Pero se oculta hasta el punto de que la libertad personal del hombre puede inclinarse también a una interpretación puramente mundana del universo (hacerse como dioses, pecado). Dios susurra al hombre el testimonio de su verdad y le atrae interiormente en ese universo autónomo que la modernidad ha descrito y responde al plan divino. La naturaleza susurra al hombre que Dios podría ser su verosímil fundamento y a ello impulsa el Espíritu del Padre. El Espíritu Paráclito que todo lo abarca en el fondo universal de la ontología divina que llega a lo íntimo de todo ser, impulsa al hombre a dejarse llevar por el fuego del Amor, diciendo "sí" a la voz interior constante que "llama" para ser aceptada. Por último, todo hombre se siente impulsado a creer y a confiar que una última salvación será posible, superando el sufrimiento, si acepta la esperanza en el Dios oculto y liberador por una aceptación explícita o implícita del Misterio de Cristo: es el Espíritu de Jesús presente en todas las cosas. Dios es Espíritu y Todo Dios, el Dios Uno, es el que aletea en la ontología profunda del universo, pero de una forma en que el Espíritu del Padre, del Espíritu Santo y el Espíritu de Jesús, responden al logos cristológico que da sentido a todas las cosas. El mundo que ha conocido la modernidad es un mundo metafísicamente borroso que hace posible la libertad, la dignidad y la creatividad humana en la historia: es la libertad real, sin enmascaramientos, querida por Dios. Este mundo de libertad, pero también de sufrimiento, es el que responde al logos cristológico de la creación, del proyecto salvador y de la forma de la presencia universal del Espíritu divino. El concilio debería proclamar que el mundo moderno, en que la iglesia debe anunciar que Cristo es el logos de la Creación, nos introduce en una nueva hermenéutica del cristianismo en que brilla con más profundidad su condición de religión de la libertad.




Textos conciliares


"Durante los últimos siglos se pensó que la imagen del universo, de la vida y del hombre que estaba siendo descrita por el pensamiento moderno se hacía irreversiblemente incompatible con la cosmovisión cristiana transmitida desde antiguo. Es verdad que la modernidad rompió con el pensamiento antiguo que había fundado la interpretación del cristianismo. Pero el concilio proclama que la imagen del universo en la modernidad permite una nueva hermenéutica del Misterio de Cristo que es congruente con los grandes contenidos del kerigma primitivo, constituido germinalmente hace dos mil años. El mundo de libertad y de creatividad, pero también de pecado y de sufrimiento, nuestro mundo, ha sido posible por la voluntad redentora del Verbo que se manifiesta en el tiempo por el Misterio de Cristo. Este Misterio ilumina el logos que nos hace entender por qué el mundo real es como es y por qué ha sido creado por Dios. El logos cristológico es la Luz de la Sabiduría divina que ilumina el sentido de la creación y de la historia: puede ser rechazada pero nos sobrecoge".



5.3. El hombre, llamado por Gracia a la filiación divina (Documento XI)


Preámbulo: El hombre natural y el hombre sobrenatural. El conocimiento del hombre natural se enmarca en nuestra idea de la materia, del universo, de la vida y de la evolución conducente al ser humano. Este conocimiento es construido por la razón, en la ciencia y en la filosofía, y constituye hoy uno de los grandes patrimonios del paradigma de la modernidad. Para la creencia, lo que dicen la ciencia y la filosofía representa lo que hoy, con la mayor garantía de seriedad, podemos conocer de cómo se ha producido la creación obrada por Dios. No hay argumentos para pensar que el mundo no haya sido creado por Dios tal como la ciencia describe. Pero la naturaleza humana nos descubre con admiración que la Voz del Dios de la Creación es en extremo congruente con la imagen que del hombre nos ofrece la Voz de la Revelación. El hombre es ya protagonista del eterno designio creador concebido en la mente divina. Es también protagonista del logos cristológico de la creación, ya que el Misterio de Cristo es el logos del diseño de comunión del hombre con Dios. La antropología teológica descubre que la naturaleza del hombre está inundada (o elevada) por una ontología sobrenatural que Dios le concede como Gracia, como donación. Esta gracia es la unidad del Espíritu Trinitario en la distinción de la obra de las divinas Personas: es la Gracia de la Creación (Espíritu del Padre), del Paráclito (Espíritu Santo) y del Misterio de Cristo (Espíritu de Jesús). El concilio debería ofrecer la nueva hermenéutica de la antropología teológica cristiana para iluminarla desde la idea del hombre en la modernidad, superando la ontología antigua todavía paralizante y productora de una continua confusión.


Criterios: Del dualismo grecorromano al monismo moderno. La filosofía dualista del mundo grecorromano influyó durante siglos y ha dejado su huella en los conceptos ordinarios usados en el lenguaje popular de la cultura cristiana. La formación de la mayor parte del clero se ha hecho en perspectiva dualista y todavía hoy se sigue enseñando, al amparo de la indefinición de perfiles, falta de toma de posición, inercia de la tradición e "incompromiso hermenéutico" de la iglesia oficial, cuyas tímidas adaptaciones ad hoc apenas llegan a los mismos creyentes. El concilio debería avalar la nueva antropología de la modernidad, mostrando con claridad su congruencia con el kerigma cristiano.


1) Agraciado por la oferta de la vida: libertad y creatividad. El hombre ha sido agraciado por Dios con la creación. Es el fin de la creación que se orienta a hacer posible y a enriquecer la vida humana. La libertad y la creatividad son los dones de Dios que, como tales, son buenos y el hombre está' puesto en el mundo para realizarlos. La experiencia del universo, tal como es y como es conocido por la modernidad, en su autonomía y borrosidad metafísica, la atracción por vivir, la experiencia de posibilidades naturales humanas en todos los sentidos es buena y querida por Dios. El hombre está puesto en el mundo por Dios para que sea libre y para que tenga la experiencia de las posibilidades existenciales que el mundo ofrece en su pura mundanidad. El universo es un diseño divino para la libertad creadora. Un hombre que no haya advertido en alguna manera que es posible ser "mundano", y no haya tenido una apertura real a ese ámbito de posibilidades sin Dios, no puede ser "religioso" en plenitud existencial: no se realizaría en él la kénosis a la inversa en que consiste la donación a Dios desde la conciencia de poder ser "puro mundo". El concilio debería avalar y proclamar la bondad de la experiencia natural, mostrando que el mundo natural y el mundo moderno no están al margen de la voluntad divina, sino que forman parte de su designio creador, ya que la religiosidad es un acto supremo de creatividad humana libre y personal, avalado por las culturas. Dios ha querido un hombre que se realice y viva en la experiencia de la luz natural que es un espejo de la plenitud de la Luz divina.


2) Llamado en libertad a la filiación divina. El documento debería también explicar cómo el hombre, consciente de su libertad creativa real -de que puede ser mundano-, es llamado por Dios a la filiación divina. Por ello, Dios "susurra" al hombre una llamada para que renuncie a ser mundano (pero no para que renuncie a "vivir la vida") y para que se abra a la oferta de amistad que Dios le hace. Esta llamada se dirige a un hombre en la experiencia de su libertad y de su creatividad. Es un susurro que no rompe la libertad que forma parte del designio divino (del logos cristológico de la misma creación). El concilio debería exponer la estructura del testimonio de la verdad o "llamada" que Dios ha dejado abierta ante la razón y ante las emociones humanas. Naturaleza (Padre), el amor (Espíritu Santo) y logos cristológico (Espíritu de Jesús) impulsan así al hombre a aceptar la amistad divina y dirigirse a Él como a Padre. La revelación completa la imagen natural de la relación humana con Dios, mostrando que, en efecto, el ofrecimiento divino es algo sorprendente, muestra suprema de la generosidad divina: el don de la filiación que presenta a Dios no solo como Señor, sino como amigo y como Padre, como hermano de Jesús, como parte de la humanidad que encabezada por Jesús se introduce en la vida trinitaria.


3) El hombre pecador. Sin embargo, el hombre real es "pecador". No solo está abierto a la posibilidad de vivir en un mundo sin Dios, sino que ha asumido personalmente esta posibilidad. El pecado no es vivir y asumir posibilidades que la vida ofrece, porque la vida es un don de Dios. Pero el hombre se ha dejado llevar por el deslumbramiento del "seréis como dioses" y ha atendido al mundo en su experiencia de autonomía frente a Dios: Dios no ha interesado y en sus acciones concretas ha mostrado el hombre que solo le interesaba el mundo. Esta condición de pecador fue ya asumida por nuestros primeros padres, Adán y Eva en la narración de Génesis 1,11. Pero se repite a lo largo de la historia real: en el mundo que describe la modernidad pueden verse la dimensión real de quienes viven su vida al margen de Dios, rechazando el susurro de Dios que acompaña constantemente sus vidas. Que el hombre pueda ser pecador es una medida de la seriedad del designio divino productor de libertad: no es una ficción sino algo muy real, ya que la vida sin Dios tiene una fuerte atracción que el hombre solo vence por la voluntad decidida de confiar en el Amor de Dios por encima de su ocultamiento. El concilio debería de nuevo proclamar, de acuerdo con la Voz del Dios de la Revelación en Jesús, que el mundo real -el mundo del que tenemos experiencia en la cultura de la modernidad-no hubiera merecido nunca por sí mismo llegar a ser creado. El pecado hubiera hecho la libertad y la creatividad humana inviable como objeto de la creación divina.


4) El pecado original. La antropología teológica del pecado se completa por la teología del pecado original que debería exponer también el documento conciliar en conexión con lo ya explicado en los documentos IX y X. Existe una condición de pecador que afecta inevitablemente a todo hombre individual, pero que no depende de las acciones personales, sino del hecho de la pertenencia a una humanidad pecadora. El "pecado original" pesa así sobre cada hombre que es visto por Dios como perteneciente a una estirpe pecadora que por sí misma hubiera hecho inviable el designio creador. La hipótesis de un hombre que no hubiera pecado personalmente -que siempre hubiera estado en todo abierto a Dios -no le exime de su condición de pecador porque lleva en sí el pecado original propio de la estirpe a la que pertenece. Por sí mismo, como ser individual, no hubiera por ello nunca merecido la creación divina y no tendría sentido pensar que hubiera podido llegar a la existencia. En el documento debería también incluirse la relación de la teología cristiana del pecado con la teología del sufrimiento, conectando con el documento anterior en que se habría presentado la esencia del Misterio de Cristo como designio divino para la libertad y autonomía de la historia. El designio de una historia dramática está unido al pecado, ya que el drama de la historia indigente forma parte del plan divino para reconducir hacia Dios al hombre libremente pecador. La libertad debía estar compensada por la indigencia en el designio divino presente ya en la teología de Génesis 1-11. El dolor es hijo del pecado, y en último término de la libertad, y ha sido aceptado por Dios para hacer posible la libertad.


5) El hombre redimido, llamado por la naturaleza y por la Gracia. Dios decide crear al hombre por la Gracia de la Redención, al ver a la humanidad a través del Misterio de Cristo. La creación se acomete, pues, en virtud del valor del logos cristológico (documentos IX y X). Que el hombre exista, con la carga de pecado, y sus consecuencias (el sufrimiento humano), que la historia arrastra, solo se entiende a la luz de Cristo. Por ello, la llamada que Dios susurra en el hombre le mueve a aceptar que es real el único mundo viable para Dios: en el que la naturaleza mueve la razón hacia Dios (sin quebrar la libertad), en que el hombre se siente atraído por el susurro mistérico del Espíritu y en el que cabe creer en la voluntad liberadora de Dios a pesar de su ocultamiento. El hombre, debería explicar el concilio, por sus solas fuerzas naturales (la razón) podría quizá atisbar la verosimilitud de la existencia de Dios. Podría entonces ser o no ser religioso. Pero la religiosidad nacida de una mera capacidad natural no fundaría en ningún caso una exigencia de salvación (mérito sobrenatural) o la culpabilidad sobrenatural (demérito sobrenatural o pecado). Este punto de vista clásico de la teología cristiana se nos hace comprensible en la antropología de la modernidad que supera el religiocentrismo del paradigma antiguo. El hombre en el universo creado vive en la incertidumbre del universo borroso que podría ser Dios, pero ser también puro mundo. La religiosidad natural sería un riesgo existencial al que Dios no debería corresponder necesariamente. El mérito y demérito sobrenatural (que en teología cristiana es el pecado) solo se entienden como consecuencia de la respuesta humana a la Gracia: la Gracia del testimonio del Espíritu que, como tal, Dios sobreañade graciosamente a la pura naturaleza (testimonio sobrenatural, mistérico, enigmático) y la Gracia del Misterio de Cristo a cuya aceptación se encuentra el hombre movido por el Espíritu del Dios Uno (Espíritu del Padre, Espíritu de Jesús y Espíritu Paráclito) y que, por sí mismo, es también sobreañadido a la pura naturaleza (un Misterio sobrenatural, místico, enigmático).


6) Constituido por carne, espíritu natural y Espíritu sobrenatural. Durante muchos siglos la idea de la constitución humana ha dependido de la ontología del paradigma grecorromano que fue esencialmente dualista. Esto ha creado no pocas contradicciones con la imagen del hombre en la modernidad. La iglesia ha asumido en esto numerosas adaptaciones ad hoc, mantenidas discretamente, que, sin embargo, no han llegado a la opinión cristiana popular. Sin embargo, no existe todavía la deseada doctrina sistemática, bien expuesta y con perfiles definidos que permita sustituir la antropología del paradigma antiguo. El concilio debería emprender esta gran tarea pendiente, para adaptarse a la modernidad, mostrando cómo esta permite entender mejor el kerigma primitivo del cristianismo y su conexión con el pensamiento hebreo. El concilio debería hablar con toda claridad. El hombre puede ser entendido como "carne", como pensaba ya la antropología hebrea y como describe hoy la ontología monista evolutiva de la modernidad. Pero la carne, asumiendo la explicación científica, ha producido evolutivamente el estado neurológico que constituye el "espíritu" humano que le hace racional y emotivamente capaz de conocimiento metafísico y de una posible apelación divina. Esta apelación es la que se ha consumado con la presencia sobrenatural del Espíritu de Dios que llama al hombre interior que es abarcado por una ontología divina que llena el universo como fondo holístico y originario. Esta nueva antropología de la modernidad no solo es armónica con el kerigma, sino incluso mucho más cercana a su contenido.


7) Salvado por la resurrección de la carne. En esta línea la obra conciliar debería así completarse abordando una doctrina sistemática sobre la creencia cristiana en la pervivencia eterna personal más allá de la muerte, tal como puede ser entendida desde la iluminadora hermenéutica de la modernidad. En ella se deberían superar las interpretaciones construidas durante siglos de acuerdo con el paradigma antiguo. La salvación eterna del hombre, más allá de la muerte, debería fundarse en la tradición bíblica de la resurrección y de la antropología moderna. El Dios que diseña la complejidad evolutiva del universo y conoce la interioridad de cada ser humano, sería el mismo Dios que producirá la salvación de la historia personal por la resurrección. Al entrar por la resurrección en la dimensión de lo eterno todos los hombres se iluminarán por un Juicio Final sobre su existencia y sobre la historia humana en su conjunto. Esta "iluminación de la Verdad Final de cada uno y de la historia" ha sido descrita en los textos bíblicos con imágenes barrocas que apuntan a lo que en realidad sucederá. El hombre que haya aceptado la oferta divina entrará en la Nueva Jerusalén. El que se haya negado a Dios será rechazado. El concilio debería insistir en que la doctrina del kerigma cristiano es perfectamente congruente con el designio divino y con la forma real de la creación que constatamos en el mundo moderno: es la verdad de la libertad. La Creación y su explicación por el Misterio de Cristo tienen un único sentido: la libertad para abrirse o cerrarse al Amor divino. La libertad no es una ficción y Dios se atendrá a ella con todas sus consecuencias, tal como cabe ya suponer por la naturaleza del mundo creado y por la doctrina de Jesús que se proclama en el kerigma. Dios solo salvará a quienes libremente quieran serlo. No salvará a quienes no quieran serlo. El drama de la historia es el drama de la libertad. El concilio debería presentar la doctrina general sobre los novísimos, con ocasión de la exposición del final de la historia humana y de la posibilidad hermenéutica de la modernidad, mostrando cuál es la esencia de las creencias y cuál es el alcance de símbolos, imágenes barrocas, representaciones populares, utilizadas como vehículo expresivo tanto por el pensamiento bíblico como por la tradición cristiana. Esta nueva manera de entender la pervivencia personal más allá de la muerte sería compatible con dos contenidos presentes por igual en el kerigma cristiano: la salvación inmediata personal después de la muerte y la resurrección de los cuerpos en el día del Juicio Final. El poder de Dios podría salvar o recrear al hombre inmediatamente después de la muerte, pero dotándole del cuerpo resucitado final en el momento de constituir la Nueva Jerusalén tras el Juicio Final. El concilio debería instruir sobre estos enigmas finales acerca de la forma de entrar en la "vida perdurable"; enigma sin duda unido a la dificultad de entender tanto la conexión del tiempo terrenal (en que se produce la muerte) con la dimensión eterna propia de la ontología divina (en que se produce el Juicio Final y la resurrección), como la naturaleza real de la Nueva Jerusalén preparada por Dios para aquellos que le aman.



Textos conciliares: La modernidad ilumina la antropología cristiana


"La cultura hebrea tuvo una idea del hombre que no era dualista y que hoy constatamos en la interpretación crítica de los textos bíblicos. Un autor básico de la teología presente ya en la Sagrada Escritura, como es san Pablo, tampoco pensó en términos de una antropología dualista. Sin embargo, en el paradigma grecorromano se introdujeron los principios hermenéuticos que dominaron la antropología cristiana durante siglos y siglos, hasta llegar a la actualidad. Es un hecho que el dualismo fue una manera de pensar cristiana al hacer la hermenéutica del kerigma. Sin embargo, el pensamiento moderno ha construido una nueva imagen del hombre en el marco de una ontología monista de la evolución material del universo. El concilio declara que esta nueva imagen del hombre reúne las garantías de representar el conocimiento más serio hoy disponible acerca de la naturaleza humana, la naturaleza creada por Dios. El concilio no puede ignorar un conocimiento científico, nunca cerrado sino abierto siempre a su evolución; pero debe declarar que la imagen científica conseguida honestamente hasta el momento es aceptada sin limitación por la iglesia. De ella derivan la filosofía cristiana hoy posible y una interpretación más profunda del kerigma cristiano. No existe, pues, contradicción entre la antropología de la ciencia y la antropología cristiana porque la iglesia se funda en la antropología científica que ilumina cómo han sido creados el universo, la vida y el hombre. Por otra parte, la antropología sobrenatural cristiana no es alcanzable por la ciencia y discurre por niveles ontológicos y de razonamiento distintos. Es la adhesión existencial por la fe a la doctrina de Jesús, transmitida en el kerigma, la que da sentido a la idea cristiana del hombre como inserto en el orden sobrenatural de la presencia del Espíritu que le impulsa a aceptar la llamada de Dios a la filiación divina".



5.4. La iglesia, signo del cristianismo universal (Documento XII)


Preámbulo: Una nueva teología de la iglesia. La forma de presentar qué es la iglesia, de acuerdo con el kerigma esencial del cristianismo, es susceptible de adoptar enfoques diferenciados que, en conjunto, se complementan, ofreciendo una imagen más viva de su realidad. Así, por ejemplo, el concilio Vaticano II proclamó una teología de la iglesia como "pueblo de Dios". El nuevo concilio estaría en condiciones de ofrecer también una nueva perspectiva de la iglesia en congruencia con la nueva hermenéutica de la modernidad. Este enfoque no sería otro que "la iglesia, signo del cristianismo universal". Este nuevo enfoque estaría en el fondo del documento II y en el núcleo teológico mismo del paradigma de la modernidad (documento VII). El mensaje de Jesús va dirigido a la humanidad, es universal por su propia esencia ya que no tendría sentido que la salvación que Dios diseña por la creación fuera dirigida a un pequeño grupo humano. Está por su esencia abierta a todo hombre, aunque depende de la libertad humana que sea aceptada o no. Por consiguiente, la iglesia recibe de Cristo la misión de hacer presente en la historia un mensaje de salvación universal, abierto a todos, una salvación que está diseñada para ser protagonizada por la libertad de todos los hombres, los de antes de Jesús, los que conocieron a Jesús, los que pudieron ser cristianos y los que nunca llegaron a conocer el cristianismo histórico, de antes, de ahora y del futuro. Pero todo hombre puede abrirse a Dios y, en esta apertura existencial, asume el logos cristológico que la creación ha plasmado de acuerdo con el designio divino. La iglesia cristiana, por tanto, la iglesia católica en que subsiste la Iglesia de Cristo -depositaria de la doctrina de Jesús~ que se remonta a la iglesia primitiva y transmite la tradición apostólica sin interrupción hasta nuestros días, es signo del "cristianismo universal". Es decir, es signo de la comunión universal de todos aquellos que se han abierto a la fe y a la esperanza en un Dios liberador más allá de su ocultamiento, de su lejanía y de su silencio. La "iglesia universal" es la comunión de todos los hombres abiertos a Dios en el "cristianismo universal", de quienes pertenecen a ella explícita o implícitamente (capítulo VI). Esta universalidad debería ser el eje de la nueva teología de la iglesia promovida por el concilio, de acuerdo con los principios de la nueva hermenéutica de la modernidad y del diálogo con las otras confesiones cristianas y con las grandes religiones.


Criterios: Iglesia universal e iglesia institución. La iglesia cristiana que fue instituida por Jesús, que perdura en la iglesia católica unida a la tradición apostólica, es la que conocemos, toma forma objetiva detectable y tiene la organización institucional que, formada desde los primeros siglos, responde a la providencia divina para vehicular la presencia de Cristo en la historia. Esta es la creencia de la iglesia, cuya teología se fundamenta en asumir que esa Providencia divina ha obrado en la "inspiración" de las Escrituras y en la "asistencia" a la iglesia. El documento debería, pues, unir la teología de la iglesia institución con la nueva teología de la iglesia universal, sin que una enmascare la realidad de la otra, ya que las dos representan lo que está contenido esencialmente en el kerigma. La vía para unir ambas iglesias es entender que la iglesia institución es un medio providencial para hacer presente en la historia la palabra de Jesús dirigida al cristianismo universal (iglesia universal). Cristo, pues, para la misma iglesia, subsiste en ella como depositaria de su doctrina revelada que manifiesta el "eterno designio" que los creyentes han acogido en la fe. Esta Revelación es lo que la iglesia entiende como la Palabra de Dios explícita que solo la iglesia custodia "asistida por el Espíritu de Jesús". Por ello, la forma en que la iglesia institución, así como las otras religiones, o la religiosidad en general, forman parte del "cristianismo universal" no es la misma. Baste recordar que las otras religiones no admiten la Revelación en Cristo (por ejemplo, budismo, hinduismo, islamismo...) que es precisamente lo que la iglesia custodia. Sin embargo, no por ello dejan de pertenecer al "cristianismo universal" por cuanto las religiones, cada una a su manera, y toda forma de religiosidad humana, han respondido positivamente al logos cristológico inserto en la naturaleza (el Padre), en el dramatismo de la vida ante el Dios oculto (el Hijo) y en el Espíritu interior que impulsa el Amor en el corazón humano (el Espíritu Santo Paráclito). La religiosidad humana es "cristianismo universal" no en la forma en que lo es la iglesia institución, sino por cuanto en ella está presente siempre solo la creencia en el Dios oculto/liberador (con la aceptación implícita del logos cristológico), tal como repetidamente hemos venido explicando a lo largo de este ensayo. Por consiguiente, la iglesia institución no es un fin en sí mismo sino un instrumento providencial para hacerse presente en la historia por su condición proclamadora del Misterio de Cristo que la hace signo iluminador de la iglesia universal. La iglesia proclama así la Revelación en Jesús -a la que el hombre puede adherirse o no-como un mensaje dirigido al género humano universal: mensaje que es el Sí divino a la inquietud esencial humana ante el Dios oculto/liberador. El mensaje de Cristo -que la iglesia institución custodia y proclama-no viene a suprimir la historia que los hombres han construido, sino a darle sentido (capítulo VI). Oigamos finalmente que el documento sobre la iglesia, además, debería abordar una cuestión que, al parecer, ha sido planteada en los últimos tiempos y que ha suscitado discusiones entre los profesionales de la teología. Me refiero a que el concilio debería clarificar en este documento cómo entender la asistencia del Espíritu a la iglesia y cómo se realiza esto a través de las definiciones dogmáticas, las actuaciones conciliares y papales, así como en el magisterio ordinario de la iglesia.


1) La institución de la iglesia. El documento conciliar debería presentar de nuevo la teología clásica de la iglesia institución, reafirmándose en su integridad su estructura jerárquica, así como los medios institucionales para promover la fe, esperanza y caridad entre sus miembros por los sacramentos y los medios institucionales para velar por la proclamación del kerigma cristiano. Por tanto, toda la organización institucional, jerárquica, jurídica, pastoral y disciplinar de la iglesia no debe ser entendida como el reglamento que condiciona quiénes van a tener acceso al logos cristológico o que selecciona "quiénes van a ser salvados" por el plan divino, sino como la organización institucional de quienes se han adherido al mensaje de Jesús, se unen en una comunión de fe y juntos afrontan la misión de hacer presente en la historia el mensaje de que el Misterio de Cristo deja abierta universalmente la salvación. Solo en la iglesia institución se produce la plena adhesión al Misterio de Cristo, ya que, por lo que hemos dicho, la adhesión es solo implícita en el "cristianismo universal". Esta es, pues, la perspectiva que el concilio debería proclamar y que nos introduce en la hermenéutica de la modernidad.


2) El cristianismo universal significado en la iglesia institución. El concilio debería, de acuerdo con esto, explicar el verdadero sentido de la iglesia como la institución que hace presente en la historia el signo de que la iglesia universal existe y se extiende a lo largo del espacio y el tiempo. La iglesia universal está en las conciencias de los seres humanos, en sus experiencias de sufrimiento, en sus dudas de que exista un Dios que permite el sufrimiento y en su apertura confiada al poder salvador de la Divinidad. Está en todos los que asumen la experiencia trágica de la muerte en la esperanza de un Dios liberador. Está en todas las religiones y en sus tradiciones historicistas. Pero está oculta y el logos cristológico, aunque vivido, no queda manifiesto en toda su fuerza. La iglesia cristiana es así, como institución, una luz (signo o sacramento) que ilumina el fondo de las conciencias humanas y hace presente toda la fuerza del mensaje universal del cristianismo. Hacer presente este signo o sacramento de salvación, universalmente ofertada, es la misión de la iglesia y lo único que le da sentido como institución. La salvación es universal; la misión de la iglesia no es cerrar la puerta, sino mantenerla como se presenta en el kerigma y proclamar que está universalmente abierta. Por ello, la salvación no pertenece solo a quienes pertenecen formalmente a la iglesia institución. Ni la santidad. Pero, por otra parte, quienes son implícitamente cristianos, el cristianismo universal, fuera de la iglesia institución, forman parte implícita de la "iglesia universal".


3) La pertenencia a la iglesia institución. Pertenecen a la iglesia cristiana, o iglesia católica como institución, aquellos que se han adherido a la persona de Jesús, han creído en su doctrina, bien directamente, bien a través del kerigma proclamado por la misma iglesia, y se mantienen fieles a la continuidad de la tradición apostólica. Ser así cristiano en la iglesia es serlo por excelencia: es adherirse al Misterio de Cristo en la forma más plena y explícita (que solo está prefigurada implícitamente en lo que hemos llamado el cristianismo universal) y es, además, asumir el compromiso explícito de la misión de proclamar ante los hombres el cristianismo universal, la llamada de Cristo a creer que la historia es el misterio del ocultamiento divino que culminará en el misterio metahistórico de la resurrección. Qué es pertenecer a la iglesia fue entendido en el pasado de diversas maneras, según las escuelas del paradigma antiguo. Durante años se acentuó el hecho de la "iglesia institución", distinguiéndose de las otras iglesias y religiones (denominadas falsas), la iglesia cerró sus fronteras y se defendió frente al acoso de la modernidad. Pero el nuevo paradigma ha permitido hacer luz sobre algo que siempre estuvo en la esencia del kerigma cristiano: la vocación universal de la iglesia. Apoyada en la seguridad de la nueva hermenéutica, firme ya en su entendimiento preciso del sentido de la historia y en la verdad del kerigma cristiano, la iglesia católica institución reforzará la conciencia de pertenencia de sus fieles y crecerá en prestigio, estando siempre abierta a quienes decidan con libertad su integración en la comunidad eclesial.


4) La pertenencia a las confesiones cristianas. El cristianismo institucional se realiza también en las otras iglesias o confesiones cristianas. En este sentido son también "iglesias institucionales" en donde se vive con autenticidad la fe cristiana, dentro de los condicionamientos históricos que las han hecho nacer. Este documento debería reconocer su adhesión creyente a la persona de Jesús, a su doctrina y a la participación en la misión proclamadora del kerigma en los términos que fueron expuestos en el capítulo VI. Las otras iglesias cristianas son también parte de la iglesia universal y testimonian la presencia universal de Dios en el "cristianismo universal". No obstante, en este documento deberían apuntarse solo los perfiles generales de la ampliación del concepto de iglesia cristiana que se hace posible desde el paradigma de la modernidad al aceptarse la comunión con las otras confesiones cristianas en la iglesia universal. El diálogo pleno con las confesiones cristianas debería ser abordado por el concilio en un documento específico al que después nos referiremos.


5) La pertenencia al cristianismo universal. El cristianismo universal es el formado por todos aquellos seres humanos que han vivido, o viven, creyendo en la liberación futura de un Dios que permanece oculto, lejano y en silencio. Este creer en el Amor liberador de Dios por encima de su silencio ante el dramatismo de la vida es la forma implícita universal de aceptación del misterio que explica la creación, a saber, el Misterio de Cristo revelado en los hechos y en las palabras de Jesús. Aquellos que pertenecen al cristianismo universal pertenecen también implícitamente a la iglesia universal. Por ello, en ocasiones, cuando Cristo, en las Sagradas Escrituras, menciona a "su iglesia" puede entenderse legítimamente que se refiere a la "iglesia universal", aunque pueda haber otros contextos en los que la referencia sea claramente a la "iglesia institución".


6) La pertenencia a las grandes religiones. La iglesia entiende que también en las grandes religiones está presente el cristianismo universal. Por ello siente que pertenecen al cristianismo; o, si se quiere, que el cristianismo pertenece a ellas, en el sentido antes explicado: por cuanto la esencia antropológica de toda religiosidad, desde el interior del mundo, se funda en la aceptación del Dios oculto/liberador (en el logos cristológico implícito que explícitamente custodia y proclama la iglesia institución como luz que ilumina el corazón de todo hombre y de toda religiosidad). La iglesia cristiana institución, por tanto, las religiones, y la religiosidad humana en general, pertenecen al "cristianismo universal", pero no en el mismo nivel, sino a través de la coincidencia en los factores antropológicos básicos expuestos a lo largo de este ensayo. Las grandes religiones son lugar preferente de realización del cristianismo universal, aunque este pueda darse también en personas no integradas en "religiones" que, sin embargo, están abiertas interiormente al cristianismo universal. Este documento debería también hacer mención de que las grandes religiones forman parte, en cuanto pertenecen al cristianismo universal, de la iglesia cristiana universal, en la línea sugerida en el capítulo VI de este ensayo. No obstante, este documento debería solo apuntar los perfiles de esta pertenencia, ya que el concilio debería dedicar un documento especial al diálogo con las grandes religiones.



Textos conciliares: La adhesión a Jesús, servicio a la iglesia universal


"Cuando el concilio se dirige a los creyentes y a todos los hombres con la intención de explicar la naturaleza de la iglesia cristiana como iglesia católica no puede dejar de reconocer que la iglesia es una institución organizada con sus jerarquías, sistema jurídico, orden pastoral y disciplinar, que le son propios. Así es y seguirá siendo. Sin embargo, el concilio quiere declarar que el aparente orden domestico de la iglesia no es un fin en sí mismo, sino un medio para una misión que rompe fronteras y entra en la conciencia de todos los seres humanos. Es la misión de proclamar el mensaje que Jesús ha transmitido en nombre de ese enigmático Dios oculto cuya posible realidad está flotando siempre como la gran cuestión metafísica de nuestras vidas. Es el mensaje del eterno designio divino de que el mundo responde al plan creador del Misterio de Cristo: un Dios que se oculta, y permite el drama de la vida humana, pero que es solidario con nosotros, que nos dice en la cruz que sufre con nuestro sufrimiento, que crea la libertad, dignidad y creatividad humana y que nos liberará en la resurrección final de la historia. Cristo confirma las expectativas de nuestra existencia en el mundo: la existencia de un Dios oculto que liberará a la humanidad. Cristo nos impele a vencer el malestar ante el silencio de Dios frente al sufrimiento y nos impele a creer que el universo esconde un plan salvador de la Divinidad oculta y liberadora. La iglesia sale de sus fronteras domesticas y se siente unida a todos aquellos hombres que en el anonimato de sus conciencias o por la pertenencia a las grandes religiones han aceptado ya en sus corazones la esperanza del Dios oculto y liberador. Este es el misterio de la iglesia universal del que la iglesia católica, como las otras confesiones cristianas, son solo un sacramento o signo proclamado que ilumina nuestras esperanzas y nos ayuda a confiar. Es la iglesia universal constituida por quienes pertenecen al cristianismo universal. Por ello, la misión de las iglesias cristianas es solo servir a ese cristianismo universal. El orden interno de la iglesia católica, y de las otras iglesias cristianas, es solo una cautela en orden a preservar el cumplimiento de su misión universal".



6. Otros documentos y declaraciones conciliares


La base doctrinal y hermenéutica fundamental del concilio quedaría cerrada con los documentos que han sido simulados. Sería la gran obra de reorientación hermenéutica que caracterizaría la aportación esencial de este nuevo concilio: el aval y la orientación para realizar en la iglesia el cambio hermenéutico que "da de baja" el paradigma antiguo e introduce el paradigma de la modernidad. Basta considerar la larga permanencia en el paradigma grecorromano -dos mil años de historia cristiana-para ponderar la importancia transcendental que debería atribuirse al nuevo concilio, probablemente uno de los más importantes de todos los tiempos. La obra esencial del nuevo concilio (en contraste con el Vaticano II) sería, por tanto, eminentemente doctrinal (hermenéutica). Pero los principios doctrinales tienen siempre consecuencias orientadas a la praxis, a la actuación concreta en diferentes campos relativos a los creyentes católicos, a los creyentes cristianos, a los creyentes no cristianos y a la sociedad en general. En este campo la obra del concilio, aunque complementaria, sería esencial, ya que no se podría considerar su transcendencia de conjunto sin ponderar sus consecuencias en la disciplina interna y externa. La orientación de estas actuaciones políticas, educativas o formativas, pastorales, diciplinares, dialogales, etc., sería objeto de una serie de documentos o declaraciones complementarias, algunas sin duda de una importancia excepcional. Con brevedad, hacemos una relación sumaria, con algunas observaciones básicas, de los documentos y declaraciones que deberían completar la obra del concilio. Es evidente que no pretendemos abarcar todos los documentos que el concilio debería contener. Solo hacemos mención, de forma sumaria, por tanto, de aquellos que, en principio, tendrían relación con nuestra línea argumental o que asumirían un papel de importancia excepcional en la transformación de la vida de la iglesia (y que por ello merecen que, al menos, los apuntemos aquí).



6.1. Sobre la presencia cristiana en la cultura de la modernidad


1) Existencia cristiana en el paradigma antiguo. El paradigma antiguo llevó consigo una cierta manera de entender qué significaba vivir una existencia cristiana. Así, el teocentrismo existencial fue "clave" en el entendimiento de la autenticidad cristiana. Dios era el centro natural de la vida y el "mundo" se veía como una transigencia con el pecado. La única forma de existencia auténtica fue el religiocentrismo. La fuga mundi, expresión propia de la ascética medieval, que se realizaba modélicamente en la vida religiosa, en los monasterios, se puso como modelo de vida cristiana. Todo debía girar en torno a la iglesia y era la iglesia la que controlaba la vida del creyente: vivir en cristiano era salirse del mundo y entrar en un recinto "sacro" organizado por la iglesia. Cuando el curso creciente de la modernidad fue ofreciendo más y más posibilidades de vivir el puro mundo (la pura experiencia natural del renacimiento a fines de la Edad media), la iglesia se inquietó. Mucho más cuando, como pasa en la actualidad, la oferta de pura experiencia natural es desbordante y se asume con entusiasmo por la gente. Todavía no hace muchos años, y quizá incluso en la actualidad, la respuesta de círculos cristianos ha sido intentar crear cadenas de entretenimiento paralelo pero "cristiano"; algo así como burbujas aisladas del mundo real en que el cristiano pudiera seguir viviendo encerrado en un ámbito religiocéntrico (por ejemplo, si "fuera" había "cine", "dentro" se organizaba "un cine parroquial" para compensar).


2) La experiencia natural en el paradigma moderno. En la cultura actual de la modernidad la oferta de experiencia natural autónoma, la apertura a variadas posibilidades de gozo y creatividad que pueden ser asumidas y la gente desea de hecho asumir, son inmensas. A veces para realizarlas efectivamente, pero en ocasiones solo para soñarlas, dejándose llevar por el arte, la música, el cine, la televisión, la literatura, donde vemos a nuestros héroes y seguimos nuestras historias míticas preferidas. El hombre se ve envuelto por esta nube de mitos, de ilusiones, de ficción, de realidad virtual, de consumo, que le domina y le hace olvidar otras dimensiones de la existencia (no solo las religiosas, sino incluso las morales y las socio-políticas). La iglesia que ha vivido, y vive todavía, en el paradigma antiguo, ha visto la fuerza incontenible de la experiencia natural y ha producido las necesarias adaptaciones ad hoc que aminoren el problema. Sin embargo, en los últimos siglos muchos han tenido la sensación de que aceptar el gozo de la experiencia natural autónoma es "pecado" y han tenido la confusa percepción de que no pueden estar "en el mundo" y "en la iglesia". Esto ha sido en parte causa de la separación de la iglesia y de la existencia al margen de lo religioso. Muchos han visto a la iglesia como un rival de la experiencia natural que se encuentra desdeñado y quisiera volver a convertir la sociedad en un "monasterio". El concilio, que debería aprovechar el cambio paradigmático para una recolocación de la iglesia ante el mundo real, hallando su correcto lugar en el mundo contemporáneo, debería también replantear el lugar de la experiencia natural en la vida humana de acuerdo con la nueva hermenéutica. Para Dios la experiencia natural, la experiencia de autonomía y de creatividad autónoma en el mundo, no es mala, sino el gran don de la creación, tal como se contempla en el designio divino. La vida tiene momentos de experiencia mundana, que son esenciales para decidir el sentido de la vida, pero que tienen un carácter previo o neutro en relación a la decisión religiosa de apertura o clausura existencial ante Dios. Además, una vez que el hombre se decide ante Dios religiosamente, esto no significa que el hombre deba dejar de vivir "en el mundo": en el mundo que Dios ha querido crear y que posee el don constitutivo de hacer al hombre libre y dejarle abierto el horizonte de ser cocreador de la marcha del universo en una sociedad que es metafísicamente borrosa y, por tanto, pluralista. Dios, por su obra creadora, impulsa al hombre a la experiencia natural y a la lucha contra el sufrimiento en el drama de la vida.


3) Una nueva pedagogía de la fe cristiana. La inquietud de la iglesia por la increencia, indiferencia y falta de motivación religiosa de los creyentes no nace de la preocupación por una pérdida de poder o influencia social. Es la inquietud que nace de la responsabilidad hermenéutica: constatar que cuanto se hace no sirve para que la gente entienda qué es el cristianismo y tenga la opción a aceptarlo libremente y a enriquecer así sus propias vidas. Es la angustia de saber que no se está respondiendo con calidad a la misión de proclamar la doctrina de Jesús para que ante ella se decida la libertad humana. De ahí que el documento debiera esbozar los principios de la nueva pedagogía del kerigma que reconcilie la "creencia" con el "mundo". Como decíamos antes, la alternativa a la creencia es solo la increencia. El mundo, don de Dios para la libertad y la creatividad humana, es para la creencia y para la increencia. El mundo puede vivirse con toda su fuerza desde la creencia. Esta no impide "vivir": "vivir" en plenitud no debe crear ninguna "mala conciencia" cristiana, ya que el cristianismo como religión de la libertad nos dice que la vida es el don que Dios nos ha entregado en el Misterio de Cristo. Ser cristiano significa que el hombre se cierra a la posibilidad real de hacerse "un Dios en el mundo" (el pecado); pero el cristiano no se cierra al mundo, porque la existencia cristiana es la experiencia natural cocreadora que Dios le ha confiado. Dios le ha situado en una existencia dramática, pero le impulsa a luchar contra el sufrimiento y a gozar del don natural del mismo Dios. El documento conciliar debería reflejar los estudios previos de la psicología religiosa, la antropología, la filosofía y la teología, así como aspectos del nuevo horizonte del compromiso socio-político y del diálogo interconfesional e interreligioso, todo ello iluminado por la nueva hermenéutica de la modernidad.


4) Etapas de la vida y protocolos de actuación cristiana. En el documento debería trazar el concilio los principios orientativos fundamentales para la nueva actuación proclamadora del kerigma cristiano, de acuerdo con los criterios hermenéuticos de la modernidad. En definitiva esbozaría cómo presentar en la forma adecuada el reto del kerigma en las diferentes etapas de la vida, en las diversas circunstancias existenciales, biográficas e intelectuales de las personas. Debería dar las pautas para elaborar numerosos protocolos de actuación que se pudieran aplicar en las circunstancias más concretas y que orientaran la acción proclamadora de los cristianos, dándoles competencia y seguridad. Al mismo tiempo, debería también diseñar la forma de utilizar los recursos técnicos que hoy existen (medios de comunicación, productos audiovisuales, revistas, etc.) para usarlos como medios técnicamente bien aplicados para dar a conocer a los creyentes y a la sociedad qué es el cristianismo, su significación y sentido en el mundo moderno. Las pautas para elaborar después los protocolos debería darlas, por tanto, el concilio, pero su redacción minuciosa debería pasar a comisiones de técnicos postconciliares. Igualmente, se deberían contemplar los recursos humanos disponibles en la iglesia (grupos de diversa naturaleza, institutos laicales, religiosos, clero, asociaciones cristianas, parroquias, etc.) que deberían constituirse en la nueva plataforma de la acción proclamadora de la iglesia, de acuerdo con protocolos rigurosamente establecidos. Es evidente que, dada la incultura de la mayor parte de la masa de los creyentes católicos (que llegaron a hacerse insensibles al reclamo del paradigma antiguo), la nueva hermenéutica debería emprender un proceso recristianizador de dimensiones colosales. Las pautas y criterios técnicos para este proceso en todos sus niveles deberían estar establecidas por el concilio y este sería el objetivo de este documento. Creemos que los medios, materiales y humanos, de que hoy sigue disponiendo la iglesia podrían traducirse pronto en actuaciones de calidad que se difundieran en todos los rincones de la sociedad para hacer posible que los hombres decidieran su voluntad libre ante el sentido de sus vidas a partir de una imagen de calidad del cristianismo en el marco de nuestra cultura.



6.2. Sobre el sacramento del orden y la disciplina sacerdotal


1) La teología del orden sacerdotal. Esta teología habría sido ya expuesta y reinterpretada a la luz de la hermenéutica de la modernidad en el documento XII sobre la iglesia, signo del cristianismo universal. En este nuevo documento se abordarían cuestiones relativas a la aplicación del sacramento, así como otras medidas pastorales y disciplinares. La teología del sacerdocio permanecería en los mismos términos clásicos, contenidos en el kerigma, y podrían ser asumidos muchos enfoques de la teología antigua (en puntos en que el paradigma filosófico grecorromano estaba menos presente, tal como pasa con la doctrina de muchos santos Padres en lo relativo a la espiritualidad). Sin embargo, la aplicación del sacramento en la iglesia supondría introducir cambios decisivos que, a nuestro entender, serían necesarios y tendrían además una repercusión inmediata en la revitalización de la iglesia.


2) Extensión del orden sacerdotal: la ordenación de casados. La asociación entre orden sacerdotal y celibato, que se ha mantenido en la iglesia a lo largo ya de muchos siglos, presenta en la actualidad problemas disciplinares serios que la iglesia debería considerar. El primero, es la tensión a que ha estado sometido el sacerdote, debiendo presentar el kerigma sin apoyos hermenéuticos y apoyado en una iglesia, ya ella misma con dificultades y a la defensiva. Por ello cabe decir que su resistencia psicológica y su fe han sido grandes. También se han producido situaciones comprensibles de caos y desmoronamiento en el sentido de la vida. Segundo, son también un hecho los numerosos casos en que se ha constatado sin lugar a dudas la corrupción vergonzante de miembros del orden sacerdotal, como en los casos de pederastia y en otras corrupciones de alto nivel que dejan alucinados a cuantos tienen la información pertinente. Es verdad que se trata de minorías, o casos especiales, pero es evidente que esto produce en la gente una mala impresión que deja huella y se tiende a las generalizaciones injustas (inducidas también calculadas e injustamente por los medios de comunicación). En tercer lugar, es también patente la falta de vocaciones sacerdotales que arrastran una atención deficiente en muchos sectores de la iglesia; el clero tradicional es cada vez más reducido y crece la pirámide de edad. A la iglesia le falta, pues, la presencia sacerdotal de calidad que debería tener para funcionar normalmente. Sea todo esto dicho sin la intención de no querer reconocer la obra meritoria, incluso heroica, que están haciendo muchos sacerdotes en la actualidad. Pero lo bueno no debe impedirnos reconocer la objetividad crítica de la situación. Por ello, es obvio que muchas miradas se vuelvan hacia una posible medida a la que se da vueltas en los últimos años: la ordenación de hombres casados. Mi opinión es que en el nuevo concilio habría llegado el momento crucial de asumir esta importante medida que en muy poco tiempo reportaría a la iglesia beneficios importantísimos. Es claro que no supondría que el sacerdocio celibatario o la vida religiosa no pudieran seguir como hasta ahora. Deberían potenciarse y, probablemente, el sacerdocio de los casados daría un impulso a su mejora. Los detalles y las orientaciones pastorales precisas para cada circunstancia debería contemplarlas el documento conciliar. Tampoco debe pensarse que esta medida pudiera eliminar de raíz la corrupción entre el clero; el documento, ciertamente, establecería normas disciplinares para prevenirla y controlarla. Pero la corrupción, bajo otras formas, podría seguir existiendo ya que la iglesia es también (como cualquier otra institución humana) una obra de hombres. Esta medida, a nuestro entender, potenciada por la nueva hermenéutica, por la planificación estratégica para hacer presente el cristianismo en la cultura de la modernidad y por los nuevos planes de formación del clero, contribuiría decisivamente a impulsar una fuerza nueva de renovación en la iglesia. El clero celibatario tradicional y el nuevo clero de hombres casados se reforzarían y, por otra parte, recibirían apoyo intelectual y psicológico en la potencia del nuevo paradigma de la modernidad.


3) Formación. El documento debería incluir orientaciones y medidas para la regulación de la formación filosófica y teológica del clero, habida cuenta de la nueva hermenéutica y de la orientación conciliar sobre la presencia cristiana en la cultura de la modernidad. Todo ello supondría referirse a los curricula de formación, incluyendo las especificaciones para la formación de los sacerdotes casados. Además del estudio especulativo de la filosofía y de la teología, en la nueva perspectiva, se atendería también al estudio de las estrategias, protocolos y medios de comunicación aplicables a la nueva recristianización de sociedades secularizadas que antes hemos mencionado (epígrafe 6.1).



6.3. Sobre los principios de la moral natural, religiosa y cristiana


1) La moral fundamental: natural, religiosa y cristiana. Es evidente que los principios ontológicos y antropológicos que han servido de guía para tratar las cuestiones morales se han derivado de la filosofía del paradigma grecorromano, en especial de los esquemas escolásticos clásicos, todavía hoy presentes. Así ha sido en general, aunque haya habido también las necesarias adaptaciones ad hoc en circunstancias concretas. No obstante, es comprensible que la apertura a la nueva hermenéutica suponga un replanteamiento de aquellos principios que dan sentido a los razonamientos morales, en perspectiva natural, religiosa y cristiana. Para la nueva hermenéutica aparece una idea renovada del mundo real que Dios ha creado, de la estructura de conocimiento que se abre al hombre desde su interior y de la ley natural que manifiesta la ley divina querida por Dios. La ley del universo es la ley de la libertad, de la borrosidad metafísica, de la autonomía y de la condición cocreadora del hombre en el control de la evolución del universo. Los principios ético-morales no se fundan, pues, en un teocentrismo impositivo, ya que el hombre puede construir una interpretación no religiosa del universo. Tampoco se fundan en la idea clásica de un universo "hecho", en estado constructo y estable al que el hombre debe someterse. La nueva epistemología, abierta y crítica en el sentido expuesto, no dogmática, establecería también una nueva perspectiva en la forma de valorar la diversidad de opiniones ante los problemas morales. Si la nueva imagen de la realidad nos lleva a una nueva hermenéutica del kerigma cristiano, y esto es mucho más importante (de esto trata este ensayo), no de otra manera el nuevo paradigma exigiría también una nueva hermenéutica de los principios clásicos de la moral cristiana y de la inserción racional del hombre, personal y socialmente, en la ley natural, reflejada en la razón, de una realidad dinámica y evolutiva. El concilio debería abordar, desde estos principios fundamentales, reubicados ya en la nueva hermenéutica, los grandes temas clásicos de la ley natural, de la moral social, de la moral sexual, de la tecnoética y de la bioética. Todo ello visto en perspectiva natural, religiosa y cristiana. En conexión con lo cristiano este documento debería ser la ocasión crucial para exponer la doctrina actualizada del concepto cristiano de "pecado" en el sentido teológico y en su conexión con los comportamientos morales, así como para el estudio de otras formas menores de inautenticidad moral cristiana.


2) Una nueva sensibilidad ante los problemas morales. Se debe pensar que las opciones metafísicas y el "sentido de la vida" concebidos por los hombres se constituyen en una urgencia moral que pesa sobre el comportamiento. El hombre tiende según la idea que tiene de sí mismo de acuerdo con el logos de un universo dinámico objetivo. La ideología atea o agnóstica comparte con todo hombre una moral natural que ha dado lugar al consenso sobre la ley natural y sobre el derecho natural que reflejan los sistemas de convivencia socio-política en la modernidad. Las religiones completan la moral natural con su moral específica. También el cristianismo. Pero en todo caso la "idea de la verdad de sí mismo" influye indudablemente en la conducta. Y, si no influye, es porque esa "idea" no es consistente, al tratarse de una existencia desintegrada. De ahí la insistencia de la teología católica en que la fe se traduce en las obras. Sin embargo, aun siendo así como principio, también es verdad que en la conducta del ser humano hay pasiones profundas, asentadas en engramas neurales que producen las tendencias casi irreprimibles heredadas del mundo animal (agresividad, poder, sexualidad) que hacen en ocasiones de la vida humana algo verdaderamente borrascoso y pasional. Por otra parte, la biografía de las personas es en extremo compleja y las pone con frecuencia en situaciones que arrastran hacia lo que no se hubiera querido hacer, pero se impone (como el mismo san Pablo reconoció en su momento). Son muchos los que han visto en ciertas visiones rigoristas e intransigentes de la moral cristiana un obstáculo insalvable para acceder a la fe. En otras palabras: el rigor moral aplicado por la iglesia (en ocasiones, además, fundado en los cuestionables principios morales hermenéuticos del paradigma antiguo) ha oscurecido a muchos hombres la posibilidad de entender el mensaje esencial del Misterio de Cristo. Pediría por ello que, en la revisión de valoraciones morales que el concilio debería abordar, se tuviera en cuenta el principio de que la misión de la iglesia es proclamar ante todos el mensaje salvador de Jesús que va dirigido al hombre pecador en todas sus miserias y con los fantasmas de su mente, sin que la luz liberadora que Dios ha diseñado en su designio eterno de salvación para los hombres pueda hacerse depender de rigorismos morales que, además, en muchos casos, son "ideología" antigua ya superada por la historia. El mundo y los hombres son como son, y la iglesia no los cambiará. A esos hombres, con sus impulsos naturales, instintos y exigencias inevitables del dramatismo de la vida ordinaria, ha enviado Dios el mensaje de salvación. El mensaje de salvación y esperanza que resplandece en la misericordia de Dios detrás de toda esa atormentante borrosidad y oscuridad de la "noche oscura" de toda vida, es lo que la iglesia debería proclamar con firmeza. Dios no ha hecho depender la salvación de que el mundo llegue a un estado de perfección ético-moral ideal, que nunca se dio en el pasado, no existe en la actualidad, ni probablemente se alcanzará nunca. La iglesia no cambiará el mundo: debe procurar la perfección de todos, pero su mensaje es proclamar que el hombre pecador ha sido salvado, es salvado y seguirá siendo salvado por la Misericordia y por la Gracia del logos cristológico de la creación. En este ensayo solo hemos tocado lo referente a la ley natural, a la conducta y a la moral (natural, religiosa y cristiana) como tema colateral, pero no ha sido su tema fundamental. Pero creemos que el concilio debería proyectar también el cambio de paradigma hermenéutico sobre los temas clásicos de la ley natural y de la moral en todos sus aspectos, yendo más allá de cuanto hemos tenido ocasión de estudiar en este ensayo.



6.4. Sobre el asociacionismo cristiano en la lucha contra el sufrimiento


El concilio habría hecho ya un llamamiento general a la sociedad humana para denunciar la persistencia del sufrimiento en todas sus manifestaciones y para emprender la lucha final contra la indignidad humana mantenida en la cultura de la muerte (documento IV). Más adelante, el concilio habría también revisado su posición en la sociedad en la dimensión socio-política de la nueva hermenéutica, pasando del teocratismo a la condición civil de la iglesia y al compromiso moderno de los ciudadanos cristianos, en especial a través del asociacionismo (documento VIII). Este documento hablaría de nuevo sobre el compromiso ante el sufrimiento urgiendo de forma concreta a los ciudadanos cristianos a asumir en todos los niveles la lucha constante contra el sufrimiento y la indignidad humana, insistiendo en el asociacionismo civil abierto como medio más eficaz de realizarlo. Este compromiso de solidaridad con los demás debería ser la primera respuesta moral de la vida cristiana.


1) Compromiso con el entorno inmediato: familia y sociedad. El concilio se esforzaría en describir cómo los seres humanos producimos sufrimiento en el entorno inmediato de mil maneras, muchas veces con total inconsciencia. Sin embargo, la esencia del cristianismo es creer en el Amor y comprometerse con el Amor en el ámbito inmediato en que se realiza nuestra vida. Primariamente en la familia y en la sociedad ambiente. El concilio exhortaría a todos a ser radicalmente cristianos y ofrecería una guía para realizar diariamente este compromiso.


2) Compromiso asociativo social. En las sociedades desarrolladas y en las del tercer mundo nos enfrentamos continuamente a situaciones en que los seres humanos sufren por pobreza, abandono, soledad, falta de cultura, desintegración social, delincuencia, maltrato psicológico, subdesarrollo, etc. La iglesia y los ciudadanos cristianos deben mantener el compromiso asumido ya durante siglos para asociarse en orden a resolver de forma inmediata el sufrimiento ignorado por la sociedad. Esta caridad teologal ha sido y deberá siendo esencial para los ciudadanos cristianos, que hallarán su fuerza en estos multiformes proyectos asociativos de carácter asistencial. El compromiso ante el sufrimiento inmediato no puede nunca excusarse por razón de atender a tareas superiores. Así lo han entendido los cristianos en la historia y así deberán seguir entendiéndolo.


3) Compromiso asociativo educativo. Una causa importante del sufrimiento es la falta de educación, o mala educación, de sectores inmensos de la población mundial. El concilio debería confirmar el valor de los proyectos asociativos, ya muy antiguos en la iglesia, tendentes a la educación de la sociedad y debería exhortar a proseguir en esta tarea. La educación en valores y el entendimiento de qué significa construir un "sentido religioso de la vida" debe jugar un papel esencial en el diseño de una vida para la felicidad. La asociación cristiana para la educación, por tanto, en el primer y en el tercer mundo, con matices distintos, debería verse como una forma esencial de compromiso contra el sufrimiento. En el documento conciliar se expondrían los matices de esta exhortación. Pero un aspecto importante sería revisar el diseño educativo en los centros cristianos para pasar de una educación religiosa unilateral e impositiva (conforme con el teocentrismo del paradigma antiguo) a otra fundada en la conciencia de la dignidad y libertad de la persona humana en un universo borroso que haga acceder al cristianismo como religión de la libertad, en conformidad con los principios establecidos en el epígrafe 6.1. La reformulación de los principios educativos de acuerdo con la lógica del paradigma de la modernidad debería establecerse en el concilio, al menos en sus criterios y pautas básicas.


4) Compromiso asociativo sanitario. Otro campo de compromiso cristiano en la lucha contra el sufrimiento ha sido, desde siglos y siglos, la lucha contra la enfermedad, pues muchos de los sufrimientos que se producen son evitables y, en todo caso, se debe acompañar también a los seres humanos en el sufrimiento definitivo que es el proceso final que lleva a la vejez y a la muerte. El concilio debería ponderar el trabajo extraordinario que ejercen en todo el mundo los cuerpos sanitarios, en muchas ocasiones con sacrificios personales importantes, colaborando en el tercer mundo. Desde el campo del compromiso cristiano el concilio debería agradecer su labor a las numerosas organizaciones cristianas, de larga tradición, que ya luchan por ayudar a quienes sufren por enfermedad y por vejez y debería exhortar a seguir impulsando los movimientos cristianos comprometidos en esta lucha.


5) Compromiso asociativo político. Los sufrimientos mencionados podrían ser resueltos en gran parte (pobreza, enfermedad y asistencia sanitaria, hambre, subdesarrollo, explotación, etc.) si quienes dirigen la política de las naciones tuvieran ideas claras y voluntad decidida para resolverlos. Son quienes detentan los medios que podrían hacerlo posible. Las exhortaciones de la iglesia en sus documentos sobre doctrina social han caído en el vacío durante años, se hace muy poco y los problemas crecen en dimensiones mayores que las soluciones que se alcanzan. En la actualidad, no se ven en el horizonte ni ideas factibles para resolver el problema, ni interés por buscarlas, ni la voluntad de afrontar un compromiso decidido por el cambio humanista que se necesita. El concilio (en conexión con el documento IV y con el documento VIII) debería aquí exhortar con mayor concreción a que, en el ámbito de la ciudadanía civil, los cristianos emprendieran cuantas iniciativas contribuyeran a forzar a los poderes políticos, nacionales e internacionales, a diseñar el plan internacional de la lucha final contra el sufrimiento. Debería insistirse en que el sufrimiento es un problema dramático que está ahí y cuya solución no admite demora. No hacer cuanto se pueda, con urgencia y pragmatismo, debería pesar moralmente en la conciencia humana y cristiana. El concilio debería insistir en que hay algo que se puede hacer, porque se dan las condiciones objetivas para ello: el control de los poderes públicos por la sociedad civil. La filosofía política democrática, que hoy impera al amparo de la modernidad, hace depender el poder político de la voluntad del pueblo, de los ciudadanos. Por tanto, lo que falta es organizar civilmente a los ciudadanos -organización en la que la ciudadanía cristiana podría jugar un papel decisivo de liderazgo-para forzar y controlar el poder político que hoy constituye rígidas "estructuras de dominación" sobre la sociedad. Sería en este documento (si el movimiento de acción civil Nuevo Mundo estuviera ya organizado y hubiera llegado a lo que antes llamábamos sus "dimensiones de crecimiento crítico" apropiadas) donde el concilio podría introducir alusiones veladas pertinentes al apoyo a Nuevo Mundo que después pudieran tomar forma al desarrollarse en posteriores intervenciones de la iglesia más explícitas en documentos postconciliares.



6.5. Sobre la convergencia interconfesional cristiana


Preámbulo: Transcendencia del documento. Este documento y el siguiente (sobre la convergencia interreligiosa) serían, sin duda, desde un punto de vista de su influencia real y de su capacidad de cambio social, de los más importantes del concilio. La guía filosófica y teológica de sus contenidos puede verse en el capítulo VI de este ensayo. No vamos a repetir lo que entonces se explicó con amplitud, pero insistimos en el convencimiento de que aquellos principios son los que deberían establecer el marco del documento conciliar que hiciera un llamamiento profundo a las iglesias cristianas para abrir una vía históricamente transcendental hacia un nuevo modo de realizar la "comunión" en la fe y la "convergencia" interconfesional cristiana. Es evidente que, la celebración del concilio habría supuesto una preparación de documentos que habría facilitado el contacto previo con las iglesias cristianas.


1) El mutuo reconocimiento entre las iglesias cristianas. En el documento conciliar debería comenzarse por una reconstrucción de la historia para explicar cómo se llegó a la escisión entre las grandes confesiones cristianas. Cada iglesia tiene contenidos esenciales de su autocomprensión teológica a los que no se puede ser infiel. Sin embargo, el concilio debería exponer la lógica del mutuo reconocimiento intercristiano y las consecuencias a que esta lógica conduciría. En los términos comentados en el capítulo VI sería posible que las confesiones cristianas reconocieran el núcleo dogmático esencial de la iglesia católica, a la vez que esta reconociera también la legitimidad teológica e histórica, así como la autonomía e independencia de las diversas confesiones cristianas. El mutuo reconocimiento debería ser posible (por no suponer una contradicción interna) para cada uno de los núcleos teológicos esenciales de las iglesias. Así, el camino hacia la convergencia sería posible de acuerdo, por una parte, con la dogmática católica y, por otra, con las exigencias teológicas irrenunciables de cada una de las iglesias. El futuro, o se diseña de una forma posible o es inútil intentar abordarlo. La "comunión" interconfesional cristiana sería posible. La iglesia católica debería explicar y ofrecer en el concilio el camino de la "comunión" (que no cerraría la continuación del diálogo hacia el mayor acercamiento teológico y hacia la "unión") como actuación excepcional para revitalizar el cristianismo en nuestra época.


2) Llamamiento a crear la Asamblea de la Comunión Cristiana. El concilio debería hacer también un llamamiento cordial a que el entendimiento posible, sobre la base del mutuo reconocimiento intercristiano, condujera a la fundación de la Asamblea de la Comunión Cristiana (ACC). Se trataría de algo nuevo, de un diseño de comunión distinto a cuantas formas de comunión intercristiana han sido organizadas hasta ahora, ya que esta nueva "comunión" (que no debería confundirse con "unión") debería estar liderada por la iglesia católica sobre presupuestos teológicos nuevos y con ocasión de la entrada del cristianismo en el nuevo paradigma de la modernidad. Esta Asamblea, por tanto, debería hacer posible que, por primera vez en la historia, el cristianismo hablara a la sociedad con una misma voz. La recristianización de la sociedad ante el problema de la incultura, indiferencia, ateísmo y agnosticismo debería ser una empresa en que participara la ACC como tal, estableciendo planes de proclamación del kerigma en el marco del paradigma cristiano de la modernidad. El concilio debería abrir así el horizonte para vislumbrar la potencia de una futura actuación "en unidad" (comunión) de todas las iglesias cristianas.


3) Asociacionismo civil en la lucha contra el sufrimiento. Este documento debería incluir también un llamamiento a las iglesias para colaborar en el asociacionismo cristiano en la lucha contra el sufrimiento. Debería insistir en la responsabilidad moral cristiana que supondría dejar de hacer algo que, si se hiciera, pudiera contribuir decisivamente a la lucha contra el sufrimiento y la indignidad humana. La necesidad y la fuerza del compromiso civil cristiano dependería de su capacidad de aunar a las confesiones cristianas en proyectos asociativos participados para intervenir a la sociedad política desde la voluntad organizada de los ciudadanos. Esta vía de compromiso moral hacia la debida praxis cristiana, la responsabilidad pendiente con la historia humana, podría ser mejor gestionada y orientada si se hubiera constituido la deseada Asamblea de la Comunión Cristiana. Las iglesias cristianas en comunión, comprometidas en el movimiento asociativo civil podrían jugar un papel histórico decisivo en la transformación de la sociedad humana en el apoyo al eventual movimiento civil Nuevo Mundo. La acción solidaria intercristiana, en convergencia con las otras religiones, tal como consideramos en el capítulo VI, coincidiría entonces con la dinámica emergente de la sociedad civil que permite atisbar la filosofía de la historia.



6.6. Sobre la convergencia interreligiosa


Preámbulo: Transcendencia del documento. El concilio debería ofrecer a las grandes religiones una convergencia sobre los principios fundamentales de la apertura a Dios y a la Transcendencia que hiciera posible la solidaridad interreligiosa en apoyo de las creencias ancestrales propias de las diferentes tradiciones historicistas. El concilio debería ofrecer el diálogo y un diseño de los cauces posibles de convergencia desde la persuasión de que no tiene sentido que quienes creen en Dios, en el mismo Dios que debe estar presente en todas las religiones, se ignoren, incluso se miren con recelo, se combatan y den la impresión de que están hablando de dioses distintos que se conciben en mundos absolutamente contradictorios entre sí. Las religiones deben mostrar que les une una misma experiencia de Dios y que representan construcciones con una profunda coherencia de fondo que responden a la única presencia universal del Dios de la Creación. La presencia trinitaria de Dios Uno (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) está en la ontología del universo y en el "espíritu" de todos los hombres, y de todas las religiones. El Espíritu de Jesús, para la iglesia, está presente en todos y la proclamación de esta presencia universal, de la que es responsable y depositaria, es su misión fundamental, en respuesta al encargo del mismo Cristo en su providencia sobre la historia. La guía esencial para este diálogo y para sentirse solidario con las grandes religiones puede verse en el análisis expuesto en el capítulo VI, y más en general en la línea argumental que hemos defendido en este ensayo, donde queda explicado el papel singular de la iglesia institución y, al mismo tiempo, su profunda identificación con el universal religioso como "iglesia universal". La lógica dialogal argumentada ya en numerosos lugares de este ensayo es, para nosotros, válida y podría constituir el eje vertebral del documento que aquí sugerimos. Hacemos aquí referencia solo a ciertos perfiles esenciales de su contenido.


1) El universal religioso y el mutuo reconocimiento. La persuasión de que el plan salvador de Dios va dirigido a todos los hombres induce a pensar con justificación que las grandes tradiciones religiosas nacidas en diferentes tiempos y lugares de la historia del mundo responden a formas de acercamiento a una misma Divinidad que han sido concebidas por la creatividad cultural humana. El diálogo interreligioso debería, pues, fundarse en la convicción de que Dios ha llenado multiformemente la historia. Desde esta convicción el concilio debería exponer los principios de lo que antes hemos llamado el mutuo reconocimiento interreligioso: una mirada de simpatía, solidaridad y enriquecimiento respectivo entre las grandes religiones. Nos referimos de nuevo a la guía mencionada del capítulo VI.


2) Universal religioso y cristianismo universal. Aunque todas las religiones tienen su "núcleo específico propio", existe un "universal religioso" presente en todas las religiones. Lo propio, lo específico, lo diferencial que distancia unas religiones de otras es el núcleo específico, ligado lógicamente a las tradiciones historicistas propias de cada cultura. Los ritos, el culto, la religiosidad popular hacen perceptibles inmediatamente las diferencias, pero detrás de la "escenografía historicista" se esconde la experiencia profunda de Dios en todas las religiones y la ponderación existencial del sentido de la vida. El concilio debería explicar por qué el cristianismo considera que su esencia religiosa pertenece al universal religioso y por qué, en algún sentido, lo esencial cristiano está presente en el núcleo mismo de la experiencia religiosa de todas las religiones. Toda religión es una apertura y una esperanza en el poder salvador de Dios y en la salvación transcendente que se acepta a pesar de la oscuridad, la lejanía y el silencio de Dios, aceptando el drama de la vida en su integridad. En este logos religioso se acepta de forma vivificadora el designio divino de la creación del mundo según lo que la persona de Jesús ha revelado, y el cristianismo acepta, como designio cristológico de la creación. La "letra pequeña" del cristianismo -digamos, la iglesia institución fundada por Cristo y sus medios organizativos para vivir la adhesión a la doctrina de Jesús- están al servicio de mantener y proclamar ante el mundo el mensaje del "cristianismo universal" que está metido en la esencia del "universal religioso".


3) Apelación directa a las grandes religiones. El documento debería incluir también una apelación directa a las grandes religiones, dirigiéndose a cada una en particular. Debería presentar una exposición positiva de sus teologías propias y una propuesta de interpretación de por qué la esencia del cristianismo está en ellas y por qué ellas están presentes enriquecedoramente en la religiosidad cristiana. Con cada una de las religiones debería reconstruirse el proceso de mutuo reconocimiento y, al mismo tiempo, el enriquecimiento mutuo en la idea de Dios y en la forma de vivir la experiencia religiosa. El capítulo VI puede servir de guía de los contenidos que, a nuestro entender, debería tocar este documento conciliar. Debería también exhortarse a las grandes religiones a entender que todas juntas debieran afrontar la misión de proclamar la realidad de un Dios creador del universo que alberga un sorprendente plan de salvación. Frente a un mundo moderno de increencia y de indiferentismo religioso, que se extiende y mina por dentro la credibilidad de las grandes religiones, haciendo perder a muchos hombres la fe en un Dios que liberará a la humanidad, sumiéndolos en la oscuridad de la desesperanza y de la muerte, la acción solidaria de las grandes religiones, en mutuo reconocimiento, hallaría una gran fuerza para impulsar la religión en el campo de influencia de cada una de sus diversas culturas.


4) Asociacionismo civil en la lucha contra el sufrimiento. Por último, este documento debería plantear de nuevo el problema del sufrimiento humano, al tiempo en que hiciera un llamamiento dramático a la movilización universal del mundo de las religiones, a través de los ciudadanos religiosos, que deberían ser el impulso capital de los movimientos de acción civil que asumieran la nueva responsabilidad histórica de cambiar el rumbo de la historia. El mundo podría ser transformado por la acción de los ciudadanos y el entendimiento religioso establecería la base de consenso y de solidaridad entre las religiones para que se diera la colaboración religiosa para llegar al cambio humanista de importancia histórica excepcional. Las religiones podrían estar en un momento de la historia en que su colaboración hiciera posible una de las transformaciones más grandes de la historia humana hacia la paz y la justicia entre las naciones.



6.7. El enigma metafísico, el drama de la historia y el probable Dios oculto (Documento Final)


Preámbulo: Los signos que fundan la esperanza metafísica. El documento final del concilio debería ser, a nuestro entender, uno de los más importantes. El concilio, una vez concluido su excepcional proceso hermenéutico del kerigma cristiano desde la modernidad, debería ponerse en la situación de aquellos que lo reciben y lo consideran desde diferentes actitudes personales: los creyentes católicos que han permanecido fieles a la iglesia en la oscuridad de los últimos siglos; los cristianos de otras confesiones que han atravesado la misma crisis y que han mirado con inquietud a la iglesia católica; los religiosos no cristianos distanciados en mundos hasta ahora impenetrables; las personas que han tenido indudables experiencias religiosas y están abiertas a la Transcendencia, pero no han visto el sentido de integrarse en las grandes religiones; los indiferentes que viven sus vidas preocupados solo ante los estímulos inmediatos de la vida o del consumo, abocados al drama existencial que inevitablemente llegará; los ateos que por su crítica radical a las religiones existentes, por su ponderación del drama de la historia y del Mal, por su construcción intelectual científico-filosófica de una explicación del universo sin Dios, viven en la persuasión de que Dios no existe; los agnósticos, desbordados por el enigma metafísico del universo, que no se atreven a comprometerse ni con el teísmo ni con el ateísmo, pero se mantienen al margen de una apertura a Dios y de un compromiso religioso. El concilio debería meterse dentro de la expectativa existencial de estos grupos de hombres para ofrecerles una presentación de su obra teológica. Debería ser capaz de tocar las fibras sensibles más profundas de cada una de las posiciones existenciales mencionadas, como hablando a la conciencia individual de cada hombre. Este importante documento final debería ser una llamada a la esperanza porque existen signos creíbles, verosímiles, de que, por detrás del enigma del universo y del drama de la historia, todo está respondiendo al designio sorprendente del plan salvador de un Dios existente, fundamento de la Realidad y del Ser. Este documento debería ser como la sinfonía final en que el concilio tratara de sintetizar su esfuerzo teológico para tocar las fibras existenciales más íntimas de cada persona.


1) Enigma del universo y drama de la historia: el ámbito de libertad. En el concilio se habría comunicado un mensaje muy claro, cuyo alcance y verdadera fuerza dependería de la lectura del designio creador de Dios que nos hace entender el mundo descrito por la modernidad. El universo es un designio para la libertad plena, sin enmascaramientos ni reducciones veladas. El universo enigmático en el que los hombres deben afrontar con sufrimiento el drama de la historia y de sus "historias personales" es el universo querido y creado por Dios. La realidad creada mueve a la "santidad", pero hace posible la negación de Dios, es decir, el "pecado". El concilio es consciente de que, en este mundo de la libertad, Dios no ha querido "imponerse" a nadie. El concilio reconoce y respeta la libertad del hombre para situarse en un sentido-de-la-existencia sin Dios, en el ateísmo, en el agnosticismo o en el indiferentismo. Cree que esto es una posibilidad abierta por Dios que el hombre puede asumir con honestidad natural y que no sorprende al cristianismo. El concilio reconoce y respeta también la multitud de "mundos historicistas" con que la religiosidad natural ha creado diversificadamente la aceptación existencial y su vivencia en ricos ámbitos culturales, que gozan de la presencia de Dios. Es un hecho incuestionable que la historia, y mucho más en la experiencia histórica de la modernidad, se nos muestra, en efecto, como un portentoso escenario para la libertad y la creatividad humana. El cristianismo acoge la libertad como la obra creadora de Dios y no se extraña de los multiformes productos de la libertad.


2) Los signos del designio transcendente de un Dios oculto. El designio de libertad establecido por Dios en su eterno plan de ofrecer al hombre la filiación divina, por la mediación redentora del logos cristológico, que ha supuesto la "humillación" de Dios ante la realidad (ocultamiento divino), contemplaba una creación en la que el hombre no solo pudiera "negar a Dios", sino también "leer los signos" que le permiten vislumbrar la presencia de Dios y atender a su oferta personal, encaminándose hacia la santidad. El concilio quiere proclamar estos Signos, presentes en los documentos conciliares, porque confieren paz a quienes han comprometido sus vidas aceptando a Dios y porque sitúan a la increencia en el filo mismo del riesgo de sus opciones existenciales. Estos signos pueden ser leídos por quienes tienen la "voluntad libre de creer", pero no se imponen a quienes tienen su "voluntad cerrada a la oferta divina". Pero, en todo caso, la enigmática presencia en estos signos de la sorprendente Transcendencia Divina colocan al hombre y a la historia en el filo de una encrucijada responsable.


3) El signo de la naturaleza (el Padre). El concilio debería exponer aquí una síntesis de los argumentos que muestran a Dios como verosímil fundamento de la Realidad y del Ser del universo, de la vida y del hombre. Primero, la forma en que el hombre natural intuye, por su conocimiento profundo y ordinario, que el universo muestra la Gloria de Dios, quedando así abierto a la posibilidad de un Dios transcendente creador. Segundo, los argumentos científico-filosóficos que confirman las intuiciones del hombre natural. Nos referimos (capítulo IV) a los argumentos a) sobre la consistencia y estabilidad del universo, b) sobre la producción de orden, físico y biológico, en el universo y c) sobre la naturaleza y origen de la sensibilidad-conciencia. El concilio debería apoyarse en la nueva visión holística de la ciencia para mostrar la verosimilitud de un Dios que funda la naturaleza profunda de las cosas y abarca el universo con su presencia.


4) El signo del Misterio de Cristo (el Hijo). El impulso hacia la Vida -que nunca decae por dramática que sea la existencia- mueve al hombre a confiar en la existencia real de un Dios oculto y en silencio, ante el enigma del universo y el drama del sufrimiento. La religiosidad natural supone necesariamente, como exigencia de la misma condición metafísica del hombre, confiar en la obra liberadora final del Dios oculto, por encima de su lejanía y de su silencio. Esta condición metafísica ha sido entendida por la cultura de la modernidad que nos sitúa en un mundo enigmático. El concilio debería proclamar que la Voz del Dios de la Creación, manifiesta en la modernidad, y la Voz del Dios de la Revelación pronunciada en el Misterio de Cristo entran en una sorprendente armonía respectiva. El kerigma cristiano, constituido hace dos mil años, tiene hoy, en efecto, una impresionante convergencia con la experiencia existencial del hombre en la cultura de la modernidad. El concilio debería explicar, según los argumentos desplegados en este ensayo, la naturaleza del Misterio de Cristo como el gran Signo introducido por Dios en la historia para impulsar la apertura al Dios oculto y liberador.


5) El signo de la experiencia religiosa (el Espíritu Santo). La experiencia religiosa subjetiva, que parece pertenecer a la naturaleza humana, así como las religiones aparecidas en marcos historicistas diversificados, induce a considerar que los hombres han tenido, y siguen teniendo, una misteriosa experiencia, mística, de relación con el Espíritu de Dios que parece cercano al "espíritu" humano. Esta presencia interior de la Voz del Espíritu divino es también un Signo de que el Dios oculto y en silencio es un Dios que se interesa por el hombre prepara la liberación de la historia. El concilio debería explicar cómo se entiende desde el kerigma cristiano la presencia del Dios Espíritu como presencia del Dios Trinitario que, tras el sacrificio redentor del Verbo en Cristo, hace posible la obra creadora (obra del Padre) y derrama la fuerza del Amor divino sobre la creación (obra del Espíritu Santo).


6) El designio de libertad: santidad, pecado y el drama de la historia. Estos signos de la presencia de Dios impulsan al hombre a la fe, a la esperanza y al Amor hacia un Dios transcendente, pero no se imponen necesariamente. Deben ser valorados y aceptados por el hombre libre, al que Dios ha dejado abierta la pura mundanidad sin Dios en la estructura del mundo creado. El plan de Dios ha sido hacer posible que todos los hombres puedan aceptar a Dios, y llegar al conocimiento de la Verdad. Pero este plan contempla desde la eternidad, según el kerigma que transmite el cristianismo y el concilio proclama, que la libertad "realísima" crea el pecado y la santidad. El kerigma y la tradición cristiana contemplan un plan de Dios que cuenta con el pecado, la negación de Dios e incluso la violencia frente a la creencia: el Misterio de Iniquidad generado en la voluntad humana que se resiste a creer en el Amor de Dios, a pesar de su lejanía y de su silencio. El plan de Dios parece contar con el drama de la historia, que concluirá con el drama personal de aquellos que acaban sus vidas. cerrados existencialmente a Dios. El plan de Dios es la santidad de los Justos que de hecho se realiza en la "iglesia cristiana" y en la "iglesia universal". Pero este plan cuenta con la cerrazón final de la existencia en el "pecado".


7) La creencia. Puede ser la creencia de los cristianos católicos, de las otras confesiones, de las otras religiones o de quienes son interiormente religiosos en el fuero íntimo de sus conciencias. A todos ellos, a cada uno en su condición específica, debería dirigir el concilio una palabra de aliento final para seguir en sus respectivas experiencias religiosas. El concilio debería alentar a vislumbrar los signos de unos tiempos excepcionales en que el sentido de la apertura a Dios nos permite sentirnos fuertes y en paz con nuestras conciencias ante el enigma y el drama de la historia. Los signos actuales de la creencia, profundizados por fin desde la cultura de la modernidad, nos permiten asentarnos con realismo en el mundo y abrirnos a un futuro consolador de esperanza y de Luz.


8) La increencia. La increencia puede darse como ateísmo, agnosticismo o como indiferencia, pero siempre supone estar al margen de la apertura personal al Dios Espíritu que llama interiormente, que podría ser un Dios oculto/liberador (o sea, el Dios del Misterio de Cristo) y que podría responder racionalmente al enigma sobre la Realidad y el Ser del universo, de la vida y del hombre. El concilio debería reconocer el enigma y el drama que mueven a la increencia: la crítica hacia el mundo de las religiones y del clericalismo, por sus deficiencias, impropiedad, incoherencia, fragilidad y pecado; la ponderación del aparente sinsentido del Mal y el Sufrimiento de la "dramática" de la historia; la posibilidad, construible por la razón, de una explicación científico-filosófica de un universo sin Dios. Pero el concilio debería dirigirse al corazón de quienes están cerrados a Dios, instándoles a reconocer que la "increencia religiosa" es también una "creencia sin religión". Sin embargo, ante la incertidumbre metafísica del universo, la creencia está en la paz de un futuro de plenitud. Pero la increencia vive abocada a la muerte para siempre, al final dramático de la vida, con un dramatismo que el kerigma cristiano anuncia sin titubeos, aunque sea difícil su hermenéutica teológica. El concilio debería dirigirse al corazón de todo hombre para exhortarle a creer en el Amor de Dios, a pesar del enigma y del drama de la existencia, a pesar de la lejanía y del silencio del posible Dios oculto y liberador. El concilio debería exhortar a la increencia a salir del desasosiego inevitable de estar en el vacío y de la oscuridad final del drama tras la muerte, para abrirse a la luz de los Signos que nos hablan de Dios.


9) Compromiso histórico, iglesia en sociedad y el ciudadano cristiano. El concilio, en este documento final, debería recapitular su doctrina sobre el puesto de la iglesia, y de las religiones, en la sociedad de la modernidad. Replantear de nuevo el inmenso problema del sufrimiento humano en la historia y la necesidad de que las religiones readapten su compromiso socio-político en la perspectiva del ciudadano religioso y del ciudadano cristiano. El compromiso a través del ejercicio de la condición ciudadana de los creyentes debería unirse a todos los ciudadanos, también los no creyentes, para diseñar estrategias de acción civil creativas que fueran inmediatas, eficaces y pragmáticas para combatir el sufrimiento humano. El concilio debería hacer una llamada final a todos para sentir la excepcionalidad de los tiempos que vivimos y la necesidad de un esfuerzo imaginativo para anticipar lo que podría ser la gran contribución futura de las religiones a la historia de la humanidad.


10) La esperanza final: hay signos de que la Vida sea posible. El concilio debería concluir haciéndose eco del primer documento conciliar sobre la existencia y su aspiración a la vida. Después del recorrido a través de todos los documentos conciliares anteriores debería insistirse en la incertidumbre y en la inseguridad de la vida humana, abierta al enigma del universo y al drama del sufrimiento. No obstante, el concilio debería ponderar los numerosos signos que permiten atisbar que quizá el universo y la historia podrían responder al misterioso y sorprendente designio de un Dios Transcendente que crea la Libertad y la Dramática en que se ve inmersa la existencia de todo hombre. El concilio debería explicar que los Signos de confianza no consisten en la ilusoria "perfección humana" de quienes constituyen las iglesias y las religiones, que no pueden sino arrastrar su fragilidad y sus deficiencias, propias de la condición humana. La iglesia cristiana es solo Signo de la Divinidad en cuanto transmite y proclama en el kerigma el Signo de las palabras y de los hechos de Jesús, al que ella misma se adhiere desde su fragilidad; la condición humana de la iglesia solo es por sí misma signo de su propia fragilidad. Por ello, el concilio, sintiéndose unido a todas las religiones y confesiones cristianas en el "universal religioso", en el "universal cristiano" y en la "iglesia universal", debería proclamar su confianza y su experiencia existencial de que la historia responde efectivamente al plan liberador de un Dios que nos ama y que ha establecido una historia de salvación en que la libertad se ejerce con equilibrio en un universo enigmático y dramático.



7. Conclusión: la lógica de la historia y la lógica del concilio


Quizá pueda alguien considerar ingenuo que el resultado de la simulación del concilio responda al contenido de las opiniones del autor de este ensayo. Si se consideran las cosas, sin embargo, lo ingenuo sería más bien pensar que la simulación no fuera a responder a las líneas argumentativas construidas en el ensayo. Para esto precisamente hemos establecido los argumentos que se han ido levantando poco a poco en los diversos capítulos. Son los argumentos que muestran la situación y la encrucijada intelectual en que se halla el mundo de las religiones, en especial el mundo cristiano, de tal manera que el contenido del concilio debería responder a esas grandes cuestiones y construir sus soluciones de acuerdo con lo que pide la lógica de la historia. Nuestro ensayo ha sido un análisis de la lógica de la historia -historia de las religiones, del cristianismo, de las naciones-y ha mostrado cómo de ella nace el contenido del concilio. Este ensayo está, pues, construido para mostrar que la lógica de la historia pide la celebración de un concilio y que esa misma lógica es la que establecería la pauta lógica del contenido del mismo concilio. Nuestro objetivo era, desde el inicio, mostrar que el concilio es posible porque es la historia misma la que nos induce a establecer la pauta de sus contenidos.


No sería suficiente pedir un concilio en vacío, sin contenido. Nuestro fin era precisamente mostrar que, al menos, un concilio sería posible y estaría lleno de contenido: el que nosotros proponemos. Es evidente que un concilio real, dirigido por el papa, sería soberano para proponerse problemas y soluciones. Al menos, entre otras que pudieran surgir, debería tener en cuenta la propuesta que aquí hemos argumentado. Es también evidente que, si el concilio llegara a celebrarse, sería porque antes se habría despertado un amplio ambiente de reflexión y de discusión sobre nuestra situación histórica y sobre lo que debiera ser el concilio. No nos cabe duda de que este proceso de reflexión, abierto y honesto cristianamente, sometería a examen nuestras propuestas y sin duda las mejoraría en calidad. Haber contribuido a suscitar un movimiento internacional en torno a la necesidad del concilio sería ya un premio suficiente a nuestros esfuerzos. Como Feyerabend creemos que la proliferación de teorías (es decir, de propuestas teológicas) es el mejor camino hacia la selección crítica de las mejores. Es lo que debería hacer el concilio.


Estas líneas argumentativas convergentes, que podemos contemplar ahora retrospectivamente al concluir este ensayo, representan la lógica de la historia y confluyen en la constitución de la trama del concilio "exigido por la historia". Un concilio que avalara el gran cambio paradigmático, pendiente desde hace varios siglos, que ya es posible porque el paradigma de la modernidad ha sido trazado con firmeza y consistencia científico-filosófico-teológica. Un concilio que hiciera posible la nueva convergencia interconfesional e interreligiosa que impulsara un horizonte de compromiso civil de los cristianos que pudiera tener una transcendencia histórica excepcional en la lucha contra el sufrimiento humano. La conexión lógica de estos argumentos, trazados a lo largo de este ensayo, funda la apelación lógica al concilio ecuménico. El núcleo esencial de lo que debiera hacer el concilio es avalar el paradigma de la modernidad, en lo filosófico-teológico y en lo socio-político, cuya naturaleza ha sido argumentada. A nuestro entender, es difícil contraargumentar nuestra argumentación porque el contenido del nuevo paradigma de la modernidad se construye dejándonos llevar por lo que pide la lógica del mundo moderno. Es la lógica de la historia la que acaba impulsando la necesidad lógica y el contenido filosófico-teológico del nuevo concilio al que apelamos y cuya simulación hemos expuesto.





Introducción. Tiempos exceptionales


1. La crisis de lo religioso en la modernidad


2. El kerigma cristiano


3. El cristianismo desde el paradigma grecorromano


4. La moderna imagen de la realidad en la era de la ciencia


5. El paradigma de la modernidad en el cristianismo


6. Paradigma de la modernidad y religiones


7. Paradigma de la modernidad y filosofía de la historia


8. El nuevo concilio


Conclusión. Responsabilidad histórica y creatividad cristiana