Hacia el nuevo
concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia
8. El nuevo concilio
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1.
Apelación a un nuevo concilio
2.
La gran simulación del nuevo concilio
3. El
concilio se dirige a todos los hombres
4.
La hermenéutica de la modernidad en el cristianismo
5. El
kerigma cristiano y la teología dogmática desde la
modernidad
6.
Otros documentos y declaraciones conciliares
7.
Conclusión: la lógica de la historia y la lógica del
concilio
Los argumentos presentados en este ensayo han
partido de la constatación de la fuerza ancestral del hecho religioso,
de las religiones, y de su sorprendente crisis en la modernidad. Una
crisis más profunda en las "religiones" que en la "experiencia
religiosa" interior de los individuos. El cristianismo, protagonista
principal de esta crisis histórica, se ve abocado a una reflexión
rigurosa sobre su significación y su sentido, para aclarar su situación
en la cultura de la modernidad. Dejándonos llevar por el impulso de
esta reflexión, epocalmente necesaria, nos hemos retrotraído al
paradigma grecorromano, al cambio de la imagen de lo real producida en
la Era de la Ciencia en la modernidad y a la necesaria reinterpretación
del cristianismo en el "paradigma de la modernidad". Las consecuencias
de este paradigma nos han llevado además a considerar un nuevo
horizonte en las relaciones interconfesionales cristianas y con las
otras religiones, así como un nuevo horizonte en el compromiso de los
ciudadanos cristianos en la lucha contra el sufrimiento humano. El
resultado de nuestro recorrido nos deja abiertos a la conciencia de que
el mundo cristiano se halla en un momento excepcional de su historia:
ha llegado el tiempo del cambio de paradigma hermenéutico, después de
veinte siglos en el paradigma antiguo, y ello coincide con la necesidad
de abordar cambios cruciales tanto en la convergencia interreligiosa
como en el compromiso religioso, urgente y pragmático, por aliviar el
inmenso sufrimiento de la humanidad. Es este carácter excepcional de
los tiempos el que reclama, por su propia lógica, la convocatoria de un
nuevo concilio, tal como, en lo que sigue, será argumentado con
precisión. Los capítulos anteriores son como los cimientos, o las
columnas sustentantes, sobre los que se eleva la lógica histórica que
conduce al nuevo concilio. El nuevo concilio, de acuerdo con los
supuestos hipotéticos presentados en nuestro ensayo, deberá construirse
en conformidad con los argumentos defendidos. La lógica del concilio
aparece, pues, al final del recorrido, levantándose sobre los
argumentos que constituyen el hilo lógico conductor de este ensayo. El
concilio está ya incoado en los capítulos anteriores, y de ellos recoge
su contenido. No nos extrañemos de que así sea, ya que este ensayo ha
sido redactado precisamente para sentar paso a paso el análisis
intelectual científico-filosófico-teológico que, de acuerdo con
nuestras conjeturas, nos conduce inevitablemente al nuevo concilio.
La voz latina concilium o la griega synodos tienen la
misma significación en el lenguaje teológico cristiano. La etimología
de concilium nos lleva a cum y al verbo calare (kalein
en griego), con significación de "convocar al conjunto" que confluirá
en "asamblea". En cambio, synodos, de syn y odos,
significa hacer camino en común, caminar juntos. Uniendo los dos
significados etimológicos diríamos que un concilio es una convocatoria
de asamblea para hacer camino en común. Este es el verdadero papel
histórico de la iglesia, al que tantas veces hemos aludido: hacer
camino en la historia para proclamar el kerigma cristiano predicado por
Jesús. La iglesia entendió pronto que debía estar inspirada (en las
Escrituras) y asistida (en la interpretación de la Tradición) por el
Espíritu para cumplir con suficiencia la misión de proclamar el
kerigma. La responsabilidad de esta misión histórica que confiere
sentido al cristianismo se entendió desde el principio como compartida:
no era la misión de uno u otro, sino la misión de la iglesia en
conjunto, "unida en el Espíritu". De ahí que pronto (ya en el siglo II)
comenzaran las primeras asambleas de obispos y cristianos para tomar el
pulso a este caminar juntos, animándose unos a otros, resolviendo
problemas y viendo cómo realizar con excelencia la misión encomendada
por Jesús.
El número y calidad de las personas participantes, la amplitud de las
zonas geográficas y las comunidades asistentes, los temas tratados, así
como otras circunstancias concurrentes, permitieron ver a los teólogos
posteriores que no todas las asambleas tenían la misma importancia.
Hubo concilios provinciales, regionales o nacionales, según la
amplitud, y concilios ecuménicos ya que así fueron designados los siete
primeros concilios que reunieron la iglesia ortodoxa de oriente y la
iglesia romana. Estos primeros concilios fueron convocados por el
emperador (teocratismo), pero se celebraron con delegados papales y
fueron finalmente sancionados por el papa. En la iglesia católica el
código de derecho canónico actual establece con claridad qué se
entiende por concilio ecuménico. Sin embargo, la idea teológica de
sínodo, de concilio y de concilio ecuménico tiene aspectos específicos
tanto en la iglesia ortodoxa oriental como en las iglesias de la
reforma. Además, el reconocimiento, clasificación, diferenciación,
valoración doctrinal y la teología de los concilios (entendiendo con
precisión que significan cada una de sus sentencias, documentos,
decretos y definiciones dogmáticas) son cuestiones ampliamente
debatidas, todavía hoy, entre los teólogos profesionales. No es nuestra
intención entrar en estas discusiones y en los finos matices de una
"teología de los concilios". Pero sí debemos indicar que aceptamos la
idea ordinaria de concilio que es habitual en la iglesia católica desde
la Edad moderna: la convocatoria de una asamblea universal de obispos
en representación de toda la iglesia con la intención de deliberar
sobre numerosos aspectos relacionados con la fe cristiana,
especialmente cuestiones doctrinales, y sobre la forma de hacer
presente en las circunstancias de cada tiempo la misión de proclamar el
kerigma cristiano. Cada concilio, presidido por el papa, es siempre
soberano para concebir su propio estilo, contenido y su aportación a la
historia.
No todo lo que un concilio establece tiene el mismo valor teológico.
Sin embargo, las definiciones dogmáticas (aquellas en que la iglesia,
sabiéndose "asistida" por el Espíritu providente, toma las decisiones
cruciales sobre cómo entender el kerigma que la iglesia proclama) son
solo atribuidas al papa y a los concilios en la iglesia católica. Es en
este nivel dogmático -que afecta al meollo mismo del kerigma cristiano
esencial, del patrimonium fidei- donde el papa y los concilios
están "asistidos" para no cometer un error que transmitiera a la
historia una versión falseada del kerigma. Sin embargo, puede haber
concilios donde no haya definiciones dogmáticas, de la misma manera que
puede haber papados en que tampoco las haya (en la mayoría).
Igualmente, tanto el papa como los concilios en su magisterio ordinario
están también asistidos por la providencia divina que conduce a la
iglesia, pero están en su "época" (histórica y teológica) y bajo el
condicionamiento de la inercia del pasado, pudiendo decir las cosas de
tal manera que después vayan a ser superadas por la historia. Es lo que
de hecho ha pasado, pues si repasamos la doctrina de concilios y
papados del pasado constatamos -y esto es pura historia objetiva-que
muchas enseñanzas no serían hoy mantenidas ni por el papa ni por el
concilio. En este ensayo, hemos puesto de manifiesto repetidamente que
una cosa es el kerigma cristiano esencial, el patrimonium fidei y otra
cosa distinta las interpretaciones o hermenéuticas que aparecen en el
curso de la historia. Así, el paradigma grecorromano no se identifica
con el kerigma (como tampoco se identifica el kerigma con los
comportamientos de la iglesia, y de los eclesiásticos, tantas veces
lamentables, en el pasado y en el presente). Si este paradigma
resultara superado por la historia del pensamiento, todas las
enseñanzas de papas y de concilios que se hubieran expresado en la
clave hermenéutica de ese paradigma antiguo se verían también superadas
y deberían ser reinterpretadas. La "historicidad" de la iglesia -que la
providencia divina no ha querido evitar y que es compatible con la
"asistencia" en todo lo referente a la esencia de la fe está reconocida
por la teología católica actual sin ninguna restricción.
1. Apelación a un
nuevo concilio
El hilo de la argumentación presentada en este ensayo en torno al
eventual paradigma de la modernidad conduce por su propia lógica a la
apelación final a la convocatoria de un concilio ecuménico de la
iglesia católica. La apelación es consecuencia de la conciencia de que
atravesamos tiempos excepcionales en los que la iglesia católica debe
poner en juego todos los recursos de que dispone en aras de cumplir con
la misión encomendada por Jesús: hacer presente en cada tiempo la
proclamación del kerigma cristiano. Bloquear esta proclamación, en el
nivel de calidad que debe tener en cada época histórica, es, sin duda,
por cualquiera de las causas de este bloqueo, una grave responsabilidad
de la conciencia cristiana.
Tres supuestos me mueven a este compromiso, que no es poca cosa, de
apelar a la celebración de un concilio: en primer lugar, la crisis de
la religión y del mundo católico en especial frente a la extensión
moderna de la increencia, que nos permite intuir que algo no se está
haciendo bien; en segundo lugar, la intuición de que la evolución de
las ideas parece haber llegado a un punto en que las diferentes piezas
del rompecabezas comienzan a encajar perfectamente y comprendemos que
la situación ya está lo suficientemente madura como para emprender, con
valentía y confianza en el Espíritu, la ingente obra de un concilio; en
tercer lugar, la existencia de importantes retos externos, es decir,
coyunturas de la historia que se nos imponen, que es necesario afrontar
y cuya respuesta es de tal envergadura que solo puede ser abordada por
un concilio. Estos supuestos son los que han sido ya argumentados a lo
largo de este ensayo. La iglesia, en el fondo podríamos decir "el mundo
cristiano" y las religiones, se hallan en tal tribulación y
desconcierto, están enfrentadas a retos históricos tan grandes, que no
hay otra forma responsable de actuación cristiana que apelar al
instrumento más poderoso de que la iglesia dispone: el concilio. Solo
en un concilio podría abordarse el replanteamiento global que exigen
los cambios históricos.
1.1. El concilio como apelación al Espíritu en
un tiempo crucial
Desde el momento en que la iglesia cayó en la cuenta de que su misión
era transmitir el kerigma cristiano a la historia y de que Dios debía
tener decisión eficaz de hacerlo posible por su Providencia, comenzó a
entender poco a poco que Dios la "asistía" en su tarea. La iglesia ha
confiado en que esta "asistencia providente" de Dios está detrás de la
configuración de gobierno que la misma iglesia instauró en el curso de
los siglos. La iglesia piensa que la providencia de Dios ha llevado a
que sea como de hecho es, aunque, como obra humana, no haya sido
siempre gestionada con la elevada calidad de gobierno que hubiera sido
deseable (pero la providencia de Dios contaba también con esto). Ya en
el capítulo VI decíamos que el verdadero sentido de la "iglesia
institución" no era acaparar en sí misma la historia de salvación, sino
ser signo que proclama la realidad de la "iglesia universal". Por
tanto, esta iglesia humilde, localizada en unos límites históricos, ha
sido querida por Dios, como veíamos, como signo de una "iglesia
universal" en que se realiza el verdadero "cristianismo universal"
presente en todos los hombres y culturas. Ya desde los orígenes de la
iglesia primitiva aparecieron dos elementos de gobierno fundamentales:
el papa, que asumía la autoridad de Pedro, recogida ya en el NT, y los
obispos o cabezas de las iglesias locales. Así, la iglesia adoptó la
forma de "gobierno unipersonal" que era propia del tiempo en que se
fundó. La asamblea o concilio, que reunía a los obispos o a los obispos
con el papa, no suponía concebir la existencia de dos instancias
autoritarias de gobierno diferentes, contrapuestas e incluso rivales,
el papa y los obispos, sino la forma inevitable de realizar la
"colegialidad". Los obispos eran "ungidos" para gobernar sus iglesias,
así como el papa presidía y gobernaba la asamblea de obispos. Cuando
primitivamente comenzó a darse la forma de asamblea que llamamos
"concilio" se estaba ejerciendo la conciencia "colegial" del gobierno
de la iglesia. La colegialidad es un resultado lógico de lo que los
primeros cristianos pensaban acerca de aquella presencia del Espíritu
que Cristo había prometido. El Espíritu de Jesús soplaba por doquier
entre los creyentes, no estaba solo en una persona, ni en el papa ni
los obispos: estaba en todos, estaba en la iglesia. De ahí que la idea
de reunirse para conferir y oír en oración la voz del Espíritu se fuera
constituyendo poco a poco (a medida que se formó en la iglesia
primitiva la idea de concilio) un modo de procedimiento que entraba en
lo ordinario: se reunían asambleas comunitarias, los obispos cercanos
conferían entre sí, se escuchaba a todos los cristianos en una apertura
ilimitada a los carismas, y cuando era posible y necesario había
concilios de obispos, hasta el nivel máximo de presencia papal.
El protagonismo del papa. Para la teología
cristiana que se formó desde las vivencias de la primitiva comunidad
era clara la unidad y la participación de la iglesia. Había un papa y
había obispos, pero formaban unidad con el pueblo que les seguía como
las ovejas a su pastor. Papa y obispos sabían que su fuerza era la
unidad en el Espíritu y la idea de concilio fue una forma de hacerla
realidad. Papa y obispos se sabían responsables "colegialmente" de la
iglesia (digamos, en el "colegio" del Espíritu). Dicho por contraste:
aunque la autoridad final era del papa, este no era como un monarca
absoluto o un general que gobiernan las naciones o los ejércitos por el
simple dictado de su voluntad. La iglesia era otra cosa. Es verdad que
el modo de ejercer la autoridad del papado en la iglesia no siempre ha
sido la adecuada; esto pertenece a su dimensión humana. A lo largo de
la historia pueden darse, y se han dado, oscilaciones y cambios. Por
ello se produjeron las escisiones en la iglesia. Las iglesias ortodoxas
pensaban que la iglesia de un papa "monarca" no era la iglesia de
Jesús. La reforma protestante consideró al papado responsable de la
corrupción de la iglesia. Pero, en todo caso, la idea de Lutero que
apelaba a la celebración de un concilio "contra el papa", mostraba no
haber entendido lo que un concilio es: la manifestación más importante
de la unidad colegial del papa con los obispos y con el pueblo. Sin
papa no hay concilio. Por esto debemos entender que, al apelar aquí al
nuevo concilio, lo entendemos como una apelación al papa para la
convocatoria de un concilio. El papa es el elemento arquitectónico
esencial de la iglesia católica y un concilio no puede sino producirse
amparado en esa arquitectura.
En el actual código de derecho canónico es el papa el que convoca,
dirige y sanciona la celebración de un concilio. Por tanto, el concilio
no será posible si no hay un papa que esté persuadido de su
conveniencia para la iglesia y que afronte la osadía de convocarlo. Es
posible que el pueblo cristiano, intelectuales de la filosofía y de la
teología, sacerdotes, obispos, le pidan al papa la convocatoria del
concilio. Este ensayo es una forma de apelar a la convocatoria. Pero
solo el papa podrá tomar la decisión de que haya concilio. Durante su
celebración es verdad que cualquiera podría pedir la palabra para
comunicar su pensamiento, sin condicionamiento de órdenes-del-día
absolutamente cerrados. Además, se haría una consulta al orbe cristiano
sobre lo que el concilio debería tratar. Pero también es verdad que la
marcha real del concilio estará en su mayor parte determinada por una
idea previa, elaborada por las comisiones romanas, de lo que el
concilio deberá ser, de los documentos donde se establecen los análisis
de la situación, de los problemas, de las alternativas entre las que se
debe optar. Es verdad que los documentos y la "materia del concilio"
estará preparada por expertos (en comisiones) que deberán pasar, antes
de llegar a la sala conciliar, por comisiones más abiertas en que se
podrán rehacer o, en su caso, ampliar o corregir. Pero la verdad es que
unas u otras comisiones serán nombradas por el papa; además, el papa y
los organismos vaticanos seguirán y controlarán en todo momento lo que
se está haciendo y lo que al final llegará al aula conciliar para ser
debatido. Más adelante, al concluir el capítulo, me referiré a las
etapas que, a mi entender, supondría el proceso que debería desembocar
en el concilio.
No obstante, quiero que quede establecido claramente, desde el comienzo
de nuestras reflexiones, el principio del protagonismo papal en el
concilio. No podría ser de otra manera, dada la organización jerárquica
de la iglesia católica. Por consiguiente, no habrá concilio sin que un
papa esté persuadido de que debe haber concilio y, para ello, si no
quiere lanzarse al vacío sin saber dónde se va a caer, el papa deberá
tener en su mente una cierta idea previa de qué debería ser el
concilio. Así como nosotros en este ensayo proponernos una idea de lo
que el concilio debería ser, así también el papa (y sus equipos de
consejo) deberían tener una "imagen robot" del concilio. Es verdad que,
una vez inaugurado, las cosas discurrirían por su propia dinámica. Pero
la dirección papal del concilio tendría sus estrategias para conseguir
que todo acabara en los resultados que se debieran alcanzar. Esto
quiere decir que un concilio moderno, en gran parte, ya estaría casi
"hecho" antes de comenzarse. En el fondo un concilio respondería a una
cierta política papal sobre el cambio en la iglesia. Un concilio sería
la gran obra de un papa. Esta es la realidad. Por ello, para que se
llegara al concilio debería producirse antes el convencimiento
subjetivo en la mente del papa del momento sobre su conveniencia
estratégica y sobre un modelo anticipado de su posible contenido. Y
para que el papa llegara a este convencimiento sería necesario un
proceso previo de formación de la opinión pública en la iglesia. El
pulso de esta opinión debería anticipar que el concilio respondería de
forma congruente a una nueva sensibilidad emergente y unitaria en la
iglesia. Nunca he dudado sobre la importancia capital de este
protagonismo papal que estuvo ya presente en la historia literaria de
Dédalo, donde pueden seguirse muchas de las ideas aquí presentadas.
El concilio como comunión colegial en el Espíritu.
Dado el papel del papa en la iglesia católica moderna, un concilio es
la obra de un papa (por contraste, recuérdese que los siete primeros
concilios fueron convocados por el emperador y el papa, aunque sancionó
los resultados, solo envió sus delegados). La iglesia es gobernada
ordinariamente por el papa que puede incluso promover por sí mismo
definiciones dogmáticas de aspectos importantes de la fe cristiana. Los
concilios han sido una excepción en la iglesia: el último fue hace
medio siglo y el penúltimo en pleno siglo XIX. En alguna manera puede
decirse que el gobierno papal, en ciertos momentos importantes del
camino de la iglesia en la historia, se ve inspirado a convocar un
concilio para que su actuación papal se vea respaldada por la comunión
colegial del episcopado en el Espíritu. En el concilio busca, pues, el
papa la comunión con el orden episcopal del orbe católico. Esta
comunión siempre existe, pero el concilio es el momento idóneo para
ejercerla plenamente y manifestarla así a la cristiandad y a todo el
mundo. Es como si el papa, en momentos de especial transcendencia
histórica, sintiera el peso de su responsabilidad y buscara el apoyo en
la colegialidad espiritual con el cuerpo episcopal. La "asistencia" de
Dios a la iglesia, por tanto, que es un elemento esencial de la
teología cristiana, tiene en el concilio su forma superior de
realización. El concilio se convoca, primero, por causas
extraordinarias en que la iglesia debe resolver problemas de
envergadura que afectan a su misión de proclamación del kerigma. Pero,
además, se convoca para que el episcopado colegialmente, junto al papa,
su cabeza, imploren la "asistencia" del Espíritu en decisiones
importantes. El concilio convoca a la iglesia, por tanto, a ponerse en
disposición de "ser asistida" y, como asamblea real objetiva de quienes
ostentan el orden superior jerárquico de la iglesia en todo el mundo,
es un signo objetivo percibible por todos (o sacramental, en
terminología teológica) tanto de la tradición apostólica y de la
presencia del Espíritu, como de la transcendencia del resultado de las
decisiones para la marcha de la iglesia. En los momentos más difíciles
en que el papa, a pesar de su autoridad, podría sentirse agobiado y
abrumado por decisiones excepcionales, la convocatoria del concilio le
hace sentir y hacer sentir ante toda la iglesia, y ante el mundo, que
las decisiones a tomar están avaladas solemnemente por todas las
cabezas de la iglesia y por la "asistencia providente" del Espíritu.
Apelación al Espíritu en tiempos cruciales. La
convocatoria de un concilio supuso siempre una gran dificultad. En
tiempos antiguos era molesto emprender largos viajes, cuanto más al
tener en cuenta la elevada edad media del cuerpo episcopal. En el
Vaticano II la dificultad tenía un origen distinto: organizar una
asamblea de 2.500 obispos en Roma durante meses llevaba consigo
problemas obvios. Por ello, no ha habido muchos concilios ecuménicos en
la historia de la iglesia y, por lo general, respondieron a una
conciencia clara de necesidad. Se convocaron sabiendo que se
atravesaban tiempos cruciales que exigían el esfuerzo inmenso de
convocar una asamblea universal. A) En los primeros concilios se tenía
conciencia de que la misión de la iglesia de proclamar el kerigma podía
quedar desvirtuada si no se sentaban con seguridad los principios
dogmáticos sobre la idea de Dios y de Cristo (problemas básicos acerca
de la Trinidad y la Cristología). Fueron concilios en que se vivió el
dramatismo crucial de sentar para siempre los fundamentos del kerigma
proclamado: así en N ice a en 325, Constantinopla en 381, Éfeso en 431
y Calcedonia en 451. B) Muchos de los concilios medievales -por
ejemplo, la serie de los lateranenses-respondieron en ocasiones a
circunstancias que en su tiempo se sintieron como cruciales, pero que
eran de orden menor (a veces disputas con el poder civil). C) Sin
embargo, los últimos grandes concilios fueron la respuesta de la
iglesia a situaciones de verdadera crisis, fueron situaciones cruciales
en que el papado trató de hallar en el concilio el apoyo, el consuelo y
la esperanza. El concilio de Trento respondió al reto crucial de la
separación de las iglesias de la reforma en toda Europa y fue uno de
los concilios más transcendentales de la historia. D) El Vaticano I fue
convocado también en un momento de desconcierto ante las revoluciones
europeas y la extensión de la modernidad. La iglesia de siempre volvió
a necesitar, como en Trento, una restauración que llevó a insistir
sobre la autoridad de la iglesia. E) Por último, el Vaticano II fue
convocado de repente y por sorpresa por el carismático Juan XXIII desde
la experiencia de que la iglesia necesitaba un aggiornamento
para adaptarse al mundo moderno. Era evidente ya en los años sesenta la
crisis de la iglesia y sus anacronismos, aunque no se había llegado
todavía a la situación actual. Fue un concilio preparado con prisas que
se quedó en profundizar en la idea de la iglesia (como pueblo de Dios),
en lo disciplinar, litúrgico, pastoral y, sobre todo, en la apertura de
una nueva actitud de diálogo con la sociedad moderna. Su fruto fue
inmenso, tras largos años de cuasiintegrismo católico (defensa
militante radical del paradigma grecorromano). Pero la verdad es que,
aunque promovió, como hemos explicado en otro lugar, la teología
kerigmática en documentos importantes, no fue, digamos, un gran
concilio de pensamiento y no realizó, a nuestro entender, la reforma en
profundidad que nosotros demandaríamos del nuevo concilio que aquí
promovemos. Pienso que en aquellos años todavía no se estaba en las
condiciones de madurez necesarias para hacer lo que hoy sí podemos:
vislumbrar como posible el programa de un nuevo concilio en los
términos que aquí exponemos.
Tiempos excepcionales para un nuevo concilio.
Los tiempos que hoy vive la iglesia son cruciales porque nunca se había
vivido una crisis tan profunda, ya que en las anteriores se pasaba por
amenazas externas graves pero la creencia de las sociedades cristianas
se mantenía firme e inalterable. Hoy es la crisis de la misma creencia:
la iglesia tiene, por lo general, los problemas institucionales y
materiales básicos resueltos, pero ve cómo se resquebraja la fe
tradicional del pueblo de las sociedades occidentales que habían sido
siempre el fundamento de la cristiandad. La crisis es más crucial que
nunca por ser crisis de fundamento. Pero los nuevos tiempos, a la vez
que cruciales, son también excepcionales por una razón muy sencilla:
porque se vislumbra que, aun dentro de la oscuridad de la crisis,
comienzan a percibirse ya las luces de una salida del túnel que, de
producirse, podría poner en condiciones a la iglesia para afrontar
excepcionales retos, deudas con la historia todavía no saldadas, que de
pronto comenzarían a verse como posibilidades cercanas. Nuestro tiempo
es todavía para la iglesia cristiana de oscuridad profunda, pero
también de luces augurales de un futuro de retos excepcionales.
Estos tiempos cruciales en que la crisis nos pone en situación decisiva
para decidir qué hacemos y estos tiempos de luces augurales de un
futuro de retos excepcionales han sido descritos a lo largo de los
capítulos de este ensayo. 1) El hecho religioso -tanto la experiencia
religiosa como las religiones-representa una constante universal que
con sorpresa ha entrado en crisis general, y no tanto la religiosidad
cuanto la confianza de los individuos en las religiones. Esta crisis
pone a las religiones, y a la iglesia católica, en un punto crucial en
que deben preguntarse qué hacer (capítulo I). 2) Lo que la iglesia
cristiana debe hacer le viene dado por su propia esencia: proclamar el
kerigma recibido de la doctrina de Jesús. Ser cristiano es adherirse a
la persona de Jesús y proclamar su mensaje de salvación. El kerigma
establece para el cristianismo el margen de maniobra para pensar qué
puede hacer en nuestro tiempo ante la crisis del hecho religioso y de
la religiosidad cristiana (capítulo ll). 3) La iglesia cristiana no
solo conoce el kerigma que debe proclamar. Debe ser también consciente
de la hermenéutica interpretativa que le ha servido para proclamar el
kerigma y hacerlo inteligible a lo largo de los tiempos. El hecho es
que la iglesia se halla todavía inmersa en el paradigma grecorromano
que se estableció como andamiaje intelectual desde la época patrística.
Este paradigma tiene dos dimensiones: la filosófico-teológica y la
socio-política. ¿Puede seguirse manteniendo hoy este paradigma? ¿Podría
depender de su inadecuación la falta de eficacia en la proclamación
moderna del kerigma cristiano? (Capítulo III). 4) El hecho es que la
imagen de la realidad en la Era de la Ciencia muestra cómo la evolución
del conocimiento en los últimos siglos ha sustituido la imagen
grecorromana por una nueva que nos permite ya conocer con mayor
precisión cómo son realmente la materia, el universo, la vida y el
hombre que Dios ha creado. Esta nueva idea fiable de la creación pone a
la iglesia en trance de deber reinterpretarse a la luz de los nuevos
conocimientos, superando la imagen filosófico-teológica arcaica del
paradigma grecorromano (capítulo IV). 5) El paradigma de la modernidad
constituye la hermenéutica del cristianismo, del kerigma cristiano,
construida desde la imagen de lo real en la nueva cultura de la Era de
la Ciencia. Representa la superación de la dimensión
filosófico-teológica del paradigma antiguo. El paradigma de la
modernidad deberá sentar los fundamentos para una nueva manera de
proclamar y explicar el kerigma en nuestros tiempos (capítulo V). 6) La
histórica entrada de la iglesia católica en el paradigma de la
modernidad la pondrá en condiciones de emprender una profundización de
las relaciones interconfesionales con las iglesias cristianas y, al
mismo tiempo, del diálogo interreligioso con las grandes religiones.
Este nuevo enfoque dialogal de convergencia y de mutuo reconocimiento
entre las confesiones y las religiones las colocará en una nueva
posición de fuerza para promover el hecho religioso y el kerigma
cristiano (capítulo VI). 7) El paradigma de la modernidad permitirá
también superar la dimensión socio-política del paradigma antiguo,
pasándose de un marco teocrático a otro de acción civil del ciudadano
cristiano. La acción civil cristiana convergerá con las
transformaciones paralelas en filosofía política hacia un nuevo
protagonismo emergente de la sociedad civil, abriendo para el
compromiso civil cristiano un nuevo ámbito excepcional de
responsabilidades históricas (capítulo VII).
Por consiguiente, las luces augurales presentadas nos dicen que
podríamos estar en un tiempo en que la iglesia católica abandonara por
fin el paradigma grecorromano para entrar en el paradigma de la
modernidad. Si este tránsito se produjera, entonces se dispondría de un
nuevo marco hermenéutico, a medida de nuestro tiempo, para explicar el
kerigma cristiano. Esto podría ser augurio de una nueva presencia
cristiana en la sociedad. Al mismo tiempo, con el cambio se abrirían
para la iglesia católica dos retos excepcionales: la convergencia
interconfesional e interreligiosa y el compromiso socio-político en una
nueva dimensión puramente civil que podría hacer entrar la historia en
un compromiso más potente para combatir el sufrimiento humano. El
tránsito al paradigma de la modernidad y los retos derivados en una
coyuntura histórica excepcional serían los pilares para que la iglesia
católica convocara la celebración de un nuevo concilio ecuménico.
1.2. Argumentos para la celebración del
concilio
Crisis masiva de la fe cristiana. Este hecho
tiene consecuencias que todavía no pueden ser valoradas en toda su
extensión. No se trata de especulaciones sino de resultados objetivos
de la investigación sociológica que, además, coinciden plenamente con
la percepción directa en nuestra experiencia personal de qué está
pasando hoy en la sociedad: ya no se habla de religión, se oculta todo
lo que pueda sugerir religiosidad y se palpa en mil sentidos una
descristianización incuestionable. Las estadísticas dicen (cuando las
personas responden sin temor al eco social de sus actitudes) que la
mayor parte de la sociedad sigue siendo cristiana (con porcentajes
distintos en los diferentes países). Pero las mismas personas que se
declaran católicas, o creyentes, en su mayoría, apenas saben qué creen
y su identificación con la iglesia es mínima. La renuncia práctica a la
identificación con la iglesia cristiana (católica) es mucho mayor que
la desaparición de la experiencia religiosa; ya que esta todavía está
presente en la contextura psicológica esencial de la mayoría de las
personas. En estos momentos todavía existe una parte importante de la
población educada en aquella religiosidad más "sentida" de hace unos
años. La juventud y la media edad están ya mucho más descristianizadas.
Los jóvenes apenas se educan religiosamente. Cuando los mayores falten,
gran parte del apoyo social firme todavía hoy existente puede
desmoronarse. Este hecho social objetivo, incuestionable, es mucho más
grave que la situación que llevó a la convocatoria del Vaticano l:
entonces había grupos sociales muy agresivos frente a la iglesia, pero
la masa social permanecía firme en la fe. Igualmente, Juan XXIII intuyó
que la situación moderna exigía hacer algo, el aggiornamento:
pero no tuvo ocasión de ver lo que hoy nosotros constatamos. En
conclusión: el proceso de descristianización es tan grave que justifica
por sí mismo la convocatoria de un concilio que delibere sobre qué
podría hacer la iglesia para la conservación de la fe y establezca un
proyecto de acción congruente con la historia.
Percepción social del anacronismo eclesiástico.
La iglesia es percibida por la sociedad, y por la gente en general,
como una institución ancestral prestigiosa que, sin embargo, está
anclada en el pasado. Es claro que los creyentes activos, que todavía
son muchos, ofrecen a la iglesia una espectacularidad en ciertos actos
religiosos que no deben llevarnos a ilusiones engañosas que oculten la
descristianización masiva que realmente está produciéndose (esta
ilusión puede darse, por ejemplo, ante el éxito de los viajes papales).
La realidad es que la iglesia sigue ofreciendo una impresión anacrónica
y no tanto por la vestimenta eclesiástica cuanto por lo ideológico. La
gente considera a la iglesia como una institución "antigua" que, como
es lógico, tiene "ideas del pasado" que repite sin desmayo, que está
asustada por los conocimientos actuales de la ciencia, por la evolución
de la cultura, de la sociedad y de las costumbres; molesta además
porque las autoridades civiles la ignoran. Esto se ve principalmente en
las prescripciones morales que la mayor parte considera desfasadas y
que ni siquiera quienes se consideran católicos practicantes están en
condiciones de seguir. La ven, pues, como una institución "fuera de su
tiempo" (anacrónica) que lanza de tanto en tanto gritos testimoniales
alarmistas que pocos escuchan. Aunque la gente no sepa matizar (no
tiene preparación intelectual), intuye sin embargo que la evolución de
la sociedad responde a lo que debe ser, a lo que son las cosas y al
sentido común (¿cómo se le puede objetar algo a la ciencia?). Por ello,
mira con superioridad al "desfasado mundo eclesiástico", no le inquieta
y se siente segura haciendo lo que todos hacen y dejándose llevar por
el atractivo discurrir del consumo, de las diversiones y de las
ocupaciones inmediatas. Quizá en su interior tienen todavía una
experiencia religiosa (que les justifica "subjetivamente" ante Dios) y
quizá no se atreven incluso a decir que ya no sean católicos. Pero no
tienen inquietud ni remordimiento si de hecho ignoran un mundo
eclesiástico que es responsable por sí mismo de "estar tan anticuado".
Probablemente Dios no es "tan antiguo" como esta iglesia, parecen
pensar. Esta percepción de una iglesia que, sin advertir su
anacronismo, sigue empeñada en mandar, en dar doctrina y prescripciones
(que con frecuencia ella misma no cumple), está en la base de una gran
parte del anticlericalismo que en el siglo XIX fue muy agresivo (porque
la iglesia tenía más fuerza) pero que hoy todavía pervive en muchos. En
conclusión: el aggiornamento apuntado en el Vaticano II de Juan
XXIII parece no haber bastado para frenar el desfase de la iglesia. Si
a Juan XXIII el aggiornamento le pareció razón suficiente para
convocar el concilio, cuanto más hoy el aggiornamento
inacabado sigue sien do una razón suficiente para convocar un concilio,
sobre todo al constatar que el desfase existente "sociedad-iglesia"
puede estar relacionado con la crisis de fe antes constatada. Pienso
que el aggiornamento todavía inacabado del Vaticano II se debe
probablemente a que no afrontó el problema ideológico
(filosófico-teológico) de fondo que debiera ser la temática capital del
nuevo concilio.
Percepción social de la crisis disciplinar de la
iglesia.
La sociedad tiene la percepción inequívoca de que la iglesia tiene una
crisis disciplinar profunda. Ya en sí misma es un problema. Pero su
efecto se intensifica porque de ella se saca una consecuencia
inmediata: la crisis disciplinar es resultado de la falta de fuste de
una iglesia que se desmorona por la crisis de fe general y por el
anacronismo anticuado de su doctrina. La crisis disciplinar tiene tres
aspectos: el pecuniario (el dinero o la riqueza de los clérigos y de la
iglesia), el de obediencia y unidad de acción entre los cristianos (las
tensiones dentro de la misma iglesia) y el de todo aquello que tiene
que ver con la afectividad y la sexualidad (los escándalos que con
tanta frecuencia aparecen en la prensa). La crisis pecuniaria
no es hoy tan importante como fue en otras épocas en que, por contraste
con un pueblo en condiciones de pobreza manifiesta, el mundo de los
eclesiásticos no carecía de nada esencial y se poseían además
cuantiosas riquezas institucionales (verbi gratia, en la edad media).
Hoy en día la población se ha enriquecido (en los países occidentales)
y dispone de lo esencial en abundancia. El clero vive pobremente y
disfruta menos del consumo que la gente normal; el hecho de que la
iglesia posea riquezas institucionales se ve como algo inevitable y,
más bien, como una carga. Por otra parte, las obras sociales
asistenciales de la iglesia y su compromiso con los pobres (sobre todo
en el tercer mundo) son percibidos por todos y alcanza un nivel de
calidad excepcional. Por tanto, pienso que el ancestral problema de la
"riqueza del clero" tiene hoy poca fuerza (quizá todavía influya en
gente mayor de otro tiempo como residuo del pasado). La crisis de
comunión
en el cuerpo de la iglesia, principalmente entre eclesiásticos, es hoy
percibida con claridad por la gente. Entre sectores de la iglesia
existe una "alta tensión" que produce polémicas y represión por parte
de quienes pueden ejercerla. Da la impresión de que existe incluso
"odio" entre sectores eclesiales. Lo que la gente saca de todo esto es
que la iglesia está en crisis: lo que unos hacen es criticado por otros
visceralmente. Por tanto: esto es señal inequívoca de que ese inmenso
organismo eclesiástico, anticuado y anacrónico, está en crisis; no es
de extrañar que tantos cristianos quizá sigan en su experiencia
religiosa, pero cada vez más se desvinculen de una "religión", una
"iglesia" que, tal como intuyen, no parece saber bien por donde va.
La crisis afectivo-sexual del clero siempre ha existido y se
explica por la naturaleza humana, en los instintos y tendencias
asentados en el mismo cerebro que en ocasiones son tan fuertes que no
pueden ser controlados. Existió en todas las épocas (pensemos en el
renacimiento). Es claro que el clero podría casarse, pero, si la
iglesia prescribe el celibato, es una indisciplina seria cuanto lo
contraviene, produciéndose así la perplejidad de los cristianos. La
iglesia moderna después de Trento tomó medidas y se consiguió un clero
no solo correcto, sino incluso en ocasiones con alta perfección moral y
santidad. Sin embargo, siguen dándose excepciones. Sabemos que, en
contra de la disciplina eclesiástica, en América Latina una parte del
clero vive maritalmente de forma estable, y en ocasiones han mantenido
relaciones sexuales que han llevado a la paternidad (esto era habitual
en la Edad media). Lo mismo pasa hoy en África, donde la cultura
ancestral y los condicionamientos sociales de aquellos países han
producido situaciones de verdadero caos disciplinar, incluso en altos
niveles eclesiásticos. Que un clérigo se enamore de una mujer, y entre
en crisis su vocación, es algo que siempre ha pasado y es, en el fondo,
comprensible. Lo más penoso han sido los numerosos casos de pederastia
conocidos, sobre todo en Norteamérica, pero en otras partes también.
Estos casos, aireados con insistencia por los medios de comunicación,
han creado una atmósfera densa de desprestigio sobre la iglesia
católica (injusta porque, entre líneas, se ha jugado con
generalizaciones, extendiendo la sospecha al clero que, en su inmensa
mayoría ha tenido un comportamiento correcto). Desprestigio mayor
porque la iglesia católica, desde hace años, ha tratado oficialmente de
seguir una política de negaciones y ocultamiento reiterado (política
que, en honor suyo debe hacerse constar, no puede atribuirse a
Benedicto XVI, cuando la responsabilidad ha dependido de él). Mucha
gente, de razonamiento simple pero tendente siempre a "pensar mal",
generaliza e imagina que en la iglesia todo, o mucho, es igual, y se
pregunta entonces con razón qué credibilidad puede atribuirse a cuerpos
religiosos donde esto ha pasado. Por otra parte, estos comportamientos
intraeclesiásticos (los delitos en sí mismos de algunos, aunque sean
pocos, y la tibieza de la iglesia en denunciarlos) contrastan, por otra
parte, con el rigorismo de la moral católica en todo lo referente a la
sexualidad. El desprestigio, y la inducción al descompromiso con la
religión, que todo esto ha producido ha sido inmenso. Todos somos
conscientes de ello.
Es evidente que la crisis disciplinar no justifica la convocatoria de
un concilio (quizá podría hacerlo en casos muy extremos). Pero la
crisis disciplinar es una causa concurrente con el proceso de
descristianización por pérdida de la fe y de falta de credibilidad
eclesial por el anacronismo eclesiástico en general. Es evidente que
las cosas pasan cuando falta motivación y cuando se vive en un caos
ideológico que, sin duda, afecta a parte del clero. Se vive en una
sociedad donde lo religioso está mal visto y apenas se tienen recursos
ideológicos para hacer frente al proceso de desmoronamiento eclesial
que rodea a los sacerdotes en su entorno inmediato. En conclusión: la
crisis disciplinar profunda exige medidas, nuevos planteamientos,
cuadros de motivación definidos y seguros que permitan al clero
responder establemente a la disciplina en que se han comprometido. El
lugar para plantear y asumir las medidas disciplinares sería, pues, un
concilio que se convocaría por otros argumentos (evidentemente de mayor
consistencia e importancia histórica), pero en el que también deberían
replantearse al mismo tiempo otras muchas cuestiones que ayudarían a
diseñar las medidas que debieran tomarse en lo disciplinar.
Agotamiento histórico del paradigma grecorromano.
En las tres causas que acabamos de explicar se manifiesta un problema
de fondo de la iglesia actual al que hemos estado aludiendo a lo largo
de este ensayo: la pervivencia residual en un paradigma hermenéutico
del kerigma cristiano que ha caducado desde hace ya muchos años, e
incluso siglos. Ha caducado tanto en su dimensión filosófico-teológica
(capítulos III-IV) como en su dimensión socio-política (capítulo VII).
¿Es acaso una suposición arriesgada pensar que, tras veinte siglos de
servicio el paradigma grecorromano deba ser jubilado? ¿No es lo obvio
pensar que tras el cambio transcendental en el conocimiento por la
ciencia y tras el cambio sociopolítico que ha supuesto la modernidad,
ha llegado el momento de que la iglesia se plantee con seriedad si el
paradigma antiguo le sigue sirviendo? La iglesia es un organismo social
que, aunque no debiera ser así, según su propia teología, puede de
hecho describirse como "rígido": como dicen en psicología, con gran
"resistencia al cambio". Esta angustia ante lo nuevo depende de su
persuasión de que está "asistida" por la providencia divina para no
cometer errores en la transmisión del kerigma. Esto es teológicamente
correcto, pero no lo es si esta "inerrancia" se extiende indebidamente
a las explicaciones dadas por la iglesia en dependencia de
hermenéuticas condicionadas por la cultura del tiempo. Si el paradigma
grecorromano ha caducado y si parte del proceso hermenéutico de la
teología cristiana se ha construido sobre los supuestos grecorromanos,
entonces no cabe alternativa: las explicaciones teológicas así
construidas han caducado también en lo que tienen de grecorromano. Es
posible, y así es, que dentro del paradigma antiguo se hayan expresado
ideas profundas en las que se manifiesta la tradición cristiana y el
kerigma. Por ello tienen un valor incalculable para la iglesia que aquí
no pretendemos cuestionar. Pero aun así, el marco conceptual
dependiente de la razón natural grecorromana debe verse hoy como
superado, y también en la teología cristiana. Dos ejemplos obvios
evidentes: tanto san Agustín como santo Tomás responden a filosofías
que tanto una como otra (porque son diferentes) no son hoy admisibles.
Pero esto no significa que no sean dos hitos que configuran la
transmisión del kerigma y su interpretación. Es más, en ambos autores,
más allá de lo hermenéutico, hallamos formas de presencia del kerigma
altamente cualitativas que ayudan a entender cómo se ha sostenido en
las diferentes épocas (lo mismo pasa en la patrística). La iglesia,
pues, "no ha enseñado el error" en el kerigma (en el patrimonium
fidei),
pero sí puede haberlo hecho en la hermenéutica explicativa. Dijo cosas
en el pasado que hoy están superadas y hoy está también sentando
argumentos que el futuro impondrá como superados, necesitados de
corrección o de reinterpretación.
La tesis que hemos sostenido a lo largo de este ensayo es que la
iglesia se mantiene todavía en el paradigma grecorromano. Creemos que
es así, pero, para matizar exactamente qué queremos decir y qué no,
considero conveniente hacer ahora estas observaciones que, por otra
parte, se han hecho ya en su momento. A) Si decimos que la iglesia está
todavía en el paradigma antiguo es porque esta es la tradición de
veinte siglos, ninguna instancia oficial la ha puesto en duda, más bien
se ha reafirmado sin lugar a dudas cuando ha habido ocasión, y no se ha
propuesto ninguna alternativa (y esto en las dos dimensiones del
paradigma). B) Pero la iglesia percibe hoy claramente que el paradigma
explicativo ya ha caducado (aunque no lo llegue a decir) y, por ello,
desde hace ya años, se mantiene en la mayor parte de sus
manifestaciones en un lenguaje teológico esencial ceñido al kerigma,
sin querer meterse en vericuetos explicativos actuales que forzaran a
recurrir al paradigma (al antiguo, naturalmente, que es el único que se
tiene, aunque bajo "sospecha"). Se produce entonces lo que he llamado
el "incompromiso hermenéutico". C) No siempre es así porque con
frecuencia la mención del paradigma es explícita, como pasa cuando
aparece la referencia a santo Tomás como doctrina filosófico-teológica
tuta, cuando se constatan los principios filosóficos en que se fundan
los argumentos de las doctrinas morales, cuando se revisan las
enseñanzas de los catecismos oficiales o cuando se analizan en detalle
las enseñanzas que se imponen en seminarios. D) En muchos casos, sin
embargo, la iglesia, forzada por los resultados de la ciencia moderna o
por la evolución inevitable de la sociedad, ha ido admitiendo numerosas
adaptaciones ad hoc del paradigma. Se han hecho zurcidos en las
rasgaduras evidentes, pero no se ha cambiado de traje. Por tanto, no
afirmo que la iglesia actual esté como en la Edad media. Se ha tomado
conciencia velada (aunque no se confiese abiertamente) de que los
marcos conceptuales ya no valen, se han hecho cosas para salir del paso
y en lo posible adaptar ad hoc el paradigma. Pero en realidad
todo sigue todavía dentro del paradigma y nadie sería capaz de señalar
una alternativa hermenéutica que haya sido aceptada por la iglesia. E)
Además, debemos indicar que esto solo se refiere a la iglesia oficial
(a la que en este ensayo nos referimos principalmente), ya que muchos
filósofos y teólogos cristianos, de todas las iglesias, se han
esforzado a lo largo de este siglo en abrir nuevas vías filosóficas y
teológicas más adaptadas al mundo moderno, aunque su influencia real en
la iglesia oficial haya sido muy reducido. Esta obra no está dedicada a
valorar la obra de estos teólogos.
Por tanto, esta cierta indefinición hace que ni los cristianos ni la
sociedad perciban claramente dónde se halla la iglesia en lo referente
a la hermenéutica esencial sobre cómo concuerda el cristianismo, el
kerigma, con la imagen de la realidad en la cultura de nuestro tiempo.
Esta oscuridad y falta de nitidez en los planteamientos contribuye a
que la gente perciba la iglesia como algo esotérico, una organización
anacrónica que repite sus creencias "a la antigua" y en la que solo "a
ciegas" se puede uno introducir. El estar "en el pasado" porque se
piensa según un "paradigma del pasado", no contribuye a reafirmar la
creencia en un tiempo en que son muchos los reclamos que mueven a
olvidarla. Por ello, en mi opinión, la iglesia no puede seguir más
tiempo con la política de adaptaciones ad hoc y de reafirmación
en lo de siempre, con tácticas de camuflaje, como si nada hubiera
pasado en la historia del conocimiento y en el cambio social.
En conclusión: la constatación histórica de que el paradigma usado
desde siglos atrás ha caducado, junto a la falta de fe, increencia,
anacronismo y crisis disciplinar, colocan a la iglesia en una situación
extremadamente grave, en un punto crucial en que debe tomar decisiones
importantes sobre su futuro. Es, sin duda, una grave coyuntura
histórica que requiere convocar a toda la iglesia para que el papa
halle apoyo en la "colegialidad espiritual del episcopado universal"
para apelar todos juntos la asistencia divina prometida por Jesús. Sin
paradigma, es decir, sin una hermenéutica fundada en la imagen racional
del hombre en cada momento de la historia de la cultura, la iglesia
estaría como "en el aire", sin poner los pies en la sociedad de su
tiempo. Un estado grave ya de por sí que justificaría por sí solo la
convocatoria de un concilio.
Necesidad de definir un nuevo paradigma. Hasta
ahora hemos argumentado causas negativas, problemas graves existentes
en la iglesia que justificarían que se recurriera al recurso espiritual
de mayor envergadura: el concilio. Pero las causas negativas apuntan a
una razón positiva involucrada en ellas: la necesidad de hallar un
nuevo paradigma. Un concilio que simplemente constatara que hay
problemas (increencia, anacronismos, indisciplina, falta de paradigma)
sería inútil. Lo negativo, por tanto, es causa que justifica el
concilio: pero solo si este puede aportar una solución a medida de.
tales problemas. La naturaleza de la actual coyuntura orientaría al
concilio, por lo dicho, a un objetivo definido: configurar un nuevo
paradigma para hablar del kerigma cristiano en nuestro tiempo. Esto es:
para proclamar el kerigma y, al mismo tiempo, explicar que en la Voz
del Dios de la Revelación resuena con armonía la Voz del Dios de la
Creación. Si el nuevo paradigma se formulara con precisión se
dispondría del medio esencial para intentar inyectar fuerza en la
creencia, superando la imagen anacrónica de la iglesia, así como los
problemas disciplinares pendientes. La respuesta del concilio a la
situación debería ser, por tanto, poner a disposición de la iglesia un
nuevo paradigma. En esto debería cifrarse la razón fundamental para
convocar un concilio: respaldar con su autoridad suprema (el papa con
los obispos) la entrada de la iglesia en un nuevo paradigma
hermenéutico, una profundización, a la altura de la cultura de nuestro
tiempo, en los principios del kerigma cristiano de siempre. El concilio
debería así no solo constatar problemas, sino construir positivamente
soluciones o, al menos, principios de solución bien diseñados.
No quisiera que pasara desapercibida la transcendencia inmensa de
cuanto estamos diciendo. Significa que el cristianismo ha vivido
durante dos mil años en un paradigma explicativo que, al caducar, pone
a la iglesia en trance de hallar un nuevo paradigma. Para una
institución que ha vivido veinte siglos en una manera de pensar
definida es un verdadero drama tener que cambiar (aunque se trate solo
de cambiar, como es el caso, el sistema hermenéutico). Se cumple la
observación de Hegel sobre el cambio hacia la nueva
figura-de-conciencia que produce la duda y la desesperación de sentir
el camino de la historia como un "perderse a sí mismo". Pero solo la
valentía y el impulso moral hacia la verdad dan fuerza al hombre para
afrontar el trauma de avanzar en la historia. Este impulso a la verdad
que permita profundizar en el conocimiento del kerigma, y la confianza
en el Espíritu de Jesús, deberán ser la fuerza de la iglesia para
afrontar el cambio necesario de paradigma. Pero en todo caso, lo que la
coyuntura actual fuerza a la iglesia a demandar, un nuevo paradigma
para entender el kerigma, es de una transcendencia excepcional: en el
nuevo paradigma deseado la iglesia, a través del concilio, cerraría la
época del paradigma grecorromano y abriría el tiempo del nuevo
paradigma. Un papa y un concilio capaces de afrontar este reto pasarían
sin duda a la historia de la iglesia, y de la humanidad. Sería uno de
los concilios más importantes de la historia: probablemente quizá el
más crucial en la historia del cristianismo. Conclusión: constatado el
desmoronamiento del paradigma antiguo, la iglesia apelaría al concilio
como asamblea que hiciera posible la construcción positiva de un nuevo
paradigma para hablar del kerigma cristiano en crisis de creencia, de
anacronismo y de disciplina. Esta búsqueda del nuevo paradigma sería el
argumento fundamental para el concilio.
Disposición del paradigma de la modernidad. La
necesidad de encontrar el nuevo paradigma justificaría la convocatoria
del concilio. Pero, ¿dónde hallar el nuevo paradigma? ¿Es que en
realidad existe o es posible un nuevo paradigma? ¿En qué debería
consistir? Podría ser que la iglesia necesitara un paradigma nuevo,
pero no lo tuviera a disposición. Creo que esto ha pasado en las
·décadas anteriores. Si entonces se hubiera configurado un nuevo
paradigma, y la iglesia hubiera llegado a percibirlo con claridad,
probablemente el "nuevo concilio" al que nosotros apelamos sería ya
historia pasada. Si en el pasado la iglesia no ha percibido ninguna
alternativa viable, se explica perfectamente lo que ha pasado (y sigue
pasando): seguir disimuladamente en el antiguo paradigma, ponerle las
adaptaciones ad hoc necesarias y seguir trampeando hacia
delante. Por esto creo que el nuevo concilio no se ha emprendido
todavía: había problemas, se tenía conciencia de que el paradigma
antiguo era ya arqueológico, pero no se tenía ninguna alternativa
positiva que construir; por esto las cosas seguían su curso normal, en
"lo de siempre", saliendo hacia delante como se podía del embrollo de
la historia humana. ¿Para qué hacer un concilio si no se tenía todavía
una idea precisa de las respuestas a los graves problemas planteados,
sobre todo al anacronismo filosófico-teológico del paradigma antiguo?
Pues bien, la tesis que hemos propuesto y defendido en este ensayo es
precisamente que las cosas han cambiado: estamos ya en condiciones de
entender que el paradigma deseado es el "paradigma de la modernidad" en
los términos expuestos. Este paradigma ya está a disposición de la
iglesia y podría ser el hilo conductor del nuevo concilio. Por tanto,
la disposición de este paradigma es un argumento decisivo para la
convocatoria del concilio. El concilio podría convocarse porque no solo
podría constatar los problemas, sino porque podría aportar también el
nuevo paradigma que ofreciera un marco filosófico-teológico adaptado a
nuestros tiempos que ayudara a construir las respuestas necesarias. El
concilio debería convocarse porque se dispone ya de un paradigma
sustitutorio del paradigma caducado.
Pero, ¿por qué precisamente este "paradigma de la modernidad"? ¿No
sería posible formular otras propuestas, otros paradigmas alternativos
al paradigma antiguo? ¿Quién avala la idoneidad del paradigma que aquí
proponemos? Para valorar debidamente nuestra propuesta debemos caer en
la cuenta de su sentido. El objetivo de este ensayo no es negar la
posibilidad de otras argumentaciones o, esto es evidente, que un
concilio sería soberano para caminar en una u otra dirección. Nuestra
intención es argumentar la necesidad de un nuevo concilio de la iglesia
católica. Esta argumentación tiene dos puntos de apoyo principales,
entre otros: que el paradigma antiguo ha caducado (capítulos III y IV)
y que el paradigma de la modernidad es la alternativa sustitutoria
(capítulo V). ¿Que hay otros paradigmas alternativos? Sería deseable
que existieran. Pero pregunto, ¿dónde están? La verdad es que no los
veo. No distingo propuestas teológicas de envergadura que pudieran
constituir un paradigma sobre el que montar una reinterpretación global
del cristianismo. Si las hubiera, mejor ya que el concilio podría
deliberar entre un espectro de alternativas y cabe suponer que
escogería la más válida, desde el criterio de su mayor o menor
congruencia con el kerigma cristiano. Lo que pretendo en este ensayo es
solo argumentar la necesidad y la viabilidad de un concilio porque,
para celebrarlo, se necesitaría al menos un paradigma alternativo y en
este ensayo hemos argumentado que este paradigma existe: podría ser el
"paradigma de la modernidad" propuesto. Pero proponer una argumentación
compleja como la presentada en este ensayo no equivale a imponerla: es
simplemente dejarla ahí para promover la idea del nuevo concilio
mostrando, al menos, una hipótesis global de su viabilidad. Nuestra
propuesta y otras que deseablemente pudieran hacerse (aplicando aquel
principio de Paul Feyerabend de la "proliferación de teorías"),
enriquecerían la formación de una opinión pública eclesial hacia el
necesario escenario de un futuro concilio. Si el resultado final del
concilio no asumiera las propuestas presentadas aquí, mejor porque
entonces cabría suponer que las que se aceptaran serían mejores.
Pero no debemos olvidar que el hilo conductor de nuestra argumentación
es mostrar una propuesta de viabilidad del concilio. Por ello nos
movemos siempre en la hipótesis del paradigma de la modernidad y la
aplicamos al desarrollo del concilio, tal como seguiremos haciendo en
este capítulo. Nuestra aportación es plantear una concepción global del
concilio que parte de los argumentos que se construyen en paralelo. Su
convergencia nos dará una percepción de lo que el concilio podría ser:
al menos en nuestros supuestos podría representar sin duda un momento
excepcional de la historia de la iglesia.
Necesidad de explicar el kerigma desde el nuevo
paradigma.
Si un nuevo paradigma fuera introducido debería reinterpretarse a su
luz el contenido del kerigma cristiano, así como los contenidos
vertebrales de la dogmática en la teología católica. El hecho es que
hasta el momento la teología católica ha sido entendida y explicada en
términos del paradigma antiguo. El nuevo paradigma exigiría una
reinterpretación y profundización en los contenidos tradicionales del
kerigma y de la teología dogmática. Como se ha comentado, el kerigma
cristiano es lo que es, a saber, la fijación de la doctrina de Jesús,
pero a lo largo de la historia del paradigma grecorromano se hizo una
densa interpretación de lo que significaba el kerigma desde la realidad
(vista al modo grecorromano). La interpretación antigua estaba también
sometida al kerigma; no lo falseó pero le dio un sesgo especial propio.
Al aceptarse que una nueva imagen de la realidad ha sustituido al
paradigma antiguo, la teología cristiana se hallaría en posesión de una
imagen del universo, en principio más profunda, que debería permitir
una profundización lógica en el entendimiento del kerigma que, en
términos más pobres, fue explicado en el paradigma antiguo. Las líneas
básicas de esta nueva interpretación del kerigma deberían establecerse,
pues, en el concilio, a expensas de que la teología posterior comenzara
una obra de profundización similar a la que, desde su punto de vista,
fue haciendo poco a poco el paradigma antiguo. Un trabajo de tanta
importancia, como es trazar las líneas esenciales de una nueva
explicación del cuerpo doctrinal de la iglesia católica, debería tener
el respaldo de un concilio, siendo la consecuencia lógica de la entrada
en el nuevo paradigma. Este tipo de tareas dogmáticas esenciales han
sido siempre en la iglesia una ocupación propia de concilios desde los
primeros siglos. Hubo momentos, como pasó en los concilios trinitarios
y cristológicos de la iglesia primitiva, en que los concilios fijaron
el dogma católico en situaciones difíciles. Una labor de fijación
similar, aunque en circunstancias diferentes, debiera hacerla el nuevo
concilio. En conclusión: supuesta, por tanto, la admisión del paradigma
de la modernidad, la necesidad de la ingente obra de reformulación y
reinterpretación de la dogmática cristiana sería un argumento para la
celebración del concilio. A los perfiles teológicos esenciales de esta
nueva hermenéutica nos referiremos seguidamente para trazar un panorama
congruente general de lo que debería ser tarea del concilio.
Necesidad de una estrategia de recristianización
de la sociedad.
La tarea del concilio debería ser responder a los problemas cruciales,
factores negativos en la marcha de la iglesia, constatados como
argumentos que lo justificaban. Uno de ellos era la descristianización,
el aislamiento cada vez mayor de la iglesia en medio de una población
antes cristiana, que probablemente conserva quizá todavía la
experiencia religiosa interior. El anacronismo y la percepción de los
problemas disciplinares del clero, sobre todo morales, eran también
problemas en sí mismos que producían un serio caos en la imagen de la
iglesia, contribuyendo a la falta de firmeza intelectual y moral del
clero, así como a la descristianización en general. Es claro que los
problemas de increencia e indiferencia ante lo religioso dependen de
procesos históricos como el consumo, el bienestar, la atracción por lo
inmediato, que no solo merman la capacidad de sacrificio general de los
individuos sino también la capacidad de atención a las grandes
cuestiones metafísicas. Si a esta inclinación negativa le sumamos la
falta de calidad del mensaje cristiano -enmascarado en anacronismos, en
un paradigma anticuado, en una imagen moral decepcionante del clero y
del cuerpo eclesial-, entonces el resultado es una todavía mayor
descristianización. El verdadero problema para la iglesia cristiana es
no acertar en proclamar el kerigma cristiano en forma inteligible para
la sociedad, habida cuenta de su cultura, de su psicología y de sus
condicionamientos. El problema no es si hay más o menos cristianos, ya
que esto depende de la libertad humana. El problema es no hacer las
cosas de tal manera que la gente pueda entender qué es el mensaje
cristiano, de tal manera que, si lo rechaza, no sea porque no se haya
percibido. El problema es hacer las cosas de tal manera que más y más
personas tengan la senda abierta para enriquecer sus vidas llevándolas
a la fe cristiana. Por consiguiente, supuesta la tarea del concilio
para reformular la fe en términos del nuevo paradigma, la expectativa
sería que esta actualización permitiera una nueva forma de presentación
-proclamación-de la fe cristiana ante la sociedad contemporánea. En
conclusión: que la autoridad del concilio fuera el escenario idóneo
para reconstruir una estrategia de recristianización de la sociedad
fundada en los resultados del nuevo paradigma, sería sin duda otro
argumento suficiente para la celebración del concilio. Una nueva
estrategia global para la presencia cristiana en la sociedad debiera
nacer con el concilio. No solo debería ser histórico por haberse
producido en él el tránsito a un nuevo paradigma, tras dos mil años de
pervivencia en el antiguo, sino por sentar los fundamentos de la nueva
estrategia cristiana para cumplir la misión esencial de proclamar el
kerigma cristiano según una hermenéutica apropiada que lo hiciera
inteligible. El diseño de la nueva presencia social respaldada por el
concilio daría los perfiles esenciales, el modelo general a seguir, que
debería ser profundizado después y ampliado por la teología y la
pedagogía de la fe. En el marco de esta aportación conciliar deberían
tratarse la formación del clero, la vida religiosa, las organizaciones
laicales, los creyentes cristianos, la increencia y sus formas. Todo
ello debería ir precedido de un marco general descriptivo de
contenidos, formas y psicología de la sociedad contemporánea.
Ocasión histórica excepcional para la convergencia
interreligiosa.
Hemos ya comentado cómo el tránsito al paradigma de la modernidad
establecería las condiciones para un nuevo enfoque en el diálogo
interconfesional cristiano y en el diálogo interreligioso. No solo se
trata de que este diálogo sea una obligación moral de las iglesias y de
las religiones, que en todo caso debería emprenderse siempre de acuerdo
con las posibilidades viables de cada momento, sino de que, como
consecuencia del cambio hacia el paradigma de la modernidad, el proceso
de convergencia podría tener una envergadura tal que contribuyera de
forma excepcional a potenciar el prestigio social de las iglesias y de
las religiones. Todas se verían reafirmadas, verían potenciado el
prestigio ante sus fieles y ante sus nichos sociales específicos. En
una situación global en que el avance de la modernidad produce el
repliegue de las religiones en todas las culturas (esta es la agresión
que el islam siente como producida desde el mundo occidental), la
convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa debería ser un
factor de freno que potenciaría a las religiones, en sus respectivos
marcos sociales, para mantener la vivencia religiosa popular ante la
increencia. Lógicamente, si el concilio llegara a celebrarse, en el
supuesto de que se orientara hacia el paradigma de la modernidad, que
es la propuesta que aquí defendemos, serían necesarios algunos años
para madurar las ideas que condujeran a su celebración. En ese tiempo
podrían haberse dado avances en el diálogo religioso. Sin embargo, a mi
entender, el lugar propio más solemne para que la iglesia católica
hiciera la gran oferta de convergencia interreligiosa sería el
concilio. Esta oferta -quizá facilitada por conversaciones
previas-podría responder a los términos antes expuestos. Los documentos
que se aprobarían en el concilio establecerían los criterios y el
sentido de la nueva convergencia religiosa en el marco del "mutuo
reconocimiento", aplicado a las relaciones interconfesionales y a las
interreligiosas. En conclusión: promover el avance hacia el diálogo
interconfesional e interreligioso sería ya por sí solo un argumento
suficiente para convocar un concilio, mucho más al haber diseñado antes
un concilio para afrontar los grandes problemas mencionados, sobre todo
el cambio de paradigma, que por su propia lógica harían posible el
avance en el diálogo religioso. Que la entrada en el "paradigma de la
modernidad" hiciera también posible un avance histórico de tal
envergadura hacia la convergencia interreligiosa sería un argumento
importante para la celebración del concilio. En él, al mismo tiempo, la
iglesia católica entraría en un nuevo paradigma y haría la gran oferta
histórica de convergencia a las otras confesiones y religiones. Por
diferentes vías la transcendencia histórica que se seguiría a la
celebración del concilio sería un argumento decisivo para su
celebración. Insistiremos en ello más adelante, en este capítulo.
Ocasión histórica excepcional en la lucha contra
el sufrimiento.
Volviendo al supuesto desde el que construimos el razonamiento, si el
concilio se llegara a celebrar en el marco del paradigma de la
modernidad, esto querría decir que un tiempo antes hubiera tenido lugar
en la iglesia un movimiento de opinión hacia el compromiso
socio-político en la línea de la acción civil. Este movimiento estaría
en armonía con la previsible emergencia del protagonismo de la sociedad
civil en cuya promoción podrían haber tomado parte decisiva los
ciudadanos cristianos y religiosos. Estaría en gestación un poderoso
movimiento civil hacia el compromiso socio-político orientado a la
lucha pragmática y urgente contra el sufrimiento humano. Quizá incluso
pudiera haber nacido, o estar en camino de fundación, el proyecto de
acción civil que antes hemos llamado Nuevo Mundo. Estos movimientos
podrían haber surgido por la lógica de la nueva sensibilidad
ético-utópica de la sociedad civil, al margen de asociaciones
religiosas por la iniciativa de intelectuales y líderes puramente
civiles. Pero en este movimiento civil podrían haber aportado
iniciativas importantes los ciudadanos cristianos que tendrían toda la
legitimidad para obrar como puros líderes civiles. En la filosofía
política que propongo, y que constituye uno de los pilares históricos,
sociales, políticos y filosóficos, cuya lógica lleva a unos tiempos
nuevos que coincidirían con la entrada del cristianismo en el paradigma
de la modernidad (capítulo VII), se considera que Nuevo Mundo podría
nacer eventualmente por el liderazgo de diversos candidatos al
protagonismo. Sin embargo, quiero aquí expresar mi persuasión de que la
madurez del compromiso socio-político de la sociedad civil podría
finalmente nacer por acción del asociacionismo cristiano. Si en la
iglesia surgiera, en efecto, un movimiento de ideas y de formación de
opinión pública cristiana que fuera estableciendo el humus básico que
llevara, en primer lugar, al reconocimiento del paradigma de la
modernidad y, por último, al nuevo concilio, este tráfico de ideas,
creador y transformador de la realidad, inspiraría sin duda a
asociaciones cristianas para orientarlas hacia el nuevo compromiso
socio-político civil para luchar pragmáticamente contra el sufrimiento
humano. Por ello, en el cristianismo podría bullir pronto un nuevo
laboratorio de ideas que hiciera caer en la cuenta de que combatir el
sufrimiento es dramático, es urgente, no admite demoras y exige
actuaciones pragmáticas. En este nicho social cristiano podrían nacer
pronto los compromisos viables que movilizaran a ciudadanos de toda
condición, a cristianos y a religiosos, para hacer "algo posible", la
fundación de Nuevo Mundo, que si no se hiciera pesaría sobre sus
conciencias morales: ese "algo posible" sería el movimiento de acción
social bien diseñado para llegar al definitivo control socio-político
del rumbo de las naciones para imponer por fin una política humanista.
No cabe duda de que la iglesia católica, como consecuencia esencial de
la fe que proclama en el kerigma la doctrina de Jesús, está llamada a
realizar lo que hemos llamado la caridad teologal para con
todos los hombres. En tiempos antiguos la iglesia intentó que los
sistemas teocráticos, en los que quedó atrapada, realizaran una
política cristiana que fuera signo del amor fraternal. Cuando la
sociedad de la modernidad denunció el pacto teocrático con el mundo
religioso, la iglesia no cejó en sus intentos de que el orden de las
naciones reflejara el orden de la caridad cristiana. La doctrina social
de la iglesia viene resonando ya desde hace varios siglos como una
cantinela retórica que apenas influye en la marcha de las naciones de
acuerdo con los principios de una modernidad, ya en el fondo controlada
por férreas "estructuras de dominación", donde la aparente dignidad de
los ciudadanos es manejada por la "mano invisible" que en realidad
gobierna el mundo, insensible al sufrimiento de cada hora, de cada
minuto, de cada segundo. Parece, pues, evidente que un concilio como el
que proponemos, donde estaría representada la iglesia universal, no
podría callar ante la voz de los que sufren; o mejor, de los que sufren
sin tener voz. Al menos retóricamente la iglesia debería aprovechar
esta ocasión para volver a denunciar una sociedad internacional donde
el sufrimiento aumenta más aprisa que las soluciones que se van
gestionando lentamente. Sin embargo, si es verdad que la caridad de
Cristo urge a la iglesia, no se podría contentar con la retórica.
Debería sentir urgencia y pragmatismo para hacer algo por el inmenso
sufrimiento de cada instante en la vida de millones y millones de seres
humanos. Esta urgencia pragmática, en el fondo, funda ya las obras
caritativas de la iglesia en los cinco continentes, y con una inmensa
movilización de recursos privados, por cierto. Pero las soluciones
definitivas no son la caridad cristiana, o las ONG civiles; la única
solución de los problemas real y efectiva depende del gobierno nacional
e internacional del mundo. El concilio debería, pues, preguntarse con
la angustia y la urgencia de un problema moral grave: ¿qué hacer?
Ante esta pregunta, la iglesia no debería responder con respuestas
políticas concretas., comprometiéndose en una línea de acción política
frente a otras, ya que como tal, la iglesia, no es sino una asociación
espiritual que, tras la salida del paradigma antiguo, no insiste ya en
pretensiones de control teocrático de la sociedad y, además, por otra
parte, los cristianos se comprometen por opciones diversas y la
iglesia, que los acoge a todos, no debiera optar solo por una de ellas,
Parece que, de nuevo, la iglesia debiera quedar puramente reducida al
plano retórico habitual. Sin embargo, no es así, puesto que su entrada
en la dimensión socio-política del paradigma de la modernidad le
permitiría actuar dentro de un amplio margen de maniobra. 1) El
concilio debería hacer con toda la solemnidad posible un llamamiento a
la dramática conciencia del sufrimiento, 2) Debería igualmente hacer un
llamamiento en conciencia a los ciudadanos cristianos, religiosos y
no-religiosos, a intervenir en la vida pública de cuantas maneras dicte
su conciencia moral y su razón socio-política. 3) Debería también
instar a los ciudadanos a hacer valer su fuerza por medio del
asociacionismo civil para influir sobre el poder político que, tras la
experiencia inequívoca de los últimos siglos, no ha mostrado ni
capacidad ni voluntad de resolver los problemas de la convivencia
humana. 4) Debería instar a las iglesias cristianas y a las religiones
a colaborar solidariamente, haciendo valer todas las religiones juntas
su fuerza moral universal, para la promoción de compromisos eficaces
que combatieran el sufrimiento humano. Esta solidaridad interreligiosa
estaría avalada por el proceso de convergencia interconfesional e
interreligiosa. Una de las motivaciones que harían entender
precisamente a las religiones el carácter estratégico y la conveniencia
del proceso de convergencia sería precisamente la percepción de la
fuerza transformadora de la realidad que todas juntas podrían asumir.
Si el movimiento de acción civil Nuevo Mundo, propuesto por la
filosofía política, estuviera formándose o hubiera llegado
eventualmente al estadio de crecimiento crítico apropiado para recibir
el apoyo de las religiones (tal como se explicó en el capítulo VII y a
nuestro entender debería suceder), cabría pensar qué debería hacer el
concilio. En mi opinión el lugar y el momento idóneo para el apoyo
oficial de las iglesias y de las religiones a Nuevo Mundo (capítulo
VII) no sería precisamente el concilio, ya que el eventual "apoyo a
Nuevo Mundo" sería un evento en alguna manera más arriesgado y
político, de una naturaleza distinta a los temas esenciales del
concilio. El concilio no debería, pues, actuar en este tipo de
compromisos, salvaguardando el nivel de su instancia superior en el
orden teológico en la iglesia. Sin embargo, si en efecto Nuevo Mundo ya
hubiera alcanzado los niveles críticos de expansión y se acercara el
momento crucial en que las iglesias debieran mostrarle su apoyo
institucional, entonces la declaración del concilio exhortando al
asociacionismo civil de los ciudadanos católicos, cristianos,
religiosos y no-religiosos, podría ya sentar veladamente el apoyo final
que debería producirse después, pasado un tiempo, a Nuevo Mundo. En
todo caso, el concilio debería dejar fuera de toda posible duda el
hecho de que las religiones han entrado en una nueva época en la que el
compromiso civil de los ciudadanos religiosos para resolver el problema
del sufrimiento humano, con urgencia y pragmatismo, mediante el
asociacionismo civil debería hacer que la historia humana entrara en
una nueva situación en que los ciudadanos no siguieran ya como
espectadores impotentes, atados de pies y manos, frente al devenir
incontrolado del sufrimiento constante de la humanidad.
En conclusión: la celebración del concilio se produciría en un tiempo
en que la maduración filosófico-teológica interna de la iglesia por
efecto del acceso al paradigma de la modernidad, así como el progreso
del diálogo interreligioso, coincidirían con un proceso paralelo de la
historia socio-política que produciría la emergencia de una nueva
sensibilidad ético-utópica que desembocaría en la postulación de un
nuevo protagonismo de la sociedad civil. En esta coyuntura de la
historia que calificamos, sin dudar, como excepcional, la iglesia
católica no podría inhibirse de la marcha de los acontecimientos.
Siendo así que sería un momento de máxima importancia para que la
iglesia saldara su deuda histórica para con el sufrimiento humano, la
convocatoria de un concilio para establecer las directrices de la
política en el compromiso frente al sufrimiento sería por sí sola un
argumento suficiente para hacerlo. Mucho más si este concilio debiera
al mismo tiempo dar el tránsito al paradigma de la modernidad y
embarcar a la iglesia en un proceso de renovación y de diálogo con las
otras religiones de tal envergadura que no tendría precedentes en el
pasado.
La fuerza proclamadora de la celebración del
concilio.
Es patente por lo que llevamos dicho que el verdadero drama para la
iglesia católica (en su nivel también para las otras iglesias y
religiones) es no sentirse con fuerza para que su palabra y su doctrina
ayuden a la gente a dar sentido a sus experiencias religiosas. Por
ello, el objetivo esencial de un concilio sería ayudar a la iglesia
frente a la increencia, frente a los anacronismos de su mensaje y el
impacto popular de sus problemas disciplinares, superando un paradigma
anacrónico, ya inoperante, entrando en una nueva manera de hablar de la
fe en consonancia con la cultura de nuestro tiempo. Supongamos que los
resultados de un eventual concilio se alcanzaran sin un concilio; por
ejemplo, mediante documentos eclesiásticos en su forma ordinaria. Es
evidente que su impacto, su fuerza de efecto sobre fieles católicos,
sobre las otras iglesias y religiones y sobre la sociedad en general,
no sería en absoluto el mismo. El que el cambio transcendental se
escenificara en la grandiosa celebración de un concilio ecuménico
-aparte del efecto que ya de por sí pudiera producir por su propio
contenido-tendría un efecto transmisor incomparablemente mayor. Si la
iglesia busca esta capacidad comunicativa: que su mensaje se extienda
al máximo y con máximo impacto tanto en relación a sus fieles como al
resto de instancias religiosas y sociales, entonces la celebración del
concilio sería un argumento en sí mismo. Pensando en la relación
coste-beneficio (en este caso espiritual) la complicación organizativa
evidente de un concilio produciría un beneficio propagandístico
inmenso, ya que día a día, durante meses, toda la prensa universal, así
como radios y televisiones en retransmisiones en directo, en programas
ordinarios y especiales, todos los medios de comunicación social en
general, se harían eco de los temas tratados, de novedades teológicas,
de discusiones, de intervenciones, acompañándolo de entrevistas a los
personajes más relevantes. Es fácil imaginar cómo sería esta portentosa
celebración del concilio y la fuerza de su impacto social. Por ello, el
concilio en sí mismo, aun considerando solo su pura celebración
mediática, por su capacidad de inmenso impacto social en todas las
direcciones, sería un argumento suficiente para emprenderlo. La
importancia excepcional del cambio producido en la iglesia necesitaría
una forma de transmisión excepcional.
Pero hay algo más: el nuevo concilio no sería un concilio ordinario,
sino un evento excepcional que apasionaría a la opinión pública. Un
concilio ordinario como el Vaticano II atrajo ya en su tiempo un
seguimiento mediático fuera de lo común, aunque se trató de un concilio
donde la iglesia se ocupó de sus cosas en la línea en que siempre lo
había hecho hasta entonces, hubo documentos de interés y un nuevo
espíritu general de apertura que interesaron porque producían la
impresión de que se quería entrar en una nueva época (en la que no se
entró porque la iglesia siguió en el paradigma antiguo, sin atisbar ni
siquiera que pudiera pensarse en pasar a uno nuevo). Pero en el nuevo
concilio se produciría realmente la entrada en una nueva época, la de
un entendimiento más profundo del cristianismo de siempre, el del
kerigma de la fe primitiva, bajo la luz enriquecedora del paradigma de
la modernidad. Ver cómo la iglesia católica, una institución de dos mil
años de existencia anticipada por otros dos mil años de historia de
Israel, cansada de caminar en la historia, es capaz de renovar su
pensamiento, de asentarse con una seguridad pasmosa en los cimientos de
la cultura moderna y de la ciencia, de reformular con congruencia
profunda el contenido de su kerigma esencial, de abrirse con firmeza y
sin titubeos al diálogo interconfesional e interreligioso con una
creatividad sorprendente, de dialogar y de respetar por igual el mundo
de la increencia, haciendo admirar el impresionante cuerpo de su
doctrina filosófico-teológica en conexión con las raíces de la cultura
occidental, de introducirse en la dinámica misma de la historia como
protagonista decisiva del compromiso final y de la lucha contra el
sufrimiento humano, ver todo esto, repito, sería un espectáculo
intelectual impresionante. Este espectáculo no dejaría indiferente a la
sociedad actual que reaccionaría entendiendo lo que realmente estaría
pasando en el concilio: una experiencia única, excepcional, de
renovación y de actualización dinámica del kerigma cristiano, en una
forma creativa e inteligible para la sociedad.
Por ello, la iglesia, consciente del impacto mediático del concilio y
de ser una ocasión única para promover la fe católica debería tener
preparada con toda precisión su propia gestión mediática. Esto sería
posible porque, el concilio, de celebrarse, estaría ya preparado en sus
líneas generales y la política vaticana debería velar para que se
cumplieran los objetivos previstos. Todo esto habría supuesto un enorme
proceso de formación de opinión pública en la iglesia y de convergencia
del episcopado mundial en el "espíritu" del nuevo concilio. De ahí que
fuera posible una preparación previa minuciosa de la política de medios
y de comunicados, de materiales informativos de trabajo puestos a
disposición de la prensa por las oficinas de comunicación vaticanas.
En conclusión: habiéndose extendido en la iglesia la persuasión de que
el cambio de paradigma es inevitable y teniendo ya una idea de que su
contenido respondería a las expectativas del tiempo, se extendería
también la convicción de la conveniencia de convocar el concilio.
Ningún otro acontecimiento podría promover con tanta fuerza la nueva
imagen del cristianismo que el cambio de paradigma produciría. La
fuerza mediática del concilio, aparte de la oportunidad teológica dada
la coyuntura en la historia del cristianismo, se convertiría en un
argumento decisivo para su convocatoria. La iglesia católica, debiendo
dirigir el inevitable cambio hacia un nuevo paradigma teológico,
comprendería también la inevitable conveniencia de la convocatoria del
concilio.
Recapitulación: ponerse en manos del Espíritu.
La autoridad jerárquica de la iglesia católica tiene -desde la madurez
y experiencia conseguidas a la altura del siglo XXI-una persuasión muy
clara de que está en sus manos gestionar la proclamación del kerigma
cristiano. Esto supone, a la vez, fidelidad esencial a la doctrina de
Jesús y esfuerzo hermenéutico para que el hombre de cada tiempo perciba
la congruencia de la Voz del Dios de la Revelación con la Voz del Dios
de la Creación. Esto es: la congruencia de· la fe cristiana con nuestra
condición de hombres que construimos nuestra vida bajo la guía de la
razón natural. No tendría sentido pensar que una jerarquía responsable
de la iglesia se lanzara al vacío de convocar un concilio sin tener una
idea clara de su punto de partida y su punto de llegada. El Vaticano II
de Juan XXIII fue una sorpresa carismática de un papa con gran corazón
que dejó "helados" a muchos hombres prudentes del staff
eclesiástico. Pero Juan XXIII no hubo más que uno. Sin embargo, no
afrontar el debido esfuerzo hermenéutico equivale a una "baja calidad"
en la proclamación del kerigma que pesa negativamente en la conciencia
de la iglesia cuya misión es clara. La hermenéutica es obra de la
razón, y desde ella se ha realizado en el paradigma grecorromano.
Llegará, sin embargo, un cierto momento en que los argumentos que pesan
para entender la necesidad del cambio de paradigma y para admitir la
inevitabilidad del concilio -argumentos que hemos expuesto-inquietarán
la conciencia cristiana de los responsables jerárquicos de la iglesia.
Llegará un momento en que la consideración objetiva de la lógica
filosófica y teológica que lleva al cambio paradigmático y al concilio
se les impondrá. Aunque todavía no lo confiesen intuirán que, en
efecto, el paradigma antiguo ha dado de sí todo lo que podía, y más, y
que se impone racionalmente el cambio. Entenderán incluso que la
maqueta teológica de la iglesia que resultaría del cambio paradigmático
ha sido ya propuesta, es brillante y es congruente con el kerigma que
se debe proclamar. El peso de la prudencia responsable ante las
decisiones históricas y el vértigo ante la creatividad excepcional que
debería afrontarse, producirán sin duda angustia y tribulación; la
experiencia hegeliana de que la historia es el camino de la duda y de
la desesperación. Pero la angustia natural deberá superarse por la
rectitud moral, la objetividad de las valoraciones de la razón y la
confianza en el Espíritu de Jesús. El creyente, y más el gobierno de la
iglesia, debe saber, aceptar y confiar en que el Espíritu no fallará
nunca a la iglesia. La iglesia debe dejarse llevar por el soplo del
Espíritu y hay tiempos en que sopla poniéndonos ante los ojos los
argumentos que avalan que un cierto comportamiento es el que responde a
la lógica de la presencia del cristianismo en la historia. Antes
decíamos que no hay concilio sin papa. Por ello, el soplo del Espíritu
que aquí postulamos deberá hacerse presente en un papa que llegue a
entender que no puede ya seguir cerrando a la iglesia al protagonismo
de los tiempos excepcionales que inevitablemente se avecinan.
2. La gran
simulación del nuevo concilio
El nuevo concilio que promovemos es un evento futuro cuya realización
no sabemos si tendrá lugar. Pero para hacerlo posible es necesario que
imaginemos que "podría ser realidad". Imaginar significa aquí no solo
construir la imagen interna del Vaticano y de las tres grandes
basílicas romanas llenas con los 5.000 obispos del orbe católico. Es
algo más: es imaginar su contenido, la filosofía y la teología que
podrían dar respuesta a los grandes problemas cruciales hoy planteados
a la cristiandad. Es necesario imaginar contenidos ponderando que el
kerigma cristiano no solo no se vería debilitado, sino enriquecido por
nuevas hermenéuticas más profundas, surgidas de un conocimiento más
preciso de la realidad, que permitirían un rejuvenecimiento apostólico
de la iglesia católica, y del conjunto de las confesiones cristianas y
de las religiones. Esta capacidad de imaginar es la mejor promoción del
concilio, puesto que nos permite contemplar dónde podría estar la
iglesia y dónde está hoy en realidad. Pues bien, esta imaginación
propuesta es lo que hoy debemos llamar una "simulación": la gran
simulación del nuevo concilio que nos permita palpar "la futura
realidad de un eventual concilio" que, al menos, sería posible en los
términos argumentados en la simulación.
2.1. Naturaleza de la simulación
Qué es una simulación. El concepto
"simulación" se usa hoy en las ciencias de la información y de la
computación. Un programa de simulación del tiempo atmosférico, por
ejemplo, establece un conjunto de variables en un tiempo dado
(temperaturas, humedad, intensidad y velocidad de los vientos, etc.) y,
según un programa de cálculo, predice o "simula" cuál será la situación
de la atmósfera en los días siguientes. Establecidas ciertas variables
y el diseño de un motor se "simula" también cómo evolucionarán otras
variables en condiciones extremas de funcionamiento. En un "simulador
de vuelo" los pilotos se entrenan al tener que reaccionar ante
situaciones ordinarias y emergencias surgidas en la cabina de vuelo. De
acuerdo con esto, una aplicación analógica del término simulación al
sistema que es la iglesia católica nos llevaría a la siguiente
conclusión: podría "simularse" la producción real de cualquier
acontecimiento en la iglesia dentro del establecimiento de ciertos
parámetros o variables que definirían el sistema de salida. En el
fondo, en términos más sencillos, "simular" es pensar "qué sucedería
si"; o bien, "cómo evolucionarían las cosas si pasara esto o aquello".
En términos eclesiales, simular sería entonces imaginar "cómo
evolucionarían las cosas en la iglesia si pasara esto o aquello".
"Esto" o "aquello" formarían parte del punto de partida definitorio de
la situación cuya evolución se trata de prever. En el mundo
psicobiofísico las simulaciones no son nunca predicciones al 100 % de
certeza. Son solo cálculos probabilísticos que dejan abiertas otras
posibles vías de evolución del sistema. Lo mismo acontecería en la
simulación de eventos en la iglesia con mucha mayor razón.
La simulación del nuevo concilio. Sería, pues,
imaginar el suceso futuro de un acontecimiento especial de la iglesia:
la celebración de un nuevo concilio. La simulación, por tanto,
imaginaría los problemas, las circunstancias, el contenido y los
documentos, las soluciones alcanzadas y la proyección social de la
iglesia, que resultarían de la celebración del concilio que se postula.
Sin embargo, la simulación dependería de un conjunto de supuestos que
determinarían a) que el concilio mismo se celebrara y b) la
configuración de sus contenidos. Es claro que, en ciertos supuestos, el
concilio no llegaría nunca a celebrarse. Es claro que desde otros
ciertos supuestos se llegaría a un tipo de concilio determinado (por
ejemplo, para el Vaticano II sus supuestos decidieron su resultado). Al
simular, pues, el nuevo concilio será esencial presentar el conjunto de
factores a) que harán el concilio posible y b) que determinarán el
perfil de sus contenidos. Por esto la simulación solo será válida en el
contexto de los supuestos establecidos. Y aún debemos decir más: esos
mismos supuestos pueden quizá conducir a la simulación propuesta (si
está bien hecha), pero no necesariamente con una certeza al 100 %. Es
decir, los mismos supuestos darían lugar siempre a un cierto tipo de
simulaciones, pero estas podrían diferir entre sí en muchos aspectos no
sustanciales. Las simulaciones dependen siempre de un sistema
interpretativo.
La forma del discurso en la simulación del concilio.
Un programa normal de simulación de procesos físicos, e incluso
biológicos, funciona de una forma rígida establecida por diseños de
análisis matemático. La simulación resultante responde, pues, a un
"discurso rígido" (matemático), propio de la ciencia, aun dentro de
cierto marco probabilístico-estadístico (que se establece también por
un razonamiento rígido, normalmente computacional). En la simulación de
este otro tipo de sucesos humanos y sociales (como la evolución
filosófica, religiosa, política, etc.) se usa otro tipo de discurso que
no es "rígido". Se funda en el tipo de discurso que es propio de las
ciencias humanas donde lo que predomina no es el cálculo numérico y las
funciones matemáticas, sino la ponderación de los conceptos
cualitativos que describen en el lenguaje humano (crítico, filosófico,
teológico) la naturaleza real de las cosas. Este tipo de discurso
muestra que, en ciertos supuestos, la lógica natural del discurso mueve
en una dirección que podría llevar a ciertos resultados. Obviamente, el
nexo entre los supuestos y el resultado de la simulación (que aquí
sería el nuevo concilio) dependería de una mayor oscilación, en función
de la interpretación del autor que la concibe. La simulación científica
la construye una máquina, pero la simulación de un proceso humano y
social es interpretada imaginativamente por la mente de un autor
(aunque se haga desde argumentos formulados de una cierta forma). Los
supuestos lógicos se mueven siempre en una dirección general
coincidente: pero la forma específica del discurso dependerá de la
oscilación de las valoraciones y de la creatividad del autor.
Nuestra simulación del concilio. Lo que
deberemos exponer es, pues, una posible simulación del concilio. Por
tanto, describiremos con cierto detalle los perfiles de lo que "podría
ser el concilio". La simulación, por una parte, estará en dependencia
de los supuestos que nos permiten construirla. Pero, por otra, no
podemos ocultar, ya que es obvio, que la forma de construir la
simulación será propia de nuestro enfoque y de nuestra capacidad
personal de especular con la imaginación que el evento pide. Los
supuestos establecidos podrían llevar a otro autor a resultados
similares y su simulación tendría rasgos personales que no podrían
ocultarse. De la misma manera, un concilio real, que partiera de los
mismos supuestos, también se desarrollaría dejándose llevar por la
línea lógica de estos supuestos, pero los resultados ya no coincidirían
completamente con las imaginaciones que han propuesto simulaciones
previas de autor, sino que serían ya los resultados del concilio real.
Pero nuestra simulación, aun siendo de "autor", es importante, ya que
permite entender que, al menos, un concilio (el aquí simulado) sería
posible y que sus contenidos responderían a la necesidad de la iglesia.
Al menos una simulación habrá construido un modelo del concilio que
"pudiera ser": contemplar su envergadura, su naturaleza excepcional en
la historia de la iglesia y la posible fecundidad de sus resultados
para la creencia, para la disciplina eclesiástica, para la
actualización filosófica y teológica de la cristiandad, para el diálogo
entre las confesiones cristianas y con las grandes religiones, para el
protagonismo de los creyentes en el compromiso final en la lucha contra
el sufrimiento humano, será sin duda el mejor argumento para inclinarse
a la promoción del concilio.
2.2. Los supuestos de la simulación
La específica simulación del concilio que proponemos parte de supuestos
muy precisos que han sido expuestos a lo largo de este ensayo. No son
hechos sucedidos o estados filosófico-teológicos, o socio-políticos, ya
consolidados que simplemente debamos referir. Los supuestos que
establecemos para dar sentido a la simulación del concilio son, a su
vez, hipótesis que podrían suceder, pero que no son un hecho hasta el
momento. Nuestro ensayo consiste precisamente en ofrecer los argumentos
que ayuden a promover nuestras hipótesis para que se conviertan en
realidad. Si estas hipótesis se cumplieran constituirían el supuesto
que permitiría la simulación del concilio que deseamos.
Conciencia de la necesidad de cambio paradigmático.
Para que se pudiera producir sería necesario un proceso previo de
formación de la opinión pública en la iglesia. Esto supondría difusión
de ideas y propuestas que llevaran a la persuasión de la necesidad de
un cambio paradigmático. Esto no se produciría si, al mismo tiempo, no
se vislumbrara que existe una alternativa con solidez suficiente como
para sustituir al paradigma caduco. Las dos cosas irían al mismo
tiempo, tal como se ha explicado. Por nuestra parte, en este ensayo
(así como antes en Dédalo y en Hacia un Nuevo Mundo) hemos pretendido
ayudar a crear opinión sobre la necesidad de cambio. En todo caso, si
la iglesia, es decir, el papa, que es el verdadero motor del concilio,
no llegara a persuadirse de que la iglesia ha estado mucho tiempo en el
paradigma antiguo y de que es necesario embarcarse en el cambio por el
bien de todos, este supuesto no se cumpliría y el concilio no sería
posible.
Conciencia de la pertinencia del paradigma de la
modernidad.
No bastaría con la conciencia de una necesidad de cambio paradigmático.
Si no hubiera una alternativa viable, no sería posible cambiar. La
iglesia no tendría otro camino que seguir en el mismo paradigma,
disimularlo, moverse en el "incompromiso hermenéutico" y poner parches
de emergencia por el método ya ensayado de las adaptaciones ad hoc.
Por tanto, un supuesto esencial sería que la formación de opinión
pública hubiera desembocado en el convencimiento de la existencia de un
paradigma alternativo consistente-Es evidente que una situación previa
de desconcierto, de división entre alternativas contrapuestas, de
tensión entre unos y otros, no permitiría decidir la promoción del
concilio. Este, en efecto, no podría convertirse en un escenario de
desunión y de crisis, con resultados abiertos e inciertos. Si esto
pudiera suceder no sería prudente convocarlo. La única posibilidad real
de convocatoria sería la de un consenso suficientemente amplio,
percibido con certeza en contactos previos entre el episcopado
universal, que hicieran posible prever que se tiene a disposición una
alternativa de calidad que sería respaldada por la asamblea conciliar.
Si el que debiera decidir finalmente la convocatoria es el papa, este
no llegaría decidirlo nunca sin darse cuenta de que en la opinión
pública ha madurado un cierto consenso en torno a una alternativa
viable al paradigma antiguo. Parece claro que el papa no podría ir él
solo hacia delante en solitario, en un proyecto tan complejo.
¿Existe esa alternativa? Pensamos que no. La situación actual de la
iglesia es la descrita a lo largo de este ensayo. Un estado de
parálisis, de mantenimiento de lo que hay, trampeando como se puede. La
tesis de este ensayo consiste en proponer precisamente un análisis
filosófico-teológico para caer en la cuenta de la crisis del paradigma
antiguo y para proponer la nueva hermenéutica que, en nuestra opinión,
debería responder al marco de lo que aquí hemos llamado el paradigma de
la modernidad. A nuestro entender, en este paradigma confluyen todas
las variables del tiempo, se entrelazan con armonía lógica y configuran
la imagen del cristianismo. Creo que es muy difícil buscar alguna otra
alternativa paradigmática (a ello me referiré más abajo). En nuestro
ensayo proponemos el paradigma de la modernidad y formulamos (que
nosotros sepamos por primera vez) su imagen congruente y razonamos su
capacidad para responder a los problemas que hoy afectan al
cristianismo. Si apenas hay alternativas a este paradigma, en
consecuencia, solo hablaríamos de viabilidad del concilio si se hubiera
producido un consenso sobre la necesidad de cambio y un consenso para
que este se resolviera por la alternativa del paradigma de la
modernidad. Es, por tanto, evidente que el supuesto en que nos movemos
es que la propuesta que hacemos en este ensayo -que solo es una
propuesta pues todavía no tiene el respaldo social requerido-hubiera
sido considerada y aunado en torno a sí un consenso eclesial suficiente
en los términos comentados. El consenso podría ser en torno a la
propuesta que aquí presentamos o en una versión similar mejorada, tras
la deliberación teológica a que diera lugar; pero, en nuestra opinión
no se debería alejar mucho de los términos de nuestro paradigma, ya que
responde a la confluencia casi inevitable de las circunstancias de
nuestro tiempo, sobre todo a la imagen del universo, de la vida y del
hombre en la Era de la Ciencia, tal como se razonó previamente
(capítulos IV y V). No hemos propuesto solo el paradigma que nos parece
bien, sino el que requieren tanto las circunstancias
filosófico-teológicas como las socio-políticas.
Por consiguiente, nuestra simulación del concilio se levanta en el
supuesto de que el concilio va a celebrarse desde la persuasión previa
de que existe un paradigma alternativo en los términos del paradigma de
la modernidad. Esto significaría, a su vez, que en la iglesia se
hubiera llevado a cabo un proceso de discernimiento
filosófico-teológico que hubiera creado consenso en torno a esta
alternativa paradigmática. ¿Es esto mucho suponer? Es claro que sí.
Pero no se puede descartar y en este ensayo se contempla movernos en
este supuesto, ya que solo en él podemos hacer una simulación del
concilio que nos permita intuir dónde desembocarían lógicamente
nuestras propuestas.
Conciencia del excepcional momento para el diálogo
interreligioso.
Desde el supuesto anterior, cabe suponer también que el proceso de
discernimiento filosófico-teológico producido en la iglesia abriría
importantes horizontes para el diálogo interconfesional cristiano e
interreligioso. En la propuesta de este ensayo se han presentado ya las
líneas maestras de lo que debiera ser el nuevo diálogo interreligioso.
Debemos suponer, por tanto, que este ambiente de ideas creativas y de
persuasión consensuada de que debería entrarse en una nueva época del
diálogo interreligioso, produciría el marco intelectual previo que en
el concilio debería traducirse en la excepcional oferta teológica de la
iglesia para la convergencia interconfesional cristiana e
interreligiosa. Sin este supuesto no se entendería que uno de los
argumentos para la celebración del concilio fuera la promoción de la
convergencia interreligiosa, ni seríamos capaces de haber diseñado la
forma correcta para dar cabida en el concilio a esta dimensión de
importancia histórica fuera de lo común.
Conciencia del excepcional momento para el
compromiso socio-político.
El otro supuesto, a nuestro entender transcendental, que establecemos
para simular el nuevo concilio es el proceso de protagonismo emergente
de la sociedad civil en los términos que expusimos en Hacia un
Nuevo Mundo,
y antes en Dédalo, que fueron además considerados en este mismo ensayo
(capítulo VII). Que la emergente sensibilidad ético-utópica que
describimos en Hacia un Nuevo Mundo efectivamente acabe por
generar el proceso que llevaría a un Nuevo Mundo es una conjetura
fundada en argumentos construidos dentro de la filosofía política. No
sabemos, por tanto, si la emergencia del Nuevo Mundo acabará por
producirse. Quisiéramos que se produjera y hemos aportado ideas para
hacerlo posible. Pero no somos profetas y no sabemos el curso real de
los acontecimientos, siempre en dependencia de la voluntad libre de los
hombres. Pero hay algo que nos da esperanza y que podría suceder. Si el
paradigma de la modernidad fuera aunando en torno a sí un consenso,
según nuestro supuesto, produciría la transformación del horizonte
socio-político en que los ciudadanos cristianos entenderían su
compromiso en la lucha contra el sufrimiento humano. Por ello, el
ambiente intelectual creado por el paradigma de la modernidad, podría
conducir a que fueran precisamente los ciudadanos cristianos los que
cayeran en la cuenta de la necesidad histórica de emprender la gestión
del definitivo protagonismo de la sociedad civil hacia la creación de
Nuevo Mundo. Por tanto, el crecimiento de la opinión pública en la
iglesia en torno al paradigma de la modernidad podría llevar consigo la
salida a escena de los líderes capaces de promover el protagonismo de
la sociedad civil. Si esto sucediera, el supuesto previo al concilio
incluiría también la conciencia de que las religiones estarían jugando
un papel excepcional en el compromiso civil en la lucha contra el
sufrimiento. De esta manera, la ocasión histórica de la convergencia
interreligiosa coincidiría con la emergencia de la conciencia del
compromiso civil para combatir el sufrimiento, y todo ello con el
concilio, de tal manera que este debiera hacerse eco de ambas
circunstancias. Este es nuestro supuesto, por tanto, y desde él
construiremos la simulación de lo que pudiera ser el nuevo concilio que
hipotéticamente promovemos.
¿Hay alternativas al paradigma de la modernidad?
Nuestra simulación se construirá, por tanto, dando por supuesto que no.
Es decir, suponiendo que el concilio tendría lugar como consecuencia de
la maduración de dos procesos paralelos y simultáneos: la persuasión de
respaldar el cambio de paradigma y la exigencia moral de contribuir de
una forma nueva a la lucha contra el sufrimiento. Sin embargo, aceptar
estos supuestos, ¿será una elección caprichosa, ya que, pongamos por
caso, existen otros paradigmas alternativos en competencia para ser
aceptados como el eje vertebral del nuevo concilio? Debo confesar que
no los conozco. No conozco paradigmas alternativos. Hay, eso sí,
estrategias ante el paradigma. Una de ellas es ignorarlo: no darse por
aludido, esperar que otros también lo ignoren, y quizá haya suerte y
todo llegue a olvidarse en poco tiempo. Combatirlo es otra alternativa:
pero tiene la contrapartida de que, si se combate, otros querrán
defenderlo, pudiéndose provocar así una polémica que no se sabe dónde
podría acabar. En el fondo, sería la alternativa de seguir como siempre
con el alibi de que es lo más prudente y no estaría bien visto dejarse
llevar por el vértigo de la creatividad y de las aventuras. ¿Otras
alternativas? No lo son escuelas o autores que, como tales, están
todavía en el paradigma antiguo. Es el caso del neotomismo
transcendental y, en el fondo, de Teilhard de Chardin (aunque este
último tiene muchos elementos aprovechables: capítulo III). ¿La
teología de la liberación? Esta teología se construyó a medida de una
época protagonizada por la filosofía marxista de la historia, hoy ya
sin prestigio alguno; su justa reivindicación de que el cristianismo
debe comprometerse con la liberación de los pobres es universal, de
siempre, y ha sido asumida en el paradigma de la modernidad desde una
filosofía de la historia más correcta y en congruencia con la situación
actual. Además, la teología de la liberación fue solo socio-política
sin abordar los problemas filosófico-teológicos profundos (verbi
gratia, en relación con la ciencia) que deben ser parte integrante
esencial del nuevo paradigma. ¿Paradigmas de autor? Es evidente que
muchos filósofos y teólogos cristianos han intentado aportar ideas para
una salida cristiana del paradigma antiguo. Muchas de estas ideas son
aprovechables: por ejemplo, las de Xavier Zubiri. Pero no conozco
propuestas paradigmáticas, concluyentes en alguna forma de simulación
del concilio, que tengan la envergadura del paradigma de la modernidad
que nosotros promovemos. Lo más ordinario es hoy que otros muchos
profesionales de la filosofía y de la teología católica hayan seguido
haciendo "ciencia normal" (en el sentido kuhniano), pero siempre al
margen de cualquier alternativa paradigmática seriamente planteada.
Fuera del mundo intelectual católico tampoco conozco alternativas de
corte similar a nuestra propuesta paradigmática. Quizá la escuela de la
filosofía y de la teología del proceso, inspirada en Alfred N.
Whitehead, es la de más entidad en el mundo de la teología protestante
americana actual. Esta escuela, como he explicado en otros escritos,
aportó ideas importantes en torno a la kénosis ya en los años sesenta
(que es cuando yo estaba concibiendo mi obra ya citada antes, Existencia,
Mundanidad, Cristianismo,
publicada en el año 1973 en el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Madrid). Sin embargo, en conjunto, es una teología con
serios problemas de ortodoxia, tanto en perspectiva protestante como
católica, y, además, no contiene ninguna concepción paradigmática que
fuera aplicable para la renovación de la iglesia católica. Lo más
válido de sus intuiciones, por otra parte no exclusivo de esta escuela,
ha sido integrado en el paradigma de la modernidad (verbi gratia, la
teología de la kénosis, aunque en una mejor interpretación). También
muchos buenos profesionales de la filosofía y de la teología
protestante han seguido haciendo su trabajo especializado, pero lejos
también de cualquier propuesta paradigmática considerable por nosotros.
Donde realmente ha existido una conciencia de la necesidad de un cambio
paradigmático ha sido en el movimiento de investigación que se conoce
como el diálogo ciencia-religión, que ha tenido lugar en un ambiente
interconfesional, en gran parte impulsado y apoyado por la obra
altruista y benéfica de la Templeton Foundation. Autores como
Barbour, Polkinghorne, Peacocke, Rolston, Ellis, Heller, etc., han
contribuido a profundizar en la imagen del Cristianismo desde la
ciencia. La obra editada por Polkinghorne, The Work of Love,
Creation as Kenosis,
en que colaboran los principales autores, entre ellos Moltmann, es una
muestra de que, en efecto, el eje vertebral de esta línea de reflexión
desemboca en la teología de la kénosis. Coinciden en este tipo de
filosofía-teología cristiana; sobre todo Ellis que, a fines de los años
noventa, aportó su idea del principio antrópico cristiano. Me
alegra que esta importante corriente haya coincidido, después de los
años, con lo que yo había ya explicado en mi obra publicada en 1973, y
madurada en años anteriores, Existencia, Mundanidad, Cristianismo.
En todo caso, tanto en mi obra de 1973 como en este ensayo creo haber
expuesto la versión, a mi entender más completa, de la teología de la
kénosis y de su proyección como eje del cambio paradigmático en la
iglesia católica (capítulo V). Por tanto, lo aportado desde la
reflexión ciencia-religión, como posible marco de un cambio
paradigmático, ha sido recogido, y ampliado considerablemente, en este
ensayo, siendo presentado como paradigma de la modernidad en los
términos expuestos. Por tanto, el cuerpo de ideas nacido en el ámbito
del diálogo ciencia-religión no es una alternativa al paradigma que
aquí proponemos porque el paradigma de la modernidad es la forma de
entender el cristianismo en la Era de la Ciencia.
2.3. Las cautelas de la simulación del concilio
Es patente, desde la primera página de este ensayo, que está escrito
por una persona religiosa, creyente, perteneciente a la iglesia
católica y, por tanto, en solidaridad con la fe católica y con su
gobierno por la jerarquía de la iglesia. En ningún momento, por tanto,
del desarrollo de este ensayo ha habido intención de decir algo que no
esté en consonancia con la fe católica. Si hubiera algo, que se hubiera
deslizado por descuido en el texto, lo retiraría inmediatamente. Es
más: este ensayo está todo él escrito para promover la fe católica, y
no solo esta sino la apertura confiada a un Dios salvador que se
proclama en las otras confesiones cristianas y en las otras religiones.
No obstante, este ensayo es una densa trama de ideas que necesita
formular explícitamente una serie de cautelas, aplicables a cuanto se
ha dicho en capítulos anteriores y, en mayor grado, a esta simulación
final del concilio.
El kerigma cristiano y el "patrimonium fidei".
Este ensayo no contiene en absoluto afirmaciones que contradigan el
contenido del kerigma cristiano o del llamado patrimonium fidei de las
verdades esenciales de la fe que se remontan a la doctrina revelada de
Jesús y han sido objeto en muchos casos de definiciones dogmáticas. La
fe católica de que aquí se habla, y que se promueve, abarca el amplio
espectro de creencias esenciales de la fe: la existencia de un Dios
Uno, personal, creador y sustentador del universo, la naturaleza
trinitaria de ese Dios Uno y el eterno designio de Dios para la
creación; el pecado original y el pecado personal, la encarnación del
Verbo y la redención, la divinidad de Cristo y los grandes principios
dogmáticos de la cristología definidos en los concilios antiguos; la
idea del hombre personal apelable por Dios, la libertad, la Gracia y
las virtudes cristianas, el carácter mediador del Misterio de Cristo
para la fe en Dios y para la salvación; el papel de la iglesia
cristiana en el plan divino de comunicación a la historia, la
inspiración de las Escrituras y la asistencia a la iglesia, las fuentes
de la revelación en la Escritura y en la Tradición, la teología de los
concilios y el reconocimiento progresivo del Canon, la presencia real
del Espíritu en la iglesia y en todos los hombres, la forma de gobierno
de la iglesia establecida por la providencia divina a través de su
cabeza en el apóstol Pedro y de sus sucesores o papas, a los que está
unido el colegio episcopal, en la continuidad de la tradición
apostólica realizada en la iglesia católica, la organización de la vida
de la iglesia en la Gracia del Espíritu por los sacramentos; la
teología de los así llamados "novísimos", sobre todo la salvación
escatológica por la resurrección más allá de la muerte que será
alcanzada por quienes hayan creído en Cristo y hayan vivido de forma
coherente con su fe y el Juicio Final que hará entender a todos los
hombres, en la presencia divina, el plan salvador de la historia y su
resultado final. Son estos algunos contenidos esenciales del kerigma
cristiano que presentamos como cabecera de nuestro ensayo (capítulo
II). La esencia de la fe es la que se contiene en los numerosos credos
de la iglesia primitiva, por ejemplo la formulación del credo
niceno-constantinopolitano, aunque tal como se ha explicado a lo largo
de este ensayo, el kerigma es algo más amplio que, en alguna manera,
recoge lo que ha sido la historia de la iglesia.
Hermenéutica del kerigma cristiano. La
explicación del kerigma cristiano a la cultura del tiempo buscaba
entender que la Voz del Dios de la Revelación era armónica con la Voz
del Dios de la Creación, conocido por la razón natural. La hermenéutica
o interpretación era una necesidad de la iglesia, ya que tenía la
misión de proclamar y hacer inteligible la doctrina de Jesús. Este
proceso de hermenéutica, condicionado por la historia, condujo al
paradigma grecorromano y a una numerosa serie de variantes
diferenciadas dentro de él. Pues bien, un principio aceptado desde
antiguo en la teología cristiana es que la hermenéutica puede no
respetar (las herejías) o respetar (verbi gratia, san Ireneo, san
Justino, san Juan Crisóstomo, san Agustín o santo Tomás) el kerigma
cristiano. Hermenéuticas que difieren entre sí, pero respetan el
kerigma y son conciliables con él, pueden ser defendidas legítimamente
dentro de la iglesia. Se impondrá aquella que sea más potente (como
pasó con santo Tomás). Este principio clásico, ya primitivo, ha sido
mantenido por los siglos y también en la actualidad. Las hermenéuticas
o interpretaciones no son todas igualmente correctas; pueden contener
errores propios de la cultura del tiempo. Por ello, la asistencia de
Dios a la iglesia se refiere solo al kerigma cristiano; es decir, no
garantiza que las interpretaciones no puedan contener error (no en lo
kerigmático, pero sí en lo hermenéutico). En conclusión: nuestro ensayo
es consciente de que así es la teología católica y de que, por tanto,
es perfectamente legítimo pensar que el paradigma grecorromano en
general (una hermenéutica) ha caducado. En ningún momento se afirma,
sin embargo, que haya caducado ni un ápice del kerigma esencial del
cristianismo y de su patrimonium fidei.
El magisterio de la iglesia. Es el que en
todas las épocas han ejercido las autoridades jerárquicas de la iglesia
en diversas circunstancias eclesiales (tales como concilios, sínodos,
encíclicas, cartas pastorales, catecismos, documentos diversos, etc.).
A él nos referimos ya en el capítulo II. Este magisterio tiene momentos
extraordinarios en que la iglesia, en conciencia de estar "asistida"
por el Espíritu, proclama definiciones que se llaman dogmáticas. Pero
tiene un curso ordinario en la vida de la iglesia. Es en este curso
donde el magisterio puede enseñar los contenidos esenciales del kerigma
y del patrimonium fidei, incluso en ocasiones, pretendidamente, sin la
menor contaminación "hermenéutica". Es evidente que el cristiano no
puede sino identificarse plenamente con este magisterio. Pero el
magisterio tiene la obligación de hacer inteligible el kerigma y, por
ello, utiliza también elementos hermenéuticos que dependen de "sistemas
de interpretación". El magisterio en todo momento busca que sus
explicaciones se apoyen en aquellos principios establecidos en la
tradición católica: santos Padres, filosofía cristiana, etc. Sin
embargo, es comúnmente aceptado en la teología católica que, en lo
hermenéutico, pueden cometerse errores derivados del error propio de
los sistemas de referencia que no tienen garantía ninguna de ser la
verdad final del conocimiento humano. El magisterio, en cada tiempo,
debe afrontar el riesgo hermenéutico porque tiene que hablar a la
cultura de cada tiempo. El "incompromiso hermenéutico" es en ocasiones
un mal menor, pero representa un estado de pobreza conceptual por parte
de la iglesia. El hábito cristiano de "sentir con la iglesia" hace que
la disposición del cristiano deba ser seguir el magisterio de la
iglesia en todo su contenido, pero debe ser consciente de que el
magisterio ordinario, en lo hermenéutico, no tiene la garantía de
inerrancia.
La función de la teología. La teología ha
tenido siempre, ya desde la iglesia primitiva, una función creativa. No
solo conocer y exponer el contenido del kerigma cristiano que proclama
la doctrina de Jesús, a partir de la Escritura y de la Tradición (de
las exposiciones hechas por la iglesia en concilios, sínodos,
magisterio, santos Padres, grandes teólogos), sino también la de
actualizar las explicaciones que vienen del pasado en concordancia con
el momento presente. El teólogo es por esencia creativo: es su misión,
así ha sido reconocido por la iglesia de siempre, y también en la
actualidad. Nadie en la iglesia osará negar que la teología es libre
para pensar y proponer hermenéuticas. Si no fuera así, santo Tomás no
habría construido su formidable hermenéutica aristotélica del
cristianismo. Por consiguiente, la teología no solo puede sino que debe
ir más allá de los principios hermenéuticos del magisterio en un tiempo
determinado. Esta es precisamente su función: la de proponer ideas
nuevas que perfeccionen la calidad hermenéutica cristiana. La teología,
por tanto, no consiste en repetir el magisterio eclesiástico en lo
hermenéutico; en parte puede ser así (debe tender a ser así siempre que
sea posible), pero no necesariamente en su totalidad, ya que el teólogo
perdería su creatividad y no produciría un enriquecimiento de la
iglesia. Si Santo Tomás en su tiempo se hubiera limitado a repetir el
magisterio eclesiástico de entonces en lo hermenéutico, hoy no
existiría el tomismo. Esto es evidente. Las ideas propuestas por la
teología no son el kerigma como tal, ni son ipso facto aceptadas por la
iglesia para explicar el kerigma en su magisterio. Hay un requisito,
sin embargo, esencial para la teología: que se respete el kerigma y el patrimonium
fidei
con todo su contenido dogmático. Por ello la iglesia debe advertir,
cuando lo considera conveniente, si aparecen hermenéuticas que no
concuerdan con los principios del kerigma; sobre todo si estas
hermenéuticas son enseñadas además como si el magisterio eclesiástico
las hubiera aceptado. Una cosa es la investigación teológica, donde
deben aparecer ideas nuevas, y otra la enseñanza de la teología
católica. En esta última, es lógico que la iglesia exija que se enseñe
realmente el magisterio de la iglesia y su doctrina (incluso en lo
hermenéutico), cal como son en su momento histórico (por descontado en
el kerigma, pero también en las hermenéuticas aplicadas). Investigación
teológica (creativa) y enseñanza de la teología católica son dos cosas
distintas; aunque, por otra parte, tampoco cabe excluir que en la
enseñanza se mencione la investigación creativa, aunque debe
presentarse siempre como tal, sin confundirla con la doctrina católica
real que es la que es en cada momento histórico y el teólogo debe
conocer. Estos criterios deben aplicarse a nuestro ensayo para ser
valorado correctamente.
El paradigma de la modernidad, propuesta teológica
creativa.
Supuesta la valoración perfectamente legítima de que el paradigma
grecorromano está ya fuera de tiempo y ha caducado, nuestra propuesta
de un paradigma alternativo es una obra de creatividad (o
investigación) filosófico-teológica. Lo es en lo científico-filosófico
(capítulo IV) y en su aplicación al nuevo entendimiento del kerigma
cristiano (capítulo V). Deben quedar claros algunos puntos. A) Responde
a la intención de aportar modelos hermenéuticos nuevos, creativos,
entendidos como posible servicio a la promoción de la fe cristiana,
ejerciendo lo que la misma iglesia siempre ha pedido y sigue pidiendo
de la filosofía-teología cristiana: que ayude al entendimiento del
cristianismo, así como a su armonía con la ciencia, la filosofía y la
cultura. B) La opinión de que el paradigma antiguo ha caducado es, en
principio, defendible y no hay problema teológico en que pudiera ser
así; si alguien piensa que no ha caducado, esto no excluye la
legitimidad de pensar que sí. Los argumentos para pensar que ha
caducado se han expuesto antes con la suficiente precisión desde
diversas perspectivas (capítulos III-VII). C) En la propuesta de la
alternativa paradigmática, paradigma de la modernidad, se da por
supuesto que no es una repetición del magisterio de la iglesia en lo
hermenéutico. Es, por su propia naturaleza, una propuesta de
creatividad teológica que va más allá del magisterio (no en lo
kerigmático, repetimos, ya que aquí se coincide por completo, sino en
lo hermenéutico, ya que el magisterio, por principio, o bien está
todavía en el paradigma antiguo, o bien actúa en el "incompromiso
hermenéutico"). Por ello, según la teología católica, es posible pensar
que el magisterio esté en principios hermenéuticos atrasados que deban
ser superados (es lo que defendemos en este ensayo con toda
legitimidad). Así pasó en la historia, sin lugar a dudas, y así puede
seguir pasando. D) La propuesta paradigmática no se presenta como ya
aceptada (hermenéuticamente) por el magisterio o por la doctrina de la
iglesia, ya que, por principio, se trata de una propuesta nueva,_
abierta, que debe ser considerada por la opinión pública, valorada con
el tiempo que esto supone y sobre la que, eventualmente, el magisterio
pudiera manifestar su parecer, si lo considera oportuno. La propuesta,
pues, no incita a nadie al error, ni se presenta fraudulentamente en
ningún sentido, porque se muestra en lo que es: pura investigación
teológica creativa orientada a la promoción de la fe católica. E) La
alternativa paradigmática, sin embargo, se construye sobre supuestos
filosóficos y teológicos que constituyen una hermenéutica posible de la
fe cristiana (como en su carácter propio lo fueron san Agustín, santo
Tomás o Francisco Suárez). Hermenéutica posible significa que su
contenido asume íntegramente y es por entero compatible con los
contenidos del kerigma cristiano y el patrimonium fidei.
Compatibilidad no significa pertinencia: san Agustín es compatible,
pero esto no significa que su sistema sea hoy pertinente para resolver
los problemas planteados a la iglesia (al menos esta es nuestra
opinión). Pero, ¿realmente nuestro paradigma asume el kerigma en su
integridad? Pensamos que sí. Por otra parte, cuando este libro se
publique ya habrá pasado los filtros suficientes para asegurar que
efectivamente es así. F) Lo mismo decimos de cuanto hemos especulado en
el capítulo VI sobre el diálogo interreligioso, especialmente las
propuestas para la convergencia con las otras confesiones cristianas.
En nuestra propuesta se defienden todos los contenidos dogmáticos
esenciales de la teología de la iglesia: la unidad y la continuidad de
la iglesia en la tradición apostólica ininterrumpida, la primada del
papado, la autonomía teológica mantenida de acuerdo con la tradición,
etc. G) Tanto en el capítulo VI como en el VII, sin embargo, nuestras
especulaciones se refieren en muchos casos a decisiones políticas que
no tienen relación con lo dogmático: decisiones que podrían tomarse, o
no, por estrategias y decisiones políticas. Nosotros, simplemente,
hacemos una propuesta que consideramos enriquecedora y nacida de la
lógica de la historia en estos momentos. En nuestra argumentación se
traza una imagen del resultado positivo que llevarían consigo las
decisiones en la línea que consideramos correcta. No existe, pues,
ningún problema doctrinal en pensar que la iglesia pudiera tomar las
decisiones que se proponen en nuestro paradigma, ni en lo relativo a la
convergencia interconfesional e interreligiosa, ni en lo relativo a la
filosofía de la historia. H) Igualmente argumentamos en torno a la
simulación propuesta del nuevo concilio: lo dicho en este párrafo puede
aplicarse para entender correctamente qué significa la simulación que
aquí construimos desde la lógica de nuestro ensayo (y de la trilogía en
su conjunto).
3. El concilio se
dirige a todos los hombres
La simulación de los documentos conciliares comienza, pues, por un
bloque que titulamos: El concilio se dirige a todos los hombres.
Este bloque contendría cuatro documentos que constituirían la
introducción al concilio: la explicación de su significado histórico y
el establecimiento de un contacto inicial con los creyentes católicos,
con los cristianos, hombres religiosos, no creyentes y con la sociedad
en su conjunto.
Preámbulo: el método de la simulación. No es
posible simular en toda su amplitud la celebración de un concilio. Por
ello debemos hacerlo por medio de una selección y síntesis de su
contenido. Selección quiere decir que solo se tratarán aquellos
contenidos que parezcan revelantes para transmitir la idea de qué
podría ser el concilio. Síntesis por cuanto los contenidos
seleccionados no se podrán desarrollar en la amplitud que tendrían en
un concilio real y, por ello, se presentarán en un resumen que permita
intuir lo que deberían ser. Selección y síntesis, sin embargo, deberían
tener la suficiente entidad para entender en qué términos debería
discurrir el concilio y cuál sería su fecundidad teológica.
1) Simulación de documentos conciliares. Lo que simularemos
serán, pues, los documentos finales en que el concilio transmitiría sus
enseñanzas en torno a la fe cristiana. Los concilios de la iglesia
católica concluyen con un volumen de documentos conciliares que es
sancionado finalmente por el papa. Sin embargo, no todos los documentos
tienen la misma calificación: puede haber documentos dialogales o
declaraciones (con el objetivo de dialogar con la sociedad, con las
autoridades públicas, con los creyentes cristianos, con las otras
religiones, etc., por ejemplo, los documentos iniciales de
presentación); documentos doctrinales (donde el concilio desarrolla
hermenéuticamente doctrina en tomo a una cierta materia);
constituciones dogmáticas (donde se establece doctrina referente a
aspectos relevantes del kerigma y de la dogmática); decretos y
declaraciones en tomo a cuestiones más bien concretas, por ejemplo de
orden disciplinar. Hay también lo que se llaman definiciones dogmáticas
donde se toma posición ante cuestiones esenciales de la fe en
conciencia de estar bajo la "asistencia" del Espíritu y con toda la
solemnidad que ello requiere. En nuestra simulación solo hablaremos de
"documentos conciliares" en-general, sin precisar la calificación que
finalmente pudieran tener en un concilio real. Pensamos que basta para
los objetivos antes señalados y, al mismo tiempo, simplifica la
simulación, mirando sobre todo a su contenido esencial.
2) Categoría teológica de los documentos conciliares. En el
concilio vemos siempre dos protagonistas: primero, el kerigma o
patrimonio esencial de la fe y, segundo, las hermenéuticas teológicas
dominantes en cada tiempo. Así, en los concilios lateranenses
medievales pudo haber definiciones dogmáticas (de gran importancia para
la fe) formuladas en términos escolásticos. Pero este hecho no
justifica que la "escolástica" quedara por ello elevada a "verdad
dogmática", ya que en el concilio (de acuerdo con lo antes explicado)
debe distinguirse también entre el kerigma y las hermenéuticas
teológicas. Estas últimas pueden ser erróneas (o insuficientes) al ser
juzgadas por tiempos posteriores, porque se construyen desde el
pensamiento provisorio de una época. Sin embargo, en lo hermenéutico,
aunque quizá necesitado de una reformulación más avanzada, pudiera
haber también elementos positivos (por ejemplo, la "escolástica" tiene
sin duda elementos positivos, como son muchas de sus observaciones en
torno a la ley natural, reasumibles en una nueva perspectiva más
moderna). Esto mismo se aplicaría también; en pura lógica teológica, al
nuevo concilio: debería distinguirse lo dicho sobre el kerigma y sobre
los sistemas hermenéuticos aplicados. Por ello, el paradigma de la
modernidad sería solo un sistema hermenéutico más. No obstante, es
importante advertir que el nuevo concilio debería producir ante todo
documentos hermenéuticos en que se mantendría y se explicaría el
kerigma cristiano, consolidado ya, pero sin añadir nuevas definiciones
dogmáticas. Este carácter predominantemente doctrinal-hermenéutico del
concilio (documentos hermenéutico-doctrinales) no le restaría
importancia, ya que es propio de un concilio, y de gran transcendencia,
avalar en un momento de la historia una cierta hermenéutica del kerigma
cristiano. Los concilios se convocan en la iglesia por las más variadas
razones: desde problemas teológicos muy concretos (en la antigüedad),
circunstancias políticas por los roces con la sociedad civil (verbi
gratia, con el sacro romano imperio en la edad media), o por amplias
necesidades pastorales de naturaleza diversa (Vaticano II). La iglesia
es soberana y puede ejercer su soberanía para convocar un concilio que
responda, por ejemplo, a los intereses preferentemente hermenéuticos
que en una época puedan considerarse determinantes. El aval conciliar
de una hermenéutica -aun sin elevarla a categoría absoluta-tiene, sin
embargo, una excepcional importancia porque la asamblea suprema de la
iglesia orientaría en un tiempo crucial, cortaría dudas, ambigüedades,
indecisiones, e impulsaría la forma de entender el cristianismo que
supone el avance del conocimiento y de la cultura en un tiempo
concreto. La iglesia, a través de su asamblea suprema, avalaría el
entendimiento hermenéutico de la conexión con la cultura, ya que sin
este aval la iglesia se perdería en la incertidumbre y en la
inseguridad.
3) La forma de la simulación. Por tanto, la simulación de los
documentos que seguidamente presentaremos no podría llegar nunca, según
lo dicho, hasta una redacción completa de los documentos conciliares.
Será una simulación tanto selectiva como sintética que dividiremos, a
conveniencia explicativa, en tres secciones: preámbulo, criterios y
textos conciliares.
En el preámbulo y en los criterios justificaremos el documento,
explicaremos su naturaleza y haremos las consideraciones aclaratorias
pertinentes, siempre con la mayor concisión. En los "textos
conciliares" se simulará la redacción de párrafos que pudieran estar
contenidos en los mismos documentos reales. Estos textos ayudarán a
intuir lo que el documento debería transmitir.
4) Clasificación de los documentos. Para mayor unidad
explicativa se hace una clasificación de los documentos en diversas
secciones. Así, por ejemplo, en la primera sección, titulada "El
concilio se dirige a todos los hombres", hacemos una presentación de
aquellas declaraciones y documentos doctrinales básicos que debieran
dar comienzo al concilio, dirigiéndose a todos los hombres y a la
sociedad en general. En la segunda sección se expondría el sentido del
nuevo paradigma de la modernidad y sus contenidos básicos en el marco
de la cultura moderna. En otras secciones se recogerían documentos
conciliares dirigidos a la iglesia católica en especial: sobre la
reinterpretación teológica del kerigma cristiano en la nueva
perspectiva, sobre los aspectos pastorales y disciplinares
consecuentes, así como sobre el compromiso socio-político de los
católicos y de la iglesia. Por último, en la sección final, el concilio
se dirigiría a las otras confesiones cristianas y a las grandes
religiones.
3.1. Caminando en el misterio de la vida
(Documento I)
Preámbulo: El hombre en busca de la vida. El
primer documento conciliar debería consistir en un mensaje a la
humanidad para establecer un consenso en los intereses y en las
motivaciones de las acciones humanas que explican la configuración de
las sociedades, de las culturas, de su actividad productora de
conocimiento y de dominio tecnológico creciente de la realidad. La
inquietud humana esencial se describiría como impulso a la vida,
buscando el dominio del mundo (vencer a la muerte) y realizando la
comunión de existencia entre los hombres (vencer el enfrentamiento
interhumano). El segundo documento conciliar (El mensaje de Jesús a
la inquietud humana)
ofrecería a los hombres la esencia del mensaje de Jesús como respuesta
directa a esa inquietud humana expuesta en el primer documento. Este,
por tanto, se construiría recogiendo elementos de la psicología, de la
antropología y de la filosofía, pero sin referencias especiales a lo
teológico. No sería un documento de "expresión de la fe religiosa",
sino de "situación consciente en la realidad humana" de la que brota
naturalmente la acción del hombre, la historia civil y las religiones.
El documento vendría a ser una constatación de la realidad humana: así
somos los hombres, caminando hacia la vida sobre el enigma del
universo. Las religiones serían la respuesta última construida por las
culturas de todos los tiempos, señalando siempre hacia el último
misterio transcendente que podría resolver la aspiración humana por la
vida. El cristianismo sería una propuesta metafísica en el marco de la
religiosidad universal. Sin embargo, en la cultura moderna, la
promoción de una opción atea o agnóstica por el sentido de la vida ha
sido ocasión de situar al hombre ante la incertidumbre. La cultura de
la sospecha se ha extendido, las religiosidades ancestrales se han
puesto en duda y el hombre difícilmente puede seguir encontrando ya
sosiego en sus posibles "sentidos metafísicos de la vida"... Este
documento debería ser una apertura del diálogo con el corazón del ser
humano individual y con sus aspiraciones a la vida; no tanto con las
cuestiones sociales, colectivas, cuanto con el corazón humano en la
intimidad individual de cada persona.
Criterios: Una antropología intimista de la vida.
El criterio básico para este primer documento no sería exponer un
tratado de antropología clásico, quizá con los sesgos existenciales
habituales, sino dirigirse a la intimidad existencial de todo hombre
para reconstruir con él la estructura de sus íntimas apetencias de ser
humano en su apertura a la vida. Sería una apelación a poner a flote
con toda sinceridad el verdadero peso de la experiencia subjetiva, de
la búsqueda interior de acogimiento y de felicidad, en medio del drama
subjetivo de la existencia. El ser humano tiende bajo el peso de sus
ansiedades y de sus angustias a ocultarse a sí mismo, a olvidar el
verdadero ser interno de su subjetividad personal. El documento debería
apelar así a la sinceridad radical del hombre ante la propia realidad
individual, no tanto -en este documento- hacia su proyección sobre
otras dimensiones sociales, políticas o culturales, también esenciales
que serán aludidas en otros lugares.
1) La vida. Debería partirse del hecho de la vida en el marco
sorprendente de la existencia del universo. La vida humana situada en
el proceso de la vida en el universo, por tanto, recogiendo los
impulsos a vivir desde la dinámica de lo real, como una realización
plena de las funciones corporales, del ejercicio de los sentidos que
nos unen a la experiencia estética del espacio y de la luz, de la
satisfacción en el dominio de las cosas para alimentarnos, cobijarnos
de las inclemencias de la naturaleza y realizar una vida en común con
los miembros de nuestra especie, formando así una familia y realizando
nuestros afectos y sexualidad con armonía natural…
2) La felicidad. La felicidad es el estado en que se siente
realizada la vida en su plenitud. Al perseguir la realización de la
vida, todos los hombres buscan la felicidad. Este concepto, a veces
desgastado por su constante uso popular, expresa perfectamente la
aspiración esencial del hombre. Muchos hombres han desvirtuado el móvil
esencial de sus vidas ante la presión de los imperativos sociales: el
poder obsesivo, el acopio de riquezas y de dinero, la sexualidad
animal, los vicios ordinarios, la frivolidad... Muchos de estos
comportamientos son desviaciones pervertidas de la verdadera ansia de
felicidad auténtica de los seres humanos...
3) Caminos de búsqueda de la felicidad. El trabajo ha sido la
respuesta del mundo animal y humano al impulso por la vida. La vida no
está dada sino que debe hacerse por las propias acciones. El documento
debería describir la acción humana en busca de la vida, tanto como
dominio del mundo (conocimiento, ciencia, tecnología) o como
intercomunicación humana que busca a la mujer para la formación de la
familia y se amplía después en otros círculos sociales de comunión
interhumana. Debería describirse la dimensión apetitiva subjetiva de
esta búsqueda desde el punto de vista de la necesidad individual de dar
"sentido a la vida". El sistema de sentido que cada persona construye
en su vida es una respuesta a la búsqueda imperiosa de felicidad, de
significación y de sentido...
4) El drama y la frustración de la vida. La aspiración ideal de
la vida a la felicidad queda dramáticamente contrastada con la
facticidad de lo que da de sí la existencia en el mundo. El dominio
acaba en frustración y la comunicación interhumana también. El drama
del agotamiento paulatino de la vida hacia la muerte final dibuja la
amplitud del dramatismo de la existencia... La historia humana en su
conjunto, o la descripción de la biografía personal de todo hombre, han
sido y son una-constatación de la gran frustración en el dominio del
mundo (que acaba en la muerte) y en la comunión humana (que acaba en el
desamparo y en el vacío final).
5) Soñar la exaltación y el drama de la vida. La medida de la
aspiración a la vida y de la conciencia dramática de su frustración se
alcanza al observar el grado en que la exaltación de la vida y de su
experiencia dramática han sido recreados en las artes humanas y en los
medios de comunicación. La cultura crea modelos, héroes, ensoñaciones
multiformes, realidades mágicas, que hacen a las personas evadirse de
la realidad, viviendo su vida en los "sueños". Así, el documento
debería hacer caer en la cuenta de este mercado de "ensoñaciones
estéticas" en la sociedad contemporánea... Sin embargo, la exaltación
no solo es del "sueño" de la plenitud, sino del "drama" que se impone
en la vida real...
6) La imaginación religiosa, reserva final de la felicidad. El
concilio observaría que, si consideramos la historia de las religiones
se constata que responden a una última esperanza de que la vida pueda
acabar en plenitud. El hombre ha creído que las religiones están en
conformidad con la verdad última del universo y las han utilizado como
consuelo ante el dramatismo de la vida. Los hombres han creído que su
ilusión por la vida podía hacerse realidad en el horizonte abierto por
las religiones... La historia muestra así la persistencia humana en el
"sueño de la religión", abierto a una felicidad final absoluta...
7) La sospecha de la razón crítica atea y agnóstica y el vacío
existencial...
Sin embargo, la historia muestra también que lo que en un principio fue
obvio en la historia de las culturas, a saber, la pertinencia y el
sentido de las cosmovisiones religiosas, fue puesto en duda por una
cultura construida por la crítica de la idea de Dios y de las
tradiciones religiosas establecidas. Los argumentos esgrimidos fueron
la frustración y el dramatismo de la vida (el Mal), la crítica
anticlerical de los malos usos de las religiones ejercidos en diversas
sociedades y el apoyo de la razón científico-filosófica que argumenta
una explicación sin Dios del universo. Pero la "cultura de la sospecha"
y de la increencia dejó al hombre sin ilusión y solo con el dramatismo
de la vida... Los hombres han concebido libremente ideologías sin Dios,
pero con ello se ha acrecentado la angustia ante el enigma del mundo y
el drama de la existencia. El hombre ha sido libre, pero con su
libertad se ha conducido a la soledad en el universo. La historia
humana ha entrado en los últimos siglos en una época atormentada por
las grandes incertidumbres metafísicas sobre el futuro y sobre el
acceso a la vida que cabe esperar de la existencia...
8) Las grandes preguntas del camino en el enigma de la vida. La
seguridad metafísica de las culturas antiguas se ha roto en la cultura
moderna y el hombre vive sobre la incertidumbre del enigma de la vida.
Es sospechosa la religión, pero son también sospechosos el ateísmo y el
agnosticismo. El mundo de las religiones que permitía, al menos,
"soñar", vivir en la esperanza de un futuro de plenitud y salvación, ha
sido puesto en cuestión por la cultura moderna (quizá porque el mismo
mundo religioso no ha sabido situarse en la modernidad) y una poderosa
estructura de estímulos inmediatos ha tendido una red que hace que los
hombres olviden el horizonte de la metafísica embebidos en la "ilusión"
del consumo y del gozo próximo del más-acá. Por ello, parte de la
sociedad moderna se ha situado en un camino cuyo último término es la
frustración, la infelicidad final y la muerte. El hombre moderno,
sumergido en una experiencia ilusoria de la vida, se ha orientado hacia
un previsible fracaso final de su aspiración a vivir. El documento
debería concluir analizando la experiencia de búsqueda de felicidad en
este mundo ambiguo y enigmático, abierto a la sospecha, y planteando
cómo la vida humana puede recapitularse por dos grandes preguntas,
insertas en la conciencia íntima del hombre en la cultura que vivimos:
la pregunta por el posible Dios oculto y la pregunta por el Dios
liberador (preguntas ya presentadas en la argumentación de este ensayo:
capítulo V). Estas dos preguntas serán retomadas además en el documento
II.
Textos conciliares: la voluntad de creer en la
vida
"El impulso biológico a vivir explica cuanto hacemos, pero no es algo
que pueda darse o no darse, porque está inserto en las disposiciones
neuronales más esenciales heredadas del mundo animal. Los hombres han
diseñado sus vidas como un viaje inexorable hacia la muerte, del que
pronto serán conscientes con angustia. Sin embargo, aun siendo así, el
hecho es que muchos hombres parecen haber aceptado que el ansia por
vivir es una ilusión que acabará necesariamente frustrada. Sospechan ya
del dominio de las cosas, que acabará siendo un engaño; pero sospechan
incluso de los otros seres humanos con los que querrían estar en
comunión, viendo sin embargo que es la incomunicación profunda lo que
se impone. El hombre queda solo, frustrado, desamparado ante su ilusión
por vivir. Parece aceptar los hechos, el dramatismo de la vida y se
somete a su condición indigente con mal humor, con zafiedad y falta de
estilo ante la vida, con intemperancia y un lenguaje desabrido, con
hipercrítica y amargura ante todo. Es el malestar existencial que se
expresa en la explosión emocional de la "blasfemia". Ese hombre cerrado
a la esperanza de la vida parece un diseño erróneo de la naturaleza. El
concilio exhorta a todo hombre que vive del impulso neuronal,
biológico, a perseguir la felicidad, a no reprimir la esperanza final
en una vida plena. El hombre -siendo crítico consigo mismo, renunciando
a la amargura existencial, a la zafiedad intelectual despectiva para
con todo, a las posiciones preconcebidas ya cerradas-debe afrontar la
búsqueda de los caminos posibles hacia la felicidad, hacia la vida,
haciendo un uso objetivo de la razón, abierto a la sinceridad interior
en que solo debe dar cuenta ante sí mismo, para ponderar los indicios,
por mínimos que sean, de que pueda realmente existir un camino que nos
conduzca como personas, como seres individuales con nombres y
apellidos, cada ~no con su propia historia, a la felicidad que todos
ansiamos. Es necesario que pensemos que la vida es quizá posible para
cada uno de nosotros y que depende de las decisiones que debemos tomar
solos en la intimidad de nuestro ser. Sin tener que dar cuestas a
ningún otro hombre, solo ante nuestra sinceridad interior que nos hará
responsables de haber cortado el acceso a la vida".
3.2. El mensaje de Jesús a la inquietud humana
(Documento II)
Preámbulo: El mensaje de Jesús toca el corazón
humano.
El objetivo del segundo documento iría dirigido a comunicar la esencia
misma del mensaje del cristianismo al ser humano. La esencia del
cristianismo responde a las grandes preguntas que lleva consigo la
naturaleza humana cuando pondera qué caminos quedan abiertos para
alcanzar la felicidad al discurrir a través del enigma de la vida.
Cuando se considera el dramatismo de la vida, la experiencia sufriente
de toda biografía personal, la sangre y violencia esparcidas a lo largo
de la historia de las naciones, es patente la dificultad de abrirse a
la fe y a la esperanza en un Dios salvador; y más en una cultura cada
vez más crítica hacia lo religioso. Pero cabe pensar que el mensaje
esencial del cristianismo -el mensaje de Jesús-no es un pliego
explicativo, con letra grande y con letra pequeña, asequible a unos
pocos, sino la palabra sencilla que toca el mismo centro del corazón
humano. El concilio y la iglesia creen que el mensaje de Jesús nos hace
intuir la explicación de la vida y nos impulsa a esperar una salvación
futura en que la felicidad ansiada será enigmáticamente posible. La
oferta universal de salvación en que cree sin dudar la religión
cristiana, y la iglesia católica, excluye teológicamente pensar que el
misterio religioso de la vida -humana dependa de la pertenencia social
explícita a la iglesia católica, con sus ritos, sus ordenanzas y su
"letra pequeña". Hay un cristianismo universal del que ya hablamos
(capítulo VI) que debe estar inserto en la naturaleza humana y
constituye la quintaesencia de la religiosidad humana intuida
directamente por todo hombre. Es teológicamente incuestionable que la
esencia del mensaje de Jesús va dirigida a todos los hombres y, por
tanto, debe responder a esa esencia universal de la vida y de su
dramatismo profundo. El mensaje esencial de Jesús que la iglesia
custodia y transmite a la historia no es, pues, "regular" con normas
positivas la existencia de una iglesia "pequeña", la iglesia católica
como tal (pequeña si es comparada con el conjunto de la humanidad),
sino proclamar una salvación de orden universal. No es que Jesús no
haya regulado la existencia de la iglesia cristiana como tal, que lo ha
hecho y entra en su plan providente, sino que la "iglesia pequeña" es
un instrumento providencial de proclamación de la "iglesia grande", la
verdadera iglesia universal que abarca a todos los hombres. Este
segundo documento debería proclamar solemnemente la esencia universal
del cristianismo para mover a los hombres, instalados con dramatismo en
su historia personal y en la inquietud existencial por la vida y por la
felicidad (Documento I), a percibir la intensidad atrayente de la luz
que el cristianismo -la palabra de Jesús-deja abierta como posibilidad
final.
Criterios: Jesús confirma la sospecha
transcendente del hombre.
Cuando hablamos de "esencia universal del cristianismo" nos referimos a
la "esencia del mensaje de Jesús". Para entenderla y que produzca su
impacto natural en la vida del hombre es necesario que este advierta
reflexivamente cuáles son las grandes inquietudes que constituyen su
condición humana. El mensaje de Jesús, el que la iglesia debe proclamar
ante todos los hombres, solo se entiende desde estas inquietudes·
porque la palabra de Jesús las responde directamente. El hombre se ve
así sorprendentemente afectado por un mensaje enigmático que le ofrece
indicios, pistas para resolver el misterio de la transcendencia. La
esencia de esta inquietud fundamental de la existencia ante la
transcendencia es si en realidad existirá, o no existirá, un Dios
oculto que, a pesar de su silencio actual, quiera ser un Dios liberador
de la vida individual de cada uno y de la especie humana. Pues bien, el
mensaje de Jesús responde directamente a estas incertidumbres o
sospechas metafísicas de todo hombre, ya que, en último término, dice:
debéis confiar en ese impulso que os mueve a creer que pudiera haber un
Dios oculto que quiere liberarte y liberaros porque Yo os digo en
nombre de Dios que es así, que afectivamente la explicación última del
universo es un Dios creador que se oculta pero quiere liberar la
especie humana.
1) La experiencia gozosa de la vida. El don de la vida nos ha
permitido estar abiertos a la ilusión por alcanzarla plenamente. La
hemos deseado intensamente. Hemos trabajado para conseguir un dominio
satisfactorio del mundo, tener los alimentos necesarios y un cobijo
para vivir. Quizá hemos triunfado y hemos en parte conseguido nuestra
apetencia por vivir. Hemos buscado también la unión existencial con
otros hombres. Hemos buscado amar y ser amados, dentro de los impulsos
sociales, sexuales y quizá hemos fundado una familia. Hemos tenido la
gozosa experiencia de lo que significa vivir, al menos un destello de
lo que podría ser. Y si no ha sido así, o incluso así, hemos estado
abiertos a evadimos y ser felices en la ilusión de una realidad mágica,
la "ensoñación" de la vida que nosotros hemos creado con nuestra
imaginación con los abundantes elementos que la misma sociedad ha
puesto a nuestra disposición. Y, sobre todo, hemos tenido la
experiencia de que el gozo del mundo, realizado o soñado, ha sido
construido por nuestra libertad, por nuestras decisiones libres y por
nuestros compromisos. Lo que hemos hecho es en parte fruto de nuestra
libertad. Pero lo que no hemos hecho también ha sido producto de
nuestra libertad.
2) La frustración de la vida. Pero junto a la experiencia del
gozo por la vida también hemos pasado todos por la experiencia de la
frustración. Incluso en la juventud, cuando vivimos la borrachera de la
salud, de la potencia, de la ilusión, y parece que podemos comernos el
mundo a voluntad, han caído sobre nosotros nubes de densa oscuridad,
hasta hacernos llorar depresivamente en la desnudez de la sinceridad
interior, como presintiendo la angustia premonitoria del drama final en
que acabará la historia de nuestra vida. El drama es el final
inevitable de la vida. Esta es siempre una mezcla, cuasi dialéctica, de
gozo y de frustración. Quizá no a los veinte años, o quizá sí, pero
siempre llega un momento en la vida de todo hombre en que la realidad,
gozosa y frustrante, de la vida se impone con absoluta nitidez.
3) Preguntas y sospechas metafísicas. Solo cuando el hombre ha
llegado a experimentar la vida en su puro realismo aplastante, la
exaltación del gozo y la frustración del fracaso, al menos cuando lo ha
entendido intelectualmente, está en condiciones existenciales de
plantearse las grandes preguntas y sospechas metafísicas. El hombre
mundano que ha vivido sin pensar en lo transcendente, atendiendo solo a
lo inmediato, al triunfo, al dinero, al amor, arrastrado por el vértigo
del consumo, está en la cultura contemporánea instado a una "sospecha
ante lo transcendente" promovida.por lo que ha llegado a constituirse
"lo políticamente correcto". No parece que Dios fuera creador de un
mundo tan frustrante y desordenado, tan dramático y con capacidad de
producir tanto sufrimiento en los seres humanos. Además, es poco
alentador que Dios esté representado por religiones también tan
frustrantes, ante las que se han mantenido durante años posiciones
anticlericales. Dicen, por otra parte, que la ciencia no ve razones
para pensar que Dios sea real. Por todo ello, muchos hombres acaban sus
días en el "malestar profundo" de haber vivido, en alguna manera
avenidos a que no queda ya sino que la vida sea absorbida en la
oscuridad sin fondo de la muerte; sin ser capaces de ver la más mínima
luz ni capaces de sentirse moralmente justificados a comprometerse con
ella. Pero ante este final sin esperanza de vida, todo hombre tiene
todavía sospechas que le inquietan y le hacen temer que su rumbo sin
esperanza no haya sido un error. La sospecha metafísica le llena de
inquietud y de remordimiento. Observa el hecho histórico real de que la
inmensa mayoría de los hombres han orientado sus vidas bajo la luz de
las religiones que han nacido en las más recónditas regiones de la
tierra. ¿No será que, en último término, Dios existe? ¿No será verdad
que existe un Dios que, por algún designio que no se entiende, ha
ocultado su presencia y ha dejado que el universo siga su curso
inexorable? ¿No será que, en realidad, como esperan las religiones,
existirá un Dios liberador de los hombres? En todo hombre, las
preguntas con que se concluía el Documento I acompañan siempre
irremediablemente la condición humana, sobre todo a quienes siguen
viviendo desde la sospecha metafísica resuelta en la pérdida de
esperanza ante la vida.
4) La proclamación del mensaje de Jesús. El concilio de la
iglesia católica, consciente de que esta es la inquietud esencial de la
existencia humana, quiere proclamar y transmitir a todos los hombres la
esencia del mensaje de Jesús. El concilio, como iglesia cristiana, es
la asamblea de quienes han dado crédito a las palabras y a los hechos
de Jesús, a su doctrina transmitida como revelación del eterno designio
o plan de un Dios creador del universo. El mensaje de Jesús está
dirigido a todos los hombres: es la exhortación a creer en aquello que
podíamos ya sospechar por nuestra condición humana. Creer en la
existencia de un Dios que ha querido ocultar su presencia, que ha
establecido un plan de relación con el hombre plenamente libre que
incluye un mundo de dolor, pero un Dios que se manifestará liberador
más allá de la muerte. El mensaje de Jesús es así un nuevo impulso,
introducido en la historia, que nos llama a "creer en la existencia de
un Dios liberador, a pesar de su ocultamiento", lo que equivale a
decir, "a pesar del dolor y del sufrimiento de la historia".
5) Exhortación a esperar la transcendencia de la vida. El
concilio exhorta a todos los hombres a no dejarse hundir por la
desesperanza. Los hombres que se ven aliviados por la angustia y el
dramatismo de la vida, que se rebelan ante un mundo de dolor, son
invitados por Jesús a tener el valor de creer que, a pesar de todo,
existe un Dios oculto y liberador. La iglesia invita a sentirse
aliviados por Jesús, si se siente el agobio por la frustración de la
vida. Cada persona, cada individuo en las circunstancias concretas de
su vida real -por dramáticas y decepcionantes que a cada uno le
parezcan-es libre para abrirse en lo íntimo de su ser a la fuerza que
le impulsa a creer que la plenitud de la vida es en último término
posible, si aceptamos en libertad personal a un Dios oculto, a pesar de
la desmoralización que nos produce su lejanía y su silencio. Toda la
creación está hecha por Dios, según el mensaje de Jesús, para promover
que el hombre, al menos en la sinceridad interior de su conciencia,
diga "sí" al Dios oculto y liberador, siendo capaces de confiar en la
pertinencia de su designio salvador a pesar del dramatismo de la vida
personal y de la historia. Esta fuerza para vencer la desmoralización
ante la continuidad final de la vida es, al menos, la que el concilio
nos exhorta a ser capaces de tener. Es, al menos, la gran cuestión que
debe resolverse ante Dios, sin testigos ni andamiajes externos, en la
apertura personal y libre del hombre a Dios como relación personal, de
tú a tú, desde nuestro "espíritu" al Espíritu divino. Sin testigos.
Solo ante nosotros.
6) Sentirse miembro del cristianismo universal. Aceptar al Dios
oculto pero también liberador es formar parte del cristianismo
universal. Todos los hombres que en las diferentes religiones
aparecidas en las más variadas culturas se han abierto a la esperanza
de un poder salvador divino, a pesar de la experiencia del dramatismo
de la vida, están aceptando la esencia del mensaje de Jesús. En este
sentido la iglesia cristiana los considera parte implícita del
cristianismo. En su inmensa mayoría la humanidad ha sido "cristiana"
aceptando la Voz del Dios de la Creación, que impulsa a creer en la
voluntad liberadora de un Dios oculto, que ha sido reafirmada y
confirmada, como creen los cristianos, por la Voz del Dios de la
Revelación en Jesucristo. Este documento enlazará con el documento VII
que expondría la nueva hermenéutica del paradigma de la modernidad. En
el documento VII se proclamaría el sentido cristológico de toda
religiosidad natural.
Textos conciliares: La fuerza para superar la
angustia del sufrimiento
"Quienes consideren la obra realizada por el concilio de la iglesia
católica quizá tiendan a pensar que sus objetivos sean defender
intereses, promover adeptos, · buscar pleitesías y reconocimientos de
la iglesia como tal. El concilio quiere, sin embargo, proclamar con
firmeza que el objetivo más importante que se propone no está vinculado
a lo que pudiera considerarse un interés inmediato favorable a la
organización de su entidad eclesial. La iglesia quiere dirigirse a los
hombres y decirles algo que afectará simplemente a la vida interior de
sus personas. Busca ayudar a los seres humanos en las decisiones y en
las vivencias, en el modo final en que deberán construir su "sentido de
la vida", allí donde son sinceros consigo mismos, en la intimidad
interior de la que solo cada uno es testigo, sin tener que dar cuentas
a nadie, sin necesidad de reconocer nada ante los demás, ni ante la
sociedad ni ante iglesia o religión alguna; ayudar en las decisiones y
en las vivencias esenciales que llevan a configurar interiormente lo
que realmente pensamos, cómo sentimos el enigma final de la vida y
cuáles son los verdaderos sentimientos que nos animan, más allá de las
servidumbres y las consideraciones sociales. El concilio quiere
transmitir a nuestra intimidad como personas libres el mensaje que
Jesús quiso proclamar a todos los hombres. Es un mensaje muy sencillo:
es la llamada a confiar en aquello a que nos mueve ya, en alguna
manera, nuestra condición de hombres, a saber, que, sin dejarnos vencer
por la desmoralización ante el sufrimiento, por la lejanía y por el
silencio de Dios en la historia, debemos confiar en un Dios oculto que
permite un mundo de dolor, pero que, sin embargo, prepara una
liberación final de nuestras vidas. El concilio se dirige a la
conciencia interior de todo ser humano para exhortarle a creer en la
realidad de un Dios oculto y liberador que ha sido confirmado por el
mensaje de Jesús y que nos instalará en la Vida. Decir que sí, es hacer
posible que, a pesar del sufrimiento que nos agobia, sintamos la
realización interior de confiar en que finalmente la felicidad, la
plenitud de Vida, será posible para cada una de nuestras biografías
personales. Cada uno, en su historia personal, será acogido por el
Dios, ahora oculto, que prepara la liberación. Para creerlo y acogernos
a esta esperanza estamos solos y libres ante Dios en la intimidad de
nuestras conciencias".
3.3. La iglesia reencuentra a Jesús en la
modernidad (Documento III)
Preámbulo: Reconocimiento del cambio hermenéutico.
La naturaleza del nuevo concilio sería la de avalar el gran cambio
paradigmático producido tras veinte siglos de vigencia en continuidad
del paradigma antiguo. Por tanto, una vez establecido el contacto
inicial del concilio con el hombre de nuestro tiempo en el Documento I
(por una analítica existencial sobre "caminar en el misterio" abiertos
al enigma de lo metafísico) y presentado el mensaje esencial de Jesús a
la inquietud radical humana en el Documento II (cristianismo
universal), sería el momento de explicar también a todos los hombres
cuál será la tarea conciliar. A mi entender, no puede dejar de
explicarse esta tarea para que el mensaje que se va a transmitir llegue
en toda su nitidez. La política habitual de la iglesia en el paradigma
antiguo fue disimular introduciendo las adaptaciones ad hoc
como si no pasara nada. Pero esta actitud ya no se podría seguir
manteniendo: la iglesia debería explicar con toda claridad que ha
llegado el momento del cambio y que va a emprenderlo con decisión.
Debería aclarar por qué razones la explicación del kerigma cristiano
necesitó una hermenéutica y cómo se formó la primera gran hermenéutica
cristiana a partir de la cultura grecorromana. A través de los siglos
de vigencia de ese paradigma, y dentro de sus condicionamientos, se fue
expresando la teología cristiana. El kerigma cristiano esencial se
transmitió en la vestidura del paradigma antiguo, aunque esta
respondiera a esquemas que con el tiempo se mostrarían inapropiados.
Esto es lo que comenzó a pasar, poco a poco, desde que la Edad media se
transformó en la modernidad. Desde entonces se fue formando una nueva
imagen de la realidad que suponía, en el fondo, una profundización en
la naturaleza del universo, de la vida y del hombre que Dios había
creado. Era necesaria una nueva interpretación, lectura o hermenéutica
de la fe cristiana, es decir, del contenido del kerigma predicado por
Jesús, al que los cristianos se adhirieron y cuya misión es hacerlo
presente en la historia. Este cambio hermenéutico, o paradigmático en
términos epistemológicos modernos, se demoró durante siglos, pero
finalmente va a ser emprendido por el concilio. Sin este
reconocimiento, por tanto, del "cambio hermenéutico" abordado por el
concilio, ni la sociedad en general ni los creyentes entenderían lo que
se estaría haciendo realmente en el concilio, ni la transcendencia
histórica excepcional de sus resultados y consecuencias.
Criterios: El itinerario histórico hacia el cambio
hermenéutico.
Admitido ya el "cambio hermenéutico" como objetivo capital del
concilio, el objetivo que además cumpliría el Documento III sería
ofrecer una explicación introductoria de la naturaleza de la iglesia
(dirigida a todos los hombres), su necesidad de una perspectiva
hermenéutica, lo que fue el paradigma antiguo, la ocasión histórica de
cambio como exigencia de la nueva imagen de la realidad configurada en
la modernidad, el resultado del cambio hermenéutico abordado por el
concilio y algunas consecuencias más importantes (ya que en detalle se
irían presentando en los documentos específicos posteriores).
1) Origen de la fe cristiana: Jesús y el kerigma primitivo.
Este
documento debería comenzar por una presentación sumaria de la aparición
de Jesús en el marco de la historia de Israel. Jesús, el sorprendente
"profeta" (algo más que un simple profeta) que predica una doctrina
revelada y que se presenta a sí mismo como el Hijo, de condición
divina. Su doctrina revela el plan divino para la creación y la
salvación del hombre. La iglesia nace como adhesión existencial sin
límites a la persona de Jesús y al asumir, de acuerdo con su doctrina,
la misión de proclamar el mensaje de Jesús en la historia. El kerigma
es esa doctrina de Jesús que la iglesia debe proclamar y que se apoya
en la narración de los hechos y palabras de Jesús en las Escrituras
Sagradas (Biblia).
2) Necesidad hermenéutica en la proclamación del kerigma. Los
cristianos, por tanto, estaban persuadidos de que la Verdad se había
manifestado en Jesús y, en consecuencia, la verdad cristiana (revelada
en Jesús) debía ser conforme a la verdad de la creación (obra del mismo
Dios de Jesús). Por tanto, entre la razón natural -o, más ampliamente,
la experiencia del hombre en el mundo-y el pretendido mensaje revelado
de Jesús debía darse una concordancia. Por ello, profundizar en el
conocimiento racional del hombre en el mundo debía conducir a explicar
de forma más inteligible el mensaje de Jesús. Se abordaba así una
"hermenéutica" o interpretación del kerigma cristiano. En la
proclamación del kerigma debía entonces iluminarse en armonía la verdad
del hombre. Así nació la teología cristiana.
3) La configuración de la hermenéutica antigua. Es comprensible
que en los primeros siglos comenzara pronto una teología hermenéutica
que no podía en aquel tiempo sino fundarse en la cultura grecorromana.
Así nació un cierto tipo de hermenéutica que, ampliamente, se inspiró
en la cultura grecorromana y que se ha mantenido hasta la actualidad,
en un marco amplio de variaciones y de adaptaciones. Este paradigma
antiguo tuvo dos dimensiones. En la filosófico-teológica se impuso la
ontología platónico-aristotélica, introduciéndose puntos de vista
impropios del pensamiento hebreo. En la dimensión socio-política se
instauró pronto el teocratismo que aparece ya en el cristianismo del
imperio de Constantino como religión de estado. El documento debería
abundar algo en la presentación de las características de las diversas
etapas del paradigma antiguo.
4) La teología primitiva de la iglesia: inspiración y asistencia.
Una vez que la primera comunidad cristiana comenzó a hacer teología, la
iglesia fue cayendo en la cuenta de que la providencia de Dios debía
velar para que, en efecto, el kerigma cristiano se transmitiera a la
historia. Se vio que las Escrituras debían estar inspiradas y se
reconoció el Canon. Al mismo tiempo la iglesia sintió que la asistencia
del Espíritu la acompañaba en la proclamación del kerigma. Pero ya
desde el principio la iglesia entendió que una cosa era el kerigma y
otra cosa diferente su hermenéutica o interpretación. De hecho había
hermenéuticas diferentes y en conflicto entre ellas. Por consiguiente,
las hermenéuticas podían ser erróneas, "perfectibles" al menos, y
dependían siempre de cada momento de la cultura. La iglesia no debía
optar por unas u otras hermenéuticas, siempre que mostraran su armonía
con el kerigma.
5) Fuerza y fragilidad de la iglesia. El concilio debería
explicar cómo la iglesia entiende la Providencia de Dios al velar por
la transmisión del kerigma. Dios no ha eliminado la condición humana de
quienes han formado la iglesia: su conocimiento débil, sus pasiones
arraigadas y la fragilidad multiforme del ser humano. La iglesia no
olvida su tormentosa historia, arrastrada por la tortuosa historia de
la humanidad y por las oscuras tendencias de la conducta humana. De
todo ello ha habido muestras lamentables en la historia reciente. Sea
dicho, sin embargo, proclamando que nunca la iglesia ha tenido tantas
personas con un compromiso religioso y social, absoluto y heroico, como
en los últimos años; aunque la santidad de la mayoría no deba ocultar
la fragilidad que, aunque minoritaria, manifiesta la condición humana
de la iglesia. Pero su fuerza ha sido, a pesar de la fragilidad y de
las sombras, haber mantenido la presencia del kerigma anunciado por
Jesús, aunque a veces esa fragilidad haya contribuido a oscurecer el
mismo mensaje de Jesús. Los que, molestos, como todos, con las
fragilidades, han permanecido en la iglesia lo han hecho porque han
entendido que lo que entra en juego es la adhesión a Dios o su rechazo
por la adhesión a la doctrina de Jesús. El concilio debería exhortar a
la humanidad a entender que el criterio para decidir su existencia no
es la fragilidad de la iglesia, sino la decisión existencial
transcendente ante el enigma metafísico, ante la posible existencia de
Dios y ante el mensaje de Jesús en el kerigma cristiano.
6) El gran cambio de la modernidad y la crisis del paradigma.
Al
concluir la Edad media y comenzar la Edad moderna se produjeron cambios
sustanciales en la visión del mundo. La dimensión
filosófico-antropológica contenida en la hermenéutica antigua fue
sustituyéndose por la imagen de la realidad en la Era de la Ciencia.
Además, la dimensión socio-política del teocratismo, iniciado por
Constantino, cambió a medida que el humanismo renacentista fue
imponiendo la visión de las naciones desde el nuevo prisma de la
modernidad. El documento debería abundar en la descripción de cómo la
hermenéutica teológica fue quedando desplazada tanto en la imagen de la
ontología real del mundo como en la concepción moderna de la
convivencia socio-política. El paradigma cristiano entró en crisis y
quien sabe si la falta de contacto entre iglesia y sociedad en los
últimos siglos no estuvo causada por la falta de un paradigma armónico
con la modernidad. Sin embargo, la expectativa hubiera sido que una
profundización en la imagen de la realidad debiera de haber producido
un mejor conocimiento del mundo creado por Dios y una mejor
hermenéutica del kerigma cristiano. Sin embargo hubo causas que
explican que este cambio hermenéutico no se produjera cuando debía
haberse producido y, sin embargo, se esté produciendo en la actualidad.
7) Ha llegado el tiempo del cambio hermenéutico. El concilio
debería hacer la declaración oficial de la voluntad de la iglesia de
afrontar un cambio histórico de paradigma. Este cambio se demoró
durante siglos por causas que el concilio debería explicar (entre
otras: la inmadurez reduccionista de la ciencia y la falta de
disposición de un paradigma alternativo suficientemente preparado).
Esto mismo permite pensar por qué ha sido posible el cambio de
paradigma en la actualidad: porque la ciencia ha evolucionado hacia una
imagen más precisa del universo y porque en el mismo cristianismo se ha
configurado un paradigma alternativo. La iglesia mira el cambio de
paradigma con esperanza porque debe permitir una proclamación más
eficaz del mensaje de Jesús. Sin embargo, el que se hable de cambio de
paradigma no equivale a decir que la iglesia declare la verdad final
del nuevo paradigma. No lo hizo con el paradigma antiguo y tampoco
puede hacerlo con el nuevo. No excluye otros paradigmas alternativos en
que también se asumiera la explicación del kerigma cristiano. Cambio de
paradigma o sistema hermenéutico solo quiere decir que la iglesia avala
que la modernidad permite una visión nueva del cristianismo que instala
al cristianismo en nuestro tiempo. Esta visión, presumiblemente más
profunda que la anterior, es vista por el concilio como una
hermenéutica posible, abierta a su transformación en los próximos
siglos. La tarea del concilio será, pues, la de respaldar y orientar un
cambio hermenéutico que permita una mejor proclamación del kerigma
cristiano en nuestro tiempo histórico. Por tanto, el concilio debería
dejar muy claro que se avala un cambio hermenéutico, aun sin elevarlo a
la condición de verdad definitiva, y que el kerigma cristiano permanece
en su integridad, sin cambios, ya que, en el fondo, es el criterio de
referencia que no se ve afectado por los enfoques hermenéuticos como
tales.
8) El reencuentro con Jesús: el cristianismo universal. El
concilio debería explicar que el cambio de paradigma es una ocasión
excepcional en la historia de la iglesia, después de veinte siglos de
paradigma antiguo y cuatro de demora en una situación molesta de
incertidumbre. Si el avance del conocimiento debe producir, en
principio, una imagen de la realidad más precisa, la modernidad ha
permitido en consecuencia conocer mejor cómo es el universo creado por
Dios. La nueva hermenéutica ha hecho caer en la cuenta a la iglesia de
que aspectos esenciales del kerigma cristiano pueden ser entendidos con
mayor claridad. Se entiende mejor el diseño creador anunciado por Jesús
como un escenario para la libertad y el cristianismo se contempla en su
verdadera dimensión universal. La iglesia de los últimos siglos,
insegura ante la evolución del mundo moderno, se mostró a la defensiva
y trazó férreamente las fronteras que le permitieran seguir adelante
con la imagen "antigua" de sí misma. Pero la iglesia, que se entiende a
la luz de la nueva hermenéutica, está ya segura de su teología, se ve
en congruencia con el mundo moderno y es ya consciente de que el
cristianismo se muestra con una profundidad insospechada: por ello
entiende que debe dejar de ser una "iglesia encerrada en sí misma" para
hacerse una "iglesia universal". El mensaje esencial de Jesús anunciado
por el concilio a todos los hombres (Documento II) se hace posible en
nuestro tiempo porque esta nueva conciencia del "cristianismo
universal", alcanzada desde la hermenéutica de la modernidad, nos lleva
a entenderlo.
Textos conciliares: Disposición al reencuentro
con Jesús
"El concilio quiere proclamar la importancia histórica excepcional,
para la iglesia cristiana y para todos los hombres, de emprender la
nueva explicación del cristianismo desde la hermenéutica de la
modernidad. Para los creyentes es la ocasión de un nuevo encuentro con
Jesús; es decir, con la doctrina revelada en sus palabras que el avance
del conocimiento en la historia permite entender ahora en su
profundidad. La iglesia cristiana cree en Dios y en su revelación en
Jesús. Cree que la Providencia divina ha velado para que la iglesia sea
su depositaria y lo transmita a la historia por la "inspiración" de las
Escrituras y la "asistencia" a las decisiones de la misma iglesia. Para
todos los hombres, creyentes y no creyentes, se configura una nueva
oportunidad de ponderar la armonía entre el kerigma del cristianismo y
la imagen de la realidad en la modernidad. Es un nuevo dato que a todos
puede ayudar: a los creyentes no-cristianos a profundizar su
religiosidad propia al entender que el "cristianismo universal" es algo
connatural a todos que está en el corazón mismo de toda apertura
confiada a un Dios transcendente; a los no-creyentes se les descubre
una nueva imagen del cristianismo que sin duda deberán ponderar en la
deliberación existencial sobre el sentido de sus existencias en
búsqueda de la Vida. La nueva hermenéutica no cambia el cristianismo;
solo cambia el entendimiento, ahora más profundo, de la fe cristiana de
siempre; aquella fe que la primera comunidad reflejó en las Sagradas
Escrituras y que constituyó el kerigma que fue proclamado por la
iglesia, asistida por la Providencia divina, a la sociedad desde los
primeros tiempos. El concilio anuncia que su labor consiste en
establecer los criterios que deberá cumplir la nueva hermenéutica: el
concilio no puede elevar al nivel de verdad absoluta ninguna
hermenéutica, pero avala que la evolución del conocimiento en la
modernidad hace posible la nueva hermenéutica en que la profundidad del
kerigma cristiano brilla en todo su esplendor. La disposición al
entendimiento del trabajo conciliar deberá ser para todos, por tanto,
la apertura a la novedad histórica de una nueva hermenéutica cristiana.
En el concilio una nueva luz se proyectará sobre la doctrina de Jesús
que la iglesia transmite. Los tiempos del concilio serán tiempos de
novedad, ya que la instalación de la fe en una seguridad intelectual
buscada desde hace varios siglos permitirá también dar nueva fuerza al
diálogo interreligioso y al compromiso cristiano con la lucha ancestral
de la humanidad contra el dolor y el sufrimiento".
3.4. La iglesia exhorta a la fidelidad a la
vida (Documento IV)
Preámbulo: La fidelidad a la vida exige la
solidaridad interhumana.
En los documentos conciliares precedentes se hace un llamamiento a la
búsqueda de la vida como realización profunda de las aspiraciones
humanas (documento l) y una presentación del mensaje universal de Jesús
a creer que, más allá del dolor y de la tragedia humana, existe un Dios
oculto que liberará y concederá la vida a quienes libremente quieran
ser liberados por Él (documento II). Además, se ha explicado que un
cambio del paradigma hermenéutico va a permitir a la iglesia entender
con mayor profundidad que el cristianismo es una religión universal y,
por ello, también la iglesia es una "iglesia universal" (documento
III). En este último documento introductorio (IV) se debería plantear
que ha llegado el tiempo histórico para responder moralmente a nuestros
impulsos a la vida, desterrando de la humanidad la cultura de la
muerte. Una cultura contradictoria en que buscamos la "vida
individual", pero transigimos con la "gestión de la muerte" para los
otros seres humanos. El concilio debe anunciar que, desde la
perspectiva cristiana, se ha llegado al tiempo histórico en que deben
denunciarse sin atenuantes las variadas formas en que las sociedades
humanas transigen con las culturas de la muerte. El concilio debería
tener ante los ojos la inmensidad del sufrimiento humano extendido en
todos los continentes, en todas las naciones, en todas las clases
sociales. Debería expresarse de tal manera que todos percibieran que
siente, es capaz de revivir y hacer propio el sufrimiento humano
extendido en cada segundo, en cada minuto, en cada uno de los largos
días y noches, de millones y millones de seres humanos de todo orden y
condición. El concilio debería recitar también el sincero mea culpa en
nombre de la iglesia por haber transigido e incluso ejercido en otros
momentos de la historia, y quizá incluso en el presente, la cultura de
la muerte. El concilio debería proclamar que ha llegado un tiempo en
que ya no es posible seguir mirando de lado cuando nos encontramos con
el sufrimiento y en el que las naciones deben entender que ha llegado
el momento de la verdad en el compromiso ante la vida. El llamamiento a
las naciones para resolver el problema universal del sufrimiento
debería completarse con el compromiso de la iglesia católica para
combatir con todos sus medios el sufrimiento, así como con un
llamamiento solidario a las iglesias cristianas y a las grandes
religiones para comprometerse en colaborar en la lucha final contra el
sufrimiento humano, evitable mediante la gestión humanista de los
recursos. Aunque este documento estaría dirigido a todos los hombres
debería incluir una exhortación a los ciudadanos a crear y a gestionar
organizaciones civiles capaces de combatir el sufrimiento y de influir
en el rumbo de la política nacional e internacional. En otro documento
posterior, sin embargo, el concilio debería dirigirse en especial a los
ciudadanos católicos para exhortarles al compromiso multiforme en la
lucha contra el sufrimiento y al asociacionismo civil en la línea ya
expuesta en las secciones anteriores de este ensayo (capítulo VII).
Criterios: Geografía del sufrimiento y gestión
humana.
El concilio debería denunciar lo que realmente está pasando: la inmensa
extensión del sufrimiento humano. Al mismo tiempo la contradicción que
supone creer en la vida, aspirar a la vida individual y, sin embargo,
evadirse del sufrimiento de los demás y, lo que es peor, gestionarlo a
favor del propio bienestar. El concilio debería, pues, denunciar ante
la conciencia moral del hombre, ante las creencias cristianas y de las
otras religiones, la persistencia secular del sufrimiento universal,
hasta ahora sin solución, ni aparente interés de hallarla. Este
documento enlazaría con otro documento posterior que replantearía el
compromiso cristiano específico frente al sufrimiento. En este
documento se plantearía un llamamiento introductorio a la solidaridad
interhumana en la lucha para promover la dignidad humana.
1) La aspiración universal a la vida: la solidaridad. El punto
de partida sería la aspiración universal a la vida (documento 1). Se
describiría cómo la vida es individual, pero unida esencialmente a la
vida de la especie. Por ello, en la apetencia individual se busca
siempre la comunión con el otro, en niveles cada vez más amplios y
superiores: la familia, la tribu, la ciudad, la etnia, el pueblo, la
nación, el estado, etc. No se puede aspirar a la vida sin verla
realizada en la vida de los demás. De ahí que la búsqueda de la
felicidad deba entenderse como la felicidad de la especie. Por ello,
los vínculos sociales y las complicidades de todo tipo aúnan a los
seres humanos en la búsqueda de la vida. Vivimos en un universo
dramático en el que, sin embargo, tenemos el don de la libertad para
gestionar poco a poco el ascenso a la felicidad. La solidaridad es el
camino que lleva a los seres humanos a la vida como nos hace entender
la filosofía...
2) La muerte de la vida sufriente. La muerte es la frustración
definitiva de la aspiración a la vida. Pero el sufrimiento es ya un
pequeño paso en dirección a la muerte: ya sea por la falta de dominio
sobre el mundo (pobreza, hambre, enfermedad, desamparo) o por falta de
comunión con los otros hombres (odio, violencia, indiferencia,
injusticia), el sufrimiento es la frustración de la ilusión por la
vida. El documento debería emprender una descripción pormenorizada de
todos aquellos estados personales y coyunturas sociales en que se
producen los sufrimientos humanos, insistiendo en aquellos que podrían
ser evitados por un compromiso eficaz de la sociedad: pobreza,
injusticia, falta de trabajo, vejez y marginación, enfermedades,
hambre, subdesarrollo endémico de áreas aisladas y olvidadas del
interés de los demás, desamparo social y psicológico, soledad social,
guerras y violencias, enfrentamientos y odios sociales entre unos y
otros, etc. La sociedad actual convive con la inmensidad de la angustia
humana y con el sufrimiento universal de millones y millones de seres
humanos con actitud de indiferencia, como si fuera algo inevitable que
"no va con nosotros". En esta actitud inauténtica se realizaría la gran
traición de la sociedad contemporánea a la aspiración a la vida. El
egoísmo no es un "sí" auténtico a la vida, ya que esta solo puede
realizarse en la solidaridad comprometida frente a la muerte y frente a
todo conato de muerte en el sufrimiento humano.
3) La respuesta de las ideologías socio-políticas. El documento
analizaría qué papel han jugado a lo largo de la historia las
ideologías políticas, así como su papel en prometer y realizar una vida
mejor para la sociedad humana. Tras la revisión de la historia, formas
y resultados de las ideologías políticas, se haría una recapitulación
de la inmensa cantidad de sufrimiento producido (violencia y guerras) y
también de los beneficios del progreso por la tecnología. La situación
actual sería también analizada para mostrar el crecimiento de la
geografía de la pobreza y cómo se concluye en una mecánica social
insensible al sufrimiento, diseñada para el sostenimiento de los ricos,
pero sin diseños comprometidos de solidaridad para acabar con el
sufrimiento universal... El futuro de la vida y de la felicidad sigue
siendo oscuro y sin respuestas fiables bien diseñadas.
4) La respuesta de las religiones. Las religiones han intentado
también dar una respuesta comprometida al sufrimiento en una dimensión
metafísica. Pero han quedado atrapadas en las estructuras sociales de
otras épocas que convivían con el sufrimiento, inevitable y fatalista,
y se instalaron también en sus ciertos "nichos de confort" al amparo
del poder. En algunas religiones incluso, como hinduismo y budismo, se
transigía con un dolor que se consideraba necesario y natural en el
proceso de purificaciones sucesivas hacia el Nirvana. En todo caso, las
religiones, incluyendo el cristianismo, han fallado también en su
denuncia y en su compromiso radical en la lucha contra el
sufrimiento...
5) La cultura de la muerte. Pregonando el respeto a la vida y
alardeando del valor moral de actuar para realizar la vida, las
culturas humanas han entendido en realidad una "vida egoísta": mi vida,
nuestra vida. Esto quiere decir que se ha transigido con la muerte de
los demás, e incluso se ha gestionado. Las disputas en torno a una
fuente, un territorio, unos mares, cualquier interés de los grupos
humanos llevó a las más cruentas guerras, estableciéndose una cultura
donde se hacía alarde de la muerte y se exhibía el cadáver de los
enemigos. Pero no es solo esto: individuos particulares han considerado
justificado, bajo razón de sus intereses y conveniencia, sojuzgar a
otros seres ht1manos y explotarlos, hasta someterlos a estados de
sufrimiento continuos sin la menor inquietud. Se diseña un orden
económico a conveniencia de los países ricos que se inhiben de cuanto
supone la pobreza, la enfermedad y el hambre en zonas inmensas del
mundo. Incluso en la vida ordinaria unos hombres se causan dolor y
sufrimiento, unos a otros de forma intencionada y cruelísima... Esta
agresividad se funda en los instintos que provienen de la lucha por la
supervivencia animal; instintos que la razón desarrollada no ha hecho
nada por superar sino que los explota a placer. La conveniencia e
interés egoísta de los padres, o de los gobiernos ricos que temen una
explosión demográfica en el tercer mundo que dificultaría su control,
no dudan en sacrificar cruelísimamente a millones y millones de seres
humanos inocentes no nacidos, con la misma indiferencia e impunidad con
que se emprendería una guerra o las más perversas agresiones a cuantos
nos rodean. La "vida egoísta" es alardear hipócritamente de "amor a la
vida", falso, cuando se esconde detrás una "cultura de la muerte",
generalizada desde tiempo inmemorial, que hace sentir vergüenza por la
dignidad humana pisoteada a las mentes más honestas y más lúcidas.
6) El cristianismo atrapado en la cultura de la muerte. El
cristianismo debe también declarar su culpabilidad reconocida porque se
ha visto atrapado por la lógica agresiva de la historia y por los
propios intereses deshonestos de personas que forman la iglesia,
aceptando en general e incluso colaborando con la cultura de la muerte.
La iglesia ha sido protagonista de ajusticiamientos de disidentes, de
bendición de guerras injustas, de participación en represiones
organizadas por poderes políticos de uno u otro signo, de asociación a
la indiferencia ante el sufrimiento universal que toda la sociedad
opulenta exhibía. El concilio debería reconocer, sin ambages, las
faltas de fidelidad de la iglesia a la cultura de la vida a lo largo de
su historia...
7) La conversión a la cultura de la vida. El concilio debería
declarar que se convoca y celebra en un tiempo en que la razón humana y
la cultura han llegado a la persuasión colectiva de que ya no se puede
seguir conviviendo más con la "cultura de la muerte". No se pueden
seguir admitiendo las guerras, las violencias de cualquier signo, la
opresión a los demás, la producción de "mal" de unos a otros, la
injusticia, la indiferencia ante el dolor de los otros... Es necesaria
una "conversión a la vida" que nace primero de la conciencia moral de
todo hombre por la ley natural y, segundo, de la conciencia moral de
los creyentes en las grandes religiones y en el cristianismo. Es
preciso denunciar la degradación moral en que se halla la humanidad: la
hipocresía de alardear el compromiso con los grandes intereses humanos
que representan las ideologías, pero, al mismo tiempo, la hipocresía de
quienes se creen "llenos de derechos", pero viven su vida sin embargo
como una continua producción de sufrimiento a los demás. Por lo tanto,
la conversión a la cultura de la vida es una condición necesaria para
que se hable de cultura en madurez racional propia de nuestro tiempo:
exige a la vez conciencia personal y colectiva de la degradación y
voluntad de tomar aquellas decisiones libres pertinentes para el
compromiso integral hacia la cultura de la vida que no es otra cosa que
la "cultura de respeto integral del hombre" en todas las situaciones,
personales y colectivas...
8) Exhortación al compromiso civil: urgencia y pragmatismo. El
concilio debería concluir este documento haciendo un llamamiento
general para aceptar definitivamente un compromiso eficaz para promover
una cultura de la vida. La exhortación debería ir dirigida primero a
los poderes públicos, recordando que la iglesia católica se les ha
dirigido ya muchas veces en las encíclicas sociales aportando ideas que
podrían hacer el mundo más humano. En segundo lugar, la exhortación
debiera dirigirse también a los creyentes católicos y cristianos, a los
creyentes de religiones no cristianas y a los ciudadanos en general
para urgir una cruda sinceridad existencial para caer en la cuenta de
que estamos presos de la cultura de la muerte y de la necesidad moral
de encaminarse hacia la cultura de la vida. El documento debería apelar
a la responsabilidad ciudadana como tal que tiene en su poder, en las
sociedades democráticas, a los partidos políticos, ya que estos
dependen de la voluntad de los ciudadanos. Esto es en "teoría" porque
la sociedad civil no podrá nunca ejercer sus convencimientos morales si
no se organiza, con urgencia y pragmatismo, para imponer la política
humanista en el orden nacional e internacional. El concilio debería
concluir con una potente apelación universal al asociacionismo civil
ciudadano, participado por cristianos de diversas confesiones, por
religiosos no-cristianos y por ciudadanos, que fuera capaz de tomar
sobre sí la responsabilidad humanista de la historia, actualmente a la
deriva por la gestión política de los últimos siglos y de la
actualidad.
Textos conciliares: Un momento moralmente
crucial de la historia
"El concilio ecuménico, asamblea universal de obispos de la iglesia
católica que acuden como cabezas de sus iglesias respectivas, se reúne
y es consciente de que no solo se dirige a los creyentes católicos,
sino también a otros creyentes y no creyentes que observarán qué se
hace en este importante evento mundial. El concilio proclama que su
entrada en la cultura de la modernidad hace posible, para el
cristianismo y para las otras religiones, nuevas formas de compromiso
eficaz y pragmático, basado en la condición civil de los ciudadanos
cristianos y religiosos, en la lucha contra el sufrimiento humano y
contra la ancestral "cultura de la muerte". Es consciente de que debe
proclamar un mensaje moral que a todos nos atañe: como ciudadanos, y
como creyentes en diferentes credos. Vivimos rodeados por sufrimiento
humano, por personas cuya vida está sometida a una angustia que no cesa
y les lleva al borde mismo de la muerte. Guerras, odios, enfermedades,
pobreza, subdesarrollo, desamparo social, desamparo psicológico, mil
causas produjeron en el pasado y siguen produciendo la angustiosa
existencia de millones y millones de seres humanos. Reunido el concilio
se siente moralmente urgido a denunciar la presencia que no cesa, y
crece cada vez más, del sufrimiento humano. Pero a denunciar también
una sociedad que habiendo hecho cosas buenas, y producido bienestar en
algunos, mira con indiferencia y pasividad la inmensa geografía física
y espiritual del sufrimiento humano. El concilio debe hacerse eco moral
de una inquietud que no solo es religiosa, sino puramente humana, que
hoy ha ido creciendo en la conciencia moral de nuestro tiempo, el
sufrimiento humano universal evitable cuya presencia es una ofensa a la
dignidad humana. Hemos llegado al momento crucial de la historia en que
ya no podemos soportar por más tiempo que las cosas sigan este "camino
sin sentido", en apariencia inexorable. El concilio hace también en
este documento introductorio, dirigido a todos los hombres, una
apelación a que se tomen las medidas posibles, urgentes y pragmáticas,
que aminoren o incluso supriman el sufrimiento humano. Esta apelación
vehemente a los poderes públicos -aludidos por la doctrina social de la
iglesia en el pasado-quiere hacerse extensiva a la responsabilidad
social de los ciudadanos que, con sus decisiones y su organización,
podrían imponer lo que los poderes públicos llevan siglos sin hacer. El
concilio considera que ha llegado el tiempo crucial en que deben
confluir todas las energías en hacer posible la solidaridad real con el
universo sufriente. Una parte determinante de estas energías morales
debe ser la conciencia organizada de la sociedad civil. La iglesia
católica, las iglesias cristianas, las grandes religiones de la tierra,
todos los creyentes en un Dios que aúna a todos los hombres como
hermanos, deben sentirse llamados por su conciencia moral, y por la voz
de este concilio, a contribuir desde la condición de ciudadanos a la
lucha eficaz y final contra el sufrimiento humano evitable".
4. La
hermenéutica de la modernidad en el cristianismo
El concilio ya habría proclamado en el documento III su objetivo
esencial: introducir a la iglesia católica en la nueva hermenéutica del
kerigma cristiano, que ha hecho posible la cultura de la modernidad.
Este documento habría declarado ya los perfiles que explican por qué es
necesario un nuevo paradigma y en qué va a consistir. Creyentes y no
creyentes serían ya conscientes de que el cambio protagonizado por el
concilio es ya inevitable, es necesario y exigido por la historia. Es
una respuesta debida de la iglesia a la obligación de proclamar el
kerigma y de afrontar el esfuerzo de una hermenéutica para hacerlo
inteligible ante la cultura de cada tiempo. Ya nadie se llamaría a
engaño porque el concilio habría comenzado proclamando (documento III)
que el cambio es posible en la iglesia, un cambio hermenéutico que no
solo deja íntegro el kerigma cristiano, sino que permite entenderlo con
mayor profundidad. El concilio se habría manifestado con toda claridad,
sin ocultar nada: diciendo que la iglesia está necesitada de cambio
(porque no todo estaba bien) y que debe someterse al enriquecimiento
que supone el avance del conocimiento en la historia humana. Por otra
parte, quedaría ya suficientemente explicado que el concilio no eleva
por ello el nuevo paradigma a condición de verdad religiosa, o algo
similar, sino que simplemente avala que la imagen del mundo configurada
en la modernidad permite una nueva y enriquecedora interpretación del
kerigma cristiano. La importancia del cambio hermenéutico es tan
excepcional que la convocatoria de un concilio se justifica: tanto para
avalar el paradigma, dando seguridad a los creyentes con un liderazgo
firme, como para explicar la naturaleza del cambio y establecer las
orientaciones esenciales en un momento crucial en la historia de la
iglesia católica. Del nuevo concilio podría decirse que sería un
"concilio hermenéutico", con un sesgo propio que lo distinguiría del
sesgo característico, nacido de la misma autoridad del concilio, que
tuvieron otros concilios de la historia (verbi gratia, Trento o el
Vaticano II).
Sin embargo, en el documento III se habrían trazado solo ciertos
perfiles iniciales del cambio hermenéutico que deberían ser
profundizados en otros documentos conciliares dedicados a la
"hermenéutica de la modernidad en el cristianismo". Estos documentos
responderían a una lógica propia que está en correspondencia con la
estructura de este ensayo (capítulos III, IV, V, VI y VII). Primero
habría que referirse al paradigma antiguo (documento V), segundo a la
nueva imagen de la realidad en la Era de la Ciencia (documento VI),
tercero al nuevo paradigma o hermenéutica de la modernidad que hace
posible una nueva interpretación del kerigma cristiano (documento VII)
y cuarto al tránsito sociopolítico desde el teocratismo antiguo al
sentido de la ciudadanía cristiana desde la modernidad (documento
VIII). Por tanto, simulamos ahora con brevedad cada uno de estos
documentos, ya que una intuición más amplia de sus posibles contenidos
queda sugerida en los mencionados capítulos de este ensayo.
4.1. Veinte siglos de paradigma grecorromano
(Documento V)
Preámbulo: Riqueza y limitación del paradigma
antiguo.
Puesto que en el concilio deberá producirse un cambio hermenéutico
excepcional parece que no debería faltar un documento en que se tomara
conciencia de dónde se ha estado, es decir, qué es y qué ha significado
el paradigma grecorromano. El documento debería apuntar a dos objetivos
definidos. 1) Recapitular solemnemente, en el momento del cambio, qué
fue el paradigma y a qué consecuencias condujo; es decir, qué sesgos
interpretativos del kerigma fueron inducidos por su contenido. Al
hacerlo, el concilio no debería evitar el reconocer las "querencias"
que se consolidaron en el paradigma, tanto en lo filosófico-teológico
como en lo sociopolítico, y que, al cambiar de paradigma, van a ser
superadas. La iglesia, a nuestro juicio, no debería eludir este
reconocimiento de las deficiencias porque en tanto en cuanto se
perciban con claridad será posible también ver el contraste y entender
qué significa el nuevo paradigma. El que la iglesia haya arrastrado las
servidumbres (deficiencias inevitables) de culturas del pasado, tras
veinte siglos de historia, aunque solo en lo hermenéutico (no en lo
kerigmático), no debe avergonzar a la iglesia (a no ser que esta tenga
una idea errónea de sí misma y del sentido de la inerrancia teológica).
Muy al contrario, el cambio debe ser ocasión para mostrar la fuerte
vitalidad de la iglesia, capaz de readaptar la interpretación del
kerigma tradicional, y de hacerla más profunda a medida que se
profundiza el conocimiento humano. 2) Reconocer con claridad que decir
que el paradigma antiguo ha caducado no debe inducir a ignorar que en
muchos sentidos supuso una gran riqueza para la iglesia. En el
documento debería mostrarse que el paradigma antiguo fue una profunda
aproximación racional a la realidad que hizo posible que la fe
cristiana se expresara en él. Aun dentro de las deficiencias históricas
de su ontología y de su teocratismo socio-político, en el paradigma
antiguo se expresó la fe de la iglesia y es hoy esencial para entender
la historia de la teología y la forma en que se mantuvo la esencia de
la fe. El kerigma estuvo presente en el paradigma antiguo y en él se
halla parte esencial de su entendimiento en la historia. Los santos
padres, como san Agustín, o los autores y escuelas escolásticas, como
santo Tomás, serán fuente insustituible de enseñanzas sobre la fe
cristiana que, matizadamente, pueden ser reasumidas en la hermenéutica
de la modernidad. Esto (que no ha sido negado en este ensayo) debería
ser realzado por el concilio.
Criterios: El equilibrio dialéctico de superar y
asumir.
El documento, por tanto, debería mantener un equilibrio entre la
exposición objetiva de lo que fue el paradigma, las tendencias
interpretativas y el tipo de teología que se produce, con los elementos
que deberían superarse y los que deberían ser asumidos tras el cambio
paradigmático. Muchas de las ideas que podrían ser asumidas por este
documento han sido expuestas en el capítulo III de este ensayo.
1) Recapitulación de la hermenéutica
grecorromana.
Debería hacerse una historia condensada del paradigma, mostrando sus
diversas etapas y el montaje de unos temas sobre otros: la patrística,
la escolástica, la neoescolástica y los ensayos modernos por hallar una
actualización del paradigma. Debería también señalarse que en siglos
pasados, sobre todo en el siglo XX, no todos los autores católicos,
filósofos y teólogos, se situaron con precisión dentro del paradigma.
Sin embargo, estos autores, aunque algunos tuvieron importancia, no
llegaron a constituir nunca una alternativa clara viable al paradigma
antiguo; convivieron con él y fueron también tolerados por el
pensamiento oficial de la iglesia que se mantenía dentro del único
paradigma viable.
2) Sesgos interpretativos del paradigma. Una vez descrito su
contenido se deberían analizar los sesgos interpretativos de la visión
platónico-aristotélico-escolástica. Me refiero a rasgos como estos: la
epistemología racionalista, la ontología de sesgo dualista, la visión
de un universo definido y estable por obra de la creación, el
conocimiento de Dios metafísicamente cierto que establece un orden
teocéntrico para el sentido de la vida, la ley natural creada que se
hace por ello ley divina y se funda en una razón teocéntrica, etc. Como
digo, el capítulo III de este ensayo podría ofrecer una guía de
contenidos posibles.
3) El teocratismo socio-político. La mención de la derivación
socio-política del paradigma antiguo debería ser también establecida,
mostrando sobre todo la conexión entre el teocentrismo racionalista y
la lógica del orden teocrático al que el cristianismo se vio arrastrado
tras la conversión de Constantino. Debería explicarse la distinción
entre las dos dimensiones del paradigma, la filosófico-teológica y la
socio-política. Esta última debería ser presentada como fundada en la
primera, aunque el teocratismo político se produjo también por
coyunturas políticas de las que el cristianismo no fue responsable.
4) Impulsos positivos del paradigma. Aunque el paradigma se
fundara en supuestos que el pensamiento moderno ha superado, su
contribución teológica fue esencial en la historia del cristianismo. El
documento debería insistir en las aportaciones de la patrística, de la
escolástica y de otras facetas del paradigma, así como su contribución
a los concilios. El cambio de paradigma no debiera producir un
sentimiento de infravaloración de las riquezas producidas en veinte
siglos de pensamiento en el cristianismo. Este patrimonio debería ser
sintetizado y reasumido con claridad por el concilio. En realidad, la
nueva teología desde el paradigma moderno no excluiría obviamente lo
antiguo, sino que procedería dialécticamente, al asumir y superar al
mismo tiempo, el rico contenido de la tradición antigua.
5) La crisis del paradigma y el malestar cristiano en la modernidad.
Estos dos aspectos deberían constituir la parte final del documento que
enlazaría con los dos siguientes, donde se haría la exposición positiva
del paradigma de la modernidad. Se explicaría por qué el crecimiento de
la modernidad, tanto en lo científico-filosófico como en lo
socio-político, fue poniendo en dificultades al paradigma antiguo que
se vio poco a poco desplazado. La iglesia comenzó a sentir entonces el
malestar incómodo de la inadaptación, sentido por los mismos fieles. La
mención explícita de aquellos puntos en que la inadaptación se hizo más
hiriente daría el paso a los dos documentos siguientes.
Textos conciliares: La paz en la clarividencia
histórica
"El concilio reconoce que la iglesia ha debido caminar en los últimos
siglos con el malestar de saberse al margen de un proceso histórico
multiforme que se ha venido en llamar modernidad. La iglesia, comunidad
de creyentes con veinte siglos de historia, había configurado su manera
de pensar en conformidad con ciertas líneas de interpretación del
cristianismo aprendidas de la cultura grecorromana. Al consolidarse el
pensamiento moderno los esquemas en que se movía el cristianismo
comenzaron a quedar desfasados y la iglesia sintió un malestar
profundo. No había alternativas a unos hábitos de tan largo alcance.
Pero llegó un momento en que la iglesia supo fijar el pasado,
definirlo, y entender que el futuro le abría un horizonte de
transformación enriquecedor. Poner orden en el propio pasado y mirar al
futuro nos lleva a la paz de la clarividencia histórica. Entender dónde
estábamos, qué ha pasado y donde debemos estar".
4.2. Una nueva imagen del mundo creado por
Dios (Documento VI)
Preámbulo: El conocimiento muestra la obra de Dios.
Este documento debería comenzar manifestando un criterio de confianza
en todas las formas de conocimiento: desde la ciencia a la filosofía.
Un supuesto que, en principio, debe aceptarse, a saber, que la ciencia
produce un conocimiento más preciso y cierto sobre la naturaleza del
mundo, se ha cumplido en nuestro tiempo. Tras varios siglos de avance
en la ciencia, hoy se nos ofrece una imagen más fiable del universo que
la dada por el paradigma antiguo. Esta nueva imagen permite conocer
mejor cómo ha hecho Dios el mundo real, qué es la obra divina. El
conocimiento más profundo del universo, de la vida y del hombre, deberá
permitir, en consecuencia, un conocimiento que se presume más profundo
del plan divino, revelado en Jesús y proclamado en el kerigma
cristiano. La nueva hermenéutica o paradigma de la modernidad es la
interpretación del kerigma que se ilumina desde los diferentes
contenidos que constituyen la imagen de la realidad en la modernidad:
la ciencia, la cultura, la sociedad, la concepción de la convivencia
socio-política. El concilio expresaría su contento porque la imagen de
la modernidad permite la profundización histórica excepcional en el
sentido del kerigma cristiano; la exposición de esta nueva
hermenéutica, su aval y el establecimiento de los criterios unitarios
que permitan al orbe cristiano hacerse a ella y utilizarla fecundamente
en su proclamación del kerigma sería el objetivo principal del
concilio. En este documento el concilio debería ofrecer una visión
sintética de la nueva imagen del mundo creado en la perspectiva
científico-filosófica que es, en definitiva, el punto de partida para
construir la nueva hermenéutica cristiana. Debería insistir en que la
ciencia ofreció durante siglos una imagen "reduccionista" del universo,
de la vida y del hombre, que hizo muy difícil al cristianismo
entenderse desde ella. Sin embargo, en las últimas décadas ha ido
naciendo una nueva ciencia, todavía hoy emergente, pero que describe un
mundo más humanista, más holístico y cercano a la "vida"; es decir, una
ciencia, más allá del reduccionismo, que permite ya una intuición
cristiana congruente del mundo real creado por Dios. El concilio
debería expresar su intención de hacerse eco de esta nueva imagen de la
ciencia porque la ciencia debe considerarse uno de los pilares
esenciales de la modernidad (aunque esta no se reduzca solo a la
ciencia). Este documento se completaría con otros dos: la exposición de
la hermenéutica teológica desde la modernidad, el paradigma de la
modernidad propiamente dicho (documento VII) y, además, la dimensión
socio-política del paradigma moderno (documento VIII).
Criterios: Una nueva imagen del universo, de la
vida y del hombre.
Sería, pues, un documento de fundamentos previos a la hermenéutica
teológica dónde el concilio se hiciera eco de la imagen de la ciencia;
sería incluso una escucha básica del mundo real, ya que no contendría
teología. No sería un documento doctrinal, sino científico-filosófico
donde el concilio se haría eco de la Era de la Ciencia. Con la claridad
necesaria el documento indicaría que el concilio no avala la verdad de
ninguna teoría científica, cuya elaboración pertenece a la pura ciencia
autónoma en el uso de la razón natural. El concilio estaría tomando
nota de la imagen de la realidad que hoy parece configurarse con la
suficiente claridad -siempre abierta y en proceso renovador crítico, de
acuerdo con los principios de la epistemología moderna-, proclamando al
mismo tiempo que esa imagen, aun en su provisoriedad, manifiesta
perfiles de una comprensión nueva del universo, de la vida y del
hombre. Aunque haya muchas discusiones abiertas, la imagen del mundo
ofrece unas constantes, parámetros estables en la forma de entender la
realidad, que apuntan a una nueva imagen de las cosas en alguna manera
consolidada en sus perfiles fundamentales. A lo largo de sus diversas
secciones el documento debería insistir en que la imagen del universo
resultante tiene un decisivo valor teológico, aunque se funde solo en
la ciencia y en la filosofía. Nos muestra con mayor seguridad cómo son
realmente el universo, la vida y el hombre que han sido creados por
Dios. La ciencia lleva, pues, al conocimiento real fáctico del plan
creador de Dios (del mundo tal como fácticamente es). Este supuesto
tiene claras consecuencias para la hermenéutica teológica. De ahí,
pues, la responsabilidad histórica a que el concilio se sentiría
llamado: mostrar cómo la creación, mejor conocida por la modernidad,
permite entender con mayor profundidad el kerigma cristiano.
Puede haber quien se extrañe de que en esta simulación propongamos este
documento. Creernos, sin embargo, que, en un concilio hermenéutico,
distinto de otros en otros momentos de la historia, la iglesia debería
mirar a la sociedad y hacerse eco del conocimiento que en ella se ha
producido como paso previo a la hermenéutica del kerigma que ese
conocimiento produce (mirada, claro está, que no pretendemos reducir a
la ciencia, pero que debería incluir la ciencia como pieza esencial).
Recordemos que este mirar al mundo fue ya un avance del Vaticano II. A
nuestro entender el documento debería dividirse en cuatro partes y una
conclusión. Debería abordar por separado tres campos de conocimiento
delimitados, aunque en una estrecha relación: materia/universo, vida y
realidad humana. Además debería también hacerse eco de la idea del
conocimiento fundada en la ciencia que constituye la epistemología
moderna. Por último debería relatar también en qué puntos o rasgos la
nueva imagen de la modernidad difiere del paradigma antiguo y nos
ofrece una sorprendente visión de la ontología del universo. Nos
referimos, sumariamente, a cada una de estas cuatro partes, cuyo
contenido está también sugerido con amplitud en el desarrollo del
capítulo IV de este ensayo.
1) Naturaleza del documento. De acuerdo con esto, el documento
debería exponer de antemano cuál es su naturaleza y cómo debe verse su
papel como producto emitido por un concilio. Se harían las matizaciones
sobre el enfoque y la manera en que debe ser entendido: como
constatación fáctica de la nueva imagen del mundo, mostrando sus
diferencias con el paradigma antiguo. No se pretendería, en este
documento, una síntesis (y mucho menos cerrada o en que se tomara
posición anee disputas interpretativas todavía abiertas) de cuanto hoy
dice la ciencia, sino simplemente de una relación de las tendencias
estables que conducirán a la lógica posterior del paradigma de la
modernidad. El concilio debería observar que la ciencia ha sido, y
sigue siendo todavía para muchos, "reduccionista"; sin embargo, debería
constatar también por qué y cómo se abre actualmente, por fuertes
corrientes internas, a una "nueva síntesis" que supera el reduccionismo
desde perspectivas más vitalistas y holísticas.
VI-A) Materia-Universo
1) Mecánica clásica y reduccionismo. Debería explicarse por qué
la ciencia permaneció durante tantos siglos sin conectar con el
pensamiento cristiano. La explicación debe buscarse en que la ciencia
ofreció durante muchos años una imagen fundada en la mecánica clásica
que condujo a una teoría mecanicista-determinista incompatible con la
imagen cristiana del hombre. El reduccionismo de la ciencia no ha
terminado y sigue con importante influencia. Pero la nueva imagen de la
ciencia que ha ido configurándose ha abierto en el siglo XX un
horizonte nuevo de entendimiento con la cosmovisión cristiana.
2) El estado de la ciencia: materia y cosmología. El documento
abordaría una revisión sumaria de los resultados de la ciencia moderna
en su idea de la materia y de la cosmología. Debería componerse con
precisión técnica y en el capítulo IV hemos dado una aproximación a los
contenidos que, según nuestra opinión, sería apropiado introducir. La
conclusión debería ser que la imagen actual aúna la mecánica clásica
(que explica la emergencia de un mundo estable de objetos
diferenciados) y la mecánica cuántica que hace entender el papel de la
indeterminación y de los fenómenos de campo que fundamentan una visión
holística del universo. La nueva física permite aproximarse a la
libertad humana y a la realidad holística de Dios como una hipótesis
verosímil de la filosofía que se construye desde la ciencia en el
teísmo moderno.
3) Filosofía: metafísica del universo. La conclusión de esta
sección llevaría a plantear las grandes cuestiones metafísicas a que la
ciencia apunta, pero que no resuelve por la limitación de sus métodos.
Una metafísica de la materia y de la cosmología plantearía el problema
de la consistencia final del universo que, tal como antes expusimos,
deja abierta la imagen de un universo enigmático que podría ser un puro
mundo, sin Dios, pero que hace también posible plantear argumentos
rigurosos sobre la posibilidad de una verosímil hipótesis teísta. Esta
ambivalencia final del universo de la ciencia al proyectarse sobre la
metafísica se abre ya en la física y se mantiene en todos sus niveles
posteriores. El concilio debería aceptar explícitamente que el estado
actual de la filosofía de la ciencia permite construir una hipótesis
explicativa sin Dios, aunque para ello deba fundarse en teorías y en
especulaciones (cuerdas, multiuniversos), que no se imponen (porque son
especulación) pero que son posibles (como legítima teorización
científica).
VI-B) Vida
1) El estado de la ciencia: biología y evolución. Se resumirían
también los principales resultados de la biología contemporánea y de la
teoría evolutiva. Una guía de contenidos puede hallarse igualmente en
el capítulo IV. La idea fundamental debería ser que el reduccionismo de
la reciente biología está siendo superado por una nueva biología donde
la "sensibilidad" emergida en el proceso evolutivo juega un papel
causal determinante. La nueva biología permite una visión más profunda
que responde a una necesidad objetiva ineludible: la de dar explicación
de las sensaciones, en el mundo animal y humano (psíquico), al que debe
atribuirse una inevitable causalidad. La emergencia de esta
sensibilidad evolutiva desde la materia-universo conecta con las
dimensiones indeterminista, cuántica y holística del mundo físico,
dentro de la visión monista propia de la ciencia actual. La explicación
de los cuerpos biológicos estables en el espacio-tiempo, que fundan la
existencia singular, conectaría con la dimensión mecano-clásica de la
ciencia física.
2) Filosofía: metafísica de la vida. El hecho real de la vida,
en lo mecánico y en lo sensitivo, plantea problemas metafísicos que la
biología como ciencia no puede resolver. La ciencia puede explicar cómo
nace la vida desde el mundo físico mediante un proceso evolutivo
autónomo: la realidad tiene una ontología que ofrece causas suficientes
del orden biológico y de la sensibilidad. Pero estas propiedades
ontológicas y las variables precisas que hacen posible la vida llevan a
que la biología se haya planteado el enigma metafísico sobre el diseño
global de un universo que produce la vida. Estos enigmas metafísicos
dejan también abierta la biología a la posibilidad de que todo fuera
producido en un mundo sin Dios, sin diseño, o que todo dependiera del
diseño racional de una inteligencia ordenadora, que respondería a una
hipótesis teísta.
VI-C) El hombre
1) El estado de la ciencia: psicología y antropología. El
documento debería hacerse eco también de la forma en que la ciencia
moderna explica al hombre en conexión con la evolución biológica, todo
ello dentro del supuesto monista. Las cuestiones en disputa deberían
dejarse obviamente abiertas, pero se destacaría la forma en que la
psicología, neurología y antropología actual, sobre la base de la nueva
biología, está llegando a una idea del hombre donde su naturaleza es
resultado del proceso general autónomo de la naturaleza. El capítulo IV
nos ofrece también una guía del posible contenido de este documento.
2) Filosofía: antropología metafísica. El hombre como hecho
objetivo lleva también a la ciencia a enigmas metafísicos que no puede
responder. La forma en que la ciencia aborda su proyección sobre lo
metafísico no es la misma en que el hombre se abre también
existencialmente al sentido último de su vida. Desde el enfoque de la
ciencia el hombre es solo una realidad evolutiva en el proceso cósmico
autónomo que lleva desde el mundo físico al biológico. Así se explica
la aparición del hombre en el proceso autónomo natural. Pero una forma
de realidad tan especial como la del hombre permite constatar que es el
término final de la evolución y que, por tanto, la ontología física del
universo y las propiedades de la evolución viviente precedente tienen
un claro diseño antrópico: dirigido a la emergencia de la realidad
humana. El principio antrópico es un enigma de la visión científica del
hombre en la ciencia porque las propiedades ontológicas de la materia
que hacen posible el proceso evolutivo podrían ser distintas, pero son
aquellas que precisamente deberían ser para que sea posible la
aparición del hombre. Sin embargo, la antropología no cierra el enigma
del universo en un sentido teísta, ya que puede seguir entendiéndose
como puro mundo sin Dios o como diseñado para la vida humana por una
inteligencia ordenadora, tal como hipotetizaría el pensamiento teísta.
El universo, la vida y el hombre, siguen siendo metafísicamente
borrosos para la ciencia. En la consideración del hombre se reasume,
pues, el enigma metafísico, ya contemplado antes en el mundo físico y
en el biológico. La ciencia ve en el hombre el enigma del sorprendente
término "antrópico" de un proceso evolutivo que reasume el enigma
cosmológico y el biológico de la realidad.
VI-D) Epistemología
1) La teoría epistemológica: un universo conjetural. El
documento debería también recoger que la ciencia, tanto por sus
resultados generales como por el conocimiento científico del mismo
conocimiento (como se hace en neurología), ha mostrado como
improcedente una idea fundamentalista del conocimiento. No hay puntos
de apoyo para las certezas absolutas y el conocimiento es conjetural,
borroso, abierto a su crítica y evolución. La epistemología de la
modernidad, que ha aparecido de acuerdo con los resultados de la
ciencia, es un aspecto esencial para entender la misma ciencia y, sobre
todo, su proyección sobre la metafísica. Es esencial para entender las
características de la moderna sociedad crítica e ilustrada. Si la
epistemología antigua fue fundamentalista (en alguna manera dogmática),
la nueva ciencia tiene una epistemología abierta y crítica que ha sido
aceptada en la segunda mitad del siglo XX. A nuestro entender, una de
las principales tareas del paradigma de la modernidad debería ser la
reinterpretación hermenéutica del kerigma desde esta nueva
epistemología crítica (más allá de la seguridad cognitiva del paradigma
antiguo: capítulo III).
VI-E) Una nueva imagen del universo creado por
Dios
1) El orden creado por Dios como escenario de la vida humana.
La
imagen de la realidad presente en la ciencia describiría cómo son de
hecho el universo, la vida y el hombre. Una imagen fiable porque la
ciencia responde a intenciones de conocimiento honestas y a un método
riguroso. Además, no absolutiza sus conocimientos, sino que es crítica.
Lo que la ciencia nos dice, aun dentro de su provisoriedad, abre una
ventana al conocimiento de cómo ha creado Dios el universo, la vida y
el hombre. El concilio constataría los rasgos de esta nueva imagen de
lo real y los compararía con el paradigma antiguo. Entre otras, estas
características de la creación divina serían: creación de un mundo
enigmático, de naturaleza final borrosa que no permite al hombre apoyos
"fundamentalistas" para alcanzar la verdad; un universo ambivalente que
puede ser explicado como puro mundo sin Dios (es posible construir esta
hipótesis explicativa), pero que también permite construir serios
argumentos que muestran la existencia de Dios como realidad fundamental
(teísmo); por tanto, un mundo en que Dios no se impone inevitablemente
a la razón al no ser "impositivamente teocéntrico", ya que el
teocentrismo debe ser asumido por la libertad humana racional; una
realidad en la que el hombre advierte que su libertad metafísica no es
retórica, sino fundada en la forma de la naturaleza creada por Dios;
una naturaleza que no es dualista, sino unitaria, es decir, monista,
producida a partir de una materia germinal; un universo, cuya materia
germinal posee unas propiedades y leyes que permiten el desarrollo
evolutivo autónomo de la historia natural y humana; un mundo que
evoluciona hasta producir objetos estables firmes, determinados, que
hacen posible la vida (mecánica clásica), pero objetos afectados
también por procesos hasta tal punto indeterminados, abiertos
(mecanocuánticos), que hacen posible que los "seres con vida" "sientan"
y construyan su propia historia al configurarla por elección en un
universo de posibilidades; un mundo en que la evolución no es cerrada
sino abierta, donde el' futuro está "por hacer" y que impulsa al hombre
a asumir la dirección del proceso autocreador de la naturaleza; un
universo en que los "ámbitos de sensibilidad" se fundan en estados
holísticos de la naturaleza cuyas propiedades "sensibles" se
manifiestan en los seres vivos con conciencia... Estas y otras
propiedades (cuya guía puede seguirse en el capítulo IV) desvelan el
mundo descrito por la ciencia moderna que, para el creyente, debe verse
como el mundo que Dios ha querido crear y de hecho ha creado. La ley
natural manifiesta así la ley divina como la ley de la libertad. No un
orden hecho al que el hombre debe someterse, sino un orden "por hacer"
que debe ser cocreado por la libertad humana, adaptándose a los estados
objetivos y dinámicos del universo descubiertos por la razón (la nueva
ley natural). Este mundo conocido en la Era de la Ciencia promovida por
la modernidad no es asequible por tres o cuatro adaptaciones ad hoc
del paradigma antiguo. Es el nuevo paradigma, construido desde la
lógica de los resultados de la ciencia, que el concilio proclama como
apto para una nueva hermenéutica, más profunda, del kerigma cristiano.
Textos conciliares: El orden creado de la
libertad
"Aunque la libertad haya sido una experiencia humana insobornable, que
se ha tenido a pesar de tantas circunstancias en contra, la verdad es
que durante muchos siglos de historia humana los hombres vivieron
sometidos a la angustia de estar dentro de un orden transcendente que
respetar, un mundo hecho al que todos debían estar sometidos y que era
urgido por los sistemas políticos y por las religiones. Los sistemas
filosóficos y religiosos solían dar, en ocasiones al unísono, la
justificación de ese orden universal imperante. Pero frente a este
mundo "hecho", la aventura de la razón en la Era de la Ciencia,
renovada en la modernidad, nos ha llevado a conocer que no estamos en
un universo hecho sino "por hacer", puesto a la mano de nuestra
libertad y de nuestra creatividad para apropiamos de su energía y de su
dinamismo. Un universo dinámico que funda un entendimiento más profundo
de la ley natural enunciada en las tradiciones más antiguas del derecho
natural. El concilio reconoce lo que este portentoso proceso
intelectual moderno ha supuesto y se alegra porque nos dispone a una
nueva hermenéutica mucho más rica del proceso creador divino y del
sentido del kerigma revelado por Jesús donde el universo creado aparece
como el gran escenario creado por Dios para la libertad".
4.3. El paradigma de la modernidad en el
cristianismo (Documento VII)
Preámbulo: La kénosis divina, diseño cósmico para
la libertad.
Este sería el documento esencial del concilio, que explicaría por qué
la nueva imagen de lo real en el paradigma de la modernidad introduce
en una hermenéutica más profunda del cristianismo. Debería ser un
documento conectado especialmente con el documento II (El mensaje de
Jesús a la inquietud humana)
y, en general, con los documentos dogmáticos del bloque siguiente
(documentos IX ss). En el documento II, introductorio, ya simulado, el
concilio habría hablado al hombre individual en su intimidad
existencial para decirle que nuestra existencia natural apunta ya a la
gran incógnita de que realmente existiera un Dios oculto que quisiera
salvar nuestra existencia personal. La doctrina de Jesús, en último
término, presentándose como el que proclama un mensaje divino a los
hombres, nos dice que efectivamente son verdad nuestras más íntimas
inquietudes y sospechas humanas; esto es, que debemos confiar en que
existe un Dios cuyo designio es su ocultamiento en la creación, pero
que esconde un futuro plan de salvación universal, ofrecido a todos los
hombres. En el documento II, por tanto, se insistía -en la forma más
general posible-en que el mensaje de Jesús apunta a la esencia de la
inquietud religiosa universal de todo hombre. Es la llamada más
universal posible a creer, confiar y esperar en el misterioso Dios
transcendente que quiere relacionarse con el hombre. El anuncio del
concilio en el documento II mencionaba que la iglesia estaba en
condiciones ya de entender el mensaje de Jesús en esta "universalidad
absoluta" (como dirigido a la esencia religiosa de todo hombre) gracias
a la hermenéutica hecha posible por la modernidad. Pues bien, en este
documento VII, el concilio debería explicar ya con detalle por qué la
imagen de lo real en la modernidad permite construir una nueva
hermenéutica teológica de la esencia del cristianismo, a saber, del
Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, de cuya proclamación en
el kerigma es depositaria la iglesia. En el documento II no se habría
mencionado todavía el Misterio de Cristo, pero el documento VII
explicaría con detalle por qué la modernidad permite una nueva
hermenéutica del Misterio de Cristo y por qué esta hermenéutica lleva a
ver el cristianismo como una llamada universal a realizar la "esencia
universal de la religión". Por otra parte, los documentos del bloque
siguiente desarrollarían en detalle las consecuencias teológicas de
esta nueva hermenéutica del Misterio de Cristo.
Criterios: El Dios de la Creación y el Dios de la
Revelación.
El supuesto de que parten tanto la razón natural como la teología
cristiana es que, si existe un Dios que ha creado el universo, la vida
y el hombre, y este Dios, en alguna manera, se revela, entonces deberá
haber una armonía entre la creación y la revelación. Esto quiere decir
que, bidireccionalmente, conocer la creación debe ayudar a entender la
revelación y, viceversa, conocer la revelación llevará a un mejor
entendimiento de la forma de la creación. La armonía o convergencia de
ambas dimensiones, creación y revelación, producirá una sensación
intelectual de haberse cumplido, en efecto, una expectativa tanto de la
razón como de la fe cristiana. Por ende, podría también decirse que un
conocimiento racional falso, incorrecto o deficiente, en un sentido u
otro, oscurecería la hermenéutica de la revelación (es lo que pasaba
con la visión reduccionista de 1~ ciencia y, en su medida, con el
paradigma grecorromano). A su vez, un perfeccionamiento del
conocimiento racional (es decir, científico-filosófico) de cómo es el
mundo real equivaldría, al ser interpretado por el creyente, a una
cercanía mayor a la presupuesta armonía entre creación y revelación. Se
debería cumplir lo que hemos repetido sin cesar: que la Voz del Dios de
la Creación debería ser la misma que la Voz del Dios de la Revelación.
El concilio debería mostrar, por tanto, cómo la Voz del Dios de la
Creación, conocida a través de la imagen de la realidad aportada en la
Era de la Ciencia por la modernidad, lleva a una nueva hermenéutica,
más profunda, de la Voz del Dios de la Revelación (el kerigma
cristiano). El documento debería tener, en nuestra opinión, dos partes.
Una guía más amplia de su posible contenido puede recogerse del
conjunto de nuestro ensayo, y especialmente del capítulo V.
VII-A) Lectura cristiana de la imagen moderna
de la realidad
1) Lectura cristiana. Piénsese que el documento VI sería solo
una revisión general, asumida por el concilio, de la imagen de la
realidad en la modernidad, mostrando las diferencias con el paradigma
antiguo. En este nuevo documento se explicaría la nueva imagen de la
realidad, pero entendiéndola como obra de la creación divina. La
ciencia explica cómo es el mundo. La lectura cristiana de ese
conocimiento lo entiende como obra de la creación. Interpreta qué
significa que el mundo haya sido creado por Dios de esa manera. Es
decir, ve el mundo real que la ciencia describe como voluntad divina de
que sea tal como en efecto se constata. Aparecería así una nueva forma
de entender la ley natural como ley divina, como revelación en la
naturaleza de la voluntad divina.
2) La unidad del mundo, indicio de la ontología divina. Un
principio de la ciencia moderna es el monismo. Es la unidad del mundo
como proceso en que todo ha sido producido desde un fondo de realidad
unitario, del que todas las cosas derivan. El concilio debería abundar
en la consideración de que la ciencia se acerca hoy a la imagen de una
realidad que brota de un fondo de referencia unitario, holístico, que,
aunque derivado a estructuras materiales diferenciadas, sigue
albergando campos holísticos que juegan un papel causal en el psiquismo
animal y humano. Esta imagen unitaria de la ciencia sugiere la idea
cristiana de un Dios que es la realidad fundante del universo que crea
ex nihilo, pero a partir de su propia ontología divina fontanal. Un
Dios que es Espíritu, por excelencia, "sensación" y "conciencia" en su
analogía suprema. Los seres vivos, tras la creación de las diferencias
(los cuerpos materiales) podrían entenderse como una recuperación por
los sentidos de esa inmersión en los campos holísticos de la realidad
que tendría su plenitud en la luz final o Espíritu de la Divinidad.
3) Dios quiere crear un universo autónomo, pero borroso. El
universo que Dios ha creado es un sistema con propiedades y leyes
germinales que permiten una evolución autónoma en la producción de
todos aquellos estadios y estados evolutivos que la ciencia constata.
Es, sin embargo, una autonomía "borrosa" por cuanto el hombre, desde
dentro del universo, ve borrosamente por qué tiene el universo
precisamente esa ontología física que lo hace autónomo. Para la lectura
cristiana debería verse que esa autonomía y borrosidad han sido
queridas y diseñadas por Dios. Son manifestación fáctica de la voluntad
divina.
4) Dios quiere crear un universo metafísicamente ambivalente.
El
universo de la ciencia es también un universo cuya existencia es
metafísicamente borrosa en el sentido de ambivalente: deja abierta la
posibilidad de una explicación por la hipótesis de una Divinidad
fundamental, diseñadora y creadora, pero también la explicación por una
hipótesis puramente mundana, sin Dios. El universo de la ciencia
moderna nos hace reconocer que esta ambigüedad metafísica es posible.
Por ello cabe pensar también, en lectura cristiana, que eso es
precisamente lo que Dios ha pretendido en su diseño creador.
5) Dios quiere crear un universo para la libertad creativa. Si
Dios es autor del universo que la ciencia describe, debemos decir que
ha creado un universo autónomo, abierto, dinámico, evolutivo, en que no
todo está cerrado y en que podrían darse muchas posibilidades
evolutivas. El hombre con su razón está de hecho dentro de un universo
en que debe participar como protagonista libre en este proceso creador.
El hombre es así un cocreador creado abierto a la libertad de elección
para configurar su vida. Dios, por tanto, no ha querido crear un
universo "cerrado", sino "abierto" a la libertad creativa, presente en
la naturaleza y en el hombre. Así debe ser vista la voluntad divina que
ha impuesto la ley de la libertad creativa en la estructura de la
creación.
6) Dios quiere instalar al hombre en la inquietud metafísica.
Si
se hace una lectura cristiana de la forma en que Dios ha querido crear
el universo, entonces parece deducirse que el Dios creador de un
universo borroso que instala al hombre en la ambigüedad metafísica, es
un Dios que no quiere imponer su presencia. Es un Dios que ha instalado
al hombre en una esencial "inquietud" metafísica. Es la inquietud que
le hace preguntarse si es real el Dios creador de un universo borroso
que no impone su presencia y si ese posible Dios oculto tendrá voluntad
de relacionarse realmente con el hombre y de liberarlo. Estas dos
preguntas, mencionadas con frecuencia en nuestro ensayo, expresan la
inquietud metafísica que la creación ha grabado en el hombre. Es la
inquietud constitutiva del hombre de la modernidad. Por consiguiente,
el concilio debería insistir en que Dios ha hecho el mundo de tal
manera que todo hombre abierto a la esperanza de un poder divino
salvador lo hace creyendo que es real un Dios oculto y liberador. La
vida de todo hombre se debate entre aceptar o no aceptar esta creencia
que es base de toda posible religiosidad (documento II).
7) Lectura cristiana de la cultura de la modernidad. El
concilio
señalaría que la cultura moderna es reflejo de la imagen del universo,
de la vida y del hombre, que se han configurado en la Era de la
Ciencia. Una cultura que no vive ya en la seguridad, sino abierta a la
Cifra y enigma final en la ambigüedad metafísica que hace posible la
pluralidad de ideologías. El concilio declararía que la modernidad es
el reflejo del universo que Dios ha querido crear. Para el
cristianismo, pues, capaz ya de entenderse a sí mismo desde la
modernidad, no es una sorpresa, una inquietud imprevista, o algo
incomprensible, que la modernidad viva en la incertidumbre de un
universo borroso porque este es el ,escenario querido por Dios para la
libertad creativa.
VII-B) El Misterio de Cristo en la
hermenéutica de la modernidad
1) El Misterio de Cristo en el kerigma cristiano. El concilio
comenzaría por recordar un principio capital de la teología del kerigma
cristiano: que la adhesión existencial y personal a Jesús se resume en
la fe, esperanza y caridad, vinculadas a la aceptación del Misterio de
Cristo. El Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, como persona
divina en la unidad trinitaria, representa todo lo que el cristianismo
es: una proclamación de este Misterio y la llamada a adherirse
personalmente a creer lo que el Misterio significa. El cristianismo,
como kerigma y como teología ha sido siempre "función de", "referencia
a", "consecuencia de", "proclamación de", este extraordinario Misterio
de Cristo. Esta centralidad capital del Misterio es parte esencialísima
del kerigma, y así se explicó en la teología más antigua (san Pablo,
como parte inspirada de las Escrituras) y en los santos padres. El
concilio presentaría este Misterio y anunciaría que la perfección del
conocimiento humano en la modernidad -profundización en la Voz del Dios
de la Creación-habría hecho posible arrojar nueva luz a la hermenéutica
de su significado en conexión con la realidad y, por tanto, a la
hermenéutica esencial del cristianismo.
2) La revelación del gran Misterio de Cristo. Lo que la primera
comunidad cristiana recogió de la predicación de Jesús es que en su
Muerte y Resurrección, Cristo, el Verbo de Dios, el Hijo de condición
divina, realizaría y anunciaría solemnemente en un momento de la
historia el plan o designio eterno de Dios en la Creación para la
salvación del hombre: aceptar en el orden de la historia el momento de
su kénosis (del anonadamiento de su Divinidad, manifiesto en la
encamación y plenificado en la cruz), para realizar finalmente la
resurrección que salvaría a Cristo como primogénito de la humanidad,
también liberada por Dios tras la muerte. Este Misterio, aceptado por
la voluntad del Verbo divino, explica la humildad de Dios, su silencio
ante la historia, y anticipa la gran liberación final por la
resurrección. Los hombres que a lo largo de su vida acepten la oferta
de la amistad divina (filiación divina a la que están llamados) no
podrán hacerlo sin aceptar, en alguna manera, el Misterio del Dios
kenótico en la cruz y del Dios liberador por la resurrección. En el
Misterio cristiano se contempla la mediación "cristológica universal"
de la salvación: no hay salvación sin una aceptación -aunque sea
implícita-del Dios kenótico y del Dios liberador.
3) El mensaje divino a la condición humana. La iglesia
proclamaría en el concilio ante creyentes y no creyentes su persuasión
de ser depositaria del extraordinario mensaje del Misterio de Cristo,
que acepta como la Voz del Dios revelado, que entra en sorprendente
congruencia con la Voz del Dios de la Creación. Si comprendemos el
Misterio de Cristo a la luz de la condición humana explicada en el
paradigma moderno, tal como se ha visto, destaca inmediatamente que el
hombre siente naturalmente la posibilidad, pero, al mismo tiempo, el
silencio y lejanía de un Dios oculto. Es algo que lleva consigo
necesariamente la condición humana en un universo borroso: de ahí surge
la pregunta por el Dios oculto (que tiene sentido porque el hombre se
sabe en un universo ambivalente, borroso, enigmático, no
teocéntricamente impositivo, en que la hipótesis mundana, sin Dios, es
posible). Y también la pregunta por el posible Dios liberador: es
decir, la incertidumbre acerca de si el posible Dios oculto quisiera
ser también un Dios liberador. La profundidad de esta condición
metafísica del hombre, abierto al enigma y a la incertidumbre racional
de un posible Dios oculto/liberador, solo se ha entendido en todo su
alcance al sopesar la imagen del hombre en el mundo descrita de acuerdo
con el paradigma de la modernidad. Esta condición metafísica
(ampliamente estudiada en el capítulo V) pone en situación al ser
humano 1) de ser naturalmente religioso (si se cree en el amor
liberador de un Dios por encima de su silencio y de su inoperancia ante
el sufrimiento) y 2) de entender que lo que Cristo revela en su
Misterio es precisamente que el plan eterno de Dios responde a la
sospecha de la religión natural: que, en efecto, el Dios real ha
establecido su ocultamiento kenótico en la realidad ante la historia
del mundo, pero que también tiene la intención de una salvación
escatológica tras la resurrección. Por tanto, el Misterio de Cristo se
entiende como un mensaje a medida de la condición humana, una respuesta
que Dios dirige directamente a las grandes incertidumbres metafísicas
del hombre: es, pues, un mensaje universal que desvela, y confirma, el
sentido profundo de la "religiosidad universal" que ha sido diseñada
por el Dios de la Creación. Por otra parte, la imagen de la realidad en
el paradigma de la modernidad hace más inteligible el alcance del
ocultamiento kenótico y de la resurrección liberadora de Cristo. Si lo
pretendido se ve en el resultado que se comprueba en el universo
creado, constatamos un universo autónomo, abierto, dinámico, evolutivo,
donde el "sentido" no está "cerrado" sino que debe ser cocreado por la
libertad humana. Así, el Misterio de Cristo es leído desde la
modernidad como el diseño divino que hace posible por la creación la
libertad y la dignidad integral del hombre como co-creador de su
destino natural y metafísico. El concilio debería exhortar a contemplar
la profunda armonía de la esencia del cristianismo en el Misterio de
Cristo, como Voz del Dios de la Revelación que descubre su eterno
designio hace dos mil años, con la condición de la existencia en el
universo borroso que la razón natural describe hoy en la modernidad y
que la fe cristiana entiende como la Voz del Dios de la Creación.
4) El testimonio de la verdad: el cristianismo universal. En el
paradigma de la modernidad entendemos cómo el universo no impone el
teocentrismo, ya que es una realidad enigmática que pudiera ser puro
mundo sin Dios; pero permite construir una hipótesis bien fundada y
profunda a favor de la existencia de una Divinidad creadora. Dios,
pues, aun sin imponerse, ha dejado en la naturaleza signos suficientes
para que su existencia sea reconocida por la razón libre del hombre. Al
mismo tiempo, el Espíritu de ese Dios Trinitario que en su unidad
divina aletea en el fondo de las cosas y de los espíritus humanos, tal
como es entendido en el kerigma que proclama la fe cristiana, como
ontología holística unitaria del universo, deja testimonio y atrae al
hombre a la creencia de que ese Dios misterioso es real y existente.
Por último, la verosimilitud natural objetiva y la atracción interior
del Espíritu trinitario (dado al hombre como Gracia) se complementan
con la posibilidad que el hombre tiene de vencer la resistencia a dudar
de un Dios oculto, lejano y en silencio, aceptando la creencia en su
Amor y voluntad liberadora por encima del sufrimiento. Estos tres
testimonios son, pues, convergentes en el kerigma de la fe: el
testimonio de la naturaleza (del Padre), del Espíritu (del Espíritu
Paráclito) y del Misterio de Cristo (del Verbo encarnado y
crucificado). Son la estructura del testimonio de la verdad que está
presente universalmente ante todo hombre, haya o no haya conocido al
Jesús histórico y oído hablar del Misterio de Cristo. El tercer
testimonio mencionado, el del Misterio de Cristo, llega implícitamente
a toda la estirpe humana: es el impulso de la razón por la naturaleza y
del Espíritu por el Amor que mueven a creer en la voluntad liberadora
del Dios oculto. Esta necesaria aceptación del Dios oculto y liberador
es la esencia de la religión natural y en el Misterio de Cristo queda
confirmada (documento II). Por esto el cristianismo es una religión
universal: su esencia es la palabra de Dios dirigida a la inquietud
universal presente en todos los hombres. El concilio, depositario como
iglesia del mensaje de Jesús, debería por ello exhortar a todos los
hombres a escuchar la llamada de Cristo que nos mueve a no reprimir el
impulso natural a esperar en la plenitud de la Vida creyendo en el Dios
oculto/liberador.
Textos conciliares: El Misterio de Cristo,
clave de la dignidad humana
"El concilio es consciente de que el espíritu de la modernidad nos ha
hecho descubrir el alcance de nuestra dignidad humana. Es una dignidad
que aparece en la misma contextura física, biológica y psíquica del
universo. No vivimos en un mundo que nos imponga su ley de forma
cerrada. El mundo posee una forma de ser que no podemos alterar porque
responde a propiedades y a leyes definidas. Pero estas leyes configuran
un universo autónomo y abierto que debe hacerse realidad por una
evolución en curso, indeterminada ante múltiples posibilidades, en que
el hombre participa orientado por una razón que le confiere la
responsabilidad. Pero este universo que nos dona la dignidad de
hacernos libremente, personal, social y metafísicamente, nos impone
también sus propios límites. La aspiración profunda a la vida, a la
felicidad, queda oscurecida por la inevitabilidad de la muerte y de la
tragedia humana. De ahí el impulso humano a creer en un Dios
transcendente liberador, testimoniado en la historia de las religiones.
De ahí, la incertidumbre profunda del hombre ante la eventualidad de
que realmente sea real y existente un Dios que no vemos pero que nos
quiera ayudar a conseguir la felicidad deseada. Pues bien, el concilio
quiere declarar que esta antropología de la modernidad se constituye en
una luz inestimable para emprender una nueva hem1enéutica de la esencia
del cristianismo. El Misterio de Cristo, esencia del cristianismo del
que la iglesia se sabe depositaria, explica que la dignidad humana,
constatada por la modernidad, es la dignidad pretendida por Dios en su
diseño creador: es la dignidad y libertad humana en la historia, es el
proyecto de creatividad natural, social y metafísica, abierto por la
decisión divina de ocultar su presencia y ofrendar su kénosis ante la
historia para la plenitud humana, para su dignidad y para su libertad
creativa. Pero el Misterio revelado en Cristo responde también a la
incertidumbre ante un posible Dios liberador de la historia, construida
por la dignidad y libertad. El Misterio de Cristo revela la profunda
armonía entre la kénosis de la Divinidad en la Creación y la kénosis
del Dios humillado por la encarnación y por la cruz. Esta aparente
complejidad del mensaje cristiano, está presente en la simplicidad de
la decisión de todo hombre ante Dios: vencer la desconfianza ante el
enigma del universo y el drama del sufrimiento (ante la debilidad de
Dios en la cruz) y creer con confianza en el Amor liberador de un Dios
oculto que recreará un Universo Nuevo (la resurrección). Así, el
Misterio de Cristo desvela la intrínseca posibilidad religiosa dada en
libertad al hombre de la modernidad, aunque sea implícitamente".
4.4. El tránsito socio-político cristiano en
la modernidad (Documento VIII)
Preámbulo: del teocratismo a la ciudadanía. La
modernidad se manifiesta en dos dimensiones, ya mencionadas en este
ensayo: la científico-filosófica y la sociopolítica. Por tanto, el
paradigma de la modernidad en el cristianismo debe considerarse desde
ambas dimensiones. La imagen de la realidad en la Era de la Ciencia
lleva a la nueva hermenéutica del Misterio de Cristo (por la dimensión
científico-filosófica) en la cultura moderna. Pero la lógica
socio-política de la modernidad lleva también a una nueva
interpretación de la posición del cristianismo en la sociedad y la
historia. Esta novedad debería también ser abordada por el concilio en
estos documentos cuyo objetivo es hacer una presentación general del
paradigma de la modernidad en el cristianismo. El paradigma antiguo
justificó una concepción teocrática del lugar de la iglesia en la
sociedad. Pero en la modernidad la iglesia queda liberada del
teocratismo antiguo, porque se mueve ya en la idea borrosa de un
universo que no impone la presencia de Dios. Al no estar ya
históricamente atrapada en el teocratismo clásico, la iglesia entra a
considerar el compromiso socio-político cristiano en el marco de la
ciudadanía civil cristiana. Puede decirse, por tanto, que en la
modernidad se produce el tránsito desde el teocratismo antiguo a la
ciudadanía civil cristiana. El concilio debería declarar este tránsito
y conectarlo con el documento IV (La iglesia exhorta a la fidelidad a
la vida) en que ya se ha tratado la necesidad de asumir un compromiso
integral y sin límites en la lucha contra el sufrimiento humano.
Criterios: La laicidad como impulso al compromiso
civil cristiano.
Hasta la nueva perspectiva laica abierta por la modernidad la iglesia
siguió pensando en términos teocráticos que se manifestaron con fuerza
en el integrismo del siglo XIX (por ejemplo, en el pontificado de Pio
IX). Dios era evidente para la razón natural, era fundamento del orden
moral, social y político, y la iglesia detentaba aquella posición de
garante moral de la ley natural y de la ley divina. No había humanismo
sin Dios. Sin embargo, sobre todo en el siglo XX, acabó admitiendo por
vía de los hechos, como solución ad hoc, el laicismo del estado
moderno. La sociedad distaba ya mucho de ser aquella sociedad
monolíticamente cristiana en que la iglesia tenía un papel de tutela
ideológica reconocido y en que con su palabra trataba de que los
gobernantes guiaran sus actuaciones por la caridad teologal propia de
la fe cristiana. Las grandes monarquías habían conservado la tutela
moral de la iglesia y esta hubiera querido que también los regímenes de
la modernidad hubieran seguido admitiendo a Dios como único principio
racional admisible del orden socio-político. Mientras la iglesia estuvo
en el paradigma antiguo vivió en una posición de admisión pragmática
del laicismo impuesto por los estados, pero de mantenimiento de los
principios filosófico-teológicos que rechazaban el intento contra
naturam de construir una sociedad al margen de Dios. Sin embargo, al
iluminarse la naturaleza del cristianismo desde los principios de la
modernidad, la iglesia puede asumir (ya no como mera adaptación ad
hoc)
la lógica filosófica del laicismo. Pero puede ver también cómo esta
misma lógica le deja abierta nuevas posibilidades más eficaces de
compromiso sociopolítico a favor de la etiología natural, o sea, en la
lucha contra el sufrimiento humano. El concilio debería proclamar el
fin de la época del teocratismo y la entrada en un tiempo nuevo para el
compromiso civil cristiano. Un compromiso que forma parte del paradigma
de la modernidad: o sea, de la hermenéutica de la lógica del
comportamiento moral y socio-político de los cristianos en los
condicionamientos establecidos por la cultura de la modernidad (en
último término derivados del entendimiento de la naturaleza del
universo creado en la Era de la Ciencia).
1) El paradigma teocrático antiguo. El documento debería
explicar qué fue el paradigma teocrático antiguo y su influencia, en la
historia. Debería también exponer tanto sus fundamentos
filosófico-teológicos como las circunstancias coyunturales que
instalaron a la iglesia desde Constantino en el teocratismo. No
deberían dejarse de explicar las formas veladas, confusas, indecisas,
con que la iglesia se mantuvo todavía en el teocratismo hasta tiempos
recientes, aunque los síntomas evidentes proclamaban ya que un cambio
se avecinaba. El cambio que el concilio deberá establecer con la
precisión y la claridad que se necesitan.
2) La lógica filosófico-teológica de la
modernidad.
El concilio debería dar cuenta además de que el abandono del
teocratismo antiguo no es arbitrario sino consecuencia de la lógica
filosófico-teológica del paradigma de la modernidad. Este, en efecto,
ha pasado de un horizonte teocéntrico a la imagen del universo
ambivalente, borroso y enigmático, que hace posible la increencia y que
abre la creatividad humana manifiesta en las múltiples tradiciones
religiosas. Pero lo importante es que Dios ha creado, por voluntad
propia, un universo "escenario para la libertad". La "ley de la
libertad" no puede justificar nunca las opciones metafísicas,
cosmovisionales o religiosas del estado moderno, entendido como orden
de convivencia de una sociedad ideológica y religiosamente pluralista.
3) La religión en el estado de la modernidad. Con ocasión de
este cambio a la perspectiva de la modernidad el concilio debería
asumir en este documento la doctrina ordinaria del estado moderno y de
su filosofía política, contemplando el lugar y el papel de las
religiones en la sociedad, en la cultura y en el estado. En este
sentido la iglesia debería entenderse a sí misma no como un elemento
constituyente de las estructuras del estado, sino como una organización
civil existente con todo derecho en la sociedad y, como tal, integrada
en los estados y, de acuerdo con su importancia relativa, objeto de
interlocución, respeto de sus derechos históricos y atención de parte
del estado en la misma forma en que este, a través de los gobiernos,
debe atender a cualquier otra asociación civil o tradición cultural de
raigambre popular que se haya constituido legítimamente en la sociedad.
Desde esta posición civil de incuestionable transcendencia histórica y
social, la iglesia tiene el derecho a su integración en el estado, a la
expresión pública de sus creencias y a realizar cuantas declaraciones
considere oportuno realizar, bien dirigidas a los creyentes cristianos,
a la sociedad o a los gobernantes de los órdenes nacionales o
internacionales.
4) El ciudadano cristiano. El documento debería explicar por
qué
es la razón natural la que orienta las acciones humanas en la
construcción del orden político, y también social y cultural, de la
convivencia pluralista nacida con la modernidad. Este carácter crítico
de la razón deja, pues, abiertas diversas opciones que debe asumir bajo
su responsabilidad el ciudadano cristiano. Por ello la iglesia como tal
no puede comprometerse por opciones que no todos los creyentes pueden
considerar las más racionales y justas. El concilio debería trazar los
límites de la actuación de la iglesia como institución y lo que
constituye la responsabilidad personal de los ciudadanos cristianos
(por su condición natural de hombres y por la exigencia moral derivada
de la creencia en el kerigma cristiano). La iglesia puede orientar,
sobre todo desde la exigencia del kerigma, pero nunca interferir la
libertad natural de los ciudadanos cristianos. Son estos los que
intervienen en la sociedad de la modernidad, según su razón individual,
con pleno derecho, influyendo tanto más cuanta mayor sea su capacidad
de asociación civil.
5) Un nuevo compromiso frente a la cultura de la muerte. Este
documento debería enlazar con el documento IV insistiendo en la
responsabilidad de la iglesia institución y de los ciudadanos
cristianos en combatir el sufrimiento de la humanidad. La modernidad ha
establecido el marco en que las religiones, y también la iglesia
católica, deben concebir su compromiso socio-político. En realidad, la
modernidad que parecía haber arrinconado la religión a sentimientos
puramente privados, ha abierto a las religiones un inmenso horizonte de
derecho en que ejercer su compromiso socio-político. Este compromiso es
una inmensa responsabilidad moral en que deben coincidir ciudadanos y
creyentes que solo en el asociacionismo civil podría convertirse en una
fuerza transformadora de la sociedad.
Textos conciliares: La modernidad libera la
acción del cristiano
"Desde que la Edad media llegó a su fin y comenzó una nueva época que
se tradujo en el movimiento ideológico de la modernidad, se sucedieron
grandes cambios en la concepción de las cosas. El mundo cristiano
estaba instalado en otra manera de ver, el paradigma antiguo, que no
era esencial para la fe, pero se había admitido porque así pensaba la
prestigiosa cultura grecorromana. Cuando la modernidad desarrolló las
ideas que se impusieron en la sociedad, la iglesia quedó a la
intemperie. La visión científico-filosófica de la ontología del mundo
era desconcertante, muy distinta de la antigua. La visión del orden
social y de la filosofía política acabaron con los reinos medievales,
donde la iglesia hallaba su acomodo en los rescoldos del imperio
teocrático instaurado por Constantino. Tras una larga espera de siglos,
por fin, la madurez de la modernidad y la madurez de la iglesia han
propiciado que esta, por obra del concilio, haya emprendido la tarea
secularmente pendiente: reconciliar el kerigma cristiano con la imagen
de las cosas producida en la modernidad. La modernidad que al principio
se pensó que oscurecía, muy al contrario, ilumina el cristianismo. Por
ello, la tarea de este concilio es sentar las pautas de la nueva
hermenéutica de la modernidad en el cristianismo. La nueva imagen
moderna de la ontología del mundo ha permitido la hermenéutica de la
esencia del cristianismo: el Misterio de Cristo con nueva profundidad.
Además, en perspectiva socio-política, el tránsito producido en la
modernidad desde el religiocentrismo teocrático antiguo a una sociedad
neutra metafísica y religiosamente, laica, constituida por un marco
pluralista en sus ideologías y en sus religiones, ha permitido a la
iglesia superar una situación impropia del pasado para hallar por fin
su sitio en la historia. La modernidad, lejos de haber arrinconado la
acción de la iglesia a lo privado, la ha situado con toda la
legitimidad debida en el marco de la sociedad civil y le ha abierto la
verdadera fuerza de sus posibilidades de intervención por el bien de la
sociedad. Así, el concilio es consciente de la nueva filosofía política
cristiana y de su posición en el nuevo estado moderno. Sabiendo ya
dónde está, y cuál es su fuerza, quiere hacerla valer en promover
aquello que impone la conciencia moral, natural y cristiana: el
compromiso en combatir el sufrimiento humano como combate contra "la
cultura de la muerte". Para ello, la iglesia, como sociedad civil
religiosa, seguirá proclamando sus mensajes a los creyentes, a la
sociedad y a los gobernantes. Pero los ciudadanos cristianos deberán
ser creativos para organizar los movimientos de acción civil que, en
unión con otras confesiones, religiones y ciudadanos moralmente
honestos, sean eficaces en conducir la lucha final de las naciones
contra la indignidad humana y contra el sufrimiento ancestral de la
humanidad. La modernidad, lejos de haber sacado al cristianismo de la
historia, le ha hecho entender dónde radica la verdadera fuerza de los
creyentes en la lucha real contra el sufrimiento".
5. El kerigma y la
teología cristiana desde la modernidad
Desde el momento en que la modernidad permite una hermenéutica de la
esencia del kerigma cristiano, a saber, del Misterio de Cristo, debe
producirse la reinterpretación en cadena del contenido general del
kerigma y de la teología dogmática de la iglesia católica. No podría
ser de otra manera ya que el Misterio de Cristo pone en su función
todos los otros contenidos de la fe cristiana. De la misma manera que
la modernidad, tal como habría explicado ya el concilio en la sección
anterior (documentos V-VIII), por ser un conocimiento más profundo del
universo creado por Dios, permite una lectura en profundidad de la Voz
del Dios de la Revelación en el Misterio de Cristo, así igualmente
sucedería con el corpus doctrinal del kerigma anunciado por Jesús y con
el conjunto de teología dogmática que lo habría precisado a lo largo de
la historia bajo la "asistencia" del Espíritu a la iglesia. El
paradigma de la modernidad no cambiaría nada del conjunto del kerigma
ni del corpus de la teología dogmática, que quedaría tal como está,
obviamente, ya que no podría ser de otra manera según la lógica del
pensamiento cristiano. El concilio no abordaría tampoco nuevas
definiciones dogmáticas. No se trataría de esto. Estos documentos
teológicos serían también solo hermenéuticos: explicaciones para
entender cómo se ilumina la teología del patrimonio de la fe cristiana,
la teología dogmática, cuando se contempla desde un conocimiento en
profundidad de la obra del Dios de la Creación en el marco de la
hermenéutica de la modernidad. De nuevo se trataría aquí de un análisis
hermenéutico de congruencia entre la Voz del Dios de la Creación con la
Voz del Dios de la Revelación. Con ocasión de la introducción de esta
nueva hermenéutica, obra fundamental del nuevo concilio, se deberían
también presentar y actualizar los contenidos tradicionales el corpus
doctrinal básico de la iglesia católica desde la nueva perspectiva
(documentos IX-XII). El concilio debería manifestar solemnemente, para
orientar a creyentes y no creyentes, su voluntad de hacerse eco de la
intensa luz que el curso de la historia, hasta entrar en la modernidad,
ha proyectado sobre el kerigma cristiano que, revelado por Jesús,
explica el plan de Dios en la Creación y en la Historia humana. El
conjunto de documentos teológicos debería constituir, apoyándose en la
fuerza del paradigma de la modernidad, una impresionante presentación
del sentido del kerigma cristiano, así como de la tradición dogmática
de la iglesia, ante el mundo actual.
5.1. Dios y el designio divino (Documento IX)
Preámbulo: Designio creador y mundo creado. El
Dios existente revelado en la doctrina de Jesús concibe eternamente un
designio creador que termina en el mundo real existente. Las
características del mundo creado se constatan por el ejercicio de la
razón natural en el paradigma moderno. Por una parte, por tanto, la
doctrina de Jesús permite reconstruir los perfiles de la deliberación
divina hecha sobre su diseño creador. El mundo real de la modernidad,
creado por Dios, permite la hermenéutica de la significación real de la
deliberación divina porque constatamos qué clase de mundo real ha sido
creado por Dios: una creación para el Amor que debe ser por ello un
escenario para la libertad, cuyas características reales son descritas
por la modernidad. El concilio debería explicar cómo la Voz del Dios de
la Revelación, que muestra su designio creador en las palabras de
Jesús, es iluminada por la Voz del Dios de la Creación, cuya obra
entendida por la modernidad entra en impresionante congruencia con la
revelación. El concilio debería proclamar que la palabra de Jesús no
anula el enigma, el drama humano y la libertad, pero nos sobrecoge al
hacer verosímil la sorprendente posibilidad de que, como fondo del
universo, exista realmente un Dios que ha diseñado la creación y su
comunicación en Cristo como el escenario de la libertad que constatamos
en la modernidad.
Criterios: La intención del Amor y la realidad del
pecado.
En el documento pondría el concilio de relieve cómo la historia natural
y humana nacen, en la revelación de Jesús, del eterno designio creador
del mundo como escenario para el Amor y para la Libertad (libertad como
ingrediente esencial del Amor). Pero la configuración final del mundo
en orden a ese designio es la realidad creada que se constata en la
modernidad. Un mundo cuya estructura hace posible que el hombre oiga el
"susurro" del Dios que llama, pero también que se haga sordo y lo
niegue por la libertad que acaba en el pecado personal y colectivo, en
el pecado de la especie, de la humanidad.
1) El Dios Uno y Trino. La doctrina enseñada por Jesús, en
armonía con sus precedentes en la teología de Israel, tiene su piedra
angular en la proclamación de la existencia de un Dios Uno que
sorprendentemente se revela como Trino, en la forma que será
clarificada y fijada en los primeros concilios ecuménicos, asumida en
el kerigma. Jesús ha desvelado la naturaleza trinitaria de Dios al
mismo tiempo que nos ha explicado cómo la Trinidad concibió y realizó
su plan eterno de relación con el hombre. La razón moderna no atisba,
evidentemente, la existencia de un Dios Trinitario, pero sí la de un
Dios Uno, fundamento del ser, cuya realidad se argumenta con
verosimilitud, aunque no con absoluta certeza (aunque así era en el
paradigma antiguo). La forma en que la filosofía de la modernidad
atisba la existencia de ese ser divino sería como fondo holístico del
universo del que brota la materia y la dinámica autónoma del universo.
El fondo ontológico campal en que todos nos movemos, existimos y somos,
sería el marco de referencia fundante en el que la filosofía moderna
situaría la verosímil existencia de Dios. La revelación, por tanto, nos
confirma la incertidumbre moderna sobre un Dios verosímil pero oculto.
Jesús proclama que el Dios "verosímil" realmente existe, posee una
sorprendente naturaleza trinitaria (el Padre, el Hijo o Verbo y el
Espíritu Santo) que concibe desde la eternidad un plan creador y de
oferta de comunión al hombre constituido en su libertad.
2) Un designio creador originado en el Dios Amor. El kerigma
proclama que el Dios Uno y Trino es, en su esencia íntima, Amor, que se
realiza a través de las donaciones respectivas entre las divinas
personas. El Amor comunicativo explica que el Dios Uno y Trino revelado
por Jesús haya concebido desde su eternidad un designio creador
orientado a la donación de sí mismo. El Dios de Jesús decide crear un
universo como escenario de la vida humana, llamada a la filiación
divina. Es un Amor tan grande que llama al hombre a la filiación
divina. Este anuncio sorprendente de Jesús sobrecoge, pero es el que
es: el que Jesús realmente proclamó. El hombre moderno solo sabe que es
profundamente verosímil la existencia de un Dios, fundamento de la
realidad, y constata que ese Dios, de existir, ha emprendido, en
efecto, un proyecto creador. El kerigma cristiano le aclara al hombre
moderno que el Amor trinitario es la causa de su obra creadora: un Amor
autodonante que es llamada a la filiación.
3) Un mundo diseñado para el Amor. Si Dios es Amor en sí mismo
debía dar a la creación el sentido de una expansión del Amor. Si el
Amor es siempre la autodonación de sí mismo, un darse al otro
libremente, el escenario creado debía orientarse a hacer posible el
Amor. La obra de la creación sería una obra nacida del Amor divino,
pero también el destinatario del Amor divino debía dar una respuesta
nacida del Amor. Y para ello debía darse una respuesta originada en la
libertad. Imaginemos un escenario en que la patencia absoluta de Dios
lo inundara todo de forma inexorable: el hombre no sería libre para
decir sí o no a Dios, pues se vería arrastrado por la presencia divina.
Por ello decide Dios crear un "mundo", un lugar donde el hombre está
solo, donde Dios no se le impone: un mundo creado con hermosura donde
"todo estaba bien hecho". La historia yahvista de la creación, en
Génesis 1,11, aclara que Dios dejó al alcance del hombre el árbol de la
vida; no padecía ni la muerte ni la indigencia. Pero Dios quiso también
dejarle al alcance la posibilidad de comer del árbol de la ciencia del
bien y del mal (si coméis de este árbol, seréis como dioses, dijo la
serpiente). Dios le "susurraba" al hombre que no comiera de este árbol,
pero era capaz de comer y, al final, rechazando el susurro divino,
comió. La predicación de Jesús se hace también en el supuesto de que
está realizando una oferta libre a los hombres que puede ser rechazada
(en conformidad con el anuncio hecho premonitoriamente en la historia
primordial de Génesis 1,11). El hombre se mueve en un escenario o mundo
que le hace posible pecar (separarse o rechazar a Dios libremente) y
donde de hecho peca. Este es el supuesto de la tradición bíblica, de la
doctrina de Jesús y de su proclamación en el kerigma cristiano. El
concilio debería iluminar estas verdades de fe por el conocimiento
proporcionado por el paradigma moderno: el mundo creado por Dios se
corresponde perfectamente con este diseño para el Amor, que es lo mismo
que "para la libertad". Dios no crea un universo en que impone
teocéntricamente su presencia, sino el universo enigmático y borroso de
la Era de la Ciencia. El hombre puede oír el susurro divino y seguir la
creencia verosímil de una Divinidad creadora, pero puede rechazarlo y
situarse en una interpretación puramente mundana del mundo sin Dios. La
modernidad ayuda a entender mejor cómo las historias ejemplares,
imágenes y símbolos de la Biblia y del kerigma cristiano primitivo se
traducen en las estructuras ontológicas de la creación divina.
4) La oferta y el rechazo del Amor: el pecado. La consideración
divina de un designio creador que hiciera posible la auténtica libertad
para aceptar o para rechazar el Amor a Dios, en respuesta al Amor
divino, hizo saber a Dios que el pecado (rechazo de Dios) sería una
realidad inevitable. El hecho del pecado que se contempla en la
historia primordial de Génesis 1, 1 I es ya posibilidad consumada en el
mundo real de Jesús. El pecado es siempre una responsabilidad personal
del hombre que realmente peca. Génesis 1, 11 contempla unos primeros
padres de la humanidad que pecaron, Adán y Eva, pero en la historia
real de la humanidad hubo también sin duda unos "primeros hombres" que
pecaron; con el tiempo fueron más y más quienes desvincularon sus vidas
del susurro interior de Dios que les llamaba para aceptarle y confiar
en Él. En la sociedad de la modernidad se muestra cómo, en efecto, los
hombres han rechazado de hecho a Dios y han construido una convivencia
pluralista al margen del reconocimiento divino.
5) El pecado original del hombre y de la humanidad. La forma en
que Dios ha creado ese mundo para el Amor y la Libertad, que es
realidad ya creada en el tiempo de Jesús, es el mundo autónomo que ha
producido evolutivamente la especie humana. El mundo creado por Dios,
conocido por la modernidad, no hace posible que un solo hombre hubiera
sido creado: este, como individuo, es solo posible dentro de una
especie. En este sentido la ciencia dice que el hombre es solidario con
el destino de su especie y.está afectado por ella. De ahí que a los
ojos de Dios es el pecado de uno, de los primeros padres (y por ende el
de muchos), el que hace pecadora a la humanidad. Todo hombre
individual, pues, a los ojos de Dios, al margen de sus decisiones
personales, está afectado por una condición de pecado, pecadora, que
proviene de su pertenencia a una especie pecadora. Una especie donde de
hecho se ha consumado el pecado. Dios sabía, pues, que el diseño de un
mundo para el Amor y para la Libertad, tal como es el mundo diseñado
para la libertad creativa que hemos conocido por la modernidad, haría a
la especie, y a todo hombre, pecadores. Dios, en su eterno designio,
debió considerar si un mundo real -que responde a la ambigüedad que
hace posible la libertad, tal como es la creación descrita por la
modernidad-, que iba a ser de hecho un mundo pecador, por el pecado
individual y por el pecado original de la especie que pesa sobre todo
hombre, merecía ser creado. ¿Tenía sentido crear para el Amor un mundo
humano que rechaza el Amor?
En la modernidad -proclamaría el concilio- se hace sorprendentemente
patente la profunda coherencia y sentido del plan divino: del eterno
designio de comunicación de su Vida al hombre como Don de su Gracia
nacida del Amor que constituye la esencia comunicativa del Dios
Trinitario. Tiene sentido crear por Amor, tiene sentido constituir la
libertad y la dignitas humanas al retirarse Dios de la realidad, tiene
sentido que el pecado sea posible, tiene sentido que todo hombre sea
solidario como pecador, al ser parte de una especie pecadora, con el
destino de la humanidad. El mundo que constatamos es un mundo que
muestra su sorprendente congruencia con el eterno designio divino
revelado por Jesús.
Textos conciliares: El compromiso divino con
la Libertad
"El Dios que nos ha sido revelado por Jesús es un Dios comprometido
hasta tal punto con el Amor que decidió crear un mundo para la
Libertad, porque solo esta haría posible el Amor. Cómo ha sido
realmente el mundo creado desde el eterno designio divino lo conocemos
describiendo cuál es la estructura real del mundo en que de hecho
estamos viviendo (que es el realmente creado por Dios). La
profundización del conocimiento en la modernidad permite hoy saber qué
propiedades tiene el universo creado: la ambigüedad borrosa que hace
posible la libertad y, como su consecuencia, el pecado. Diseñar un
mundo que mantenga el equilibrio entre la posible apertura al Amor y al
pecado (la negación de la oferta divina) no es fácil. Nosotros podemos
comprobar qué tipo de mundo ha creado Dios para hacer realidad este
equilibrio. Sin embargo, la creación de un mundo en que la libertad no
es un juego sino algo muy real que puede producir la libre autonomía
frente a Dios, el pecado, al considerarse el designio divino, pudo
haber puesto en juego la misma creación. Es decir, la humanidad, por sí
misma, por su propia condición pecadora pudo haber hecho desistir a
Dios de su designio creador. El kerigma cristiano nos explica que algo
influyó en Dios para que decidiera crear un mundo como el nuestro. Lo
que sucedió fue la voluntad trinitaria, asumida por la persona del
Verbo, de redimir, perdonar y amar por pura Gracia a una humanidad
pecadora. Una humanidad dramática en la que abundaría el pecado, pero
en la que abundaría la grandeza de la santidad asumida por los justos".
5.2. Cristo, protagonista del designio
salvador y creador (Documento X)
Preámbulo: Cristo hace comprensible el designio
creador.
La naturaleza del mundo real está dada en la experiencia que constituye
la modernidad. Es experiencia de un mundo de pecado, de orientación de
la existencia al margen de un Dios que permanece relegado a la
indiferencia de muchos. Es experiencia de un mundo de sufrimiento, de
tragedia humana personal y colectiva. Es el mismo hombre el que
difícilmente entiende que el mundo real que tiene ante sí haya sido
objeto de un designio divino que consiente impasible el sufrimiento, la
tragedia humana y el pecado. El ateísmo y el agnosticismo consideran
inverosímil que un mundo como el nuestro, de enigma, de drama y de
pecado, haya podido ser producido por un ser divino. Recordemos, por
ejemplo, el análisis religioso budista que, en efecto, constataba la
inviabilidad de entender el mundo real como una creación divina por el
hecho del sufrimiento. Es el hombre el que difícilmente entiende que un
Dios creador esté manteniendo un universo en que la libertad humana se
independiza con arrogancia ofensiva contra la Divinidad. El concilio
debería en este documento emprender la presentación del designio
creador fundado en el Misterio de Cristo, originado en la eterna
voluntad del Verbo. Misterio que es la respuesta divina al enigma, al
sufrimiento, a la libertad y al pecado. El concilio debería proclamar
la profunda congruencia del kerigma enseñado por Jesús que la iglesia
ha transmitido durante veinte siglos: que el mundo ha sido creado
porque Dios ha asumido por pura Gracia su humillación divina, el pecado
y el drama de la historia en orden a la santidad de los creyentes (o
sea, de la "iglesia universal"). Esta voluntad del Verbo, en la
solidaridad trinitaria del Dios Uno, es la Redención que ha hecho
posible la Creación y la Historia.
Criterios: Congruencia entre mundo real y Misterio
de Cristo.
La doctrina conciliar debería apuntar a recoger y a presentar la
doctrina tradicional sobre el Misterio de Cristo, pero acentuando cómo
la descripción de la naturaleza de la obra creadora de Dios,
profundizada por la aportación de la modernidad, hace posible una
visión actualizada de la sorprendente coherencia entre el mundo real,
la creación, y el Misterio de Cristo como logos del diseño creador de
Dios.
1) Inviabilidad del designio creador. La especie humana en un
universo que hace posible el pecado -como exigencia de una libertad
real-, y en que se ha consumado el pecado, no hubiera merecido nunca
por sí misma llegar a ser creada. La mera posibilidad de un mundo
pecador concebida por Dios en su eternidad no le hubiera movido nunca a
la creación. El mundo real que vemos, de hecho creado, el mundo
descrito en el paradigma moderno, no merecía por sí mismo ser creado y
basta una simple mirada a lo que ese mundo ha producido para
entenderlo. ¿Por qué? Primero, porque el mundo real iba a hacer
realmente posible la libertad y el hombre podría desvincularse de Dios
en toda su crudeza; Dios no iba a crear un mundo de libertad a medias,
con la libertad en alguna manera manipulada. El hombre iba a ser libre
sin enmascaramiento y la historia se cubriría de pecado. Segundo,
porque Dios, consciente del pecado, si creaba, renunciaría al supuesto
de crear un cierto "Paraíso Terrenal" y debería situar al hombre real
en el mundo final del sufrimiento, de la tragedia humana, del que
muchos le harían responsable (como de hecho pasa). ¿Creemos que a Dios
le gusta vernos sufrir? No era fácil emprender, pues, la creación de un
mundo de sufrimiento como el que ha acabado creándose. De ahí la
persuasión teológica cristiana, derivada del mismo kerigma, de que ni
el hombre ni la humanidad tenían en sí el valor intrínseco, y menos el
mérito, para ser creados. El concilio debería insistir en que es
nuestro mundo, el mundo de la modernidad, orgulloso de su libertad,
pero tapándose los ojos ante la indignidad humana, el dolor y la
tragedia humana, el que hubiera sido inviable por sí mismo como
candidato a "ser creado". Es la pura "indigencia radical" ante Dios de
una "humanidad pecadora" como especie la que haría inviable el mundo
real, el mundo de la modernidad que nosotros hemos sobrevalorado.
2) Voluntad creadora y salvadora del Verbo: la Redención. Pero,
¿por qué entonces ha sido creado nuestro mundo real? ¿Por qué existe un
mundo donde la libertad es real, donde el hombre puede comer del árbol
de la ciencia del bien y del mal, haciéndose como Dios, donde
sobreabunda el pecado, donde el dolor es inmenso, sobre todo la
tragedia y el sufrimiento de los inocentes? El concilio debería
proclamar que, al entrar en el dogma de la Redención, pisamos ya en la
esencia teológica de la doctrina proclamada por Jesús y se ilumina de
forma sobrecogedora nuestro entendimiento de por qué nuestro mundo fue
creado. Es el dogma cristiano que ofrece la explicación de por qué el
mundo real ha sido creado: la razón de por qué la libertad existe y de
por qué Dios ha permitido el sufrimiento. La respuesta a las preguntas
enunciadas es esta: Dios emprendió la creación de nuestro mundo porque
allí donde, es verdad, sobreabundó el pecado, también sobreabundó la
Gracia. El universo es Gracia. En otra palabras: Dios pudo no crear,
pero tuvo la voluntad de aceptarnos tal como éramos, en nuestro pecado
y en nuestra indigencia. Dios, perdonó así el pecado humano y asumió
nuestra indigencia. La voluntad divina de emprender el designio
creador, a pesar de nosotros, por pura Gracia, ha sido atribuida en la
teología cristiana al Verbo de Dios, en la unidad de la solidaridad
trinitaria. Esta voluntad de salvar a la humanidad, perdonando nuestra
condición humana, es lo que responde al concepto dogmático de Redención
en el cristianismo. El Verbo nos "redime del pecado y de la indigencia"
(que nos habrían hecho inviables) y nos hace entrar en la Vida por el
mérito divino de su decisión como Gracia. Es más, el primitivo designio
divino (Paraíso Terrenal), por obra del Verbo, digamos, se "rediseña"
con un nuevo designio creador en que sobreabunda la Gracia de la
Redención: el Verbo se unirá a la humanidad, solidarizándose con ella
en todo, menos en el pecado, convirtiéndose en su cabeza, realizando y
manifestando plenamente el plan salvador de Dios. La creación real, por
tanto, fue emprendida por Dios porque se creaba una humanidad
engrandecida por la presencia en ella del diseño sobreabundante de
Gracia que fue libremente asumido por el Verbo divino. Fue creada una
humanidad que, a los ojos de Dios, tenía a Cristo por Cabeza. El Dios
Trinitario no solo decide perdonar la humanidad pecadora y crearla
(Redención), sino que establece un sorprendente plan, de Amor
desbordante, para unirse a la humanidad a través del Misterio de
Cristo.
3) Cristo, protagonista del designio salvador y creador. El
concilio debería proclamar que en el Misterio de Cristo, que resume el
contenido del kerigma cristiano, la persona de Jesús responde a un
eterno designio de la Divinidad Trinitaria, representada por la
voluntad del Verbo. Es el eterno designio redentor en que cree el
cristianismo adhiriéndose a la doctrina de Jesús, como obra de Gracia
sobreabundante que une la humanidad a un Dios que se hace con ella
solidario. El cristianismo está constituido por un conjunto de
Misterios, a los que, aunque no sean irracionales o contradictorios, la
religión cristiana no pretende encontrar comprensión racional, pero que
cree que son Verdad por confianza en la revelación de Jesús. Estos
Misterios (sorprendentes pero verosímiles) han tenido lugar en la
historia real para revelar y para realizar el eterno designio de Dios
personificado en el Verbo. Todo comienza por el sorprendente Misterio
de la Encarnación del Verbo en la persona de Jesús. ¿No es sorprendente
y mistérico afirmar que la persona del Verbo haya tomado la condición
humana, se haya encarnado? Es El Mismo quien predica y proclama los
extraordinarios Misterios del designio de Dios. Pero la encarnación
culmina en el Misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesús que se
hace finalmente "el Cristo", y así es nombrado, cuando se le reconoce
como el Mesías que realiza la Bendición anunciada a los patriarcas de
Israel. La lógica encarnatoria es la misma que culmina en la Cruz y en
la Resurrección. Es la lógica del Dios humillado. En ella, el Cristo
debe manifestar a los hombres y, al mismo tiempo realizar en un momento
del tiempo cósmico, el eterno designio redentor del Verbo divino en la
solidaridad trinitaria. Por una parte, Dios, al hacerse hombre asume la
condición humana en todo, hasta en el sufrimiento que llega a su máximo
exponente en la cruz. El misterio de la cruz, que es misterio del
sufrimiento de Cristo, nos dice que Dios "sufre" con su kénosis ante la
historia, sufre por el hombre angustiado en el enigma del mundo y sufre
por la inoperancia divina que consiente el sufrimiento trágico de la
humanidad en el drama de la historia. Dios nos dice que no ha permitido
la historia sufriente sin titubeos y con frialdad, sino que ha sufrido
por la libertad pecadora y por el sufrimiento humano que, sin embargo,
ha decidido admitir en su eterno designio creador. Pero, por otra
parte, este Dios solidario que nos hace hermanos en la humanidad y en
la divinidad, en su muerte en cruz y resurrección, manifiesta y realiza
en el tiempo, el eterno designio de Dios que crea la libertad: la
kénosis o el anonadamiento del poder de la Divinidad ante el mundo (la
cruz) y la gloria de su liberación anticipada (la resurrección). Este
Misterio anuncia que nuestro mundo -el mundo que, en nuestro tiempo,
gozamos como la experiencia de libertad que da forma a la
modernidad-existe porque Dios ha asumido el pecado de la humanidad y lo
perdona; anuncia además que este mundo de libertad y de ausencia de la
Gloria de la Divinidad será, sin embargo, liberado cuando Dios se
manifieste en su Gloria final. La humanidad que Dios "crea" y "salva"
es la que Cristo encabeza con el protagonismo de su obra redentora.
Redención es el sí al hombre (a la libertad y a sus consecuencias, a
cuanto es la historia humana en su grandeza y en su miseria), es el sí
al perdón, es el sí a la salvación, es el sí a una historia trágica
que, sin embargo, conducirá al hombre hacia Dios. Este "sí" se funda en
el designio eterno del Verbo, en la solidaridad trinitaria, que Cristo
realiza en el tiempo por los misterios de su vida, muerte y
resurrección. El Misterio de Cristo manifiesta que Dios asume y carga
con nuestro sufrimiento porque constituye con su kénosis la grandeza de
nuestra libertad y de nuestra dignidad. Todo esto nos hace entender la
gran importancia que, para la teología del kerigma cristiano, tiene el
reconocimiento de la condición divina de Cristo. Si Cristo no fuera en
realidad Dios ni habría Redención ni su Misterio sería signo o
sacramento del eterno designio. Podemos decir que, si Cristo no es
Dios, entonces no tiene sentido el designio creador fundado en el
Misterio de Cristo. La profunda congruencia del kerigma cristiano con
la realidad (hasta el punto en que hoy podemos verla a la altura de la
modernidad) desaparecería.
4) Cristo, mediador universal. El designio de creación y de
salvación, así revelado en la doctrina de Jesús, hace a Cristo, la
persona del Verbo encarnado, mediador universal, tanto de la creación
como de la salvación. El plan que hace posible la creación (que mueve a
Dios a la creación) es la obra de Cristo y, en este sentido, Cristo
como cabeza de la humanidad es mediador de la Creación. Pero, además,
es también mediador de la salvación desde dos puntos de vista: el
divino y el humano. El divino porque la posible salvación del hombre es
obra de la Redención asumida libremente por el Verbo Encarnado, en la
eternidad y en el tiempo. El humano porque el hombre que acepta a Dios
y ofrece su vida para la salvación final no puede hacerlo sin la
mediación de Cristo (sin aceptar a Cristo y a su Misterio en alguna
manera, aunque sea implícita). El documento debería explicar aquí cómo
la inviabilidad del designio creador de un mundo como el nuestro
(inviabilidad de que Dios lo hubiera creado) es también percibida por
el hombre en el mundo (por el sufrimiento y por el pecado). Por ello,
cuando, a pesar de la experiencia del mundo, el hombre natural se abre
a la esperanza de un Dios salvador es porque cree en un Dios liberador
(resurrección metahistórica) por encima de su ocultamiento, de su
lejanía y de su silencio (muerte en la historia). Por ello, la esencia
de la religiosidad humana es así una intuición que da sentido a la
creación: el Misterio de Cristo como voluntad divina de hacer la
libertad posible por el ocultamiento divino que consiente por su
providencia el sufrimiento que culmina en la liberación final. Para
todo hombre religioso esperar en Dios es cargar con el sufrimiento (la
inoperancia divina, la cruz) pero confiar en la liberación final
(resurrección). Por ello, la religiosidad natural está siempre en
alguna manera "mediada" por la aceptación del Misterio eterno que se ha
desvelado en la obra de Cristo (aquí se debería conectar con el
documento II). El hombre que se abre a la esperanza en un Dios
transcendente salvador cree que Dios "sufre" con el dolor humano pero
que con su inoperancia, su kénosis, crea nuestra riqueza existencial,
nuestra libertad y nuestra dignidad.
5) Cristo, logos de la creación. La creación obrada por Dios,
por el Padre como persona trinitaria, ha sido emprendida a medida de la
obra de Cristo. Él es el logos de la creación. Por ello, si el logos
esencial de la revelación en Jesús es el Misterio de Cristo, este es la
esencia de la Voz del Dios de la Revelación. Ahora bien, si la creación
ha sido emprendida por Dios Padre como escenario de la obra del Hijo,
de Cristo, entonces la creación ha sido realizada a medida del
cumplimiento del designio divino. Es decir, Cristo es el logos, la
razón que explica el porqué y el cómo de la creación. En otras
palabras: la Voz del Dios de la Creación se explica por el logos de la
obra de Cristo. Entre ambas voces debe haber una congruencia total.
Así, la forma en que ha sido hecha la creación ayuda a la hermenéutica
de la Voz de la Revelación. Pero, viceversa, el logos cristológico de
la creación ayuda a entender la forma en que Dios ha hecho las cosas en
realidad. Cristo es así el logos que ayuda a entender por qué las cosas
son tal como la razón ha conocido en profundidad por la modernidad.
Ayuda a entender su verdadera significación de fondo. Dios crea el
universo de la nada, ex nihilo, pero a partir de su propia ontología
divina. En la energía creadora nacen las partículas que crean un mundo
de diferencias y objetos independientes en el espacio-tiempo, pero Dios
permanece como fondo ontológico que todo lo abarca. Un fondo divino de
realidad lo abarca todo y es la profundidad de todas las cosas. Es el
"sensorium primordial" que, por ende, es la Luz metafísica, plenitud de
la luz cósmica, pero nueva y embriagadora. A medida que los seres vivos
aparecen se abren por su sensibilidad a dimensiones campales u
holísticas de lo real que reflejan la luz unitaria final en que se
resuelve la ontología divina. Es la luz, o transparencia ontológica de
la Divinidad, en que los seres vivos comienzan a sumergirse por la
experiencia holística que ha emergido en sus psiquismos. La forma de la
materia, sus propiedades y sus leyes, están diseñadas por la mente
divina para producir un proceso natural autónomo. La evolución es parte
de este diseño autónomo en que la vida se abre camino hacia la
perfección a través de la muerte. La tragedia evolutiva que nos hace
autónomos y que, al mismo tiempo, nos pondrá en condiciones de saber
que solo en un posible Dios podrá hallar el hombre la Vida que desea.
Este portentoso diseño evolutivo apunta direccionalmente al hombre,
cabeza de la creación, pero el universo, visto desde dentro por la
razón humana autónoma, está diseñado de tal manera que sea ambiguo,
borroso, en su explicación final. Es el diseño cósmico a medida de la
libertad, que producirá el pecado pero que responsabiliza al hombre
dotándole de su dignidad personal, hecha posible por la voluntad eterna
del Verbo manifestada en la obra de Cristo en el tiempo. Esta forma de
creación hace posible el designio divino. Dios se manifiesta al hombre
lo suficiente como para aceptar la oferta de filiación divina. Pero se
oculta hasta el punto de que la libertad personal del hombre puede
inclinarse también a una interpretación puramente mundana del universo
(hacerse como dioses, pecado). Dios susurra al hombre el testimonio de
su verdad y le atrae interiormente en ese universo autónomo que la
modernidad ha descrito y responde al plan divino. La naturaleza susurra
al hombre que Dios podría ser su verosímil fundamento y a ello impulsa
el Espíritu del Padre. El Espíritu Paráclito que todo lo abarca en el
fondo universal de la ontología divina que llega a lo íntimo de todo
ser, impulsa al hombre a dejarse llevar por el fuego del Amor, diciendo
"sí" a la voz interior constante que "llama" para ser aceptada. Por
último, todo hombre se siente impulsado a creer y a confiar que una
última salvación será posible, superando el sufrimiento, si acepta la
esperanza en el Dios oculto y liberador por una aceptación explícita o
implícita del Misterio de Cristo: es el Espíritu de Jesús presente en
todas las cosas. Dios es Espíritu y Todo Dios, el Dios Uno, es el que
aletea en la ontología profunda del universo, pero de una forma en que
el Espíritu del Padre, del Espíritu Santo y el Espíritu de Jesús,
responden al logos cristológico que da sentido a todas las cosas. El
mundo que ha conocido la modernidad es un mundo metafísicamente borroso
que hace posible la libertad, la dignidad y la creatividad humana en la
historia: es la libertad real, sin enmascaramientos, querida por Dios.
Este mundo de libertad, pero también de sufrimiento, es el que responde
al logos cristológico de la creación, del proyecto salvador y de la
forma de la presencia universal del Espíritu divino. El concilio
debería proclamar que el mundo moderno, en que la iglesia debe anunciar
que Cristo es el logos de la Creación, nos introduce en una nueva
hermenéutica del cristianismo en que brilla con más profundidad su
condición de religión de la libertad.
Textos conciliares
"Durante los últimos siglos se pensó que la imagen del universo, de la
vida y del hombre que estaba siendo descrita por el pensamiento moderno
se hacía irreversiblemente incompatible con la cosmovisión cristiana
transmitida desde antiguo. Es verdad que la modernidad rompió con el
pensamiento antiguo que había fundado la interpretación del
cristianismo. Pero el concilio proclama que la imagen del universo en
la modernidad permite una nueva hermenéutica del Misterio de Cristo que
es congruente con los grandes contenidos del kerigma primitivo,
constituido germinalmente hace dos mil años. El mundo de libertad y de
creatividad, pero también de pecado y de sufrimiento, nuestro mundo, ha
sido posible por la voluntad redentora del Verbo que se manifiesta en
el tiempo por el Misterio de Cristo. Este Misterio ilumina el logos que
nos hace entender por qué el mundo real es como es y por qué ha sido
creado por Dios. El logos cristológico es la Luz de la Sabiduría divina
que ilumina el sentido de la creación y de la historia: puede ser
rechazada pero nos sobrecoge".
5.3. El hombre, llamado por Gracia a la
filiación divina (Documento XI)
Preámbulo: El hombre natural y el hombre
sobrenatural.
El conocimiento del hombre natural se enmarca en nuestra idea de la
materia, del universo, de la vida y de la evolución conducente al ser
humano. Este conocimiento es construido por la razón, en la ciencia y
en la filosofía, y constituye hoy uno de los grandes patrimonios del
paradigma de la modernidad. Para la creencia, lo que dicen la ciencia y
la filosofía representa lo que hoy, con la mayor garantía de seriedad,
podemos conocer de cómo se ha producido la creación obrada por Dios. No
hay argumentos para pensar que el mundo no haya sido creado por Dios
tal como la ciencia describe. Pero la naturaleza humana nos descubre
con admiración que la Voz del Dios de la Creación es en extremo
congruente con la imagen que del hombre nos ofrece la Voz de la
Revelación. El hombre es ya protagonista del eterno designio creador
concebido en la mente divina. Es también protagonista del logos
cristológico de la creación, ya que el Misterio de Cristo es el logos
del diseño de comunión del hombre con Dios. La antropología teológica
descubre que la naturaleza del hombre está inundada (o elevada) por una
ontología sobrenatural que Dios le concede como Gracia, como donación.
Esta gracia es la unidad del Espíritu Trinitario en la distinción de la
obra de las divinas Personas: es la Gracia de la Creación (Espíritu del
Padre), del Paráclito (Espíritu Santo) y del Misterio de Cristo
(Espíritu de Jesús). El concilio debería ofrecer la nueva hermenéutica
de la antropología teológica cristiana para iluminarla desde la idea
del hombre en la modernidad, superando la ontología antigua todavía
paralizante y productora de una continua confusión.
Criterios: Del dualismo grecorromano al monismo
moderno.
La filosofía dualista del mundo grecorromano influyó durante siglos y
ha dejado su huella en los conceptos ordinarios usados en el lenguaje
popular de la cultura cristiana. La formación de la mayor parte del
clero se ha hecho en perspectiva dualista y todavía hoy se sigue
enseñando, al amparo de la indefinición de perfiles, falta de toma de
posición, inercia de la tradición e "incompromiso hermenéutico" de la
iglesia oficial, cuyas tímidas adaptaciones ad hoc apenas
llegan a los mismos creyentes. El concilio debería avalar la nueva
antropología de la modernidad, mostrando con claridad su congruencia
con el kerigma cristiano.
1) Agraciado por la oferta de la vida: libertad y creatividad.
El hombre ha sido agraciado por Dios con la creación. Es el fin de la
creación que se orienta a hacer posible y a enriquecer la vida humana.
La libertad y la creatividad son los dones de Dios que, como tales, son
buenos y el hombre está' puesto en el mundo para realizarlos. La
experiencia del universo, tal como es y como es conocido por la
modernidad, en su autonomía y borrosidad metafísica, la atracción por
vivir, la experiencia de posibilidades naturales humanas en todos los
sentidos es buena y querida por Dios. El hombre está puesto en el mundo
por Dios para que sea libre y para que tenga la experiencia de las
posibilidades existenciales que el mundo ofrece en su pura mundanidad.
El universo es un diseño divino para la libertad creadora. Un hombre
que no haya advertido en alguna manera que es posible ser "mundano", y
no haya tenido una apertura real a ese ámbito de posibilidades sin
Dios, no puede ser "religioso" en plenitud existencial: no se
realizaría en él la kénosis a la inversa en que consiste la donación a
Dios desde la conciencia de poder ser "puro mundo". El concilio debería
avalar y proclamar la bondad de la experiencia natural, mostrando que
el mundo natural y el mundo moderno no están al margen de la voluntad
divina, sino que forman parte de su designio creador, ya que la
religiosidad es un acto supremo de creatividad humana libre y personal,
avalado por las culturas. Dios ha querido un hombre que se realice y
viva en la experiencia de la luz natural que es un espejo de la
plenitud de la Luz divina.
2) Llamado en libertad a la filiación divina. El documento
debería también explicar cómo el hombre, consciente de su libertad
creativa real -de que puede ser mundano-, es llamado por Dios a la
filiación divina. Por ello, Dios "susurra" al hombre una llamada para
que renuncie a ser mundano (pero no para que renuncie a "vivir la
vida") y para que se abra a la oferta de amistad que Dios le hace. Esta
llamada se dirige a un hombre en la experiencia de su libertad y de su
creatividad. Es un susurro que no rompe la libertad que forma parte del
designio divino (del logos cristológico de la misma creación). El
concilio debería exponer la estructura del testimonio de la verdad o
"llamada" que Dios ha dejado abierta ante la razón y ante las emociones
humanas. Naturaleza (Padre), el amor (Espíritu Santo) y logos
cristológico (Espíritu de Jesús) impulsan así al hombre a aceptar la
amistad divina y dirigirse a Él como a Padre. La revelación completa la
imagen natural de la relación humana con Dios, mostrando que, en
efecto, el ofrecimiento divino es algo sorprendente, muestra suprema de
la generosidad divina: el don de la filiación que presenta a Dios no
solo como Señor, sino como amigo y como Padre, como hermano de Jesús,
como parte de la humanidad que encabezada por Jesús se introduce en la
vida trinitaria.
3) El hombre pecador. Sin embargo, el hombre real es "pecador".
No solo está abierto a la posibilidad de vivir en un mundo sin Dios,
sino que ha asumido personalmente esta posibilidad. El pecado no es
vivir y asumir posibilidades que la vida ofrece, porque la vida es un
don de Dios. Pero el hombre se ha dejado llevar por el deslumbramiento
del "seréis como dioses" y ha atendido al mundo en su experiencia de
autonomía frente a Dios: Dios no ha interesado y en sus acciones
concretas ha mostrado el hombre que solo le interesaba el mundo. Esta
condición de pecador fue ya asumida por nuestros primeros padres, Adán
y Eva en la narración de Génesis 1,11. Pero se repite a lo largo de la
historia real: en el mundo que describe la modernidad pueden verse la
dimensión real de quienes viven su vida al margen de Dios, rechazando
el susurro de Dios que acompaña constantemente sus vidas. Que el hombre
pueda ser pecador es una medida de la seriedad del designio divino
productor de libertad: no es una ficción sino algo muy real, ya que la
vida sin Dios tiene una fuerte atracción que el hombre solo vence por
la voluntad decidida de confiar en el Amor de Dios por encima de su
ocultamiento. El concilio debería de nuevo proclamar, de acuerdo con la
Voz del Dios de la Revelación en Jesús, que el mundo real -el mundo del
que tenemos experiencia en la cultura de la modernidad-no hubiera
merecido nunca por sí mismo llegar a ser creado. El pecado hubiera
hecho la libertad y la creatividad humana inviable como objeto de la
creación divina.
4) El pecado original. La antropología teológica del pecado se
completa por la teología del pecado original que debería exponer
también el documento conciliar en conexión con lo ya explicado en los
documentos IX y X. Existe una condición de pecador que afecta
inevitablemente a todo hombre individual, pero que no depende de las
acciones personales, sino del hecho de la pertenencia a una humanidad
pecadora. El "pecado original" pesa así sobre cada hombre que es visto
por Dios como perteneciente a una estirpe pecadora que por sí misma
hubiera hecho inviable el designio creador. La hipótesis de un hombre
que no hubiera pecado personalmente -que siempre hubiera estado en todo
abierto a Dios -no le exime de su condición de pecador porque lleva en
sí el pecado original propio de la estirpe a la que pertenece. Por sí
mismo, como ser individual, no hubiera por ello nunca merecido la
creación divina y no tendría sentido pensar que hubiera podido llegar a
la existencia. En el documento debería también incluirse la relación de
la teología cristiana del pecado con la teología del sufrimiento,
conectando con el documento anterior en que se habría presentado la
esencia del Misterio de Cristo como designio divino para la libertad y
autonomía de la historia. El designio de una historia dramática está
unido al pecado, ya que el drama de la historia indigente forma parte
del plan divino para reconducir hacia Dios al hombre libremente
pecador. La libertad debía estar compensada por la indigencia en el
designio divino presente ya en la teología de Génesis 1-11. El dolor es
hijo del pecado, y en último término de la libertad, y ha sido aceptado
por Dios para hacer posible la libertad.
5) El hombre redimido, llamado por la naturaleza y por la Gracia.
Dios decide crear al hombre por la Gracia de la Redención, al ver a la
humanidad a través del Misterio de Cristo. La creación se acomete,
pues, en virtud del valor del logos cristológico (documentos IX y X).
Que el hombre exista, con la carga de pecado, y sus consecuencias (el
sufrimiento humano), que la historia arrastra, solo se entiende a la
luz de Cristo. Por ello, la llamada que Dios susurra en el hombre le
mueve a aceptar que es real el único mundo viable para Dios: en el que
la naturaleza mueve la razón hacia Dios (sin quebrar la libertad), en
que el hombre se siente atraído por el susurro mistérico del Espíritu y
en el que cabe creer en la voluntad liberadora de Dios a pesar de su
ocultamiento. El hombre, debería explicar el concilio, por sus solas
fuerzas naturales (la razón) podría quizá atisbar la verosimilitud de
la existencia de Dios. Podría entonces ser o no ser religioso. Pero la
religiosidad nacida de una mera capacidad natural no fundaría en ningún
caso una exigencia de salvación (mérito sobrenatural) o la culpabilidad
sobrenatural (demérito sobrenatural o pecado). Este punto de vista
clásico de la teología cristiana se nos hace comprensible en la
antropología de la modernidad que supera el religiocentrismo del
paradigma antiguo. El hombre en el universo creado vive en la
incertidumbre del universo borroso que podría ser Dios, pero ser
también puro mundo. La religiosidad natural sería un riesgo existencial
al que Dios no debería corresponder necesariamente. El mérito y
demérito sobrenatural (que en teología cristiana es el pecado) solo se
entienden como consecuencia de la respuesta humana a la Gracia: la
Gracia del testimonio del Espíritu que, como tal, Dios sobreañade
graciosamente a la pura naturaleza (testimonio sobrenatural, mistérico,
enigmático) y la Gracia del Misterio de Cristo a cuya aceptación se
encuentra el hombre movido por el Espíritu del Dios Uno (Espíritu del
Padre, Espíritu de Jesús y Espíritu Paráclito) y que, por sí mismo, es
también sobreañadido a la pura naturaleza (un Misterio sobrenatural,
místico, enigmático).
6) Constituido por carne, espíritu natural y Espíritu sobrenatural.
Durante muchos siglos la idea de la constitución humana ha dependido de
la ontología del paradigma grecorromano que fue esencialmente dualista.
Esto ha creado no pocas contradicciones con la imagen del hombre en la
modernidad. La iglesia ha asumido en esto numerosas adaptaciones ad
hoc,
mantenidas discretamente, que, sin embargo, no han llegado a la opinión
cristiana popular. Sin embargo, no existe todavía la deseada doctrina
sistemática, bien expuesta y con perfiles definidos que permita
sustituir la antropología del paradigma antiguo. El concilio debería
emprender esta gran tarea pendiente, para adaptarse a la modernidad,
mostrando cómo esta permite entender mejor el kerigma primitivo del
cristianismo y su conexión con el pensamiento hebreo. El concilio
debería hablar con toda claridad. El hombre puede ser entendido como
"carne", como pensaba ya la antropología hebrea y como describe hoy la
ontología monista evolutiva de la modernidad. Pero la carne, asumiendo
la explicación científica, ha producido evolutivamente el estado
neurológico que constituye el "espíritu" humano que le hace racional y
emotivamente capaz de conocimiento metafísico y de una posible
apelación divina. Esta apelación es la que se ha consumado con la
presencia sobrenatural del Espíritu de Dios que llama al hombre
interior que es abarcado por una ontología divina que llena el universo
como fondo holístico y originario. Esta nueva antropología de la
modernidad no solo es armónica con el kerigma, sino incluso mucho más
cercana a su contenido.
7) Salvado por la resurrección de la carne. En esta línea la
obra conciliar debería así completarse abordando una doctrina
sistemática sobre la creencia cristiana en la pervivencia eterna
personal más allá de la muerte, tal como puede ser entendida desde la
iluminadora hermenéutica de la modernidad. En ella se deberían superar
las interpretaciones construidas durante siglos de acuerdo con el
paradigma antiguo. La salvación eterna del hombre, más allá de la
muerte, debería fundarse en la tradición bíblica de la resurrección y
de la antropología moderna. El Dios que diseña la complejidad evolutiva
del universo y conoce la interioridad de cada ser humano, sería el
mismo Dios que producirá la salvación de la historia personal por la
resurrección. Al entrar por la resurrección en la dimensión de lo
eterno todos los hombres se iluminarán por un Juicio Final sobre su
existencia y sobre la historia humana en su conjunto. Esta "iluminación
de la Verdad Final de cada uno y de la historia" ha sido descrita en
los textos bíblicos con imágenes barrocas que apuntan a lo que en
realidad sucederá. El hombre que haya aceptado la oferta divina entrará
en la Nueva Jerusalén. El que se haya negado a Dios será rechazado. El
concilio debería insistir en que la doctrina del kerigma cristiano es
perfectamente congruente con el designio divino y con la forma real de
la creación que constatamos en el mundo moderno: es la verdad de la
libertad. La Creación y su explicación por el Misterio de Cristo tienen
un único sentido: la libertad para abrirse o cerrarse al Amor divino.
La libertad no es una ficción y Dios se atendrá a ella con todas sus
consecuencias, tal como cabe ya suponer por la naturaleza del mundo
creado y por la doctrina de Jesús que se proclama en el kerigma. Dios
solo salvará a quienes libremente quieran serlo. No salvará a quienes
no quieran serlo. El drama de la historia es el drama de la libertad.
El concilio debería presentar la doctrina general sobre los novísimos,
con ocasión de la exposición del final de la historia humana y de la
posibilidad hermenéutica de la modernidad, mostrando cuál es la esencia
de las creencias y cuál es el alcance de símbolos, imágenes barrocas,
representaciones populares, utilizadas como vehículo expresivo tanto
por el pensamiento bíblico como por la tradición cristiana. Esta nueva
manera de entender la pervivencia personal más allá de la muerte sería
compatible con dos contenidos presentes por igual en el kerigma
cristiano: la salvación inmediata personal después de la muerte y la
resurrección de los cuerpos en el día del Juicio Final. El poder de
Dios podría salvar o recrear al hombre inmediatamente después de la
muerte, pero dotándole del cuerpo resucitado final en el momento de
constituir la Nueva Jerusalén tras el Juicio Final. El concilio debería
instruir sobre estos enigmas finales acerca de la forma de entrar en la
"vida perdurable"; enigma sin duda unido a la dificultad de entender
tanto la conexión del tiempo terrenal (en que se produce la muerte) con
la dimensión eterna propia de la ontología divina (en que se produce el
Juicio Final y la resurrección), como la naturaleza real de la Nueva
Jerusalén preparada por Dios para aquellos que le aman.
Textos conciliares: La modernidad ilumina la
antropología cristiana
"La cultura hebrea tuvo una idea del hombre que no era dualista y que
hoy constatamos en la interpretación crítica de los textos bíblicos. Un
autor básico de la teología presente ya en la Sagrada Escritura, como
es san Pablo, tampoco pensó en términos de una antropología dualista.
Sin embargo, en el paradigma grecorromano se introdujeron los
principios hermenéuticos que dominaron la antropología cristiana
durante siglos y siglos, hasta llegar a la actualidad. Es un hecho que
el dualismo fue una manera de pensar cristiana al hacer la hermenéutica
del kerigma. Sin embargo, el pensamiento moderno ha construido una
nueva imagen del hombre en el marco de una ontología monista de la
evolución material del universo. El concilio declara que esta nueva
imagen del hombre reúne las garantías de representar el conocimiento
más serio hoy disponible acerca de la naturaleza humana, la naturaleza
creada por Dios. El concilio no puede ignorar un conocimiento
científico, nunca cerrado sino abierto siempre a su evolución; pero
debe declarar que la imagen científica conseguida honestamente hasta el
momento es aceptada sin limitación por la iglesia. De ella derivan la
filosofía cristiana hoy posible y una interpretación más profunda del
kerigma cristiano. No existe, pues, contradicción entre la antropología
de la ciencia y la antropología cristiana porque la iglesia se funda en
la antropología científica que ilumina cómo han sido creados el
universo, la vida y el hombre. Por otra parte, la antropología
sobrenatural cristiana no es alcanzable por la ciencia y discurre por
niveles ontológicos y de razonamiento distintos. Es la adhesión
existencial por la fe a la doctrina de Jesús, transmitida en el
kerigma, la que da sentido a la idea cristiana del hombre como inserto
en el orden sobrenatural de la presencia del Espíritu que le impulsa a
aceptar la llamada de Dios a la filiación divina".
5.4. La iglesia, signo del cristianismo
universal (Documento XII)
Preámbulo: Una nueva teología de la iglesia.
La forma de presentar qué es la iglesia, de acuerdo con el kerigma
esencial del cristianismo, es susceptible de adoptar enfoques
diferenciados que, en conjunto, se complementan, ofreciendo una imagen
más viva de su realidad. Así, por ejemplo, el concilio Vaticano II
proclamó una teología de la iglesia como "pueblo de Dios". El nuevo
concilio estaría en condiciones de ofrecer también una nueva
perspectiva de la iglesia en congruencia con la nueva hermenéutica de
la modernidad. Este enfoque no sería otro que "la iglesia, signo del
cristianismo universal". Este nuevo enfoque estaría en el fondo del
documento II y en el núcleo teológico mismo del paradigma de la
modernidad (documento VII). El mensaje de Jesús va dirigido a la
humanidad, es universal por su propia esencia ya que no tendría sentido
que la salvación que Dios diseña por la creación fuera dirigida a un
pequeño grupo humano. Está por su esencia abierta a todo hombre, aunque
depende de la libertad humana que sea aceptada o no. Por consiguiente,
la iglesia recibe de Cristo la misión de hacer presente en la historia
un mensaje de salvación universal, abierto a todos, una salvación que
está diseñada para ser protagonizada por la libertad de todos los
hombres, los de antes de Jesús, los que conocieron a Jesús, los que
pudieron ser cristianos y los que nunca llegaron a conocer el
cristianismo histórico, de antes, de ahora y del futuro. Pero todo
hombre puede abrirse a Dios y, en esta apertura existencial, asume el
logos cristológico que la creación ha plasmado de acuerdo con el
designio divino. La iglesia cristiana, por tanto, la iglesia católica
en que subsiste la Iglesia de Cristo -depositaria de la doctrina de
Jesús~ que se remonta a la iglesia primitiva y transmite la tradición
apostólica sin interrupción hasta nuestros días, es signo del
"cristianismo universal". Es decir, es signo de la comunión universal
de todos aquellos que se han abierto a la fe y a la esperanza en un
Dios liberador más allá de su ocultamiento, de su lejanía y de su
silencio. La "iglesia universal" es la comunión de todos los hombres
abiertos a Dios en el "cristianismo universal", de quienes pertenecen a
ella explícita o implícitamente (capítulo VI). Esta universalidad
debería ser el eje de la nueva teología de la iglesia promovida por el
concilio, de acuerdo con los principios de la nueva hermenéutica de la
modernidad y del diálogo con las otras confesiones cristianas y con las
grandes religiones.
Criterios: Iglesia universal e iglesia institución.
La iglesia cristiana que fue instituida por Jesús, que perdura en la
iglesia católica unida a la tradición apostólica, es la que conocemos,
toma forma objetiva detectable y tiene la organización institucional
que, formada desde los primeros siglos, responde a la providencia
divina para vehicular la presencia de Cristo en la historia. Esta es la
creencia de la iglesia, cuya teología se fundamenta en asumir que esa
Providencia divina ha obrado en la "inspiración" de las Escrituras y en
la "asistencia" a la iglesia. El documento debería, pues, unir la
teología de la iglesia institución con la nueva teología de la iglesia
universal, sin que una enmascare la realidad de la otra, ya que las dos
representan lo que está contenido esencialmente en el kerigma. La vía
para unir ambas iglesias es entender que la iglesia institución es un
medio providencial para hacer presente en la historia la palabra de
Jesús dirigida al cristianismo universal (iglesia universal). Cristo,
pues, para la misma iglesia, subsiste en ella como depositaria de su
doctrina revelada que manifiesta el "eterno designio" que los creyentes
han acogido en la fe. Esta Revelación es lo que la iglesia entiende
como la Palabra de Dios explícita que solo la iglesia custodia
"asistida por el Espíritu de Jesús". Por ello, la forma en que la
iglesia institución, así como las otras religiones, o la religiosidad
en general, forman parte del "cristianismo universal" no es la misma.
Baste recordar que las otras religiones no admiten la Revelación en
Cristo (por ejemplo, budismo, hinduismo, islamismo...) que es
precisamente lo que la iglesia custodia. Sin embargo, no por ello dejan
de pertenecer al "cristianismo universal" por cuanto las religiones,
cada una a su manera, y toda forma de religiosidad humana, han
respondido positivamente al logos cristológico inserto en la naturaleza
(el Padre), en el dramatismo de la vida ante el Dios oculto (el Hijo) y
en el Espíritu interior que impulsa el Amor en el corazón humano (el
Espíritu Santo Paráclito). La religiosidad humana es "cristianismo
universal" no en la forma en que lo es la iglesia institución, sino por
cuanto en ella está presente siempre solo la creencia en el Dios
oculto/liberador (con la aceptación implícita del logos cristológico),
tal como repetidamente hemos venido explicando a lo largo de este
ensayo. Por consiguiente, la iglesia institución no es un fin en sí
mismo sino un instrumento providencial para hacerse presente en la
historia por su condición proclamadora del Misterio de Cristo que la
hace signo iluminador de la iglesia universal. La iglesia proclama así
la Revelación en Jesús -a la que el hombre puede adherirse o no-como un
mensaje dirigido al género humano universal: mensaje que es el Sí
divino a la inquietud esencial humana ante el Dios oculto/liberador. El
mensaje de Cristo -que la iglesia institución custodia y proclama-no
viene a suprimir la historia que los hombres han construido, sino a
darle sentido (capítulo VI). Oigamos finalmente que el documento sobre
la iglesia, además, debería abordar una cuestión que, al parecer, ha
sido planteada en los últimos tiempos y que ha suscitado discusiones
entre los profesionales de la teología. Me refiero a que el concilio
debería clarificar en este documento cómo entender la asistencia del
Espíritu a la iglesia y cómo se realiza esto a través de las
definiciones dogmáticas, las actuaciones conciliares y papales, así
como en el magisterio ordinario de la iglesia.
1) La institución de la iglesia. El documento conciliar debería
presentar de nuevo la teología clásica de la iglesia institución,
reafirmándose en su integridad su estructura jerárquica, así como los
medios institucionales para promover la fe, esperanza y caridad entre
sus miembros por los sacramentos y los medios institucionales para
velar por la proclamación del kerigma cristiano. Por tanto, toda la
organización institucional, jerárquica, jurídica, pastoral y
disciplinar de la iglesia no debe ser entendida como el reglamento que
condiciona quiénes van a tener acceso al logos cristológico o que
selecciona "quiénes van a ser salvados" por el plan divino, sino como
la organización institucional de quienes se han adherido al mensaje de
Jesús, se unen en una comunión de fe y juntos afrontan la misión de
hacer presente en la historia el mensaje de que el Misterio de Cristo
deja abierta universalmente la salvación. Solo en la iglesia
institución se produce la plena adhesión al Misterio de Cristo, ya que,
por lo que hemos dicho, la adhesión es solo implícita en el
"cristianismo universal". Esta es, pues, la perspectiva que el concilio
debería proclamar y que nos introduce en la hermenéutica de la
modernidad.
2) El cristianismo universal significado en la iglesia institución.
El concilio debería, de acuerdo con esto, explicar el verdadero sentido
de la iglesia como la institución que hace presente en la historia el
signo de que la iglesia universal existe y se extiende a lo largo del
espacio y el tiempo. La iglesia universal está en las conciencias de
los seres humanos, en sus experiencias de sufrimiento, en sus dudas de
que exista un Dios que permite el sufrimiento y en su apertura confiada
al poder salvador de la Divinidad. Está en todos los que asumen la
experiencia trágica de la muerte en la esperanza de un Dios liberador.
Está en todas las religiones y en sus tradiciones historicistas. Pero
está oculta y el logos cristológico, aunque vivido, no queda manifiesto
en toda su fuerza. La iglesia cristiana es así, como institución, una
luz (signo o sacramento) que ilumina el fondo de las conciencias
humanas y hace presente toda la fuerza del mensaje universal del
cristianismo. Hacer presente este signo o sacramento de salvación,
universalmente ofertada, es la misión de la iglesia y lo único que le
da sentido como institución. La salvación es universal; la misión de la
iglesia no es cerrar la puerta, sino mantenerla como se presenta en el
kerigma y proclamar que está universalmente abierta. Por ello, la
salvación no pertenece solo a quienes pertenecen formalmente a la
iglesia institución. Ni la santidad. Pero, por otra parte, quienes son
implícitamente cristianos, el cristianismo universal, fuera de la
iglesia institución, forman parte implícita de la "iglesia universal".
3) La pertenencia a la iglesia institución. Pertenecen a la
iglesia cristiana, o iglesia católica como institución, aquellos que se
han adherido a la persona de Jesús, han creído en su doctrina, bien
directamente, bien a través del kerigma proclamado por la misma
iglesia, y se mantienen fieles a la continuidad de la tradición
apostólica. Ser así cristiano en la iglesia es serlo por excelencia: es
adherirse al Misterio de Cristo en la forma más plena y explícita (que
solo está prefigurada implícitamente en lo que hemos llamado el
cristianismo universal) y es, además, asumir el compromiso explícito de
la misión de proclamar ante los hombres el cristianismo universal, la
llamada de Cristo a creer que la historia es el misterio del
ocultamiento divino que culminará en el misterio metahistórico de la
resurrección. Qué es pertenecer a la iglesia fue entendido en el pasado
de diversas maneras, según las escuelas del paradigma antiguo. Durante
años se acentuó el hecho de la "iglesia institución", distinguiéndose
de las otras iglesias y religiones (denominadas falsas), la iglesia
cerró sus fronteras y se defendió frente al acoso de la modernidad.
Pero el nuevo paradigma ha permitido hacer luz sobre algo que siempre
estuvo en la esencia del kerigma cristiano: la vocación universal de la
iglesia. Apoyada en la seguridad de la nueva hermenéutica, firme ya en
su entendimiento preciso del sentido de la historia y en la verdad del
kerigma cristiano, la iglesia católica institución reforzará la
conciencia de pertenencia de sus fieles y crecerá en prestigio, estando
siempre abierta a quienes decidan con libertad su integración en la
comunidad eclesial.
4) La pertenencia a las confesiones cristianas. El cristianismo
institucional se realiza también en las otras iglesias o confesiones
cristianas. En este sentido son también "iglesias institucionales" en
donde se vive con autenticidad la fe cristiana, dentro de los
condicionamientos históricos que las han hecho nacer. Este documento
debería reconocer su adhesión creyente a la persona de Jesús, a su
doctrina y a la participación en la misión proclamadora del kerigma en
los términos que fueron expuestos en el capítulo VI. Las otras iglesias
cristianas son también parte de la iglesia universal y testimonian la
presencia universal de Dios en el "cristianismo universal". No
obstante, en este documento deberían apuntarse solo los perfiles
generales de la ampliación del concepto de iglesia cristiana que se
hace posible desde el paradigma de la modernidad al aceptarse la
comunión con las otras confesiones cristianas en la iglesia universal.
El diálogo pleno con las confesiones cristianas debería ser abordado
por el concilio en un documento específico al que después nos
referiremos.
5) La pertenencia al cristianismo universal. El cristianismo
universal es el formado por todos aquellos seres humanos que han
vivido, o viven, creyendo en la liberación futura de un Dios que
permanece oculto, lejano y en silencio. Este creer en el Amor liberador
de Dios por encima de su silencio ante el dramatismo de la vida es la
forma implícita universal de aceptación del misterio que explica la
creación, a saber, el Misterio de Cristo revelado en los hechos y en
las palabras de Jesús. Aquellos que pertenecen al cristianismo
universal pertenecen también implícitamente a la iglesia universal. Por
ello, en ocasiones, cuando Cristo, en las Sagradas Escrituras, menciona
a "su iglesia" puede entenderse legítimamente que se refiere a la
"iglesia universal", aunque pueda haber otros contextos en los que la
referencia sea claramente a la "iglesia institución".
6) La pertenencia a las grandes religiones. La iglesia entiende
que también en las grandes religiones está presente el cristianismo
universal. Por ello siente que pertenecen al cristianismo; o, si se
quiere, que el cristianismo pertenece a ellas, en el sentido antes
explicado: por cuanto la esencia antropológica de toda religiosidad,
desde el interior del mundo, se funda en la aceptación del Dios
oculto/liberador (en el logos cristológico implícito que explícitamente
custodia y proclama la iglesia institución como luz que ilumina el
corazón de todo hombre y de toda religiosidad). La iglesia cristiana
institución, por tanto, las religiones, y la religiosidad humana en
general, pertenecen al "cristianismo universal", pero no en el mismo
nivel, sino a través de la coincidencia en los factores antropológicos
básicos expuestos a lo largo de este ensayo. Las grandes religiones son
lugar preferente de realización del cristianismo universal, aunque este
pueda darse también en personas no integradas en "religiones" que, sin
embargo, están abiertas interiormente al cristianismo universal. Este
documento debería también hacer mención de que las grandes religiones
forman parte, en cuanto pertenecen al cristianismo universal, de la
iglesia cristiana universal, en la línea sugerida en el capítulo VI de
este ensayo. No obstante, este documento debería solo apuntar los
perfiles de esta pertenencia, ya que el concilio debería dedicar un
documento especial al diálogo con las grandes religiones.
Textos conciliares: La adhesión a Jesús,
servicio a la iglesia universal
"Cuando el concilio se dirige a los creyentes y a todos los hombres con
la intención de explicar la naturaleza de la iglesia cristiana como
iglesia católica no puede dejar de reconocer que la iglesia es una
institución organizada con sus jerarquías, sistema jurídico, orden
pastoral y disciplinar, que le son propios. Así es y seguirá siendo.
Sin embargo, el concilio quiere declarar que el aparente orden
domestico de la iglesia no es un fin en sí mismo, sino un medio para
una misión que rompe fronteras y entra en la conciencia de todos los
seres humanos. Es la misión de proclamar el mensaje que Jesús ha
transmitido en nombre de ese enigmático Dios oculto cuya posible
realidad está flotando siempre como la gran cuestión metafísica de
nuestras vidas. Es el mensaje del eterno designio divino de que el
mundo responde al plan creador del Misterio de Cristo: un Dios que se
oculta, y permite el drama de la vida humana, pero que es solidario con
nosotros, que nos dice en la cruz que sufre con nuestro sufrimiento,
que crea la libertad, dignidad y creatividad humana y que nos liberará
en la resurrección final de la historia. Cristo confirma las
expectativas de nuestra existencia en el mundo: la existencia de un
Dios oculto que liberará a la humanidad. Cristo nos impele a vencer el
malestar ante el silencio de Dios frente al sufrimiento y nos impele a
creer que el universo esconde un plan salvador de la Divinidad oculta y
liberadora. La iglesia sale de sus fronteras domesticas y se siente
unida a todos aquellos hombres que en el anonimato de sus conciencias o
por la pertenencia a las grandes religiones han aceptado ya en sus
corazones la esperanza del Dios oculto y liberador. Este es el misterio
de la iglesia universal del que la iglesia católica, como las otras
confesiones cristianas, son solo un sacramento o signo proclamado que
ilumina nuestras esperanzas y nos ayuda a confiar. Es la iglesia
universal constituida por quienes pertenecen al cristianismo universal.
Por ello, la misión de las iglesias cristianas es solo servir a ese
cristianismo universal. El orden interno de la iglesia católica, y de
las otras iglesias cristianas, es solo una cautela en orden a preservar
el cumplimiento de su misión universal".
6. Otros
documentos y declaraciones conciliares
La base doctrinal y hermenéutica fundamental del concilio quedaría
cerrada con los documentos que han sido simulados. Sería la gran obra
de reorientación hermenéutica que caracterizaría la aportación esencial
de este nuevo concilio: el aval y la orientación para realizar en la
iglesia el cambio hermenéutico que "da de baja" el paradigma antiguo e
introduce el paradigma de la modernidad. Basta considerar la larga
permanencia en el paradigma grecorromano -dos mil años de historia
cristiana-para ponderar la importancia transcendental que debería
atribuirse al nuevo concilio, probablemente uno de los más importantes
de todos los tiempos. La obra esencial del nuevo concilio (en contraste
con el Vaticano II) sería, por tanto, eminentemente doctrinal
(hermenéutica). Pero los principios doctrinales tienen siempre
consecuencias orientadas a la praxis, a la actuación concreta en
diferentes campos relativos a los creyentes católicos, a los creyentes
cristianos, a los creyentes no cristianos y a la sociedad en general.
En este campo la obra del concilio, aunque complementaria, sería
esencial, ya que no se podría considerar su transcendencia de conjunto
sin ponderar sus consecuencias en la disciplina interna y externa. La
orientación de estas actuaciones políticas, educativas o formativas,
pastorales, diciplinares, dialogales, etc., sería objeto de una serie
de documentos o declaraciones complementarias, algunas sin duda de una
importancia excepcional. Con brevedad, hacemos una relación sumaria,
con algunas observaciones básicas, de los documentos y declaraciones
que deberían completar la obra del concilio. Es evidente que no
pretendemos abarcar todos los documentos que el concilio debería
contener. Solo hacemos mención, de forma sumaria, por tanto, de
aquellos que, en principio, tendrían relación con nuestra línea
argumental o que asumirían un papel de importancia excepcional en la
transformación de la vida de la iglesia (y que por ello merecen que, al
menos, los apuntemos aquí).
6.1. Sobre la presencia cristiana en la
cultura de la modernidad
1) Existencia cristiana en el paradigma antiguo. El paradigma
antiguo llevó consigo una cierta manera de entender qué significaba
vivir una existencia cristiana. Así, el teocentrismo existencial fue
"clave" en el entendimiento de la autenticidad cristiana. Dios era el
centro natural de la vida y el "mundo" se veía como una transigencia
con el pecado. La única forma de existencia auténtica fue el
religiocentrismo. La fuga mundi, expresión propia de la ascética
medieval, que se realizaba modélicamente en la vida religiosa, en los
monasterios, se puso como modelo de vida cristiana. Todo debía girar en
torno a la iglesia y era la iglesia la que controlaba la vida del
creyente: vivir en cristiano era salirse del mundo y entrar en un
recinto "sacro" organizado por la iglesia. Cuando el curso creciente de
la modernidad fue ofreciendo más y más posibilidades de vivir el puro
mundo (la pura experiencia natural del renacimiento a fines de la Edad
media), la iglesia se inquietó. Mucho más cuando, como pasa en la
actualidad, la oferta de pura experiencia natural es desbordante y se
asume con entusiasmo por la gente. Todavía no hace muchos años, y quizá
incluso en la actualidad, la respuesta de círculos cristianos ha sido
intentar crear cadenas de entretenimiento paralelo pero "cristiano";
algo así como burbujas aisladas del mundo real en que el cristiano
pudiera seguir viviendo encerrado en un ámbito religiocéntrico (por
ejemplo, si "fuera" había "cine", "dentro" se organizaba "un cine
parroquial" para compensar).
2) La experiencia natural en el paradigma moderno. En la
cultura
actual de la modernidad la oferta de experiencia natural autónoma, la
apertura a variadas posibilidades de gozo y creatividad que pueden ser
asumidas y la gente desea de hecho asumir, son inmensas. A veces para
realizarlas efectivamente, pero en ocasiones solo para soñarlas,
dejándose llevar por el arte, la música, el cine, la televisión, la
literatura, donde vemos a nuestros héroes y seguimos nuestras historias
míticas preferidas. El hombre se ve envuelto por esta nube de mitos, de
ilusiones, de ficción, de realidad virtual, de consumo, que le domina y
le hace olvidar otras dimensiones de la existencia (no solo las
religiosas, sino incluso las morales y las socio-políticas). La iglesia
que ha vivido, y vive todavía, en el paradigma antiguo, ha visto la
fuerza incontenible de la experiencia natural y ha producido las
necesarias adaptaciones ad hoc que aminoren el problema. Sin
embargo, en los últimos siglos muchos han tenido la sensación de que
aceptar el gozo de la experiencia natural autónoma es "pecado" y han
tenido la confusa percepción de que no pueden estar "en el mundo" y "en
la iglesia". Esto ha sido en parte causa de la separación de la iglesia
y de la existencia al margen de lo religioso. Muchos han visto a la
iglesia como un rival de la experiencia natural que se encuentra
desdeñado y quisiera volver a convertir la sociedad en un "monasterio".
El concilio, que debería aprovechar el cambio paradigmático para una
recolocación de la iglesia ante el mundo real, hallando su correcto
lugar en el mundo contemporáneo, debería también replantear el lugar de
la experiencia natural en la vida humana de acuerdo con la nueva
hermenéutica. Para Dios la experiencia natural, la experiencia de
autonomía y de creatividad autónoma en el mundo, no es mala, sino el
gran don de la creación, tal como se contempla en el designio divino.
La vida tiene momentos de experiencia mundana, que son esenciales para
decidir el sentido de la vida, pero que tienen un carácter previo o
neutro en relación a la decisión religiosa de apertura o clausura
existencial ante Dios. Además, una vez que el hombre se decide ante
Dios religiosamente, esto no significa que el hombre deba dejar de
vivir "en el mundo": en el mundo que Dios ha querido crear y que posee
el don constitutivo de hacer al hombre libre y dejarle abierto el
horizonte de ser cocreador de la marcha del universo en una sociedad
que es metafísicamente borrosa y, por tanto, pluralista. Dios, por su
obra creadora, impulsa al hombre a la experiencia natural y a la lucha
contra el sufrimiento en el drama de la vida.
3) Una nueva pedagogía de la fe cristiana. La inquietud de la
iglesia por la increencia, indiferencia y falta de motivación religiosa
de los creyentes no nace de la preocupación por una pérdida de poder o
influencia social. Es la inquietud que nace de la responsabilidad
hermenéutica: constatar que cuanto se hace no sirve para que la gente
entienda qué es el cristianismo y tenga la opción a aceptarlo
libremente y a enriquecer así sus propias vidas. Es la angustia de
saber que no se está respondiendo con calidad a la misión de proclamar
la doctrina de Jesús para que ante ella se decida la libertad humana.
De ahí que el documento debiera esbozar los principios de la nueva
pedagogía del kerigma que reconcilie la "creencia" con el "mundo". Como
decíamos antes, la alternativa a la creencia es solo la increencia. El
mundo, don de Dios para la libertad y la creatividad humana, es para la
creencia y para la increencia. El mundo puede vivirse con toda su
fuerza desde la creencia. Esta no impide "vivir": "vivir" en plenitud
no debe crear ninguna "mala conciencia" cristiana, ya que el
cristianismo como religión de la libertad nos dice que la vida es el
don que Dios nos ha entregado en el Misterio de Cristo. Ser cristiano
significa que el hombre se cierra a la posibilidad real de hacerse "un
Dios en el mundo" (el pecado); pero el cristiano no se cierra al mundo,
porque la existencia cristiana es la experiencia natural cocreadora que
Dios le ha confiado. Dios le ha situado en una existencia dramática,
pero le impulsa a luchar contra el sufrimiento y a gozar del don
natural del mismo Dios. El documento conciliar debería reflejar los
estudios previos de la psicología religiosa, la antropología, la
filosofía y la teología, así como aspectos del nuevo horizonte del
compromiso socio-político y del diálogo interconfesional e
interreligioso, todo ello iluminado por la nueva hermenéutica de la
modernidad.
4) Etapas de la vida y protocolos de actuación cristiana. En el
documento debería trazar el concilio los principios orientativos
fundamentales para la nueva actuación proclamadora del kerigma
cristiano, de acuerdo con los criterios hermenéuticos de la modernidad.
En definitiva esbozaría cómo presentar en la forma adecuada el reto del
kerigma en las diferentes etapas de la vida, en las diversas
circunstancias existenciales, biográficas e intelectuales de las
personas. Debería dar las pautas para elaborar numerosos protocolos de
actuación que se pudieran aplicar en las circunstancias más concretas y
que orientaran la acción proclamadora de los cristianos, dándoles
competencia y seguridad. Al mismo tiempo, debería también diseñar la
forma de utilizar los recursos técnicos que hoy existen (medios de
comunicación, productos audiovisuales, revistas, etc.) para usarlos
como medios técnicamente bien aplicados para dar a conocer a los
creyentes y a la sociedad qué es el cristianismo, su significación y
sentido en el mundo moderno. Las pautas para elaborar después los
protocolos debería darlas, por tanto, el concilio, pero su redacción
minuciosa debería pasar a comisiones de técnicos postconciliares.
Igualmente, se deberían contemplar los recursos humanos disponibles en
la iglesia (grupos de diversa naturaleza, institutos laicales,
religiosos, clero, asociaciones cristianas, parroquias, etc.) que
deberían constituirse en la nueva plataforma de la acción proclamadora
de la iglesia, de acuerdo con protocolos rigurosamente establecidos. Es
evidente que, dada la incultura de la mayor parte de la masa de los
creyentes católicos (que llegaron a hacerse insensibles al reclamo del
paradigma antiguo), la nueva hermenéutica debería emprender un proceso
recristianizador de dimensiones colosales. Las pautas y criterios
técnicos para este proceso en todos sus niveles deberían estar
establecidas por el concilio y este sería el objetivo de este
documento. Creemos que los medios, materiales y humanos, de que hoy
sigue disponiendo la iglesia podrían traducirse pronto en actuaciones
de calidad que se difundieran en todos los rincones de la sociedad para
hacer posible que los hombres decidieran su voluntad libre ante el
sentido de sus vidas a partir de una imagen de calidad del cristianismo
en el marco de nuestra cultura.
6.2. Sobre el sacramento del orden y la
disciplina sacerdotal
1) La teología del orden sacerdotal. Esta teología habría sido
ya expuesta y reinterpretada a la luz de la hermenéutica de la
modernidad en el documento XII sobre la iglesia, signo del cristianismo
universal. En este nuevo documento se abordarían cuestiones relativas a
la aplicación del sacramento, así como otras medidas pastorales y
disciplinares. La teología del sacerdocio permanecería en los mismos
términos clásicos, contenidos en el kerigma, y podrían ser asumidos
muchos enfoques de la teología antigua (en puntos en que el paradigma
filosófico grecorromano estaba menos presente, tal como pasa con la
doctrina de muchos santos Padres en lo relativo a la espiritualidad).
Sin embargo, la aplicación del sacramento en la iglesia supondría
introducir cambios decisivos que, a nuestro entender, serían necesarios
y tendrían además una repercusión inmediata en la revitalización de la
iglesia.
2) Extensión del orden sacerdotal: la ordenación de casados. La
asociación entre orden sacerdotal y celibato, que se ha mantenido en la
iglesia a lo largo ya de muchos siglos, presenta en la actualidad
problemas disciplinares serios que la iglesia debería considerar. El
primero, es la tensión a que ha estado sometido el sacerdote, debiendo
presentar el kerigma sin apoyos hermenéuticos y apoyado en una iglesia,
ya ella misma con dificultades y a la defensiva. Por ello cabe decir
que su resistencia psicológica y su fe han sido grandes. También se han
producido situaciones comprensibles de caos y desmoronamiento en el
sentido de la vida. Segundo, son también un hecho los numerosos casos
en que se ha constatado sin lugar a dudas la corrupción vergonzante de
miembros del orden sacerdotal, como en los casos de pederastia y en
otras corrupciones de alto nivel que dejan alucinados a cuantos tienen
la información pertinente. Es verdad que se trata de minorías, o casos
especiales, pero es evidente que esto produce en la gente una mala
impresión que deja huella y se tiende a las generalizaciones injustas
(inducidas también calculadas e injustamente por los medios de
comunicación). En tercer lugar, es también patente la falta de
vocaciones sacerdotales que arrastran una atención deficiente en muchos
sectores de la iglesia; el clero tradicional es cada vez más reducido y
crece la pirámide de edad. A la iglesia le falta, pues, la presencia
sacerdotal de calidad que debería tener para funcionar normalmente. Sea
todo esto dicho sin la intención de no querer reconocer la obra
meritoria, incluso heroica, que están haciendo muchos sacerdotes en la
actualidad. Pero lo bueno no debe impedirnos reconocer la objetividad
crítica de la situación. Por ello, es obvio que muchas miradas se
vuelvan hacia una posible medida a la que se da vueltas en los últimos
años: la ordenación de hombres casados. Mi opinión es que en el nuevo
concilio habría llegado el momento crucial de asumir esta importante
medida que en muy poco tiempo reportaría a la iglesia beneficios
importantísimos. Es claro que no supondría que el sacerdocio
celibatario o la vida religiosa no pudieran seguir como hasta ahora.
Deberían potenciarse y, probablemente, el sacerdocio de los casados
daría un impulso a su mejora. Los detalles y las orientaciones
pastorales precisas para cada circunstancia debería contemplarlas el
documento conciliar. Tampoco debe pensarse que esta medida pudiera
eliminar de raíz la corrupción entre el clero; el documento,
ciertamente, establecería normas disciplinares para prevenirla y
controlarla. Pero la corrupción, bajo otras formas, podría seguir
existiendo ya que la iglesia es también (como cualquier otra
institución humana) una obra de hombres. Esta medida, a nuestro
entender, potenciada por la nueva hermenéutica, por la planificación
estratégica para hacer presente el cristianismo en la cultura de la
modernidad y por los nuevos planes de formación del clero, contribuiría
decisivamente a impulsar una fuerza nueva de renovación en la iglesia.
El clero celibatario tradicional y el nuevo clero de hombres casados se
reforzarían y, por otra parte, recibirían apoyo intelectual y
psicológico en la potencia del nuevo paradigma de la modernidad.
3) Formación. El documento debería incluir orientaciones y
medidas para la regulación de la formación filosófica y teológica del
clero, habida cuenta de la nueva hermenéutica y de la orientación
conciliar sobre la presencia cristiana en la cultura de la modernidad.
Todo ello supondría referirse a los curricula de formación, incluyendo
las especificaciones para la formación de los sacerdotes casados.
Además del estudio especulativo de la filosofía y de la teología, en la
nueva perspectiva, se atendería también al estudio de las estrategias,
protocolos y medios de comunicación aplicables a la nueva
recristianización de sociedades secularizadas que antes hemos
mencionado (epígrafe 6.1).
6.3. Sobre los principios de la moral natural,
religiosa y cristiana
1) La moral fundamental: natural, religiosa y cristiana. Es
evidente que los principios ontológicos y antropológicos que han
servido de guía para tratar las cuestiones morales se han derivado de
la filosofía del paradigma grecorromano, en especial de los esquemas
escolásticos clásicos, todavía hoy presentes. Así ha sido en general,
aunque haya habido también las necesarias adaptaciones ad hoc
en circunstancias concretas. No obstante, es comprensible que la
apertura a la nueva hermenéutica suponga un replanteamiento de aquellos
principios que dan sentido a los razonamientos morales, en perspectiva
natural, religiosa y cristiana. Para la nueva hermenéutica aparece una
idea renovada del mundo real que Dios ha creado, de la estructura de
conocimiento que se abre al hombre desde su interior y de la ley
natural que manifiesta la ley divina querida por Dios. La ley del
universo es la ley de la libertad, de la borrosidad metafísica, de la
autonomía y de la condición cocreadora del hombre en el control de la
evolución del universo. Los principios ético-morales no se fundan,
pues, en un teocentrismo impositivo, ya que el hombre puede construir
una interpretación no religiosa del universo. Tampoco se fundan en la
idea clásica de un universo "hecho", en estado constructo y estable al
que el hombre debe someterse. La nueva epistemología, abierta y crítica
en el sentido expuesto, no dogmática, establecería también una nueva
perspectiva en la forma de valorar la diversidad de opiniones ante los
problemas morales. Si la nueva imagen de la realidad nos lleva a una
nueva hermenéutica del kerigma cristiano, y esto es mucho más
importante (de esto trata este ensayo), no de otra manera el nuevo
paradigma exigiría también una nueva hermenéutica de los principios
clásicos de la moral cristiana y de la inserción racional del hombre,
personal y socialmente, en la ley natural, reflejada en la razón, de
una realidad dinámica y evolutiva. El concilio debería abordar, desde
estos principios fundamentales, reubicados ya en la nueva hermenéutica,
los grandes temas clásicos de la ley natural, de la moral social, de la
moral sexual, de la tecnoética y de la bioética. Todo ello visto en
perspectiva natural, religiosa y cristiana. En conexión con lo
cristiano este documento debería ser la ocasión crucial para exponer la
doctrina actualizada del concepto cristiano de "pecado" en el sentido
teológico y en su conexión con los comportamientos morales, así como
para el estudio de otras formas menores de inautenticidad moral
cristiana.
2) Una nueva sensibilidad ante los problemas morales. Se debe
pensar que las opciones metafísicas y el "sentido de la vida"
concebidos por los hombres se constituyen en una urgencia moral que
pesa sobre el comportamiento. El hombre tiende según la idea que tiene
de sí mismo de acuerdo con el logos de un universo dinámico objetivo.
La ideología atea o agnóstica comparte con todo hombre una moral
natural que ha dado lugar al consenso sobre la ley natural y sobre el
derecho natural que reflejan los sistemas de convivencia socio-política
en la modernidad. Las religiones completan la moral natural con su
moral específica. También el cristianismo. Pero en todo caso la "idea
de la verdad de sí mismo" influye indudablemente en la conducta. Y, si
no influye, es porque esa "idea" no es consistente, al tratarse de una
existencia desintegrada. De ahí la insistencia de la teología católica
en que la fe se traduce en las obras. Sin embargo, aun siendo así como
principio, también es verdad que en la conducta del ser humano hay
pasiones profundas, asentadas en engramas neurales que producen las
tendencias casi irreprimibles heredadas del mundo animal (agresividad,
poder, sexualidad) que hacen en ocasiones de la vida humana algo
verdaderamente borrascoso y pasional. Por otra parte, la biografía de
las personas es en extremo compleja y las pone con frecuencia en
situaciones que arrastran hacia lo que no se hubiera querido hacer,
pero se impone (como el mismo san Pablo reconoció en su momento). Son
muchos los que han visto en ciertas visiones rigoristas e
intransigentes de la moral cristiana un obstáculo insalvable para
acceder a la fe. En otras palabras: el rigor moral aplicado por la
iglesia (en ocasiones, además, fundado en los cuestionables principios
morales hermenéuticos del paradigma antiguo) ha oscurecido a muchos
hombres la posibilidad de entender el mensaje esencial del Misterio de
Cristo. Pediría por ello que, en la revisión de valoraciones morales
que el concilio debería abordar, se tuviera en cuenta el principio de
que la misión de la iglesia es proclamar ante todos el mensaje salvador
de Jesús que va dirigido al hombre pecador en todas sus miserias y con
los fantasmas de su mente, sin que la luz liberadora que Dios ha
diseñado en su designio eterno de salvación para los hombres pueda
hacerse depender de rigorismos morales que, además, en muchos casos,
son "ideología" antigua ya superada por la historia. El mundo y los
hombres son como son, y la iglesia no los cambiará. A esos hombres, con
sus impulsos naturales, instintos y exigencias inevitables del
dramatismo de la vida ordinaria, ha enviado Dios el mensaje de
salvación. El mensaje de salvación y esperanza que resplandece en la
misericordia de Dios detrás de toda esa atormentante borrosidad y
oscuridad de la "noche oscura" de toda vida, es lo que la iglesia
debería proclamar con firmeza. Dios no ha hecho depender la salvación
de que el mundo llegue a un estado de perfección ético-moral ideal, que
nunca se dio en el pasado, no existe en la actualidad, ni probablemente
se alcanzará nunca. La iglesia no cambiará el mundo: debe procurar la
perfección de todos, pero su mensaje es proclamar que el hombre pecador
ha sido salvado, es salvado y seguirá siendo salvado por la
Misericordia y por la Gracia del logos cristológico de la creación. En
este ensayo solo hemos tocado lo referente a la ley natural, a la
conducta y a la moral (natural, religiosa y cristiana) como tema
colateral, pero no ha sido su tema fundamental. Pero creemos que el
concilio debería proyectar también el cambio de paradigma hermenéutico
sobre los temas clásicos de la ley natural y de la moral en todos sus
aspectos, yendo más allá de cuanto hemos tenido ocasión de estudiar en
este ensayo.
6.4. Sobre el asociacionismo cristiano en la
lucha contra el sufrimiento
El concilio habría hecho ya un llamamiento general a la sociedad humana
para denunciar la persistencia del sufrimiento en todas sus
manifestaciones y para emprender la lucha final contra la indignidad
humana mantenida en la cultura de la muerte (documento IV). Más
adelante, el concilio habría también revisado su posición en la
sociedad en la dimensión socio-política de la nueva hermenéutica,
pasando del teocratismo a la condición civil de la iglesia y al
compromiso moderno de los ciudadanos cristianos, en especial a través
del asociacionismo (documento VIII). Este documento hablaría de nuevo
sobre el compromiso ante el sufrimiento urgiendo de forma concreta a
los ciudadanos cristianos a asumir en todos los niveles la lucha
constante contra el sufrimiento y la indignidad humana, insistiendo en
el asociacionismo civil abierto como medio más eficaz de realizarlo.
Este compromiso de solidaridad con los demás debería ser la primera
respuesta moral de la vida cristiana.
1) Compromiso con el entorno inmediato: familia y sociedad. El
concilio se esforzaría en describir cómo los seres humanos producimos
sufrimiento en el entorno inmediato de mil maneras, muchas veces con
total inconsciencia. Sin embargo, la esencia del cristianismo es creer
en el Amor y comprometerse con el Amor en el ámbito inmediato en que se
realiza nuestra vida. Primariamente en la familia y en la sociedad
ambiente. El concilio exhortaría a todos a ser radicalmente cristianos
y ofrecería una guía para realizar diariamente este compromiso.
2) Compromiso asociativo social. En las sociedades
desarrolladas
y en las del tercer mundo nos enfrentamos continuamente a situaciones
en que los seres humanos sufren por pobreza, abandono, soledad, falta
de cultura, desintegración social, delincuencia, maltrato psicológico,
subdesarrollo, etc. La iglesia y los ciudadanos cristianos deben
mantener el compromiso asumido ya durante siglos para asociarse en
orden a resolver de forma inmediata el sufrimiento ignorado por la
sociedad. Esta caridad teologal ha sido y deberá siendo esencial para
los ciudadanos cristianos, que hallarán su fuerza en estos multiformes
proyectos asociativos de carácter asistencial. El compromiso ante el
sufrimiento inmediato no puede nunca excusarse por razón de atender a
tareas superiores. Así lo han entendido los cristianos en la historia y
así deberán seguir entendiéndolo.
3) Compromiso asociativo educativo. Una causa importante del
sufrimiento es la falta de educación, o mala educación, de sectores
inmensos de la población mundial. El concilio debería confirmar el
valor de los proyectos asociativos, ya muy antiguos en la iglesia,
tendentes a la educación de la sociedad y debería exhortar a proseguir
en esta tarea. La educación en valores y el entendimiento de qué
significa construir un "sentido religioso de la vida" debe jugar un
papel esencial en el diseño de una vida para la felicidad. La
asociación cristiana para la educación, por tanto, en el primer y en el
tercer mundo, con matices distintos, debería verse como una forma
esencial de compromiso contra el sufrimiento. En el documento conciliar
se expondrían los matices de esta exhortación. Pero un aspecto
importante sería revisar el diseño educativo en los centros cristianos
para pasar de una educación religiosa unilateral e impositiva (conforme
con el teocentrismo del paradigma antiguo) a otra fundada en la
conciencia de la dignidad y libertad de la persona humana en un
universo borroso que haga acceder al cristianismo como religión de la
libertad, en conformidad con los principios establecidos en el epígrafe
6.1. La reformulación de los principios educativos de acuerdo con la
lógica del paradigma de la modernidad debería establecerse en el
concilio, al menos en sus criterios y pautas básicas.
4) Compromiso asociativo sanitario. Otro campo de compromiso
cristiano en la lucha contra el sufrimiento ha sido, desde siglos y
siglos, la lucha contra la enfermedad, pues muchos de los sufrimientos
que se producen son evitables y, en todo caso, se debe acompañar
también a los seres humanos en el sufrimiento definitivo que es el
proceso final que lleva a la vejez y a la muerte. El concilio debería
ponderar el trabajo extraordinario que ejercen en todo el mundo los
cuerpos sanitarios, en muchas ocasiones con sacrificios personales
importantes, colaborando en el tercer mundo. Desde el campo del
compromiso cristiano el concilio debería agradecer su labor a las
numerosas organizaciones cristianas, de larga tradición, que ya luchan
por ayudar a quienes sufren por enfermedad y por vejez y debería
exhortar a seguir impulsando los movimientos cristianos comprometidos
en esta lucha.
5) Compromiso asociativo político. Los sufrimientos mencionados
podrían ser resueltos en gran parte (pobreza, enfermedad y asistencia
sanitaria, hambre, subdesarrollo, explotación, etc.) si quienes dirigen
la política de las naciones tuvieran ideas claras y voluntad decidida
para resolverlos. Son quienes detentan los medios que podrían hacerlo
posible. Las exhortaciones de la iglesia en sus documentos sobre
doctrina social han caído en el vacío durante años, se hace muy poco y
los problemas crecen en dimensiones mayores que las soluciones que se
alcanzan. En la actualidad, no se ven en el horizonte ni ideas
factibles para resolver el problema, ni interés por buscarlas, ni la
voluntad de afrontar un compromiso decidido por el cambio humanista que
se necesita. El concilio (en conexión con el documento IV y con el
documento VIII) debería aquí exhortar con mayor concreción a que, en el
ámbito de la ciudadanía civil, los cristianos emprendieran cuantas
iniciativas contribuyeran a forzar a los poderes políticos, nacionales
e internacionales, a diseñar el plan internacional de la lucha final
contra el sufrimiento. Debería insistirse en que el sufrimiento es un
problema dramático que está ahí y cuya solución no admite demora. No
hacer cuanto se pueda, con urgencia y pragmatismo, debería pesar
moralmente en la conciencia humana y cristiana. El concilio debería
insistir en que hay algo que se puede hacer, porque se dan las
condiciones objetivas para ello: el control de los poderes públicos por
la sociedad civil. La filosofía política democrática, que hoy impera al
amparo de la modernidad, hace depender el poder político de la voluntad
del pueblo, de los ciudadanos. Por tanto, lo que falta es organizar
civilmente a los ciudadanos -organización en la que la ciudadanía
cristiana podría jugar un papel decisivo de liderazgo-para forzar y
controlar el poder político que hoy constituye rígidas "estructuras de
dominación" sobre la sociedad. Sería en este documento (si el
movimiento de acción civil Nuevo Mundo estuviera ya organizado y
hubiera llegado a lo que antes llamábamos sus "dimensiones de
crecimiento crítico" apropiadas) donde el concilio podría introducir
alusiones veladas pertinentes al apoyo a Nuevo Mundo que después
pudieran tomar forma al desarrollarse en posteriores intervenciones de
la iglesia más explícitas en documentos postconciliares.
6.5. Sobre la convergencia interconfesional
cristiana
Preámbulo: Transcendencia del documento. Este
documento y el siguiente (sobre la convergencia interreligiosa) serían,
sin duda, desde un punto de vista de su influencia real y de su
capacidad de cambio social, de los más importantes del concilio. La
guía filosófica y teológica de sus contenidos puede verse en el
capítulo VI de este ensayo. No vamos a repetir lo que entonces se
explicó con amplitud, pero insistimos en el convencimiento de que
aquellos principios son los que deberían establecer el marco del
documento conciliar que hiciera un llamamiento profundo a las iglesias
cristianas para abrir una vía históricamente transcendental hacia un
nuevo modo de realizar la "comunión" en la fe y la "convergencia"
interconfesional cristiana. Es evidente que, la celebración del
concilio habría supuesto una preparación de documentos que habría
facilitado el contacto previo con las iglesias cristianas.
1) El mutuo reconocimiento entre las iglesias cristianas. En el
documento conciliar debería comenzarse por una reconstrucción de la
historia para explicar cómo se llegó a la escisión entre las grandes
confesiones cristianas. Cada iglesia tiene contenidos esenciales de su
autocomprensión teológica a los que no se puede ser infiel. Sin
embargo, el concilio debería exponer la lógica del mutuo reconocimiento
intercristiano y las consecuencias a que esta lógica conduciría. En los
términos comentados en el capítulo VI sería posible que las confesiones
cristianas reconocieran el núcleo dogmático esencial de la iglesia
católica, a la vez que esta reconociera también la legitimidad
teológica e histórica, así como la autonomía e independencia de las
diversas confesiones cristianas. El mutuo reconocimiento debería ser
posible (por no suponer una contradicción interna) para cada uno de los
núcleos teológicos esenciales de las iglesias. Así, el camino hacia la
convergencia sería posible de acuerdo, por una parte, con la dogmática
católica y, por otra, con las exigencias teológicas irrenunciables de
cada una de las iglesias. El futuro, o se diseña de una forma posible o
es inútil intentar abordarlo. La "comunión" interconfesional cristiana
sería posible. La iglesia católica debería explicar y ofrecer en el
concilio el camino de la "comunión" (que no cerraría la continuación
del diálogo hacia el mayor acercamiento teológico y hacia la "unión")
como actuación excepcional para revitalizar el cristianismo en nuestra
época.
2) Llamamiento a crear la Asamblea de la Comunión Cristiana. El
concilio debería hacer también un llamamiento cordial a que el
entendimiento posible, sobre la base del mutuo reconocimiento
intercristiano, condujera a la fundación de la Asamblea de la Comunión
Cristiana (ACC). Se trataría de algo nuevo, de un diseño de comunión
distinto a cuantas formas de comunión intercristiana han sido
organizadas hasta ahora, ya que esta nueva "comunión" (que no debería
confundirse con "unión") debería estar liderada por la iglesia católica
sobre presupuestos teológicos nuevos y con ocasión de la entrada del
cristianismo en el nuevo paradigma de la modernidad. Esta Asamblea, por
tanto, debería hacer posible que, por primera vez en la historia, el
cristianismo hablara a la sociedad con una misma voz. La
recristianización de la sociedad ante el problema de la incultura,
indiferencia, ateísmo y agnosticismo debería ser una empresa en que
participara la ACC como tal, estableciendo planes de proclamación del
kerigma en el marco del paradigma cristiano de la modernidad. El
concilio debería abrir así el horizonte para vislumbrar la potencia de
una futura actuación "en unidad" (comunión) de todas las iglesias
cristianas.
3) Asociacionismo civil en la lucha contra el sufrimiento. Este
documento debería incluir también un llamamiento a las iglesias para
colaborar en el asociacionismo cristiano en la lucha contra el
sufrimiento. Debería insistir en la responsabilidad moral cristiana que
supondría dejar de hacer algo que, si se hiciera, pudiera contribuir
decisivamente a la lucha contra el sufrimiento y la indignidad humana.
La necesidad y la fuerza del compromiso civil cristiano dependería de
su capacidad de aunar a las confesiones cristianas en proyectos
asociativos participados para intervenir a la sociedad política desde
la voluntad organizada de los ciudadanos. Esta vía de compromiso moral
hacia la debida praxis cristiana, la responsabilidad pendiente con la
historia humana, podría ser mejor gestionada y orientada si se hubiera
constituido la deseada Asamblea de la Comunión Cristiana. Las iglesias
cristianas en comunión, comprometidas en el movimiento asociativo civil
podrían jugar un papel histórico decisivo en la transformación de la
sociedad humana en el apoyo al eventual movimiento civil Nuevo Mundo.
La acción solidaria intercristiana, en convergencia con las otras
religiones, tal como consideramos en el capítulo VI, coincidiría
entonces con la dinámica emergente de la sociedad civil que permite
atisbar la filosofía de la historia.
6.6. Sobre la convergencia interreligiosa
Preámbulo: Transcendencia del documento. El
concilio debería ofrecer a las grandes religiones una convergencia
sobre los principios fundamentales de la apertura a Dios y a la
Transcendencia que hiciera posible la solidaridad interreligiosa en
apoyo de las creencias ancestrales propias de las diferentes
tradiciones historicistas. El concilio debería ofrecer el diálogo y un
diseño de los cauces posibles de convergencia desde la persuasión de
que no tiene sentido que quienes creen en Dios, en el mismo Dios que
debe estar presente en todas las religiones, se ignoren, incluso se
miren con recelo, se combatan y den la impresión de que están hablando
de dioses distintos que se conciben en mundos absolutamente
contradictorios entre sí. Las religiones deben mostrar que les une una
misma experiencia de Dios y que representan construcciones con una
profunda coherencia de fondo que responden a la única presencia
universal del Dios de la Creación. La presencia trinitaria de Dios Uno
(el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) está en la ontología del
universo y en el "espíritu" de todos los hombres, y de todas las
religiones. El Espíritu de Jesús, para la iglesia, está presente en
todos y la proclamación de esta presencia universal, de la que es
responsable y depositaria, es su misión fundamental, en respuesta al
encargo del mismo Cristo en su providencia sobre la historia. La guía
esencial para este diálogo y para sentirse solidario con las grandes
religiones puede verse en el análisis expuesto en el capítulo VI, y más
en general en la línea argumental que hemos defendido en este ensayo,
donde queda explicado el papel singular de la iglesia institución y, al
mismo tiempo, su profunda identificación con el universal religioso
como "iglesia universal". La lógica dialogal argumentada ya en
numerosos lugares de este ensayo es, para nosotros, válida y podría
constituir el eje vertebral del documento que aquí sugerimos. Hacemos
aquí referencia solo a ciertos perfiles esenciales de su contenido.
1) El universal religioso y el mutuo reconocimiento. La
persuasión de que el plan salvador de Dios va dirigido a todos los
hombres induce a pensar con justificación que las grandes tradiciones
religiosas nacidas en diferentes tiempos y lugares de la historia del
mundo responden a formas de acercamiento a una misma Divinidad que han
sido concebidas por la creatividad cultural humana. El diálogo
interreligioso debería, pues, fundarse en la convicción de que Dios ha
llenado multiformemente la historia. Desde esta convicción el concilio
debería exponer los principios de lo que antes hemos llamado el mutuo
reconocimiento interreligioso: una mirada de simpatía, solidaridad y
enriquecimiento respectivo entre las grandes religiones. Nos referimos
de nuevo a la guía mencionada del capítulo VI.
2) Universal religioso y cristianismo universal. Aunque todas
las religiones tienen su "núcleo específico propio", existe un
"universal religioso" presente en todas las religiones. Lo propio, lo
específico, lo diferencial que distancia unas religiones de otras es el
núcleo específico, ligado lógicamente a las tradiciones historicistas
propias de cada cultura. Los ritos, el culto, la religiosidad popular
hacen perceptibles inmediatamente las diferencias, pero detrás de la
"escenografía historicista" se esconde la experiencia profunda de Dios
en todas las religiones y la ponderación existencial del sentido de la
vida. El concilio debería explicar por qué el cristianismo considera
que su esencia religiosa pertenece al universal religioso y por qué, en
algún sentido, lo esencial cristiano está presente en el núcleo mismo
de la experiencia religiosa de todas las religiones. Toda religión es
una apertura y una esperanza en el poder salvador de Dios y en la
salvación transcendente que se acepta a pesar de la oscuridad, la
lejanía y el silencio de Dios, aceptando el drama de la vida en su
integridad. En este logos religioso se acepta de forma vivificadora el
designio divino de la creación del mundo según lo que la persona de
Jesús ha revelado, y el cristianismo acepta, como designio cristológico
de la creación. La "letra pequeña" del cristianismo -digamos, la
iglesia institución fundada por Cristo y sus medios organizativos para
vivir la adhesión a la doctrina de Jesús- están al servicio de mantener
y proclamar ante el mundo el mensaje del "cristianismo universal" que
está metido en la esencia del "universal religioso".
3) Apelación directa a las grandes religiones. El documento
debería incluir también una apelación directa a las grandes religiones,
dirigiéndose a cada una en particular. Debería presentar una exposición
positiva de sus teologías propias y una propuesta de interpretación de
por qué la esencia del cristianismo está en ellas y por qué ellas están
presentes enriquecedoramente en la religiosidad cristiana. Con cada una
de las religiones debería reconstruirse el proceso de mutuo
reconocimiento y, al mismo tiempo, el enriquecimiento mutuo en la idea
de Dios y en la forma de vivir la experiencia religiosa. El capítulo VI
puede servir de guía de los contenidos que, a nuestro entender, debería
tocar este documento conciliar. Debería también exhortarse a las
grandes religiones a entender que todas juntas debieran afrontar la
misión de proclamar la realidad de un Dios creador del universo que
alberga un sorprendente plan de salvación. Frente a un mundo moderno de
increencia y de indiferentismo religioso, que se extiende y mina por
dentro la credibilidad de las grandes religiones, haciendo perder a
muchos hombres la fe en un Dios que liberará a la humanidad,
sumiéndolos en la oscuridad de la desesperanza y de la muerte, la
acción solidaria de las grandes religiones, en mutuo reconocimiento,
hallaría una gran fuerza para impulsar la religión en el campo de
influencia de cada una de sus diversas culturas.
4) Asociacionismo civil en la lucha contra el sufrimiento. Por
último, este documento debería plantear de nuevo el problema del
sufrimiento humano, al tiempo en que hiciera un llamamiento dramático a
la movilización universal del mundo de las religiones, a través de los
ciudadanos religiosos, que deberían ser el impulso capital de los
movimientos de acción civil que asumieran la nueva responsabilidad
histórica de cambiar el rumbo de la historia. El mundo podría ser
transformado por la acción de los ciudadanos y el entendimiento
religioso establecería la base de consenso y de solidaridad entre las
religiones para que se diera la colaboración religiosa para llegar al
cambio humanista de importancia histórica excepcional. Las religiones
podrían estar en un momento de la historia en que su colaboración
hiciera posible una de las transformaciones más grandes de la historia
humana hacia la paz y la justicia entre las naciones.
6.7. El enigma metafísico, el drama de la
historia y el probable Dios oculto (Documento Final)
Preámbulo: Los signos que fundan la esperanza
metafísica.
El documento final del concilio debería ser, a nuestro entender, uno de
los más importantes. El concilio, una vez concluido su excepcional
proceso hermenéutico del kerigma cristiano desde la modernidad, debería
ponerse en la situación de aquellos que lo reciben y lo consideran
desde diferentes actitudes personales: los creyentes católicos que han
permanecido fieles a la iglesia en la oscuridad de los últimos siglos;
los cristianos de otras confesiones que han atravesado la misma crisis
y que han mirado con inquietud a la iglesia católica; los religiosos no
cristianos distanciados en mundos hasta ahora impenetrables; las
personas que han tenido indudables experiencias religiosas y están
abiertas a la Transcendencia, pero no han visto el sentido de
integrarse en las grandes religiones; los indiferentes que viven sus
vidas preocupados solo ante los estímulos inmediatos de la vida o del
consumo, abocados al drama existencial que inevitablemente llegará; los
ateos que por su crítica radical a las religiones existentes, por su
ponderación del drama de la historia y del Mal, por su construcción
intelectual científico-filosófica de una explicación del universo sin
Dios, viven en la persuasión de que Dios no existe; los agnósticos,
desbordados por el enigma metafísico del universo, que no se atreven a
comprometerse ni con el teísmo ni con el ateísmo, pero se mantienen al
margen de una apertura a Dios y de un compromiso religioso. El concilio
debería meterse dentro de la expectativa existencial de estos grupos de
hombres para ofrecerles una presentación de su obra teológica. Debería
ser capaz de tocar las fibras sensibles más profundas de cada una de
las posiciones existenciales mencionadas, como hablando a la conciencia
individual de cada hombre. Este importante documento final debería ser
una llamada a la esperanza porque existen signos creíbles, verosímiles,
de que, por detrás del enigma del universo y del drama de la historia,
todo está respondiendo al designio sorprendente del plan salvador de un
Dios existente, fundamento de la Realidad y del Ser. Este documento
debería ser como la sinfonía final en que el concilio tratara de
sintetizar su esfuerzo teológico para tocar las fibras existenciales
más íntimas de cada persona.
1) Enigma del universo y drama de la historia: el ámbito de libertad.
En el concilio se habría comunicado un mensaje muy claro, cuyo alcance
y verdadera fuerza dependería de la lectura del designio creador de
Dios que nos hace entender el mundo descrito por la modernidad. El
universo es un designio para la libertad plena, sin enmascaramientos ni
reducciones veladas. El universo enigmático en el que los hombres deben
afrontar con sufrimiento el drama de la historia y de sus "historias
personales" es el universo querido y creado por Dios. La realidad
creada mueve a la "santidad", pero hace posible la negación de Dios, es
decir, el "pecado". El concilio es consciente de que, en este mundo de
la libertad, Dios no ha querido "imponerse" a nadie. El concilio
reconoce y respeta la libertad del hombre para situarse en un
sentido-de-la-existencia sin Dios, en el ateísmo, en el agnosticismo o
en el indiferentismo. Cree que esto es una posibilidad abierta por Dios
que el hombre puede asumir con honestidad natural y que no sorprende al
cristianismo. El concilio reconoce y respeta también la multitud de
"mundos historicistas" con que la religiosidad natural ha creado
diversificadamente la aceptación existencial y su vivencia en ricos
ámbitos culturales, que gozan de la presencia de Dios. Es un hecho
incuestionable que la historia, y mucho más en la experiencia histórica
de la modernidad, se nos muestra, en efecto, como un portentoso
escenario para la libertad y la creatividad humana. El cristianismo
acoge la libertad como la obra creadora de Dios y no se extraña de los
multiformes productos de la libertad.
2) Los signos del designio transcendente de un Dios oculto. El
designio de libertad establecido por Dios en su eterno plan de ofrecer
al hombre la filiación divina, por la mediación redentora del logos
cristológico, que ha supuesto la "humillación" de Dios ante la realidad
(ocultamiento divino), contemplaba una creación en la que el hombre no
solo pudiera "negar a Dios", sino también "leer los signos" que le
permiten vislumbrar la presencia de Dios y atender a su oferta
personal, encaminándose hacia la santidad. El concilio quiere proclamar
estos Signos, presentes en los documentos conciliares, porque confieren
paz a quienes han comprometido sus vidas aceptando a Dios y porque
sitúan a la increencia en el filo mismo del riesgo de sus opciones
existenciales. Estos signos pueden ser leídos por quienes tienen la
"voluntad libre de creer", pero no se imponen a quienes tienen su
"voluntad cerrada a la oferta divina". Pero, en todo caso, la
enigmática presencia en estos signos de la sorprendente Transcendencia
Divina colocan al hombre y a la historia en el filo de una encrucijada
responsable.
3) El signo de la naturaleza (el Padre). El concilio debería
exponer aquí una síntesis de los argumentos que muestran a Dios como
verosímil fundamento de la Realidad y del Ser del universo, de la vida
y del hombre. Primero, la forma en que el hombre natural intuye, por su
conocimiento profundo y ordinario, que el universo muestra la Gloria de
Dios, quedando así abierto a la posibilidad de un Dios transcendente
creador. Segundo, los argumentos científico-filosóficos que confirman
las intuiciones del hombre natural. Nos referimos (capítulo IV) a los
argumentos a) sobre la consistencia y estabilidad del universo, b)
sobre la producción de orden, físico y biológico, en el universo y c)
sobre la naturaleza y origen de la sensibilidad-conciencia. El concilio
debería apoyarse en la nueva visión holística de la ciencia para
mostrar la verosimilitud de un Dios que funda la naturaleza profunda de
las cosas y abarca el universo con su presencia.
4) El signo del Misterio de Cristo (el Hijo). El impulso hacia
la Vida -que nunca decae por dramática que sea la existencia- mueve al
hombre a confiar en la existencia real de un Dios oculto y en silencio,
ante el enigma del universo y el drama del sufrimiento. La religiosidad
natural supone necesariamente, como exigencia de la misma condición
metafísica del hombre, confiar en la obra liberadora final del Dios
oculto, por encima de su lejanía y de su silencio. Esta condición
metafísica ha sido entendida por la cultura de la modernidad que nos
sitúa en un mundo enigmático. El concilio debería proclamar que la Voz
del Dios de la Creación, manifiesta en la modernidad, y la Voz del Dios
de la Revelación pronunciada en el Misterio de Cristo entran en una
sorprendente armonía respectiva. El kerigma cristiano, constituido hace
dos mil años, tiene hoy, en efecto, una impresionante convergencia con
la experiencia existencial del hombre en la cultura de la modernidad.
El concilio debería explicar, según los argumentos desplegados en este
ensayo, la naturaleza del Misterio de Cristo como el gran Signo
introducido por Dios en la historia para impulsar la apertura al Dios
oculto y liberador.
5) El signo de la experiencia religiosa (el Espíritu Santo). La
experiencia religiosa subjetiva, que parece pertenecer a la naturaleza
humana, así como las religiones aparecidas en marcos historicistas
diversificados, induce a considerar que los hombres han tenido, y
siguen teniendo, una misteriosa experiencia, mística, de relación con
el Espíritu de Dios que parece cercano al "espíritu" humano. Esta
presencia interior de la Voz del Espíritu divino es también un Signo de
que el Dios oculto y en silencio es un Dios que se interesa por el
hombre prepara la liberación de la historia. El concilio debería
explicar cómo se entiende desde el kerigma cristiano la presencia del
Dios Espíritu como presencia del Dios Trinitario que, tras el
sacrificio redentor del Verbo en Cristo, hace posible la obra creadora
(obra del Padre) y derrama la fuerza del Amor divino sobre la creación
(obra del Espíritu Santo).
6) El designio de libertad: santidad, pecado y el drama de la
historia.
Estos signos de la presencia de Dios impulsan al hombre a la fe, a la
esperanza y al Amor hacia un Dios transcendente, pero no se imponen
necesariamente. Deben ser valorados y aceptados por el hombre libre, al
que Dios ha dejado abierta la pura mundanidad sin Dios en la estructura
del mundo creado. El plan de Dios ha sido hacer posible que todos los
hombres puedan aceptar a Dios, y llegar al conocimiento de la Verdad.
Pero este plan contempla desde la eternidad, según el kerigma que
transmite el cristianismo y el concilio proclama, que la libertad
"realísima" crea el pecado y la santidad. El kerigma y la tradición
cristiana contemplan un plan de Dios que cuenta con el pecado, la
negación de Dios e incluso la violencia frente a la creencia: el
Misterio de Iniquidad generado en la voluntad humana que se resiste a
creer en el Amor de Dios, a pesar de su lejanía y de su silencio. El
plan de Dios parece contar con el drama de la historia, que concluirá
con el drama personal de aquellos que acaban sus vidas. cerrados
existencialmente a Dios. El plan de Dios es la santidad de los Justos
que de hecho se realiza en la "iglesia cristiana" y en la "iglesia
universal". Pero este plan cuenta con la cerrazón final de la
existencia en el "pecado".
7) La creencia. Puede ser la creencia de los cristianos
católicos, de las otras confesiones, de las otras religiones o de
quienes son interiormente religiosos en el fuero íntimo de sus
conciencias. A todos ellos, a cada uno en su condición específica,
debería dirigir el concilio una palabra de aliento final para seguir en
sus respectivas experiencias religiosas. El concilio debería alentar a
vislumbrar los signos de unos tiempos excepcionales en que el sentido
de la apertura a Dios nos permite sentirnos fuertes y en paz con
nuestras conciencias ante el enigma y el drama de la historia. Los
signos actuales de la creencia, profundizados por fin desde la cultura
de la modernidad, nos permiten asentarnos con realismo en el mundo y
abrirnos a un futuro consolador de esperanza y de Luz.
8) La increencia. La increencia puede darse como ateísmo,
agnosticismo o como indiferencia, pero siempre supone estar al margen
de la apertura personal al Dios Espíritu que llama interiormente, que
podría ser un Dios oculto/liberador (o sea, el Dios del Misterio de
Cristo) y que podría responder racionalmente al enigma sobre la
Realidad y el Ser del universo, de la vida y del hombre. El concilio
debería reconocer el enigma y el drama que mueven a la increencia: la
crítica hacia el mundo de las religiones y del clericalismo, por sus
deficiencias, impropiedad, incoherencia, fragilidad y pecado; la
ponderación del aparente sinsentido del Mal y el Sufrimiento de la
"dramática" de la historia; la posibilidad, construible por la razón,
de una explicación científico-filosófica de un universo sin Dios. Pero
el concilio debería dirigirse al corazón de quienes están cerrados a
Dios, instándoles a reconocer que la "increencia religiosa" es también
una "creencia sin religión". Sin embargo, ante la incertidumbre
metafísica del universo, la creencia está en la paz de un futuro de
plenitud. Pero la increencia vive abocada a la muerte para siempre, al
final dramático de la vida, con un dramatismo que el kerigma cristiano
anuncia sin titubeos, aunque sea difícil su hermenéutica teológica. El
concilio debería dirigirse al corazón de todo hombre para exhortarle a
creer en el Amor de Dios, a pesar del enigma y del drama de la
existencia, a pesar de la lejanía y del silencio del posible Dios
oculto y liberador. El concilio debería exhortar a la increencia a
salir del desasosiego inevitable de estar en el vacío y de la oscuridad
final del drama tras la muerte, para abrirse a la luz de los Signos que
nos hablan de Dios.
9) Compromiso histórico, iglesia en sociedad y el ciudadano
cristiano.
El concilio, en este documento final, debería recapitular su doctrina
sobre el puesto de la iglesia, y de las religiones, en la sociedad de
la modernidad. Replantear de nuevo el inmenso problema del sufrimiento
humano en la historia y la necesidad de que las religiones readapten su
compromiso socio-político en la perspectiva del ciudadano religioso y
del ciudadano cristiano. El compromiso a través del ejercicio de la
condición ciudadana de los creyentes debería unirse a todos los
ciudadanos, también los no creyentes, para diseñar estrategias de
acción civil creativas que fueran inmediatas, eficaces y pragmáticas
para combatir el sufrimiento humano. El concilio debería hacer una
llamada final a todos para sentir la excepcionalidad de los tiempos que
vivimos y la necesidad de un esfuerzo imaginativo para anticipar lo que
podría ser la gran contribución futura de las religiones a la historia
de la humanidad.
10) La esperanza final: hay signos de que la Vida sea posible.
El concilio debería concluir haciéndose eco del primer documento
conciliar sobre la existencia y su aspiración a la vida. Después del
recorrido a través de todos los documentos conciliares anteriores
debería insistirse en la incertidumbre y en la inseguridad de la vida
humana, abierta al enigma del universo y al drama del sufrimiento. No
obstante, el concilio debería ponderar los numerosos signos que
permiten atisbar que quizá el universo y la historia podrían responder
al misterioso y sorprendente designio de un Dios Transcendente que crea
la Libertad y la Dramática en que se ve inmersa la existencia de todo
hombre. El concilio debería explicar que los Signos de confianza no
consisten en la ilusoria "perfección humana" de quienes constituyen las
iglesias y las religiones, que no pueden sino arrastrar su fragilidad y
sus deficiencias, propias de la condición humana. La iglesia cristiana
es solo Signo de la Divinidad en cuanto transmite y proclama en el
kerigma el Signo de las palabras y de los hechos de Jesús, al que ella
misma se adhiere desde su fragilidad; la condición humana de la iglesia
solo es por sí misma signo de su propia fragilidad. Por ello, el
concilio, sintiéndose unido a todas las religiones y confesiones
cristianas en el "universal religioso", en el "universal cristiano" y
en la "iglesia universal", debería proclamar su confianza y su
experiencia existencial de que la historia responde efectivamente al
plan liberador de un Dios que nos ama y que ha establecido una historia
de salvación en que la libertad se ejerce con equilibrio en un universo
enigmático y dramático.
7. Conclusión: la
lógica de la historia y la lógica del concilio
Quizá pueda alguien considerar ingenuo que el resultado de la
simulación del concilio responda al contenido de las opiniones del
autor de este ensayo. Si se consideran las cosas, sin embargo, lo
ingenuo sería más bien pensar que la simulación no fuera a responder a
las líneas argumentativas construidas en el ensayo. Para esto
precisamente hemos establecido los argumentos que se han ido levantando
poco a poco en los diversos capítulos. Son los argumentos que muestran
la situación y la encrucijada intelectual en que se halla el mundo de
las religiones, en especial el mundo cristiano, de tal manera que el
contenido del concilio debería responder a esas grandes cuestiones y
construir sus soluciones de acuerdo con lo que pide la lógica de la
historia. Nuestro ensayo ha sido un análisis de la lógica de la
historia -historia de las religiones, del cristianismo, de las
naciones-y ha mostrado cómo de ella nace el contenido del concilio.
Este ensayo está, pues, construido para mostrar que la lógica de la
historia pide la celebración de un concilio y que esa misma lógica es
la que establecería la pauta lógica del contenido del mismo concilio.
Nuestro objetivo era, desde el inicio, mostrar que el concilio es
posible porque es la historia misma la que nos induce a establecer la
pauta de sus contenidos.
No sería suficiente pedir un concilio en vacío, sin contenido. Nuestro
fin era precisamente mostrar que, al menos, un concilio sería posible y
estaría lleno de contenido: el que nosotros proponemos. Es evidente que
un concilio real, dirigido por el papa, sería soberano para proponerse
problemas y soluciones. Al menos, entre otras que pudieran surgir,
debería tener en cuenta la propuesta que aquí hemos argumentado. Es
también evidente que, si el concilio llegara a celebrarse, sería porque
antes se habría despertado un amplio ambiente de reflexión y de
discusión sobre nuestra situación histórica y sobre lo que debiera ser
el concilio. No nos cabe duda de que este proceso de reflexión, abierto
y honesto cristianamente, sometería a examen nuestras propuestas y sin
duda las mejoraría en calidad. Haber contribuido a suscitar un
movimiento internacional en torno a la necesidad del concilio sería ya
un premio suficiente a nuestros esfuerzos. Como Feyerabend creemos que
la proliferación de teorías (es decir, de propuestas teológicas) es el
mejor camino hacia la selección crítica de las mejores. Es lo que
debería hacer el concilio.
Estas líneas argumentativas convergentes, que podemos contemplar ahora
retrospectivamente al concluir este ensayo, representan la lógica de la
historia y confluyen en la constitución de la trama del concilio
"exigido por la historia". Un concilio que avalara el gran cambio
paradigmático, pendiente desde hace varios siglos, que ya es posible
porque el paradigma de la modernidad ha sido trazado con firmeza y
consistencia científico-filosófico-teológica. Un concilio que hiciera
posible la nueva convergencia interconfesional e interreligiosa que
impulsara un horizonte de compromiso civil de los cristianos que
pudiera tener una transcendencia histórica excepcional en la lucha
contra el sufrimiento humano. La conexión lógica de estos argumentos,
trazados a lo largo de este ensayo, funda la apelación lógica al
concilio ecuménico. El núcleo esencial de lo que debiera hacer el
concilio es avalar el paradigma de la modernidad, en lo
filosófico-teológico y en lo socio-político, cuya naturaleza ha sido
argumentada. A nuestro entender, es difícil contraargumentar nuestra
argumentación porque el contenido del nuevo paradigma de la modernidad
se construye dejándonos llevar por lo que pide la lógica del mundo
moderno. Es la lógica de la historia la que acaba impulsando la
necesidad lógica y el contenido filosófico-teológico del nuevo concilio
al que apelamos y cuya simulación hemos expuesto.
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